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Cuento de Maupasant

pedrolira1

Un ardid

El médico y la enferma charlaban junto al fuego de la chimenea.
La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.
Estaba media acostada en su chaise-longue y decía:
—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no lo quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?
El medico contestó sonriendo:
—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.
La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:
—No, doctor; sólo después se le ocurre a una lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.
El médico exclamó con acento asombrado:
—¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración después… ¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una clienta mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El suceso ocurrió en una capital de provincia.
Una noche dormía profundamente y entre sueños me parecía oír que las campanas de una iglesia próxima tocaban a fuego. De pronto me desperté; era la campanilla de la puerta de la calle que sonaba desesperadamente; como mi criado parecía no responder, agité a mi vez el cordón que pendía junto a mi cama y a los pocos momentos el ruido de puertas al abrirse y cerrarse precipitadamente, y el de unos pasos en la habitación inmediata a la mía, vino a turbar el silencio de la casa. Juan entró en mi cuarto y me entregó una carta que decía: “Madame Selictre ruega con insistencia al doctor Sileón que venga inmediatamente a su casa, calle de… número…”
Reflexioné unos instantes; pensaba: Crisis de nervios, vapores, ¡bah… bah!… tengo mucho sueño. Y contesté: “El doctor Sileón, encontrándose enfermo, ruega a su madame Selictre tenga la bondad de dirigirse a su colega el doctor Bonnet”.
Puse la carta dentro de un sobre, se la entregué a Juan y me volví a dormir.
Apenas había transcurrido media hora cuando la campanilla de la calle sonó de nuevo y mi criado entró diciéndome:
—Ahí está una persona que no sé a punto fijo si es hombre o mujer, tan tapada viene, que desea hablar en el acto con el señor. Dice que se trata de la vida de dos personas.
—Que entre quien sea —dije, sentándome en la cama. Y en aquella postura esperé.
Una especie de negro fantasma apareció, y cuando Juan hubo salido se descubrió. Era madame Berta Selictre, una mujer joven, casada desde hacía tres años con un rico comerciante de la ciudad, que pasaba por haberse unido a la muchacha más bonita de la provincia.
Aquella mujer estaba horriblemente pálida y tenía ese semblante crispado de las personas dominadas por el más profundo terror: sus manos temblaban; dos veces trató de hablar: ningún sonido salió de su garganta. Al fin balbuceó:
—Pronto… pronto… doctor… venga usted. Mi amante acaba de morir en mi propia habitación…
Medio sofocada se detuvo; después repuso:
—Mi marido va… va a volver del casino…
Salté de la cama sin pensar que estaba en camisa y en pocos segundos me vestí.
—¿Es usted misma quien ha venido hace un rato?
Ella, de pie como una estatua petrificada por la angustia, murmuró:
—No… ha sido mi doncella… ella lo sabe…
Después de un silencio, continuó:
—Yo me quedé a su lado…
Y una especie de grito de horrible dolor salió de sus labios y rompió a llorar desconsoladamente, con sollozos y espasmos, durante dos o tres minutos; de pronto sus suspiros cesaron, sus lágrimas cesaron de brotar como si las hubiera secado un fuego interior; y con un acento trágico dijo:
—Vamos pronto.
Yo estaba ya vestido, pero exclamé:
—Demonio, no me he acordado de dar la orden de enganchar la berlina…
Ella respondió:
—Yo he traído coche… El suyo que lo esperaba a la puerta de mi casa.
Berta se envolvió, ocultando la cara bajo su abrigo, y salimos.
Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche me cogió una mano, y oprimiéndola entre sus finos dedos balbuceó con sacudidas en su voz, que reflejaban la angustia de su corazón destrozado:
—¡Oh, amigo mío! ¡Si usted supiera cuánto sufro! Lo quería, lo adoraba con locura, como una insensata, desde hace seis meses!
Yo le pregunté:
—¿Están despiertos en su casa de usted?
Berta contestó:
—No, nadie, excepto Rosa, que está enterada de todo.
El carruaje se detuvo a la puerta de su casa; todos dormían, en efecto; entramos por una puerta excusada y subimos hasta el primer piso sin hacer ruido. La. doncella, azorada, estaba sentada en el piso, en lo alto de la escalera, con una vela encendida y colocada sobre el suelo, no habiéndose atrevido a permanecer al lado del muerto.
Penetramos en la habitación, que se encontraba en el mayor desorden, como después de una lucha. La cama estaba completamente deshecha y una de las sábanas caía sobre la alfombra; toallas mojadas, que habían servido para frotar las sienes del amante, yacían en tierra al lado de un cubo y de un jarro de agua. Un singular olor de vinagre mezclado a esencia de Loubin se esparcía por la atmósfera. El cadáver estaba extendido boca arriba en medio de la habitación. Me acerqué a él, lo observé, lo pulsé, abrí sus ojos, palpé sus manos; después, volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban en un rincón del cuarto, les dije:
—Ayúdenme ustedes a llevarlo hasta la cama.
Lo colocamos suavemente sobre el lecho: le ausculté el corazón, coloqué un espejo junto a su boca y murmuré:
—No hay nada que hacer, vistámoslo pronto.
Fue aquella una escena terrible. Yo iba cogiendo uno tras otro sus miembros y los dirigía hacia los vestidos que acercaban las dos mujeres. Le pusimos las botas, los pantalones, el chaleco, después el frac, donde nos costó mucho trabajo lograr hacer entrar los brazos. Las dos mujeres se pusieron de rodillas para abrocharle los botones de las botas: yo las alumbraba con una vela, pero como los pies se habían hinchado un poco, aquella tarea se hizo horriblemente difícil. La dificultad era mayor porque no habían encontrado a mano el abrochador, las mujeres tuvieron que hacer uso de sus horquillas.
Tan pronto como estuvo terminada la horrible toilette, contemplé nuestra obra y dije:
—Convendría peinarlo un poco.
La doncella trajo el peine y el cepillo de su ama; pero como temblara y arrancase, con movimientos involuntarios, los cabellos largos y desordenados del cadáver, madame Selictre se apoderó violentamente del peine y alisó la cabellera con suavidad, con dulzura, como si estuviera acariciando una cabeza viva.
Le sacó la raya, le cepilló la barba y retorció los bigotes con sus manos, como tenía costumbre, sin duda, de hacerlo en sus amorosas familiaridades.
De pronto, arrojando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su amante y clavó una intensa y desesperada mirada en aquella cara inmóvil; después, dejándose caer sobre él, comenzó a abrazarlo y a besarlo furiosamente. Sus besos caían como golpes sobre su cerrada boca, sobre sus apagados ojos, sobre sus sienes y su frente… Y acercándose a su oído, como si hubiera podido escucharla, balbuceó, repitiendo diez veces seguidas con un acento desgarrador:
—Adiós, amor mío; adiós, amor mío…
Un reloj dio las doce.
Ye sentí un estremecimiento:
—¡Las doce ya!…, la hora en que cierran el casino… ¡Vamos, señora, energía!
Madame Selictre se puso en pie.
—Llevémoslo al salón —ordené a las dos mujeres; lo trasladamos entre los tres y lo sentamos en un sillón. Después encendí las luces.
Apenas había terminado esta operación, cuando la puerta de la calle se abrió y se cerró pesadamente. Era el marido que volvía.
—¡Rosa —grité—; traiga usted las botellas y el cubo y arregle usted un poco el cuarto de la señora; pronto, despáchese usted que ya llega M. Selictre…
Yo oía los pasos que subían, que se acercaban… Unas manos en la sombra palpaban los muros… Entonces dije en alta voz:
—Por aquí, por aquí, M. Selictre; ha ocurrido un accidente desgraciado.
Bajo el dintel de la puerta apareció el marido, estupefacto, con un cigarro en la boca y preguntando:
—¿Qué? ¿Qué es?… ¿Que sucede?…
Fui hacia él y le dije:
—Querido amigo, aquí me tiene usted en una gran incertidumbre. He venido algo tarde con X… a charlar un rato con su mujer de usted. De pronto X… se ha desmayado, y, a pesar de nuestros cuidados, hace dos horas que permanece sin conocimiento. No he querido llamar a nadie estando yo aquí… Ayúdeme usted a bajarlo hasta el coche; voy a llevarlo a su casa y allí podré cuidarlo mejor…
El marido, sorprendido, pero sin la menor desconfianza, se quitó el sombrero y tomó por debajo de los brazos a su rival, ya inofensivo. Yo lo cogí por las piernas y comenzamos a bajar la escalera alumbrados por la mujer.
Cuando llegamos delante de la puerta procuré enderezar el cadáver, hablándole para engañar al cochero:
—Vamos, amigo mío, esto no será nada. Se siente usted ya mejor, ¿verdad? Vamos, un poco de valor, haga usted un esfuerzo…
Como yo comprendía que se iba a desplomar, como sentía que se escurría entre mis manos, le di un empujón con el hombro que lo echó hacia delante, cayendo dentro del coche; yo subí tras él.
El marido, inquieto, me preguntó:
—¿Cree usted que será grave?
—No —contesté sonriendo para tranquilizarle, y miré a su mujer. Ésta había apoyado su brazo en el de su marido legítimo y tenía la mirada fija en el fondo oscuro del coche.
Les dije adiós y di al cochero orden de partir. Durante todo el camino llevé apoyada sobre mi hombro la cabeza del muerto.
Cuando llegamos a su casa dije que había perdido el conocimiento dentro del coche.
Lo ayudé a subir a su cuarto, donde certifiqué la defunción. Allí tuve que representar otra comedia ante la familia acongojada del dolor… Después me volví a mi casa y me metí en la cama, renegando de los enamorados.
***
El doctor calló, siempre sonriente.
La joven, crispada, preguntó:
—¿Por qué me ha contado usted esa historia tan horrible?
El médico, saludando galantemente, contestó:
—Para ofrecerle a usted mis servicios, si llega el caso.

Acerca del Autor.
Guy de Maupassant. (Dieppe, 5 de agosto de 1850 – París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos.

Homero obras completas

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Homero, llamado el padre de la poesía griega, vivió 300 años después de la guerra de Troya. No se sabe el lugar de su nacimiento, porque siete ciudades pretendieron la honra de haberlo sido, Esmirna, Rodas, Colofón, Salamina, Quíos, Argos y Atenas. La opinión más fundada es que vivía alternativamente en todas siete, recitando sus poesías, por lo cual se le ha comparado a los trovadores de la Edad Media. Compuso la Ilíada, poema en que refiere la guerra de Troya, y la Odisea, poema épico en que canta los viajes y los contratiempos que experimentó Ulises cuando de aquella guerra regresó a sus lares. Ambos poemas constituyen la primera y por consiguiente la más antigua historia de los griegos.

Hase dicho que los dioses que pinta en sus obras son extravagantes, y sus héroes groseros; pero él pintó las cosas tal cual eran, y las creencias tal cual existían en su tiempo.Alejandro el Grande apreciaba tanto a este gran poeta, que ponía un ejemplar de sus obras y su espada debajo de su almohada al acostarse, y hallándose ante el sepulcro de Aquilesexclamó: ¡Oh! ¡feliz héroe, que tal poeta tuviste para cantar tus hazañas!

Era hijo de Criteis y discípulo de Fenio, el que, encantado por el juicio y excelente conducta de Criteis, se casó con ella y prohijó a Homero. Muertos sus padres, Homero, que ya proyectaba su Ilíada, viajó por toda la Grecia, el Asia Menor y el Egipto.

Retiróse después a Cuma, donde lo recibieron con alborozo y entusiasmo, de lo que se aprovechó para pedir que lo mantuviese el Estado; pero habiendo sido negada su pretensión, salió de allí y prosiguió su vida errante. Estando en una de las islas Esporadas, en camino para ir a Atenas, enfermó y murió allí 920 años antes de la Era cristiana. Después de muerto se le hicieron grandes honores, levantándole estatuas y labrándole templos.

Aqui encontrarás las obras completas de este autor:

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dickens: el fantasma de la habitación de la desposada

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EL FANTASMA EN LA HABITACIÓN DE LA DESPOSADA

Era una de esas típicas casa antiguas de pintoresca descripción, en la que abundan los grabados pretéritos, y las vigas, y los paneles de madera, y una anticuada y peculiar escalera, con una galería superior separada de la misma mediante una curiosa verja de arcaico roble, o tal vez de caoba antigua de Honduras. La casa era, y es, y será, durante muchos años venideros, una casa extraordinariamente pintoresca. Y la existencia de cierto misterio de profunda naturaleza le otorgaba un carácter de lo más misterioso después de la caída del sol, un misterio que permanecía escondido en lo más recóndito de los paneles de caoba, como si se tratase de un conjunto de estanques de agua oscurecida; estanques parecidos a los que abundaban entre los árboles cuando éstos existían.

Una vez que el señor Goodchild y el señor Idle llegaron a la puerta y se internaron en el hermoso pero sombrío vestíbulo, fueron recibidos por media docena de ancianos que deambulaban en el más absoluto silencio, todos vestidos de negro, de idéntica manera. Luego, los viejos se deslizaron escaleras arriba, acompañando al casero y al mesonero con arcaica amabilidad, pero sin entorpecerlos en ningún momento, y tampoco sin que pareciera importarles si lo hacían o no realmente, desapareciendo a continuación a derecha y a izquierda del corredor al tiempo que los dos huéspedes entraban en la sala de estar. Todo esto ocurría a plena luz del día. No obstante, una vez cerraron la puerta tras ellos, el señor Goodchild no pudo evitar exclamar:

—Pero ¿quién demonios eran esos viejos?

Y más tarde, en sus entradas y salidas sucesivas, se dieron cuenta de que, por más que buscaran por toda la casa, aquellos viejos parecían haberse volatilizado.

No habían vuelto a ver a ninguno de ellos desde que llegaran; ni tan siquiera a uno solo. Los dos hombres pasaron aquella noche en la casa, pero no volvieron a ver a ninguno de los ancianos. El señor Goodchild, en sus excursiones por el edificio, se había asomado a pasillos y oteado a través de umbrales, pero no había encontrado ni rastro de ellos. Tampoco parecía que ningún hombre de edad avanzada fuera esperado, o incluso se le considerara perdido, por ninguno de los empleados del establecimiento.

Otro hecho singular les llamó poderosamente la atención. Por alguna razón que a ellos se les escapaba, la puerta de su salita de estar parecía no quererse quedar quieta durante un cuarto de hora seguido. Alguien la abría sin vacilación, haciendo gala de una total seguridad, bien practicando apenas una breve hendidura, o bien de par en par, para cerrarse luego sin motivo. No había nada que explicase aquel fenómeno. Daba igual lo que estuvieran haciendo: leyendo, escribiendo, comiendo, bebiendo o hablando, o simplemente descansando; la puerta de su salita se abría siempre cuando menos lo esperaban, y en cuanto ambos giraban la mirada hacia ella, la puerta volvía a cerrarse. Y si corrían a mirar afuera, resultaba que no había nadie por ningún lado. Cuando esto se había repetido unas cincuentas veces seguidas más o menos, el señor Goodchild levantó la mirada de su libro, y le dijo a su compañero medio en broma:

—Empiezo a pensar, Tom, que había algo extraño en esos seis viejos.

De nuevo se hizo de noche. Llevaban escribiendo dos o tres horas (escribiendo, para que nos entendamos, varias de las notas sin importancia de las cuales salen las hojas sin importancia que ustedes sostienen en estos momentos en sus manos). Habían dejado de trabajar ya, y las gafas de ambos reposaban sobre la mesa. Todo estaba en silencio. Thomas Idle se había echado sobre el sofá y, alrededor de su cabeza, volaban volutas de humo aromático. Francis Goodchild estaba medio tumbado en la silla con las manos cerradas sobre su barriga, las piernas cruzadas y las sienes decoradas de la misma manera que las de su compañero.

Habían estado discutiendo varios temas sin importancia, incluyendo la naturaleza de aquellos ancianos tan extraños, y aún se encontraban en ello cuando el señor Goodchild cambió de forma abrupta su actitud para darle cuerda a su reloj. Ambos se encontraban en aquel momento inmersos en una somnolencia tan incipiente que el más mínimo incidente era suficiente para alertarlos. Thomas Idle, que estaba hablando en aquel momento, se detuvo bruscamente y preguntó:

—¿Qué marca el reloj?

—La una —contestó Goodchild.

Entonces, como si en lugar de preguntar la hora acabara de ordenar la presencia de un misterioso viejo, y dicha orden se llevara a cabo de inmediato (como en efecto ocurría con todas las órdenes en aquel excelente hotel), la puerta se abrió y un anciano apareció en el umbral.

El hombre no entró, sino que se quedó con la mano en el picaporte.

—¡Tom, al fin, uno de los seis viejos! —exclamó el señor Goodchild con sorpresa—. Caballero, ¿qué se le ofrece?

—Caballero, ¿qué se le ofrece a usted?

—Yo no he llamado.

—Pues alguien hizo sonar la campana —dijo el anciano.

Dijo campana con una voz tan profunda, que cualquiera habría pensado que se refería a la campana de una iglesia en lugar de a la campanilla de servicio.

—¿Tuve el placer, o eso creo, de encontrarme ayer con usted? —preguntó Goodchild.

—No podría asegurarlo —fue la desconcertante respuesta del anciano.

—Pero me parece que usted sí me vio, ¿no es así?

—¿Verle? —dijo el viejo—. Oh, sí, por supuesto que le vi. Pero todos los días veo a muchos otros que no me ven a mí.

Era aquél un anciano frío, grosero, con una mirada intensa clavada en la del señor Goodchild. Un anciano cadavérico, de discurso medido. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si tuviera los párpados pegados a la frente. Un anciano cuyos ojos —dos puntos de fuego— no poseían mayor movimiento que si hubieran estado atornillados a la nuca, conectados por algún cable a la cara, y luego hubieran sido asegurados con un enganche oculto entre su cabello canoso.

Según la noche fue avanzando, refrescó tanto que el señor Goodchild se puso a temblar. Comentó, medio en broma y medio en serio:

—Parece como si alguien estuviera caminando sobre mi tumba.

—No —dijo el extraño anciano—, sobre su tumba no hay nadie.

El señor Goodchild miró al señor Idle, pero la cabeza de su amigo se encontraba envuelta en humo.

—¿Cómo dice usted?

—Que no hay nadie sobre su tumba; puedo asegurárselo —dijo el anciano.

Cuando se pudo dar cuenta, el anciano había entrado ya en la habitación y había cerrado la puerta tras él. A continuación, tomó asiento. No se dobló para sentarse como hacía otra gente, sino que dio la impresión de hundirse todavía erguido, como si entrara en agua, hasta que la silla detuvo su caída.

—Mi amigo, el señor Idle —dijo Goodchild señalando a su compañero, con un interés inusitado por introducir a una tercera persona en la conversación.

—Estoy —dijo el anciano— al servicio del señor Idle.

—Si es usted un antiguo habitante de este lugar… —comenzó el señor Idle.

—Así es.

—Tal vez pueda resolver una duda que mi amigo y yo teníamos esta mañana. ¿Me equivoco al creer que en el pasado solían traer a los criminales a este castillo para que los ahorcasen?

—Creo que está en lo cierto —dijo el anciano.

—Y esos criminales, ¿eran ahorcados quizás mirando hacia esta fachada tan imponente?

—No —contestó el anciano—. Cuando te colgaban, te hacían mirar hacia la muralla. Primero te ataban, y entonces podías ver las piedras expandiéndose y contrayéndose con violencia bajo tus pies, y una expansión y contracción similares parecían tener lugar en tu cabeza y en tu pecho. Luego había una corriente de fuego y como un terremoto, y entonces el castillo se elevaba en el aire, y tú mismo sentías como si te estuvieras cayendo por un precipicio.

Su corbata parecía molestarle en algún sitio. Se llevó la mano al cuello y lo movió de un lado para otro. El anciano tenía la cara hinchada, con la nariz torcida hacia un lado, como si le hubieran metido un garfio por ella y hubieran tirado violentamente. El señor Goodchild se sintió tremendamente incómodo, y comenzó a pensar que aquella noche en realidad no hacía frío; más bien empezaba a sentir calor.

—Una descripción muy vivida —observó.

—Lo que era vivida era la sensación, más bien —replicó el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Idle. Pero Thomas estaba echado con su rostro girado con atención hacia el anciano, y no devolvió la mirada a su amigo. En este momento, al señor Goodchild le pareció ver hebras de fuego brotando de los ojos del anciano y enganchándose a los suyos. (El señor Goodchild describe esta parte de su experiencia y, con la mayor solemnidad posible, protesta que le sobrevino una fuerte sensación de que lo obligasen a mirar desde aquel momento fijamente al anciano a través de aquellas líneas llameantes).

—Es mi deber contárselo todo —dijo el anciano, con la mirada pétrea como un río, y fantasmagórica.

—¿El qué? —preguntó Francis Goodchild.

—Vamos. Si usted sabe perfectamente dónde ocurrió todo. ¡Por ahí!

Si señaló hacia la habitación superior, o tal vez hacia la inferior, o hacia cualquier otra habitación en aquella casa pretérita, o tal vez hacia alguna habitación situada en alguna otra casa pretérita de aquella ciudad pretérita, el señor Goodchild no estuvo seguro, ni lo está ahora ni lo estará nunca. Se sintió confundido por el hecho de que el dedo índice del anciano diera la impresión de introducirse en uno de los extremos de aquella pátina de fuego para incendiarse al momento, y que se transformase en un punto en llamas en mitad del aire que señalaba hacia algún sitio indeterminado. El dedo, tras haber indicado un lugar impreciso de esta manera, se apagó.

—Ella era la novia, ya lo sabe —dijo el anciano.

—Lo que sé es que todavía siguen sirviendo su pastel nupcial —vaciló el señor Goodchild—. Vaya, esta corriente de aire resulta algo opresiva.

—Era la novia —dijo el anciano—. Era una chica pálida, con el pelo del color del heno, una muchacha de ojos grandes, sin carácter, que no servía para nada. Una muchacha débil, incapaz de nada, un cero a la izquierda. No era como su madre. No, no. Ella tenía el carácter de su padre.

Su madre se había encargado de asegurarlo todo para su propio bienestar cuando el padre de esta muchacha (una niña por aquel entonces) murió; y fue por su poca voluntad para vivir por lo que murió el buen señor, puesto que no estaba aquejado de ninguna enfermedad. Y, entonces, ÉL reanudó la amistad que lo había unido a la madre tiempo atrás. Él, en realidad, había sido apartado por el hombre del pelo color heno y los ojos grandes (o sea, por el don nadie), o más bien por el dinero que éste tenía. Eso podía perdonarlo, porque había dinero de por medio. Lo que él quería era una compensación en dinero.

De manera que regresó al lado de aquella mujer, la madre, la engatusó de nuevo, le prestó toda su atención, y se sometió a todos los caprichos de la señora. Ella casi quiebra su voluntad con todos las manías que mente humana pudiera imaginar o inventar. Pero él lo soportó estoicamente. Y cuanto más lo soportaba, más deseaba su compensación económica, y más se empeñaba en que finalmente sería suya.

¡Pero, cuidado! Antes de que la consiguiera, ella demostró ser más lista que él. Durante una de sus rabietas, la mujer se endureció igual que el hielo, y ya nunca volvió a ser la misma. Una noche, se llevó las manos a la cabeza entre gritos, se puso rígida como una muerta, y, tras permanecer así varias horas, murió. Una vez más, él se había quedado sin su dinero… Tendría que esperar. ¡Que se la lleven los demonios! Ni un penique iba a sacar de todo aquello.

Durante aquella segunda tentativa, él la había odiado, y había esperado con impaciencia a que llegara el momento de su venganza. Falsificó la firma de la muerta sobre un documento en que ella dejaba todo lo que poseía a su hija, que contaba entonces apenas diez años. A ella, según el documento, debían ser transferidas todas sus propiedades sin excepción. De igual manera, el documento lo designaba a él como el tutor legal de la pequeña. Mientras él lo escondía debajo de la almohada de la cama sobre la que ella estaba de cuerpo presente, se aproximó a la oreja sorda de la muerta, y susurró:

—Doña Orgullo, hace mucho tiempo que he decidido que, viva o muerta, debes compensarme con dinero.

