Gomez de la Serna- Senos 3

LOS SENOS DE DOÑA INÉS
La única desnudez que supo don Juan de doña Inés fue
la de sus senos. Los senos de doña Inés, como un solo
seno o repecho bajo las tocas, mostraron el pliegue de
los dos en la hora del desmayo, cuando toda su simetría
se arrugó y se le levantaron los embozos.
Después allí en la quinta sevillana don Juan encontró
los senos, los buscó, sacó moldes de ellos para su recuerdo,
pues comprendía muy bien que la fatalidad le rondaba.
¿Pero cómo si perdía a doña Inés dejar de recordarla
asida por el sitio más asidero, por los senos?
Por lo menos recordó siempre sus senos atados por el
largo cíngulo para los senos que usan las monjas para
sus senos. Comprobó que estaban, que dormía la cabeza
del uno junto a la cabeza del otro, como en los medallones
en que para cogerlos dentro del óvalo hay dos niños
así.
Don Juan con disimulo faldeó con su cabeza los senos
de doña Inés, buscando con las sienes y la mejilla el relieve
de su almohada. Nunca se le pudieron olvidar.
LOS SENOS DE LAS NIÑAS DEL
CONSERVATORIO
Van envueltos en trajes de muselina rosa y campean
sobre el gran cartapacio de la música. Son como copas
que vibran todo el día, durante las largas horas de la clase,
porque todo el fondo del Conservatorio está lleno de
músicas, de toques de cucharilla sobre las pancitas de cristal.
L
as niñas del Conservatorio tienen senos que gracias
a la música que aprendieron siempre estarán bien conservados.
Los viejos profesores injustos, pero humanos,
tienen muy en cuenta para los sobresalientes el encanto
más o menos grande de los senos de las niñas del Conservatorio,
senos con un lacito en el pezón.
LOS SENOS DE ELOÍSA Y DE
BEATRIZ
Los senos de Eloísa eran igual a los de Beatriz y los
de Beatriz igual que los de Eloísa.
Esas grandes heroínas de la literatura y del amor, tienen
senos que no caen sobre el corsé —el corsé es
perverso—, sino sobre una alforja que hace el traje sobre
el cinturón que lo aprieta un poco más arriba de la
cintura. Andaban pasito a pasito aquellas heroínas, mirando
mucho hacia la tierra para no desnivelar su paso
y que así se pudieran mover sus senos.
Los senos de Virginia, Eloísa, Beatriz, Genoveva son
senos en los que era encantador encontrar la pesada calidad
de la carne cuando sus figuras tenían la vaguedad
romántica del espíritu, la ingravidad que dan al ser las
grandes pasiones exaltadas. Sus novios, sus adoradores,
sus poetas, los que quizá no tocaron sus senos, esperaban
y es lo que se preparaban con su exultación lírica,
que ellas les dejasen tocar toda la naturalidad y la dureza
de sus senos. ¡Senos duros en la inmaterial belleza ideal!
Ningún ser humano obtendrá mayor placer que ése.
Merece la pena de hacer oración y depurarse para tocar
alguna vez en la figura elevada y espiritualizada hasta el
delirio, los senos verdaderos, colgantes, con su fuerza
de gravedad infiltrada en la curva vencida de su plástica.
Senos de Eloísa y de Beatriz, senos que ni ellas mismas
acabaron de comprender, pero que colgaban como
los verdaderos en su pecho, vosotros sois esa eminente
paradoja que exalta la vida.
LOS SENOS DE LA REGIÓN
DE ABAY
En esa región de Abay en la Idea, donde a la mujer
que entra en el primer día de su pubertad se la lanza pintada
de rojo por las praderas y el que primero la encuentra
aquel la posee, los senos de las mujeres son rojos con
franjas amarillas. Parecen tiros al blanco, pues las franjas
rojas en los senos con concéntricas, así como en el
resto del cuerpo lo embandan. Todos son felices en la
región de Abay donde sólo existe una clase de árbol, en
que se clava un puñal y salen manantiales de dulzura entrañable.
Tenía que haber esos senos en algún lado del mundo,
y allí los hay, provocando en las danzas una especie de
fuga de círculos como los que se escapan al buen tabaco
en la hora espesa.
LOS SENOS DE LA CHATUNGA
En la chatunga los senos toman una importancia arrebatadora.
La nariz se ha sacrificado para hacerlos más
valiosos y deseables. Cleopatra era chata, pero debía tener
los senos que bailan solos la danza de su vientre de
ombligo rojo.
La chatunga con senos vivos y ondulados es la hermana
más casadera de las hermanas. La nariz corta hace
discreta la expresión de su cara y deja que ios senos se
explayen.
La chata con senos encantadores enloquecerá a los
hombres como si les diese cloroformo, como si les empujase
la cabeza contra el mullido de una cama queriéndoles
ahogar, como si les pusiese un apósito de algodón
con que asfixiarles.
En la chatunga parece que el pezón de sus senos hace
el gesto chatungón de su chatunguería y los senos se respingaran
con gracia rabalera ei día en que ella ría en la
aventura del matrimonio, pues con la chatunga —porque
las lágrimas o la seriedad ponen feísima— está asegurada
la risa, en la hora de los atrevimientos que viene inmediatamente
después de la boda y en que todas las hipocresías
se inutilizan y todas las frases de resistencia
hay que hacerlas vivir en sentido inverso.
LOS SENOS DE VERDADERO
SÉVRES
En casa del anticuario apareció la fina mujer, cuya cintura
se cimbreaba en la luz.
—¿Qué desea? ¿Me trae algún abanico?
El anticuario, al verla sin ningún paquete, creyó que
era una de esas que se sacan de no se sabe dónde un abanico,
un abanico viejo, que llena de lentejuelas la tienda
cuando ellas lo abren.
Ella, acercándose más al anticuario, le dijo:
—Le traigo unos senos de verdadero Sévres.
—Venga, pase —le dijo el anticuario, pasándola al despachito
donde compraba las joyas más importantes.
Ella entró con la determinación de la que va dispuesta
a todo y allí sacó sus senos y se los enseñó al anticuario.
—¿De Sévres?… ¿De Sévres? —decía el anticuario sin
dejar de darles vueltas como a los jarrones a los que se
busca la marca.
—Sí, mire usted la señal —y la mujer que tenía los más
puros senos de Sévres, y que sabía dónde estaba el grabado
frío como una cicatriz de la marca, le dijo—: Aquí
está.
El anticuario con su lupa se quedó asombrado de la
autenticidad, y comenzó a contar como quien cuenta papeles
de fumar los billetes que daba por ellos.
Y la mujer de los puros y verdaderos senos de Sévres
salía de la tienda sin senos, lisa, como la que ha vendido
la última joya que le quedaba de sus padres.
LA MUJER DE SENOS PARA
VERANO
Lo más bello de aquella mujer era que no sudaba en
verano. Eso lo tenía muy a gala ella y lo repetía muy a
menudo, dándose tono como poseída por una gran dignidad,
gracias a esa condición.
Ese efecto de sudar la había comprometido en algunas
ocasiones, pues en sus enfermedades no había podido
romper a sudar, y los médicos no habían sabido qué hacer
para hacerla reaccionar. Gracias que todo se desvaneció
ante su frialdad de mármol.
En verano era encantadora, y lo más fresco eran sus
senos, que parecían como dos sorbetes de mantecado con
la punta de fresa, en esa combinación amarillenta y rosa
a que son aficionados los reposteros.
Yo, que soy el escritor de los senos, su crítico de arte,
el que formó su colección y ya no admite ni los duplicados
ni las falsificaciones que ofrecen de todos lados, no
me dejo engañar por los senos.
Unos especiales colgados del pecho de la mujer engañosa,
meretriz disimulada, que incurría en todas las
contradicciones de su profesión, acabaron por llevarme
adonde querían. Me era muy simpática aquella mujer
que se administraba como si su cuerpo estuviese lleno
de cupones y cada noche cortase los que correspondían
cambiar por dinero; de tal modo me insistió, tanto corrigió
su antipatía para llevarme, que me llevó. Yo, sin
embargo, iba con la firme decisión de sentarme en una
butaca, de verla y de sentirme muy enfermo en seguida.
Su gabinete era el rosado gabinete para los imbéciles.
Me recordó las decoraciones de las lecherías en que todo,
desde la lámpara hasta los espejos, está envuelto en
gasas rosas, para evitar que dejen su huella las moscas.
Se oía a los hombres de todas las noches queriendo dejar
la huella de su uña en la habitación rosa.
Me senté en la butaca y ella dijo lo que quería. Me
enseñó sus senos, dos senos con un tipo de goma de las
mujeres muy dadas a la noche, y con el color de la goma
sucia de los chupones de los niños, cuando están muy
usados y han rodado mucho por los suelos. Parecían colgados
de su cuello con fuerza, como si la diesen un abrazo
corto y asfixiador.
Bueno, los toqué. La emoción de la goma que siempre
me ha acudido frente a los senos mercenarios, acudió a
mí con más seguridad; pero después noté que había en
su fondo una dureza de piezas sueltas con los cantos fuertes,
la sensación de un bolsillo de malla de plata repleto
de monedas. Estaba apretado el dinero en el fondo de
aquellos senos y dulcificada la rigidez de su metal por
su malla de carne. ¡Uf! Aquéllos eran los senos llenos
de oro, dos grandes bolsas como las de Judas, con el cierre
muy fruncido y lacrado.
Cuando comprobé eso me puse muy enfermo y me marché.
Ella para salir al pasillo y abrirme la puerta de la
calle, se guardó los senos como quien esconde las carteras
de billetes y los sacos del dinero.
Ya me pareció siempre con sus senos a cuestas, la figura
de la cambianta que lleva los sacos de calderilla a
la cadera.
EXVOTO
I
Ana tenía una gran fe en aquella Virgen colocada en
la capilla con menos luz de la iglesia, ataviada con adornos
antiguos, azabaches, galones dorados con el color
de los que se guarnecen las cajas de muerto, terciopelos
pelados, como sólo se pelan las alfombras antiguas, y
olientes a ese color que toman las telas que han estado
en los sótanos. Toda la imagen estaba como resfriada por
un vientecillo secreto, y un frío, y una acuosidad de capilla
de iglesia, transpiración de una tierra con muertos
y con pozos anchos y hondos.
Ana le regalaba flores, y la regaló dos jarros rosa con
flores de talco de oro. Iba mucho a verla, pero de pronto
comenzó a ir más a menudo. Se veía que deseaba una
familiaridad mayor con la santa.
Su desnudo era demasiado liso, demasiado resbaladizo,
sin senos, con dos botones blancos señalando su sitio,
dos botones como unas verruguitas desangradas, y
por eso ella, que deseaba el amor como un sacramento,
quería pedir a la santa la gracia de unos senos.
Un día, por eso, después de muchos días de indecisión,
se decidió a hacerle la petición de un modo más
visible, ofreciéndola un exvoto.
Entró en una cerería, esa tienda clerical, apesadumbrada
y lívida. En el primer momento no supo pedir lo
que deseaba al mancebo de la cerería, de blusa de color
cera y un aspecto laxo y céreo. Miró alrededor. Mariposeó
sobre las velas rizadas, miró los rodetes de cera, que
son los exvotos para salvar las gargantas; buscó en la vitrina
en que duermen como en una fosa común los restos
humanos, que son los exvotos, pero no encontró el
que buscaba lo que hubiera querido señalar diciendo
«Eso».
Por decir algo, puesto que era insostenible el silencio,
dijo: —Quiero un exvoto.
—¿Un cuerpo entero o un solo miembro? ¿Un corazón?
¿Un brazo? ¿Una pierna? ¿Una cabeza?…
—No… Quiero…
Se la agolpó la sangre a la cara, y dijo, mintiendo con
alevosía:
—Es una enfermita del pecho…
Entonces el mancebo, comprendiéndola, la ofreció unos
senos pequeños, como esas pezoneras para enferma de
los pechos, que venden en las boticas.
El mancebo, con trazas de sacristán, bajó la nariz, cogió
el exvoto y se lo envolvió sin chistar. Ella preguntó
el precio, pagó y salió…
Ya en la calle, cuando se rehizo, comenzó un andar nuevo,
lleno de desparpajo, porque se sintió ya más mujer,
con los senos aumentados por los senos que llevaba envueltos.
Entró en la iglesia. Estaba solitaria la capilla y había
un clavo vacío. Miró a todos lados temiendo que la viese
la «sillera», que la conocía. Nadie. Desenvolvió su paquete
y sacó el exvoto, que colgó del clavo vacío, con
un rubor extraño, sintiendo frío en su desnudo como si
hubiese abierto su pecho y hubiese sentido en él el grave
frío de la iglesia, ese frío que sale por los resquicios de
las baldosas y de las tarimas.
Después se encogió, se hizo un ovillo y se llenó de atrición
para fecundar mejor sus senos. El exvoto, colgado
de una cinta de seda rosa, parecía lleno de persuación
y de esperanza, y parecía tener una palpitación ingenua,
una blandura carnal, desangrada, paciente y virgen, sin
rosa en el brote, pero sin esa rugosidad en el pezón que
tienen hasta los de las niñas. ¡Perfectos senos místicos,
llenos de una femineidad irritante y languideciente!
n
Después de aquel día, Ana no dejó de ir a poner sus
ñores a la santa, y pasados tres meses, sus senos aparecieron
admirables, duros, anchos y blancos, blancos hasta
dar frío y algo así como una dentera sensual de puro blancos
y de puro crecidos. Eran de una masa de nardos, de
una masa celestial, más suave que la de los espontáneos,
y el rosa de su pezón era un rosa indefinible.
Y pasó un poco de tiempo más, y un día llena de inquietud
y de animación, empujada por sus senos irresistibles,
fue seducida por un cualquiera. ¡Quería mostrarlos!
¡Quería mostrarlos!
Desde entonces sus senos la fanatizaron, la llevaron a las
casas de persianas echadas; hubiera querido mostrarlos en la
calle, hubiera querido asomarse al balcón con ellos fuera.
Dio pábulo a una constante orgía admirable y ardiente;
pero en medio de su impureza, fogueados sus pechos
por los besos como botones de fuego, recordaba sus otros
dos senos de niña, virginales siempre, sin mordeduras,
a salvo del pecado, colgados de una cinta de seda en la
capilla de Santa Maravillas.
EL DERECHO Y EL IZQUIERDO
EJ seno izquierdo es el del corazón, que está dentro
de él, embalado en él, enjaulado dulce y blandamente
en él. Tiene más vida que el otro, y es hacia el que se
va siempre, y sobre el que se insiste, sopesando en la mano
el seno y el corazón, el blando seno y blando corazón.
Por eso ellas dicen:
—Te olvidas del otro… Acaríciale al otro. ¡Pobrecito…!
El otro es un poco muerto y un poco frío, está muy
lejos del acariciado y es como el niño desdichado, el que
tiene envidia, el que se quisiera acercar a la caricia, el
que anhela y mira queriéndonos apiadar, abandonado sin
merecerlo. Sin embargo, se cuenta con él en el otro, y
acariciando a uno sólo se siente a los dos, parece que
nos damos cuenta de los dos. El otro, el más abandonado,
reproduce al preferido, y es la riqueza que no se gasta,
pero con la que se cuenta como con un ahorro firme
En el seno del corazón no es que se sienta el latido
del corazón, porque eso sería terrible e insostenible, como
es terrible y es para dejarle volar sentir en la mano
apretada el latir caluroso del pecho de los pájaros, toda
su pechuga exaltada; en el seno del corazón hay una cordialidad
viva, aunque es en el que está la muerte también,
Ja posibilidad, el augurio de la muerte, y eso mismo
hace que sea más apasionante.
La mujer siente por eso cuando se acaricia su seno izquierdo
algo así como si se cuidase su destino, el destino
que ni ella misma sabe, el destino que reside ahí…
Así, una especie de extrañeza las invade al dejarse acariciar
ese seno, como si fuese superior a ellas y hubiese
de ser implacable lo que en él se alberga, lo que en él
hierve.
¡Qué atravesado de sentimientos indecisos, de sospechas,
de vagas presunciones, de apuñalamientos, debe de
estar ese seno!
El)as por todo eso parecen decir al entregarlo:
—Ahí está… No sé lo que le espina, lo que guarda herméticamente;
cúrale, vuelve propicio mi destino, anímale,
porque es el que ha de morir primero… Aplaca mi muerte.
SENOS DE VIUDA
Los senos de viuda se abren en la negrura profundamente
blancos. Parece que habían de ser blancos y negros,
o el uno blanco y el otro negro, o los dos con aureolas
y pintas negras; pero son blancos, blancos como lo
blanco es blanco y lo negro es negro.
Sobre todo, el primer día que los enseñan de nuevo es
como si fuesen adúlteras, y el descubrimiento que hacen
de ellos hace que tiemblen ellas y sus nuevos esposos o
sus amantes. En medio de la gran libertad de que son
dueñas, parecen facilitar lo prohibido. El cadáver a lo
lejos intenta levantarse y araña en la caja, porque quisiera
evitarlo, porque lo ha visto, porque es lo que menos
ha podido evitar, porque sorprender esa primera vez es
lo último con bastante fuerza para resucitarle un momento,
sólo un momento, un momento después del que muere
definitivamente, y entonces los senos de la viuda se quedan
cínicos y permitidos para siempre.
El amante o el nuevo esposo, sin embargo, verá siempre
cómo desde muy abajo tienden unos brazos hacia los
senos que cuelgan.
Todo el perfil de la viuda se exalta siempre sobre una
cortina oscura, y, por lo tanto, sus senos se destacan también
sobre el negro profundo, sobre el negro que recorta
como unas tijeras su silueta.
Los senos de la viuda son como unos senos que han
matado, como unos senos mortíferos que pueden hacer
una nueva víctima. ¿Qué cicuta dulce hay en ellos? Asustan
un poco y parece que apuntan como un arma de fuego.
Por eso el nuevo manipulador los relaja, los embota,
lucha encarnizadamente con ellos aun en medio de su pasión.
Hay como un duelo a muerte entre él y ellos, y o
declinan los senos de las viudas, o declina el nuevo tesorero.
Las viudas saben cuál era el más preferido por el otro;
eso lo sospecha el nuevo amante y procura no incurrir
en la antigua preferencia y alterna sus preferencias. Es
como si la viuda tuviese dos hijos, el uno hijo del otro,
y el otro hijo del reciente enamorado. ¡Qué cuidado en
no confundirse, porque preguntar la verdad es algo imposible,
es una pregunta inexpresable!
Indudablemente, uno de los senos de la viuda tiene hecho
el taladro que nunca taladra ninguno de los senos de
las mujeres más acreditadas, porque sólo los maridos manejan
el taladrador oficial, la dura tenaza que manejan
los revisores de los trenes.
¡Senos solapados de las viudas!
Senos que, como el sello matado de los coleccionistas,
tienen más mérito que el mismo sello nuevo, tienen
como más vida y una experiencia inimitable, más cumplida,
como es más cumplida la decadencia que hay después
de la perfección, que la perfección misma.
Senos que han muerto y han resucitado, senos que guardan
en secreto dentro de sí las antiguas cartas y las antjguas
noches, como «secretaire» con rincones inasequibles.
Las viudas incitan más con sus senos, porque están detrás…
¿detrás de qué? No se puede aclarar esta idea, y
sólo se puede decir que están detrás, y por eso, aunque
ellas desesperadas los hagan avanzar y avanzar con un
descoco tremendo, desesperadas por lo que les abisma,
retira, profundiza y se interpone entre sus senos y el nuevo
amante, no logran romper el fatal estigma de que estén
detrás… El nuevo amante encuentra en eso una desesperación
que le encalabrina, algo de perro escarbador que
escarba siempre, presintiendo algo que está cercano, que
ve con más nitidez que nada, aunque no lo acabe de alcanzar.
LOS SENOS EN DOMINGO
Los senos se solazan en el domingo; se hinchan, se
abomban, se esponjan, ¡y qué triste es que esto suceda
para que, generalmente, pasen casi todos el domingo en
babia, rozagantes, plenos pero desconocidos, encarcelados,
inútiles, separados de la fiesta!
Ellas hacen gala de ellos como se hace gala de las colgaduras
en las procesiones, en lo alto, en los balcones
de los hogares cerrados, para cuando para la procesión
recoger las colgaduras, así como los senos que han engalanado
desde lo remoto el domingo, tan deseoso de
aproximaciones, de acercamientos, de envolvimientos, tocando
lo que es terso y placentero.
Los senos del domingo, más hechos de gasa, más limpios
que ningún día, como almidonados de nuevo, ponen
más triste el domingo. Lo hacen más irreparable.
Los senos en domingo van llenos de lazos; pero de lazos
interiores y de aplicaciones sutiles. Parece que salen
hacia su apoteosis cuando salen de casa, y sin embargo
no van a ninguna parte, no van más que a describir un
círculo vicioso alrededor de su sordidez.
¡Tristes senos del domingo, tiesos, solemnes, ingenuos
y nuevos, como lo son blusas nuevas que se suelen estrenar
los domingos, más amargos y más dulces que nunca,
como con el traje de cristianar y el gorrito de encaje
que se pone a los niños para el paseo de los días de fiesta!
¡Pobres senos, cohibidos que pierden eternidades sin
darse cuenta, niños sin padre ni madre, ni antes ni después
de haber nacido!
Los que se han quedado en casa están caídos en las
chaisselongues del domingo.
LAS QUE FUERON MATADAS POR
SUS SENOS
Hay algunas mujeres de senos espléndidos y rebeldes,
a las que rechupan, sorben y «suicidan» sus senos. Sus
