BIBLIOTECA ARMONICA: La paradoja de Darwin

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LA PARADOJA DE DARWIN O EL ENIGMA DEL HOMO SAPIENS

¿Cómo se originó la especie humana? ¿Nuestra evolución ha sido posible gracias a la selección natural, tal como propuso Darwin y sostienen la mayoría de los científicos? ¿Es posible que en nuestra existencia participen leyes o fuerzas de la naturaleza, aún desconocidas? ¿Sabemos qué es lo que nos caracteriza como seres humanos? Pese a los espectaculares avances en el campo de las neurociencias, ¿sabemos qué es y cómo se produce la consciencia?¿En qué datos se basa la ciencia para sostener que hemos evolucionado a partir de un antepasado primate que compartimos con los chimpancés? ¿Hasta qué punto se trata de evidencias o de ideas preconcebidas? ¿Y la vida? ¿Cómo se originó a partir de la materia inerte? ¿Surgió una sola vez, fruto de múltiples casualidades, como sostienen unos, o ha surgido tantas veces como se hayan dado las condiciones naturales para ello, como afirman otros? Estas y otras preguntas son objeto de debate en la comunidad científica, unas suscitan más consenso y otras menos. Sin embargo, la explicación más habitual sobre nuestros orígenes refleja poco las incertidumbres que emergen de todas estas cuestiones. Es más, con los datos que se van descubriendo caben otras hipótesis distintas. Este es, precisamente, el objetivo de este libro: bucear en los abismos del origen de nuestra especie. 

Solo la selección natural es poco para algo tan grande e increible como la evolución. La ciencia no reconoce, y menos los darwinistas los muchos errores y lagunas (oceanos) que fallan en sus explicaciones. Hablamos de teorías, hipotesis pero mucho de ello el dia de mañana habrá quedado obsoleto. ¿Donde estan los cambios evolutivos graduales que decía Darwin? En ninguna parte, no existen, las especies evolucionan a saltos, de repente no gradualmente como decían los darwinistas. Este libro pone de manifiesto lo poco que se sabe y lo mucho que se supone y con eso pretenden las hipotesis mas enormes de las que se reirá la ciencia del mañana.

UN LIBRO FUNDAMENTAL. Compralo.

Loque nos dice el autor:

Empecé a leer sobre este tema hace 20 años y cuando decidí escribir este libro lo hice sin tener ninguna idea preconcebida. Solo espoleado por la cantidad de cabos sueltos y misterios que me había ido encontrando. Me pareció evidente que había que contar esta historia de otra manera, centrándose en lo que se sabía pero igualmente en lo que se ignoraba. Porque, a partir de ahí, podían surgir otras muchas hipótesis, diferentes de las que se vienen dando por ciertas.

No me interesa el debate entre creacionistas y darwinistas y creo, además, que está bloqueando el avance en este campo. No me convencen las posturas de unos y otros, pero tampoco tengo una explicación alternativa. Sí quiero señalar, sin embargo, que después de estudiar bastante a fondo esta cuestión, mi conclusión es que la ciencia está muy lejos de haber encontrado una respuesta a la pregunta de cómo hemos llegado hasta aquí y que la solución propuesta por Darwin se queda muy corta. Por eso, creo que hay que pedirles a los científicos que sigan buscando para que, en algún momento, lleguemos a una explicación realmente convincente.

Un ejemplo de cómo nos cuentan las cosas es esta noticia que publicó El País, el pasado 5 de marzo, cuyo título era: Encontrado el humano más antiguo” y el subtítulo: Un fósil hallado en Etiopía aclara el origen del género Homo hace 2,8 millones de años”. La noticia del periódico se basaba en un artículo publicado ese día en Science, por el descubridor del fósil junto con otros científicos. El fósil en cuestión consistía en media mandíbula con cinco dientes. La pregunta, por tanto, es obvia: ¿Cómo se puede saber a partir de esos restos que se trataba de un humano? ¿Solo porque su mandíbula y sus dientes son parecidos a los nuestros? ¿Será, acaso, que son los dientes y la mandíbula, al margen de como sea el resto, lo que nos define inequívocamente como humanos? Obviamente, no. En general, cuando leemos noticias sobre el hallazgo de restos humanos de algún antepasado remoto, uno podría pensar, en plan cartesiano, que:

  1. Se sabe con todo el rigor científico cuáles son las características clave que nos definen a los seres humanos.
  2. Por tanto, también se sabe qué características son las que definen a nuestros antepasados para ser considerados como humanos.
  3. Esas características dejan restos identificables.
  4. Y cuando nos dicen que se han encontrado restos de los primeros humanos es porque estos restos mostraban esas características clave.