De manera que ahora sólo quedaban ellos dos: ÉL y la niña pálida con el pelo color heno, la niña boba de ojos grandes, que más tarde se convertiría en su novia desposada.

Él se afanó en educarla acorde con sus deseos. Buscó a una mujer sin escrúpulos que la vigilase, y la encerró en una casa antigua, oscura y opresiva, y llena de secretos.

—Mi querida dama —le dijo—, ante usted tiene una mente que debe ser moldeada. ¿Me ayudará usted a domesticarla?

La mujer aceptó el encargo. A cambio del cual ella, también, esperaba su compensación económica. Y vaya si la obtuvo.

La chica fue educada en el temor a ÉL, y en la convicción de que jamás podría escaparse de su lado. Se la enseñó, desde el principio, a considerarlo su futuro marido, el hombre que algún día la desposaría; constituía aquél un destino sombrío y sin escapatoria, una certeza que no podía ser evitada. La pobre tonta era como cera blanca y suave en las manos de ambos, padrastro e institutriz, y aceptó todo cuanto se le dijo. Con el tiempo la niña se endurecería, y aquella nueva dureza se convertiría en su segunda naturaleza, inseparable de ella misma, y de la que sólo podría escaparse si previamente se le arrancaba la vida.

Durante once años habitó en aquella casa oscura y en el lóbrego jardín que la circundaba. La mantenían encerrada, puesto que él no soportaba que el aire o la luz la rozasen siquiera. Cegó las amplias chimeneas, cubrió las pequeñas ventanas, permitió que la hiedra se extendiese a su antojo cubriendo la fachada de la casa, y que el musgo se acumulase sobre los árboles frutales sin podar en el jardín amurallado por una pared de ladrillo rojo; y también que las malas hierbas ocultaran los caminos verdes y amarillos. La obligó a vivir rodeada de visones inequívocas de pesadumbre y desolación. Consiguió que creciera aterrorizada por el lugar y por las historias que se contaban sobre él, con el único objeto de —so pretexto de demostrarle lo infundados que eran esos cuentos— abandonarla sola, o bien obligarla a permanecer encogida de miedo en algún pasaje oscuro. Y cuando su mente se encontrara más indefensa, sobrecogida por inquietantes terrores, entonces él saldría de uno de los lugares secretos en los que solía esconderse a espiarla, y se presentaría entonces como su único salvador.

De esta manera, al serle presentado desde su infancia como la única persona en la que se personificaban tanto el poder de prohibir como el de aliviar, se aseguró una sombría influencia sobre la débil muchacha. Ella tenía veintiún años y veintiún días cuando ambos entraron en la lóbrega casa como marido y mujer; su sumisa esposa de tres semanas, medio tonta y asustada.

Por entonces, él había despedido ya a la gobernanta —pues aquello que le quedaba por hacer era mejor hacerlo sin testigos—, y ambos regresaron una noche de lluvia al escenario en el que ella había sido sometida a su larga preparación.

La lluvia se derramaba gota tras gota desde el tejado del porche cuando ella, parada en el umbral, se volvió hacia él y dijo:

—Oh, señor, ¡es el sonido del reloj de la muerte contando los segundos que me quedan!

—Bueno —respondió el—, ¿y qué si lo es?

—Oh, señor —respondió la joven—, tenga compasión de mí, y tenga misericordia. Le ruego que me disculpe. Haré todo lo que me pida si me perdona.

Aquélla se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta, junto con «Discúlpeme», y «Perdóneme».

Ella ni siquiera merecía su odio, y él no sentía por ella nada más que indiferencia. Pero hacía ya mucho tiempo que ella se interponía en su camino, y que él había perdido la paciencia, y su trabajo estaba prácticamente concluido, e inevitablemente éste tenía que ser llevado a su fin.

—¡Estúpida! —le dijo—. ¡Vete arriba!

Ella le obedeció con prontitud, murmurando mientras lo hacía: «Haré todo lo que usted me pida». Él se retrasó un rato todavía, mientras echaba todos los cerrojos de la pesada puerta —puesto que se encontraban solos en la casa, y él había pedido a los sirvientes que vinieran durante el día y se marcharan al anochecer— y, cuando entró en la habitación que habían preparado para la recién casada, la encontró encogida en la esquina más remota, como si la hubieran empotrado dentro. Tenía el pelo color heno desordenado alrededor de la cara, y sus ojos inmensos observaban al recién llegado con un vago terror.

—¿De qué tienes miedo? Ven aquí y siéntate a mi lado.

—Haré todo cuanto me pida. Le ruego que me disculpe, señor. ¡Perdóneme! —fue todo lo que ella pudo decir, con su perenne vocecita monótona.

—Ellen, aquí te dejo un documento. Debes copiarlo mañana, de tu propio puño y letra. No estaría de más que la gente te viese ocupada en ello. Cuando lo hayas copiado correctamente, y hayas corregido todos los errores, busca a dos personas cualquiera que estén en la casa en ese momento, y firma con tu nombre delante de ellos. Después guárdatelo en el corpiño, donde estará seguro, y cuando yo venga a sentarme mañana contigo, me lo darás sin que yo te lo pida.

—Lo haré todo con el mayor de los cuidados. Haré todo lo que usted desee.

—Entonces no tiembles de esa manera.

—Intentaré no temblar, ¡pero sólo si me perdona!

Al día siguiente, ella se sentó en su escritorio e hizo lo que él le había ordenado. Él se pasaba a menudo por la habitación para observarla, y en todas sus visitas la encontraba absorta en su papel, escribiendo con parsimonia. Se repetía para sí misma las palabras que copiaba de forma mecánica, y sin importarle el significado de las mismas, sin siquiera tratar de entenderlo. De ese modo completó su tarea. El la vio asimismo cumplir en todos sus particulares con las directrices recibidas. Y al llegar la noche, cuando se encontraban de nuevo a solas en su habitación de novia recién desposada, él aproximó su silla al fuego, y ella tímidamente se acercó hasta él, se sacó el papel del corpiño y lo puso en las manos del hombre.

El documento aseguraba que todas sus posesiones pasarían a manos de él si ella fallecía. Él la agarró y la miró a los ojos fijamente. Entonces le preguntó, con las palabras justas, y las más sencillas que pudo encontrar, si entendía lo que acababa de firmar.

Había manchas de tinta sobre el corpiño de su traje blanco, que hacían parecer su rostro más macilento aún de lo que solía ser, y sus ojos más grandes, mientras asentía con la cabeza. Había manchas de tinta sobre su mano, que utilizaba para jugar nerviosamente con sus faldas blancas, plantada de pie frente a él.

Él la agarró del brazo y la miró todavía más fijamente.

—¡Y ahora, muérete! No quiero saber nada más de ti.

Ella se encogió y reprimió un gemido de espanto.

—No voy a matarte. No pienso poner mi vida en peligro por tu causa. ¡Muérete!

Y a partir de entonces, subía cada día y se sentaba ante ella, en aquella lóbrega habitación preparada para los desposorios, y la espiaba a todas horas, aun de noche, y su mirada transmitía esa misma palabra fatídica en las ocasiones en las que no llegaba a pronunciarla con los labios. Cuando los ojos de la muchacha, grandes y ausentes de significado, abandonaban las manos, con las que se sostenía la cabeza, para implorar clemencia a la opresiva figura que permanecía sentada a su lado con los brazos cruzados y el ceño fruncido, lo que podían leer en aquella pétrea expresión de él era: «¡Muérete!». Cuando caía dormida y exhausta, era devuelta a la conciencia mediante un escalofriante susurro: «¡Muérete!». Cuando por fin lograba superar entre sufrimientos la noche interminable, y el sol se elevaba, inundando de luz la penumbrosa habitación, él la saludaba con la frase: «¿Cómo? ¿Otro día más y aún no te has muerto?».

Ocurrió durante una mañana de viento, antes de que amaneciera. El luego calculó que serían alrededor de las cuatro y media, pero ese día se había olvidado de darle cuerda a su reloj, y no podía estar seguro del todo de qué hora era. Ella se había deshecho de él durante la noche con un estremecedor e inesperado grito, el primero de una larga serie, y él se había visto obligado a taparle la boca con las manos. Entonces, ella se había arrastrado a un rincón de aquella habitación recubierta de paneles de manera, y se había quedado allí acurrucada, en silencio y sin moverse. Y él la había dejado en el rincón y había regresado a su silla con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

Entonces la vio venir hacia él arrastrándose por el suelo, más pálida aún bajo aquella luz mortecina del amanecer, el pelo desmadejado, y el vestido y su mirada salvaje, como impulsados por una mano torcida.

—¡Oh, perdóneme! Haré lo que desee. ¡Señor, le ruego que me diga que puedo vivir!

—¡Muérete!

—¿Tan resuelto está a que muera? ¿Es que no hay esperanza para mí?

—¡Muérete!

Sus ojos grandes se esforzaban en mirarle a través de la sorpresa y del terror; luego la sorpresa y el terror mutaron en reproche; y el reproche se convirtió a su vez en una oscura nada. Estaba hecho. Al principio él no estuvo seguro de que lo estuviera; lo estuvo, sin embargo, de que el sol de la mañana colgaba joyas en el pelo de ella; pudo ver diamantes, esmeraldas y rubíes, brillando entre el cabello en puntos diminutos. Entonces, al fin la cogió en brazos y la depositó sobre la cama.

Pronto fue la tierra donde la depositaron. Y por fin no quedaba nadie más, y él había obtenido con creces la compensación que se merecía.

Tenía la idea de viajar. En absoluto pretendía malgastar su dinero, puesto que era un hombre bastante rácano que disfrutaba indeciblemente cuando lo poseía (más que cualquier otra cosa, de hecho). Pero se encontraba cansado de aquella casa desolada, y anhelaba darle la espalda y no tener que volver a verla nunca más. Pero la casa valía dinero, y el dinero no podía tirarse así como así. Decidió venderla antes de partir. Contrató trabajadores que se ocuparan de los jardines, con el propósito de que la casa pareciera algo menos decrépita y así poder conseguir un precio más elevado por ella. Debían cortar la madera muerta, podar la hiedra que caía en grandes cantidades sobre las ventanas y las tejas, y despejar los caminos en los que las malas hierbas crecían hasta la rodilla.

El mismo trabajó con ellos. Se quedaba enfrascado en alguna tarea cuando los trabajadores se habían marchado, y una noche, hacia el crepúsculo, se encontró trabajando con una podadera. Era una noche de otoño, y su desposada llevaba muerta ya cinco semanas.

—Está oscureciendo demasiado para continuar trabajando —se dijo—. Debo dejarlo por hoy.

Detestaba la casa, y ya sólo entrar en ella le suponía un suplicio. Miró hacia el porche sombrío, que lo esperaba allí, como una tumba, y sintió que la casa estaba maldita. Cerca del porche, justo al lado de donde se encontraba en aquel momento, había un árbol cuyas ramas se balanceaban frente a la ventana de la habitación de la desposada, la habitación donde todo había ocurrido. El árbol giró de repente, y entonces él pegó un salto. El árbol volvió a moverse, aunque la noche estaba tranquila y no había viento. Miró hacia arriba, y vio una silueta entre sus ramas.

Era la silueta de un hombre joven, que lo miraba desde la copa del árbol. Las ramas se balancearon y crujieron; la silueta descendió con rapidez, y se deslizó hacia él. Era un hombre joven y bien formado, más o menos de la edad de la joven, con una larga melena de color castaño claro.

—¡Menudo ladronzuelo estás hecho! —le dijo, agarrándolo por el cuello.

El joven, al soltarse, le propinó un golpe con el brazo que le alcanzó la cara. Se prepararon para pelear, pero el joven dio un paso atrás, gritando con un vozarrón estremecedor:

—¡No me toques! ¡Preferiría que me tocase el diablo!

Él se quedó de pie, con la podadera en las manos, mirando al joven, puesto que la mirada del joven era como aquella mirada última de ella, y él no había creído que volvería a verla jamás mientras viviera.

—No soy un ladrón. Incluso si lo fuera, no tocaría ni una moneda de tu fortuna, aunque me bastara para comprar las Indias. ¡Asesino! —¡¿Qué?!

—Yo trepé por primera vez ese árbol —dijo el joven señalando el tronco que había a su espalda— una noche, hace cuatro años. Y lo hice solamente para así poder mirarla. Recuerdo cuando la vi allí, en la habitación. Hablé con ella. Desde entonces trepé por este árbol muchas noches, sólo para verla y escucharla. No era más que un niño que se refugiaba entre sus ramas, cuando ella me entregó esto desde la ventana.

Le enseñó un rizo de pelo color heno, atado con un fúnebre lazo negro.

—Su vida —continuó el joven— estuvo siempre marcada por el luto. Ella me dio esto como prueba de esa circunstancia, y como señal de que estaba muerta para todos excepto para ti. Si hubiera sido mayor, si la hubiera visto antes, tal vez podría haberla salvado de tus garras. Pero ella se encontraba ya presa en tu tela de araña la primera vez que trepé por el árbol. ¿Y qué esperanza me quedaba de poder liberarla?

Mientras desgranaba su historia se había ido abandonando poco a poco a un sollozo, débil al principio, que pronto se convirtió en un agitado llanto.

—¡Asesino! Trepé por el árbol la noche en que la trajiste de regreso convertida ya en tu esposa. Escuché de sus propios labios referirse al reloj de la muerte que contaba los segundos que le quedaban de vida. Tres noches, mientras permaneciste encerrado con ella, yo atisbaba desde las ramas, observándote mientras la matabas lentamente. Desde el árbol la vi muerta, tendida sobre su cama. Te he estado observando todo este tiempo, esperando hallar alguna prueba de tu culpabilidad. Todavía no puedo probar nada, ya que continúa siendo un misterio para mí la manera en que las cosas se han desarrollado. Pero no pienso dejarte en paz hasta que le hayas entregado tu vida al verdugo. ¡Nunca, hasta entonces, te librarás de mi presencia! ¡Yo la amaba! Nunca podré perdonarte. ¡Asesino! ¡Yo la amaba!

El sombrero del joven yacía junto al árbol. Se le había caído allí mientras descendía por el tronco. El muchacho comenzó a caminar en dirección a la verja. Para llegar hasta ella, tenía que pasar por su lado. Había espacio de sobra entre ambos. Dos carruajes podrían haberse cruzado perfectamente en aquel sendero sin que ninguno de ellos tuviese que modificar su trayectoria; el joven, mientras se alejaba, se separó del dueño de la casa todo cuanto le fue posible. Su rostro y sus propios movimientos evidenciaban su profunda repugnancia por aquel hombre. Este (y ahora me refiero al otro), mientras tanto, no había logrado mover un solo músculo desde que se detuviera para mirar al joven. Ahora giró su cara para seguirlo con los ojos. En el mismo momento en que el joven se encontraba frente a él, de espaldas, vio claramente una línea roja y curva que se extendía desde su propia mano hasta la desnuda nuca del chico. Supo entonces, incluso antes de usar la podadera, dónde había impactado su golpe fatídico. Digo «impactado», y no «habría impactado», puesto que, según su visión del asunto, la cosa estaba hecha incluso antes de que él lo acometiera. La podadera partió en dos la cabeza del muchacho, y se quedó allí atrancada. Vio cómo éste se desplomaba y cómo su cara se estampaba contra el suelo.

Enterró el cuerpo esa misma noche, a los mismos pies del árbol. Tan pronto como clareó el día se afanó en remover toda la tierra cercana al tronco, y cortó y cercenó todas las ramas y los arbustos cercanos. Cuando llegaron los trabajadores, no había nada en el lugar que hiciese pensar que allí había ocurrido un asesinato, así que nadie sospechó nada.

Sin embargo, en un instante de obcecación había echado por tierra todos sus proyectos, y destruido el plan triunfal que le había tenido ocupado durante tan largo tiempo y que había llevado a la práctica con tanto éxito. Había conseguido librarse de la desposada y heredar una fortuna sin poner en peligro su vida; pero ahora, con una muerte que no le reportaría jamás ganancia alguna, acababa de condenarse a vivir con una cuerda rodeándole el cuello.

Además, ahora se encontraba encadenado a aquella casa que tan cargada estaba de melancolía y de horror, y no se creyó capaz de soportarlo. Estaba obligado a vivir en ella, puesto que le asustaba venderla, o incluso dejarla abandonada, y que se descubriera algo en su ausencia. Contrató a un matrimonio de ancianos como criados, y decidió quedarse en ella, aunque presa de un continuo sobrecogimiento. Durante mucho tiempo, lo más difícil fue saber qué haría con el jardín. ¿Cuál sería la manera más segura de no atraer la atención hacia él? ¿Debía mantenerlo cuidado o, por el contrario, dejar que se echase a perder como antaño?

El mismo se consagró al mantenimiento del jardín, lo cual le mantenía entretenido por las tardes, en ocasiones requiriendo la ayuda del anciano, pero no permitiéndole nunca que trabajara él allí solo. Y se construyó un cobertizo que apoyó contra el árbol, de manera que pudiera sentarse en él, y asegurarse de que estaba todo bajo control.

Con el cambio de las estaciones, mutaba el árbol también, y su mente percibía la llegada de peligros que mutaban de igual modo en su imaginación. Durante el tiempo en que las hojas empezaron a crecer de nuevo, le pareció que las ramas superiores del árbol iban adoptando la forma de un hombre joven, y que replicaban con exactitud la silueta de alguien sentado sobre una rama que mecía el viento. Durante la época en que tocaba que cayeran las hojas, le pareció que éstas se desprendían formando palabras delatadoras sobre el sendero, o incluso que tenían tendencia a agruparse en protuberancias que recordaban a tumbas sobre el lugar en que el malhadado joven estaba enterrado. Durante el invierno, cuando el árbol se encontraba desnudo, se hallaba convencido de que las ramas se balanceaban repitiendo la versión fantasmal de aquel golpe que el joven le había dado, y que esos movimientos constituían abiertas amenazas. En la primavera, cuando la savia trepaba por el tronco, se preguntó si ínfimas partículas de sangre del muchacho estarían trepando transportadas por ella, para formar, de forma más obvia si cabe todavía este año que el pasado, la figura del joven balanceándose entre las hojas.

Sin embargo, consiguió multiplicar su dinero una vez y otra, y de nuevo una vez más. Estaba metido en negocios turbios, negocios que reportaban ganancias considerables, negocios secretos que lo convertían todo en oro. En el espacio de diez años había multiplicado su dinero tantas veces, que todos los comerciantes y los armadores que trataban con él no mentían —por una vez— cuando declaraban que sus tratos con él habían incrementado sus fortunas en un mil doscientos por ciento.

Cierto es que fue hace cien años cuando él vivió, y fue entonces cuando poseyó sus riquezas, y por entonces la gente desaparecía con facilidad. Sabía, además, quién era el joven al que había matado, puesto que supo que, cuando desapareció, se había organizado incluso una búsqueda. Pero poco a poco el asunto fue calmándose, y todo lo relacionado con el muchacho se olvidó.

El ciclo anual de los cambios físicos que afectaban al árbol se repitió diez veces más desde aquella noche fatídica en que el muchacho murió. Entonces se desató una gran tormenta sobre toda la comarca. Estalló a medianoche y estuvo rugiendo hasta bien entrada la mañana. Cuando amaneció, lo primero que su viejo sirviente le dijo fue que el árbol había sido alcanzado por un rayo.

El rayo había alcanzado al árbol de lleno, y lo había partido en dos: una de las mitades cayó contra la pared de la casa, y la otra contra un tramo de la vieja muralla de ladrillo rojo, y en su caída había abierto una hendidura. Se despertó una enorme curiosidad en toda la comarca por ver el árbol. El, que vio revivir sus antiguos miedos, se pasaba el día sentado en su cobertizo —ya era un hombre viejo por entonces— y se dedicaba a observar a la gente que peregrinaba hasta allí para contemplarlo.

Los curiosos comenzaron a acudir con rapidez, en un número tan alarmante que su propietario se vio obligado a clausurar la verja del jardín, y rehusó admitir a nadie más. Pero ocurrió que entre los visitantes se encontraban varios científicos que habían viajado desde una distancia considerable para estudiar el árbol, y él, en una hora fatídica, los dejó entrar. ¡Qué el demonio se los lleve a todos!

Querían excavar la ruina de árbol desde las raíces, y examinarlas con cuidado, y también la tierra a su alrededor. ¡Nunca! ¡No mientras él viviera! Le ofrecieron dinero. ¡Ellos! ¡Científicos, a los que podría haber comprado al peso con un garabato de su pluma! Los condujo una vez más hacia la verja del jardín, y echó el candado tras ellos.

Pero aquellos hombres no eran de los que aceptaban un no por respuesta, y sobornaron al anciano criado, un tipo desdichado y desagradecido que tenía el hábito, siempre que recibía su paga, de quejarse de que en realidad merecía más dinero por su trabajo. Entraron los científicos en el jardín por la noche armados con sus linternas, sus picos y sus palas, y se lanzaron sin más sobre los restos del árbol. El, mientras, descansaba en una habitación de la torre, al otro lado de la casa (la habitación de la desposada había permanecido sin ocupar desde que ocurrieron los fatídicos hechos que provocaron su muerte), pero no tardó en soñar con picos y palas. Un ruido le despertó y se levantó de la cama.

Se asomó a una ventana superior de aquel ala de la casa, desde donde pudo otear a los hombres con sus linternas, y también la tierra removida en un montículo en el mismo lugar en el que él mismo había hecho lo propio tantos años antes. Los científicos habían encontrado el cadáver. Los hombres se inclinaban sobre el muerto. Uno de ellos decía: «El cráneo está fracturado», y otro: «Mira, aquí están los huesos», y otro más: «Y aquí están las ropas», y a continuación el primero volvía a meter la pala mientras exclamaba: «¡Una podadera oxidada!».

A partir del día siguiente notó que lo estaban sometiendo a una estrecha vigilancia, y también que no le era posible ir a ninguna parte sin ser seguido. Antes de que transcurriera una semana, fue detenido y puesto a buen recaudo. Las circunstancias se fueron conjurando en su contra, con una maldad que parecía manar de la propia desesperación, así como de un apabullante buen juicio entre sus convecinos. ¡Escucha cómo se le aplicó la justicia de los hombres! Fue cargado con la acusación de haber envenenado a la joven en la habitación de la desposada. El, que había puesto tanto cuidado en no correr ningún peligro por su causa, que la había observado dejarse morir por causa de su propia incapacidad para vivir.

Se dudó por cual de los dos asesinatos debía ser juzgado primero; finalmente eligieron el que realmente había cometido, y lo encontraron culpable, y lo condenaron a muerte. ¡Desgraciados sedientos de sangre! Lo habrían acusado de cualquier cosa, tan convencidos estaban de que debía pagar con su propia vida.

Su dinero no podía salvarle, y fue ahorcado. Pues bien. He de decirle que yo soy él. Yo soy ese individuo. ¡Fue a mí a quien ahorcaron hace cien años en el castillo Lancaster, mientras me obligaban a mirar hacia la muralla!

Tras este terrorífico anuncio, el señor Goodchild trató de ponerse en pie y gritar. Pero las dos líneas de fuego que se extendían desde los ojos del anciano hacia los suyos le impedían siquiera moverse, y encontró que tampoco era capaz de emitir sonido alguno. Su sentido del oído, sin embargo, estaba intacto, y pudo escuchar el reloj dar las dos de la mañana. ¡Entonces, tan pronto como dieron las dos, vio que tenía delante a dos ancianos!

Cada uno de ellos conectando su mirada a la de él mediante dos líneas de fuego; cada uno de ellos exactamente igual al otro; cada uno de ellos dirigiéndose a él precisamente en el mismo instante; cada uno castañeando los mismos dientes de idéntica manera, con la misma nariz torcida encima de la cara, e idéntico rostro enrojecido. Dos ancianos. Diferenciándose en nada, iguales por completo, la copia tan real como el original a su lado, el segundo tan presente como el primero.