senos no podían ser vírgenes y abstinentes. Ellas les impusieron
su voluntad de continuar abstemias, y sus senos
se encolerizaron, se volvieron contra ellas y comenzó
una lucha sorda, terrible de rebeldía y de insubordinación
de los senos. Emplearon su hora exuberante en
aplastar sus senos, en luchar desesperadamente con ellos,
en tener una agarrada terrible con ellos.
Pero sus senos vencieron, sus senos se fortalecieron
a expensas de ellas, las sacaron las entrañas, las vaciaron
y flamearon una última vez, como si fuesen las anchas
banderas y ellas el asta flaca de la bandera. Ellas,
ya vencidas, miraron sus senos vencedores, los senos que
las habían robado los pulmones, que se los habían secado,
y presintieron su fin, y llegó inmediatamente su muerte,
porque no sólo contradice la vida una bala de revólver,
sino una abstinencia absurda.
LA MADRE Y LAS DOS HIJAS
La madre y las dos hijas tienen sendos y fuertes bustos.
Van las tres orgullosas y como avanzando en un ataque
a la bayoneta. Se abre el paseo a su paso, como se
abre el mar ante el avance de la proa afilada y determinada.
La madre, en el centro de sus dos hijas, todavía apuesta
y bella, y como hermana de ellas, según dicen todos
siempre, va llena de la altivez de ser la creadora de los
senos parecidos a sus senos, va repartida y propagada en
sus dos hijas, como si fuesen pétalos de ella misma, y
sobre todo, su gran satisfacción es que así demuestra que
la pompa de sus hijas no es la pompa vana de siempre,
la pompa que se deshace en seguida, sino la pompa duradera
y recia.
EL MALABARISTA DE LOS SENOS
Había hecho una preciosa provisión de senos frescos,
esféricos, breves, pulidos, con brillanteces carnales, con
reflejos inconfundibles.
Jugaba con ellos ante el público, y lo seducía.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve,
diez, once, doce, trece, catorce. Los lanzaba, los recogía
y los volvía a lanzar, lleno de tanto amor por ellos,
que ninguno se caía, porque él sabía que se hubieran hecho
mucho daño al caer, y eso hacía que no hiciese esas
piñas que tienen los malabaristas que juegan con pelotas
de fábrica o con platos de metal.
Se le veía radiante de felicidad, contento de su arte,
con una pasión y una fidelidad que le hacían no acabar,
embriagándose con tener en el aire y a la vista los catorce
senos de su colección, mientras en el intervalo inverosímil
en que todos estaban en el espacio y no dejaban
de estar, él tocaba sólo dos, dos en cada instante, sólo
dos, mientras los otros volaban y hacían la curva más graciosa
y más insostenible.
Todos presenciaban y seguían la delicia del número inusitado.
Había en el aire una estela de voluptuosidad y de
una gracia inconcebible, sintiéndose el público predispuesto
al aplauso, ante el suave elemento que manejaba
tan bien, y cuya especial calidad se sospechaba como si
se tocase.
Así el malabarista de los senos núbiles no dejó la pista
del circo, repitiendo su número mostrando a todos la seducción
de los senos convertida en un juego banal, irónico,
digno de los senos triviales e infatuados.
LOS SENOS EN LA DANZA
Toda mujer, tanto las que están destinadas para la mayor
quietud, como las que están destinadas para la mayor
inquietud, debían aprender un paso de danza, creado
sólo para que se desenvolviese en toda su posibilidad
la gracia de sus senos. Andando despacio al acercarse
la mujer desnuda, pierde el encanto de la danza ligera,
pero viva, que debe danzar al aproximarse.
Todas debían aprender íntimamente esa danza suave y
despierta; pero sólo las bailarinas la saben y la practican.
Los senos sienten la locura de la danza con un frenesí
que llega a veces a asustar, porque parece que van a prenderse,
que van a incendiarse del roce de uno con otro.
Caen hasta muy abajo, y se levantan como los brazos;
parece que se desprenden y se destacan, como esas pelotas
unidas por una goma a la mano y que avanzan vivamente
en el aire, sin desprenderse de la mano volviendo
a ella como vuelven los senos al sitio de los senos, aun
destacándose tanto.
Los senos en la danza son desiguales y arbitrarios; es
uno siempre más largo, mucho más largo que el otro, y
baja de un lado, mientras el otro sube y se queda adherido
muy en algo, con miedo de caer. Así en la danza, dentro
de la danza de la mujer, como en un escenario más
pequeño danzan sólo los senos una danza más rota y más
desigual; una danza que desenfoca la otra danza; una danza
central; desgarrada, desesperada, atormentada, llena
de dolorosos y placenteros entrechocamientos, la danza
en que se van moliendo, gastado y deslanguiendo los senos
de las bailadoras, la danza de que salen noche a noche,
cada vez más molidos y macerados; la danza en que
se consumen y se ablandan.
Bajo el ritmo de la danza son lo que rompe el ritmo,
lo que pone una nota de rebeldía, de bravura, de desorden,
de descomposición.
La fluidez de la danza está en los senos, y la bailadora
baila con cuatro brazos por bailar con los senos, que son
unos brazos más libres, que son unos tentáculos ideales.
Por la danza parece que los senos de la que danza quedarán
llenos de un movimiento continuo, como el de esos
relojes en que sube y baja un columpio constantemente.
Los senos en la danza son como un mar embravecido,
y su oleaje da un vértigo que embriaga.
¡Oh, si no fuesen fuertes y no estuviesen bien embridados
a los hombros los corpiños, cómo se escaparían,
cómo se precipitarían sobre el público como esos balones
que tiran los clowns al público, para que el público
juegue con ellos y se los devuelva! A veces hay un momento
en que uno de ellos se escapa; se sale fuera de
sí ya, y la bailadora se lo recoge con pánico antes de que
pueda volar, lo coge a manos llenas y lo guarda, en un
cerrar y abrir de ojos, durante el que el público lo ha
sentido avanzar sobre él, darle suavemente en la frente,
con algo de esos pétalos de rosa que se cierran y después
se hacen estallar en la mejilla.
Los senos en la danza no son del hombre; se libertan
en la danza, se dedican sobre el ara de los sacrificios,
sobre el ara en que arde el fuego, se dedican al Dios varonil
que ama esas ofrendas, y arden en el ara como ardían
los corderillos que se ofrecían en holocausto. Los
senos en la danza es cuando están más lejanos al hombre,
cuando nadie se puede acercar a ellos, cuando están
más solitarios y más dedicados a sí mismos.
¡Lenguas de fuego de la danza, suprema vorágine, vórtice
del espectáculo de vivir que puede dar la vida, señal
de rebato que conviene dar a los corazones para que sean
libres, exaltados y revolucionarios! Pero los senos ideales
de la danzarina ideal serían los que al entrechocarse
en la danza, sonasen como crótalos…
SENOS DE SIRENA
Los senos de las sirenas eran perturbadores, chorreaban
agua, siempre varios hilillos de agua los surcaban
e iba a caer por el pezón, como si fuese una fuente de
esas que se quedan yéndose gota a gota. Mojados siempre,
siempre tenían un brillo vivo, ocho reflejos que señalaban
mejor su gracia convexa y mórbida. Tenían la
fuerte calidad de las algas, su dureza y esa exasperante
tersura que tienen las algas, y que hace que cuando se
cogen al pasar por la playa no se suelten, y vaya uno estúpidamente
con ellas, y hasta sienta ganas de comérselas,
¡Ruda y resbaladiza y femenina calidad de las algas!
Los grandes pulpos del mar se agarraban a los senos
de las sirenas, y los estrujaban dulcemente, sin quererse
soltar de ellos.
Los senos de sirena eran como senos de foca, algo así
de carnoso, de duro y de blando, y las palmaditas que
se daban en ellos sonaban con un dulce chapoteo. En la
mano eran de un peso de pescado que se coge a peso,
eran como dos besugos, uno en cada mano, con ese peso
denso, compacto, un poco metálico, y, sin embargo, ligero,
de los peces; eran resistentes a todos los pellizcos,
y nunca se quejaron. Daba pánico verles tan resistentes
y se volvía el hombre que los tocaba más sumiso y más
agradecido ante el poder de la mujer que se los otorgaba.
DETRÁS DE LOS CRISTALES
ESMERILADOS
Detrás de los cristales esmerilados de los cafés de camareras
se presienten senos más limpios que los de las
prostitutas, y menos usados. Entre esos senos los hay tímidos
e irresolutos, que no se han atrevido a dar un paso
más: el paso a la prostitución.
¡Hay que ver cómo traen sus senos al parroquiano cuando
traen la bandeja con la botella y la copa! Parece que
traen principalmente sus senos en una bandeja ideal, y
que son lo que os van a servir y a descorchar con el empaque
y la importancia con que se descorcha una botella
de champaña.
Para escuchar el parroquiano, para servirle, para achucharle
y que vuelva, se inclinan sobre él desde el otro
lado de la mesa y le amamantan idealmente, ofuscándole,
deslumbrándole, como echándole rosas sobre la cara.
Estos senos de camarera están obligados a una reserva
de todo el día, y sólo a la noche se les deja ir adonde
quieren. Son escondidos, y en lo que cabe, honestos, porque
tienen largas horas de conversación, de abrochada
espera, y están lo bastante limpios de la suciedad de las
mujeres de más abajo. Son senos de mujeres que no quieren
descender del todo, de bellezas a los que gusta la paz,
de mujeres enardecidas por la confidencia.
Por esos cristales esmerilados se ven las sombras chinescas
de algunos senos que están bien. Hay muchos cafés
de cristales esmerilados, y eso hace que sea numerosa
la cantidad de mujeres, entre cuyo número excesivo
se esconde el misterio. Alguien se aprovecha de esos senos
fáciles, pero medio ocultos, de esos senos que no
quieren perecer demasiado ni gangrenarse; tanto que algunos
se escapan a toda pesquisa.
Así hemos pensado que detrás de los cristales esmerilados
de uno de esos cafés llenos de luz, pero casi siemre
solitarios, hay una preciosa joven que nadie sabe que
está allí, que la busca su familia por todos lados, que no
quisiera estar allí y, sin embargo, el dueño la domina y
la guarda en el local cerrado.
SENOS DE ACTRIZ
Los senos de la actriz que ha hecho la tragedia son unos
senos llenos de tragedia, enlechecidos de tragedia, y a
los que ha llenado de una flora de sufrimiento el sedimento
del arte. Sin que lo merezcan quizá, cuando son casquivanas
e infieles, llevan innegablemente esos senos supremos
a los que se han llevado las manos angustiosamente
en los momentos culminantes del drama, y han lucido durante
todas las tragedias sus senos como rosas de té, melancólicos,
con un perfume así, como los pétalos con esa
rizadura tan graciosa y tan desilusionada de las rosas de té.
Los senos de la actriz dramática no son todo lo elevados
que parecen, y generalmente tienen condescendencias
con los hombres vulgares o los hombres ricos y convenientes.
Eso resulta más inaguantable que ante los otros
ante los senos dramáticos que deberían tener una abnegación
más grande. Abusan del arte que se ha depositado
en ellos para entregarse a los seres antiartísticos. Ceden
malamente todo el ideal que se les ha adjudicado.
¡Qué pena que sean así, ellos tan bien portados en los
papeles nobles del drama, ellos tan interesantes en el sufrimiento
elocuente del drama! Debiendo ser para los que
supieran acariciar en ellos a todas las heroínas con el
asombro apasionado de que fueran ellos solos los senos
de todas ellas, se entregan a los que no saben nada de
eso. Debían estar enclaustradas en el fondo del escenario
esas mujeres de los senos dramáticos, los senos enternecidos
y consagrados por el Arte, o, a lo más, debieran
ser para el que mejor comprendiese el drama. Pero
no son sino para el beduino, abusando ignominiosamente
de sí mismos, y no siendo siquiera para el que hace
el papel de su amante, y al que no le permitirían ni un
roce disimulado fuera de la escena, donde se aprovecha
siempre que con arrechucho les puede dar un achuchón.
Los senos de las actrices, de la comedia, y de todos
los otros géneros, son senos engolados, hipócritas, pertrechados,
solapados, que no han llegado a la sinceridad
de la danza y sólo han galleado sin valentía, con cierta
contención procaz y vanidosa. Maculados, aun sin mácula
probada, son senos a los que se les ha ido el perfume
más en vano que a todos los otros.
LOS SENOS POSTIZOS
Aquella mujer se desnudó de espaldas, como quien se
quita ropa un poco sucia, y después se mostró. ¿Cómo
ella, que había seducido con su busto espléndido, era tan
escuálida? ¡Ah! No tenía aquellos senos que aparentaba.
Era una mentira.
Por eso tomó una actitud compungida y temerosa de
ir a ser rechazada. Pero, sin embargo, el descubrimiento
de su subterfugio para atraer en la calle y hacer pasar
el dintel estrecho, el escamoteo que había hecho de sus
senos falsos —¿de cartón? ¿de goma? ¿de vejiga?— la dio
un valor impensado, como si hubiesen sido una provocación
más sutil sus senos imaginarios.
LOS SENOS EN LA ENFERMEDAD
GRAVE
Los senos dolientes sumergidos hondamente bajo las
sábanas o bajo la capa de la enferma que se sienta a ratos
en la cama, son los senos que no se atreve el hombre
a tocar si la enfermedad es grave. No se piensa en ellos
para respetar más la gravedad. Se teme que no puedan
resucitar, pero, sin embargo, se respeta su olvido. Quizá
si se salva la enferma grave, quizá surja sin ellos que la
han alimentado para salvarla, que se han sacrificado por
ella, que se han consumido en la fiebre o que han sido
ofrecidos por ella o por vosotros, con tal de que se salve
su vida, conservando sólo sus muñones, sus nudos como
nudo de árbol.
A veces parece que los senos de la enferma son una
promesa de que vivirá. Si no se hubiesen podido perder
no serían tan suaves ni tan esplendorosos. Ahí siguen,
y eso es una esperanza. Se les da friegas de alcohol, se
les pone sinapismos o las ventosas tiran de ellos y maman
de su vida, como para sacarles la enfermedad, como
para llevársela. Cuando hay que darla yodo a ella,
aunque se cuida de que el yodo no los llene, porque los
pulmones quedan debajo de ellos, el yodo ansioso cae
sobre su resbaladiza pendiente, se corre por su piel y quedan
como ensangrentados, escocidos, ardentados por el
yodo que les penetra. ¡Pobrecitos ellos!
A los senos de la enfermedad se les siente en pelibro,
acurrucados en lo bajo de la camisa, sin sacar su cabeza
ni sus ojos como otras veces, sometidos a la enfermedad,
esperando salir de ella.
No se debe abusar de los senos enfermos. Hay que dejarles
tranquilos y arropados. Están como niños enfermos
al lado de la madre. Ella es la parturienta que duerme
entre los dos senos perdidos como se pierde el recién
nacido en la gran cama de matrimonio.
Da miedo que ellos las duelan o se desgracien; ellos,
a los que se ha tratado tan frívolamente y que en la enfermedad
se transforman y se elevan.
A ratos parecen senos enterrados, senos ya bajo la tierra,
senos que no se encontrarían aunque se les buscase.
¡Oh, si se les pudiese cortar los senos para conservarlos
así, como se las corta su trenza de pelo!
Sólo si la desahucian es preciso despedirse de ellos,
darles la mano, encontrarles por última vez.
EN LA MAÑANA
Los senos muy de mañana tienen una tranquilidad y
un abandono como el que les queda a las recién paridas
después del parto… ¡Quién piensa en ellos! Son los senos
de las mujeres que hacen la limpieza, que arreglan
el cuarto, que los tienen más olvidados que nunca en medio
del olvido general… Alguna vez, sin embargo, piensa
el hombre en ellos durante la mañana, y al descubrirlos
bajo los matinés entreabiertos le emborrachan como
el alcohol en la mañana, cuando se está un poco ayuno
de fuerzas…
Los senos por la mañana se refrescan, toman la ducha
de la mañana bajo los holgados matinés, se llenan de un
rocío interior que les sazona como el rocío a las lechugas
que hemos comido crudas en las huertas durante las
mañanas del estío.
Los senos en la mañana son unos senos como de la
mujer que cría, porque aunque sean de solteras viven para
Ja casa en ese momento, se dedican a la casa como la
madre al niño, los tienen enlechecidos todos con leche
nueva, la leche de la nueva mañana.
Los senos en la mañana son amigos de los zorros, del
plumero, de los espejos, del fondo de los armarios, del
fogón de la cocina, de los baúles, sobre los que se inclinan,
de los periódicos, de los repechos de todo, de las
tablas de las mesas, del saliente de los tocadores.
Los senos en la mañana tienen la calidad de los plátanos
que traerá la cocinera para el almuerzo y de toda la
compra que se hace para mantener el día. Son un poco
fruta y otro poco hortaliza.
Los senos en la mañana se cansan de trabajar; pero
también descansan de vez en cuando sobre los sillones,
sobre las mecedoras, llenas de una mañanera languidez,
una languidez remota al hombre, en reposo como los de
las monjas, abandonados sobre sí mismos, porque aún
no se han puesto ellas el corsé, un poco durmientes aún.
LOS SENOS FALSOS
Los anuncios tienen un valor sexual, no de un modo
agrio y enconado, sino de un modo humorístico, un sí
es no crédulo: los anuncios de las pianolas, con esa mujercita
tan exquisita, a la que diríamos algo apoyándonos
en su piano, en esa postura tan mundana que sólo se puede
adoptar ante las mujeres despeinadas de los anuncios para
los cabellos, tan en matiné, tan frescas y tan criollas, etc.,
etc. Pero sobre todo, la mujer más hecha y más hembra
de estos anuncios es la de los «Pilules orientales». Esta
mujer tiene ya cierto estado irrevocable en nuestra memoria
y en nuestras relaciones femeninas.
Es una mujer procaz, un sí es no barragana, que nos
viene sonriendo quién sabe cuánto hace, con sus turgencias
y con esa sonrisa sexual tan pungente, al enseñar el
revés fresco y seductor de los labios, y al alicaer las comisuras
de la boca tan voluptuosamente como las bocas
jadeantes y rendidas. Es esa mujer exclusivamente carnal,
toda busto, un busto que es además bajo y largo, lleno
de actitud, fuerte de cinismo, cruel, con el ensañamiento
de engañar, aparentando una dádiva, para después
contener o embestir con la marrullería y dureza de sus
defensas, busto lleno de esa maldad de las coqueterías
muy desarrolladas de armas, comilargas y bajas de agujas.
Esta mujer se ha hecho inolvidable, como una vampiresa,
y junto a las mujeres de nuestros amores, de los
viajes y de los libros, fijará ella la sempiterna mujer de
las revistas y de los periódicos, siempre en ese estado
de madurez erecta, deseosa y ardiente.
Es la ciudadana voluptuosa y mordaz de un modo inimitable
y contenido, esa ciudadana de las grandes ciudades,
que hace un gesto con el cuerpo que la provincia
y la aldea no conocen, la ciudadana que ha vivido mucho,
que ha oído las flores más espantosas, que se ha avivado
en su abstinencia por el deseo de los señores, los
señoritos, y los obreros de gran ciudad, y que sabe de
un modo recio y afilado de egoísmo lo que es ser mujer,
lo sabe «hasta donde» se teme desgarradoramente que una
mujer sepa que es mujer… ¡Oh, fatalidad, desvergüenza
calculadora e irreparable de esta sabiduría!
Y ese grabado es inimitable, con su belleza basta, aunque
distinguida para el pópulo, belleza crapulosa, turbadora
y libidinosa. En vano se han hecho con el mismo
objeto mujeres distinguidas, de una esbeltez falsa, exagerada,
visiblemente añadida, sin hueridad, sin carácter,
demasiado pulidas o romantizadas, más urbanas e ingenuas,
demasiado bien hechas y demasiados «anuncios»
y engañifas… Esa mujer es inimitable en lo que tiene de
verdadera, y por lo que ataca la materia gris y da el frío
de los adulterios y de las sensualidades irresistibles, desesperadas,
a las que en vano se intenta suprimir. Es una
mujer viva y obesionante, de la que sorprendí el secreto
lúbrico el día en que me dijo aquella novia blanca y menuda
que iba a comprar las píldoras orientales. Recuerdo
que me volví contra ella iracundo y celoso, lleno de
dentera, y haciéndola daño en las muñecas se lo prohibí,
lleno de asco, de pánico, de sorpresa, de frío en las manos
y en los pies al pensar en ella, la deliciosa y la prudente,
con una belleza de menjurjes de manipostería, con
un pedazo de carne llena de infidelidad, de desobediencia,
de desorden, de torpeza; ciega, destemplada y añadida,
como un pegote innoble a su desnudez, cándida,
tibia y cordial.
¡Oh, senos que han brotado por el influjo de las píldoras
orientales, senos como de esas sustancias blancuzcas
de que están llenos los frascos que van a parar al Rastro;
senos como llenos de enjuagues de esos que se preparan
en las boticas; senos de verdadera pasta de goma o de
engrudo; senos incomunicados con el pecho de que brotan;
senos aisladores; senos cuya materia se burla de los
que juegan con ellos!