Sin embargo, nada de esto es cierto. Estamos a años luz de esta situación. Dada la oscuridad reinante en este campo, los paleoantropólogos han tenido que recurrir al pragmatismo y seguir el camino inverso: han construido una definición del ser humano a partir de los restos que van encontrando. Pero eso no significa que estén en lo cierto. Su definición se basa en que concurran principalmente estos tres rasgos:

  1. Movimiento bípedo.
  2. Un cráneo parecido al nuestro y con un tamaño mayor de 600 centímetros cúbicos (el nuestro tiene en promedio 1400).
  3. Capacidad de fabricar herramientas de piedra, aunque sean toscas.

El problema es que, analizados con detenimiento, ninguno de estos tres rasgos sirve para lo que buscamos. El bipedismo lo compartimos con los australopitecos, nuestros antecesores no humanos. Seguramente la fabricación de herramientas también y, en cualquier caso, hay animales (como los castores y las termitas) que son “ingenieros” más sofisticados. Y todavía no se ha demostrado que el tamaño del cráneo tenga algo que ver con la inteligencia. El caso es que destacados paleoantropólogos reconocen que cuando hablamos del Homo sapiens, de nosotros, en realidad no sabemos de qué estamos hablando. Así, por ejemplo, Donald Johanson, uno de los descubridores de Lucy y del Australopithecus afarensis, decía:

“(…) ¿Hasta qué punto podía ser pequeño el cerebro de un homínido y aspirar todavía a la calificación de humano? En definitiva, ¿cómo se definía a un humano? Puede parecer ridículo que la ciencia se haya pasado más de un siglo hablando de humanos, prehumanos y protohumanos sin llegar a definir qué era un ser humano. Ridículo o no, esta era la situación. Todavía hoy no disponemos de una definición aceptada de hombre, de un conjunto claro de especificaciones que permitan a cualquier antropólogo del mundo decir claramente y de modo seguro: Esto es humano, esto otro no lo es (…)” 

Dado que no tenemos ese conjunto claro de especificaciones, al menos intuitivamente, ¿qué es lo que nos hace sentirnos realmente humanos y diferentes al resto de los animales? Seguramente la gran mayoría apuntaríamos a nuestras facultades cognitivas (inteligencia, creatividad, memoria, habla, autoconsciencia, etc.) como los rasgos principales de la humanidad y que solemos asociar a nuestra mente o consciencia. Pero si acudimos a los neurocientíficos, nos encontramos con que tampoco está nada claro qué es la consciencia, ni cómo o en dónde se produce. Otro tanto puede decirse de la inteligencia, de la creatividad o de la conciencia del YO (de la propia identidad). Obviamente, tampoco se sabe cómo y cuándo se originaron en nuestro proceso evolutivo la consciencia o la inteligencia típicamente humanas, ni se sabe cómo se distinguirían de las de nuestros antepasados no humanos. Ni qué relación tienen, si es que tienen alguna, con los huesos fósiles que se van encontrando.

El enigma del Homo sapiens, al que alude el título de este libro, no se refiere solo a esto. Hay muchos otros aspectos también fundamentales que plantean muchas incógnitas. Por ejemplo, ¿en qué nos basamos para decir que el género humano evolucionó a partir de un mono que vivió hace unos 7 millones de años y que este mono fue un antepasado que compartimos con los actuales chimpancés? Conste que a mí me da igual descender de un mono que de una bacteria, porque creo que la gran pregunta no es de dónde hemos partido sino qué es lo que ha venido impulsando nuestra evolución. Pero, insisto: ¿cómo se sabe que descendemos de ese mono?

Si buscamos en nuestros antecedentes, nos encontramos que entre hace 5 y 14 millones de años casi no hay fósiles. Y de los poquísimos que se han encontrado se ignora si tienen alguna relación con nuestros antepasados o no tienen ninguna. En cuanto a los antepasados de los chimpancés, no se conocen fósiles con más de unas decenas de miles de años de antigüedad. Por tanto, si no hay restos fósiles de los antepasados del chimpancé y tenemos poquísimos de los nuestros (y, para colmo, ni siquiera sabemos si realmente eran de nuestros antepasados), ¿en qué pruebas fósiles se basan para decir que tuvimos ese antepasado común con los chimpancés que, además, vivió hace 7 millones de años?

El dato que más se utiliza para destacar nuestro estrecho parentesco evolutivo con los chimpancés es que, al comparar nuestras respectivas secuencias genéticas, se ve que compartimos el 99%. Sin embargo, recientemente (2013) Francisco J. Ayala, profesor de Biología Evolutiva en la Universidad de California y galardonado en 2001 con la Medalla Nacional de las Ciencias de Estados Unidos, y Camilo J. Cela Conde, profesor de Antropología en la Universidad de las Islas Baleares, reconocían que, al comparar los cromosomas 21 y 22 de humanos y chimpancés, se veía que, pese a que las diferencias en los genomas eran mínimas, el 80% de las proteínas que se fabricaban siguiendo sus instrucciones eran diferentes. Es decir, que con esos mismos ladrillos genéticos, sus respectivas estructuras biológicas (ARN, mecanismos reguladores, etc.) producen resultados completamente distintos.

Para establecer la fecha en que vivió el antepasado común, los genetistas han venido usando el llamado reloj molecular, un método basado en dos premisas. Una, que desde el momento en que dos especies se separan de su especie madre se empiezan a acumular mutaciones distintas en sus respectivos genomas. Y dos, que en cada una de las dos especies esas mutaciones se producen a un ritmo constante. Pues bien, al margen de lo contradictorio que resulta suponer que esas mutaciones se producen por azar y que, sin embargo, lo hacen con la regularidad de un reloj (el azar, por definición, no actúa de forma regular), cada vez se van encontrando más evidencias de que existen diversos ritmos de mutación en el ADN. De hecho, este método es objeto de muchas críticas en la actualidad. De todos modos, lo más paradójico es que este reloj molecular no puede dar fechas absolutas y, por tanto, por sí mismo no sirve para saber cuándo vivió el antepasado común que supuestamente compartimos con los chimpancés. Para fijar esas fechas, este método necesita ser calibrado por medio de… ¡algún fósil! Pero uno que sea fiable; es decir, un fósil del que estemos seguros que ha pertenecido a uno de sus antepasados y que además esté bien datado. Y cuando no hay fósiles fiables, ¿qué? Pues esa es la situación en la que nos encontramos y, por tanto, lo menos que podemos decir es que apenas existe fundamento para afirmar, como se hace, que compartimos un antepasado común con los chimpancés que, para más señas, vivió hace unos 7 millones de años.  

Así, podríamos seguir poniendo ejemplos porque hay un montón. En realidad, yo no he pretendido sacarles los colores a los científicos que investigan en este campo, porque me he apoyado en gran medida en lo que ellos mismos cuentan y, por tanto, creo que son perfectamente conscientes de lo que señalo en este libro. Lo que sucede, sin embargo, es que a la sociedad, a esa inmensa masa de ciudadanos que no somos expertos en estos temas (como en tantos otros), se nos cuentan las cosas como si se tratasen de auténticas certezas, cuando en absoluto es así. No sé si eso se debe a los propios científicos, que necesitan disimular la dimensión real de su/nuestra ignorancia; si se debe a los periodistas y maestros de escuela, que creen que sus destinatarios consumen mejor estas cosas si se simplifican y adornan con certidumbre y rotundidad; o si se debe a los propios ciudadanos, que necesitamos rodearnos de referentes claros y firmes para sentirnos más confortables. En cualquier caso, lo que es evidente es que una sociedad solo madura, y avanza en su conocimiento, si reconoce sus ignorancias y no se hacetrampas en el solitario respecto a lo que de verdad sabe. Yo espero que este libro contribuya a ello, en alguna medida.  

Fuente: Otras Politicas