—¿A qué hora —preguntaron ambos— llegó usted a la puerta de entrada?

—A las seis en punto.

—¡Y había seis hombres en la escalera!

El señor Goodchild se secó el sudor frío de la frente, o intentó hacerlo, mientras los dos ancianos continuaban en una sola voz y al unísono:

—Me habían anatomizado, pero aún no habían vuelto a montar mi esqueleto para colgarlo de un gancho de hierro, cuando empezó a rumorearse que la habitación de la desposada estaba encantada. Estaba encantada, y era yo quien me encontraba allí.

¿O debería decir nosotros estábamos allí? Ella y yo estábamos allí. Yo, sentado en la silla próxima a la chimenea; ella, otra vez un desecho blanquecino que se arrastraba hacia mí sobre el suelo. Pero yo ya no era el que hablaba, y la única palabra que ella me repetía desde la medianoche hasta el amanecer era: «¡Vive!».

El joven también se encontraba con nosotros. Apostado sobre el árbol al otro lado de la ventana. Lo veía y dejaba de verlo dependiendo de la luz que la luna arrojaba sobre las ramas, mientras el árbol se balanceaba bajo su peso. Desde entonces ha estado allí, observándome en mi tormento, revelándose a mí de manera caprichosa en la luz pálida, o entre las sombras, sus idas y venidas con la cabeza descubierta, y la podadera incrustada en la coronilla.

En la habitación de la desposada cada noche, desde la medianoche hasta el amanecer —con la excepción de un único mes al año, como voy a explicarle— el joven se esconde entre las ramas del árbol, y ella avanza hacia mí arrastrándose por el suelo; siempre acercándose un poco más, pero nunca llegando hasta mí del todo; iluminada cada noche tan sólo por la pálida luna, tengamos luna o no la tengamos; siempre repitiendo la misma palabra entre la medianoche y el amanecer: «¡Vive!».

Pero cuando llega el mes en el cual me arrancaron la vida —el mes de treinta jornadas en el que nos encontramos ahora—, la habitación de la desposada permanece en calma y en silencio. No así mi antigua celda. No así las habitaciones en las cuales viví, sin descanso y aterrorizado, durante diez años enteros de mi vida. Todas ellas se encuentran a veces encantadas durante esos días. A la una de la madrugada, soy como me vieron cuando el reloj dio esa hora, un solo anciano. A las dos de la madrugada, me convierto en dos ancianos. A las tres, soy tres. Cuando llegan las doce del mediodía, soy doce ancianos. Uno por cada ciento por ciento de mis viejas ganancias. Cada uno de los doce, con doce veces mi misma capacidad de sufrimiento y agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres ancianos que agonizan ante premoniciones funestas, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce hombres arrancados de un plumazo de este mundo, balanceándose invisibles en los batientes del castillo de Lancaster, con doce rostros girados hacia la muralla!

La primera vez que la habitación de mi desposada fue encantada, se me hizo saber que este castigo no terminaría hasta que me fuera posible relatarle sus causas, y toda mi historia, a dos hombres vivos al mismo tiempo. He esperado año tras año a que dos hombres vivos entraran juntos en la habitación de la desposada. Fue inculcado a mi entendimiento —soy ignorante de la forma en que esto se hizo— que si dos hombres vivos, con los ojos bien abiertos, se encontraran en la habitación de la desposada a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.

Por fin, el rumor de que la estancia se encontraba espiritualmente turbada atrajo a dos hombres a vivir una aventura. Acababa de aparecerme cerca de la chimenea a las doce en punto —aparezco aquí como si la luz me revelase de súbito—, cuando los escuché subiendo las escaleras. Lo siguiente que vi fue a los hombres entrar en la habitación. Uno de ellos era un hombre activo, alegre y audaz, en lo mejor de su vida, de unos cuarenta y cinco años de edad; el otro tendría unos doce años menos. Traían una cesta repleta de provisiones, amén de varias botellas. Los acompañaba una mujer joven, con algo de leña y una bolsa de carbón para encender el fuego. Una vez que estuvo encendido, el más audaz, alegre y activo de los dos atravesó con ella la galería que se encuentra fuera de la habitación, y la acompañó escaleras abajo hasta que se encontró a salvo, y luego regresó riéndose a la habitación.

Cerró la puerta con llave, examinó la estancia, cubrió la mesa frente a la chimenea con los contenidos de la cesta —sin darse cuenta de mi presencia, sentado en el lugar indicado cerca de la chimenea a su lado—, llenó los vasos, y se dispuso a comer y a beber. Su compañero lo imitó. Sus maneras resultaban tan despreocupadas y alegres como las de él, aunque el hombre mayor parecía ser el líder del grupo. Una vez que hubieron cenado, sacaron sus pistolas y las pusieron sobre la mesa, se acercaron al fuego, y encendieron sus pipas compradas en el extranjero.

Habían viajado juntos, habían pasado mucho tiempo juntos, y poseían un gran número de temas sobre los que debatir. En mitad de su charla y de sus risas, el joven hizo referencia a la buena disposición que el de mayor edad siempre demostraba para cualquier aventura, ya fuera ésa o cualquier otra.

El otro contestó con las siguientes palabras:

—No lo creas, Dick; aunque no me asuste ninguna otra cosa, yo mismo me doy miedo a veces.

Su acompañante le preguntó en qué sentido se daba miedo, y cómo, aunque sus palabras denotasen que comenzaba a mostrar signos de cansancio.

—Pues te lo diré —contestó—: hay un fantasma que debe ser probado que es falso. ¡Bueno! No puedo decirte adonde se iría mi buen juicio si estuviera solo aquí, o qué jugarretas me harían mis propios sentidos si me tuvieran a su disposición. Pero en compañía de otro ser humano, y especialmente de ti, Dick, me atrevería a desmentir a todos los fantasmas que en el universo entero hayan sido.

—No tenía la más mínima idea de que mi presencia resultara de tanta relevancia hoy —dijo el otro.

—Pues así es —continuó el líder, hablando con más seriedad de lo que lo había hecho hasta entonces—. Es más, por las razones que acabo de darte, no habría de ningún modo aceptado pasar la noche aquí solo.

Quedaban pocos minutos para que diera la una de la mañana. El joven había comenzado a dar cabezadas mientras su amigo le confiaba este último comentario, y al término del mismo su cabeza se hundió incluso más en su pecho.

—¡Dick! ¡Mantente alerta! —dijo el líder divertido—. Las horas pequeñas son las más terribles de todas.

El joven lo intentó, pero su cabeza volvió a caer.

—¡Dick! —le urgió el líder—. ¡Mantente despierto!

—No puedo —murmuró el joven—. No sé qué influencia nefasta se cierne sobre mí, pero no puedo.

Su compañero lo miró con un súbito espanto, y yo fui partícipe de aquel horror a mi manera; el reloj dio la una, y sentí que conseguía someter al segundo observador, y que la maldición sobre mí me obligaba a hacer que se durmiera.

—¡Levántate y anda, Dick! —gritó el líder—. ¡Inténtalo!

En vano se acercó a la silla del durmiente y le zarandeó. Sonó la una, y el hombre de mayor edad pudo verme, y se quedó petrificado ante mí.

A él solo me vi obligado a contarle mi historia, sin esperanza alguna de sacar beneficio de ello. Ante él fui solamente una aparición terrorífica, realizando una confesión inútil. Entendí que estaba condenado a repetir la misma situación de nuevo. Dos hombres vivos entrarían juntos, pero no para liberarme. En cuanto me hiciera visible, uno de los dos se dormiría, y no me vería ni me oiría. Mi historia nunca sería relatada más que a un solitario testigo, y sería para siempre inútil. ¡Oh, tristeza!

Mientras los dos ancianos así hablaban, mesándose las manos, el señor Goodchild tuvo la súbita revelación de encontrarse en la situación terrible de estar solo con el espectro, y de que la inmovilidad del señor Idle respondía al hecho de que había sido hechizado al sueño justamente a la una en punto de la madrugada. A pesar del espanto indescriptible que le produjo tal revelación súbita, forcejeó con tal ansiedad por verse libre de los cuatro hilillos de fuego, que finalmente logró romper la ligazón. Una vez estuvo así liberado, recogió al señor Idle del sofá, y juntos se precipitaron escaleras abajo.

Extraído de «El perezoso viaje de dos aprendices ociosos».

 

publicado en Household Words (1857),

 

y escrito en colaboración con Wilkie Collins

 

Dickens: el juicio por asesinato

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EL JUICIO POR ASESINATO

(PARA TOMAR CON UN PELLIZCO DE SAL)

Siempre he observado que se requiere una fuerte dosis de coraje, incluso entre las personas de mayor inteligencia y cultura, cuando de lo que se trata es de compartir las propias experiencias psicológicas, especialmente si éstas adoptan un cariz extraño. La práctica totalidad de los hombres temen que aquello que pudiesen relatar a ese respecto no hallase paralelismo o respuesta alguna en la vida de su interlocutor, y su relato pudiese provocar suspicacias o risas. Un viajero digno de confianza que por azar hubiese avistado alguna criatura extraordinaria con apariencia de serpiente marina, no tendría reparos en mencionar su experiencia; pero ése mismo viajero, habiendo tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento peregrino, una visión (por llamarlo así), un sueño o cualquier otro tipo de impresión mental destacable, dudaría considerablemente antes de confiarle a nadie sus pensamientos. A esta reticencia atribuyo buena parte del desconocimiento que implican tales asuntos. No solemos comunicar nuestras experiencias sobre estas cosas tan subjetivas del modo en que lo hacemos con nuestras experiencias creativas más objetivas. Como consecuencia de ello, la mayor parte de lo acontecido en este aspecto aparece como excepcional, y en realidad lo es, por cuanto resulta tristemente imperfecto.

En lo que voy a relatar no albergo ninguna intención de establecer o apoyar teoría alguna, ni tampoco de oponerme a ella. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la viuda de un difunto Astrónomo Real según la relatara Sir David Brewster; y he seguido los pormenores de un caso mucho más destacable de ilusión espectral sucedido en el ámbito de mi propio círculo privado de amigos. Tal vez sea necesario dejar sentado, en cuanto a esto último, que el sujeto paciente —una dama— no se halla en grado alguno, siquiera distante, relacionada con mi persona. Una suposición equivocada podría sugerir una explicación para ciertos aspectos de mi propio caso —pero sólo a ciertos aspectos— que a la postre resultaría totalmente infundada. Tampoco se debe a ninguna peculiaridad intrínseca que yo haya desarrollado, pues nunca antes había tenido ninguna experiencia similar, ni nada parecido me ha sucedido desde entonces.

No es relevante si han pasado muchos o pocos años desde cierto crimen cometido en Inglaterra que provocó gran interés entre el público. Estamos más que acostumbrados a tener noticia de ciertos crímenes a medida que aumentan en frecuencia por su prestigio atroz. Yo enterraría, si pudiese, la memoria de esta bestia en particular, al igual que se hizo con su cuerpo en la prisión de Newgate. Me abstendré intencionadamente de proporcionar pista directa alguna sobre la personalidad del criminal.

Cuando el crimen fue descubierto, ninguna sospecha recayó —o, más bien, debería decir, ya que no puedo ser demasiado preciso en los datos, que no se hizo alusión pública a que ninguna sospecha recayese— sobre el hombre que más tarde sería llevado a juicio. Al no haberse hecho referencia a él en los periódicos en aquel momento, resulta obviamente imposible que éstos diesen alguna descripción suya entonces. Será de importancia capital recordar este dato.

Al abrir durante el desayuno mi diario matutino, en que se daba noticia de aquel primer descubrimiento, lo hallé profundamente interesante y lo leí con minuciosa atención. Lo leí dos veces, puede que tres. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio, y, cuando aparté la vista del periódico, me sacudió un fogonazo —ráfaga, corriente, no sé cómo llamarlo, ninguna palabra que busque puede ser lo suficientemente descriptiva de lo que vi—, en el que me pareció contemplar aquel dormitorio pasando a través de mi habitación, como un cuadro imposible pintado sobre la corriente de un río. A pesar de que pasó en apenas un instante, lo que vi fue perfectamente diáfano; tanto, que pude distinguir, con cierta sensación de alivio, la ausencia del cadáver en la cama.

Esta curiosa sensación no tuvo lugar en ningún sitio romántico, sino en los mismísimos juzgados del distrito de Picadilly, próximos a la esquina de St. James Street. Aquello fue algo completamente novedoso para mí. En aquellos momentos estaba en mi silla reclinable, y recuerdo que la sensación vino acompañada de un temblor peculiar que levantó la silla desde su posición. (Sin embargo, se ha de tener en cuenta que la silla era de esas que se deslizan sobre pequeñas ruedecillas). Me acerqué a una de las ventanas (había dos en la habitación, que se hallaba en un segundo piso) a fin de intentar aclarar la vista fijándome en algún objeto en movimiento, allá abajo en Picadilly. Era una brillante mañana de otoño, y la calle refulgía, se agitaba animada. El viento soplaba con fuerza. Al mirar hacia la calle, vi que el vendaval traía desde el parque un montón de hojas caídas que, atrapadas por una ráfaga, se arremolinaron en una columna espiral. Cuando se derrumbó la columna y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres al otro lado de la calle, caminando de oeste a este. Uno de los dos caminaba unos pasos por delante del otro. El hombre que caminaba más adelantado miraba a menudo hacia atrás, por encima del hombro. El segundo hombre le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con su mano derecha alzada en actitud amenazante. Al principio, la singularidad y la firmeza de ese gesto amenazador en una vía tan pública atrajeron singularmente mi atención; y a continuación lo hizo la circunstancia, aún más notable, de que nadie pareciese tomarlo en cuenta. Ambos hombres se abrían paso por entre los otros transeúntes con una ligereza que apenas tenía nada que ver con la acción misma de transitar por la acera; por otro lado, ninguna criatura, al menos que yo notase, les cedía el paso, les tocaba o se preocupaba lo más mínimo por ellos. Al pasar frente a mi ventana, ambos se pararon, alzaron las cabezas y fijaron sus miradas en mí. Pude ver sus rostros muy claramente y supe que podría reconocerles en cualquier lugar. No es que hubiese observado conscientemente algo muy destacable en ninguno de aquellos dos rostros, salvo que el hombre que iba delante tenía un aspecto inusualmente ceñudo y que la cara del hombre que le seguía tenía el color de la cera sucia.

Soy soltero, y mi mayordomo y su esposa son todo cuanto tengo. Estoy empleado en cierta sucursal bancaria y desearía que mis obligaciones como jefe de departamento fuesen tan livianas como la gente supone. Aquel otoño, mis deberes me retuvieron en la ciudad cuando lo que en realidad necesitaba yo era un cambio. No me encontraba enfermo, pero he de decir que tampoco estaba bien del todo. El lector puede sacar las conclusiones que se le antojen respecto al profundo hastío que me embargaba, o albergar quizás un leve sentimiento de depresión al constatar la monótona vida que llevaba por entonces, empeorada por el hecho de que en esos momentos me hallara «ligeramente dispéptico», según afirmaba mi doctor, hombre de renombrado prestigio, quien me ha asegurado que mi verdadero estado de salud en aquel momento no merecía otra descripción más severa, siendo a él mismo a quien cito según la nota con que respondió a mi consulta.

A medida que las circunstancias del asesinato, desentrañadas gradualmente, fueron calando cada vez más y más en la opinión pública, yo decidí mantenerlas al margen de mi propia opinión y recabar acerca de ellas tan poca información como me fuera posible en medio del morbo que cundía por doquier. Sin embargo, sí que llegó a mi conocimiento que se había abierto una causa por asesinato premeditado contra el sospechoso del crimen y que éste había sido enviado a Newgate en espera de juicio. También llegó a mi conocimiento que la vista hubo de posponerse durante una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, por causa de los prejuicios generalizados del público, y porque la defensa pidió al tribunal algo más de tiempo para preparar sus alegatos. Puede incluso que conociera, aunque estoy casi seguro de que no fue así, la fecha más o menos aproximada en que habían de retomarse las sesiones del juicio pospuesto.

Hay que decir que mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor se encuentran todos situados en el mismo piso. A este último no se puede acceder más que a través del propio dormitorio. Es cierto que en tiempos existió una puerta que comunicaba la alcoba con la escalera de servicio, pero hace unos años hice instalar un baño, y desde entonces es imposible pasar por allí. En aquella época, coincidiendo con aquella reforma, la puerta se cegó y fue recubierta por el entelado de la pared.

Recuerdo que estaba en mi dormitorio, entrada ya la noche, dando algunas instrucciones a mi mayordomo antes de acostarme. Mi cara se dirigía hacia la puerta que daba al vestidor, que en aquellos momentos se hallaba cerrada. Mi mayordomo estaba de espaldas a ella. De repente, mientras le estaba hablando, vi cómo la puerta se abría y un hombre se asomaba, haciéndome señas de forma misteriosa y con ademán suplicante. Y he aquí que lo reconocí: era el mismo hombre que seguía al otro individuo por Picadilly, aquel cuyo rostro tenía ese peculiar color de cera sucia.

La figura, habiéndome hecho señas para que me aproximase, se retiró y cerró la puerta. Tras una breve pausa, no mayor que la que necesité para cruzar la habitación, abrí la puerta del vestidor y miré dentro. Llevaba una vela encendida en la mano. En mi fuero interno sabía perfectamente que allí dentro no había nadie, y de hecho no me equivocaba.

Consciente de que mi sirviente estaría igual de pasmado que yo, me volví hacia él y le dije, al tiempo que apoyaba mi mano sobre su pecho:

—Derrick, ¿podrías creer que el capricho de mis sentidos me hecho creer que había visto un…?

Entonces él, de pronto, estremeciéndose violentamente, exclamó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Señor! ¡Detrás de usted hay un hombre muerto haciéndome señas!

Cuando lo pienso hoy, estoy seguro de que a John Derrick, mi fiel y leal sirviente durante más de veinte años, no le pareció ver nada hasta que yo posé mi mano en su pecho. Justamente hasta ese momento. El cambio en su semblante fue tan inesperado cuando le toqué, que verdaderamente creí que, de alguna manera oculta, yo era el mismísimo causante de su visión.

Ordené a John Derrick que trajese algo de brandy. Luego le ofrecí un trago y tomé otro yo mismo. No le conté ni una sola palabra de lo que había precedido a aquella aparición nocturna. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente seguro de no haber visto nunca aquella cara, si exceptuamos, naturalmente, el episodio de Picadilly. Comparando su expresión cuando me hacía señas desde la puerta, con la que tenía cuando alzó la vista y me miró fijamente mientras yo estaba junto a la ventana, llegué a la conclusión de que la primera vez que lo vi, lo único que debía de interesarle era fijar su cara en mi memoria, mientras que la segunda lo que quería era estar bien seguro de que yo lo recordaba.

No me sentí muy cómodo en lo que restó de noche, aunque tenía la certeza —en cierto modo inexplicable— de que la figura no regresaría. Cuando despuntó el día caí en un profundo sueño del que me despertó John Derrick, acercándose a mi cama con una misiva en la mano.

El papel en cuestión, según parecía, había ocasionado un altercado junto a la puerta entre su portador y mi mayordomo. Resultó que se trataba de una citación dirigida a mi persona, en la que se me pedía que asistiera como jurado a cierto juicio que sería celebrado en el Tribunal Criminal Central del Oíd Bailey. Nunca antes se me había citado para ser jurado, como John Derrick bien sabía. El creía (a estas alturas no estoy seguro de si con razón o movido por otros motivos que se me escapan) que esa clase de jurados solían ser elegidos entre personas de categorías inferiores a las mía, así que en un principio decidió no aceptar aquella citación.

El hombre que la portaba se tomó el asunto con mucha calma. Aludió a que mi asistencia o inasistencia nada tenían que ver con él; allí estaba la citación y a mí correspondía aceptarla bajo mi propio riesgo, y no bajo el suyo.

Durante un día o dos estuve indeciso sobre si responder a tal emplazamiento o hacer caso omiso de él. No era consciente ni del más leve prejuicio misterioso, influencia o atracción en un sentido u otro. De lo que digo estoy tan seguro como de cualquier otra afirmación que pueda verter en estas páginas.

Finalmente decidí, más que nada para romper la monotonía que por entonces gobernaba mi vida, que acudiría al llamamiento del tribunal.

La mañana señalada, una cruda mañana del mes de noviembre, se levantó con una densa niebla en Picadilly, que se fue volviendo auténticamente negra y opresiva al este del Colegio de Abogados del Tribunal. Hallé los pasadizos y las escaleras del juzgado elegantemente iluminados con lámparas de gas, y la propia sala del juicio igualmente iluminada. Yo pienso que hasta que fui conducido por los oficiales a la vieja sala del juzgado y contemplé su aspecto abarrotado, no fui consciente realmente de qué crimen iba a ser juzgado aquel día. Yo pienso que, hasta que con enormes dificultades fui ayudado a penetrar en la vieja sala del juzgado, no supe a cuál de los dos banquillos de la corte me llevarían mis citadores. Esto no ha de ser entendido como una afirmación positiva, ya que en mi interior no estoy completamente seguro de ninguno de ambos extremos.

Me senté en el lugar que se reserva a los miembros del jurado para los minutos previos a que éstos tengan que subir a sus banquillos, y eché una mirada alrededor del tribunal lo mejor que pude a través de la nube de humo y de vaho que flotaba pesadamente sobre nuestras cabezas. Observé el vapor negro que colgaba del techo como una cortina tenebrosa, y escuché el sonido ahogado de las ruedas de los carruajes sobre el adobe y el alquitrán esparcidos por la calle; también el murmullo de la gente allí reunida que se veía ocasionalmente traspasado por algún pitido estridente o algún canturreo o voceo que se superponían al resto.

Al poco entraron los jueces —eran dos— y tomaron asiento. El zumbido en la sala fue acallado de un modo vehemente. Se ordenó traer al criminal frente al estrado. Allí apareció. En ese mismo instante reconocí en él al primero de los dos hombres que bajaban por Picadilly.

Si me hubiesen llamado por mi nombre en aquel momento, dudo de que hubiera podido responder de manera audible, pero fui citado en sexto, o quizás en octavo lugar, y para entonces ya fui capaz de articular un tímido «¡Aquí!». Ahora, presten atención. Mientras iba subiendo los peldaños que conducían hasta el banquillo del jurado, el prisionero, que lo observaba todo con atención, aunque sin mostrar hasta entonces signos de preocupación, se agitó violentamente al verme y empezó a hacer señas a su abogado para que se le aproximase. El deseo del prisionero de recusarme era tan evidente que el juez no tuvo más remedio que decretar una pausa. El abogado, con la mano apoyada en el banquillo de los acusados, cuchicheó un rato con su cliente mientras sacudía pensativo la cabeza. Más tarde supe, por aquel caballero, que las primeras palabras que el aterrado prisionero le dijo fueron: «¡Cueste lo que cueste, recuse a ese hombre!». Sin embargo, aquel extremo no llegó a producirse, ya que el prisionero no pudo aducir ninguna razón para oponerse a mi presencia, y hubo de admitir que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo oyó cuando fui llamado a comparecer.

Habiendo dejado ya por sentado que quisiera evitar revivir el recuerdo desagradable de aquel asesino, y también porque el relato detallado de un juicio tan largo no es en absoluto indispensable para el desarrollo de mi narración, me ceñiré a aquellos incidentes que estuvieron directamente relacionados con mi personal y curiosa experiencia, durante los diez días —con sus noches— que los miembros del jurado pasamos en estrecha compañía. Es a esto y no al crimen en sí hacia donde pretendo atraer el interés de mis lectores. Es para esto, y no para glosar meramente una página del Calendario de Newgate, para lo que ruego al lector que me preste extrema atención.

Fui elegido presidente del jurado. Durante la segunda mañana del juicio, tras una sesión de dos horas dedicada a la presentación de pruebas (lo sé porque oí las campanadas en el reloj de la iglesia), me entretuve echando un vistazo a los otros miembros del jurado. Entonces me di cuenta de que hallaba una inexplicable dificultad para contarlos. Lo hice varias veces, pero la dificultad persistía. Resumiendo, cada vez que contaba me sobraba una persona.