Aguanta Sancho

Confesiones de un idiota.

Aguanta Sancho aguanta, no pienses en esos que te acusan.

Están equivocados, son mentes siniestras que van a por ti. Pero de ti no conseguirán nada, eres imbatible, eres superior a ellos.

Aguanta Sancho aunque te echan la culpa de todo, de que hayamos perdido miles de votos y no se cuantas cosas mas, pero tu eres intocable, (yo nunca me equivoco).

Aguanta Sancho, si, claro pactas con independentistas ( que quieren romper este país, que no guardan un minuto de silencio por personas asesinadas, que son indignos, y mentirosos) pero a mi que, tu también eres indigno y mentiroso,  eso que tiene que ver con perder votos. No saben lo que dicen, pobres…

Aguanta, si controlas muchos medios de comunicación y tertulianos a sueldo que repiten como loros las consignas, y la gente es estúpida y se olvida rápido de las cosas y no se entera de nada (por suerte).

Aguanta, no, si pierdes votos en un territorio es por los idiotas del partido que allí moran, ellos sabrán, que no culpen a sus superiores carajo.

Sancholin siempre resistirá, resistir, aguantar en el sillón, a costa de todos los demás que se equivocan, que acosan al pobre hombre, rodeado de tractores, de protestas, con ministros cretinos y siniestros. Pero tu aguanta Sancholin, ya casi estas acabando tu muro, ya sabes por fin que dirá la historia de ti, el hombre que creó el gran muro, que resistió en su sillón, que hizo todo para si mismo sin importarle nada ni nadie mas, que negoció (oh gran negociador) lo innegociable, lo que dijo que nunca daría y acabó dando, que fué tan listo que seguirá siendo chantajeado, succionado, ordeñado, pero tu sigue ahí Sancholin, el rey del aguante a cualquier precio, ese será tu gran legado para la historia, eso dirán de ti, el gran aguantador, el que se lo tragaba todo, el que no quería dejar su sillón, cueste lo que cueste.

Hasta que después de la gran debacle electoral el partido empezó a preocuparse (la procesión, terrible y despiadada va por dentro, no esperéis noticias en los periódicos y noticiarios de esto, la ley del silencio).

Aguanta hombre, sigue ahí que podamos verte humillado un poco mas cada dia. Que grande es la soberbia y que infinita la estupidez humana (ya lo dijo Einstein).

Gomez de la Serna- Senos 2

EL SENO FLORECIDO
Es un fenómeno que se espera y que ha de ocurrir el
día de una mayor evolución, el día en que se prepare el
advenimiento de la nueva mujer de otro género que la
mujer presente.
Los senos ese día de paso de una hora del transformismo
a otra —horas que duran siglos— se abrirán florecidos por
fin, convertidos en la rizada camelia que son por dentro.
Les dolerá el fenómeno a ellas, les costará el dolor de
dos partos, pero se encontrarán alhajadas como nunca.
Con gran cuidado guardarán en las blusas los senos
temiendo que se deshojen y como ya los senos habrán
perdido aquella obscenidad aparente que alguna vez tuvieron
por resultar su forma inexplicable y por tanto excitante,
abrirán dos agujeros en sus blusas para llevarlos
visibles, como la flor viva, la gran camelia de carne con
tipo de camelia de cera, la flor en que los senos se habrán
perdido para siempre.
EL SENO QUE ME LLAMÓ
POR DETRÁS
Yo iba distraído, metiéndome en los faroles, aprendiéndome
los letreros de los establecimientos, deletreando la
ciudad por el camino nutrido de gente de la calle más
concurrida, cuando sentí que me tropezaba algo muy blando
por detrás, un nudillo sin hueso.
No quise volver la cabeza porque era dulce la llamada
en la puerta de mi espalda. Hice como que no oía y sentí
que el seno me seguía llamando.
Ante la insistencia y por si acaso se cansaba y se iba,
volví la cabeza.
Ella hizo como que no notaba lo que iba haciendo, como
si hubiese hecho aquello sin poderlo evitar.
Yo seguía escuchando por detrás, escuchando cómo se
aproximaban en el más absoluto silencio los senos aquellos.
Mi espalda se volvía sensible como un pecho y quizás
yo llevaba la espalda en el pecho y el pecho en la
espalda como si interiormente mi tronco hubiera dado
una vuelta completa.
Alguna vez había sentido algo así el día en que la ilusión
se metió por mi espalda, pues los senos del ideal
es éste el roce que hacen, temeroso el ideal y la ilusión
de que nuestras bruscas manos les echen mano.
Otra vez aquel seno me volvió a recabar y siguió y siguió.
¿Cuánto había andado así? Yo iba inseparable, fatal,
incansable, disimulado. No me hubiera parado nunca si
aquel roce hubiera seguido.
Debía de pasar por muchas calles ya sin disculpa, sensible
al contacto, como desmayado y echado hacia atrás.
Debieron ver todos el caso como si bailásemos un número
de kake-ball, insistiendo en ese número en que él
va delante de ella, inclinado hacia atrás como yendo a
caerse.
Kilómetros y kilómetros debí andar así. Debía estar
muy lejos de donde había comenzado. ¿Sí? ¿No? No había
salido del paseo provinciano en que todos los pasos
suenan como los de un escuadrón que sostiene el paso
de marcha estando parado. El contacto había sido el que
prepara al lado de la que lo ha llamado con los nudillos
de sus senos y que se case por fin con ella. ¡Ah! Pero
como tuvo que irse a cenar yo sólo me di cuenta de que
aquél había sido un caso de aplicación del magnetismo
de los senos.
SENOS PARA SOLDADOS
En la alegre plaza brillante de sol en donde se recrean
los soldados y las doncellas, aparece la mujer que tienen
los senos para que jueguen con ellos los soldados.
Esos senos para los juegos de los soldados son senos
caídos que sorprende que estén tan caídos en la figura
juvenil de la joven que los lleva.
Es lo último ir a que jueguen con sus senos los soldados
y se sospecha que es de lo más abyecta esa joven que
busca esa compañía. No puede buscarse una galantería
más animal. Busca esa joven conquistadora el romance
de las palabras enteras y plenas como brevas de los que
les hablan al oído.
Ya sabe ella lo que hace. ¡Cómo ronda las oscuras casas
en que deberá estar siempre presta!
Un poco lanzado el vientre hacia delante, como desmayado
y cansado de haber hecho esfuerzos sensuales se pasea
por el ruedo enarenado y taurino de la plaza de Armas.
Los soldados, enteros, con la repugnante densidad de
su savia pueblerina, rondan a las mujeres de senos para
los soldados, con la mirada baja e inequívoca, convertida
la visera de su ros en visera de gorra de chulo.
Va atardeciendo. Los senos están más derretidos, viéndose
la lágrima caidera de su pezón como suspensa en
el colador de la blusa, como una gran gota de lluvia.
Los soldados van arrinconando a la de senos para ellos,
senos como un racimo todo desgranado en el fondo del
cubrecorsé, un racimo de uva negra y ordinaria y hay un
momento al atardecer que en un rincón del gran patio
de la plaza de Armas pueden aplastar vivamente el racimo
en el lagar ideal y apurar un trago del mosto perturbador.
LA MUJER MIRÍFICA
Sonrosada y con los dientes como cuentas de un rosario
de nácar, la había escogido aquel hombre lucrativo,
egoísta, cínico más que por lo bella que era porque usaba
las perlas y sabía devolverlas o darlas en oriente especial.
No tema que llevar nada más que una sola noche
a la ópera —detalle imprescindible— el collar enfermo
o descolorido para que adquiriese su albirrosismo.
Numerosos collares habían salvado y él había sido el
encargado de revenderlos. A base de aquello y de nada
más estaba hecha su fortuna, cuyo peligro para él estaba
en perderla a ella.
—¡A ella!
Porque ¡ella! daba su oriente a las perlas, tenía ese privilegio,
porque sus senos eran las dos perlas madres más
magníficas del mundo, redondeados como perlas y con
un oriente que les hacía aparecer como ruborizados siempre.
Todas las perlas de los collares que llevaba, mamaban
un poco de aquel oriente oculto y dejaban un poco escuálido
el pecho.
—¡Oh, destete ya a los collares malvados! —debió de
haber alguien que la gritase viéndola consumirse.
SENOS DE HERMAFRODITA
vSiempre había abominado de los seres ambiguos. Era
sincero y aplastante su odio. No podía aguantar a esos
seres que abusan de que las mujeres sean tan abstinentes
y tan recatadas.
No había perdido ocasión de abominar de esos seres
ridículos, pequeños, con gran cabezota y carne superpuesta
a la natural del óvalo del rostro. ¡Ah, frente a esos óvalos
de los maricas, qué admirables resultan los óvalos justos
de las mujeres, sobre todo en la juventud!
Seguía su rumbo por la vida buscando mujeres sin insistir
demasiado, dejándolas cierta tregua, dándolas tiempo
a decidirse, no queriendo ser para ninguna el compromiso
de la insistencia o de la pedigüeñería o de la exageración
en las palabras.
Así encontró a esta mujer que acabará por desarraigar
de él todo lo que sea blando.
Se fue detrás de ella como detrás de todas las que le
sonrieron así. Era morena, de un tipo de mujer de la sierra
que después le pasmaba en aquel cuerpo pecaminoso.
Estaba entusiasmado con ella y sin que mediara una
palabra fue descubriéndola hasta saber la terrible verdad,
que era una verdadera hermafrodita en la que no estaban
descuidados ninguno de los dos sexos, aunque el fondo,
la figura que los sostenía, era de mujer.
¡Qué asombro y qué descubrimiento! Abrazado a ella,
apoyado en sus senos de mujer perfecta, lloró la pena de
no poderse separar de la monstruosidad y tuvo la primera
epilepsia del hombre rarísimo que ha encontrado la
hermafrodita.
Aquellos senos eran como la burla de Dios dedicada a él
solo. ¡Cómo ocultaba la verdad! ¡Qué trajes más espesos se
le ocurrieron para cubrir a la mujer que había descubierto!
—¿Y nadie más que yo lo sabe? —le preguntaba constantemente.
—Nadie —contestaba ella con una inocencia que amenazaba
con destruir la pregunta insistente y trémula, que
él hacía, porque bien sabía —¡lo sabía por su misma entereza
doblegada!— que quienquiera que hubiese sabido su
secreto, volvería desde el fondo de la tierra para tocar los
senos de la hermafrodita, en que estaba la burla de Dios.
LOS SENOS DE PILAR
Yo fui el primero que toqué y acaricié aquellos senos.
Llevé a ellos la violencia con que tocaba los de una mujer,
pero en seguida me contuve porque noté que la dolían,
como la encía al niño que está en plena dentición.
Se los sentía crujir en la mano y se los veía crecer mientras
se los acariciaba. Eran como nísperos, todavía agrios
para ella. «¿Estaba agostando quizás, el racimo futuro,
sin honor ni provecho puesto que estaba verde?» Varias
veces me pregunté eso.
Gritaban como dos crías en el nido y se removían inquietos,
asomando el pico pidiendo de comer. Más que
besos y cariño, querían ser mayores, sólo «poder volar».
Ella me los ofrecía entre las medallas y una llave de
una caja de esas que tienen un espejito dentro y en las
que las novias guardan sus cartas y las criadas sus peines.
No olvidaré aquellos senos que no tuve más remedio
que comerme el primero porque ella me los ofreció como
sus dos mejores bombones, con ese desprendimiento
inimitable del primer amor.
DESAFÍO POR UNOS SENOS
Los senos de Eloísa hicieron enemigos irreconciliables
a Paco y a Martín. Se podían haber repartido los dos senos
uno cada uno, pero no se les ocurrió eso. Querían
la pareja. Ella tampoco, como los chamarileros, los hubiera
vendido separados.
En sus disputas absurdas, llegaron un día a desafiarse.
El lance fue concertado con gravedad. Querían los dos
que el que quedase fuera dueño de Eloísa.
En la madrugada en que los árboles borrosos, de nuevo
en sus primeros albores, van surgiendo del suelo, se
fueron a un camino de las afueras y allí lucharon.
—¡Por sus senos! —dijo al comenzar el combate Paco,
como el que ofrece el torneo a su dueña.
Duró muy poco la refriega y se desplomó en tierra Paco,
el que precisamente había hecho la invocación.
De entre la espesura entonces salió una mujer, presurosa,
que tropezaba con el aire.
Acercándose al grupo de los padrinos y los invitados,
se abrió paso hasta el herido y se inclinó sobre él.
Se muere, le habían dicho al acercarse. «Me muero —la
dijo él y se olvidó del romántico—, pero muero a gusto
por morir por vos, señora», eso que era el hombre que
verdaderamente moría por ella.
Ella, compadecida, preguntó:
—¿Conque por mis senos?
—Sí, por sus senos.
Ella se desabrochó el corpiño haciendo saltar los botones
y como quien saca de un botiquín el frasco salvador
así le ofreció su seno. El lo acarició y poco a poco
fue reviviendo y comenzó la nueva vida que le duró muchos
años casado con Eloísa.
LOS SENOS DEL CUENTO
DE NIÑOS
Aquella niña de catorce años, de trenzas de sol, había
perdido sus senos y lloraba, lloraba porque, aunque no
le eran útiles, sospechaba en ellos no sé qué extraña virtud
y esperaba de ellos la orientación, porque los senos
dirigen a la mujer, son su timón.
—¡Mis senos! ¡Mis senos! ¿Dónde habré perdido mis
senos? —decía ella consternada y seguía buscando por
Ja espesura del bosque.
Sus manos, mientras repetía «¡Mis senos! ¡Mis senos!»,
buscaban en su pecho las carteras repletas de sus senos.
Se encontró a una viejecita y ésta le preguntó qué le
pasaba.
—Que he perdido mis senos —contestó ella haciendo
sus ademanes de mujer que ha sido robada.
—¡Ah, hija mía, tus senos los ha cogido el ave para
ponérselos!… La gran ave no tenía más pena que no poder
tener senos como los otros seres superiores… Un ave
con senos arrebatadores, podrá llamar a la puerta de los
ángeles como una tentación del cielo con sus senos de
la tierra.
La que había perdido los senos los dio por perdidos
para siempre y toda la vida recordando eso se llevaba las
manos al sitio de sus senos y eso los evocaba arrebatadoramente.
..
LOS SENOS DE LA OSCURIDAD
En la oscuridad sentía algo que era dulce y mórbido
aun en medio de ella y avancé las manos hacia aquello.
Eran unos senos blandos, cediendo con la precisa elasticidad
de cuando están en su punto.
Al extender las manos en la oscuridad de las habitaciones
oscuras siempre me había creído un jugador a la
gallina ciega que quisiera encontrar los senos de esa amiguita
que me había vendado y que estaba entre los demás.
Al extender las manos para no caer en la oscuridad,
también las extendía buscando unos senos, los senos
de la oscuridad, el fruto campante en ella.
Muchas veces, en vez de salirme al encuentro los senos
de la oscuridad, me salieron los senos de los alzapaños
y algún remate redondo de algún mueble, pero por
fin esa noche me salieron al encuentro los senos de la
oscuridad, túrbidos, espesos, a gusto de la mano.
¡Qué sensación de que eran los senos breves de lo vasto,
de toda la habitación, de todo el espacio!
Cerré los ojos para sentirlos mejor y sentí cómo su miel
se derretía en mis manos. No hablé. Hubiera sido fatal.
Estuve en lo opaco hasta muy tarde y me dormí en la
oscuridad tomando los senos de la sombra.
Los senos de aquella mujer eran los senos del alma,
blancos, puros, perfectos como dos circunferencias.
Al tocarlos sentí que tocaba su alma y sentí en todo
mi ser un escalofrío, una crispadura especial.
—¿Pero llevas tu alma en carne viva? —la dije.
Sí la llevaba. Era cosa de su naturaleza, pues aquellos
senos tenían la expresión del alma.
Yo en aquellos senos sentí que tocaba un alma, que acariciaba
un alma asomada a la vida.
Bogaba con sus senos en el aire, hundiéndolos de vez
en cuando en la ola del pecho masculino.
—No quiero que esta noche vayas a casa —la decía el
chulo por lo bajo.
Fueron madurando el proyecto durante 5 chotis, 6 polkas
y 24 valses. Parecían bailar en la plaza de toros, movidos
por la banda de los toros que parecía estar sobre
una especie de toril con su misma colgadura roja y amarilla.
Después de tantos bailes y como aquélla había sido la
noche del cénit de la belleza opulenta, esa noche que la
mujer comienza hermosa y acaba pachuca, sus senos se
habían ido cayendo, derritiendo, consumidos por los demasiados
bailes.
Al verla así el chulo, la dio de lado y la dejó con su
madre, la que tenía la llave más grande de todas las madres
sentadas en aquellos bancos.
LOS SENOS EN LA PLAYA
Los senos junto al mar, en las playas del veraneo se
vuelven cóncavos, restringidos, comprimidos. La ducha
del mar es como un fuerte cubrecorsé de goma que los
aprieta. Las duchas del mar suprimen y corrigen sus locuras,
su vago aliento hacia el hombre, lo único que los
justifica colgantes y abultados como un bulto y tontos.
Por lo tanto, sin su única justificación se vuelven antipáticos,
desdeñosos, fríos, senos de merluza.
El mar los redondea, los fortifica, los amarra bien a
las antipáticas mujeres que no son más que saludables.
En los cotillones de la noche marítima y aburrida, ellas
presentan sus senos orgullosos, hechos como de tela embreada,
musculizados en el baño y en el tenis.
Ante el descaro imbécil de los senos desimantados por
el mar, que se van en fila por el camino de la playa hacía la
comida, todos los veraneantes llenos del demasiado tonto
apetito de las dos de la tarde, he llegado a odiar las playas.
Los senos de las playas son senos engañosos, entretenedores,
con los que las muchachas azules y blancas quieren
encontrar un marido que las lleve todos los años a
bañarse en la indiferencia y adquirir el egoísmo irresistible
y cretino.
LA QUE TENÍA LOS TRES PELOS
DE LA FORTALEZA
Gran tipo de contrabandista tenía aquella mujer, solemne,
fiera, capaz de levantar grandes pesos con la expresión.
Aquella mujer en cualquier trance amargo de la vida
sabría pechar con todo y enseñar al hombre la resignación
animosa.
Aquella mujer tenía bajo su blusa sencilla, en el fondo
de sus numerosos forros, los senos felinos, los senos en
cuya punta hay tres pelos, los tres pelos de la fortaleza
que muy pocas gitanas tienen. El que se case con esas
mujeres estará defendido contra todo.
EL QUE SE CASA POR ELLOS
Sólo por saber cómo defendería sus senos cuando ya
no tuviese derecho a defenderlos, se casó con ella.
Esquiva, como pareciendo que hasta el marido la iba
a robar su belleza —¿por qué razón se va a perder la honestidad
a fecha fija y ante nadie?—, esperaba.
«¿Qué hará?», pensaba él y caminaba a saltos hacia ella,
saltando los obstáculos que se oponen a las bodas.
Y aquella noche de bodas ella se los dio con una deshonestidad
sorprendente y se los presentó ya siempre con
una alegría y un acoso incomprensible en aquella mujer,
danzando como si hubiese sido siempre una bailarina de
café cantante en Nueva California, bailando la rumba y
la danza paraguaya de los senos.
LOS SENOS DE LA DOMADORA
Senos valientes, intrépidos.
Los zarpazos del león van buscándolos y aun con eso
ella los presenta lo primero de todo por delante de sí misma,
aunque se ve que es lo que defiende con el revólver
que lleva a la cintura.
Los gestos de las «manos» del león hacia la domadora
son gestos bruscos, temerosos, intencionados, de hombre
que busca los senos a la mujer y ella tiene la misma
táctica que la mujer emplea con el hombre.
Es notable ver más sincera que nunca la violenta y enconada
ferocidad del hombre frente a la valiente defensa
de la mujer. (Así son las luchas entre la doncella que no
quiere que la toque el señorito, y el señorito que lo está
intentando siempre).
¡Cómo son de fuertes los senos de la domadora bajo
la recia cazadora, bajo el fuerte pijama de agremanes con
cadenas!
La domadora resultará por eso mucho más heroica que
el domador, porque da sus senos al peligro, porque da
más el pecho a la fiera.
Los senos de la domadora son como crótalos, como
los senos con dos escudos que los defienden, apretados
sus poros, dispuesto el pezón como un estilete. Parece
la domadora la cazadora de osos con el cuchillo en el
pecho.
¡Qué mansa y qué femenina resultará después para su
marido la valiente domadora! ¡Qué gran contraste en el
hogar con cuadros románticos, frente al tocador vestido
de rosa como un bebé!
Los senos de las andaluzas huelen a flor de azahar, son
grandes flores de azahar, ampulosas a veces. Porque los
senos de las andaluzas no suelen ser muy grandes.
La andaluza es breve, enjuta de tanto hacer gracias desde
niña, el espíritu de la golosina de tanto tomar golosinas,
desde la de los piropos, hasta la de la misma tierra
de la que la pertenece el mimo que recibe de todos lados.
Como se creen que en todo el mundo están diciendo
siempre: «¡Qué bella es Andalucía! ¡Oh, Andalucía!»,
están consumidas de ir tan en lenguas alabosas.
La andaluza ágil, representativa, la que se lleva todo
el éxito de la fiesta, con la que hablan todos, es larga
ceñida por sus costillas como por un corsé apretado, con
el color negrillo y las facciones dibujadas por los nervios,
despavorida de tanto reír desde niña, de tanto ser
la niña maravillosa.
En esa andaluza enjuta como el tallo del clavel y en
el moño el clavel, los senos son puras disquisiciones, una
florecita para la boca.
—¡Las naranjas son el fruto! —que dicen ellas. Ellas
llevan encima la flor de azahar, nada más.
Sólo ya en la madurez sus senos se esponjan, se ponen
maduros, sorprenden como una segunda juventud completamente
distinta de la primera. ¡Quién iba a pensar
que de aquella anguila!…
—Así no se han cansado ellos —dicen entonces ellas.
Los senos del arte apenas exiten. Se materializan en
la pintura y pierden su verdad, apareciendo como una
cosa ficticia.
Alguna virgen tiene un seno muy mono que es como
una poma de esencia o como la pomita diáfana de uno
de esos búcaros de cristal que sostiene una azucena, búcaro
que por lo sutil que es, parece más bien una de esas
sutiles ampollas de laboratorio que son de cristal tan delgado
que cuando se rompen se deshacen como polvo de
talco, en vez de romperse como el cristal.
Los senos de las mujeres de Botticelli son senos que
parecen que les darán deseos de sí mismas a ellas mismas.
Los senos que pinta Cranach son senos de mujeres góticas,
idiotas e incitantes.
Los senos vestidos del Arte son muchas veces senos
más encantadores que los senos desnudos. Así, los senos
de Leonardo en su blusa de descote redondo.
Los que pinta Bronzino son senos vestidos de cortinaje.
Los senos más verdaderos del Arte son los de Tintoretto
cuando pintaba a su querida y la sacaba un seno o
la metía una hojita verde de morera entre el seno y el
corpiño para darle mayor frescura y relieve.
Tintoretto no quería perder el tiempo contemplando a
su querida completamente vestida en aquellas poses para
sus repetidos retratos, y para no perder el encanto de
la vista la sacaba un seno, un seno opulento, de mujer
con el desnudo lleno de rusticidad y de exuberancia y
lo ponía al fresco, habiéndolo dejado así al fresco para
toda la eternidad.
—Ved un adelanto de mi querida, con su tipo de mujer
que se ve, que sólo tiene una misión que cumplir, la de