Toqué en el hombro del miembro del jurado más próximo a mí y le susurré:

—Le estaría muy agradecido si nos contase usted a todos.

Mi compañero pareció muy sorprendido por la petición que acababa de hacerle, pero volvió la cabeza e hizo recuento.

—¿Por qué razón… —dijo de repente— somos tre…? Pero no, no es posible… No. ¡En realidad somos doce!

Según mis recuentos de aquel día, individualmente concordábamos en número, pero en grupo, siempre había uno de más. No había ninguna apariencia —ninguna figura— que yo viese que sobrase; sin embargo, tenía un horrible presagio interno sobre la figura que sabía que haría su entrada muy pronto.

El jurado se alojaba en la London Tavern. Dormíamos todos juntos, de hecho, en una espaciosa habitación, sobre camastros separados, bajo el ojo vigilante de un oficial especialmente encomendado para nuestra seguridad. No veo razón alguna para omitir el nombre de dicho oficial. Era un individuo inteligente, tremendamente correcto y atento y —según me alegré de oír— muy respetado en la City. Poseía una presencia agradable, ojos bondadosos, un envidiable mostacho negro y una buena y sonora voz. Se llamaba Harker.

El primer día, cuando se hizo de noche y nos fuimos a acostar, el señor Harker colocó su cama atravesada delante de la puerta. En la noche del segundo día, no hallándome predispuesto a tumbarme y viendo al señor Harker sentado sobre su cama, fui a sentarme junto a él y le ofrecí un pellizco de rapé. Cuando la mano del señor Harker rozó la mía al tomarlo de la caja, le recorrió un extraño estremecimiento y exclamó:

—¿Quién es ése?

Seguí la mirada del señor Harker, y entonces, al fondo de la habitación, vi a la figura que estaba esperando: el segundo de los dos hombres que bajaban por Picadilly. Me incorporé y avancé unos pocos pasos; entonces me paré y me volví a mirar al señor Harker. Comprobé que ya había recuperado la compostura. Me miró, despreocupado, rió y dijo de forma complaciente:

—Por un momento pensé que teníamos trece miembros en el jurado y que a uno le faltaba su cama, pero supongo que la luz de la luna ha debido de confundirme.

Sin revelar nada al señor Harker, pero invitándole a caminar conmigo hasta el extremo del dormitorio, observé lo que hacía la figura.

Se detuvo unos instantes junto al lecho de cada uno de mis once compañeros del jurado, cerca de la almohada. Cada vez se aproximaba por el lado derecho de la cama, observaba al que allí estaba acostado, y luego se acercaba a la cama siguiente, pasando por delante de los pies del camastro. Parecía simplemente, por la actitud de su cabeza, que mirase pensativo a cada figura recostada. No me tuvo en cuenta ni a mí ni a mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker. Cuando la luz de la luna entró a través de un gran ventanal, la figura pareció marcharse como volando sobre las escaleras.

Al día siguiente, durante el desayuno, resultó que todos los allí presentes habían soñado con el hombre asesinado, a excepción del señor Harker y de mí mismo.

Aquello me persuadió de que el segundo hombre que bajaba por Picadilly era el hombre asesinado, por así decirlo. Era como si aquello se hubiese revelado a mi comprensión mediante su testimonio directo. Pero tuvo lugar de una manera para la cual yo no estaba en absoluto preparado.

En el quinto día del juicio, el caso de la acusación estaba finalizando. Pero antes de terminar, se aportó como prueba un retrato en miniatura de la víctima, que no figuraba en su dormitorio cuando el hecho fue descubierto y que más tarde fue hallado en un lugar oculto donde el asesino había sido visto mientras cavaba. Habiendo sido reconocido por el testigo que estaba siendo interrogado, fue mostrado en alto hacia el estrado y, desde allí, ofrecido para ser inspeccionado por el jurado. Mientras un funcionario con toga negra se aproximaba hacia nosotros con el retrato, la figura del segundo hombre que bajaba por Picadilly surgió impetuosa de entre la multitud, arrebató la miniatura al funcionario y me la entregó con sus propias manos al tiempo que me decía con una profunda voz cavernosa, y antes aún de que yo viese el retrato, que se hallaba todavía en su estuche:

—¡Entonces yo era más joven, y mi rostro no estaba tan apagado!

Luego se colocó entre mi asiento y el del compañero del jurado a quien le pasé la miniatura, y después entre éste y aquél al que mi compañero se la pasó, y así siguió, hasta que el retrato volvió a mis manos. De cualquier modo, ninguno de los jurados se percató de la presencia de aquel hombre, salvo yo.

Cada vez que nos sentábamos a la mesa, y especialmente cuando estábamos confinados bajo la custodia del señor Harker, solíamos discutir los progresos del día. En aquella quinta jornada, habiendo concluido el caso de la acusación y teniendo ante nosotros esa parte del asunto totalmente perfilada, la discusión se tornó más seria y acalorada. Entre nosotros se hallaba un sacristán —el idiota con la mollera más dura con el que he tenido la ocasión de cruzarme en mucho tiempo— que planteaba las objeciones más absurdas ante las pruebas más evidentes y que estaba constantemente secundado por dos individuos de su misma especie, unos insulsos parásitos de miras estrechas; los tres habían sido reclutados para el jurado en un barrio tan dado al desenfreno que perfectamente se les podría haber juzgado a ellos mismos por al menos quinientos asesinatos. Ya sería medianoche. Aquellos zopencos hablaban a voces y algunos de nosotros ya nos disponíamos a abandonar la reunión y meternos en la cama. Entonces, de repente, vi de nuevo al hombre asesinado. Se mantenía detrás de aquellos tres picaros, con actitud grave, haciéndome señas. Al hacer ademán de aproximarme hacia ellos e intervenir en la conversación, la figura se retiró inmediatamente. A partir de ese momento las apariciones se convirtieron en habituales. Siempre que se formaba un corrillo con los miembros del jurado, veía cómo la cabeza del hombre asesinado surgía entre las de los presentes. Cuando el cotejo de las notas le perjudicaba, llamaba mi atención de manera solemne.

Se habrá de tener en cuenta que no fue hasta que salió a relucir el retrato, en el quinto día del juicio, cuando aquel hombre empezó a aparecerse también en la propia sala del juzgado. Cuando se inició la presentación de la causa de la defensa, hay que señalar que se produjeron tres cambios notables. Permítaseme mencionar, antes que nada, dos de ellos. De primeras, destaquemos que ahora la figura estaba siempre presente en la sala, aunque nunca se colocaba junto a mí, sino al lado de la persona que estaba en cada momento en uso de la palabra. Pondré un ejemplo: sabíamos que la víctima había sido degollada. En el alegato de apertura de la defensa, se sugería que tal vez el fallecido podría haberse cortado la garganta él mismo. En ese preciso momento, la figura, con su garganta en el terrible estado al que nos hemos referido (hay que decir que hasta entonces la había llevado cubierta), se paró junto al orador, y dio en atravesar una y otra vez su tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como intentando sugerir al propio orador la imposibilidad de que una herida de tales características pudiera haber sido causada por su propia mano. Aquí va otro ejemplo: un testigo que compareció, una mujer, declaró que el prisionero era la persona más afable del mundo. La figura, en aquel instante, se plantó frente a ella, escrutando su rostro, y con su brazo extendido señaló el maligno semblante del prisionero, como intentando hacer notar este hecho a la mujer que estaba en el estrado.

El tercero de los cambios acaecidos me impresionó aún más que los dos primeros, por ser el más significativo e inesperado de todos. No teorizaré sobre ello; lo expondré fielmente y ahí lo dejaré.

Si bien en principio la figura no era percibida por aquellos a los que se dirigía, su cercanía a esas personas iba invariablemente seguida de alguna clase de molestia o inquietud por parte de las mismas. Me dio la impresión de que la figura evitaba, a causa de normas que yo desconocía, revelarse totalmente a los demás, aunque pudiese, de modo invisible, mudo y oscuro, ensombrecer sus mentes. Cuando el abogado principal de la defensa sugirió la hipótesis del suicidio, por ejemplo, la figura se colocó junto al letrado e hizo el gesto terrible de cortar su garganta herida. Entonces, observé cómo el abogado se trababa en su discurso, perdía durante unos segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se enjugaba la frente con el pañuelo y se ponía extremadamente pálido. En el momento en que compareció la mujer a la que me he referido antes, vi cómo los ojos de ella miraban en la dirección hacia la que la figura señalaba, y mostraban grandes dudas y preocupación hacia la cara del prisionero. Dos ejemplos más me servirán para ilustrar lo que digo. Durante el octavo día de sesiones, tras la pausa que se solía hacer a primera hora de la tarde para descansar, volví a la sala del juzgado junto con el resto de mis compañeros. Faltaban todavía unos minutos para que regresasen los jueces. Yo estaba de pie junto al banquillo, mirando a mi alrededor. Recuerdo que pensé que la figura no se hallaba en la sala. Pero entonces, alzando por casualidad la vista hacia la galería, la vi abalanzándose hacia delante e inclinándose sobre una mujer muy respetable, como para comprobar si los jueces habían vuelto o no a sus asientos. Inmediatamente después, la mujer dio un grito, se desmayó y hubo que sacarla del tribunal a rastras. Lo mismo sucedió con el venerable, sagaz y paciente juez que presidía las sesiones. Cuando el caso estuvo visto para sentencia, y su señoría se disponía a recapitular el caso junto con sus documentos, vi perfectamente cómo el hombre asesinado entraba por la puerta que había junto al juez, avanzaba hacia el escritorio de su señoría y se dedicaba a mirar presa de una gran ansiedad por encima de su hombro las páginas de apuntes que él iba pasando. Un cambio se operó en el rostro de su señoría; su mano se detuvo, el temblor peculiar, que tan conocido me era, le recorrió; titubeó:

—Discúlpenme unos instantes, caballeros. Me encuentro algo oprimido por el aire viciado.

Y no se recuperó hasta que hubo bebido un vaso de agua.

En el monótono transcurso de seis de aquellos diez interminables días —los mismos jueces en el estrado, por el que también fueron pasando, una tras otra, las mismas personas, el mismo criminal en el banquillo, los mismos abogados en sus mesas, los mismos tonos en las preguntas y las respuestas elevándose hasta el techo del juzgado, el mismo garabateo de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces que se encendían a la misma hora cuando ya no había luz natural, la misma cortina neblinosa fuera de los ventanales cuando estaba brumoso, el mismo repiqueteo y goteo del agua cuando llovía, las mismas pisadas de los carceleros y del prisionero, día tras día sobre el mismo serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando los mismos pesados portones—, en el transcurso de aquellos días, digo, cargados de toda esa fatigosa monotonía que me hacía sentir como si llevase un larguísimo período de tiempo siendo presidente de aquel jurado y Picadilly hubiese sido contemporánea de Babilonia, el hombre asesinado jamás dejó de hacerse perceptible a mis ojos, ni su presencia era menos evidente que la de cualquier otra persona que hubiese pisado la sala. De hecho, debo decir que jamás vi a la aparición a la que me refiero como el hombre asesinado mirar directamente al asesino. Me preguntaba una y otra vez: «¿Por qué no lo hace?». Aunque lo cierto es que no lo hizo nunca.

Y tampoco, desde el día en que se nos presentó el retrato, me volvió a mirar directamente a mí, hasta que quedaban ya pocos minutos para que finalizara el juicio. Faltaban siete minutos para que dieran las diez de la noche cuando los miembros del jurado nos retiramos a deliberar. El estúpido sacristán y sus dos parásitos de mente obtusa nos dieron tantos problemas que tuvimos que volver por dos veces a la sala para rogar que fuesen releídos algunos extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no albergábamos la más mínima duda sobre aquellos pasajes, ni tampoco creo que las tuviese nadie en el tribunal; de cualquier modo, el triunvirato de zoquetes, sin otro afán que la obstrucción, los discutían por ese mismo motivo. A la larga, acabamos imponiéndonos y, finalmente, el jurado regresó a la sala cuando eran las doce y diez de la noche.

El hombre asesinado se encontraba en aquel momento enfrente del jurado, justo al otro extremo de la sala. Mientras me sentaba, sus ojos se posaron sobre los míos con gran atención; tenía un aire satisfecho y agitaba parsimoniosamente, sobre su cabeza y toda su figura, un gran velo gris que llevaba colgado del brazo. Nunca antes se lo había visto lucir. En el momento en que leí nuestro veredicto —«Culpable»—, el velo cayó, todo se desvaneció, y el lugar donde antes estaba la extraña figura quedó vacío.

El asesino, tras ser preguntado por el juez, como es costumbre, si tenía algo que declarar antes de que se dictase la sentencia de muerte, murmuró algo incomprensible que al día siguiente fue descrito por los principales periódicos como «unas pocas palabras inaudibles, incoherentes y desvariadas en las que parecía quejarse de no haber tenido un juicio imparcial porque el presidente del jurado estaba predispuesto en su contra». La sorprendente declaración que en realidad hizo fue ésta: «Señoría, supe que me condenarían en el mismo momento en que el presidente del jurado pisó el estrado. Señoría, sabía que él nunca me dejaría libre. Porque antes de que me apresasen, de algún modo que no sé explicar, ese individuo se acercó a mi cama en plena noche, me despertó y me colocó una soga alrededor del cuello».

Extraído del ejemplar de All Year Round

 

titulado «Las prescripciones del doctor Marigold»,

 

Navidad de 1865

ESI

 

dickens: dos relatos de terror

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 EL CAPITÁN ASESINO Y EL PACTO CON EL DIABLO

No existen muchos lugares que me guste tanto volver a visitar, cuando estoy ocioso, como aquéllos en los que nunca he estado. Debido a que mi conocimiento de tales parajes se ha hecho esperar tanto tiempo, y ha madurado hacia una intimidad de naturaleza tan afectuosa, me tomo un interés particular en asegurarme personalmente de que permanecen inmutables en mi memoria.

Nunca estuve en la isla de Robinson Crusoe y, sin embargo, regreso allí con frecuencia. La colonia que él fundó se disolvió enseguida, y ya no vive allí ninguno de los descendientes de los serios y caballerosos españoles, ni Will Atkins y el resto de amotinados, y la isla ha vuelto a su condición original. No queda ni una sola ramita de las que se utilizaron para fabricar sus chozas y las cabras hace tiempo que se han asilvestrado; si alguien disparase allí una pistola, una nube de loros de colores llameantes oscurecería el sol entre alaridos; ninguna cara se refleja ya en las aguas del arroyuelo a través del que Viernes huyó nadando cuando era perseguido por sus dos hermanos caníbales de estómagos afilados. Después de haber comparado notas con otros viajeros que también han vuelto a visitar la isla y la han inspeccionado a conciencia, me he convencido de que no contiene vestigios ni domésticos ni teológicos de Mr Atkins, aunque aún hay que rastrear el legado que éste dejó en la memorable tarde en que arribó allí para desembarcar a su capitán, cuando se vio confundido por los señuelos y dio vueltas y más vueltas hasta que oscureció y su barco encalló y le empezaron a flaquear las fuerzas y el espíritu. Lo mismo sucede con la cumbre de la colina en la que Robinson quedó mudo de alegría cuando el reinstaurado capitán señaló al barco que había de sacarle de allí, navegando a media milla de la costa, en el vigésimo noveno año de su reclusión en aquel solitario lugar. E igual pasa con la arenosa playa en la que quedaron grabadas sus memorables huellas y hasta la cual los salvajes arrastraban sus canoas cuando se aproximaban a la orilla para celebrar sus macabros festines, tras los cuales ensayaban una danza más salvaje aún que la propia jerigonza que salía de sus enormes bocas. También ocurre así con la cueva donde los ojos llameantes de la vieja cabra hacían pensar en una fantasmagórica aparición en la oscuridad. Y también con la cabaña donde Robinson vivía con su perro, su loro y su gato y en donde se enfrentó a aquellas primeras agonías de la soledad, que —curioso— no trajeron consigo apariciones espectrales precisamente; ¿una circunstancia sorprendente que tal vez él excluyó de su bitácora? Cientos de tales objetos, ocultos entre el denso follaje tropical, donde el cálido mar de los trópicos rompe eternamente; y por encima de ellos el cielo tropical que, salvo en el transcurso de la breve estación lluviosa, brilla límpido y despejado de nubes.

Jamás he estado en el brete de verme rodeado por manadas de lobos en la frontera entre Francia y España; jamás —con la noche oscura a punto de cernirse sobre nuestras cabezas, y todo el suelo cubierto de nieve—, he mandado detenerse a mi pequeña compañía y parapetarse tras un puñado de árboles caídos que nos sirviesen de refugio para desde allí disparar a bulto todo un cargamento de pólvora, con tanta destreza que de pronto logramos acertar a tres, cuatro lobos, los cuales, incendiados en llamas, iluminan durante unos instantes todo el oscuro bosque a nuestro alrededor.

Sin embargo, a veces regreso a esa lúgubre región y vuelvo a temblar ante el solo hecho de oler la chamusquina a carne asada de los lobos ardiendo, y contemplo cómo se incendian, tropezando los unos con los otros; y cómo ruedan por la nieve intentando en vano sofocar las llamas, y cómo sus aullidos son transportados por el eco hacia los bosques donde se ocultan los demás lobos.

Nunca he estado en la cueva de los bandidos, en la que vivió Gil Blas, pero a menudo regreso allí y abro la trampilla —tan pesada de levantar—, mientras observo a ese viejo y lisiado Negro lanzando eternas maldiciones mientras se tumba en su cama. Ni siquiera he visitado el estudio en el que Don Quijote leía sus libros de caballerías hasta que, enloquecido, salía y se lanzaba en su rocín contra los gigantes imaginarios para después refrescarse el gaznate con grandes tragos de agua; en aquella biblioteca nadie podría mover un solo libro de su sitio sin mi conocimiento ni mi consentimiento. Jamás disfruté —¡gracias a Dios!— de la compañía de esa ancianita que salió renqueante de un arcón y le dijo al comerciante Abudah que partiese en busca del Talismán de Oromanes; aunque yo mismo me las arreglé para saber que la mentada señora se encuentra todavía en buen estado de conservación, y sigue tan insoportable como siempre. Nunca visité la escuela en la que el niño Horatio Nelson se escapó de la cama para robar las peras —no porque a él le apeteciesen, sino porque ningún otro niño se atrevía a hacerlo— y, sin embargo, he ido varias veces a su Academia para verle descolgarse con una sábana por la ventana de su habitación. Igual ocurre con Damasco, y con Bagdad, y con Brobdingnag —un lugar a menudo condenado a comprobar cómo su nombre se escribe de modo incorrecto—, y con Lilliput, y con Laputa, y con el Nilo, y con Abisinia, y con el Ganges, y con el Polo Norte y con muchos otros cientos de lugares… en los que nunca estuve, aunque mi obligación sea mantenerlos intactos, y a los que siempre estoy volviendo.

Sin embargo, recuerdo una vez que estuve en Dullborough, visitando a mis amigos de la infancia. Mi experiencia en ese terreno se reveló inútil, y me vi incapaz de recordar la cantidad de personas a las que resultó que había sido presentado por mi niñera antes de cumplir los seis años, y los lugares a los que solían obligarme a volver, sin apetecerme, por la noche —hay que decir que todos ellos, personas y lugares, eran totalmente desquiciantes pero no por ello menos reales, para mi alarma—. Si todos pudiésemos controlar nuestras mentes —en un sentido más amplio del que concede el acervo popular a esta frase—, sospecho que hallaríamos a nuestras niñeras responsables de la mayor parte de los rincones oscuros a los que nos vemos forzados a volver contra nuestra voluntad.

El primer personaje diabólico que irrumpió en mi pacífica juventud —como tuve oportunidad de recordar aquel día en Dullborough— era alguien al que llegué a conocer como el Capitán Asesino. Aquel desdichado debió de haber sido un vástago del clan Barba Azul, como poco, aunque por aquel entonces yo no sospechase un parentesco tal. Su alarmante nombre no parecía, al menos hasta entonces, haber generado prejuicios en su contra, puesto que formaba parte de la alta sociedad y poseía enormes riquezas. La aspiración del Capitán Asesino era el matrimonio: eso le permitía saciar su apetito caníbal por las novias tiernas. Cada vez que se prometía con una nueva víctima, el día de la boda, por la mañana temprano, solía hacer plantar a ambos lados del pequeño sendero de entrada a la iglesia unas curiosas flores, y cuando la novia le preguntaba: «Querido Capitán Asesino, nunca había visto flores como éstas, ¿cómo se llaman?», él respondía: «Se llaman Guarnición para Cordero», y se reía de una manera horrible de su chiste atroz, mostrando su afilada dentadura e inquietando las mentes de los nobles acompañantes de la novia. Solía cortejarlas en un coche de seis caballos, que cambiaba, en el día de la boda, por un coche tirado por doce corceles de un blanco inmaculado, todos los cuales tenían una mancha roja en el lomo que él mandaba cubrir con los arneses, ya que la mancha aparecía en el mismo lugar cada vez, a pesar de que todos los caballos eran perfectamente blancos cuando el Capitán Asesino los compraba. La mancha la causaba la sangre de las jóvenes novias asesinadas. (A este pasaje tan terrible debo mi primera experiencia personal de estremecimiento y sudor frío recorriéndome la frente). Cuando finalizaban la ceremonia y el convite, después de haber despedido a sus nobles invitados, el Capitán Asesino se retiraba un mes a solas con su novia. Tenía la costumbre caprichosa de mandar fabricar un rodillo de oro y una tabla de amasar de plata. Previamente, durante el noviazgo, se interesaba vivamente por saber si la dama en cuestión era capaz de cocinar una empanada crujiente. Y en el caso de que, bien por su naturaleza, bien por su educación, no supiera cocinarla, si convenía en ser adiestrada en tal oficio. Bien. Cuando la novia veía que el Capitán Asesino había mandado fabricar el rodillo de oro y la tabla de amasar de plata, recordaba lo que sabía y, arremangándose los encajes de seda, se encerraba en la cocina, dispuesta a preparar la empanada que a su marido tanto le gustaba. El Capitán traía entonces una enorme bandeja de plata y también harina, mantequilla, huevos y todas las cosas necesarias, salvo el relleno de la empanada: aquellos ingredientes que iban dentro del hojaldre nunca los sacaba. Entonces, la encantadora novia preguntaba: «Querido Capitán Asesino, ¿de qué va a estar rellena la empanada?». «De carne», respondía él. Y la adorable muchachita decía: «Pero querido Capitán Asesino, no veo la carne por ningún lado». El Capitán replicaba con buen humor: «Mira en el espejo». Ella miraba, pero allí no veía ninguna carne y en ese momento, el Capitán, con grandes carcajadas, desenfundaba amenazante su sable y le ordenaba extender la masa. Así que ella extendía el hojaldre derramando grandes lágrimas, y cuando había rellenado el molde con la masa y había cortado la parte que senaria de cobertura, el Capitán decía: «¡Veo un montón de carne en el espejo!». Y la novia miraba hacia el espejo justo a tiempo de ver cómo el Capitán le cercenaba la cabeza; luego la despedazaba en cachitos, le añadía sal y pimienta y la usaba como relleno de la empanada. Luego la mandaba al panadero para que la cociese en su horno y se la comía entera hasta no dejar más que los huesos.

Y así continuaba el Capitán Asesino, prosperando muchísimo, hasta que eligió como novia a una muchacha que tenía una hermana gemela. Al principio no sabía a cuál de las dos elegir para sus fines, ya que, aunque la una era rubia y la otra morena, ambas eran igualmente bellas. Sin embargo, eligió a la gemela rubia, que se enamoró de él, puesto que la hermana morena le detestaba vivamente, y sin duda habría impedido el matrimonio por todos los medios a su alcance. En cualquier caso, una noche antes de la boda, acrecentadas sus sospechas hacia el Capitán Asesino, la hermana morena salió sigilosamente y trepó por el muro de su jardín. Allí miró por una rendija en la persiana de su dormitorio y hete aquí que vio al Capitán afilándose los dientes con una lima. Al día siguiente, procuró prestar atención a todo lo que se decía, y escuchó al Capitán hacer la broma de la guarnición para el cordero. Un mes después, como ocurrió con todas las demás novias anteriores, el Capitán mandó extender la masa, decapitó a la gemela rubia, la hizo cachitos, la salpimentó, se la mandó al panadero para hornearla y se la comió hasta no dejar más que los huesos.

La gemela morena estaba cada vez más suspicaz, sobre todo después de haber visto al Capitán afilándose los dientes y haciendo la chanza del cordero. Cuando se hizo pública la muerte de su hermana, logró juntar todas las piezas del rompecabezas. Así, llegó a la conclusión de que su hermana había muerto asesinada y decidió tomarse venganza. De modo que fue hasta la casa del Capitán, golpeó la aldaba, hizo sonar el timbre, y cuando el Capitán abrió la puerta le espetó: «Querido Capitán Asesino, cásese conmigo sin tardanza. Siempre le he amado; si me he portado así con usted, era porque estaba celosa de mi hermana». El Capitán lo tomó por un cumplido, y así el matrimonio quedó acordado. La noche antes de la boda, la gemela volvió a encaramarse hasta su ventana y de nuevo vio al Capitán afilándose los dientes. Ante tal visión, lanzó una risa tan terrible por la rendija de la persiana que al Capitán se le heló la sangre. Entonces él, sabiéndose observado, exclamó: «¡Espero que no se haya producido ninguna contrariedad!». Al oírlo, ella se rió con una carcajada aún más terrorífica y él abrió la ventana buscando alrededor, pero ella había bajado ágilmente del muro, y allí no había nadie. A la mañana siguiente ambos fueron a la iglesia en el carruaje de doce caballos y contrajeron matrimonio. Justo un mes después ella preparó la masa y el Capitán Asesino le cortó la cabeza, la trituró en pedazos, la aderezó, la envió al obrador y se la comió enterita hasta no dejar más que los huesos.

Sin embargo, antes de extender la masa, ella había ingerido un veneno con propiedades letales, destilado a base de ojos de sapo y médulas de serpiente. El Capitán Asesino había terminado de roer el último de los huesos, cuando comenzó a notarse hinchado y a ponerse azul y a llenarse de manchas y a chillar. Y así siguió, hinchándose cada vez más y poniéndose más y más azul y cada vez con más manchas y dando cada vez mayores gritos, hasta que ya alcanzaba desde el suelo hasta el techo y abultaba de una pared a otra, y entonces, sería la una de la madrugada, estalló con una sonora explosión. Los blancos e impolutos caballos, asustados por el estallido, rompieron sus bridas, enloquecieron y arrollaron a todos cuantos se les cruzaron por delante (empezando por la familia del herrero que hacía las limas para afilar sus dientes) hasta matarlos a todos para después huir a galope tendido.

Escuché esta leyenda cientos de veces durante mi tierna juventud, y en cada ocasión que lo hice me sentí tentado a levantarme de la cama, mirar a hurtadillas por la ventana del capitán, como lo hiciera la gemela morena, volver a su casa fatídica y contemplarle agonizando, azul y lleno de manchas y dando gritos, mientras se hinchaba hasta llenar toda la habitación.

La joven que me dio a conocer la historia del Capitán Asesino parecía sentir un disfrute perverso observando cómo me invadía el terror. Recuerdo que solía comenzar su relato con un rasgueo de garras en el aire con ambas manos, a modo de obertura introductoria, tras lo cual profería un prolongado y espeluznante alarido. Tal era la angustia que me causaba con aquella ceremonia, que ella combinaba con la historia del terrible Capitán, que en ocasiones me sorprendía ansiando ser lo bastante fuerte y lo bastante mayor como para volver a escuchar la historia de nuevo. Ella jamás me ahorró ni una coma del relato y, es más, me conminaba a beber de aquel terrible cáliz como la única protección conocida por la ciencia contra el fatídico «Gato Negro», un extraño felino de mirada feroz y aspecto sobrenatural, de quien se creía que merodeaba por el mundo de noche, dejando a los niños sin respiración y que tenía (según se me dio a entender) un ansia especial por mi persona.

Aquella narradora —espero que mi deuda con ella en asuntos de pesadillas y sudores se halla visto reparada— reaparece en mi memoria transmutada en la hija de un carpintero de barcos. Su nombre era Piedad, aunque conmigo no tuvo ni la más mínima. He de decir que hay un cierto sabor de astillero en la siguiente historia que voy a contar. Siempre la he asociado a las pastillas de clorato de mercurio, pues me era narrada en las tristes noches en que me hallaba decaído por los efectos de esa medicina.

Existió una vez un carpintero de barcos cuyo nombre era Chips. Trabajaba en un astillero público. El nombre de su padre era Chips y el nombre del padre de éste era también Chips; todos en la familia se llamaban Chips. Chips el padre se había vendido al Diablo por una tetera de hierro, un puñado de clavos de a diez peniques, media tonelada de cobre y una rata que podía hablar; y Chips el abuelo se había vendido al Diablo por una tetera de hierro, un puñado de clavos de a diez peniques, media tonelada de cobre y una rata que podía hablar; y Chips el bisabuelo se había vendido asimismo bajo los mismos términos y condiciones. Así que el susodicho pacto diabólico se había venido celebrando en la familia desde hacía mucho, mucho tiempo. Un día, cuando el joven Chips estaba trabajando dentro de la oscura bodega de un viejo barco del setenta y cuatro, previamente izado para su reparación, se le presentó el Diablo en persona y le dijo:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

(No sé por qué, pero el hecho de que el Diablo se expresara en lenguaje rimado me resultaba algo particularmente agobiante).

Chips alzó la vista al oír esas palabras y allí, delante de él, vio al Diablo en persona, con ojos como platos que bizqueaban de forma exagerada y que lanzaban continuos destellos de fuego azul. Cuando parpadeaba, los chorros de chispas azules le salían de los ojos, y las pestañas hacían un estrépito como de pedernal y metales friccionándose. Colgando de uno de sus brazos llevaba la tetera de hierro, bajo su otro brazo había media tonelada de cobre, y sentada sobre uno de sus hombros portaba una rata que podía hablar. Así que el Diablo dijo otra vez:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

(El invariable efecto de esta alarmante tautología por parte del Espíritu del Mal solía privarme de mis sentidos por un rato).

Chips no dijo ni una palabra, y continuó su tarea.

—¿Qué es lo que haces, Chips? —preguntó la rata que podía hablar.

—Estoy colocando unas planchas nuevas ahí donde tú y tus compañeras habéis roído las que había —dijo Chips.

—Volveremos a comérnoslas —añadió la rata que podía hablar—, y dejaremos que entre el agua y ahogaremos a toda la tripulación, y nos la comeremos también.

Siendo Chips sólo un carpintero y no un marinero de un buque de guerra, respondió:

—Adelante con ello.

Sin embargo no podía apartar su vista de la media tonelada de cobre y del puñado de clavos de a diez peniques, puesto que los clavos y el cobre son los compañeros inseparables de un carpintero de barcos, y todos los del oficio están deseando hacerse con ellos siempre que pueden. El Diablo, dándose cuenta, le dijo:

—Ya veo lo que estás mirando, Chips. Deberías aceptar el pacto. Conoces las condiciones. Tu padre antes que tú, así como tu abuelo y tu bisabuelo antes que él estaban bien familiarizados con ellas.

Chips replicó:

—Aceptaría el cobre y los clavos, y no me importaría quedarme con la tetera, pero la rata… La rata no me gusta.

El Diablo, enojado, exclamó:

—¡No puedes quedarte el metal si no aceptas también la rata…! Y además, es una rareza. En fin, ahí te quedas.

Chips, temiendo perder el puñado de clavos y la media tonelada de cobre, gritó:

—¡Dámelos, dámelos!

Así que al final se quedó el cobre y los clavos y la tetera y la rata, y el Diablo se fue tal como vino. Chips vendió entonces el cobre y los clavos, y habría vendido la tetera si no hubiera sido porque cada vez que se la ofrecía a alguien, la rata se metía dentro y los comerciantes la soltaban presa de una gran histeria y no querían saber nada del trato. En vista de ello, Chips resolvió matar a la rata.

Un día estaba trabajando en el astillero junto a un gran hervidor lleno de brea ardiente. A su lado tenía la tetera con la rata; entonces trasvasó la brea hirviendo a la tetera y la llenó hasta el borde. Procuró no quitarle ojo hasta que se enfrió y se solidificó; dejó que reposase durante veinte días y después volvió a calentar la brea y la vertió en el hervidor, tras lo cual sumergió la tetera en agua durante otros veinte días más y a continuación se la dio a los de la fundición para que la metiesen en el horno otros veinte días, al cabo de los cuales se la devolvieron al rojo vivo, que más bien parecía cristal fundido en vez de hierro… Pero comprobó, desolado, que la rata seguía allí, igual que al principio. La rata miró a Chips, y le espetó, con voz burlona:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

(Había estado esperando, con terror indescriptible, a que alguien volviese a contar el dichoso chascarrillo).

En ese momento Chips tuvo la certeza de que no podría separase jamás de la rata, y ésta, como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Me pegaré a ti… ¡como la brea!

Al decir esto, la rata dio un salto fuera de la tetera y Chips albergó la esperanza de que el bicho no cumpliese su palabra; pero algo terrible sucedió al día siguiente. Cuando llegó la hora de la cena y sonó la campana del muelle que anunciaba el final de la jornada, Chips se metió la regla en el bolsillo lateral de sus pantalones. Y dentro se encontró a la rata; si bien no era la misma rata del principio, sino otra rata. Al irse a poner su sombrero encontró otra dentro; y otra en el pañuelo de su bolsillo; y dio con otras dos más en las mangas de su abrigo cuando se lo puso para salir a cenar. Desde entonces se acostumbró a que todas las ratas del astillero le treparan por las piernas mientras trabajaba y se sentaran sobre sus herramientas mientras las utilizaba. Eran ratas parlanchinas, iguales que la primera, y hablaban las unas con las otras, y él entendía lo que se decían. Se adueñaron de su dormitorio, se le metieron dentro de la cama, y anidaron en la tetera, dentro de la cerveza y hasta se encontró unas cuantas en las botas. Iba a casarse con la hija de un tratante de cereales, y al ir a entregarle un costurero que él mismo le había fabricado, una rata saltó fuera de él y le pegó a la prometida un susto de muerte; y cuando, al intentar consolarla, fue a pasarle el brazo alrededor de la cintura, otra rata se le descolgó por el brazo. Naturalmente, tuvieron que suspender el matrimonio, a pesar de que ya se habían hecho las amonestaciones dos veces, como bien atestiguará el sacristán, quien, al darle al párroco el libro en la segunda ocasión, siempre recordaría cómo una rata grande y gorda, que salió de quién sabe dónde, empezó a corretear sobre una de las hojas. (A estas alturas del relato, ya notaba cómo me recorría la espalda literalmente una cascada de ratas. Desde entonces, a ratos me he sentido morbosamente atemorizado de explorar mis propios bolsillos, convencido de que, rebuscando en ellos, daría sin duda con algún ejemplar o dos de esas alimañas).

Tal vez piensen ustedes que aquello era bastante terrible para Chips, pero, a pesar de todo, no era lo peor que le pasaba. Él sabía además lo que hacían las ratas dondequiera que estuviesen. A veces, inopinadamente, rompía a llorar cuando estaba en la cantina por la noche.

—¡Oh! —decía—. ¡Expulsad a las ratas del cementerio de convictos! ¡No dejéis que hagan eso!

O bien:

—¡Hay una en el queso, en el piso de abajo!

O también:

—¡Hay un par de ellas olisqueando al bebé en el desván!

Y otras cosas por el estilo. Finalmente se volvió loco y perdió su empleo en el astillero y no pudo encontrar otro trabajo. Sin embargo, el rey Jorge andaba necesitado de hombres y en poco tiempo Chips se vio empleado como marinero. Una tarde le llevaron en un bote a su barco, fondeado en Spithead, y que estaba listo para zarpar. La primera cosa que le vino a la cabeza al verlo fue el mascarón de proa del viejo navío del setenta y cuatro en el que se le apareció el Diablo. El barco se llamaba El Argonauta. Pasaron remando justo bajo la proa donde estaba el mascarón. Este representaba a un hombre con un vellocino en las manos y que llevaba puesto un manto azul mientras miraba hacia alta mar. Sentada sobre su frente, observándole, se encontraba la rata parlanchina.

¡Chips a la vista! ¡Eh, viejo! ¡Nos zamparemos las tablas, la tripulación se ahogará y entonces nos la zamparemos también, enterita!

(Al llegar a este pasaje del relato me sentía desfallecer, y sin dudarlo habría pedido un vaso agua de no ser porque ya estaba sin habla).

El barco se dirigía a las Indias («si ignoras dónde están, ya deberías saberlo; y si no, no irás nunca al Cielo». Aquella mujer me hizo sentir que mi condena en el futuro era segura). Tal como estaba previsto, el buque zarpó aquella misma noche y navegó y navegó sin parar en dirección a su destino. Chips se sentía fatal. Sin duda, nunca se había sentido tan aterrorizado. Un día, por fin, pidió permiso para hablar con el Almirante. Al llegar junto al oficial, en el gran camarote que éste ocupaba, Chips se postró de rodillas.

—Señoría, por su honor y sin pérdida de tiempo, haga regresar el barco a la costa más cercana. ¡Este buque está maldito y su nombre es Ataúd!

—Joven, he de decir que sus palabras parecen más bien las de un loco.

—No, señoría, ¡ellas están royendo y royendo ahora mismo!

—¿Ellas? ¿A quién se refiere?

—A las ratas, su señoría. ¡Sólo quedarán agujeros y polvo donde ahora hay tablas de roble macizo! ¡Las ratas están cavando una tumba para cada hombre que está a bordo! ¡Ay! ¿Quiere su señoría volver a ver a su mujer y a sus preciosos hijos?

—Puede usted estar seguro de ello.

—Entonces, ¡por Dios todopoderoso, ponga rumbo al puerto más cercano! En este momento las ratas han parado de roer y le están observando a usted atentamente, con sus dientes desnudos, y se dicen entre ellas que jamás de los jamases volverá usted a ver a su familia.

—Mi pobre amigo, el suyo es un caso clínico. ¡Centinela, ocúpese de este hombre!

Así se lo llevaron, y le sometieron a sangrías, y le trataron con ampollas. Estuvo así durante seis días enteros con sus noches. Transcurrido ese tiempo, Chips pidió de nuevo permiso para hablar con el Almirante y éste volvió a acceder a recibirlo. Se arrodilló de nuevo en el gran camarote.

—Bien, Almirante, créame, ¡usted morirá! ¡No ha hecho caso de mis advertencias, y en consecuencia tiene que morir! Las ratas nunca se equivocan en sus cálculos. Me han dicho que a medianoche habrán atravesado ya el casco del barco. Así que vaya acostumbrándose a la idea: ¡morirá…! ¡Y yo también moriré, y todos los demás lo harán!

A las doce en punto se informó de que se había abierto una gran vía de agua en el navío. Un torrente imparable inundó el casco y nada pudo detenerlo. Se ahogaron todos y cada uno de los ocupantes del barco. Los restos de Chips —lo que dejaron las ratas, ratas de agua— flotaron hasta la orilla; sentada sobre su cadáver medio devorado navegaba una inmensa rata de tamaño descomunal, que se reía como una loca. Cuando el cuerpo arribó a la playa, la rata se sumergió en el mar para no volver a salir nunca más. En los alrededores había una gran cantidad de algas. Si se cogen diecisiete de esas algas, se secan y se echan al fuego, sonarán con toda claridad estas diecisiete palabras:

¡La limonada es para el estío,

el astillero para el navío,

y algún día Chips será mío!

La misma muchacha que me contaba estos cuentos —posiblemente surgida de entre aquellas antiguas brasas terribles, que parecían haber existido con el único propósito de atribular las mentes de los hombres cuando empiezan a investigar los lenguajes—, hacía un constante alarde que me obligó en gran medida a regresar a numerosos lugares espantosos cuya visita yo habría evitado por todos los medios. Pretendía convencerme de que todas aquellas historias de fantasmas habían tenido como protagonistas a sus propios parientes. El respeto debido hacia tan meritoria familia, por tanto, me impedía dudar de sus relatos, que en mi mente adquirían un tono de autenticidad que perjudicó de por vida mi digestión.

Otra de sus narraciones trataba sobre un animal sobrenatural, una criatura que era el mismísimo presagio de la muerte, y que se le apareció en plena calle a una moza de servicio que «iba a buscar cerveza» para la cena. Al principio —ahora que lo recuerdo— la fiera se manifestaba bajo la guisa de un perro negrísimo que poco a poco se iba elevando sobre sus patas traseras y se iba hinchando hasta convertirse en un ser cuadrúpedo de sorprendente parecido a un hipopótamo, a cuya aparición yo apenas si podía dar crédito (no porque lo juzgase improbable, sino porque la criatura me parecía demasiado grande como para poder darle carta de naturaleza). Si bien Piedad, con su orgullo herido, replicó que la moza en cuestión era su propia cuñada en persona, así que yo sentí que no me quedaba otra alternativa que la de resignarme a aceptar aquel fenómeno zoológico como cierto.

Otra de sus historias, lo recuerdo bien, tenía como protagonista a una joven aparecida que salía de una urna de cristal y embrujaba a otra muchacha, a la que pedía que recuperase sus propios huesos (¡pensar que se preocupaba tanto por sus restos mortales, Dios mío!) y los metiese en la urna de cristal. Luego le exigía que los inhumase en cierto lugar que ella le indicaba, con toda la solemnidad y el boato que pudiesen comprar veinticuatro libras y diez chelines.

Personalmente, recuerdo que solía poner en duda aquella narración en concreto, porque, aunque en casa teníamos unas cuantas urnas de cristal, y puesto que yo no estaba seguro del todo de poder librarme, si se me hubiera presentado el caso, de una aparecida que me exigiese un entierro que costase veinticuatro libras y diez chelines, ¿cómo iba a permitírselo alguien como yo, cuya paga semanal ascendía a dos míseros peniques? Pero mi despiadada niñera, previendo mis objeciones, me quitaba de golpe la alfombra sobre la que se asentaban mis inocentes pies, y me informaba, imprimiendo a su voz un matiz de gran misterio, que la otra joven, aquélla a quien se había hecho el terrible encargo del que hablaba la historia, no era otra que ella misma. Ante tal revelación, comprenderán ustedes que yo no fuera capaz de dudar de sus palabras. No era posible, sencillamente.

Estos son algunos de los viajes que, contra mi voluntad, me vi forzado a emprender cuando era muy joven y adolecía, por tanto, de gran capacidad de discernimiento. Viajes que no me aportaron nada bueno y que, ahora que me detengo a pensar en ello, no se produjeron hace tanto tiempo, dado que no hace mucho se me pidió que volviese, una vez más, a realizar alguno de ellos, siempre con imperturbable semblante.

 


 EL NIÑO QUE SOÑÓ CON UNA ESTRELLA

Érase una vez un niño que había salido a dar un largo paseo mientras pensaba en muchas cosas. Tenía una hermana, pequeña, como él, que le acompañaba siempre. Los dos juntos solían maravillarse todo el tiempo. Se asombraban de la belleza de las flores, de lo elevado y lo azul del cielo, de la profundidad de las aguas brillantes; y se maravillaban de la bondad y del poder de Dios que había creado aquel precioso mundo.

A veces se planteaban el uno al otro: «Suponiendo que todos los niños del mundo se muriesen, ¿se entristecerían las flores, el agua y el cielo?». Ellos creían que sí, pues, según decían, los brotes de las plantas eran como los niños de las flores; y los arroyuelos juguetones que brincaban colina abajo eran como los niños del agua; y los brillantes puntitos diminutos que jugaban toda la noche al escondite en el cielo debían de ser, seguramente, como los niños de las estrellas; y todos ellos se pondrían muy tristes si no volviesen a ver nunca más a sus amiguitos, los niños de los hombres.

Había una estrella clara y brillante que aparecía en el cielo antes que las demás, cerca de la aguja de la torre de la iglesia, sobre las tumbas del cementerio. Era más grande y más bella, pensaban los hermanos, que las otras; y cada noche los dos esperaban cogidos de la mano a que la estrellita apareciese junto a la ventana. El que la avistaba primero gritaba: «¡Ya veo la estrella!». A menudo lo hacían a la vez, pues sabían bien cuándo solía salir y por dónde. Y así, crecieron siendo tan amigos de ella que, antes de acostarse en sus camitas, volvían a asomarse otra vez para desearle buenas noches, y cuando se volvían para dormir decían: «¡Dios bendiga a la estrella!».

Sin embargo, siendo aún muy, muy pequeña, la hermana cayó enferma, y se quedó tan débil que ya no podía levantarse para quedarse junto a la ventana cada noche con su hermano; y cuando el niño, que se levantaba solo y miraba triste hacia fuera, veía por fin salir la estrella, se volvía y le decía a la enfermita de rostro descolorido que estaba en la cama: «¡Veo la estrella!», y entonces ella sonreía y dejaba escapar con una débil vocecilla: «¡Dios bendiga a mi hermano y a la estrella!».

Muy pronto el niño se encontró mirando él solo por la ventana, y no había una carita en la cama, aunque sí, en cambio, una pequeña tumba, que antes no estaba allí, y que estaba rodeada de muchas otras; y cuando la estrella enviaba sus alargados destellos hacia la tierra, él los veía velados a través de sus lágrimas.

Aquellos rayos eran tan brillantes y parecían señalar un camino tan fulgurante desde la tierra hasta el Cielo, que cuando el niño volvía a su solitaria cama soñaba con la estrella, y ésta le mandaba destellos.

Soñaba que, desde donde estaba acostado, podía contemplar una procesión de personas que unos ángeles conducían por aquella reluciente senda. Y la estrella, abriéndose del todo, le mostraba un mundo de luz en el que otros muchos ángeles les aguardaban para recibirlos.

Todos esos ángeles que esperaban volvían sus ojos refulgentes hacia las personas que eran guiadas hasta la estrella; y algunos se salían de las largas filas por las que eran conducidos y se lanzaban a los cuellos de la gente, besándoles con ternura, y se marchaban con ellos por avenidas luminosas, y eran tan felices juntos que el niño, tendido en su cama, lloraba de alegría.

Aunque había algunos ángeles que no se marchaban en compañía de nadie, y entre aquéllos, una cara que él reconocía: la cara de la enfermita que una vez había estado allí, en la cama, y que estaba ahora toda embellecida y radiante, aunque su corazón la encontró entre todos los que recibían a los demás.

El ángel de su hermana se demoraba cerca de la entrada a la estrella y le preguntaba a quien estuviera a cargo de organizar la fila: «¿Habéis visto a mi hermano?».

Y ellos le respondían: «No».

Ella ya se volvía cuando su hermano extendía los brazos y la llamaba: «¡Oh, hermanita! ¡Estoy aquí! ¡Llévame!». Y entonces ella se volvía, y le iluminaba con su mirada, y se hacía de noche, y la estrella brillaba en la habitación, enviándole largos destellos, mientras él la miraba entre lágrimas. Desde entonces, el niño miraba hacia la estrella como al hogar al que iría cuando llegase su hora, y pensaba que ya no pertenecía solo a la tierra sino también a la estrella adonde el ángel de su hermana había viajado antes que él.

Y nació un bebé que habría de ser el hermanito del niño, y siendo tan pequeño que aún ni siquiera hablaba, cayó de su cama y falleció.

Volvió el niño a soñar con la estrella abierta y con la compañía de los ángeles con sus ojos relucientes vueltos hacia las caras de las personas.

Preguntó el ángel de su hermana al encargado: «¿Va a venir mi hermano?».

Y éste le respondía: «No, ése no. Pero vendrá otro hermanito».