entregarse —parece que dice.
El seno más natural del Arte es ese de la querida de
Tintoretto, que en las salas del Museo del Prado enseña
su seno ambarino, aculotado por el olor de los barnices
y la insistencia de los pinceles que barnizan.
Bajo el sol de Madrid a través de los años, este seno
ha madurado, se ha embellecido, ha ido guardándose ese
optimismo de las mañanas, independiente a todo en el
mundo, pues a él lo mismo le da que se muera el Rey
que, que se muera el crítico de Arte. El Museo se abre
todas las mañanas con el mismo optimismo del arte. ¡Qué
optimismo me ha dado eso los días en que creí que me
moría!… «¡Pero el Museo abrirá hoy las fuertes persianas
de hierro a la luz serena y desprendida de los museos!
», me decía yo aquellos días y me quedaba en paz,
dispuesto a morirme con resignación.
De toda esa tibia y azucarada luz de las mañanas, está
lleno el seno de la querida de Tintoretto, seno como en
el frutero del aparador de la casa en que siempre hay fruta
fresca.
¡Magnífico el de la Virgen del Veronés!
Los senos de Rubens son senos más falsos, sin esa prestancia
de los senos enjutos, aunque sean opulentos. Son
senos de alemana blanduzca y senos de mujer demasiado
blanca y deshuesada y descartaligada. Sólo está bien
el gesto, de mujeres que llevan senos, que tienen esas mujeres
de Rubens y mejor que ningún otro, el de aquella
que, cruzada de brazos, los sostiene sobre «la sillita de
la reina» que forman sus dos brazos cruzados.
Los senos de Tiziano son senos como piñas naturales,
con ese ámbar de la piña descortezada, sin su máscara
de salvaje en traje de ceremonia.
Los senos de Goya son senos discretos y elegantes. Toda
mujer elegante puede presumir de senos a lo Goya, empinaditos,
con un gran valle en medio. Los senos que sigue
vistiendo Worth y Paquin.
Los senos de Velázquez son duros y toscos.
Los de Watteau, como peritas sanjuaneras.
Los del Greco como lengüetas, como triángulos caídos,
como senos acuchillados.
Los de Teniers como calabazas sonrosadas, etcétera,
etcétera, porque no es cosa de recorrer las salas de los
Museos y que se vea en mí un frío clasificador.
Los senos del arte no pueden con su estulticia. No son
capaces. El seno es mórbido de verdad —por eso no le
sirve la pintura— y tiene que ser blando de verdad —por
eso no le sirve la escultura— y tiene que ser vivo —por
eso no le servirá ningún arte imitativo, aunque encuentre
la poma o la esponja más delicada para imitarle.
A lo más, vuelvo a repetirlo, los senos de Tintoretto
con sus pezones como nadie los ha pintado, conseguida
la transparencia de cristal sobre la carne que deben tener.
Está hasta bien ese gesto de la mano rústica que recogen
de un modo forzado y natural las telas, para enseñar
la teta.
¡Oh, también esos viejos de Tintoretto que agarran por
los senos a la que encuentran bañándose!
«De Santa Anacaria» ponía en el envoltorio que se guardaban
en aquella vitrina de cristales emplomados.
Por fin, al hacer una nueva tabla de las reliquias, uno
de los frailes, fue destapándolas, y al llegar a la célebre
reliquia de la Santa, quizá su cráneo, quizá su corazón,
quizá su alma, se emocionó, tomó la preciosa joya y fue
poco a poco desenvolviendo los muchos y diversos cobertores
o palios en que estaba envuelta.
Era el primero de raso verde con remates de pasamano
de oro y el siguiente un cendal blanco de seda con
cabos de cinta naranja, largo más de una vara y media
que cercaba con muchas vueltas lo que aquello fuere.
Debajo de ambos estaba un caparacete de tafetán carmesí,
ajustado a aquello y perdido el color con la grande
antigüedad y dentro, y como forro, dos vueltas de cendal
blanco, perdido el color y deshecho en mil piezas.
Seguíale otro cendal delgado de seda, color rojo encendido.
Tanta era la veneración en que la antigüedad siempre
tuvo a aquello, que reputando atrevimiento descubrirlo,
lo iban poniendo unas cubiertas sobre otras.
Cuando tras tantos arreboles iba a aparcer lo que fuere
sin cortinas, se encontró con que lo que fuese estaba
estrechamente forrado en lino delgado y no en una pieza
o en dos, sino en muchas y menudas.
El fraile notó que era algo blando y que ponía especial
delicia al tocarlo. Como era puro y entró muy de niño
en el colegio, sólo tenía del contacto de aquella blandura
un vago recuerdo de infancia, cuando mamaba del seno
de su madre.
Por fin, temeroso, embriagado, sintiendo un calambre
placentero, quitó los últimos cendales y apareció un seno,
el seno de la Santa, prodigiosamente conservado por
los embalsamadores admirables y quizá por el milagro.
El fraile fue a dar cuenta a su superior.
—Un seno… ¡Era un seno!
—¡Qué nadie lo toque! —dijo el rector.
Toda la comunidad pasó por delante del seno virgen
y mártir, que cedió a las miradas como hubiera cedido
a los dedos, que era inevitable que fuese la cosa de morbidez
pecaminosa e irresistible.
Conservaba su roseta con todo cuidado, pues los embalsamadores
saben pintar los labios y hasta dan sombra
de actriz a los ojos de las embalsamadas.
Aquel seno, aquella reliquia, disolvió la comunidad.
Todos se fueron por el mundo buscando un seno que no
estuviese prohibido, un seno como el de Santa Anacaria.
Antes trasladaron a la catedral el seno vivo, viviente,
mórbido, muy entrapajado y pusieron en el letrero: «El
corazón de la Santa» en vez de «El seno».
LOS DE LAS NIÑAS DE ESE BARRIO
No se sabe lo que ha pasado en ese barrio, pero las
niñas lucen todas senos opulentos y caídos de mujer. Quizá
los deben a que son las hijas de unos padres crapulosos,
envenenados, con el microbio inextinguible que de
algún modo es hijo de las mujeres de las mancebías que
son escogidas entre las que tienen mejores senos. (Los
hijos son hijos de células de la madre, la del padre y del
microbio avariósico hijo de la vistosa y lujuriosa mujer
de las mancebías, resultando así los hijos a imagen y semejanza
también de esas mujeres).
El porvenir de estas niñas no se puede presagiar. Las
dicen demasiadas cosas los chicos al pasar y todos los
hombres las dicen algo que las corrompe. Las niñas de
ese barrio son como mujeres que no saben lo que hacer,
pues las faltan muchos años para casarse. Sus senos son
hijos de la perversión de sus padres. Son senos que dan
pena porque son como dos ratas muertas, colgadas de sus
pechos de niña.
¡Que el diablo nos salve de incurrir en las añagazas
de la nueva humanidad, a la que la saldrán las manchas
sospechosas a los veintiún años!
LOS SENOS DE LA QUE VA
POR CAFÉ
Entra orgullosa de sus senos con la cafetera en la mano.
Como es la caída de la tarde —la hora en que los
hombres que han acabado el trabajo necesitan beberse
una taza de café— parece que vuelve después de haber
conseguido gracias a los pastos del día, que sus senos
sean caudalosos, repletos, titilantes.
Tiene este desparramarse de las mujeres por las calles
del barrio de senos mejores, algo de la vuelta de las cabras
repletas, imponiéndolas un modo de andar especial
lo «ubronas» que vuelven.
Las que entran en los cafés con sus senos magníficos,
tienen una altivez especial al decir: «Más café que leche
». Quizás es que ellas pueden mantener la necesidad
de leche que le puede ocurrir al mucho café.
Pasan por todo el café como «echadoras», que se miran
en todos los espejos. Viendo lo que llevan delante
dan ganas de alargar las tazas.
Todo el café espera a que la paradoja se cumpla y que
a ellas las ubérrimas las echen «café con leche» en la jarra
lechera.
Cuando salen del café van más completas, más llenas,
más orondas. En la calle les dirán como a las que llevan
los botijos y tienen la caridad de dejar beber a chorro:
«Morena, ¿un poquito…?»
LA TEMEROSA
Tenía los senos más bellos del mundo. Había ido a un
tasador a que se los tasase y el tasador le había dicho
que valían veinte millones. Las mujeres que son las más
entendidas se recreaban con sus senos, y la célebre baronesa
—por algo era baronesa en vez de «feminesa»—
los había querido para ella.
Ella con gran miedo de que se los robasen los guardaba
en un cofre-fort y a veces los llegó a guardar en las
cajas subterráneas del Banco.
Sólo en las grandes solemnidades, en las grandes fiestas
del gran mundo, rescataban sus senos y se los ponía.
—Irá la de Rosalda —se decían en voz baja los invitados—
y llevará sus dos senos, únicos en el mundo…
El salón que elegía para ir se llenaba de gente, desde
muy temprano, pues se podía dar una fortuna sólo por
verla subir las escalinatas, todos los invitados en la plataforma
de museo del alto y ancho balcón del descansillo
que daba a las escaleras de mármol.
EL XILOFONISTA DE LOS SENOS
Aquel hombre de espíritu sutil y preocupado siempre
se había interesado por encontrar en los senos el tono
musical, la polifonía.
«La tienen —pensaba él—; la deben tener».
«Cada seno tiene un matiz musical. Lo único que hay
que hacer es encontrarlos», seguía pensando él.
En las estancias reservadas se quedaban impresionadas
las mujeres cuando del bolsillo interior de su levita
sacaba un macillo y daba unos golpecitos en los senos.
Se parecía al dentista cuando da unos golpes con el pequeño
martillo en la dentadura del paciente o al médico
cuando ausculta o reconoce poi un procedimiento nuevo.
«Lo que hay que perfeccionar es el macillo… Los senos
tienen su nota perfecta, pero es muy difícil de sacársela…
Lo que hay que perfeccionar es el macillo…»
Y perfeccionó el macillo y gracias a eso un día pudo
reunir las más deliciosas notas, en un conjunto ideal.
Ponía en fila sus mujeres de senos distintos, los senos
agudos, chillones, frívolos, respingones como los cuernos
del cabrillo, hasta los senos opulentos, caídos, graves,
que daban la nota honda; unas veces era inútil el derecho
o el izquierdo, porque daban una nota extraña en
la escala de la colocación de las mujeres. El macillo se
libraba muy mucho de tocar ese seno átono.
Resultaba fantástica la figura del grande y extraordinario
xilofonista frente a los senos sumisos, que se le ofrecían
con un aguante sincero, como si fuese el corazón
el que daba las notas entrañables de su música. A veces,
cuando la pieza musical era larga y violenta, se dibujaba
cierto dolor en la del seno más atacado, ese seno izquierdo
o derecho que tenía la nota culminante y repetida en la
partitura.
EL SENO CATEDRALICIO
El seno más grande de todos los senos lo he visto en
una catedral. Está en la catedral de Segovia. Se lo enseño
a los turistas y se quedan asustados de que aquello
esté en una catedral. Parece cuando se lo sorprende que
una matrona cristiana se ha abierto el ropón para dar de
mamar a todos los niños Jesús de la iglesia.
Está junto al cuadro de una virgen que se venera en
Méjico. Está solo, y en vez de un exvoto parece un altorelieve.
Es curioso compararle con los senos que transporta
en una bandeja la pobre Santa Eduvigis, a la que
se los cortaron y que parecen un par de ojos saltones o
un par de huevos fritos, entre cuya clara, muy cuajada,
se ve la mancha rojiza de una yema de huevo a medio
empollar.
Es el verdadero seno catedralicio y los canónigos que
guardan sus capotes y sacan sus blusas moradas de los
cajones de esa capilla, miran con disimulo al seno descuidado.
La cera se ha vuelto oscura, sucia, resobada, con crudeces
de carne mercenaria. Parece que el artífice de los
senos, después de mirar a la magnífica matrona que pedía
un seno para salvar el que tenía empodrecido, dijo
que lo tenía que hacer, porque no tenía ninguno que la
aludiera, y entonces construyó el seno más grande del
mundo, que es el seno de su arquitectura.
Yo, desde que sé que existe ese seno en la catedral,
encuentro perturbada su sombra por ese monstruoso seno
solitario, al que convendría poner, para velarle, un pañolito
de encaje, como lo hace la dama opulenta cuando
da de mamar al niño en los jardines.
¡Atrevido seno que desafía al tiempo y cuya cera se
va volviendo mármol poco a poco!
LOS SENOS DEL ESTILO
El estilo tiene los senos más puros y requintados que
se conocen, los que no admiten la caducidad.
Hay frases augurantes en que se encuentra un seno delicado
que compensa de lo monótona que es la fiesta de
la vida.
Yo, en mis primeras obras, sólo atendía a esos senos
del estilo poseído por una adolescencia más fuerte que
ninguna, y con unos rubores que eran erisipelas. De aquellas
excesivas garambainas y gaiterías procede esto, porque
no hay granazón sin esas adolescencias llenas de afán
creador, desesperadas y difíciles como un martirio.
Los senos del estilo son senos suspirantes, con lagoterías
mimosas, con deleites eximios.
Los senos del estilo pueden ser pechinegros, pechirrojos,
pechitornasolados, con todos los matices imaginarios
y todas las bordaduras y perlerías posibles.
Muchas veces se encuentran en una frase y a veces sólo
en la oportunidad de una palabra. Así decimos «afrodisia
», y encontramos en esa palabra el tacto plumoso
de un seno ideal, esa cosa enguantada con fino guante
y, sin embargo, al mismo tiempo, desenguantada del fino
guante, que tienen los senos.
Hay senos estupefacientes y enervadores en el estilo,
donde también surgen a veces, sobre todo en el más puro
castellano, senos duros, enjutos, atirantados, senos de
labriega bravisca y reacia, senos como un calvero de los
senos, pero en los que hay un fondo de condensación que
los hace los senos palmarios y estupendos.
¡Senos enlabiadores del estilo! Vamos tranquilos, sosegados,
mirando a los árboles en la improvisación, cuando
a lo mejor vemos surgir los senos, dichosos del estilo,
los senos aurinos, opalinos, fulgurantes, que después convierten
al libro en un libro de alcahuetería. Sabe uno dónde
están los senos del libro, sus espontaneidades en forma
de senos aurirosados y engalonados con todas las galas.
¡Qué sinfín de senos los del estilo y qué morbideza la
suya!
Es un tumulto de senos el del libro, senos cimarrones,
senos reventones, senos miñones, senos insolentes, senos
pingorotudos, senos espiritosos, senos melifluos, senos
sacratísimos, senos evanescentes, senos eucarísticos
que sólo son una vaga aura, senos recios como pensiles,
senos emperifollados o emperingotados, senos fascinantes
de elasticidad y blandura insuperable.
Nunca he perdido mi emoción ante los senos del estilo
retrecheros, tornasolados, proteicos, pulposos, con elixires
desconocidos según la composición o el retintín de
las palabras que los emplastecen.
Mi insistencia en el estilo me ha hecho encontrar esas
lozanías y esos gozos de los senos, y no los senos a ultranza
momificados y rancios, escondidos en los rincones
más apartados de los diccionarios, sino los senos que
perviven, que son inalterables en el presente, que tienen
hechizos fáciles de comprobar por cualquiera, que son
un lampo de luz entre las palabras. ¡Qué largo amor a
las palabras vivas en los trenes, en los comedores, siempre
con los paquetes de cuartillas llenas de palabras queridas
que ocultaba como un avaro a los indiscretos por
si no llegaban a comprender lo que era aquello! Sólo un
amor tan largo podrá conseguir de las palabras tan capitosas
alegorías sin rebuscamiento.
Los senos del estilo son como capullos edénicos —capullos
que nadie logrará descapullar o destrozar por
completo—, copas idelatrales y gayos colores.
Los senos del estilo no son para los logreros del estilo,
que nos componen senos demasiado almibarados, son
para los que han ido verificando las palabras sin excederse,
pues el exceso es lo peor, lo que pone la trichina
en los senos.
Los senos del estilo están como los de las huríes, vestidos
con los caireles más brillantes y con un halo a su
alrededor, como si llevasen una pezonera inmaterial.
A veces el estilo sólo imita a los senos porque es ese
estilo bufado y acrecentado por su misma esterilidad. ¡Senos
que se deshacen como pompas de jabón en el aire
de los salones de la oratoria!…
Los senos del estilo son senos no sólo vivos, sino senos
que se mueven como brazos a veces orgiásticos o convulsivos,
y a veces sin una palpitación, como los de las
estatuas, cuando están inscriptos en el párrafo ático.
Cada embeleso del estilo, cada floripondio de palabras,
cada concordancia peripuesta, es un seno y un seno que
no invoca a la lascivia sino a la dulzura.
Los senos del estilo borbollean y regurgitan, volviéndose
más eminente su eminencia.
Son lucios, radiosos, rimbombantes, luníferos, ambrosinos,
ledos, donosos y que como compuestos de palabras
llenas de ternura transmanan ternura.
Estos senos heteróclitos del estilo, son los senos del
transmundo, los que no se abren en la gusanera de los
otros, que serán alguna vez panal de los gusanos y gusarapos
en la hoa de la descomposición.
Senos célicos del estilo, cuya misma palabra tiene la
insinuación incorruptible y tiene algo de haberlos inventado
y melificado para la gracia cuando aún no vivían
para tan pura emoción. La misma palabra «senos» se abullona
en dos bullones o gurullos.
Para el estilo los senos son como una rapsodia, en cuya
armonía se tiene gusto de acuciarse. El estilo desea
decir que son coruscantes, lo dice y ya lo son.
Frente a los senos de todas esas pitusas y pitusillas que
andan por ahí, los senos del estilo son como los senos
antropomórficos.
Los senos del estilo son ricos en argentería y en filigranas,
pues su plétora incesante les permite toda la riqueza
de apariencias imaginables.
¡Qué hermosos senos en las redomas del estilo!
La piel de los senos del estilo es más joyante que la
de los senos ciertos y resulta lúcida y traslúcida.
En los senos del estilo en vez de pezón hay un pábilo
iluminado.
Los senos del estilo son de sésamo incorruptible y son
verdaderas madreperlas siempre en sitio inasequible.
Los senos del estilo estarán pimpolleciendo siempre
porque son por naturaleza pimpolludos.
Los senos del estilo son más dulzosos que ninguno y
se contonean y se escorzan, como no pude hacerlo con
sus dos cebolletas o piltrafas la pobre mujer viva.
Los senos del estilo son esclarecidos y su cúspide toca
el cielo del porvenir.
¡Cuántos senos se han disipado en el mundo1 Por eso
contra esa disipación viene el arte y los embalsama en
el estilo gracias a su condición inmarcesible.
Frente a los senos de fondo fangoso de la vida, los senos
embriagantes del estilo quedarán como cálices arquetipos.
Frente a esas pompas y esas pompitas que son los senos
de la vida, los senos del estilo son sólidos como grandes
gemas.
Los senos del estilo además gorgotean como una fuente,
enloquecidos e inlunados de palabras.
Si se pudieran hacer los sermones profanos que exige
la vida, habría en mi sermonario el sermón de los senos
del estilo y se los haría ver a mis sufragáneos destacándose
como guirnalda imponente del frontispicio, como
rimbombancia deleitosa del estilo.
Perseveremos, amigas puros del estilo, en la busca de
sus senos verdaderos, librándonos mucho de usarlo de
un modo jactancioso y alardeante, como vaniloquio lleno
de argucias falsas.
Que sea la festividad de la mañana un rito dedicado
a las palabras hasta donde el verbo es verbosidad, pero
no verborrea.
Toquemos esos senos astrales y desvanecedores que no
dejan la soborrea y el sabor a tierra que dejan los otros.
Busquemos los senos inefables e indecibles para que haya
un nuevo seno de especie distinta en el mundo. Con
las combinaciones de nuestras palabras podríamos llegar
todos de un modo distinto a encontrar senos miríficos,
inenarrables y versicolores, porque el verbo es tan
inagotable como el número.
Esas baratijas de los senos, baratos testimonios de la
nonada que es la vida, deben volvernos socarrones, sarcásticos,
flemáticos, sardónicos en vez de crédulos, en
vez de obcecados y en vez de ir siempre con la vista baja
y solapada en busca de una mujer que tiene senos, sí,
senos capitosos pero imbéciles…
Estimación estructural y nada más, ¿por qué tientas al
hombre como el piano al músico sediento de tocar?
Gran perendengue que no causa nunca empacho aunque
sea una quisicosa insignificante y grácil.
¡Senos alabastrinos, ebúrneos, flordelisados en el fondo,
encandilados, arrebolados, eréctiles!
En el arte del estilo las mujeres son adamitas. Todas
en cueritis enseñando sus senos peripuestos, fructuosos,
frutecidos, diáfanos, racimados, agolpados de palabras
que están aglutinadas en ellos y les hacen exultantes y
quintaescenciados.
¡Sagrario de los senos del estilo, un poco quiméricos
sin dejar de ser tónicamente humanos!

NUEVAS EVIDENCIAS CIENTÍFICAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

NUEVAS EVIDENCIAS CIENTÍFICAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
GONZÁLEZ-HURTADO, JOSÉ CARLOS

Este es uno de los mejores libros que he leido en toda mi vida, y he leido muchos. Escrito de manera admirable, desmonta muchos mitos falsos sobre la imposibilidad de la existencia de Dios. Tras probar la ciencia la creación o big Bang y la inmensa casualidad casi imposible de un universo antropico, capaz de albergar vida es irrefutable que existe antes del todo una inteligencia y una primera causa, Dios. Las 20 constantes del universo y la constante cosmologica sobre el crecimiento del universo estan ajustadas finisimamente para producir todo, estrellas, el carbono que es un verdadero milagro que producen las estrelas, etc. Todas ellas si varian solo un 1% no producirian nuestro universo, y la ultima si varia un 0 con 123 decimales. Para aquellos que prefieren creer en la casualidad o azar representa una opción imposible de creer, no es razonable.

https://www.diocesismalaga.es/canonizacion-d-manuel-gonzalez/2014058209/jose-carlos-gonzalez-muchos-jovenes-se-alejan-de-la-fe-porque-piensan-que-dios-y-ciencia-estan-enfrentados/

José Carlos González-Hurtado aborda el tema de la relación entre ciencia y
religión combinando diversos enfoques (histórico, cultural, testimonial,
divulgativo, sociológico) y prestando especial atención a los debates
científicos actuales y de los dos últimos siglos. No se limita a refutar la
leyenda urbana de la incompatibilidad entre ambas formas de conocimiento.
Su objetivo es demostrar que una mirada sin prejuicios al panorama de la
ciencia moderna lleva necesariamente a la idea de Dios. Para ello presenta
argumentos de peso apoyándose en abundante documentación y usando un
estilo desenfadado que convierte la lectura del libro en gratificante y
enriquecedora».
Del prólogo de Fernando Sols (Catedrático de Física de la Materia
Condensada en la Universidad Complutense de Madrid)

José Carlos González-Hurtado, en estas píldoras, da las respuestas sobre las evidencias científicas de la existencia de Dios.

La Tabla periodica

La tabla periódica. Una guía visual de los elementos constituye una nueva manera de enfocar esta rama de la ciencia tan notable y fácilmente reconocible. Este libro, que combina la vanguardia de la ciencia con una infografía visualmente fascinante, analiza todos los elementos químicos, desde el argón hasta el zinc; detalla su estructura y sus propiedades específicas; y, además, relata fascinantes historias sobre su descubrimiento y sus sorprendentes usos. También ofrece una descripción general de la tabla periódica, de las tablas alternativas y del funcionamiento de los átomos. La tabla periódica nos desvela los cimientos de todo nuestro universo como nunca se habían visto. Tom Jackson es un periodista escritor especializado en ciencias. Ha trabajado en varios proyectos con Brian May, Patrick Moore, Marcus du Sautoy y Carol Vorderman y entre sus libros se encuentran Genetics in Minutes, The Human Body in Minutes, Mathematics: An Illustrated History of Numbers y The Brain: An Illustrated History of Neuroscience.

Un libro excepcional totalmente visual, graficos muy buenos y que dan una idea de la enormidad y complejidad de los eleentos que componen el universo. Totalmente recomendable en toda Biblioteca