Mientras el niño contemplaba al ángel de su hermano acurrucado en los brazos de ella, gritaba: «¡Oh, hermanita, estoy aquí! ¡Llévame contigo!».

Y ella se volvía y le sonreía, y la estrella brillaba.

El niño creció hasta convertirse en un apuesto joven. Se hallaba un día ocupado con sus libros cuando un criado llegó y le dijo: «Su madre ha fallecido. Traigo sus bendiciones para su querido hijo».

De nuevo vio la estrella por la noche y a toda aquella compañía. Preguntaba el ángel de su hermana a quien estaba al cargo: «¿Viene mi hermano?».

Y le decían: «No, es tu madre».

Un poderoso grito de alegría atravesó la estrella cuando la madre se reunió con sus dos hijos. Y el muchacho extendía los brazos, llamando: «¡Oh, madre, hermanos, aquí estoy! ¡Llevadme con vosotros!».

Ellos le respondían: «Todavía no», y la estrella brillaba.

El joven se hizo un hombre y su pelo empezó a encanecer. Estaba un día sentado junto al fuego, apesadumbrado y con el rostro surcado por el llanto, cuando la estrella se abrió una vez más.

Preguntó el ángel de su hermana: «¿Viene ya mi hermano?».

Y le respondían: «No, esta vez es su querida hijita».

Y el hombre, que un día había sido niño, vio a su hija recién perdida como una criatura celestial entre aquellos tres ángeles que la circundaban, y dijo: «La cabeza de mi hija reposa sobre el pecho de mi hermana, y su brazo está alrededor del cuello de mi madre y a sus pies se encuentra aquel bebé de los viejos tiempos, y yo no puedo soportar separarme de ella, ¡alabado sea Dios!».

Y la estrella brillaba.

Entonces el niño se volvió anciano y su antaño suave rostro se arrugó; y sus pasos se volvieron lentos y débiles; y su espalda se encorvó. Y una noche, mientras yacía postrado en su cama rodeado de sus hijos, gritó, como ya lo hiciera tanto tiempo antes: «¡Veo la estrella!».

Ellos se susurraban entre sí: «Se está muriendo».

Les respondió: «Así es. Se me caen los años como una prenda desgastada y me dirijo hacia la estrella como un niño. Y, ¡oh, Padre mío! ¡Ahora te agradezco que se abra con tanta suavidad para encontrarme con aquéllos que me esperan!».

Y la estrella brillaba; y aún hoy sigue brillando sobre su tumba.

dickens: la historia del retratista

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LA HISTORIA DEL RETRATISTA

En estas mismas páginas fue publicado recientemente un texto cuyo título rezaba «Cuatro historias de fantasmas». La primera de esas historias narra la extraña experiencia vivida por un reconocido artista inglés, al que bautizamos como Mr H**. A la publicación de aquel relato el propio Mr H** sorprendió al editor de este diario haciéndole llegar su propia versión de los acontecimientos recogidos en el relato. Teniendo en cuenta que Mr H** nos escribió abiertamente (con su nombre completo y desde su propio estudio en Londres), y que además no nos cabía duda alguna de que se trataba de un caballero responsable, se hacía imprescindible leer su comunicado con atención. Inconscientemente, según nos decía el caballero, se había cometido una grave injusticia en la primera de las citadas «Cuatro historias de fantasmas», por lo que la reproducimos aquí íntegramente, tal como el reconocido artista nos la remitió. Por supuesto, esta publicación se hace con el beneplácito y la autorización del propio Mr H**, y él mismo se ha encargado de corregir las pruebas. Hemos descartado cualquier teoría propia en cuanto a la explicación de las partes más controvertidas de esta interesante narración, y hemos decidido hacer prevalecer la versión de Mr H**, que aquí presentamos sin comentarios introductorios. Tan sólo resta añadir que en ningún momento nadie medió entre nosotros y Mr H** en este asunto. Todo el relato es, por tanto, de primera mano. Baste decir que cuando Mr H** leyó nuestro artículo «Cuatro historias de fantasmas», nos escribió haciendo gala de una excelente franqueza y de un mejor talante: «Soy el Mr H** del que ustedes hablan; el mismo a quien se hace mención en su artículo. Desconozco cómo ha llegado a trascender mi historia, pero ésta que les mando está contada de forma correcta. Me sucedió a mí personalmente, y tal como ocurrió la cuento».

Soy pintor. Una mañana de mayo de 1858 estaba sentado en mi estudio, entregado a mis quehaceres cotidianos. A una hora más temprana que la reservada habitualmente para las visitas, recibí la de un amigo a quien había conocido en Richmond Barracks, en Dublín, haría un año o dos. Aquel individuo en concreto era capitán de la 3a Milicia de York Occidental y, por la hospitalidad con la que me recibió cuando fui su huésped en aquel regimiento, así como por la afinidad personal que surgió entre nosotros, personalmente me sentí en la obligación de ofrecer a mi visitante un adecuado refrigerio. Y de ese modo nos dieron las dos de la tarde y seguíamos bien metidos en conversación, fumando habanos y decantando un buen jerez. Sería aproximadamente entonces cuando el sonido del timbre me recordó un compromiso que tenía con una joven modelo de esbelto cuello y armonioso rostro, que se ganaba la vida posando para diversos artistas. No hallándome de humor para trabajar, convine con ella en que viniese al día siguiente con la promesa, cómo no, de remunerar su pérdida de tiempo, y así se marchó. Regresó a los cinco minutos; me pidió hablar en privado y a continuación me confió que contaba con el dinero por el posado de aquel día, y que se veía contrariada por esa necesidad; por lo que me preguntó si podría adelantarle una parte de su estipendio. No puse objeciones a ello, y la muchacha volvió a marcharse. Cerca de la calle en la que vivo, hay otra calle de nombre parecido y aquellos que no están familiarizados con mi dirección con frecuencia acaban allí por error. El camino de la modelo la condujo directamente allí y cuando llegó, se vio abordada por una dama y un caballero que le preguntaron si podía informarles de dónde estaba mi casa. Habían olvidado la dirección correcta y se habían propuesto dar conmigo preguntando a las personas con las que se encontrasen. Pocos minutos después se presentaban en la puerta de mi vivienda.

Estos nuevos visitantes me eran absolutamente desconocidos. Habían visto un retrato que yo había hecho y deseaban que les pintase a ellos y a sus hijos. El precio que fijé no les disuadió y, llegados a un acuerdo preliminar, me sugirieron que fuéramos a mi estudio a fin de elegir el estilo y el tamaño del cuadro que pensaban encargarme. Mi amigo de la 3a de York Occidental, que era alguien dotado de exquisitas maneras y de un fino humor, hizo las veces de marchante, resaltando los méritos de cada obra con unos modales que yo no me habría permitido adoptar, obligado por la falta de confianza en uno mismo que se espera de un hombre a quien se pone en el brete de hablar de su propia producción. Satisfechos por la inspección, me preguntaron si tendría inconveniente en viajar a su casa de campo para pintar los retratos. Yo no encontré objeciones a tal petición, así que acordamos una cita para el siguiente otoño. Quedé en escribirles fijando una fecha en la que podría ausentarme de la ciudad para atender su encargo. Tras aclarar aquel punto, el caballero me tendió su tarjeta y los visitantes se marcharon. También mi amigo se fue, al cabo de un rato. Cuando, ya más tranquilo, me fijé en la tarjeta que habían dejado los desconocidos, me vi contrariado por el hecho de que, aunque contenía el apellido de Mr y Mrs Kirkbeck, pues tal era su nombre, ésta no recogía ninguna dirección a la que pudiera dirigirme. Traté de dar con ella buscando en el Registro, pero tal denominación no figuraba en ningún lado, así que metí la tarjeta en mi escritorio y por un tiempo me olvidé de todo el asunto.

Y así llegó el otoño, y con él una serie de compromisos que me vi obligado a atender en el norte de Inglaterra. Hacia finales de septiembre de 1858, me encontraba, pues, asistiendo a una cena de gala en una casa solariega en los límites de los condados de Yorkshire y Lincolnshire. El hecho de que estuviese en aquella casa era puramente accidental, pues en realidad era un total desconocido para la familia. Había planeado pasar un día y una noche con un amigo que vivía cerca y que era íntimo de mis anfitriones. Mi amigo había recibido de ellos una invitación para cenar, y al coincidir ésta con el día de mi visita, les había pedido que me permitiesen acompañarle. La fiesta estaba muy concurrida; a medida que la cena iba finalizando y llegaban los postres, la conversación se animó. Aquí debería mencionar que mi oído es bastante defectuoso, unas veces oigo más y otras menos, y que aquella noche en concreto me veía aquejado de una notable sordera, tan pronunciada que la conversación sólo me llegaba bajo la forma de un estrépito constante. De todos modos, en cierto momento logré escuchar claramente una palabra, aunque ésta fue pronunciada por una persona que se encontraba a una considerable distancia de mí. La palabra era «Kirkbeck». En la vorágine de la temporada londinense, me había olvidado totalmente de aquellos visitantes que en primavera me habían dejado esa extraña tarjeta sin dirección. La coincidencia atrajo mi atención e inmediatamente recordé el trato que habíamos hecho meses atrás. En la primera oportunidad que tuve, le pregunté a la persona con la que hablaba si había en la zona alguna familia con aquel nombre en cuestión. Como respuesta se me dijo que Mr Kirkbeck vivía en la localidad de A**, en el extremo más alejado del condado. Al día siguiente escribí al caballero en cuestión diciéndole que creía que era el mismo que me había visitado en mi estudio la anterior primavera, y que habíamos llegado a un acuerdo que me había visto impedido a cumplir por no constar ninguna dirección en su tarjeta de visita; por otro lado, le comentaba que, en mi regreso desde el norte hasta Londres, me hallaría brevemente en aquella zona. Finalmente le pedía que, en caso de que me hubiera equivocado al escribirle, no se tomase la molestia de responder a mi nota. Consigné mi dirección en la lista de correos de la Estafeta de York y, tres días después, recibí una nota de Mr Kirkbeck en la que expresaba su satisfacción al tener noticias mías y me comunicaba que si tenía tiempo de visitarle a mi vuelta, dejaríamos organizado el asunto de los cuadros; también me pedía que le anunciase mi llegada con un día al menos de antelación, para así poder atender a sus compromisos. Finalmente, tras otra nota mía, convinimos en que iría a su casa al sábado siguiente y me quedaría allí hasta el siguiente lunes por la mañana. Regresaría después a Londres, para atender ciertos asuntos que tenía pendientes, y volvería dos semanas más tarde a su casa para finalmente pintar el cuadro.

El día acordado para mi visita, desayuné presto y ocupé mi plaza en el tren matutino que va de York a Londres. El tren hizo escala en Doncaster y después en el empalme de Retford, en donde tuve que apearme para tomar la línea que atraviesa Lincoln hasta la localidad de A**. Era un día frío, húmedo y brumoso; un día de lo más desapacible que yo haya conocido en Inglaterra siendo, como era, sólo el mes de octubre. No había ningún otro ocupante en el vagón aparte de mí, pero en Doncaster subió una dama. Mi asiento estaba situado junto a la puerta del vagón, en el sentido contrario a la marcha. Como se considera que ése es un asiento reservado para las damas, le ofrecí ocuparlo, imitación que la recién llegada declinó graciosamente, sentándose en la esquina opuesta y diciendo, con una voz muy agradable, que le gustaba sentir la brisa en las mejillas. Pasó los siguientes breves minutos acicalándose. Extendió el guardapolvo a un lado, se alisó la falda del vestido, estiró sus guantes y realizó esos frívolos arreglos en su plumaje que las mujeres no pueden evitar hacer antes de acomodarse en las iglesias o en otros lugares, siendo el último y mas importante de todos retirar del sombrero el velo que ocultaba sus facciones. Pude fijarme entonces en que se trataba de una dama joven, seguramente no mayor de veintidós o veintitrés años; aunque era moderadamente alta, de hechuras algo robustas y de expresión resuelta, podría haber pasado perfectamente por alguien dos o tres años más joven. Supongo que su constitución física se consideraría normal: tenía el pelo de un castaño rojizo brillante, mientras que sus ojos y sus marcadas cejas eran casi negros. El color de sus mejillas era de un pálido tono transparente que hacía destacar sus grandes y expresivos ojos, y también la decidida expresión de su boca. Observada en conjunto, resultaba más atractiva que bella en sí; había cierta profundidad y armonía en sus facciones, que, si bien no eran del todo regulares, resultaban infinitamente más agradables que si hubiesen sido modeladas siguiendo las más estrictas normas de la simetría.

No es cosa desdeñable poder disfrutar de una grata compañía con la que departir durante un monótono recorrido en un día húmedo; alguien con quien conversar y que posea la sustancia necesaria como para hacerle olvidar a uno lo extenso y tedioso del viaje. A este respecto, no tenía motivo de queja, pues la joven se reveló, decididamente, como una conversadora ciertamente agradable. Cuando se hubo instalado cómodamente a su gusto, me pidió que le permitiese echarle un vistazo a mi Bradshaw,10 y no siendo ninguna experta en tan ardua labor, requirió mi ayuda para determinar a qué hora pasaba de nuevo el tren por Bradford en su regreso desde Londres a York. La conversación giró en torno a los habituales tópicos que suelen intercambiar los viajeros. Sin embargo, y para mi sorpresa, ella la condujo hacia temas más particulares con los que me supongo se hallaba más familiarizada. De hecho, no puedo evitar destacar que sus modales, que yo diría que eran más bien discretos, correspondían a los de alguien que supiera de algún modo quién era yo, sea por conocimiento personal o por referencias. Había en su manera de comportarse una especie de confidencialidad que no suele darse entre extraños, y, a veces, parecía incluso referirse a diferentes circunstancias con las que yo había tenido relación en el pasado.

Después de tres cuartos de hora de conversación, el tren llegó a Retford, donde yo tenía que cambiar de línea. Al apearme y desearle buenos días, ella hizo un ligero movimiento con la mano como si pretendiese estrechar la mía, y al corresponder yo a su gesto, ella se despidió diciendo:

—Me atrevería a asegurar que volveremos a vernos.

—Espero, efectivamente, que volvamos a encontrarnos —le respondí yo, del modo más caballeroso que pude.

De ese modo nos separamos; ella partió camino a Londres y yo tomé la línea que atraviesa el condado de Lincolnshire y que llega a A**. El resto del viaje se me hizo horrendamente frío, húmedo y gris. Echaba de menos la agradable charla que había tenido con aquella dama, y traté de suplirla leyendo un libro que llevaba conmigo, y luego el diario The Times, que me había procurado en Retford. Sin embargo, hasta los recorridos más desagradables tienen un final, y el mío concluyó poco antes de las cinco y media de la tarde. El cochero que me aguardaba en la estación me dijo que también se esperaba la llegada de Mr Kirkbeck, que venía en el mismo tren. Sin embargo, como el caballero finalmente no apareció, el cochero decidió, conforme a las instrucciones que había recibido previamente de él, llevarme sólo a mí y volver media hora más tarde a buscar a su amo.

Cuando llegué, la familia estaba todavía ausente, por diversos quehaceres. Me informaron de que la cena sería servida a las siete, y yo me dirigí a mi habitación para deshacer el equipaje y vestirme adecuadamente. Tras completar estas operaciones, bajé a la sala de estar. Probablemente aún quedaba un rato hasta la hora de la cena, ya que las lámparas no estaban encendidas todavía; en su lugar, un fuego llameante arrojaba un chorro de luz sobre cada rincón de la habitación, y más específicamente sobre una dama que, vestida de un negro riguroso, esperaba de pie junto a la chimenea calentándose uno de sus esbeltos pies al borde del guardafuego. Al estar con la cara vuelta hacia el lado opuesto de la puerta por la que yo había entrado, no pude distinguir sus rasgos en un primer momento. De todos modos, conforme fui avanzando hacia el centro de la sala, la dama retiró inmediatamente el pie del calor de la chimenea y se volvió para dirigirse a mí. Cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que no era otra sino mi compañera de trayecto en el tren.

Si sintió algún tipo de perplejidad al verme allí, no la dejó traslucir; bien al contrario, con uno de esos gestos joviales que hacen que hasta la mujer más simple parezca bella, me acogió recordándome su antigua predicción:

—Ya le dije que volveríamos a vernos.

En aquel momento, el propio desconcierto de encontrarla en la misma casa en la que yo me alojaba me impidió articular palabra alguna. No sabía en qué ferrocarril, o por qué medios podría haber llegado hasta la casa. Estaba seguro de haberla dejado en el tren que se dirigía a Londres; yo mismo la había visto partir con mis propios ojos. La única manera posible de llegar hasta allí, cavilé, era siguiendo hasta Peterborough y regresando por un ramal secundario hasta A**. Es decir, recorriendo una ruta de unas noventa millas. En cuanto la sorpresa me permitió recuperar el habla, le dije que, de haber sabido adonde se dirigía, me habría encantado acompañarla en su viaje.

—Eso habría sido algo difícil —repuso.

Justo entonces apareció el criado con las lámparas y me informó de que su amo acababa de llegar y bajaría en unos minutos.

La joven tomó entonces de una estantería un libro de grabados y, extrayendo uno de ellos (un retrato de Lady **), me pidió que lo mirase bien y le dijese si encontraba algún parecido con ella.

Estaba enfrascado en el dibujo, tratando de formarme una opinión respecto a lo que la dama me había preguntado, cuando aparecieron los Kirkbeck. Ambos me estrecharon la mano efusivamente entre disculpas por no hallarse en casa para recibirme. El caballero concluyó su bienvenida pidiéndome que acompañase a la señora Kirkbeck hasta la mesa.

Con la señora de la casa cogida de mi brazo, pasamos al comedor. Ciertamente dudé un instante si cederle el paso primero al señor Kirkbeck, que caminaba junto a la misteriosa dama de negro, pero el señor Kirkbeck no pareció entender mi gesto y finalmente entramos todos a un tiempo. Como éramos sólo cuatro comensales, nos acomodamos sin problemas; nuestros anfitriones en los extremos de la mesa y la dama de negro y yo a cada uno de los lados. La cena transcurrió según lo habitual en tales circunstancias. Siendo yo el invitado, dirigí mi conversación principalmente, si no en exclusiva, hacia mi anfitrión y mi anfitriona. No puedo recordar, ahora que lo pienso, que nadie se dirigiese a la dama sentada frente a mí. Viendo esto y rememorando algo que se asemejaba a una ligera llamada de atención hacia ella al entrar al comedor, saqué la conclusión de que debía de tratarse de una especie de gobernanta, o algo así. Observé, eso sí, que cenó magníficamente; degustó la ternera y la empanada y acabó dando cuenta de un generoso vaso de clarete. Probablemente no había almorzado, pensé, o quizás el viaje le había abierto el apetito.

La cena concluyó, las señoras se retiraron y, tras el correspondiente oporto, el señor Kirkbeck y yo nos volvimos a reunir con ellas en la sala de estar. Para entonces la reunión se había ampliado. Fui presentado a varios hermanos y cuñadas que habían acudido desde sus respectivas residencias en el vecindario, y también a varios niños, acompañados de su institutriz, Miss Hardwick. Caí en la cuenta de que mis presunciones sobre la dama de negro estaban erradas. Tras ocupar el tiempo preciso en saludar a los niños y a las distintas personas que me habían sido presentadas, me encontré de nuevo departiendo con la misteriosa dama del tren. Nuestra conversación de la tarde se había ceñido principalmente a los retratos, y ella lo retomó en cuanto tuvo oportunidad:

—¿Cree usted que podría pintar mi retrato? —inquirió.

—Sí. Creo que podría, si se me diese la oportunidad, naturalmente.

—De acuerdo, pues fíjese bien en mi cara. ¿Cree usted que podría recordar mis rasgos si se lo propusiera?

—Si, estoy seguro de que nunca olvidaría sus facciones.

—Esperaba que dijese algo así. Pero ¿cree que podría retratarme de memoria?

—Bueno, si es necesario lo intentaré; aunque, ¿no cree que sería mejor que posara alguna vez para mí?

—No, eso es del todo imposible. No puede ser. Casi todos dicen que el grabado que le mostré antes de la cena guarda un gran parecido conmigo. ¿Está usted de acuerdo?

—Permítame disentir —respondí—. No tiene en absoluto su expresión. Si pudiese posar para mí, aunque sólo fuese una vez, sería mejor que nada.

—No, no lo veo posible.

Para entonces la noche estaba ya bastante avanzada y se habían encendido las luces de los dormitorios. La dama de negro declaró que se encontraba muy cansada, estrechó mi mano sentidamente y me deseó buenas noches. El misterio que rodeaba a aquella mujer me dio bastante en qué pensar durante la noche. Nadie me la había presentado; no la vi hablar con nadie durante toda la velada, ni siquiera para dar las buenas noches cuando se marchó… Seguía sin explicarme cómo había logrado cruzar la región con tal rapidez. Además, ¿por qué diablos quería que la pintase de memoria? ¿No sería mejor que posase directamente para mí? En vista de lo difícil que resultaría resolver todas estas cuestiones, decidí posponer ulteriores consideraciones hasta la hora del desayuno, cuando suponía que el asunto se aclararía por sí solo.

Cuando bajé, a la mañana siguiente, encontré servido el desayuno, pero no hallé a la dama vestida de negro. Terminada la colación, marchamos juntos a la iglesia, luego volvimos para el almuerzo, y así transcurrió el día; pero seguía sin haber señales de la dama ni nadie hizo referencia alguna a ella. Entonces llegué a la conclusión de que debía de tratarse de alguna pariente y de que habría partido temprano para visitar a algún otro miembro de la familia de los muchos que vivían por allí cerca. Aun así, estaba bastante desconcertado por el hecho de que no se la mencionase en absoluto; no hallando la oportunidad de guiar mi conversación con los familiares hacia ese tema, me fui a dormir aquella segunda noche más confuso todavía que la primera. Al llegar el criado por la mañana, me aventuré a preguntarle por el nombre de la dama que había cenado con nosotros la noche del sábado. Su respuesta me dejó anonadado:

—¿Una dama, señor? No había ninguna dama, sólo la señora Kirkbeck, señor.

—Sí, me refiero a la dama que estuvo sentada frente a mí. Iba vestida de negro.

—¿Tal vez se refiere a Miss Hardwick, nuestra ama de llaves, señor?

—No, no es Miss Hardwick; ella bajó más tarde.

—Pues yo no vi a ninguna otra dama, señor.

—¡Oh sí, caramba, la dama vestida de negro que se encontraba en la sala de estar cuando yo llegué antes de que el señor Kirkbeck volviese a casa!

El hombre me miró con cara de sorpresa, como si albergase serias dudas acerca de mi salud mental. Entonces se limitó a responder:

—Le aseguro que no he visto a ninguna dama como la que usted describe, señor.

Y dicho esto se retiró.

El misterio se presentaba ahora más impenetrable aun si cabe. Reflexioné sobre él desde todos los puntos de vista sin llegar a encontrar ninguna explicación. Tenía que coger mi tren hacia Londres, así que desayuné temprano y no tuve tiempo más que para hablar del asunto que me había llevado hasta allí; de ese modo, tras acordar que volvería a las tres semanas para pintar los retratos, me despedí y partí hacia la ciudad.

Sólo me referiré a mi segunda visita a aquella casa para dejar sentado que tanto el señor como la señora Kirkbeck me aseguraron del modo más tajante que en la cena de aquel sábado en concreto no hubo un cuarto comensal. Su recuerdo al respecto era nítido, pues incluso habían considerado decirle a Miss Hardwick, el ama de llaves, que ocupase el asiento vacío, aunque finalmente no lo hicieron. Tampoco podían recordar a nadie con esa descripción entre su círculo de conocidos.

Pasaron algunas semanas. Faltaba poco para la Navidad. Era un típico día de invierno, y la luz comenzaba a declinar en mi habitación. Recuerdo que me encontraba sentado frente a mi mesa, escribiendo algunas cartas para enviar en el correo de la tarde. Me hallaba situado de espaldas a los batientes de las puertas que daban a la salita en la que normalmente hacía esperar a mis clientes. Llevaba ya algún rato escribiendo cuando, sin saber muy bien por qué, pues nada vi ni escuché que me diera señal de ello, noté que una persona había traspasado el umbral y ahora estaba de pie observándome. Me volví y allí, junto a mí, estaba la misteriosa dama del tren. Supongo que algo en mi comportamiento debió de indicarle que me había sobresaltado, pues, tras los habituales saludos, la dama dijo:

—Perdóneme si le he molestado. Supongo que no me oyó usted entrar.

Su manera de conducirse, aunque más tranquila y suave de lo que yo recordaba, no podía calificarse de seria, ni mucho menos de triste. Había algún cambio en ella, sí, pero era como esos cambios inaprensibles que con frecuencia suelen observarse en la gente; como cuando la espontaneidad sincera de una joven inteligente se transforma en serenidad y autodominio cuando ésta se ha prometido en matrimonio o acaba de dar a luz. Me preguntó si había hecho algún intento de retratarla. Me vi obligado a confesar que no era así. Lo sintió mucho, ya que quería el retrato para entregárselo a su padre. Traía consigo un grabado —un retrato de Lady M** A**—, pensando que me sería de ayuda. Era muy parecido a aquél sobre el que pidió mi opinión en la casa de Lincolnshire. Me insistió en que siempre le habían dicho que el parecido era asombroso, y que por eso quería dejármelo. Entonces, posando su mano firmemente sobre mi brazo, añadió:

—Le estaría realmente de lo más agradecida si lo pintase —y, si mi memoria no me traiciona, recuerdo que añadió—: pues de ello dependen muchas cosas.

Viendo su insistencia, tomé mi cuaderno de apuntes y, a la escasa luz que aún quedaba, comencé a ensayar con carboncillo un somero bosquejo de su perfil. De todos modos, al verme hacer esto, lejos de prestarme su ayuda en lo posible, se volvió simulando que miraba a los cuadros que había por la habitación, pasando ocasionalmente de uno a otro y permitiéndome así captar sus rasgos de modo fugaz. Apenas conseguí dibujar dos apresurados bosquejos, aun así bastante expresivos. En vista de que la débil luz no me permitía ya continuar, cerré mi cuaderno y ella se dispuso a marcharse. Aquella vez, en lugar del habitual «buenas noches», me dedicó un expresivo «adiós», al tiempo que sostenía mi mano con más fuerza que si la estuviese estrechando. La acompañé hasta la puerta y, al cruzarla, dio la impresión de que se fundía con la oscuridad exterior; aunque supongo que fue cosa de mi imaginación.

Enseguida pedí cuentas a la criada de por qué no me había sido anunciada la visita de la dama. Dijo no saber nada de ninguna visita, y que si alguien había entrado, debió de haberlo hecho aprovechando que ella había dejado la puerta abierta media hora antes, cuando tuvo que salir a un breve recado.

Pocos días después de que esto sucediese, tenía yo que acudir a una cita en una casa situada cerca de Bosworth Field, en Leicestershire. Salí de la ciudad un viernes. Una semana antes había enviado, en un tren de carga, algunos cuadros que resultaban demasiado grandes para que pudiera llevarlos yo mismo, con el fin de que estuviesen allí a mi llegada. De todas formas, al llegar a la casa me encontré con que nadie sabía nada de los mismos, y al preguntar en la estación, me informaron de que una caja como la que yo describía había pasado en el tren y había seguido de camino a Leicester. Al ser viernes y haber pasado ya la hora del correo, no había posibilidad ninguna de enviar un aviso a Leicester hasta el siguiente lunes por la mañana, pues la oficina de equipajes permanecía cerrada durante el domingo. En consecuencia, no podía contar con recuperar las pinturas antes del martes o del miércoles. La pérdida de tres días suponía un perjuicio considerable para mí, así que, con el fin de evitar males mayores, le sugerí a mi anfitrión que partiría de inmediato para resolver algunos asuntos en South Staffordshire, pues me veía obligado a atenderlos antes de regresar a la ciudad, aprovechando así el intervalo que se me presentaba y ahorrándome algo de tiempo al concluir mi visita en su casa. Este arreglo contó con su aprobación, así que salí a toda prisa hacia la estación de Atherstone en el ferrocarril de Trent Valley. Por las referencias que figuraban en el Bradshaw, vi que mi ruta se extendía a través de Litchfield, en donde debía hacer trasbordo hacia S**, en Staffordshire. Llegué justo a tiempo de tomar el tren que me dejaría en Litchfield a las ocho de la noche. Según anunciaba la guía, había un tren que salía desde allí hacia S** a las ocho y diez (deduje que como enlace con aquella línea en la que yo estaba a punto de viajar). Por lo tanto, no había motivos que me hiciesen dudar de que aquella misma noche podría completar mi trayecto. Sin embargo, al llegar a Litchfield mis planes se frustraron completamente. El tren llegó puntual y yo salí con la intención de esperar en el andén la llegada de los vagones del otro servicio. Me di cuenta entonces de que, aunque ambas líneas pasaban por Litchfield, la estación donde paraba el ferrocarril de Trent Valley, en el que yo había llegado, estaba justamente en el lado opuesto de la ciudad en donde se encontraba el apeadero de la línea de South Staffordshire. También descubrí que ya no había tiempo de llegar a la otra estación para coger el tren aquella misma noche; de hecho, aquel tren acababa de pasar justamente bajo mis pies por una vía inferior, y llegar hasta la otra punta de la ciudad, en donde sólo se detendría dos minutos, quedaba totalmente descartado. No tuve más remedio, pues, que buscar alojamiento para aquella noche en el Swan Hotel. Me disgusta especialmente tener que pasar, siquiera una velada, en un hotel de provincias. En esos lugares es imposible cenar de modo pasable; prefiero prescindir de la comida que tener que cenar algo que no me apetece. Nunca tienen un mísero libro para entretenerse mientras se cena, y los periódicos locales carecen de interés para mí. Ya me había leído el Times de cabo a rabo durante el trayecto del tren que me había llevado allí. Además, no suelo congeniar con el tipo de gente que uno encuentra en estos lugares, que no suelo frecuentar. Bajo tales circunstancias, generalmente me limito a tomar un té a fin de que el tiempo pase lo más rápido posible, y luego a atender la correspondencia atrasada.

He de añadir que nunca antes había estado en Litchfield. Mientras esperaba a que me subieran el té, caí en la cuenta de que en dos ocasiones durante los últimos seis meses había estado a punto de ir a parar a aquel mismo lugar: una vez porque tenía que realizar un pequeño encargo para un viejo conocido que vivía allí; y la otra para comprar los materiales de un cuadro que me había propuesto pintar sobre un incidente de la infancia del Doctor Johnson. En ambas ocasiones habría terminado en aquella ciudad si otros asuntos no me hubiesen desviado de mi propósito y me hubieran hecho posponer el viaje de manera indefinida. Aun así, no pude evitar que me rondara la cabeza un extraño pensamiento: «¡Qué raro!», me dije. «Aquí me encuentro, en Litchfield, sin habérmelo propuesto, cuando por dos veces he desaprovechado la ocasión». Cuando terminé el té se me ocurrió que podría escribirle una nota a un viejo amigo que vivía en Cathedral Close, una calle de aquella misma ciudad, y pedirle que acudiese a mi hotel para compartir con él una o dos horas. Así que llamé a la camarera y le pregunte si conocía a un tal Mr Lute, que vivía cerca de allí.

—Sí, señor.

—¿En Cathedral Close?

—En efecto, señor.

—¿Podría hacerle llegar una nota?

—Por supuesto, señor.

Le escribí una nota diciéndole a mi amigo que me encontraba en la ciudad y que me preguntaba si podría reunirse conmigo para charlar sobre los viejos tiempos. La nota le fue llevada y, transcurridos unos veinte minutos, entró por la puerta de mi habitación un caballero de bastante buen ver, de una edad entre madura y avanzada, sosteniendo mi carta en la mano. Nada más presentarse me dijo que, al parecer, yo le había enviado una carta, y que suponía que había sido por equivocación, puesto que mi nombre le era totalmente desconocido. Comprobé al momento que no se trataba de la persona a quien yo pretendía escribir, así que me disculpé y le pregunté si es que había otro Mr Lute que viviese en Litchfield.

—No, no hay ningún otro —me respondió.

Desde luego, yo recordaba que mi amigo me había dado la dirección correcta, pues le había escrito allí varias veces. Era un apuesto joven que había heredado una hacienda tras la muerte de su tío durante una montería en Quorn. El joven del que hablo se había desposado, haría como dos años, con una dama cuyo apellido de soltera era Fairbairn.

El desconocido, con mucha calma, respondió:

—Se refiere usted, sin duda, a Mr Clyne. Vivía en Cathedral Close, lo recuerdo. Pero hace un tiempo ya que se mudó.

Aquel hombre estaba en lo cierto y, con sorpresa, exclamé:

—¡Oh, vaya! ¡Ahora caigo! Ese era el nombre, efectivamente; pero ¿qué es lo que me habrá hecho pensar en usted? Le ruego que me disculpe; escribirle adivinando su nombre inconscientemente es una de las cosas más inexplicables que jamás he hecho. Perdone la confusión…

Muy tranquilamente continuó:

—No es necesario que se disculpe. Aunque puede que esta haya sido una feliz casualidad; precisamente llevaba tiempo pensando en llamarle a usted para que nos entrevistáramos. Porque usted es el famoso pintor, ¿no es cierto? El hecho es que estaría muy interesado en que pintase el retrato de mi hija. —Y tras hacer una pausa, continuó—: ¿Sería mucho inconveniente para usted si le pido que me acompañe a mi casa?

Me encontraba en extremo sorprendido por la forma en que había conocido a aquel caballero, y por el cariz tan inesperado que habían tomado los acontecimientos. Por el momento no me hallaba en disposición de aceptar su encargo y le expuse mi situación, aclarándole que sólo contaba con un par de días para hacer el trabajo. Aun así, él insistió con tanto empeño que prometí hacer lo que me fuera posible en aquellos dos días. Tras recoger mi equipaje, le acompañé a su casa. Apenas si cruzamos palabra durante el camino, aunque su talante taciturno parecía tan sólo una prolongación de su tranquila compostura en la posada. A nuestra llegada me presentó a su hija Maria y entonces nos dejó solos. Maria Lute era una muchacha rubia de unos quince años. Pensé que era una chica muy guapa, vaya si lo era. Sus modales eran más maduros de lo que su edad daba a entender; evidenciaban una compostura y (en el mejor sentido de la palabra) una feminidad que sólo se da a esas edades entre aquellas chicas que han quedado huérfanas de madre o que, por otros motivos, no han tenido más remedio que valerse por sí mismas.

Evidentemente, no había sido informada del motivo de mi visita y sólo sabía que había ido allí a pasar una noche, por lo cual se excusó para ausentarse unos instantes y así dar órdenes a la servidumbre para que me preparasen una habitación. Cuando regresó me dijo que ya no volvería a ver a su padre hasta la mañana siguiente, pues su estado de salud le obligaba a retirarse al anochecer; sin embargo, esperaba que pudiera volver a verlo al día siguiente. Mientras tanto, me instaba a considerarme como en mi propia casa y a no dudar en pedir cualquier cosa que necesitara. Ella se sentaría en la sala de estar, aunque tal vez yo quisiera fumar o tomar algo, en cuyo caso había un fuego encendido en los aposentos del ama de llaves, y ella misma me haría compañía, pues esperaba la visita del médico que había de llegar de un momento a otro, y éste probablemente se quedaría a tomar algo y a fumar durante un rato. Accedí al momento, ya que la jovencita parecía recomendar esa opción. No fumé ni tomé nada, sin embargo; me limité a sentarme frente a la chimenea, y ella se reunió conmigo poco después. Pronto se reveló como una excelente conversadora, con un dominio del lenguaje inusual en una persona tan joven. Sin mostrarse en absoluto inquisitiva, y sin evidenciar que su intención fuera sacarme información de ningún tipo, me expresó su deseo de saber qué asunto era el que me había llevado a la casa. Le conté que su padre quería que yo pintase su retrato, o el de su hermana, en el caso de que tuviera alguna.

Permaneció silenciosa y pensativa un instante, y entonces pareció comprenderlo todo. Me contó que su única hermana, a quien su padre se hallaba estrechamente unido, había fallecido casi cuatro meses atrás; que su padre aún no se había recuperado del profundo trauma de su muerte. Con frecuencia él había expresado su ferviente deseo de tener un retrato de ella; de hecho, era lo único en lo que pensaba últimamente. Ella tenía la esperanza de que, haciendo algo al respecto, su salud mejoraría notablemente. Al decir aquello titubeó, empezó a tartamudear y finalmente rompió a llorar. Después de una pausa continuó:

—No tiene lógica el ocultarle a usted lo que muy pronto acabará por saber. Papá está algo trastornado, supongo que se habrá dado cuenta… De hecho ha estado así desde que enterraron a la pobre Caroline. Siempre dice que está viendo a nuestra querida Caroline; se halla, sin duda, bajo el influjo de terribles delirios. El doctor dice no saber cuánto más puede empeorar, y nos ha recomendado que mantengamos fuera de su alcance las hojas afiladas, los cuchillos y todo cuanto pudiera ser utilizado para infligirse daño a sí mismo. Comprenda que no podíamos permitir que volviese a verle usted esta noche; a partir de determinada hora, simplemente es incapaz de hablar con lucidez, y temo que lo mismo le suceda mañana. Tal vez pueda usted quedarse hasta el domingo. Yo podría ayudarle en su propósito.

Pregunté si contaban con algún material a partir del que hacer el retrato, una fotografía, algún bosquejo, cualquier otra cosa que ayudase. No tenían nada.

—¿Sería capaz de describirme claramente a su hermana?

Me dijo que creía que sí, y además en algún sitio tenían un grabado de una mujer que guardaba un gran parecido con su hermana. Sin embargo, desgraciadamente lo habían extraviado. Subrayé que, ante tales desventajas y ausencia de materiales, no podía vaticinar un resultado satisfactorio. Ya antes había hecho retratos bajo circunstancias parecidas, si bien su éxito había dependido en gran medida de las capacidades descriptivas de las personas que tenían que ayudarme por medio de sus recuerdos. Había obtenido algunos éxitos, cierto era, pero es bien sabido que la mayoría de las veces esos intentos concluyen en fracaso.

El médico debió de venir, pero yo no le vi. Supe, sin embargo, que había ordenado que se velase al paciente hasta que él volviera al día siguiente. Haciéndome cargo de la situación y de las muchas obligaciones a las que la joven dama tenía que atender, me retiré a dormir temprano. Por la mañana oí que su padre se encontraba bastante mejor; había preguntado insistentemente al despertar si yo aún me encontraba bajo su mismo techo y, durante el desayuno, me envió recado de que esperaba que nada me impidiese realizar el retrato sin más tardanza, para lo cual tal vez se hallaría en disposición de verme a lo largo del día.

Nada más desayunar me puse enseguida a la tarea, guiándome por las descripciones que me daba la hermana. Lo intenté una y otra vez, aunque sin éxito. Incluso, secretamente, empecé a perder toda perspectiva de alcanzarlo. Ante mis intentos se me dijo que los rasgos, considerados por separado, se asemejaban, pero la expresión en conjunto estaba bastante alejada de la realidad. Durante buena parte del día seguí esforzándome sin que los resultados mejorasen. Los diferentes retoques que hice recibieron la misma respuesta: no lograba captar la esencia del retrato que perseguíamos. Me empleé a fondo y, de hecho, me sentía bastante fatigado, circunstancia ésta que la joven percibió, al tiempo que me expresaba sus más cálidos agradecimientos por el interés que me estaba tomando en la materia. En un momento dado, sus explicaciones se tiñeron de un vago sentimiento de irritación. En algún sitio tenía un grabado —se trataba del retrato de una dama, de hecho— que se le parecía mucho a su hermana, pero no lograba encontrarlo. No haría ni tres semanas que había desaparecido como por ensalmo del libro en el que se encontraba. Alguien lo había arrancado. El asunto era de lo más decepcionante, pues estaba convencida de que aquel retrato me habría sido de gran utilidad. Le pregunté si podía decirme quién era la dama del retrato, por si yo la conocía, y al punto me respondió que se trataba de Lady M** A**.

Aquel nombre me recordó de modo inmediato la escena con la dama del tren. Ese debió de ser el mismo grabado que ella me enseñó, me dije. Tenía el cuaderno de apuntes arriba, en mi portafolios y, por una afortunada casualidad, en su interior se hallaba el grabado en cuestión junto con los dos bocetos a lápiz. Inmediatamente bajé con ellos y se los mostré a la joven María Lute. Los observó por un momento y, volviendo la vista hacia mí, dijo lentamente, algo asustada:

—¿De dónde los ha sacado? —y añadió, sin esperar a mi respuesta—: Déjeme enseñárselos a papá.

Se ausentó unos diez minutos y regresó acompañada de su padre. Él no se entretuvo en saludos formales. Adoptó un tono y unas formas que yo no le había observado con anterioridad.

—Yo tenía razón todo el tiempo. ¡Es a usted a quien vi en su compañía, y estos apuntes sólo pueden ser de ella! Valen para mí más que todas mis posesiones, salvo esta querida chiquilla.

La hija también aseguraba que el grabado que yo había llevado a la casa tenía que ser el que faltaba del libro desde hacía tres semanas, en prueba de lo cual me señaló las marcas de cola que tenía por detrás y que se correspondían exactamente con las marcas que habían quedado en la hoja en blanco del libro. Desde el momento en que el padre vio aquellos apuntes recobró su salud mental.

No se me permitió retocar ninguno de los dos dibujos a lápiz del cuaderno, temiendo que pudiesen estropearse; pero enseguida comencé un cuadro al óleo, con el padre sentado junto a mí, hora tras hora, dirigiendo mis pinceladas, conversando racional y hasta alegremente mientras lo hacía. Evitó las alusiones directas a sus visiones, aunque de vez en cuando trató de llevar la conversación a las circunstancias en que yo había tomado aquellos apuntes. El doctor se presentó aquella misma tarde y, tras elogiar el tratamiento que él mismo había aplicado, diagnosticó la notable mejoría del paciente, definitiva en su opinión.

Al día siguiente era domingo y fuimos todos a la iglesia. El padre lo hacía por vez primera desde que comenzara su duelo. Tras el almuerzo me invitó a que diéramos un paseo. Entonces volvió a sacar el tema de los bocetos y, tras dudar unos instantes de si debía confiar en mí, me dijo:

—El que usted me escribiese personalmente desde la posada de Litchfield fue uno de esos hechos inexplicables que supongo imposibles de clarificar. De cualquier modo, yo ya le conocía; puedo decir que ya le había visto. Cuando los que estaban a mi alrededor dudaban de mi lucidez y consideraban cuanto decía una sarta de incoherencias, sólo era porque yo veía cosas que ellos no podían ver. Desde que ella murió, yo sé, con una certeza inamovible, que en diferentes situaciones me he encontrado ante la presencia visible de mi querida hija fallecida… Algo que ocurrió más a menudo, incluso, justo en los días que siguieron a su muerte. De las numerosas veces que esto ha sucedido, recuerdo con claridad una en la que la vi sentada en un vagón de tren. Hablaba con la persona que tenía enfrente. Quién era aquella persona es algo que no puedo asegurar, pues yo parecía estar situado inmediatamente detrás de ella, tras su cabeza. Después la vi cenando en una mesa junto con otras personas entre las que, incuestionablemente, se hallaba usted. Más tarde supe que en aquel momento los doctores y mi familia consideraron que sufría uno de mis más prolongados y violentos paroxismos, pues seguía viéndola mientras hablaba con usted durante horas, en medio de una gran reunión de gente.

«Y de nuevo volví a verla, al lado suyo, mientras usted se encontraba ocupado con unos cuadernos, puede que escribiendo, o quizás dibujando. Una vez más la volví a ver, pero en lo que a usted toca, la siguiente vez que le reconocí fue ya en el salón de la posada.

Todo el día siguiente lo dediqué a completar el rostro de la difunta. Después me llevé conmigo el cuadro a Londres para terminarlo.

Me he encontrado con Mr Lute varias veces desde entonces; su salud, pasados los años, se ha restablecido completamente, y su conversación y sus modales son tan joviales como cabe esperarse de alguien que ha pasado por una grave pérdida pero que ha conseguido dejarla atrás.

El cuadro ahora cuelga en su dormitorio, flanqueado por el grabado y los dos bocetos. Bajo él se halla escrito: «C. L., 13 de septiembre».

 

dickens: dos relatos

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 PÁLPITOS CONFIRMADOS

El autor, quien está a punto de relatar tres experiencias fantasmales propias en el presente artículo verídico, considera esencial aclarar que hasta el momento en que se vio afectado por éstas, nunca había creído en toques ni en golpecitos misteriosos. Sus tópicas nociones sobre el mundo espiritual le hacían considerar a sus habitantes como seres avanzados más allá de la supremacía intelectual de lugares como Peckham o Nueva York; y le daba la impresión, considerando la mucha ignorancia, presunción y locura que se dan en este mundo, de que era del todo innecesario acudir a seres inmateriales para complacer a la humanidad con hechizos burdos y supercherías aún peores; de hecho, su presunción se enfrentaba de modo frontal a la constatación de que aquellas respetadas visiones suelen tomarse la molestia de venir a este mundo sin más propósito que el de comportarse del mismo modo que esos idiotas que suelen sentirse felices pasándose de la raya. Este era, a grosso modo y dicho descarnadamente, el estado mental del autor hasta hace bien poco: en concreto hasta el pasado veintiséis de diciembre. En aquella memorable mañana, dos horas después de que amaneciera —es decir, a las diez menos veinte según el reloj del autor (que actualmente puede verse en la editorial que publica esta revista) y que quedará aquí identificado como un semi-cronómetro de la casa Bautte, de Ginebra, con número de serie 67709—, pues bien, en aquella memorable mañana, digo, dos horas después de que amaneciera, habiéndose incorporado el autor en su cama con una mano pegada a la frente, sintió claramente diecisiete fuertes palpitaciones o latidos en aquella región de su cabeza. Venían acompañadas de un cierto dolor en la zona y de una sensación general que no difería mucho de la que normalmente acompaña a los trastornos vesiculares. Cediendo a un impulso súbito, se preguntó: «¿Qué diablos será lo que me pasa?».

La respuesta que llegó al momento (en forma de latidos o palpitaciones sobre su frente) fue: «Ayer».

El que esto escribe, dándose cuenta de que no estaba despierto aún del todo, preguntó: «¿Y qué día fue ayer?».

Respuesta: «El día de Navidad».

El autor, que ya se encontraba algo más despejado, volvió a preguntar: «¿Quién trata de comunicarse conmigo?».

Respuesta: «Clarkins».

Pregunta: «¿El señor o la señora Clarkins?».

Respuesta: «Ambos».

Pregunta: «Por señor, ¿qué entiende? ¿El joven Clarkins o el viejo Clarkins?».

Respuesta: «Ambos».

Pues bien, daba la casualidad de que el autor había cenado la noche anterior con su amigo Clarkins —de quien pueden pedirse puntuales referencias en el Boletín Oficial de la Prensa—, y durante aquella cena se había debatido el tema de los espíritus bajo diversas ópticas y perspectivas. El autor también recordaba que tanto Clarkins Sénior como Clarkins Júnior habían participado muy activamente en la discusión, e incluso terminaron por imponérsela a sus acompañantes. También la señora Clarkins se sumó animadamente al debate, e hizo la observación (cuando menos «alegre» si es que no fue abiertamente «extravagante») de que aquello ocurría «sólo una vez al año».

Convencido, por aquellas señales, de que el golpeteo era de cariz espiritual, el autor procedió como sigue: «¿Quién es usted?».

Los golpecitos en la frente se habían reanudado, aunque de manera más incoherente. Durante un cierto tiempo fue imposible entender lo que decían. Tras una pausa, el autor —apoyando su cabeza en la almohada— repitió la pregunta con una voz solemne acompañada por un gemido:

«¿Quién es usted?».