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Gomez de la Serna- Senos

Senos de la ventana

De cerca no quería enseñarlos, pero como soy tan insistente,
aunque no tenga los sofocos que ponen corrupios
a la mayor parte de los hombres, la propuse que
me los enseñase desde la alta ventana, en la noche, cuando
yo, que vivía enfrente, me asomara para despedirme.
¡Qué miedo a que se arrepintiese! ¡Iba a estar tan poco
aconsejada por mí a sí misma! Conque mirase al ángel
que sostenía su pila de agua bendita, estaba deshecha la
promesa.
Con esas dudas llegó la hora pacífica que estaba llena
de ruido de oídos en la gran inquietud. Ella sabía desde
el lado del rincón, en cuyo sitio sólo yo podía verla.
Encendió la luz de su alcoba, en cuyo fondo aparecía
la cama extendida y acostada como un enfermo muy limpio.
¿Se asomará y me saludará como el que no se acuerda
o no quiere y cerrará las maderas irreparablemente? Ya
sentía ganas de cogerla por las muñecas si hacía eso y
tratarla como a una mujerzuela… precisamente porque
no lo quería ser.
¿Sería valiente? Se necesitaba decisión y valentía para
hacer lo convenido. ¿Sería tan arrogante? Iba a haber mucho
desdén para el ser lejano y escondido al hacer eso;
iba a haber mucho orgullo. Quizá no debía pedirla tal
cosa, porque de una de esas cosas sale mujer prostituta
para siempre. Realmente iba a ser como si debutase en
el escenario con el número más desvelado.
En los gestos que hacía y en su lentitud y en su apariencia
de estar obligada a una cosa y de ir, por lo menos
lentamente, hacia ella, se veía que estaba decidida, que
iba a mostrarse. ¡Qué sacrificio! Si no hubiesen estado
los cristales por medio, si me hubiese podido oír, la habría
gritado: «¡No! ¡No lo hagas!», pero ya iba arrastrada
y llevaba a sacrificar sus senos.
Cerró la puerta del fondo con cerrojo y después se fue
quitando alfileres. ¡Qué fino espectáculo! ¡Qué naturalidad
nunca vista! Parecía que se los acababa de poner entre
bastidores para podérselos quitar así de parsimoniosa
y de sencillamente.
Ya podía haber entreabierto un poco su blusa; pero no,
lo reservaba eso para realizar en un solo momento la aparición
y la desaparición. Estaba junto a la luz, pero había
poca luz.
Por fin miró hacia donde yo estaba, sin clavar en donde
se me suponía una de sus largas miradas de siempre,
sino una mirada breve y despectiva como si no me quisiera,
y abriendo su blusa y bajando al mismo tiempo
su camisa, me enseñó sus senos, como la mujer que en
la tragedia dice, abriéndose así el pecho: «¡Mátame; clávame
ahí el puñal que me amenaza!»
Esperó a que yo la hiciese la fotografía prohibida. Calculó
el tiempo de la exposición, pero apagó demasiado
pronto. ¿Demasiado pronto? No. ¡Pobrecilla! Siempre hubiera
sido demasiado pronto. Para asomarse a unos senos,
para reconocerlos, para recordarlos, hay que pasar
muchas noches sobre ellos, como el bacteriólogo sobre
el microscopio.
No vi nada, y vi, sin embargo, un seno colgandero,
ni grande ni pequeño, digno para representar los senos
en unos amores de toda la vida.
A la mañana siguiente salió llorando al balcón, y se vio
que había llorado toda la noche. Llegó hasta el momento,
valiente, serena, temeraria; pero al entrar en la oscuridad
se sintió robada, vejada, inutilizada ya. ¿Cómo no
oí toda la noche la lluvia de su llanto sobre mis cristales?…
EL TAÑEDOR DE SENOS
Hombre delicado, comprensivo, agradecido y alegre
por lo que tuviese cierta alegría verdadera, era llamado
por las mujeres para que las tañese, las cuidase, las solazase
y encontrase con sus palabras, con sus miradas, con
sus manos, las tersuras de sus senos, que los demás tratan
sin el bastante aprecio.
Ellas se encontraban más con sus senos y encontraban
en él la gratitud que nunca demostraron los otros, arremetedores
como topos.
La escena era bella. El tañedor de senos saludaba los
senos de la confiada con todos los saludos, discretos, sencillos,
inefables; tampoco con la exageración de esos muchachos
inaguantables que acabarán siendo ingratos, cínicos,
malévolos, dolorosos, pero que tienen en el principio
los aspavientos de la revelación.
El tañedor de senos era incansable, porque creía que
podía morirse uno tañendo unos senos entregados sinceramente
a las manos sinceras que no les roban, sino que
les devuelven el rédito que merecen.
El tañedor de senos no era brusco, precipitado, ni se
veía en sus manos ese cansancio que las va a parar muy
pronto. El recapacitaba sobre los senos, encontraba cómo
su relieve es incomparable con nada y les encontraba
los perfiles más bellos. Llegaba a admirar sus senos
la dueña de ellos, ante los exquisitos tañidos que les sacaba
el tañedor.
Tampoco eran timoratas las que se prestaban a que el
tañedor entrase en sus gabinetes. Eran las mujeres que
están cansadas de la brutalidad y quieren que las aprecie
en secreto uno de los pocos hombres que saben apreciar
y que tienen el arrebato largo en vez del arrebato de los
tres golpes.
El tañedor de senos las dejaba sus senos alabados, bendecidos,
dispuestos a aguantar con los reservorios de dulzura
y de veneración que había puesto en ellos, todas las
injusticias y los insultos de los mamíferos corrientes.
LOS MEJORES SENOS
Miraba aquella mujer de tal modo la vida, que tocar
sus senos era como tocar el secreto de la vida.
—Se ha dejado —me decía yo, y aquello era lo más
encantador de todo.
— Tocar tus senos no es tocar unos senos, es poderte
tocar a tí en lo más íntimo… Eso es lo que me enajena.
¡Oh, mujer fuerte y difícil! —la decía yo, y ella sonreía
al oírme, como si dijera: «Pero te entretienes con
ellos como un niño idiota que juega con cualquier cosa
».
—Me sorprenden tus senos —la decía yo— como si no
fuesen senos, sino otra cosa… No me he podido dar cuenta
aún de cómo te toco a ti de verdaderamente… No acabo
de creerlo, no lo creeré nunca.
Yo llegué a llamar a aquella mujer como si no existiese,
como si no estuviese ante mi de verdad, como si fuese
imposible… Buscaba sus senos con arrebato para enterarme
y me pasmaba el encontrarlos…
¿Se podrá conseguir algo más grande en la vida que
creer siempre, durante mucho tiempo, que se toca lo inaudito,
lo inesperado, lo imposible?
«¡Eran sus senos!» Nunca me arrebaté como ante esos
senos, esos senos incomparables. Eran los senos de la
mujer que ve la vida y que no ofrece ese fruto de inconsciencia
que son los frutales senos de los demás.
Buscaba mi tesoro varias veces en el día metiendo la
mano por el angosto descote de su blusa y removía todas
las monedas de mi bolsa como sonando mi oro. Ella se
prestaba igual que las mujeres de prestación bovina a que
yo me enterase de ella misma, aunque aquello fuese lo
que estaba más lejos de su alma. Después de haber incurrido
en la tontería varonil, me arrepentía de ello y buscaba
más cerca de su aliento el perdón.
¿Pero es posible?, me he repetido siempre.
Sus senos además eran magníficos, redondos, duchados,
auténticos, sin engaño, formándose en extenso panorama,
no siendo sólo calcetines repletos, faltriqueras
o bolsillos aislados y alargados en el centro del pecho.
Eran extensos, ciertos, magistrales.
Mi mano ha conocido para no olvidarlo nunca el cercioro
de la vida. No tendré más que pensar en eso los
malos días de la vida, para sentirme afortunado y como
si hubiese contenido en las manos el agua densa, dulce
y diáfana a la par que dura.
Sus senos eran los senos racionales con la bastante generosidad
para seguir siendo pueriles. Encantada ella también
de que yo fuese el que se alegraba así cerciorándome
de su presencia, ella también decía mi «¡Parece mentira!
», sino que miranto hacia mí y sintiendo en mis manos
la avidez del hombre del alma intrépida y original,
enterado del mundo y de la realidad con todo el sentido
de su enjundia.
Senos providentes, rollizos, blancos, de carne delicada
y tersa, ¡cómo han dado densidad a los senos y cuántas
miles de veces ha ido a ellos como para cortar el cupón
de mi fortuna! No se me negaron, y durante mucho
tiempo para lo que duran esas cosas, han sido tersos, grandes,
fieles, magnánimos.
Sólo mataba un poco mi placer de hallarlos, el que pensaba
en que se iban a perder, y también pensaba que se
irían deshaciendo, que lentamente se irían perdiendo.
¡Ah, pero el milagro de los días hace que parezca aún
inacabable lo que se va acabando indudablemente!
La blanda piedra de toque de mi vida, son los senos
esos que soportan con fidelidad y enterándose hasta el
fondo de quién es quién los toca, de que soy yo el que
les da ese toque con que yo extiendo las manos hacia ellos,
queriendo saber que aún estoy en la vida.
UN VENDEDOR DE SENOS
EN ORIENTE
En la calle en sombra azul, mientras en los aleros el
sol ponía tejas de oro, el vendedor de senos dormitaba
en un gran confesionario, barraca de maderas entrecruzadas.
A la puerta, sentado en el quicio de la larga
ventana que tenía la puerta, fumaba su narguilé como
si se fumase los senos más soñadores de su colección.
En la sombra de la caseta se percibían los desperezos
de las mujeres desnudas tendidas sobre cojines. Era una
especie de delicado oleaje lento, con movimientos de recién
nacido en el lecho de la madre.
Esa sensación de blancura, de esfereidad y de número
que produce una huevería, la producía aquel fondo de
sestero almacén en que se reunían todos los senos de que
era dueño el vendedor de senos.
De vez en cuando entraba algún supuesto comprador,
que sólo quería ver bien el avispero de los senos.
—No se toca… Se ve y no se toca… Hay que elegir
a simple vista —repetía con sus palabras verdes y tecleantes
el oriental.
—¡Pero si esa mujer no vale nada! —le decían a veces,
señalando a alguna un poco ajada o demasiado fea.
—Yo no soy vendedor de mujeres, yo soy vendedor de
senos —contestaba él, y tenía razón en su criterio, pues
él revisaba todas las mujeres que encontraba por feas que
fuesen, y así había encontrado los senos más blancos y
más bellos de Oriente.
—Si al coco se le juzgase por defuera —decía él— no
se hubiera descubierto nunca su pulpa sabrosa y su agua
de aljibe.
El, por el contrario, desconfiaba de las bellas que tienen
los senos bizcos o como bolsillos de arruinado.
El vendedor de senos tenía todas las ponderaciones para
sus senos y quizá no ha habido un estilista como él en
el mundo.
—Dajali, incorpórate un poco —decía dirigiéndose hacia
las sombras, y después, cuando ya Dajali se había sentado
sobre su almohadón, decía al comprador—: Fíjese,
sus senos distanciados, son como los focos de su belleza…
—Aelaida, incorpórate y si no quieres, alarga un brazo
para que sepa dónde estás —decía con tono melifluo,
y Aelaida, allá en un rincón de la leonera, levantaba una
pierna bella como un candelabro o un alto pebetero. Entonces
se acercaba con el comprador, saltando los cadáveres
de pereza de numerosas «senéforas».
—Mire —decía al comprador—, sus senos, por el contrario
de la otra, más estatuaria, pero menos ardiente,
se estrujan el uno al otro, se buscan el pico como palomas,
salta la chispa de su contacto…
Era interminale la mostración de bellezas, de matices,
de agilidades, cuando el vendedor de senos se daba cuenta
de que era un rico o un entendido el que quería un par
de senos, si no iguales, muy parecidos el uno al otro.
—Se puede llamar al perito —acababa diciendo—, se
pude llamar al perito, para que haga los cálculos de la
geometría y le demuestre que son iguales, como una mitad
de Dios lo es a la otra
Nadie jamás había tocado sus senos. Habían tenido una
perfecta seriedad en su pecho. Estaban reservados para
que muriesen inactivos en el árbol solitario.
No supo él los senos nuevos e intactos que se llevaba,
los senos de miel que tenía entre manos. La noche de
sus bodas aquella mujer debió buscar el amante que se
diese cuenta. ¡Qué irreparable pérdida!
En aquella noche, como todas las noches, perdieron
su fragancia los senos preciosos en las manos del tratante
en naranjas.
EL ERMITAÑO
El final de una vida puede ser la contemplación cenobítica
de unos senos, contemplación de eremita que toma
en sus manos unos senos de mujer y los contempla
como si fuesen todo el engaño de la vida, visible y patente.
Todos tendremos ese gesto reflexible y final. Un día
tomaremos en nuestras manos los senos con ese escepticismo
postrero.
Hay hombres ancianos que ya no buscan los senos sino
para eso, para abstraerse ante ellos como los frailes
del Greco lo están frente a un cráneo pelado. Quizá ya
en nuestra juventud tuvimos muchas veces ese gesto sensato,
tranquilizado, depurativo, manejando unos senos.
NO TENÍA SENOS
No tenía senos ni la huella de los senos en su juntura,
ese canalillo en que las miradas se fijan para reconocer
a la mujer.
Tenía que descotarse y la daba vergüenza no poder enseñar
la juntura inquietante. Tenía la caja del pecho de
un transformista, de un imitador de estrellas.
Hubo que llevarla a París y allí penetraron en el Instituto
de Belleza. Todo olía a jabón en aquel Instituto y
a los espejos les habían sacado brillo las gamuzas más
finas.
La mujer que no tenía senos presentó sus quejas.
—Hay que someterla a un tratamiento interior. Tome
estas píldoras durante unos días —dijo el Director, y la
dio una caja llena de unas píldoras grandes, enormes, inusitadas,
con aspecto de ser imposibles de tragar.
Al cabo de una temporada el Director, convencido de
que los senos no brotaban, dijo:
—La hemos dado simiente de senos, y como es imposible
darla los senos nuevos, la haremos algo que es por
lo menos posible, la juntura de los senos, ese canalillo
que es como el que conduce al punto de mira en la pistola
y que es lo imprescindible.
El Director tomó en sus manos el escoplo y el martilio
blando y dio numerosos golpes en el esternón de la
joven sin senos, consiguiendo señalar una depresión delicada,
suscitadora de los inquietantes senos en la caja
dura de su pecho.
Ya durante siempre en su descote lució la línea sinuosa,
inquietante, resbaladora de la juntura de los senos.
Y cayó en sus manos un marido gracias a eso.
TRES PENSAMIENTOS SUELTOS
Reconocía el alba tocando la esfereidad de sus senos…
Daba luz a la noche tocando esos resortes de la luz.
¿Estás ahí? —preguntaba yo sin hablar, tocando sólo
realidades indubitables, en que todo el universo cedía y
se hacía cariñoso bajo el empuje de mi mano, en que sentía
toda la realidad material del seno blando y suave.
Jugaba ella a la pelota con sus senos sobre la pared de
los espejos… Todas las noches jugaba la partida estéril
de las miradas en que se miraban los senos en el espejo.
EL DESCOTE MÁS CRUDO
QUE HE VISTO
En la gran función de gala del teatro de la Opera, y
en un palco proscenio, estaba la más bella descotada del
teatro. ¿Por qué?
Los palcos proscenios son los que parecen estar revestidos
de un terciopelo más oscuro y en los que por lo
tanto resaltan más las carnes oscuras. El terciopelo rojo
de esos palcos está entintado por la especial sombra que
se pega a ellos como el polvo blanco a todo terciopelo.
Por todo eso resaltaba más la mujer de más bello descote
del teatro.
¿Pero sólo por eso su descote era el más bello?
No. Su descote era el más comestible del teatro, como
esos panes para una numerosa familia a los que todos se
pegan pellizcos en el reborde blanco, y porque venía de
un cortijo en las tierras del Sur, renegrido su descote por
el sol en un ancho trecho que de pronto, sin transición,
en una franja que ha hecho añadir al descote del campo
el descote de la fiesta de gala, se convertía en una carne
más blanca, la que había celado al sol las blusas y las
camisas, extraña media luna blanca que lucía por todo
el teatro y que daba calidad a sus senos apenas escondidos
en el descote de gran gala con escotadura de negro
chaleco de frac, chaleco sin camisa ni corbata ni pechera.
Como aquel descote de carne oscura y canesú de carne
blanca no he visto otro, dotado de tanta realidad y tanta
naturalidad.
SENOS SIN BOTÓN
Hay que temer a esas mujeres de senos túrgidos y crecientes,
en los que el pezón es blanco. Esas mujeres de
senos lívidos serán crueles con todo lo que tengan a su
alrededor. Influirán en el padre para desheredar a sus hermanos,
serán duras con sus sobrinos, serán madrastras
de sus hijos si tienen hijos.
El que sus botones estén sin sangre y sin color, las harán
espantables, mujeres de dientes apretados y de decisiones
injustas y arbitrarias. Esa piedad que hay en esas
dos florecillas como si fuesen las condecoraciones de una
fiesta ideal de la flor, no existirá en absoluto en ellas.
Bellas, interesantes, de curvas bordadas, no se explicará
nadie el porqué de su hostilidad, de su incomprensión,
de su desdén.
Es que están detrás de unos senos sin florecilla ni rosación
siquiera, es que sus senos son los senos fríos de
la mujer de mármol, blancos por completo o a lo más
un poco oscuros por su roce con el tiempo en medio de
la general blancura.
¡Dios nos salve de una mujer de senos sin su punta de
color! Retorcerá en un pellizco, fino, agudo, inaguantable,
todas las cosas.
LA CONFESIÓN
Yo la dije, cuando tuve confianza con ella más que con
ninguna:
—¿Y qué sientes en los senos?
Guardó silencio durante un rato. Sentía un rubor extraño,
como el primero sin ser el primero.
—¿No te desilusionará el que te diga la verdad? ¿No
te quedarás desilusionado para siempre?
—No… Desgraciadamente nos volveremos a ilusionar
con lo que nos desilusionó… Es fatal… Después de oírte,
buscaré unos senos como esa noche en que perdemos
la voluntad como si un cometa terrible fuese a tropezar
con la Tierra y naufragamos en un falso final del mundo.
—Bueno, pues escucha —continuó ella—: es fría la sensación
de nuestros senos… Están lejos de nuestra sensualidad,
son las montañas en que hay cierta nieve… Nos
hacéis cosquillas agrias y tozudas en ellos… Sólo una vez,
cuando los tocó el primer hombre que nos tocó, sonó en
toda nuestra sensibilidad el primer timbrazo de alarma,
el timbrazo de que había llegado la hora. No han vuelto
a ser tan sensibles nunca.
—¿Entonces, cuando jugamos con ellos no sentís la alegría
frenética y trémula de nuestra tontería?
—No. Os vemos fríamente, más frente a frente que nunca,
y si dura mucho vuestra obcecación con los senos,
cae de ellos como de dos esponjas la fría agua que apaga
un poco nuestra sensibilidad… Si no te pareciese chabacana
la comparación, te diría que parecéis policías secretas
que nos registráis el pecho con un manoseo insistente,
sin acabaros de convencer de que no guardamos
nada ahí…
Se hizo una larga pausa que no supimos cómo llenar.
¿y cómo iba yo a tocar aquellos senos desprovistos de
sentido y que se reían de mí y desdeñaban mis manos?
—Bueno, mujer verdadera… Tenemos que despedirnos…
Adiós…
—Adiós —me dijo ella levantándose y arropándose en
su piel—; pero no olvides que te he dicho lo que no he
dicho a nadie… Sé por eso mi amigo, que te vuelva a
ver… Decir a un hombre la confidencia que no se ha dicho
a nadie es como si se le diese lo que no se ha dado
nunca.
—Adiós —la dije en la puerta; y después me puse el
gabán, yéndome hacia los senos que yo sabía dónde estaban
guardados. Por lo menos ésos se reirían de mí creyéndome
engañado e iluso.
LOS QUE QUERÍAN QUE YO LOS
COGIESE
Aquellos senos se venían conmigo, extendían hacia mí
sus manos como una niña de pecho que se escapase del
seno de su madre.
Ellos querían, pero ella les contenía, les disuadía; estuvo
luchando con ellos hasta que se fue.
¿Era mala o era que en su corazón no había entrada
para ciertas palabras?
La cosa es que los dos estuvimos viendo y notando la
predilección, y, sin embargo, con gran dureza de madrastra
ella les tuvo prohibido el que por fin se viniesen conmigo,
el que saltasen entre mis brazos, el que recibiesen
el alegre aupamiento que merecen las niñas que nos quieren.
El hombre adusto e hipócrita, como los reptiles. Estrecho
de caletre y de cuerpo, tiene los ojos pequeños
y el rostro como empolvado con el polvo amarillento y
venenoso para matar las chinches.
Entra en su casa después de juzgar con impiedad a algunos
procesados, satisfecho de alejar del sol a algunos
hombres en los que la voluntad de gozar de la vida es
violenta y admirable. Su esposa, que sabe que ésa es la hora
en que vuelve, es quien le abre. El inquisidor la abraza,
gustoso de sentir sobre su pecho duro y cruel el seno blando,
asustadizo, guardado como la quesera guarda el queso.
«¡Exquisito contraste! —piensa, relamiéndose, el malvado
inquisidor—. Soy duro —continúa pensando—, porque
quiero satisfacerme con los blandos senos de mi esposa…
Sentencio a todo el que se excede en su deseo
de placeres o en su deseo de tocar los mórbidos y perfectos
senos de la libertad, para que me sea más dulce
en la intimidad el placer de tocar a mi esposa…»
En efecto, los días de grandes suplicios, los días de numerosas
ejecuciones, es cuando, sonriendo como un condenado,
el sórdido inquisidor se abalanzaba sobre los senos
de su esposa, ansioso como un glotón sobre la langosta
servida en forma de timbal hecho sólo de cogollos
de langosta, montadas y escogidas en el fondo de varios
caparazones.
En la entrada de los sitios reales y en medio del monte
en casas blancas que refulgen al sol como los cortijos,
son cuidados esos senos de las favoritas rusticanas.
Se nutren como verdaderas palomas torcaces: en vez
de con algarrobas, con las flores, las jaras y la punta tierna
de los pinos que es como el remate tierno de una
vida.
Tienen olor a pulideces de piedra del río. El Rey los
busca en la supuesta cacería que es cacería de senos y
no de rebecos, como dicen los periódicos del reino sin
nombre.
Se levanta temprano porque es caza de muy de mañana
y bebe su alma el rumor de los arroyos. (Glu… glu…
glu…, corre el arroyo en el fondo en sombra de nuestro
corazón, en la espesura de nuestro tórax).
El Rey busca el puesto que tiene asignado, el puesto
por donde aparecerá la guardesa joven, lavada como en
los lavatorios de pies antes de que el Rey toque los pies
pecadores. Van sus senos más duros que nunca, duros
de emoción y de sobrecogimiento en el fondo del corsé
amarillo.
El Rey aparece y coge por la cintura a la guardesa que
juega con su delantal, y en seguida busca los frutos de
la hembra en los que se reúne el pan tierno, el huevo descascarillado
después de endurecido el pavo trufado y la
ternura de todas las yemas del bosque, diminutas en cada
brote y únicamente allí espléndidas…
El Rey, que estaba acostumbrado al pan de Viena, busca
la cáscara y el cuscurillo del pan candeal que está en el
pezón. Nunca ha comido un pan mejor cocido y en el
que de tan cumplida manera se reuniese todo el perfume
del campo y de la mañana. Todo lo que se escapa en la
Naturaleza y en el bosque, está en esos senos de la guardesa
mantenida con todo el monte inútil del sitio real,
ese vasto vedado que le cuesta tanto dinero al Rey y que
apenas va a visitarlo.
EL COLECCIONISTA
—Una señora que pregunta por el señor —dijo la doncella
al coleccionista en senos, como ofreciéndole en el
tarjetero de su corpiño la tarjeta de la mujer que anunciaba.
—Que pase —dijo el coleccionista, meciéndose en el
asiento de su mesa, para calcular la perspectiva que le
convenía, como rectificando la medida para las distancias
de unos gemelos de teatro.
La señora era una señora de cabos finos y de brazos
muy delgados. Todo en ella era delicadeza; pero sus senos
eran opulentos y parecieron saludar al coleccionista
antes de que ella le alargase sus manos de uñas de jabón.
—¿Qué deseaba usted? —le preguntó.
—Pues hay que ser franca… Usted es un coleccionista
de senos, ¿no?… Pues aquí le traigo los míos…
Sintió el coleccionista no tener los lentes del coleccionista
para ponérselos en aquel instante; pero, como si eso
los sustituyese, se echó más hacia atrás en su asiento.
—Muy reconocido, mi señora —dijo el coleccionista
y adelantó sobre su mesa, levantándose y poniéndose de
codos sobre ella…
La que ofrecía los senos desabrochó su traje como el
ama de cría que va a mostrar la clase de su leche al doctor.
El coleccionista en senos, avezado a aquellas demostraciones,
tocó como un joyero los senos que se le ofrecían
y sonrió encantado.
—¡Hermosos senos para mi colección! Me atrae usted
unos senos magníficos e inolvidables… Ya sabe usted…
Los tendré que ver cuando se me antoje, cuando los recuerde.
.. No podré meterlos en un álbum, pero sí Ja podré
avisar cuando necesite esos dos bellos ejemplares de
mi colección…
—¿No me engaña usted? —dijo ella con coquetería.
—No… son de los mejores de mi colección… Les voy
a dar el número diez en un certificado que podrá usted
enseñar en todos lados… Cuídelos, cuídelos mucho… Los
mejores de mi colección han desaparecido y se han estropeado
de la noche a la mañana.
—Los cuidaré sólo para ofrecérselos de nue^o… Ningún
cariño ni siquiera delicadeza como la suya para con
ellos… Estoy satisfechísima… Me enorgullecerá siempre
su certificado.
Después se abrochó de nuevo con ese gesto de haber
dado de mamar ya al niño, recogió su diploma y se fue.
El coleccionista escribió en un libro: «Soledad R…, calle
de las Palmas, 84. Senos opulentos a la vez que delicados.
.. Senos sin caída, los primeros senos que he visto,
que siendo grandes, no tengan pliegues de sombra ni
se anuncie en ellos el principio de la ruina y la hundición…
Senos con la particularidad de que parece que
avanzan por su resplandor como dos focos de automóvil…
De tan puros y bellos como resultan, no se siente
la necesidad de tocarlos».
LA SEÑAL
. Primero no quiso soportarlo.
—¡Mentira! —dijo, sin poderse contener, iracundo y
desatinado—. ¡Mentira!…
Después preguntó cuándo, después preguntó cómo, después
dijo con tesón:
—Pues no lo creo.
Hubo una pausa larga, en que «ella» aparecía al final
de los soportales del pensamiento…
—Dime lo que tiene en los senos —dijo, temiendo que
el otro le diese la señal indudable…
—¿En los senos? —se preguntó el otro, queriendo recordar
a la mujer que se olvida al fin aunque se haya convivido
mucho con ella.
—¿En los senos? —repitió el otro al que en la nueva
pausa se le veía asomarse a la mujer desnuda, a la reproducción
mala, pero auténtica, de «la maja desnuda», y
buscar en sus senos la señal que se le pedía.
—¡Ah!, sí —dijo por fin—; cinco lunares alrededor de
cada rosilla…
El nuevo amante guardó silencio, con la cabeza baja,
aplastado por aquella señal indudable, que eran aquellas
abejas alrededor de las dos florecillas delicadas y propias
para hacer una guirnalda alrededor de la copa del
sombrero de una niña.
—Eso es cierto.. Pero usted es el de antes, el que ya no
puede volver, el que fue olvidado por completo. Bastante
desgracia es ésa, suficiente castigo, inextinguible pena.
LOS SENOS MUY ESCONDIDOS
Aquellos senos estaban tan escondidos, tan ocultos, tan
cerrados dentro de sus abotonados corpiños, que el que
los buscaba perdió la paciencia y los abandonó.
Le había costado mucho trabajo llegar a aquel momento;
lo más difícil lo había pasado, pero se indignó tanto
con la cerrazón, con los prendidos, con los atares, que
despreció el hallazgo.
LOS SENOS DE LA SEÑORITA
GENOVEVA
La señorita Genoveva dormía en una alcoba al final de
la casa, junto a la cocina y a la escalera interior.
Como a nadie se le hubiera ocurrido sospechar de la
señorita Genoveva, nadie pensó en que pudiera aprovechar
aquella proximidad de la escalera interior.
Pero todas las noches entraba por aquella puerta un joven
con los zapatos en el bolsillo y abría con mucho sigilo
la puerta de la señorita Genoveva.
Ningún placer más puro y penetrante que el de entrar
en casa de la soltera, en la casa decente. La tomaba como
después de la boda en la alcoba oscura, porque no
se podía encender la luz.
Todas las caricias eran silenciosas y oscuras. Tenía una
proporción inaudita aquel desnudo honesto en la oscuridad
llena de temores, de prohibiciones, de amenazas.
¡Pero quién iba a sospechar aquello en la alcoba en que
hasta había una capillita llena de relicarios y adornaba
con cintitas rosas que cuidaba la solterita!
Toda la oscuridad de la casa corría a asomarse al cuarto
pecaminoso, aunque su puerta parecía la blanca puerta
de la virginidad. Los padres, que dormían en la alcoba
a la italiana que comunicaba con la sala que daba a la
calle, roncaban sin inquietud. En el largo pasillo las sombras
se aglomeraban impacientes y comentaban lo que
allí dentro sucedía. Todas las sombras comadreaban excitadas,
despiertas, sobre la gran apariencia de dormirse
que tenía la casa.
Por las esquinas de los pasillos y las revueltas y por
la puerta entreabierta del corredor, se asomaban los perfiles
de la expectación, un ojo y parte de la nariz.
Se sentía en la sombra como una ondulación voluptuosa.
El apretujamiento de los senos que el joven tocaba
en la oscuridad, parecía que iba a despertar la luz como
cuando se coge la pera de la luz eléctrica que oscila
en la cabecera.
La señorita Genoveva, después de aquellas noches en
que era acariciada por el arcángel de la oscuridad, tomaba
su aspecto discreto de muchacha cansada de esperar,
de muchacha que acabara por vestir el hábito de la
esperanza con su correa de fraile.
El novio, que con apariencias de novio languideciente
conversaba con ella un rato durante el día, parecía otro
que el de las noches, y el mismo fenómeno notaba él mirando
a Genoveva: no le parecía la de las noches.
—Es que aprieta sus senos con las sogas de la discreción
—se decía Antonio, que así se llamaba el atrevido
merodeador.
Y Antonio hasta extrañaba la casa y el portal y la escalera
durante el día, y no hubiera reconocido yendo por
los pasillos, iluminados por la luz del día, la puerta de
la alcoba misteriosa y su falleba de metal reluciente.
Antonio, en vez de desinteresarse, se interesó cada vez
más por la clandestina Genoveva, y hasta se casó con ella.
—Viviremos con ustedes —habían dicho a los padres,
y en vista de eso se había arreglado la misma alcoba de
Genoveva con muebles nuevos, una cama más ancha, porque
aquélla —como decía la madre— no hubiera servido,
y a petición de él mucha luz, más de doscientas bujías
en dos lámparas.
Así, el día señalado se encerraron en la alcoba de todas
las noches. ¡Cómo conocían aquel silencio de la casa!
El estaba impaiente, sin embargo. Aun estando en ambiente
tan conocido, le interesaba verla bajo la luz. Eso
iba a ser lo nuevo, lo extraordinario, lo maravilloso. ¡Al
fin la iba a tener bajo la luz, sin que le importase que
se viese la gran iluminación por el montante!
Genoveva tenía más miedo que nunca. Había perdido
el desparpajo de la oscuridad. En la oscuridad se había
sentido más mujer, más suelta, más cuantiosa.
Se fue desnudando. El estaba perplejo. Veía una escena
pobre, modesta, fría. Veía los forros tristes de la ropa
que ella se iba quitando, y veía que en vez de esponjarse
como se esponjaba en la sombra, menguaba, resultaba
la mujer aterida.
Sólo esperaba ver los senos, como si los desconociese,
como si no fuesen los que él había reconocido en la
oscuridad, los opulentos senos de la sombra, en cascada,
batidos, crecidos, aumentados como la espuma acrecentada
por el batidor…
Por fin se desvelaron y aparecieron pequeños como las
bombillas esféricas de cincuenta bujías que los iluminaban,
y Antonio se quedó asombrado, desengañado, sorprendido.
La sombra le había engañado atrozmente. ¡Su
esposa no tenía senos!
¡Si no hubiera encendido nunca la luz! ¡Si hubiese buscado
siempre en la sombra la blanca morbidez imaginada!
LOS SENOS DE LA NADADORA
Había un premio fuerte y una medalla de oro para el
que pasase aquel trecho a nado.
Se lanzaron los hombres y las mujeres en una especie
de competencia desigual, pues los hombres eran como
lenguados enjutos y ellas redondeadas, llenas de huevas
y con senos, debían ser más pesadas.
Pero pronto se vio que una mujer era la que llevaba
la delantera. Su cabeza de loca, de mujer que se ha lavado
la cabeza, sobresalía sobre las aguas unos ratos más
que otros.
Con un rostro de desesperada mojada en lágrimas, apareció
en el sitio de la meta, la mujer que llevó todo el
tiempo el primer puesto. Salía del agua cada vez más redondeada,
brillante gelatinosamente toda ella. ¡Caramba
con los senos de mujer fuerte que lucía! Quizás habían
sido la proa que había roto mejor las aguas y por
lo tanto los que la habían ayudado a vencer.
Todos miraban sus senos como algo apetitoso, refrescado
y duchado por el mar. Todos hubieran dado lo que
se les hubiera pedido con tal de dar dos palmaditas en
las carnes que las pedían.
El presidente del jurado, con la medalla en la mano,
se acercó a la triunfadora, y puso en su seno la medalla
del premio, y sin poderse contener su mano imitó el molde
del seno e hizo sobre él el gesto redondo.
La nadadora, dura y envaronilizada por el triunfo, dio
una tremenda bofetada al presidente del jurado, cuyo sombrero
de copa se fue al agua, bogando en ella como una
boya.
SENOS DEL HASTÍO
Están llenos de hastío esos senos, y cuando unos senos
se llenan de hastío ya hay que dejarlos, porque ya
no sirven. No hay nada que los reponga.
Caerán como dos grandes lágrimas suspensas del seno
de la hastiadora.
Llorará sobre sus senos al notarlo y sus lágrimas rimarán
en sus senos.
«Ya tus senos —se le diría a la mujer de los senos llenos
de hastío— son los del alma seca de mi encanto por
tí».
LA CAZA EN LA ESCALERA
Cuando se es muy joven se considera que es posible
cazar en la escalera los senos en la vecindad.
La escalera es un camino solitario por el que baja muy
descuidada esa chica de la guardilla que tiene unos senos
pizpireteadores.
Generalmente baja saltando y sus senos se revelan así
con más revelación, ya inevitables, ya imposibles de abandonar.
Se ha visto el fenómeno extraño de la alegría solitaria
de los senos por la mirilla sigilosa, celada medieval
de nuestras torturas.
Muchas veces se vuelve a ver a los correteadores senos
botar sobre el pecho de la chica en su bajada de la
escalera. ¿Es hora de echarles mano?
No aún. Conviene dejar que tomen confianza con el
camino solitario de la escalera donde se adunan las mañanas
de todos los vecinos con los caldos sustanciosos
de todos sus pucheros.
Por ese camino glorioso que es la escalera en la mañana
parece que suben al cielo y que bajan a la tierra si
descienden.
La juventud crédula considera que en esa alegría neutra
de la escalera es posible llegar a la posesión de los
senos torcaces de la guardilla.
Un día por fin espera sigiloso la hora. Espera el joven
al balcón que entre la joven de los senos alegres. La ve
venir y ve cuándo pasa precisamente bajo su balcón, cómo
son de plásticos sus senos y cómo entran antes que
ella en el portal tragaldabas.
Detrás de la puerta espera el joven la subida de la alegre
muchacha cuyos senos suben saltando la escalera.
La luz de la escalera se alegra de verle bueno y tiene
algo de luz que entra por los balcones esmerilados de una
casa de citas o de un cuarto de baño.
No se sabe por qué se ha quedado parada en uno de
los escalones de abajo. ¿Leerá alguna carta de otro? Ese
sería un contratiempo. Sería la única oración contra el
diablo que espera.
Sigue en la rendija de la puerta. Ya está ella casi en
el descansillo señalado como última etapa de su tranquilidad.
El joven abre entonces la puerta y se lanza sobre
ella.
Hay una lucha de unos segundos. Ella le rechaza y escapa.
El comprende toda la responsabilidad que hay en
luchar en la escalera y en que alguien pueda oír algún
grito. Había creído a la escalera más sorda de lo que ese
momento le ha parecido. Todas las mirillas oyen y ven.
Todos han visto el abuso que ha querido cometer.
La escalera —han pensado todos los jóvenes después
de la experiencia de caza en la escalera— no es propicia
para nada. Es fría, reflexiva, ingrata y deja a la mujer
sin ofuscación sintiéndose en sitio tan extraño y sin cordialidad.