Como respuesta, recibió de nuevo una serie completa de golpeteos incoherentes.

Entonces, volvió a preguntar con la misma solemnidad de antes y con otro gemido:

«¿Cómo se llama?».

La respuesta le llegó bajo la forma de un sonido que se asemejaba con meridiana exactitud a un fuerte hipido. Más tarde se supo que aquella voz espiritual fue claramente escuchada por Alexander Pumpion, su asistente —y séptimo hijo de la señora viuda de Pumpion, lavandera—, en un despacho contiguo al suyo.

Pregunta: «¿Se llama usted Hipo? Hipo no es un nombre adecuado».

Al no recibir respuesta, el autor dijo: «¡Le conmino solemnemente, por nuestro conocido común Clarkins, el médium —Clarkins Sénior, Júnior y señora—, a que me revele su nombre!».

La respuesta, transmitida mediante golpecitos extremadamente desganados, fue: «Zumo de Endrinas, Campeche, Zarzamora».

Al autor esto le recordaba en cierto modo a una parodia sobre Tela de Araña, Polilla y Semilla de Mostaza, en El sueño de una noche de verano; para justificar aquella réplica, preguntó: «¿Ése no será su nombre, verdad?».

El espíritu de los golpecitos admitió: «No».

«Entonces, ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».

«Vuelvo a preguntarle: ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».

El espíritu, evidentemente bajo coacción, respondió del modo más solemne: «¡Oporto!».

Esta horrible comunicación hizo que el autor no pudiese evitar quedarse postrado, casi al borde del desmayo, durante casi un cuarto de hora: tiempo durante el cual el golpeteo prosiguió sus comunicaciones más violentamente si cabe que antes, y desfilaron ante sus ojos una multitud de apariciones espectrales de un color negruzco, y con un gran parecido a renacuajos ocasionalmente dotados de la capacidad de girar en remolino hasta convertirse en notas musicales mientras se zambullían en el espacio. Después de haber contemplado una vasta legión de dichas apariciones, el autor se dirigió de nuevo al espíritu que daba los golpecitos:

«¿Cómo debo imaginarles a ustedes? ¿A cuál, de todas las cosas del mundo, se parecen más?».

La terrible respuesta fue: «¡Betún!».

En cuanto el autor fue capaz de controlar sus nervios, que eran bastantes, inquirió: «¿Debería tomar algo?».

Respuesta: «Sí».

Pregunta: «¿Puedo escribir algo?».

Respuesta: «Sí».

Al momento se le vinieron a las manos, como por ensalmo, un lápiz y un pedazo de papel que había en la mesilla, junto a la cama, y se encontró a sí mismo forzado a escribir (con una letra rara e insegura, inclinada hacia abajo, cuando lo cierto es que su letra normalmente era bastante clara y recta) la siguiente nota espiritual:

El Sr. C. D. S. Pooney presenta sus respetos a la Sra. Bell y Compañía, Industrias Farmacéuticas, Oxford Street, frente a Portland Street, y le ruega que tenga la bondad de enviarle con el portador de ésta, una genuina píldora azul de cinco granos y una auténtica dosis negra de poder similar.

Antes de confiarle este documento a Alexander Pumpion —quien, desafortunadamente, lo extravió a su regreso, aunque sospecho que pudo haberlo metido adrede en alguno de los agujeros del horno de una castañera ambulante para ver cómo ardía—, el autor resolvió poner a prueba al espíritu de los golpecitos con una pregunta definitiva. Para ello, preguntó con voz profunda e impresionante:

«¿Me provocarán tales remedios dolor de estómago?».

Es imposible describir la confianza profética de la réplica: «Sí». Aquella afirmación se vio completamente respaldada por el resultado ulterior, como largamente recordará el autor; así que, después de aquella experiencia, se hizo innecesario recalcar que el autor ya no podía seguir dudando de aquel fenómeno.

La siguiente comunicación contó con la participación de un personaje verdaderamente interesante. Tuvo lugar en una de las principales líneas de ferrocarril de nuestro país. Las circunstancias bajo las cuales le fue hecha la revelación al autor de estas páginas —en el segundo día de enero del presente año— fueron éstas. El autor ya se había recuperado de los efectos de la sorprendente visita de la semana anterior, y había vuelto a participar en las tradicionales fiestas navideñas. El día anterior lo había pasado entre risas y celebraciones. Estaba de camino hacia una importante ciudad (un conocido emporio comercial en el que tenía asuntos que tratar) y había almorzado con más prisa de la habitual en los ferrocarriles, debido al retraso del tren. Su comida le había sido servida, de forma reacia, por una joven que estaba convenientemente atrincherada tras un mostrador. La muchacha en cuestión debía de encontrarse en aquel momento muy ocupada en arreglarse el pelo y el vestido, por lo que su expresivo semblante denotaba un cierto desdén. Ya se verá cómo esta joven acabó resultando ser una poderosa médium.

El autor volvió a su compartimento de primera clase, en el que, casualmente, viajaba solo. El tren había reanudado ya su marcha y él se quedó levemente transpuesto. En el implacable reloj, anteriormente mencionado, ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde su encuentro con la muchacha del bar, cuando fue despertado por un instrumento musical muy peculiar. Este instrumento, que percibió con admiración no exenta de cierta alarma, sonaba directamente desde su interior. Sus tonos eran graves y repetitivos, difíciles de describir; aunque, si se admite la comparación, recordaban en cierto modo a un sonoro ardor de estómago. Sea como fuere, al autor le parecieron muy semejantes a los que conlleva esa humillante dolencia.

Coincidiendo con el momento en que se dio cuenta del fenómeno en cuestión, el autor se percató de que llamaba su atención una acelerada sucesión de furiosas palpitaciones en el estómago, acompañadas de una opresión en el pecho. Como no era ya un escéptico, decidió entablar inmediata comunicación con el espíritu. El diálogo fue como sigue:

Pregunta: «¿Conozco su nombre?».

Respuesta: «Diría que sí».

Pregunta: «¿Empieza por la letra P?».

Respuesta (por segunda vez): «Diría que sí».

Pregunta: «¿Tiene, por un casual, dos nombres de pila, que empiezan respectivamente por la P y por la C?».

Respuesta (por tercera vez): «Diría que sí».

Pregunta: «¡Le ordeno que abandone esas frívolas maneras y que se identifique por su nombre!».

El espíritu, tras reflexionar unos segundos, deletreo la palabra P-A-S-T-E-L.

Entonces, el instrumento musical dio paso a la interpretación de unos breves y pautados compases. El espíritu empezó de nuevo y deletreo la palabra C-A-R-N-E.

Pues bien —como bien les gustará saber a los más tragones—, justo había sido este tipo de hojaldre, esta vianda o comestible en concreto, el que había sido encargado por el autor como plato principal de su almuerzo; y, es más, también había sido el mismo plato que le fue servido por la joven a la que ahora, a la vista de los acontecimientos, el autor no tenía más remedio que reconocer como a una poderosa médium. El escritor continuó la conversación muy satisfecho por la convicción, así forjada en su mente, de que el ente con el que hablaba no pertenecía a este mundo.

Pregunta: «¿Se llama, pues, Pastel de Carne?».

Respuesta: «Sí».

Pregunta (que el autor formuló tímidamente tras vencer algunas reticencias normales): «¿Así que es en verdad un pastel de carne?».

Respuesta: «Sí».

Sería inútil intentar describir aquí el alivio que el autor sintió tras esta trascendental respuesta. Continuó:

Pregunta: «Aclaremos un punto. ¿Es usted parte carne y parte pastel?».

Respuesta: «Exacto».

Pregunta: «¿De qué está hecha la parte de usted que es pastel?».

Respuesta: «De manteca de cerdo».

Entonces notó unos compases tristes procedentes del instrumento musical, y a continuación la palabra: «PRINGUE».

Pregunta: «¿Cómo debo imaginar que es usted? ¿A qué se parece?».

Respuesta (muy rápidamente): «Plomo».

Una sensación de abatimiento le sobrevino en aquel momento al autor. Cuando la hubo logrado controlar en cierta medida, continuó:

Pregunta: «Su otra naturaleza es de tipo porcino. ¿De qué se alimenta principalmente?».

Respuesta (enérgica): «¡De cerdo, desde luego!».

Pregunta: «No es así. ¿Se alimenta acaso el cerdo de cerdo?».

Respuesta: «No es así exactamente».

Una extraña sensación interior, parecida a un vuelo de palomas, sacudió al autor. Entonces pareció iluminarse de manera sorprendente y dijo:

«¿Esta sugiriendo que la raza humana, atacando imprudentemente al indigesto fuerte que lleva su nombre, y no teniendo tiempo para asaltarlo —debido a la gran solidez de sus casi impermeables muros—, ha desarrollado el hábito de dejar muchas de sus satisfacciones en manos de los médiums, quienes con tal cerdo alimentan a los cerdos de futuros pasteles?».

Respuesta: «¡Así es!».

Pregunta: «Entonces, parafraseando las palabras de nuestro bardo inmortal…».

Respuesta (interrumpiendo): «El mismo puerco, en su momento, sirvió para hacer muchos pasteles, al menos siete empanadas».

En este punto, la emoción del autor era profunda. Sin embargo, deseoso otra vez de volver a evaluar al espíritu, y para establecer si, utilizando la poética fraseología de los avanzados videntes de los Estados Unidos, le era posible acceder a alguno de los más íntimos y elevados círculos, puso a prueba sus conocimientos en este sentido:

Pregunta: «En la salvaje armonía del instrumento musical que mora en mi interior, de la que soy consciente, ¿de qué otras substancias hay aromas, además de las que ha mencionado?».

Respuesta: «Madreselva, Goma Guta. Camomila. Melaza. Vapores de vino. Destilado de patatas».

Pregunta: «¿Nada más?».

Respuesta: «Nada que merezca la pena mencionar».

¡Que tiemblen los desdeñosos y rindan pleitesía; que se sonrojen los débiles escépticos! Para almorzar, el autor había pedido a la poderosa médium un vaso de jerez y también una copita de brandy. ¿Quién podría dudar de que las materias primas señaladas por el espíritu no le habían sido suministradas por ella bajo aquellos dos nombres?

En otras circunstancias, mi testimonio sería suficiente para demostrar que experiencias como la anterior han de dejar de cuestionarse, y debería considerarse primordial el tratar de explicarlas. Es un exquisito caso de pálpito.

El destino del autor le había llevado a abrigar un enamoramiento sin esperanzas hacia la señorita L** B**, de Bungay, en el condado de Suffolk. En el momento en que sucedieron las palpitaciones, la señorita L** B** no había rechazado abiertamente todavía la propuesta del escritor de ofrecerle su mano y su corazón; pero, desde entonces, parecía probable que ella se hubiera visto disuadida de esa idea por temor filial hacia su padre, el señor B**, quien era favorable a las pretensiones del autor. Entonces suenan los latidos. Un joven, repugnante a los ojos de las personas inteligentes (desde que se casara con la señorita L** B**), estaba de visita en la casa. El joven B**, por su parte, había vuelto a casa desde el internado. El autor estaba también presente. La familia se había reunido alrededor de una mesa. Era la hora mágica del crepúsculo de un mes de julio. Los objetos no se distinguían con claridad. De pronto, el señor B**, cuyos sentidos habían estado adormecidos, infundió el terror en nosotros profiriendo un apasionado chillido o exclamación. Sus palabras (por una educación desatendida en su juventud) fueron exactamente estas:

—¡Maldición! ¡Hay alguien que me está deslizando una carta en la mano, bajo mi propia mesa!

La consternación se apoderó del grupo. La señora B** alimentó la desesperación reinante al declarar que alguien le había estado pisando suavemente los pies en intervalos de media hora. Una congoja aun mayor se cernió sobre los allí reunidos. El señor B** pidió que se encendiesen las luces.

Entonces suenan los latidos.

El joven B** gritó (cito textualmente):

—¡Son los fantasmas, padre! Me han estado haciendo esto mismo desde hace quince días.

El señor B** pregunta en tono irascible:

—¿Qué quiere decir usted, joven? ¿Qué es lo que han estado haciendo?

El joven B** responde:

—Tratan de convertirme en una oficina postal, padre. Siempre están introduciendo en mí cartas impalpables, señor. Alguna carta debe de haberse arrastrado hasta usted por error. Debo de ser un médium, padre. ¡Oh, ahí viene otra! —grita el joven B**—. ¡Soy un condenado médium!

Entonces el muchacho se convulsiona violentamente, babeando, y agita sus piernas y sus brazos de un modo calculado para provocarme (y lo consigue) un serio malestar; pues yo sostenía a su respetable madre (al alcance de sus botas) y él se comportaba como un telégrafo primitivo. Todo aquel tiempo el señor B** había estado mirando por debajo de la mesa buscando la carta dichosa, mientras que el repulsivo joven, desde que se casara con la señorita L** B**, protegía a dicha dama de forma abominable.

—¡Oh, aquí viene otra vez! —El joven B** lloraba sin cesar—. ¡Seguro que soy un maldito médium! ¡Ahí viene! ¡Habrá un temblor enseguida, padre! ¡Cuidado con la mesa!

Entonces suenan los latidos. La mesa se ladeó tan violentamente como para golpear al señor B** al menos una docena de veces sobre la calva, mientras miraba a ver quién había debajo de ella; lo que hizo que emergiese con gran agilidad, y la frotase (su calva) con gran suavidad y la maldijese (a la mesa) con vehemencia. Señalar que la inclinación de la mesa iba en dirección uniforme hacia la corriente magnética, es decir: de sur a norte; o, desde el joven B** hacia el señor B**, su padre. Y habría hecho algún comentario más profundo sobre aquel extremo tan interesante, de no ser porque entonces la mesa se agitó y se inclinó hacia mí, tirándome al suelo con una fuerza aumentada por el impulso que le transmitió el joven B** al venirse hacia ella en un frenético estado de exaltación mental, que no pudo ser reducido hasta pasado un rato. Entre tanto, yo era consciente de cómo su peso y el de la mesa me aplastaban; y de cómo gritaba a su hermana y al repugnante joven que no dejaba de clamar que presentía que habría otra sacudida en cualquier momento.

Sin embargo, aquello no llegó a ocurrir. Nos recuperamos después de un breve paseo en la oscuridad. No se notaron, durante el resto de la velada, efectos peores que los presenciados, salvo una ligera tendencia a la risa histérica y una llamativa atracción (casi podría decir fascinación) de la mano izquierda del muchacho hacia su corazón (¿o quizás era hacia el bolsillo de su chaleco?).

¿Fue o no fue éste un caso de palpitaciones? ¿Se atreverán a responder el escéptico y el burlón?

 


 LA VISITA DEL SEÑOR TESTADOR

El señor Testador alquiló un conjunto de habitaciones en Lyons Inn. Contaba con escaso mobiliario para su dormitorio y no tenía ninguno para su sala de estar. Durante casi todo el invierno se había visto obligado a vivir en aquellas condiciones, y las habitaciones le parecían desnudas y frías. Una noche, pasadas las doce, estaba sentado escribiendo mientras esperaba la hora de acostarse, cuando se dio cuenta de que se le había terminado el carbón. Recordó que en el sótano había una carbonera; sin embargo, nunca había bajado hasta allí, y no sabía si debía aventurarse solo por aquellas profundidades a una hora tan tardía. En cualquier caso, la llave se hallaba sobre la repisa de la chimenea, y pensó que si bajaba y abría el cuarto al que correspondía, bien podría entenderse que el carbón que hubiese allí sería suyo. La mujer que se encargaba de su colada vivía en algún tugurio ignoto junto al río, entre los carboneros y los barqueros del Támesis —pues por aquel entonces aún había barqueros en el Támesis—, bajando por callejuelas y angostos pasajes al otro lado del Strand. En Lyons Inn todos soñaban —dormidos o despiertos—, y se ocupaban de sus propios asuntos; borrachines, llorones, malhumorados, apostadores, dándole vueltas todo el día a la manera de conseguir un descuento en la tienda, o pensando si renovar el contrato… Así que no había peligro de toparse con nadie que pudiese obstaculizar su tarea. El señor Testador tomó en una mano el cubo metálico para el carbón, y su palmatoria y la llave del sótano en la otra, y descendió a las lóbregas mazmorras de Lyons Inn. Desde la calle llegaba el estruendo de los carruajes que aún circulaban a aquella hora. También, por el rumor de las cañerías, dedujo que todos los desagües del barrio debían de estar atascados —como la palabra «Amen» en la garganta de Macbeth— y trataban de respirar. Después de tantear aquí y allá entre puertas bajas que no abrían, el señor Testador dio al fin con un herrumbroso candado. Probó con la llave, y comprobó que el candado cedía. Abrió la puerta con gran dificultad y al asomarse dentro no encontró nada de carbón; en su lugar había una caótica montaña de muebles apilados. Alarmado por su intrusión en lo que evidentemente era la propiedad de otra persona, cerró con cuidado la puerta y, tras encontrar su propio sótano, rellenó el cubo con carbón y volvió a subir a sus habitaciones.

Hasta que finalmente se fue a dormir, a las cinco de la mañana, no pudo apartar de su mente los muebles que había visto allí abajo. Estaba especialmente necesitado de un tablero sobre el que escribir, y en aquel trastero había visto una mesa que iría ni pintada para ese propósito. Cuando la muchacha que le hacía las tareas emergió de su madriguera la mañana siguiente y puso una tetera a hervir, él procuró llevar arteramente la conversación hacia el sótano y los muebles, aunque ella no supo, o no quiso, conectar en su mente ambas ideas. Después de que ella se hubo marchado, él se sentó a desayunar tranquilamente. No podía apartar los muebles de su cabeza. Recordó el estado tan lamentable en que se encontraba la oxidada cerradura, y dedujo que aquel mobiliario debía de llevar mucho tiempo almacenado en aquel sótano. Tal vez estuviera abandonado, o podía incluso que su dueño hubiese fallecido ya. Reflexionó sobre ello durante algunos días, al cabo de los cuales no pudo extraer ninguna información de las gentes de Lyons Inn acerca de la naturaleza de aquellos muebles. Desesperado, aquella misma noche decidió bajar y tomar la mesa prestada. No acababa de hacerse con ella cuando se le antojó subirse también una butaca, y no bien la tuvo entre sus manos cuando tomó la determinación de arramblar también con una librería entera, después con un diván, y con una alfombra y un felpudo… Entonces sintió que había llegado tan lejos con aquel asunto de los muebles, que había poca diferencia entre llevarse unos cuantos y llevárselos todos. Hizo esto y luego dejó bien cerrado el sótano, pues siempre lo cerraba con gran cuidado después de cada visita. Noche tras noche, se había ido llevando cada artículo por separado, aprovechando la oscuridad. Se sentía, como poco, tan mezquino como un profanador de tumbas. Cuando los fue subiendo a sus habitaciones, todos los objetos estaban ajados y tenían una capa de polvo encima. Él, de manera casi delictiva y culpable, los limpió y pulió mientras todo Londres se entregaba al sueño.

El señor Testador vivió en aquellos aposentos amueblados durante dos o tres años, o más y, gradualmente, se fue haciendo a la idea de que aquellos enseres eran suyos en realidad. Había llegado a aquel razonamiento tan conveniente cuando, una noche, escuchó unos pasos que subían por la escalera. De pronto, una mano rozó su puerta buscando el picaporte; en ese momento un repiqueteo profundo y solemne le hizo saltar como impulsado por un resorte de la butaca en la que estaba sentado.

Sujetando una vela, el señor Testador abrió la puerta y se encontró con un hombre pálido y de elevada estatura, encorvado sobre unos amplios hombros, que enmarcaban unos estrechos pectorales. El individuo en cuestión tenía la nariz muy colorada; era, en suma, una especie de caballero zarrapastroso. Iba envuelto en un largo abrigo negro deshilachado que llevaba abrochado con más imperdibles que botones. Bajo su brazo retorcía un paraguas sin mango, como si estuviese tocando la gaita. El hombre se dirigió a él.

—Le ruego que me disculpe, pero ¿podría decirme…? —y se interrumpió fijando su mirada en el interior de la estancia.

—¿Decirle qué? —preguntó el señor Testador, repentinamente alarmado al percibir aquella pausa.

—Discúlpeme —dijo el extraño—, pero… y que conste que esto no es lo que quería preguntarle en un principio… ¿es posible que esté viendo por aquí algún pequeño objeto que sea por casualidad de mi propiedad?

El señor Testador comenzó a tartamudear una disculpa inconexa. Pero para entonces el visitante ya se había tomado la libertad de deslizarse dentro de su habitación. Empezó a moverse por toda la estancia como si fuera un duende, y al señor Testador se le heló la sangre. Primero examinó el escritorio y dijo: «Mío»; después la butaca y dijo: «Mía»; a continuación la librería y añadió: «Mía»; luego levantó una esquina de la alfombra y volvió a decir: «¡Mía!». En una palabra, inspeccionó cada pieza del mobiliario del sótano, para declarar a continuación que le pertenecía.

Sería hacia el final de su examen, cuando el señor Testador se percató de que el visitante estaba empapado en alcohol; en concreto le pareció percibir que se trataba de ginebra. Sin embargo, el visitante no parecía vacilante en su habla o en su equilibrio, aunque sí se le notaba cierta rigidez en sus andares, aunque quizás eso podría ser achacable a la propia ginebra, pensó el señor Testador.

El señor Testador se encontraba, ciertamente, en un estado mental deplorable. Estaba convencido —según lo que deducía por el comportamiento del extraño personaje— de que las consecuencias de su temeridad y su atrevimiento finalmente caerían sobre él con toda su violencia. Tras unos breves instantes en los que ambos estuvieron frente a frente, escrutándose las miradas, el señor Testador comenzó a tartamudear:

—Señor, soy consciente de que le debo una completa explicación; es más, le debo una compensación, sin duda. Permítame suplicarle que no se enfade conmigo, aunque entiendo que su irritación es legítima. Quizás podríamos…

—¡Tomar un trago! —le interrumpió el extraño—. Me parece un plan perfecto.

El señor Testador en realidad quería decir «tener una pequeña conversación», pero con gran alivio aceptó la sugerencia. Sacó una garrafa de ginebra, la colocó sobre la mesa, y se puso a buscar afanosamente agua caliente y azúcar. Cuando se dio cuenta, comprobó que su visitante ya se había bebido la mitad de la frasca. Poco menos de una hora después —si es que podía confiar en el carillón de la iglesia de St. Mary, en el Strand—, su visita ya había dado buena cuenta del resto de la ginebra junto con el agua y el azúcar. De vez en cuanto, entre trago y trago, musitaba en un susurro: «¡Mío!».

Cuando se acabó la ginebra, el señor Testador le preguntó a su visitante qué pasaría a continuación. El extraño personaje se levantó y, poniéndose aún más rígido si cabe, dijo:

—¿A qué hora de la mañana le viene bien que vuelva?

El señor Testador se aventuró a decir:

—¿A las diez?

El tipo le respondió:

—Perfecto, a las diez. Allí estaré, señor. —Entonces contempló al señor Testador de modo calmoso y soltó—: ¡Dios le bendiga! Y dígame, ¿cómo está su mujer?

El señor Testador —que nunca había tenido esposa— replicó con sentimiento: —Está algo nerviosa, la pobrecilla, pero por lo demás está perfectamente. Entonces el visitante se volvió hacia la puerta y se marchó, cayéndose dos veces mientras bajaba las escaleras. Desde ese momento no se volvió a saber nada más de él. Tampoco se supo si se trataba de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que se había equivocado de casa, o del legítimo y ebrio propietario de los muebles que se hubiera plantado ante su puerta aprovechando un lapso momentáneo de su locura. Ni se supo tampoco si llegó bien a su casa o incluso si tenía casa a la que llegar; o si murió alcoholizado por el camino, o bien si vivió desde entonces entregado al licor para siempre. Nunca más volvió a oírse nada de él, ni a vérsele. Esta es la historia que acompañaba al mobiliario y que fue aceptada como válida por su segundo poseedor, en los aposentos del apartamento situado en uno de los pisos superiores de la desolada Lyons Inn.