Navidad


De los cuatro evangelios, solo dos nos hablan acerca del nacimiento de Jesús. No es extraño que Juan no diga nada al respecto, pues su evangelio solo está interesado en información que no aparece en los otros tres. El de Marcos, por su parte, se enfoca en la vida pública de Jesús, de modo que su nacimiento no forma parte del “plan de la obra”.

Como dos testigos que informan un mismo hecho desde puntos de vista independientes, Mateo y Lucas coinciden entre sí en puntos fundamentales, y difieren en los detalles.

Por ejemplo, ambos son categóricos en señalar que:

  • La madre de Jesús era una virgen llamada María;
  • Estaba prometida con José, un varón descendiente de David;
  • Antes de hacer vida en común, la joven se encontró embarazada de Jesús;
  • El niño nació en Belén, siendo Herodes el gobernante de Judea;
  • La familia se estableció finalmente en Nazaret de Galilea.

Al mismo tiempo, si bien no hay contradicciones entre ambos relatos, sus perspectivas son claramente diferentes. Las películas y tarjetas de la navidad tienden a mezclar ambas versiones, y ahí es cuando nos quedamos con la idea de la estrella de Belén brillando sobre el pesebre. Sin embargo, para profundizar en el texto es importante tener clara la diferencia entre uno y otro relato.Del evangelio de Mateo provienen

  • Los sueños de José y su decisión de no denunciar a María
  • La estrella de navidad
  • Los reyes magos
  • La profecía de que el Mesías debía nacer en Belén y de una virgen
  • La matanza de inocentes
  • El viaje de la sagrada familia a Egipto

El evangelio de Mateo, no es tan preciso como Lucas respecto a detalles de tiempos y lugar. Se enfoca en las experiencias de José y enfatiza el rol de Jesús como descendiente de David. Su evangelio con una genealogía que desciende a través de Salomón, nos cuenta acerca de la visita de dignatarios extranjeros y de su enfrentamiento con Herodes, el rey usurpador. Lo importante en su historia es la profecía, la tipología y las promesas del Antiguo Testamento cumplidas.

En el evangelio de san Lucas, en cambio, encontramos:

  • La aparición del ángel a Zacarías
  • La visita del ángel a María
  • La visita de María a su parienta Isabel
  • El censo de Quirino, y el viaje de Nazaret a Belén
  • El pesebre
  • La aparición a los pastores

Lucas se esmera en situar correctamente en tiempo y espacio los eventos que relata, al menos en relación a sus lectores originales. Este evangelio es lo más parecido a lo que habría escrito un historiador de la antigüedad. A cada paso se detiene para informarnos quién gobernaba en tal o cual ciudad, y qué casa sacerdotal servía en Jerusalén. Lejos de ser espacio perdido, esto demuestra el interés del autor por la precisión histórica, y por dejar claro que lo relatado realmente sucedió. En su relato de la navidad, su foco está puesto en las experiencias de María, incluso cuenta sus emociones y pensamientos ante tan extraordinarios eventos. Esto ha llevado a que muchos piensen que el evangelista se entrevistó con la Virgen María.

Los escépticos suelen decir que las diferencias entre Mateo y Lucas son demasiado importantes, y que no es posible compaginar ambas versiones en una sola historia coherente. Los cristianos, por su parte, han respondido con diversas formas en que ambos relatos pueden compaginarse sin problemas. No hay una versión definitiva de esa secuencia, porque cada evangelista está ocupado en destacar los puntos del nacimiento de Jesús que le interesan, no en confirmar o negar otra versión. A continuación, explicaremos cómo es más probable que hayan sucedido los hechos que relatan ambos evangelios.

La historia comienza en el evangelio de san Lucas con el anuncio a Zacarías que Isabel, su anciana esposa, tendría un hijo. Él pertenecía a la clase sacerdotal de Abías, lo que permitiría a los primeros lectores de Lucas establecer incluso el mes en que esto sucedió. Seis meses después, un ángel se apareció a María y le anunció el nacimiento del Salvador. Luego, ella viajó de Nazaret a la región montañosa de Judea y permaneció tres meses con su parienta Isabel. Es muy probable que en esos meses llegara a José la noticia de que su prometida estaba embarazada, y pensara dejarla en secreto. Sin embargo, cuando ella regresó a Nazaret, José ya había tenido el sueño donde un ángel le advirtió lo sucedido, y él la recibió en su casa, en Nazaret.

Entre los meses 3 y 9 del embarazo de María, ella y José viajaron a Belén, a causa del censo dispuesto por César Augusto. Muchas películas muestran a María viajando a lomos de un burro con un embarazo de 9 meses, y llegando a Belén, donde todos le cierran la puerta y sin poder encontrar un lugar donde pasar la noche del nacimiento. Esa imagen popular nos invita a reflexionar sobre el desamparo en que Jesús llegó al mundo, pero no corresponde a una descripción precisa de lo que relata san Lucas. Lucas indica que “mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre” (Lc 2, 6), por lo que es difícil pensar que hicieran el viaje el mismo día de navidad.

Jesús nace en Belén de Judea.

Lucas nos cuenta que luego del nacimiento, María lo acostó al niño en un pesebre “porque no había lugar para ellos en el albergue” (Lc 2, 7). Sin embargo, el “albergue” al que se refiere Lucas, no es necesariamente una posada o taberna para hospedaje de los viajeros. Es más probable que hubiera tantas personas la casa de Jose en Belén, que no había espacio en la habitación principal para atender a una mujer embarazada. El “albergue” de Lucas, entonces se refiere a esa pieza común que había en las casas de la época. Esta es la situación los habría forzado a permanecer en la parte de la casa destinada a los animales, una habitación anexa a la casa principal con el aspecto de una gruta.

La adoración de los pastores ocurrió esa misma noche, pues encontraron al niño en el pesebre. Luego, circuncidaron al niño en al octavo día, y cumplieron con el rito de la purificación y presentación en el Templo de Jerusalén, en el día 40. Después volvieron a Nazaret de Galilea.

No es del todo claro cuándo se presentaron los magos a adorar al niño.

San Mateo dice que llegaron a Jerusalén “cuando nació Jesús en Belén de Judea”, pero no es necesario asumir que ambos eventos ocurrieron simultáneamente. Este evangelio no está tan preocupado de la precisión temporal como Lucas. Sí es claro que los magos entraron en una casa, y no en un pesebre, por lo que esto no sucedió la misma noche de navidad claro que visitaron al niño algún tiempo después del nacimiento. Por lo mismo, esa casa puede haber estado en Belén o en Nazaret. Fuente, visite: https://www.infocatolica.com/blog/esferacruz.php/1601090210-la-navidad-en-los-evangelios

Por qué soy católico

Pato Acevedo, el 13.04.11 a las 5:14 PM

Si nos preguntaran “por qué eres católico», ¿que contestaríamos? Creo que la mayoría lo consideraríamos una pregunta ruda, y seguramente daríamos razones familiares y geográficas para salir del paso: “porque es lo que me enseñaron”, “porque me bautizaron de niño” o “porque nací en un país de tradición católica”.

La respuesta correcta, desde luego, sólo puede ser una: “porque la religión católica es verdadera, es decir, enseña la verdad”, pero más interesante es la siguiente pregunta, que es lo que en el fondo se quiere averiguar: “bueno ¿Cómo lo sabes?”. Ahí, seguramente lo primero que se nos vendría a la mente sería “porque tengo fe”.

El salto de fe

Observando la época mi formación religiosa (de cursos de primera comunión, de colegio salesiano, de ser delegado de pastoral de mi curso, y asistir esporádicamente a misas), es fácil darse cuenta que yo y mis compañeros nos encontrábamos sumergidos («bautizado” si se quiere) en la doctrina  del “salto de fe“, es decir, la noción más o menos implícita de que creer en los dogmas cristianos implica la virtud de adherir a las enseñanzas de NSJC, sin contar con evidencia para ello, que bastaba la íntima convicción, e incluso que era signo de amor.

Nuestro tiempo, privado como está de catequesis, ha sido tierra fértil para este concepto, tal vez porque eso de pertenecer a cierta minoría escogida a la que Dios ha dado la fe, es simple, y a la vez halagador. También es muy funcional a cierta clase de no creyente (frecuentemente dedicado a la política) que, al ser consultado por sus convicciones religiosas simplemente responde “no me ha sido concedido el don de la fe”.

Un corolario de esta misma idea lo encontramos en cada película cuya la moraleja sea “cuando tengas dudas, sigue a tu corazón”, o libro de autoayuda que te diga que no necesitas escuchar a nadie más para saber qué es lo correcto, ciertamente no a los líderes religiosos, y que “todo está en ti”. Basta pensar en la más famosa escena de cine, aquella donde Darth Vader revela que es el padre de Luke, y se supone que nuestro héroe debe “buscar en sus sentimientos” ¡para saber si el villano le miente o no!

Que los cristianos asumamos como propia esta forma de acercarnos a la religión sería desastroso, para la misión evangelizadora y para la ética. En primer lugar, a nadie se le ocurriría pensar de ese modo en asuntos de medicina o tecnología, de modo que la conclusión lógica será que la religión es una forma inferior y menos importante de conocimiento. En segundo término, si el conocimiento acerca de las verdades más profundas es estrictamente personal y depende de las emociones, toda religión será un asunto estrictamente privado, donde lo verdadero para mí puede no serlo para ti, y la predicación no tiene sentido. Finalmente si la conciencia también bebe de esta misma fuente para conocer la verdad moral, también se deberá afirmar que nadie puede decir a otro que actúe en contra de su más íntima convicción.

En oposición al “salto de fe”, la Iglesia Católica siempre ha confiado en la filosofía y enseña que “Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal” y ha defendido a la vez la autonomía de la conciencia, y la absoluta necesidad de su adecuada formación. Así la Iglesia se alinea con las escuelas de verdadera filosofía (en oposición a los sofistas que hacen nata hoy), y la ciencia, afirmando la posibilidad de conocer el mundo y la existencia de verdad más allá de opiniones subjetivas

¡Pruebas!

Imaginen, entonces, mi sorpresa al enterarme recién a los 20 años de bautizado que había “pruebas de la existencia de Dios”. Esto iba contra la forma misma de entender la religión que había aprendido,

Continue la lectura en la fuente original, es lo mejor que se puede leer.

https://www.infocatolica.com/blog/esferacruz.php/1104130514-por-que-soy-catolico

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados