1 De las cosas que existen, unas dependen de nosotros, mientras que otras no. De nosotros dependen juicio, impulso, deseo, aversión, y, en una palabra, todas cuantas son nuestras acciones. Mientras que no dependen de nosotros el cuerpo, las posesiones, reputación, cargos, y, en una palabra, todas cuantas no son nuestras acciones. Y las cosas que dependen de nosotros por naturaleza son libres, no impedidas, no trabadas, mientras que las que no dependen de nosotros son débiles, dependientes14, impedidas, ajenas. Recuerda, por tanto, que si las naturalmente dependientes las considerases libres, y las ajenas, propias, quedarás frustrado, afligido, turbado15 , y harás reproches a los dioses y a los hombres; pero si solo lo tuyo juzgas que es tuyo, y lo ajeno –tal como es–, ajeno, nadie te obligará nunca, nadie te pondrá impedimento, no harás reproches a nadie, no acusarás a persona alguna, no harás ni una sola cosa forzado, nadie te dañará: no tendrás enemigo, pues no te dejarás convencer de que haya algo perjudicial. Puesto que tan grandes bienes aspiras a lograr, recuerda que quien se haya movido poco no ha de alcanzarlos, sino que unas cosas hay que soltarlas por completo y otras aplazarlas por el momento. Pero si deseas estas y también mandar y enriquecerte, quizá no obtengas ni siquiera estas mismas por desear también las anteriores, pero sin duda en todo caso malograrás precisamente aquellas que solo ellas dan como resultado libertad y felicidad16 . Así pues, a toda representación perturbadora17 procura decirle directamente: «eres una representación, pero en absoluto lo que parece18». Después de eso examínala bien y ponla a prueba con los cánones que tienes, y más que nada con este primero de si es sobre las cosas que dependen de nosotros o sobre las que no dependen de nosotros. Y si es de las que no dependen de nosotros, ten a mano la respuesta «esto no me atañe en nada».
II Recuerda que la promesa que el deseo ofrece es la obtención de lo deseado, la promesa de la evitación es no caer en aquello mismo que se evita; y quien no alcanza lo que desea es desafortunado, pero quien cae en aquello que evita es desgraciado. Pues ciertamente si de entre las cosas que de ti dependen solo evitas las contrarias a la naturaleza19 , no caerás en ninguna de las que evitas; pero si tratas de evitar la enfermedad, la muerte o la pobreza, serás desgraciado. Retira, pues, tu aversión de todas las cosas que no dependen de nosotros y ponla en las que son contrarias a la naturaleza de entre las que dependen de nosotros. Y en lo que respecta al deseo, suprímelo del todo por el momento20 . Pues si deseas alguna de las cosas que no dependen de nosotros, necesariamente serás desafortunado, y si es alguna de las que dependen de nosotros, las cuales es bueno desear, ninguna está aún a tu alcance. Provéete solo del instar y el iniciar, y hazlo aun así de forma leve, con cautela y con suavidad.
III Con cada cosa que te atraiga, te resulte útil o te guste, recuerda decirte a ti mismo de qué tipo es, comenzando por las cosas más triviales. Si te gusta una vasija, di: «una vasija es lo que me gusta». Así, si esta se rompe, no te turbarás. Si besas a tu hijo o a tu mujer, di: «estoy besando a un ser humano», de modo que si muere no te turbarás21 .
IV Cuando vayas a emprender una acción, recuerda en qué consiste en realidad esa tarea. Si sales para darte un baño, represéntate las cosas que suelen suceder en los baños públicos: los que salpican, los que empujan, los que insultan, los que roban. Y de este modo afrontarás con mayor seguridad esa acción si te dices: «Quiero ir a bañarme y al tiempo quiero que mi elección22 se mantenga conforme a la naturaleza». Y del mismo modo con cada acción. Así pues, si algo sucede por el camino que impide tu baño, recurre a lo de: «en realidad esto no es lo único que yo quería, sino también cumplir mi propia elección conforme a la naturaleza, y no la cumpliré si me irrito a causa de lo sucedido».
V Lo que perturba a los seres humanos no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas. Así, por ejemplo, la muerte no es nada terrible, pues a Sócrates no se lo pareció. Solo la opinión que tenemos de la muerte, la de que es terrible, es lo que es terrible. Así pues, cuando nos enfrentemos a un obstáculo, o nos preocupemos, o nos disgustemos, no deberíamos achacarlo a otros, sino a nosotros mismos; esto es, a nuestras propias opiniones. La gente sin formación es la que culpa a otros cuando pasan por algo malo. Aquellos que se están formando se culpan a sí mismos. Y los que ya se han formado ni culpan a otros ni a sí mismos.
ACTUALIZAR LOS CONOCIMIENTOS QUE CAMBIARÁN NUESTRA VIDA
ANTONIO LOZANO DOMENECH
Introducción: nuestra civilización tiene una actualización pendiente de instalar
La mayoría de seres humanos tenemos creencias obsoletas, sobre cómo es la realidad física, social e individual en la que transcurren nuestras vidas. Creencias que fueron vigentes en el paradigma científico de principios del siglo XX, pero que ya no lo son en la actualidad.
Utilizando un símil informático, el ordenador nodriza de nuestra civilización está pendiente de una actualización. Hace varias décadas que disponemos del nuevo software, pero no lo hemos instalado y mantenemos nuestro sistema operativo funcionando con programas caducados.
Albert Einstein, Max Planck, Niels Bohr, Stephen Hawking, Werner Heisenberg, Lynn Margulis, Lisa Feldman, Sigmund Freud, Carl Gustav Jung, Jean Piaget, Peter L. Berger & Thomas Luckmann, Pierre Bourdieu & Jean-Claude Passeron y muchos otros científicos contemporáneos han ampliado las fronteras de la ciencia y cambiado la cosmovisión de la realidad física, social e individual en la que vivimos.
Actualizar nuestro conocimiento científico de acuerdo con este nuevo paradigma nos permitirá conocer la naturaleza sutil de la aparente realidad física sólida; cómo se forman nuestras creencias; las claves del éxito de nuestro aprendizaje; cómo las emociones y el inconsciente son los principales activadores de nuestro comportamiento, y no la razón o la voluntad. Será posible comprender las bases científicas de la ausencia de libre albedrío. Podremos comprobar cómo la colaboración y no la competencia ha sido la clave de la evolución humana y del resto de especies.
Necesitamos poner al día los contenidos educativos, las explicaciones informativas y también nuestro comportamiento individual y social, implementando estos nuevos conocimientos en la vida diaria.
Los ciegos son los que sienten los senos en toda su ilusión, en lo que tienen de regalo místico de Dios. Levantan sus ojos muertos al cielo, mientras los tantean, y así ofrendan el hallazgo inverosímil. A los ciegos les explican ellas los matices, y es de una delicia insospechable para los que ven, cómo suenan en la oscuridad de los ciegos las anotaciones confidenciales. Los ciegos los poseen de tal modo, que los podrían modelar como no podría modelarlos el hombre que ve y que por tener vista pierde más su estructura, se desconcierta más, se distrae, se pierde. Cuando los ciegos encuentran por primera vez los senos, cuando los descubren, se quedan deslumbrados, se llenan enteramente de su visión, se arroban, no lo creen y lo van creyendo poco a poco, lúcidos y fascinados como no lo volverán a estar ya nunca. SENOS DE CIRCO Bajo la luz blanca y esplendorosa del circo se ven los senos redondos y francos, los senos de las estampas mórbidas. Se los ve en el centro de la perspectiva que necesitan, y su actitud es la de los senos que se sienten en el centro de la expectación y de la adoración. Los senos de circo están defendidos por la fuerza de la artista, y quedan como lo gracioso en medio de la ancha mujer. La artista de circo es del sexo débil, flojo, por sus senos al descubierto, los senos sobre los que han caído tantas veces al ensayar sus arriesgados ejercicios y por los que sería más doloroso que se matase. Se los ve sufrir, obligados arbitrariamente a tomar parte en los trabajos violentos en que debía estar prohibido que ellos figurasen. Quedan desairados e infragantis delante de ellas, y descomponen el empaque arrostrado que toman ellas. Los senos de las mujeres de circo las aplacan a ellas mismas, las humanizan, las hacen ser tan niñas como deben ser. Parece que son pesados como las grandes pesas que levantan a pulso, y así ellas cuando se aprietan o se atusan los cabellos antes del nuevo ejercicio, parece que sostienen erguidos y como con un alarde de fuerza, sus senos tremendos. ¡Qué dueñas de sus senos son ellas y cómo al que le hagan la concesión se la harán por una condescendencia para la que no será nunca demasiada la gratitud! ¡Exquisito contraste de sus senos y su musculatura fuerte! Por eso son tan tentadoras las mujeres de circo, porque son intrépidas y fuertes, y, sin embargo, tienen los senos de las mujeres blandas, que son vencidas en el pugilato con el débil conquistador. Los senos de la gimnasta son los senos ideales de qué colgarse y en qué hacer esas poleas ideales que se quisieran hacer colgándose de unos senos, suspendiéndose en el aire, en vilo sobre un abismo enguatado. Los senos de circo suben y bajan con violencia, resisten terribles aplastamientos y magullamientos, tienen íuerza en lugar de esa abulia que tienen los de las otras mujeres, y, sobre todo, cuando son los de la artista de las volteretas, hay un momento rápido y pasajero en que se les ve claramente. La autoridad no se da por enterada de esto ni la decencia hipócrita tampoco. ¡Es una cosa tan instantánea! Pero es cuando se atisba más que nunca, más que cuando se las tiene delante en plena desnudez, el secreto de ellos, su verdadera emoción. LA ENNOVIADA La ennoviada es una muchacha que después de haber tenido muchos novios queda ennoviada. Ha merecido casarse como ninguna otra; pero la suerte no la ha favorecido, ha dado con números impares, con números sin suerte, con los infieles, con las bolas negras. Sobre todo, en las provincias en que hay academias militares hay muchas ennoviadas. La ennoviada acepta un nuevo novio con una sonrisa que es aún bondadosa, crédula y dichosa. Es suave para él, la cuida, la cree, le oye. La ennoviada no está empedernida, aun después de haber tenido tantos novios. La pobre ennoviada espera aún y cultiva al último tan cariñosamente como al primero, aunque está saturada de noviazgos, sudorosa de noviazgos. La obra que realiza, que ha realizado, que volverá a realizar la ennoviada, traspasa los limites de lo humano. El que se la llevase —nadie se la llevará— encontraría en ella el bálsamo consolador, por como la ha dado esa cualidad lo que la desconsolaron entre todos. Todos la abandonarán, porque olerán que está ennoviada, y un instinto como el del pájaro cuando nota que manos humanas han tocado sus crías, hará que la dejen morirse sola y abandonada ignominiosamente. En los senos de las ennoviadas es donde reside más ese estado suyo de ennoviadas. Son muy blandos, los han ido ablandando las manos pasajeras, tienen una blandura de senos de señora casada hace muchos años, y, sin embargo, ellas son enteramente vírgenes. ¿Se dará nadie cuenta del encanto que hay en esta paradoja? Sólo el rey de los golosos, que sabe elegir el pastel o el dulce mejor en la pastelería llena de dulces y pasteles distintos, sabría elegir esos senos desolados, inocentes, abandonados, ricos como el mejor plátano de los plátanos mondados por otras manos, domados por otros. ¡Senos que no pueden ocultar sus excesivas condescendencias, porque son blandos como los higos muy maduros y muy dulces! ¡Senos llenos de cordura y de desilusión! LAS NIÑAS Muchas llevan sus senos sin enterarse; pero otras ya lo saben. De las que lo saben unas miran sus senos nacientes, como cuando más niñas jugaron con sus piernas, sorprendidas de tener piernas, y otras miran con una malicia que es en miniatura la misma que tendrán de mujeres. No se sabe qué pensar de los senos de niña; pero se les mira inevitablemente. A veces, no se sabe si es que sus trajes les inventan los senos o si lo son de verdad; otras veces no se sabe si es el temblor trémulo y fino de la seda abullonada de su blusa lo que les imita. ¿Es sólo temblor de la seda o del seno suelto que aún no descansa sobre el corsé? Hay muchos misterios en los senos de las niñas, grandes o pequeños misterios. Los grandes misterios arrastran velozmente a la niña. ¿Adonde va con los ojos fijos y abiertos? Un dios de aquellos que tenían trato carnal con las mujeres les sigue, las vigila, no se las dejará a los hombres. La vigilancia que las rodea la burlará el endriago poderoso. El pensamiento de cómo serán los senos de las niñas, de «lo que serán», ilustra los senos embrionarios. A veces se sabe cuáles serán espléndidos y asombrarán a los hombres, y entonces serán inasequibles, menos al hombre vidente que cultiva desde su incipiencia a la niña, porque está seguro de cómo va a ser en cuanto pase muy poco tiempo, y tiene paciencia y cuando resulta que es verdad lo que pensaba, la niña, agradecida de aquella adivinación, es al que no puede olvidar y al que hace el privilegio. Ante los grandes senos que a veces tienen las niñas pequeñas se rebela toda prudencia, y los niños se sienten hombres y dicen a esas niñas cosas superiores a ellos, cosas que les asusta decir a ellos mismos, sintiéndose súbitamente hombres, los hombres de esas mujeres precoces. Los grandes senos que tienen las pequeñas niñas son, sobre los mayores senos de las mayores mujeres, los senos más grandes, los senos que dilatan las pupilas y hacen pensar que en la vida se debían justificar las radicales verdades que aún no se justifican. Las niñas de pequeños senos que tienen un novio mayor que ellas, sufren unos celos terribles cuando piensan en los grandes senos que sus novios han conocido ya, unos sendos senos que emulan a sus senos, sus pequeños senos que reducen y simplifican la teoría de todos los senos, que son más que todos, que hacen asequible la idea abstracta o inabarcable. Cuando se inician los senos en las niñas, se inicia de nuevo una vez más en la vida la rebeldía que insensatamente se contiene. ¡Ah! Pero ya es inevitable, es como si hubiese atravesado el límite la niña, pero cómo han perforado el límite sus senos sinceros, avanzados con un arrebato que no ha podido evitar la familia ni podrán evitar las miradas. LAS CRIADAS Los senos de las criadas son senos que dan origen a sentimientos sordos y enconados. Son como animales domésticos, que corren por la casa, que andan sueltos por ella y la alegran un poco. Eso, que es tan visible, hay una urbanidad y una política hipócrita que hacen como que no lo ven. Animan la mañana, sobre todo, y dan a la casa más ambiente casero, más sabor humano. Paiece que cantan en la criada de otra manera que canta su boca, y son la gracia rústica de su trajín. Sus senos, silvestres y retozones, son como la cebolla que condimenta el aire de la casa, la cebolla humana y sensual, la cebolla barata. Sobre todo el empaque que tenga la casa se destaca el que son verdaderamente, indudablemente senos de mujer. Las señoras de la casa evitarían que se viese eso, pero no pueden. Es demasiado elocuente su presencia y tienen derechos más fuertes que todo el señorío que domina aún el mundo. Su rebeldía se manifiesta, y no puede menos de admitirse, teniéndose que tragar la píldora la señora. Los señoritos y el señor los ven demasiado, y a veces los buscan, aunque son senos ingratos y sucios, de una imaginación roma, senos que no comprenden, senos descarados que abusan de su condescendencia sombría o que sufren el vilipendio del hombre más espantosamente desleal que es el señorito, que niega a la luz del día sus cosas de la sombra. LAS MUERTAS ¡Cómo se pierde uno pensando en los senos de las muertas! Las muertas no se sabe si han tenido senos. La tabla de su alma, porque los senos son como el grumo del alma, los grumos del alma. ¿Subieron al cielo o se los restituyeron a la vida que quedó a flor de tierra? Los senos de las muertas están en la blandura de algunas horas y de algunos días, en lo que viene a ser almohada ambiente en los momentos de voluptuosidad y de anhelo, en los senos que la luna abandona a los nostálgicos. Los senos de las muertas son una suavidad tan necesaría en la vida, que la vida los recoge de un modo sigiloso y prudente. Así parece que no se pierde ningún seno, sino para aquel que los poseía. Los senos son integérrimos, y por eso no pueden perecer. ¿Cómo eran los senos de las muertas? Sentimos que el espectáculo de la resurrección de la carne será un gran espetáculo, porque como los trajes de las muertas se habrán podrido por completo, resucitarán palpitantes y desnudas con sus senos recién creados, rutilantes y locos. Los senos de las muertas aparecen cuando pensamos en ellos en la proximidad de los cementerios; aparecen como senos céreos, anchos, solemnes, parecidos a los de los exvotos, tristes, con un color elegiaco y una carnación elegiaca que les hace más atractivos: están todos henchidos de viudez, la única viudez incólume, y están cercados de una impasibilidad solemne que exalta. Tienen reflejos violados, son de una crudeza tremenda, caen endurecidos e inflamados, caen con un gran peso muerto. Son todos como de una proporción igual, como si el molde de la muerte les redujese a unos y les ampliase a otros, según una misma medida, perfectamente redonda y ancha, según un molde tradicional. Los senos de las muertas son senos fríos, senos como los de la mujer que se ha desmayado en una actitud más apetitosa que nunca. Los senos de las muertas tienen una amarillez incomparable, aunque se podría decir que luce como la de los vasos de las lamaparillas de iglesia, en que hay una luz perpetua, una inextinguible mariposa de aceite, una luminosidad amarilla con algo de fuego fatuo. Los senos de las muertas son las colmenas de sus fuegos fatuos. Cuando murieron se vencieron sobre sus costados como nunca, cayendo desarticulados y flojos. Nadie se hubiera atrevido a tocar sus senos fríos como el mármol, pero nadie se atrevió a pensar que se iban a corromper. Así estuvieron más de venticuatro horas, hasta que poco después se rehicieron. No podían desaparecer después de haber llenado de inquietud algo más importante que los hombres, las ondas de la vida en que se moldearon y en que se reprodujeron constantemente. Los senos de las muertas son un poco como los senos que pintó Tintoretto. No tienen alegría, no juguetean, no son pizpiretos; pero en la solemnidad con que avanzan hay un encanto superior a esos encantos perversos, siempre un poco de prostituta. Son todos ellos senos de reinas y complacen de lejos —siempre acercándose y no llegando nunca— más que los senos más accesibles o accedidos. En ese ver avanzar parsimoniosamente esos senos en la noche de los cementerios, reunidos con ellos en los patios cerrados, hay una consecuencia de la forma redonda y definitiva de los senos que jamás conseguiremos en la vida. Sería ingrato, hasta donde los espíritus pusilánimes y cortos no lo suponen, no seguir viendo, no ver rotundamente los senos de las que murieron. ¡Qué falta de cariño el no ver los senos imperiosos y llenitos de las muertas! No por fantasearlo todo se debe llegar a esta realidad superior, sino por respeto activo en lugar de ese respeto vacío que no es nada, nada, nada. Ver estos senos de las muertas, apreciarlos, tocarlos encantados y febriles por su morbidez, es recordarlas como ellas quisieran ser recordadas, como viviendo siempre. Los pezones de las muertas no tienen color. La sangre la pierden por entero los muertos, y por eso cuando los cementerios se abandonan y surgen en libertad las flores silvestres, las que más abundan son las amapolas, que son la sangre que vuelve. ¡Senos de las muertas, senos de sonámbulas a las que se deja paso sin abusar de ellas, en vista de su sonambulismo, teniendo bastante con verlas sonámbulas y descotadas, para amarlas platónicamente muy de cerca todo lo cerca que yo me he atrevido a estar de sus senos sin la simpleza que hay en los senos de las vivas, siempre tan inexpertos y sin acabar de formar! Se matan los senos de las muertas insensatamente no viédoles así como son, no creyendo en ellos con esta ceguera con que yo creo. ¡Qué bello es, sobre todo, verlas aparecer, con sus senos graves al descubierto, por las puertas del arco que comunican unos patios con otros! Al aparecer por esos arcos es cuando más se exaltan y se revelan, mayestáticas, sorprendentes, seductoras, como la que acaba de llegar al teatro y sale descotada del antepalco, levantando la cortina y entrando con decisión bajo las miradas. Los senos de muerta son la noción más adorable que hay al margen de la vida estúpida, pasajera y frívola. Hasta no verles tan sencillos como son, tan entregados a su dejadez enloquecedora, no nos habremos curado de toda la banalidad que nos atora. Vayamos a ver los senos de las muertas, para quedarnos extasiados ante la forma y la materialidad menos deleznable entre lo deleznable, dando a las muertas la consideración que ellas quieren, ya que se han llenado de la coquetería verdadera y suprema. En la hora clara en que las muertas están dentro de sus nichos, podríamos decir, inspirados por nuestras facultades de ocultistas, donde hay enterrados unos senos más interesantes que en otro lado. Nos paseamos como médiums frente a esa lápidas. Si abriésemos las puertecitas de los sagrarios de sus senos, las veríamos acostadas a lo largo, con sus senos en reposo sobre sus pechos sin palpitación, como vimos los de cadáveres en las salas de disección, o, para ser más gráficos, como vimos al asomarnos por aquella ventanita de San Carlos, los de aquellos cadáveres de mujer tirados en aquella habitación trasera, muy baja de techo y sin luz. Los senos son la realidad más perenne, la realidad de la que no puede suponerse la desaparición total, algo que ha estado tan acusado que no puede perderse. Por eso los senos de las muertas las dan existencia, y son por lo que se ha salvado todo el resto de ellas. Caen con un peso más muerto, más plomífero, pero esto les da más plástica y los sentimos como de plomo blando en las manos que no les podrán tocar. ¡Qué idea más categórica y más ardua! ¡Oh, si les pudiésemos tocar serían los más tocados y tenidos en las manos! En los senos de muerta está cuajada toda la melancolía espesa del cementerio, y en ellos se concentra todo lo que se descarna bajo su tierra. Los senos de las muertas tienen la viveza de los senos de las fotografías de mujeres desnudas que se encuentran en los cajones de las abuelas que han muerto y que son, indudablemente, de mujeres que ya murieron, pero en las que siguen siendo tan intensos y tan vivientes sus senos, porque esa forma tan rotunda y tan resuelta no puede haberse anonadado, aunque los largos gusanos se los hubieran comido como las manzanas o las peras más dulces, metiéndose por ellos como pequeños ferrocarriles por hondos túneles. Así, ante las mismas ancianas muertas, se descuenta el que la lápida anuncia sus ochenta años, y se las siente femeninas, sensuales, atractivas como si hubiesen retrocedido hasta el promedio más álgido de su vida, su momento mejor, así como las jovencitas de veinte años no están ya en los veinte, sino que han avanzado y se han plantado en el momento ideal de su vida, que suele oscilar entre los treinta y tres y los cuarenta y ocho. En la sinceridad de los cementerios sucede sinceramente que se piensa eso. Los senos de las muertas son los senos definitivos, tan solos como los de la mujer que se baña solitariamente, como los de Diana cuando se baña, como los de la casta Susana. En esa soledad es en la que los vemos, y acrecenta la sensación de verlos como nos veremos ninguno, el que no podremos romper su soledad, y eso hará que no los poseamos en definitiva. Las muertas descotadas hasta el punto en que caen sus senos, que están más abajo de donde estaban en su \ida, adornan sus corpiños con las flores de las coronas, sobre todo con pensamientos, que hacen más elegiaco su descote. La sombra del nacimiento de sus senos es de un negro profundo, un negro de agujero, y las curvas sombrías que quedan bajo ellos, son sombrías como no lo es ni la sombra de los ojos de las calaveras. Se podría decir que sus senos tienen unas ojeras gravísimas, esas ojeras de los senos que sólo se notan suavemente en los senos de ciertas mujeres en la madrugada de los domingos, ojeras que exaltan la forma anaranjada y rizosa. Los senos de las muertas son los senos definitivos, tan solos ya no creen en sí mismas. En su verdadero final se han llenado de ideas acérrimas, ideas de muertas de cementerio civil, porque ya sin ninguna esperanza y sin ninguna superstición, aun en el cementerio cristiano son muertas de cementerio civil, mujeres fuertes y sensatas que ya no comadrearán ni tendrán sentimientos mezquinos. Salen todas por los nichos de pared, sacando los pies, doblándolos, sacando después el cuerpo y, por último, la cabeza, así como en los circos se bajan de la mesa en que se han acostado para hacer el número que lo exigía. Miran sus coronas, se sonríen. Se sientan sobre los sarcófagos de piedra, que son sus asientos preferidos. Se abrazan a los cipreses, se apoyan en ellos, se rascan la espalda con ellos. Juegan a las esquinas entre ellos y pasean como las amigas entrañables por los jardines de los colegios de internas. La luna, que aun durante el día está sobre los cementerios, convertida en una muerta más, la mira encantada. Como las leprosas se asoman a la verja de las lepreoserías, se asoman a la verja de la puerta, y sus senos sobresalen entre barrote y barrote, consoladas por la frialdad y la fuerza del hierro. Cuando llueve se pasean bajo los soportales de los claustros del cementerio, siempre descotadas, llueva o haga frío, porque son las mujeres a las que ya nada puede matar, porque, entre otras razones, con la pulmonía que las mató se las acabó la pulmonía. ¡Senos de las muertas! Cuando seamos muertos ya no les podremos ver, pero quedará el consuelo de que nadie los podrá tocar, de que vivirán para ellas, de que no volverán a llenarlos de conflictos y recelos, y de que tendrán tiempo de recordarnos incesantemente. Esa es mejor solución que la de que tengamos que volverles a poseer, porque así estaremos más cómodamente en lo eterno, como en una hamaca de suspensión eterna, ya que ellas están en un estado que no admite más adulterios, que es lo importante, pues con los que cometieron acabaremos por conformanos. Yo, en los ratos de mayor vivencia, he visto avanzar a las muertas con sus senos solemnes sobre los brazos cruzados bajo ellos, lentas, sin imprimir movimiento a la pasta recrudecida de sus senos recios, majestuosos, rotundos, como sólo lo son los que pule hasta el amaneramiento al escultor académico. Descotadas hasta debajo de sus senos y con largos trajes de cola, las muertas avanzan hacia el que se acerca a la verja de los cementerios cuando ya ha oscurecido. Sus senos las han hecho sobrevivirse, han mantenido sus formas. Los hombres muertos están enterrados, siguen enterrados bajo las losas, sobre las que arrastran ellas sus colas. Los esqueletos son de hombres. ¿Suponéis esqueletos de mujer con los huesos del pecho mondados? No. Las han defendido sus senos, cuajados en la muerte como no lo estuvieron en la vida, llenos de una dulce cordura que daría un placer mortífero al que los tocase, por lo que parece haber un anuncio de peligro de muerte en la proximidad de los senos de cementerio, llenos de una alta tensión que carbonizaría la vida del que fuese imprudente. SORPRESAS Han existido casos en que la lactancia ha podido ser mantenida por una mujer que no ha cohabitado y aun por un hombre. Esto que asegura la Medicina, ¿a qué extrañas causas obedece? Parece que aquella a la que sucedió eso fue que amó demasiado a su ideal. Ella despreció a los pequeños idiotas que llenan la vida y sólo se dedicó a su sueño, hasta que un día se sintió más pesada, más abrumada de sí misma que nunca, llenos sus senos de un nutrido cosquilleo, dichosos y voluptuosos, con una dicha espesa y desconocida. ¿Qué le pasaba? Cuando estuvo bien sola se los miró y, ¡oh, sorpresa!, estaban llenos y de su punta abierta, como cuando se abre el tubo de sindetikón con un alfiler, salía una gota de leche tibia y densa. Llena de su ideal, y llena de sí misma, que es lo más puro que podía llenarla, no quiso fecundizar su vientre, le repugnó, no buscó ese camino acre y sucio, y de un modo casi inmaterial despertó sus senos vírgenes, sus senos anhelantes. ¿Qué dirán los padres de esas mujeres, cuya lactancia espontánea admite la Medicina? Sospecharán de ellas, sin acabar de creer el milagro propio de sus almas. Se columbra en los martirologios antiguos el caso de una mujer de éstas, quemada en la hoguera pública, porque la leche de sus senos supuso un hijo que no se halló, del que no pudo dar cuenta, y por cuyo supuesto infanticidio fue sentenciada. ¡Oh, que nos busque esa mujer elegida, cuyos senos manan espontáneamente, que nos comunique el secrerto sigilosamente, y nosotros nos casaremos con ella! Que nos haga depositarios de su riqueza natural, porque su llenazón no es de las que puede descargar un niño que moriría ante un manjar tan fuerte y tan lleno de algo así como de una certeza superior. ¡Oh leche metafísica! LA MUJER SIN SEXO En la mujer sin sexo, lisa y cerrada, hermética y toda blanca, depilada y sin pliegues, los senos toman una importancia suprema. Nada distrae de la tentación de los senos, y eso les da una esfericidad suprema. Escarbará toda la vida el hombre sobre esos senos solitarios, y dará de beber a su sed con sus manos, como se bebe en los manantiales más cristalinos y puros. En esa mujer sin sexo la elevación de los senos es prodigiosa, radiante, y la femineidad está en ellos sin desparramarse, sin irse, sin encontrar salida. Verdaderamente, si no hemos encontrado esos senos de la mujer sin sexo, no hemos visto los senos en toda su apoteosis. LA GIGANTA DE LOS SENOS COMPLACIENTES El deseo de unos senos suficientes se ase a unos senos gigantescos. Existe en alguna parte esa giganta de los senos complacientes, los senos que recrían, los senos formidables, los senos que pueden ser estrujados y sobre los que el hombre puede acostarse como sobre una cama de matrimonio. La giganta está acostada en el gran valle. Su sonrisa es condescendiente. Está vestida hasta la cintura porque si no sus piernas resultarían monstruosas y su sexo resultaría un abismo peligro e inmundo. Una larga hilera de peregrinos caminan hacia sus senos, y otros ya están arrodillados y prosternados sobre ellos. Algunos se esconden trémulos, febriles — amarrillos de fiebre—, en la juntura de esos senos, y allí, dedicados a una larga atrición, se curan de la inquietud que traían, causada por el sobresalto que les han dado los senos breves ; otros más atrevidos, se esconden bajo el peso del seno que cae y no cae sobre la tabla del pecho, y allí, a la sombra templada, les aduerme una pereza ideal, como después de la consecución suprema. Los senos de la giganta en relación con la luna, como el mar, tienen altas y bajas mareas, y una vida inmensa. Están un poco desgastados por el constante pasaje, y sus pezones tienen esa dolorosa tumefacción de los pezones mordidos por los hijos a los que les salieron los dientes cuando aún no habían dejado de ser mamones o por los niños a los que les duelen y les arden las encías. ¡Oh, senos de la giganta complaciente, senos ubérrimos y copiosos, senos en cuajada cascada, senos por el descanso eterno, senos tranquilizadores, senos verdaderamente grandes, abrumadores hasta el hartazgo, senos que se buscaron en vano —¡siempre en vano!— bajo un falsa —¡siempre falsa!— opulencia de los corpiños abultados! EL DESPERTAR Sucede a veces, quizá muchas veces, que el hombre que se hiere con las espinas que ellas tienen para defenderse, sale con las manos arañadas por haber insistido en coger por primera vez el primero de los senos de ellas, y, sin embargo, insiste y se los coge otra vez, y le vuelven a herir. Ese primer explorador es el que ha desarrollado esos senos, el que los ha despertado; pero ellas, que se los deben indudablemente a ese hombre, que fue el único que se hirió con las espinas afiladas y recientes, y que tiró de ellos con exposición de ser mordido, no es el que se suele llevar en definitiva y con saciedad esos senos ingratos. Es otros que vendrá después. Pero que eso no le desespere; la vida le vengará, y esos senos, a los que hicieron crecer sus caricias, serán deshechos por las caricias. LOS SENOS DE LA FURIA Los senos de la furia son arrastrados al rencor. Ellos no quisieran sino la dulzura: pero ella los precipita, los irrita, los tunde. Ante los ataques de la furia nos olvidamos de sus senos. Parecen haberse malogrado en la insania que palpita en ella. Salta por encima de ellos en los ataques. Pero, sin embargo, después del primer momento en que su furia nos ofusca y nos arroja violentamente sobre ella nos aplaca la idea de los senos como si saliesen en defensa de ella con bondad, interponiéndose entre ella y nosotros como sus hijos asustados, como los niños se interponen entre el padre y la madre. Ellos hacen que nos digamos: «Respetémosla, disuadámosla y en vez ds aumentar su rencor y vengarnos, perdonémosla…». Sus senos responden por ella: sus senos, atemorizados y desgarrados sufren por ella, y son los que lo pagan… No puede ser: sus senos están ahí, delicados, sufridos, frágiles, maltratados. «¡Quieta, quieta, que los empujas y los zarandeas, pegando el uno con el otro, y se puede romper! ¡Quieta!…» Y se la calma, cogiéndola de las manos, con cuidado, con cautela, con lentitud. Siendo el premio final atusar, satinar, lustrar los senos intercesores, más blandos, más bellos, más mórbidos, más suaves, más buenos después de la paz, como si fuesen el «calumet» de la paz. ¡Oh, los senos de la furia, atormentados, lapidados, florantes en medio de su vesania, mordiéndose como dos serpientes fraticidas! LAS NEGRAS Las negras con rostros abruptos y de ojos con algo de los ojos de los negros escarabajos, las negras de labios de babosas, tienen los senos más terribles de la creación, unos senos que se parecen a los pellejos llenos de vino, senos elefantinos, senos como dos grandes plátanos de cáscara negra, senos en que parecen llevar sus crías, senos que imitan los grandes recipientes cónicos en que machacan el cacao. Están deshechas por sus senos, que como esas frutas muy pesadas y muy blandas se pasan en seguida, maduran velozmente. Por eso tienen grandes ojeras negras y abolsadas y su rostro se descompone más. Sus senos las corrompen y las recuecen por entero. Tienen los senos de negra algo de grandes bubones ardientes, madurados, inflamados, con vértices que van a estallar después de la fiebre que les inflama. La negra está en el horizonte, detrás de las blancas de senos incipientes; está muy plantada, con sus manos espantosamente ordinarias cruzadas sobre el vientre, plantada frente a una expectación que no comprende, con sus senos colgados, como unas aguaderas, sin coqueterías, llena de una excesiva crudeza, en una actitud de monstruo de feria, sobrecargada, como el que vuelve del matadero con dos corderos negros que le cuelgan sobre el pecho cayéndola a cada lado, atadas las patas del uno a las del otro, exhibiendo el peso bruto, los kilos. Sobre los senos de las negras relucen como sobre nada las pezoneras de brillantes, y parece que son bozales enjoyados para lo fieras terribles que son. Así las bailadoras negras los tienen siempre cubiertos por grandes pezoneras, pues la danza les despertaría como a los leones y no se la podría presenciar sin esa salvaguardia, sin esa contención que hace que una ferocidad irresistible no penetre en el pecho del espectador. Los senos de las negras revelan hasta dónde son animales los senos de las blancas, hasta qué punto es carne adobada la carne de los senos, los comprometen y los denigran, siendo conveniente apreciar eso. Toman la luz y sus valores resaltantes de un modo que lo blanco no puede recoger. Por eso su plástica está listada de luz y se exalta como la perla negra se exalta. Se ven más que los blancos. La negra se ríe de sus senos como no se ve reír a la blanca, pero como indudablemente se ríe también. Es una risa siniestra de herir con un arma; es una risa sanguinaria que pone de manifiesto los dientes blancos, revelando hasta dónde es un animal de cuidado la mujer. Sobre todo, cuando en sus bailes les remueven demasiado a propósito, con una alevosa premeditación, paradas, y sólo dándoles velocidad como en una tumba africana, la burla es la burla de las burlas y abusan de saber cómo impresionan, sin que nada justifique que ellas se impresionan. En las negras, los senos llegan a parecer como grandes butifarras, hechas con picaduras de carne de hipopótamo, por ejemplo, o algo así. Pesadilla negra esa de los senos de negra, senos accidentados, sin desbastar, materiales, tan materiales que ahogan en su materia como un mar espeso, como las aguas del mar Negro. SENOS DE MADRE A veces los senos de madre no pueden recordar su antiguo significado, su primera coquetería. Pero cuando vuelven, ¡cómo sobrepasan la insignificante coquetería primera! Vuelven desiguales, lo cual es ya una mayor extensión de su encanto. El seno con el que dieron de mamar es el mayor. El otro no tuvo casi leche, resultando por eso como un pobre desgraciado que merece más caricias, aunque el otro sea el fecundo, en el que parece conservarse aún algo de leche blanca y condensada. Cuando dan de mamar, el ver la cabeza del niño junto a ellos y un poco de color de ellos, hace que nos abstengamos de seguir mirando, aunque también al dar de mamar se convierten en biberones. Los senos de madre duelen en el parto, y a veces sufren grandes dolores después, cuando se les cierra la espita. Sin embargo, en el dar de mamar normalmente encuentran una gran voluptuosidad, que se callan, como si no estuviese permitida. Los senos de madre tienen cicatrices, porque se inflamaron y supuraron en el parto, y hubo que hacerles punciones y ponerles inyecciones antisépticas, quedando su piel convertida en una criba. Su aréola se llena de elevaciones en el primer embarazo, y subsisten después siendo su nombre el de tubérculos de Montgomery, nombre como el de una condecoración de los senos heridos en la batalla. Todas esas taras son necedores, que les ha curado de su presunción de objetos de bazar, que les ha humanizado más, que les hace tener una mayor modestia, les hace más expertos, más comprensivos y más dueños de su voluntad. Por eso los senos de madre son más amparadores y tratan al amante como amante y como hijo. Hay hombres que no sabemos por qué están tan enamorados de las mujeres junto a las que caminan siempre. Un secreto intenso les atrae, les hace envolverlas, encubrirlas, acercarse como miopes a sus figuras embozadas en los trajes vulgares. Pero el secreto ese es que esas mujeres tienen unos senos disimulados para todos menos para ellos, con un disimulo que una vez descubrimos en una novia provinciana, en cuyo pecho encontramos lo inesperado muy doblado, muy apretado remetido con fuerza, tan violentamente que eso evitaba la circulación de la sangre, y el hallazgo estaba pálido, adolorido y frío. Estaban sus senos plegados como redondos farolillos japoneses, y bastó encamdilarlos y tirar de ellos para que fuesen bombas de luz. Esos hombres que saben que sus esposas guardan lo que no puede apreciar nadie, son modelos de oficinistas, hombres que se contentan con cualquier trabajo porque esos senos que poseen les dan categoría sobre los demás, porque merece cualquier resignación en la vida del trabajo encontrar al final de la jornada los senos insospechosos. Habrá quien crea que son tontos, habrá quien no les mire siquiera, pero a ellos no les importa aunque se den cuenta, pues miran con sorna el espectáculo de la organización del mundo, porque los senos disimulados de su esposas les compensan de todo. Para ellos, el arte y la novelería de la vida está en ese secreto de dilatación que hay en sus esposas y que no podrán contar ni a su íntimo amigo. LA MADRE POBRE La leche de las pobres de pedir limosna es como el agua; pone a sus hijos aguanosos, pero no les alimenta. Es el mayor sarcasmo que se comete; es la mayor falsedad evidente que no se consiente. La vida, más fuerte que el hambre, llena los senos de la mendiga, ¿de qué, si a veces no ha comido? La vida los llena y les da el apetito de probar de ellos, pero se lo dejan todo a su hijo. En los senos de la mendiga hay un resorte de milagro. Sorprende vérselos sacar negros, quemados, del color de la tierra rasera, color cáscara de patata y ponérselos en la boca a sus hijos. REYES Y SULTANES Los reyes manejan clandestinamente senos admirables en los que imprimen el sello de su sortija que queda grabado en ellos, porque se lo infieren cuando están candentes, cuando se ablandan como el lacre en la hora ardiente de orgullo. A los reyes les apena el tener que desflorar en el secreto y en la oscuridad esos senos que sólo se abren ante ios reyes, como pasionarias, enseñando sus atributos interiores, los atributos, las cositas, las filigranas que guardarán bajo su envoltorio siempre para los que no somos reyes. En las sombras de los palacios que tienen en las afueras de la ciudad en que reside la corte y donde llevan a sus conquistas, los senos de ellas se sienten ateridos, mirados con un conminatorio rencor por todas las reinas de los panteones de reyes, y se contraen de un frío letal. En las cámaras nupciales de esos palacios, los senos de las advenedizas se llenan de una palidez y una amarillez de muertas, que les hacen interesantísimos; se quedan sobrecogidos, más infragantis e ingenuos que nunca, exaltados sobre el fondo de oscuridad y de muerte que no hay más que en esos palacios, pintados sobre un fondo que sólo hay en los lechos de esos palacios reales. ¡Color y formas que sólo verán los reyes galantes! Los sultanes tienen más a las claras, más declaradamente, con más realidad, numerosos senos. En la luz concentrada en esas casas, miran hacia dentro, en la luz que enjalbega los patios de los harenes, los senos que gozan los sultanes están llenos de una certeza suprema, esa certeza que toman las cosas bajo los claros mediodías del estío. Los senos que poseen los sultanes son senos como de dulce de coco y azúcar; senos jugosos; senos cuya blancura exalta los ojos, morenos y rasgados: senos que cuelgan como higos frescos en la higuera fresca bajo el sol agostador, senos como llenos de una fresca, blanquísima y dulce horchata; senos incensarios, que se mecen como incensarios; senos guirnalda, porque obedecen con una rara unanimidad al mismo señor y no temen a Dios, sino que se ofrecen también como por mandato de su Dios; senos como grandes bolas de azahar; senos que miran con ojos rasgados y nostálgicos; senos llenos de pereza, de enervación y de languidez; senos un poco triangulares, como si así tuviesen más la forma litúrgica; senos a los que alumbra de lejos un sol claro como a la luna; senos extáticos, como las cosas en la siesta; senos que meditan en el esplendor de la realidad del día, y es su levadura esa meditación; senos enjarrados por la luna. Esos senos de los serrallos crecen, crecen, crecen, hasta dar en el suelo, y cuando un poco aventajadas ya no se levantan ellas, quietas y resignadas siempre en cuclillas, ellos descansan también sobre los almohadones echados sobre el suelo. Cuando las mujeres del serrallo cometen infidelidad, el sultán, iracundo, no corta con su gumía sus cabezas, sino que corta sus senos con golpes que facilita la forma de la gumía. Todo el serrallo se llena de un lado de cadáveres y de otro de senos, volando las almas entre unos y otros, porque se salen en seguida por los agujeros de palomar que se abren en los pechos de mujer al arrancarlas sin precaución sus senos. Los senos de las mujeres del serrallo crecen también y adquieren mayores encantos y mejores nácares, porque no hay nadie como los sultanes para decirles todos los piropos imaginables, los piropos que los cuidan y los hermosean como ningún agua de rosa. Por eso ellos sienten que les pertenecen tanto los senos de sus mujeres, porque saben lo que les han dicho con una inspiración en que han puesto todo su corazón y su riqueza de filtraciones de sol y de luna. Los senos de las favoritas luchan unos contra otros como las testuces de los machos cabríos, y alguna vez, enardecidas todas por la comparación de sus senos, se tiran los senos a la cabeza y algunas se descalabran. LOS SENOS DE EVA Por pensar en todos los senos hemos pensado en los de Eva, caudalosos, fuertes, de piel dura, rojiza y áspera; senos de ama de cría montañesa, de leche pura, salutífera y prodigiosa, la leche en su primera fuente, la fuente que no se ha agotado después. Adán no se dio verdadera cuenta de ellos, porque estaba asombrado ante otras sorpresas. Fueron los únicos senos que hicieron un perfecto ángulo recto en relación con el plano del pecho, un ángulo recto que inmediatamente después fue perdiendo grados y decayendo. Los senos de Eva fueron los que conservaron la estructura que les imprimió el molde de metal, el llanero que utilizó el Creador para su formación y que después colgó en su cocina. EL SENO MÁRTIR Aquella mujer larga, flaca, marfileña, iba pereciendo. Su belleza no desaparecía, sin embargo, en aquel lento perecimiento. No le faltaban pretendientes, pero ella se obstinaba en no tener novio. Tocaba sentimentalmente el piano largas horas, sin notar la caricia al hombre, que es la caricia al piano. Así todo lo que en ella era inflexible a los hombres, era sinceridad, entrega e impudor para el piano. Sus enamorados, callados, desahuciados, aprovechaban los instantes en que ella tocaba el piano para verla en todo lo que tenía de mujer. Tan enjuta como era, se veían, sin embargo, destacarse sus senos, los senos que nadie calaría, las frutas al otro lado del abismo, entregadas a su consumación por el tiempo. ¿Qué mal la mataba? Ella parecía sufrir del corazón; de vez en cuando se echaba mano al pecho, como diciéndoles a todos. «Aquí me duele». No había ido nunca al médico; su pudor no había dejado que sus padres la llevasen. Hasta que un día se desmayó, y al desabrocharla se vio que uno de sus senos, el izquierdo, estaba completamente gangrenado. ¡Oh, por no enseñar sus senos había callado, y el tumor había profundizado tanto, se la había comido de tal modo, que por el agujero que había hecho se veía funcionar a su corazón, como se ve moverse al volante a través del cristal de un Roskoff! SENOS DE CASTILLA En el paisaje árido y seco de Castilla, los senos son una sorpresa milagrosa, son dos tacitas de agua. Por lo general, las mujeres de Castilla tienen unos senos prietos, pétreos, senos pegados al pecho, sobrecogidos por la aridez de la tierra, senos terrosos, aunque como la greda que el escultor moja todos los días. El frío duro y el valor duro parecen haberlos agostado; pero sobre todo esas grandes heladas que caen sobre Castilla. Los senos de Castilla son senos de esposas fieles de labrador, y hay en ellos como un puñado de granos de trigo, aunque también en ellos hay una colección de semillas de flores que no brotan en esa tierra. Pero de pronto, entre esa comunidad de senos austeros, surge la visión de unos senos impares, ampulosos y llenos. La que los lleva camina con una especial crueldad, con un aire de reina de Castilla. Se prevale de toda la sed de alrededor, y de cómo sobre la tierra sin senos, sobre la tierra llana, se destacan sus senos, recortándose sobre el cielo. ¡Ah! ¡Pero cuando Castilla se vuelve loca, cuando sus pueblos se exaltan hasta el paroxismo, con ardores de una voluptuosidad indecible, es cuando hay en ellos unos senos pecadores! EL QUE SE LOS COMIÓ Parece que ha habido un hombre de instintos temerarios que se ha comido unos senos de mujer, como se comen unas naranjas sin mondarlas ni repartirlas en gajos, sino mordiéndolas y chupando. Quizá unos senos comidos con el valiente apetito con que se podría realizar ese acto, sepan a ancas de rana o cosa por el estilo. ¿Y su pezón? Su pezón debe saber como el tostado pezón de los panes que acaban en punta, en una punta exquisita. También parece que algunos senos deben saber a guayaba. LA OPERADA Lo que más dentera nos ha dado ha sido la imagen de la mujer a la que cortan un pecho —una «mama» debería decirse, para alejarse aún más de algo que es más terrible y más emocionante diciendo «senos». Esa mujer con un pecho resulta como más impresionante y como más dotada que de los dos porque se buscará siempre en ella, además del que se encuentra y del que sería igual que el que se encuentra, otro seno más joven, el de entonces, el que queda en su base y que lo representan algo así como el nudo del árbol a la rama cortada. ¡Qué feroz desnudo el de la mujer con un seno menos! La vida del hombre que la contemple sentirá un encarnizamiento atroz, sentirá una locura de enternecimiento, estará buscando perdido y obcecado ese seno escamoteado. ¡Qué realidad y qué tesitura más dramática y sentimental la del seno que falta! Todos los días, en los hospitales y en las clínicas se cortan pechos de mujer, pecho podridos, pechos llenos de una trichina que se goza en ellos y no se puede descartar precisamente por eso, porque encuentra su dulzura y se ceba en ella. Las que van a ser operadas se acuestan para que las corten el pecho, se acuestan sabiendo lo que las va suceder, dispuestas a sacrificar algo de los superfluo para que no se contamine toda su vida. Los maridos y los amantes los han acariciado por última vez, con una caricia de despedida, y ellas se lo miran también por última vez. Quizá lloran por él, pero piensan: «La muerte, después de todo, ¿qué es sino la extirpación de los dos, y la extirpación de la cabeza y de todo lo demás? Si no tuviese que suceder eso sería para desesperarse de un modo imposible; pero teniendo que suceder eso al fin, esto no es demasiado». Eso que sucede en los hospitales es como si de las banastas de las frutas se tirase la fruta podrida. Se hace tan sencillamente como se hace eso en los mercados. En las guerras —hasta en la última guerra se ha hecho— sucede, sin embargo, algo más atroz, y es que la soldadesca, sobreexcitada por esa fiera incógnita que hay en los senos, los cercena sanos y todo, dando el mayor placer a las infames espadas que gozan como nada haciendo lonchas de seno, las lonchas más voluptuosas de hacer. En las guerras, aunque se supriman las violaciones y los robos, no se logrará suprimir esa tala de los senos, en cuya tragedia hay algo peor que el que sean cortados de raíz y es el que sólo sean destapados y queden colgando, como si quedase abierta la tapadera del tintero de la sangre. LAS SERPIENTES Y LOS SENOS Es un bello cuadro de sagacidad y de glotonería que exalta los senos, el de las serpientes que roban la leche a las madres. Llegarán pensando en los senos con un encanto que las pondrá eréctiles desde la cabeza a la cola, y cautelosas, como la mano del ladrón que va a robar el tesoro que se esconde en el bolsillo del pecho, buscarán el pezón y lo chuparán. Después, todo su cuerpo, engolosinado, se sentirá recorrido por un hilillo de leche de saber insuperable, y sus ojillos mirarán la tersa maravilla, mientras su cola se moverá con alegría, como una batuta que dirige una música suave y lenta. LOS SENOS DE LAS MUÑECAS DE CERA ¿Son quizá más admirables los senos de las muñecas de cera que los de las mujeres de carne? Quizá. En la delicia cérea de los rostros de las muñecas de cera entra por mucho, entra sobre todo la delicia de sus senos. Sus senos les dan una realidad que no les dan sus rostros. Sus senos tienen las vertientes, las plasticidades y los brillos de lo móbido, más aún que siendo blandos, además de tener cierta inmortalidad que sobrepasa su encanto. ¡Cómo afrontan al hombre los senos de las muñecas de cera! Yo, en la intimidad de una de esas muñecas, los he visto desnudos y afrontándome de un modo que no se vence como se vence a los de las vivas después que se desnudan así sino que nos vence irremisiblemente, nos vence porque no podemos avanzar sobre ellos y tenemos que considerarles, considerarles sólo, considerarles únicamente. (Los de las estatuas producen una sensación contraria, porque son duros y falsos, como no lo son los de las figuras de cera). ¡Cómo dejan la caricia en la mano los senos de las figuras de cera! La dejan en la mano sin descomponerse y ponerse pachucha, como sucede con la que dejan los de carne. Queda en la mano la forma entera, blanda y sin aplastarse de ese modo con que se aplastan los de carne. ¡Amarillos e inefables senos de las mujeres de cera! Han pasado la muerte, la han remontado y tienen las virtudes indescomponibles. Ningunos senos tan admirables y tan rotundos como los de las muñecas de cera, ni los blandos senos de la Divinidad hembra, que son demasiado inmortales, excesivamente inmortales y, por lo tanto, fríos e insensibles.
LOS SENOS DE DOÑA INÉS La única desnudez que supo don Juan de doña Inés fue la de sus senos. Los senos de doña Inés, como un solo seno o repecho bajo las tocas, mostraron el pliegue de los dos en la hora del desmayo, cuando toda su simetría se arrugó y se le levantaron los embozos. Después allí en la quinta sevillana don Juan encontró los senos, los buscó, sacó moldes de ellos para su recuerdo, pues comprendía muy bien que la fatalidad le rondaba. ¿Pero cómo si perdía a doña Inés dejar de recordarla asida por el sitio más asidero, por los senos? Por lo menos recordó siempre sus senos atados por el largo cíngulo para los senos que usan las monjas para sus senos. Comprobó que estaban, que dormía la cabeza del uno junto a la cabeza del otro, como en los medallones en que para cogerlos dentro del óvalo hay dos niños así. Don Juan con disimulo faldeó con su cabeza los senos de doña Inés, buscando con las sienes y la mejilla el relieve de su almohada. Nunca se le pudieron olvidar. LOS SENOS DE LAS NIÑAS DEL CONSERVATORIO Van envueltos en trajes de muselina rosa y campean sobre el gran cartapacio de la música. Son como copas que vibran todo el día, durante las largas horas de la clase, porque todo el fondo del Conservatorio está lleno de músicas, de toques de cucharilla sobre las pancitas de cristal. L as niñas del Conservatorio tienen senos que gracias a la música que aprendieron siempre estarán bien conservados. Los viejos profesores injustos, pero humanos, tienen muy en cuenta para los sobresalientes el encanto más o menos grande de los senos de las niñas del Conservatorio, senos con un lacito en el pezón. LOS SENOS DE ELOÍSA Y DE BEATRIZ Los senos de Eloísa eran igual a los de Beatriz y los de Beatriz igual que los de Eloísa. Esas grandes heroínas de la literatura y del amor, tienen senos que no caen sobre el corsé —el corsé es perverso—, sino sobre una alforja que hace el traje sobre el cinturón que lo aprieta un poco más arriba de la cintura. Andaban pasito a pasito aquellas heroínas, mirando mucho hacia la tierra para no desnivelar su paso y que así se pudieran mover sus senos. Los senos de Virginia, Eloísa, Beatriz, Genoveva son senos en los que era encantador encontrar la pesada calidad de la carne cuando sus figuras tenían la vaguedad romántica del espíritu, la ingravidad que dan al ser las grandes pasiones exaltadas. Sus novios, sus adoradores, sus poetas, los que quizá no tocaron sus senos, esperaban y es lo que se preparaban con su exultación lírica, que ellas les dejasen tocar toda la naturalidad y la dureza de sus senos. ¡Senos duros en la inmaterial belleza ideal! Ningún ser humano obtendrá mayor placer que ése. Merece la pena de hacer oración y depurarse para tocar alguna vez en la figura elevada y espiritualizada hasta el delirio, los senos verdaderos, colgantes, con su fuerza de gravedad infiltrada en la curva vencida de su plástica. Senos de Eloísa y de Beatriz, senos que ni ellas mismas acabaron de comprender, pero que colgaban como los verdaderos en su pecho, vosotros sois esa eminente paradoja que exalta la vida. LOS SENOS DE LA REGIÓN DE ABAY En esa región de Abay en la Idea, donde a la mujer que entra en el primer día de su pubertad se la lanza pintada de rojo por las praderas y el que primero la encuentra aquel la posee, los senos de las mujeres son rojos con franjas amarillas. Parecen tiros al blanco, pues las franjas rojas en los senos con concéntricas, así como en el resto del cuerpo lo embandan. Todos son felices en la región de Abay donde sólo existe una clase de árbol, en que se clava un puñal y salen manantiales de dulzura entrañable. Tenía que haber esos senos en algún lado del mundo, y allí los hay, provocando en las danzas una especie de fuga de círculos como los que se escapan al buen tabaco en la hora espesa. LOS SENOS DE LA CHATUNGA En la chatunga los senos toman una importancia arrebatadora. La nariz se ha sacrificado para hacerlos más valiosos y deseables. Cleopatra era chata, pero debía tener los senos que bailan solos la danza de su vientre de ombligo rojo. La chatunga con senos vivos y ondulados es la hermana más casadera de las hermanas. La nariz corta hace discreta la expresión de su cara y deja que ios senos se explayen. La chata con senos encantadores enloquecerá a los hombres como si les diese cloroformo, como si les empujase la cabeza contra el mullido de una cama queriéndoles ahogar, como si les pusiese un apósito de algodón con que asfixiarles. En la chatunga parece que el pezón de sus senos hace el gesto chatungón de su chatunguería y los senos se respingaran con gracia rabalera ei día en que ella ría en la aventura del matrimonio, pues con la chatunga —porque las lágrimas o la seriedad ponen feísima— está asegurada la risa, en la hora de los atrevimientos que viene inmediatamente después de la boda y en que todas las hipocresías se inutilizan y todas las frases de resistencia hay que hacerlas vivir en sentido inverso. LOS SENOS DE VERDADERO SÉVRES En casa del anticuario apareció la fina mujer, cuya cintura se cimbreaba en la luz. —¿Qué desea? ¿Me trae algún abanico? El anticuario, al verla sin ningún paquete, creyó que era una de esas que se sacan de no se sabe dónde un abanico, un abanico viejo, que llena de lentejuelas la tienda cuando ellas lo abren. Ella, acercándose más al anticuario, le dijo: —Le traigo unos senos de verdadero Sévres. —Venga, pase —le dijo el anticuario, pasándola al despachito donde compraba las joyas más importantes. Ella entró con la determinación de la que va dispuesta a todo y allí sacó sus senos y se los enseñó al anticuario. —¿De Sévres?… ¿De Sévres? —decía el anticuario sin dejar de darles vueltas como a los jarrones a los que se busca la marca. —Sí, mire usted la señal —y la mujer que tenía los más puros senos de Sévres, y que sabía dónde estaba el grabado frío como una cicatriz de la marca, le dijo—: Aquí está. El anticuario con su lupa se quedó asombrado de la autenticidad, y comenzó a contar como quien cuenta papeles de fumar los billetes que daba por ellos. Y la mujer de los puros y verdaderos senos de Sévres salía de la tienda sin senos, lisa, como la que ha vendido la última joya que le quedaba de sus padres. LA MUJER DE SENOS PARA VERANO Lo más bello de aquella mujer era que no sudaba en verano. Eso lo tenía muy a gala ella y lo repetía muy a menudo, dándose tono como poseída por una gran dignidad, gracias a esa condición. Ese efecto de sudar la había comprometido en algunas ocasiones, pues en sus enfermedades no había podido romper a sudar, y los médicos no habían sabido qué hacer para hacerla reaccionar. Gracias que todo se desvaneció ante su frialdad de mármol. En verano era encantadora, y lo más fresco eran sus senos, que parecían como dos sorbetes de mantecado con la punta de fresa, en esa combinación amarillenta y rosa a que son aficionados los reposteros. Yo, que soy el escritor de los senos, su crítico de arte, el que formó su colección y ya no admite ni los duplicados ni las falsificaciones que ofrecen de todos lados, no me dejo engañar por los senos. Unos especiales colgados del pecho de la mujer engañosa, meretriz disimulada, que incurría en todas las contradicciones de su profesión, acabaron por llevarme adonde querían. Me era muy simpática aquella mujer que se administraba como si su cuerpo estuviese lleno de cupones y cada noche cortase los que correspondían cambiar por dinero; de tal modo me insistió, tanto corrigió su antipatía para llevarme, que me llevó. Yo, sin embargo, iba con la firme decisión de sentarme en una butaca, de verla y de sentirme muy enfermo en seguida. Su gabinete era el rosado gabinete para los imbéciles. Me recordó las decoraciones de las lecherías en que todo, desde la lámpara hasta los espejos, está envuelto en gasas rosas, para evitar que dejen su huella las moscas. Se oía a los hombres de todas las noches queriendo dejar la huella de su uña en la habitación rosa. Me senté en la butaca y ella dijo lo que quería. Me enseñó sus senos, dos senos con un tipo de goma de las mujeres muy dadas a la noche, y con el color de la goma sucia de los chupones de los niños, cuando están muy usados y han rodado mucho por los suelos. Parecían colgados de su cuello con fuerza, como si la diesen un abrazo corto y asfixiador. Bueno, los toqué. La emoción de la goma que siempre me ha acudido frente a los senos mercenarios, acudió a mí con más seguridad; pero después noté que había en su fondo una dureza de piezas sueltas con los cantos fuertes, la sensación de un bolsillo de malla de plata repleto de monedas. Estaba apretado el dinero en el fondo de aquellos senos y dulcificada la rigidez de su metal por su malla de carne. ¡Uf! Aquéllos eran los senos llenos de oro, dos grandes bolsas como las de Judas, con el cierre muy fruncido y lacrado. Cuando comprobé eso me puse muy enfermo y me marché. Ella para salir al pasillo y abrirme la puerta de la calle, se guardó los senos como quien esconde las carteras de billetes y los sacos del dinero. Ya me pareció siempre con sus senos a cuestas, la figura de la cambianta que lleva los sacos de calderilla a la cadera. EXVOTO I Ana tenía una gran fe en aquella Virgen colocada en la capilla con menos luz de la iglesia, ataviada con adornos antiguos, azabaches, galones dorados con el color de los que se guarnecen las cajas de muerto, terciopelos pelados, como sólo se pelan las alfombras antiguas, y olientes a ese color que toman las telas que han estado en los sótanos. Toda la imagen estaba como resfriada por un vientecillo secreto, y un frío, y una acuosidad de capilla de iglesia, transpiración de una tierra con muertos y con pozos anchos y hondos. Ana le regalaba flores, y la regaló dos jarros rosa con flores de talco de oro. Iba mucho a verla, pero de pronto comenzó a ir más a menudo. Se veía que deseaba una familiaridad mayor con la santa. Su desnudo era demasiado liso, demasiado resbaladizo, sin senos, con dos botones blancos señalando su sitio, dos botones como unas verruguitas desangradas, y por eso ella, que deseaba el amor como un sacramento, quería pedir a la santa la gracia de unos senos. Un día, por eso, después de muchos días de indecisión, se decidió a hacerle la petición de un modo más visible, ofreciéndola un exvoto. Entró en una cerería, esa tienda clerical, apesadumbrada y lívida. En el primer momento no supo pedir lo que deseaba al mancebo de la cerería, de blusa de color cera y un aspecto laxo y céreo. Miró alrededor. Mariposeó sobre las velas rizadas, miró los rodetes de cera, que son los exvotos para salvar las gargantas; buscó en la vitrina en que duermen como en una fosa común los restos humanos, que son los exvotos, pero no encontró el que buscaba lo que hubiera querido señalar diciendo «Eso». Por decir algo, puesto que era insostenible el silencio, dijo: —Quiero un exvoto. —¿Un cuerpo entero o un solo miembro? ¿Un corazón? ¿Un brazo? ¿Una pierna? ¿Una cabeza?… —No… Quiero… Se la agolpó la sangre a la cara, y dijo, mintiendo con alevosía: —Es una enfermita del pecho… Entonces el mancebo, comprendiéndola, la ofreció unos senos pequeños, como esas pezoneras para enferma de los pechos, que venden en las boticas. El mancebo, con trazas de sacristán, bajó la nariz, cogió el exvoto y se lo envolvió sin chistar. Ella preguntó el precio, pagó y salió… Ya en la calle, cuando se rehizo, comenzó un andar nuevo, lleno de desparpajo, porque se sintió ya más mujer, con los senos aumentados por los senos que llevaba envueltos. Entró en la iglesia. Estaba solitaria la capilla y había un clavo vacío. Miró a todos lados temiendo que la viese la «sillera», que la conocía. Nadie. Desenvolvió su paquete y sacó el exvoto, que colgó del clavo vacío, con un rubor extraño, sintiendo frío en su desnudo como si hubiese abierto su pecho y hubiese sentido en él el grave frío de la iglesia, ese frío que sale por los resquicios de las baldosas y de las tarimas. Después se encogió, se hizo un ovillo y se llenó de atrición para fecundar mejor sus senos. El exvoto, colgado de una cinta de seda rosa, parecía lleno de persuación y de esperanza, y parecía tener una palpitación ingenua, una blandura carnal, desangrada, paciente y virgen, sin rosa en el brote, pero sin esa rugosidad en el pezón que tienen hasta los de las niñas. ¡Perfectos senos místicos, llenos de una femineidad irritante y languideciente! n Después de aquel día, Ana no dejó de ir a poner sus ñores a la santa, y pasados tres meses, sus senos aparecieron admirables, duros, anchos y blancos, blancos hasta dar frío y algo así como una dentera sensual de puro blancos y de puro crecidos. Eran de una masa de nardos, de una masa celestial, más suave que la de los espontáneos, y el rosa de su pezón era un rosa indefinible. Y pasó un poco de tiempo más, y un día llena de inquietud y de animación, empujada por sus senos irresistibles, fue seducida por un cualquiera. ¡Quería mostrarlos! ¡Quería mostrarlos! Desde entonces sus senos la fanatizaron, la llevaron a las casas de persianas echadas; hubiera querido mostrarlos en la calle, hubiera querido asomarse al balcón con ellos fuera. Dio pábulo a una constante orgía admirable y ardiente; pero en medio de su impureza, fogueados sus pechos por los besos como botones de fuego, recordaba sus otros dos senos de niña, virginales siempre, sin mordeduras, a salvo del pecado, colgados de una cinta de seda en la capilla de Santa Maravillas. EL DERECHO Y EL IZQUIERDO EJ seno izquierdo es el del corazón, que está dentro de él, embalado en él, enjaulado dulce y blandamente en él. Tiene más vida que el otro, y es hacia el que se va siempre, y sobre el que se insiste, sopesando en la mano el seno y el corazón, el blando seno y blando corazón. Por eso ellas dicen: —Te olvidas del otro… Acaríciale al otro. ¡Pobrecito…! El otro es un poco muerto y un poco frío, está muy lejos del acariciado y es como el niño desdichado, el que tiene envidia, el que se quisiera acercar a la caricia, el que anhela y mira queriéndonos apiadar, abandonado sin merecerlo. Sin embargo, se cuenta con él en el otro, y acariciando a uno sólo se siente a los dos, parece que nos damos cuenta de los dos. El otro, el más abandonado, reproduce al preferido, y es la riqueza que no se gasta, pero con la que se cuenta como con un ahorro firme En el seno del corazón no es que se sienta el latido del corazón, porque eso sería terrible e insostenible, como es terrible y es para dejarle volar sentir en la mano apretada el latir caluroso del pecho de los pájaros, toda su pechuga exaltada; en el seno del corazón hay una cordialidad viva, aunque es en el que está la muerte también, Ja posibilidad, el augurio de la muerte, y eso mismo hace que sea más apasionante. La mujer siente por eso cuando se acaricia su seno izquierdo algo así como si se cuidase su destino, el destino que ni ella misma sabe, el destino que reside ahí… Así, una especie de extrañeza las invade al dejarse acariciar ese seno, como si fuese superior a ellas y hubiese de ser implacable lo que en él se alberga, lo que en él hierve. ¡Qué atravesado de sentimientos indecisos, de sospechas, de vagas presunciones, de apuñalamientos, debe de estar ese seno! El)as por todo eso parecen decir al entregarlo: —Ahí está… No sé lo que le espina, lo que guarda herméticamente; cúrale, vuelve propicio mi destino, anímale, porque es el que ha de morir primero… Aplaca mi muerte. SENOS DE VIUDA Los senos de viuda se abren en la negrura profundamente blancos. Parece que habían de ser blancos y negros, o el uno blanco y el otro negro, o los dos con aureolas y pintas negras; pero son blancos, blancos como lo blanco es blanco y lo negro es negro. Sobre todo, el primer día que los enseñan de nuevo es como si fuesen adúlteras, y el descubrimiento que hacen de ellos hace que tiemblen ellas y sus nuevos esposos o sus amantes. En medio de la gran libertad de que son dueñas, parecen facilitar lo prohibido. El cadáver a lo lejos intenta levantarse y araña en la caja, porque quisiera evitarlo, porque lo ha visto, porque es lo que menos ha podido evitar, porque sorprender esa primera vez es lo último con bastante fuerza para resucitarle un momento, sólo un momento, un momento después del que muere definitivamente, y entonces los senos de la viuda se quedan cínicos y permitidos para siempre. El amante o el nuevo esposo, sin embargo, verá siempre cómo desde muy abajo tienden unos brazos hacia los senos que cuelgan. Todo el perfil de la viuda se exalta siempre sobre una cortina oscura, y, por lo tanto, sus senos se destacan también sobre el negro profundo, sobre el negro que recorta como unas tijeras su silueta. Los senos de la viuda son como unos senos que han matado, como unos senos mortíferos que pueden hacer una nueva víctima. ¿Qué cicuta dulce hay en ellos? Asustan un poco y parece que apuntan como un arma de fuego. Por eso el nuevo manipulador los relaja, los embota, lucha encarnizadamente con ellos aun en medio de su pasión. Hay como un duelo a muerte entre él y ellos, y o declinan los senos de las viudas, o declina el nuevo tesorero. Las viudas saben cuál era el más preferido por el otro; eso lo sospecha el nuevo amante y procura no incurrir en la antigua preferencia y alterna sus preferencias. Es como si la viuda tuviese dos hijos, el uno hijo del otro, y el otro hijo del reciente enamorado. ¡Qué cuidado en no confundirse, porque preguntar la verdad es algo imposible, es una pregunta inexpresable! Indudablemente, uno de los senos de la viuda tiene hecho el taladro que nunca taladra ninguno de los senos de las mujeres más acreditadas, porque sólo los maridos manejan el taladrador oficial, la dura tenaza que manejan los revisores de los trenes. ¡Senos solapados de las viudas! Senos que, como el sello matado de los coleccionistas, tienen más mérito que el mismo sello nuevo, tienen como más vida y una experiencia inimitable, más cumplida, como es más cumplida la decadencia que hay después de la perfección, que la perfección misma. Senos que han muerto y han resucitado, senos que guardan en secreto dentro de sí las antiguas cartas y las antjguas noches, como «secretaire» con rincones inasequibles. Las viudas incitan más con sus senos, porque están detrás… ¿detrás de qué? No se puede aclarar esta idea, y sólo se puede decir que están detrás, y por eso, aunque ellas desesperadas los hagan avanzar y avanzar con un descoco tremendo, desesperadas por lo que les abisma, retira, profundiza y se interpone entre sus senos y el nuevo amante, no logran romper el fatal estigma de que estén detrás… El nuevo amante encuentra en eso una desesperación que le encalabrina, algo de perro escarbador que escarba siempre, presintiendo algo que está cercano, que ve con más nitidez que nada, aunque no lo acabe de alcanzar. LOS SENOS EN DOMINGO Los senos se solazan en el domingo; se hinchan, se abomban, se esponjan, ¡y qué triste es que esto suceda para que, generalmente, pasen casi todos el domingo en babia, rozagantes, plenos pero desconocidos, encarcelados, inútiles, separados de la fiesta! Ellas hacen gala de ellos como se hace gala de las colgaduras en las procesiones, en lo alto, en los balcones de los hogares cerrados, para cuando para la procesión recoger las colgaduras, así como los senos que han engalanado desde lo remoto el domingo, tan deseoso de aproximaciones, de acercamientos, de envolvimientos, tocando lo que es terso y placentero. Los senos del domingo, más hechos de gasa, más limpios que ningún día, como almidonados de nuevo, ponen más triste el domingo. Lo hacen más irreparable. Los senos en domingo van llenos de lazos; pero de lazos interiores y de aplicaciones sutiles. Parece que salen hacia su apoteosis cuando salen de casa, y sin embargo no van a ninguna parte, no van más que a describir un círculo vicioso alrededor de su sordidez. ¡Tristes senos del domingo, tiesos, solemnes, ingenuos y nuevos, como lo son blusas nuevas que se suelen estrenar los domingos, más amargos y más dulces que nunca, como con el traje de cristianar y el gorrito de encaje que se pone a los niños para el paseo de los días de fiesta! ¡Pobres senos, cohibidos que pierden eternidades sin darse cuenta, niños sin padre ni madre, ni antes ni después de haber nacido! Los que se han quedado en casa están caídos en las chaisselongues del domingo. LAS QUE FUERON MATADAS POR SUS SENOS Hay algunas mujeres de senos espléndidos y rebeldes, a las que rechupan, sorben y «suicidan» sus senos. Sus senos no podían ser vírgenes y abstinentes. Ellas les impusieron su voluntad de continuar abstemias, y sus senos se encolerizaron, se volvieron contra ellas y comenzó una lucha sorda, terrible de rebeldía y de insubordinación de los senos. Emplearon su hora exuberante en aplastar sus senos, en luchar desesperadamente con ellos, en tener una agarrada terrible con ellos. Pero sus senos vencieron, sus senos se fortalecieron a expensas de ellas, las sacaron las entrañas, las vaciaron y flamearon una última vez, como si fuesen las anchas banderas y ellas el asta flaca de la bandera. Ellas, ya vencidas, miraron sus senos vencedores, los senos que las habían robado los pulmones, que se los habían secado, y presintieron su fin, y llegó inmediatamente su muerte, porque no sólo contradice la vida una bala de revólver, sino una abstinencia absurda. LA MADRE Y LAS DOS HIJAS La madre y las dos hijas tienen sendos y fuertes bustos. Van las tres orgullosas y como avanzando en un ataque a la bayoneta. Se abre el paseo a su paso, como se abre el mar ante el avance de la proa afilada y determinada. La madre, en el centro de sus dos hijas, todavía apuesta y bella, y como hermana de ellas, según dicen todos siempre, va llena de la altivez de ser la creadora de los senos parecidos a sus senos, va repartida y propagada en sus dos hijas, como si fuesen pétalos de ella misma, y sobre todo, su gran satisfacción es que así demuestra que la pompa de sus hijas no es la pompa vana de siempre, la pompa que se deshace en seguida, sino la pompa duradera y recia. EL MALABARISTA DE LOS SENOS Había hecho una preciosa provisión de senos frescos, esféricos, breves, pulidos, con brillanteces carnales, con reflejos inconfundibles. Jugaba con ellos ante el público, y lo seducía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce. Los lanzaba, los recogía y los volvía a lanzar, lleno de tanto amor por ellos, que ninguno se caía, porque él sabía que se hubieran hecho mucho daño al caer, y eso hacía que no hiciese esas piñas que tienen los malabaristas que juegan con pelotas de fábrica o con platos de metal. Se le veía radiante de felicidad, contento de su arte, con una pasión y una fidelidad que le hacían no acabar, embriagándose con tener en el aire y a la vista los catorce senos de su colección, mientras en el intervalo inverosímil en que todos estaban en el espacio y no dejaban de estar, él tocaba sólo dos, dos en cada instante, sólo dos, mientras los otros volaban y hacían la curva más graciosa y más insostenible. Todos presenciaban y seguían la delicia del número inusitado. Había en el aire una estela de voluptuosidad y de una gracia inconcebible, sintiéndose el público predispuesto al aplauso, ante el suave elemento que manejaba tan bien, y cuya especial calidad se sospechaba como si se tocase. Así el malabarista de los senos núbiles no dejó la pista del circo, repitiendo su número mostrando a todos la seducción de los senos convertida en un juego banal, irónico, digno de los senos triviales e infatuados. LOS SENOS EN LA DANZA Toda mujer, tanto las que están destinadas para la mayor quietud, como las que están destinadas para la mayor inquietud, debían aprender un paso de danza, creado sólo para que se desenvolviese en toda su posibilidad la gracia de sus senos. Andando despacio al acercarse la mujer desnuda, pierde el encanto de la danza ligera, pero viva, que debe danzar al aproximarse. Todas debían aprender íntimamente esa danza suave y despierta; pero sólo las bailarinas la saben y la practican. Los senos sienten la locura de la danza con un frenesí que llega a veces a asustar, porque parece que van a prenderse, que van a incendiarse del roce de uno con otro. Caen hasta muy abajo, y se levantan como los brazos; parece que se desprenden y se destacan, como esas pelotas unidas por una goma a la mano y que avanzan vivamente en el aire, sin desprenderse de la mano volviendo a ella como vuelven los senos al sitio de los senos, aun destacándose tanto. Los senos en la danza son desiguales y arbitrarios; es uno siempre más largo, mucho más largo que el otro, y baja de un lado, mientras el otro sube y se queda adherido muy en algo, con miedo de caer. Así en la danza, dentro de la danza de la mujer, como en un escenario más pequeño danzan sólo los senos una danza más rota y más desigual; una danza que desenfoca la otra danza; una danza central; desgarrada, desesperada, atormentada, llena de dolorosos y placenteros entrechocamientos, la danza en que se van moliendo, gastado y deslanguiendo los senos de las bailadoras, la danza de que salen noche a noche, cada vez más molidos y macerados; la danza en que se consumen y se ablandan. Bajo el ritmo de la danza son lo que rompe el ritmo, lo que pone una nota de rebeldía, de bravura, de desorden, de descomposición. La fluidez de la danza está en los senos, y la bailadora baila con cuatro brazos por bailar con los senos, que son unos brazos más libres, que son unos tentáculos ideales. Por la danza parece que los senos de la que danza quedarán llenos de un movimiento continuo, como el de esos relojes en que sube y baja un columpio constantemente. Los senos en la danza son como un mar embravecido, y su oleaje da un vértigo que embriaga. ¡Oh, si no fuesen fuertes y no estuviesen bien embridados a los hombros los corpiños, cómo se escaparían, cómo se precipitarían sobre el público como esos balones que tiran los clowns al público, para que el público juegue con ellos y se los devuelva! A veces hay un momento en que uno de ellos se escapa; se sale fuera de sí ya, y la bailadora se lo recoge con pánico antes de que pueda volar, lo coge a manos llenas y lo guarda, en un cerrar y abrir de ojos, durante el que el público lo ha sentido avanzar sobre él, darle suavemente en la frente, con algo de esos pétalos de rosa que se cierran y después se hacen estallar en la mejilla. Los senos en la danza no son del hombre; se libertan en la danza, se dedican sobre el ara de los sacrificios, sobre el ara en que arde el fuego, se dedican al Dios varonil que ama esas ofrendas, y arden en el ara como ardían los corderillos que se ofrecían en holocausto. Los senos en la danza es cuando están más lejanos al hombre, cuando nadie se puede acercar a ellos, cuando están más solitarios y más dedicados a sí mismos. ¡Lenguas de fuego de la danza, suprema vorágine, vórtice del espectáculo de vivir que puede dar la vida, señal de rebato que conviene dar a los corazones para que sean libres, exaltados y revolucionarios! Pero los senos ideales de la danzarina ideal serían los que al entrechocarse en la danza, sonasen como crótalos… SENOS DE SIRENA Los senos de las sirenas eran perturbadores, chorreaban agua, siempre varios hilillos de agua los surcaban e iba a caer por el pezón, como si fuese una fuente de esas que se quedan yéndose gota a gota. Mojados siempre, siempre tenían un brillo vivo, ocho reflejos que señalaban mejor su gracia convexa y mórbida. Tenían la fuerte calidad de las algas, su dureza y esa exasperante tersura que tienen las algas, y que hace que cuando se cogen al pasar por la playa no se suelten, y vaya uno estúpidamente con ellas, y hasta sienta ganas de comérselas, ¡Ruda y resbaladiza y femenina calidad de las algas! Los grandes pulpos del mar se agarraban a los senos de las sirenas, y los estrujaban dulcemente, sin quererse soltar de ellos. Los senos de sirena eran como senos de foca, algo así de carnoso, de duro y de blando, y las palmaditas que se daban en ellos sonaban con un dulce chapoteo. En la mano eran de un peso de pescado que se coge a peso, eran como dos besugos, uno en cada mano, con ese peso denso, compacto, un poco metálico, y, sin embargo, ligero, de los peces; eran resistentes a todos los pellizcos, y nunca se quejaron. Daba pánico verles tan resistentes y se volvía el hombre que los tocaba más sumiso y más agradecido ante el poder de la mujer que se los otorgaba. DETRÁS DE LOS CRISTALES ESMERILADOS Detrás de los cristales esmerilados de los cafés de camareras se presienten senos más limpios que los de las prostitutas, y menos usados. Entre esos senos los hay tímidos e irresolutos, que no se han atrevido a dar un paso más: el paso a la prostitución. ¡Hay que ver cómo traen sus senos al parroquiano cuando traen la bandeja con la botella y la copa! Parece que traen principalmente sus senos en una bandeja ideal, y que son lo que os van a servir y a descorchar con el empaque y la importancia con que se descorcha una botella de champaña. Para escuchar el parroquiano, para servirle, para achucharle y que vuelva, se inclinan sobre él desde el otro lado de la mesa y le amamantan idealmente, ofuscándole, deslumbrándole, como echándole rosas sobre la cara. Estos senos de camarera están obligados a una reserva de todo el día, y sólo a la noche se les deja ir adonde quieren. Son escondidos, y en lo que cabe, honestos, porque tienen largas horas de conversación, de abrochada espera, y están lo bastante limpios de la suciedad de las mujeres de más abajo. Son senos de mujeres que no quieren descender del todo, de bellezas a los que gusta la paz, de mujeres enardecidas por la confidencia. Por esos cristales esmerilados se ven las sombras chinescas de algunos senos que están bien. Hay muchos cafés de cristales esmerilados, y eso hace que sea numerosa la cantidad de mujeres, entre cuyo número excesivo se esconde el misterio. Alguien se aprovecha de esos senos fáciles, pero medio ocultos, de esos senos que no quieren perecer demasiado ni gangrenarse; tanto que algunos se escapan a toda pesquisa. Así hemos pensado que detrás de los cristales esmerilados de uno de esos cafés llenos de luz, pero casi siemre solitarios, hay una preciosa joven que nadie sabe que está allí, que la busca su familia por todos lados, que no quisiera estar allí y, sin embargo, el dueño la domina y la guarda en el local cerrado. SENOS DE ACTRIZ Los senos de la actriz que ha hecho la tragedia son unos senos llenos de tragedia, enlechecidos de tragedia, y a los que ha llenado de una flora de sufrimiento el sedimento del arte. Sin que lo merezcan quizá, cuando son casquivanas e infieles, llevan innegablemente esos senos supremos a los que se han llevado las manos angustiosamente en los momentos culminantes del drama, y han lucido durante todas las tragedias sus senos como rosas de té, melancólicos, con un perfume así, como los pétalos con esa rizadura tan graciosa y tan desilusionada de las rosas de té. Los senos de la actriz dramática no son todo lo elevados que parecen, y generalmente tienen condescendencias con los hombres vulgares o los hombres ricos y convenientes. Eso resulta más inaguantable que ante los otros ante los senos dramáticos que deberían tener una abnegación más grande. Abusan del arte que se ha depositado en ellos para entregarse a los seres antiartísticos. Ceden malamente todo el ideal que se les ha adjudicado. ¡Qué pena que sean así, ellos tan bien portados en los papeles nobles del drama, ellos tan interesantes en el sufrimiento elocuente del drama! Debiendo ser para los que supieran acariciar en ellos a todas las heroínas con el asombro apasionado de que fueran ellos solos los senos de todas ellas, se entregan a los que no saben nada de eso. Debían estar enclaustradas en el fondo del escenario esas mujeres de los senos dramáticos, los senos enternecidos y consagrados por el Arte, o, a lo más, debieran ser para el que mejor comprendiese el drama. Pero no son sino para el beduino, abusando ignominiosamente de sí mismos, y no siendo siquiera para el que hace el papel de su amante, y al que no le permitirían ni un roce disimulado fuera de la escena, donde se aprovecha siempre que con arrechucho les puede dar un achuchón. Los senos de las actrices, de la comedia, y de todos los otros géneros, son senos engolados, hipócritas, pertrechados, solapados, que no han llegado a la sinceridad de la danza y sólo han galleado sin valentía, con cierta contención procaz y vanidosa. Maculados, aun sin mácula probada, son senos a los que se les ha ido el perfume más en vano que a todos los otros. LOS SENOS POSTIZOS Aquella mujer se desnudó de espaldas, como quien se quita ropa un poco sucia, y después se mostró. ¿Cómo ella, que había seducido con su busto espléndido, era tan escuálida? ¡Ah! No tenía aquellos senos que aparentaba. Era una mentira. Por eso tomó una actitud compungida y temerosa de ir a ser rechazada. Pero, sin embargo, el descubrimiento de su subterfugio para atraer en la calle y hacer pasar el dintel estrecho, el escamoteo que había hecho de sus senos falsos —¿de cartón? ¿de goma? ¿de vejiga?— la dio un valor impensado, como si hubiesen sido una provocación más sutil sus senos imaginarios. LOS SENOS EN LA ENFERMEDAD GRAVE Los senos dolientes sumergidos hondamente bajo las sábanas o bajo la capa de la enferma que se sienta a ratos en la cama, son los senos que no se atreve el hombre a tocar si la enfermedad es grave. No se piensa en ellos para respetar más la gravedad. Se teme que no puedan resucitar, pero, sin embargo, se respeta su olvido. Quizá si se salva la enferma grave, quizá surja sin ellos que la han alimentado para salvarla, que se han sacrificado por ella, que se han consumido en la fiebre o que han sido ofrecidos por ella o por vosotros, con tal de que se salve su vida, conservando sólo sus muñones, sus nudos como nudo de árbol. A veces parece que los senos de la enferma son una promesa de que vivirá. Si no se hubiesen podido perder no serían tan suaves ni tan esplendorosos. Ahí siguen, y eso es una esperanza. Se les da friegas de alcohol, se les pone sinapismos o las ventosas tiran de ellos y maman de su vida, como para sacarles la enfermedad, como para llevársela. Cuando hay que darla yodo a ella, aunque se cuida de que el yodo no los llene, porque los pulmones quedan debajo de ellos, el yodo ansioso cae sobre su resbaladiza pendiente, se corre por su piel y quedan como ensangrentados, escocidos, ardentados por el yodo que les penetra. ¡Pobrecitos ellos! A los senos de la enfermedad se les siente en pelibro, acurrucados en lo bajo de la camisa, sin sacar su cabeza ni sus ojos como otras veces, sometidos a la enfermedad, esperando salir de ella. No se debe abusar de los senos enfermos. Hay que dejarles tranquilos y arropados. Están como niños enfermos al lado de la madre. Ella es la parturienta que duerme entre los dos senos perdidos como se pierde el recién nacido en la gran cama de matrimonio. Da miedo que ellos las duelan o se desgracien; ellos, a los que se ha tratado tan frívolamente y que en la enfermedad se transforman y se elevan. A ratos parecen senos enterrados, senos ya bajo la tierra, senos que no se encontrarían aunque se les buscase. ¡Oh, si se les pudiese cortar los senos para conservarlos así, como se las corta su trenza de pelo! Sólo si la desahucian es preciso despedirse de ellos, darles la mano, encontrarles por última vez. EN LA MAÑANA Los senos muy de mañana tienen una tranquilidad y un abandono como el que les queda a las recién paridas después del parto… ¡Quién piensa en ellos! Son los senos de las mujeres que hacen la limpieza, que arreglan el cuarto, que los tienen más olvidados que nunca en medio del olvido general… Alguna vez, sin embargo, piensa el hombre en ellos durante la mañana, y al descubrirlos bajo los matinés entreabiertos le emborrachan como el alcohol en la mañana, cuando se está un poco ayuno de fuerzas… Los senos por la mañana se refrescan, toman la ducha de la mañana bajo los holgados matinés, se llenan de un rocío interior que les sazona como el rocío a las lechugas que hemos comido crudas en las huertas durante las mañanas del estío. Los senos en la mañana son unos senos como de la mujer que cría, porque aunque sean de solteras viven para Ja casa en ese momento, se dedican a la casa como la madre al niño, los tienen enlechecidos todos con leche nueva, la leche de la nueva mañana. Los senos en la mañana son amigos de los zorros, del plumero, de los espejos, del fondo de los armarios, del fogón de la cocina, de los baúles, sobre los que se inclinan, de los periódicos, de los repechos de todo, de las tablas de las mesas, del saliente de los tocadores. Los senos en la mañana tienen la calidad de los plátanos que traerá la cocinera para el almuerzo y de toda la compra que se hace para mantener el día. Son un poco fruta y otro poco hortaliza. Los senos en la mañana se cansan de trabajar; pero también descansan de vez en cuando sobre los sillones, sobre las mecedoras, llenas de una mañanera languidez, una languidez remota al hombre, en reposo como los de las monjas, abandonados sobre sí mismos, porque aún no se han puesto ellas el corsé, un poco durmientes aún. LOS SENOS FALSOS Los anuncios tienen un valor sexual, no de un modo agrio y enconado, sino de un modo humorístico, un sí es no crédulo: los anuncios de las pianolas, con esa mujercita tan exquisita, a la que diríamos algo apoyándonos en su piano, en esa postura tan mundana que sólo se puede adoptar ante las mujeres despeinadas de los anuncios para los cabellos, tan en matiné, tan frescas y tan criollas, etc., etc. Pero sobre todo, la mujer más hecha y más hembra de estos anuncios es la de los «Pilules orientales». Esta mujer tiene ya cierto estado irrevocable en nuestra memoria y en nuestras relaciones femeninas. Es una mujer procaz, un sí es no barragana, que nos viene sonriendo quién sabe cuánto hace, con sus turgencias y con esa sonrisa sexual tan pungente, al enseñar el revés fresco y seductor de los labios, y al alicaer las comisuras de la boca tan voluptuosamente como las bocas jadeantes y rendidas. Es esa mujer exclusivamente carnal, toda busto, un busto que es además bajo y largo, lleno de actitud, fuerte de cinismo, cruel, con el ensañamiento de engañar, aparentando una dádiva, para después contener o embestir con la marrullería y dureza de sus defensas, busto lleno de esa maldad de las coqueterías muy desarrolladas de armas, comilargas y bajas de agujas. Esta mujer se ha hecho inolvidable, como una vampiresa, y junto a las mujeres de nuestros amores, de los viajes y de los libros, fijará ella la sempiterna mujer de las revistas y de los periódicos, siempre en ese estado de madurez erecta, deseosa y ardiente. Es la ciudadana voluptuosa y mordaz de un modo inimitable y contenido, esa ciudadana de las grandes ciudades, que hace un gesto con el cuerpo que la provincia y la aldea no conocen, la ciudadana que ha vivido mucho, que ha oído las flores más espantosas, que se ha avivado en su abstinencia por el deseo de los señores, los señoritos, y los obreros de gran ciudad, y que sabe de un modo recio y afilado de egoísmo lo que es ser mujer, lo sabe «hasta donde» se teme desgarradoramente que una mujer sepa que es mujer… ¡Oh, fatalidad, desvergüenza calculadora e irreparable de esta sabiduría! Y ese grabado es inimitable, con su belleza basta, aunque distinguida para el pópulo, belleza crapulosa, turbadora y libidinosa. En vano se han hecho con el mismo objeto mujeres distinguidas, de una esbeltez falsa, exagerada, visiblemente añadida, sin hueridad, sin carácter, demasiado pulidas o romantizadas, más urbanas e ingenuas, demasiado bien hechas y demasiados «anuncios» y engañifas… Esa mujer es inimitable en lo que tiene de verdadera, y por lo que ataca la materia gris y da el frío de los adulterios y de las sensualidades irresistibles, desesperadas, a las que en vano se intenta suprimir. Es una mujer viva y obesionante, de la que sorprendí el secreto lúbrico el día en que me dijo aquella novia blanca y menuda que iba a comprar las píldoras orientales. Recuerdo que me volví contra ella iracundo y celoso, lleno de dentera, y haciéndola daño en las muñecas se lo prohibí, lleno de asco, de pánico, de sorpresa, de frío en las manos y en los pies al pensar en ella, la deliciosa y la prudente, con una belleza de menjurjes de manipostería, con un pedazo de carne llena de infidelidad, de desobediencia, de desorden, de torpeza; ciega, destemplada y añadida, como un pegote innoble a su desnudez, cándida, tibia y cordial. ¡Oh, senos que han brotado por el influjo de las píldoras orientales, senos como de esas sustancias blancuzcas de que están llenos los frascos que van a parar al Rastro; senos como llenos de enjuagues de esos que se preparan en las boticas; senos de verdadera pasta de goma o de engrudo; senos incomunicados con el pecho de que brotan; senos aisladores; senos cuya materia se burla de los que juegan con ellos!
Aguanta Sancho aguanta, no pienses en esos que te acusan.
Están equivocados, son mentes siniestras que van a por ti.
Pero de ti no conseguirán nada, eres imbatible, eres superior a ellos.
Aguanta Sancho aunque te echan la culpa de todo, de que hayamos perdido miles de votos y no se cuantas cosas mas, pero tu eres intocable, (yo nunca me equivoco).
Aguanta Sancho, si, claro pactas con independentistas ( que
quieren romper este país, que no guardan un minuto de silencio por personas
asesinadas, que son indignos, y mentirosos) pero a mi que, tu también eres
indigno y mentiroso, eso que tiene que
ver con perder votos. No saben lo que dicen, pobres…
Aguanta, si controlas muchos medios de comunicación y
tertulianos a sueldo que repiten como loros las consignas, y la gente es estúpida
y se olvida rápido de las cosas y no se entera de nada (por suerte).
Aguanta, no, si pierdes votos en un territorio es por los
idiotas del partido que allí moran, ellos sabrán, que no culpen a sus superiores
carajo.
Sancholin siempre resistirá, resistir, aguantar en el sillón, a costa de todos los demás que se equivocan, que acosan al pobre hombre, rodeado de tractores, de protestas, con ministros cretinos y siniestros. Pero tu aguanta Sancholin, ya casi estas acabando tu muro, ya sabes por fin que dirá la historia de ti, el hombre que creó el gran muro, que resistió en su sillón, que hizo todo para si mismo sin importarle nada ni nadie mas, que negoció (oh gran negociador) lo innegociable, lo que dijo que nunca daría y acabó dando, que fué tan listo que seguirá siendo chantajeado, succionado, ordeñado, pero tu sigue ahí Sancholin, el rey del aguante a cualquier precio, ese será tu gran legado para la historia, eso dirán de ti, el gran aguantador, el que se lo tragaba todo, el que no quería dejar su sillón, cueste lo que cueste.
Hasta que después de la gran debacle electoral el partido empezó a preocuparse (la procesión, terrible y despiadada va por dentro, no esperéis noticias en los periódicos y noticiarios de esto, la ley del silencio).
Aguanta hombre, sigue ahí que podamos verte humillado un poco mas cada dia. Que grande es la soberbia y que infinita la estupidez humana (ya lo dijo Einstein).
EL SENO FLORECIDO Es un fenómeno que se espera y que ha de ocurrir el día de una mayor evolución, el día en que se prepare el advenimiento de la nueva mujer de otro género que la mujer presente. Los senos ese día de paso de una hora del transformismo a otra —horas que duran siglos— se abrirán florecidos por fin, convertidos en la rizada camelia que son por dentro. Les dolerá el fenómeno a ellas, les costará el dolor de dos partos, pero se encontrarán alhajadas como nunca. Con gran cuidado guardarán en las blusas los senos temiendo que se deshojen y como ya los senos habrán perdido aquella obscenidad aparente que alguna vez tuvieron por resultar su forma inexplicable y por tanto excitante, abrirán dos agujeros en sus blusas para llevarlos visibles, como la flor viva, la gran camelia de carne con tipo de camelia de cera, la flor en que los senos se habrán perdido para siempre. EL SENO QUE ME LLAMÓ POR DETRÁS Yo iba distraído, metiéndome en los faroles, aprendiéndome los letreros de los establecimientos, deletreando la ciudad por el camino nutrido de gente de la calle más concurrida, cuando sentí que me tropezaba algo muy blando por detrás, un nudillo sin hueso. No quise volver la cabeza porque era dulce la llamada en la puerta de mi espalda. Hice como que no oía y sentí que el seno me seguía llamando. Ante la insistencia y por si acaso se cansaba y se iba, volví la cabeza. Ella hizo como que no notaba lo que iba haciendo, como si hubiese hecho aquello sin poderlo evitar. Yo seguía escuchando por detrás, escuchando cómo se aproximaban en el más absoluto silencio los senos aquellos. Mi espalda se volvía sensible como un pecho y quizás yo llevaba la espalda en el pecho y el pecho en la espalda como si interiormente mi tronco hubiera dado una vuelta completa. Alguna vez había sentido algo así el día en que la ilusión se metió por mi espalda, pues los senos del ideal es éste el roce que hacen, temeroso el ideal y la ilusión de que nuestras bruscas manos les echen mano. Otra vez aquel seno me volvió a recabar y siguió y siguió. ¿Cuánto había andado así? Yo iba inseparable, fatal, incansable, disimulado. No me hubiera parado nunca si aquel roce hubiera seguido. Debía de pasar por muchas calles ya sin disculpa, sensible al contacto, como desmayado y echado hacia atrás. Debieron ver todos el caso como si bailásemos un número de kake-ball, insistiendo en ese número en que él va delante de ella, inclinado hacia atrás como yendo a caerse. Kilómetros y kilómetros debí andar así. Debía estar muy lejos de donde había comenzado. ¿Sí? ¿No? No había salido del paseo provinciano en que todos los pasos suenan como los de un escuadrón que sostiene el paso de marcha estando parado. El contacto había sido el que prepara al lado de la que lo ha llamado con los nudillos de sus senos y que se case por fin con ella. ¡Ah! Pero como tuvo que irse a cenar yo sólo me di cuenta de que aquél había sido un caso de aplicación del magnetismo de los senos. SENOS PARA SOLDADOS En la alegre plaza brillante de sol en donde se recrean los soldados y las doncellas, aparece la mujer que tienen los senos para que jueguen con ellos los soldados. Esos senos para los juegos de los soldados son senos caídos que sorprende que estén tan caídos en la figura juvenil de la joven que los lleva. Es lo último ir a que jueguen con sus senos los soldados y se sospecha que es de lo más abyecta esa joven que busca esa compañía. No puede buscarse una galantería más animal. Busca esa joven conquistadora el romance de las palabras enteras y plenas como brevas de los que les hablan al oído. Ya sabe ella lo que hace. ¡Cómo ronda las oscuras casas en que deberá estar siempre presta! Un poco lanzado el vientre hacia delante, como desmayado y cansado de haber hecho esfuerzos sensuales se pasea por el ruedo enarenado y taurino de la plaza de Armas. Los soldados, enteros, con la repugnante densidad de su savia pueblerina, rondan a las mujeres de senos para los soldados, con la mirada baja e inequívoca, convertida la visera de su ros en visera de gorra de chulo. Va atardeciendo. Los senos están más derretidos, viéndose la lágrima caidera de su pezón como suspensa en el colador de la blusa, como una gran gota de lluvia. Los soldados van arrinconando a la de senos para ellos, senos como un racimo todo desgranado en el fondo del cubrecorsé, un racimo de uva negra y ordinaria y hay un momento al atardecer que en un rincón del gran patio de la plaza de Armas pueden aplastar vivamente el racimo en el lagar ideal y apurar un trago del mosto perturbador. LA MUJER MIRÍFICA Sonrosada y con los dientes como cuentas de un rosario de nácar, la había escogido aquel hombre lucrativo, egoísta, cínico más que por lo bella que era porque usaba las perlas y sabía devolverlas o darlas en oriente especial. No tema que llevar nada más que una sola noche a la ópera —detalle imprescindible— el collar enfermo o descolorido para que adquiriese su albirrosismo. Numerosos collares habían salvado y él había sido el encargado de revenderlos. A base de aquello y de nada más estaba hecha su fortuna, cuyo peligro para él estaba en perderla a ella. —¡A ella! Porque ¡ella! daba su oriente a las perlas, tenía ese privilegio, porque sus senos eran las dos perlas madres más magníficas del mundo, redondeados como perlas y con un oriente que les hacía aparecer como ruborizados siempre. Todas las perlas de los collares que llevaba, mamaban un poco de aquel oriente oculto y dejaban un poco escuálido el pecho. —¡Oh, destete ya a los collares malvados! —debió de haber alguien que la gritase viéndola consumirse. SENOS DE HERMAFRODITA vSiempre había abominado de los seres ambiguos. Era sincero y aplastante su odio. No podía aguantar a esos seres que abusan de que las mujeres sean tan abstinentes y tan recatadas. No había perdido ocasión de abominar de esos seres ridículos, pequeños, con gran cabezota y carne superpuesta a la natural del óvalo del rostro. ¡Ah, frente a esos óvalos de los maricas, qué admirables resultan los óvalos justos de las mujeres, sobre todo en la juventud! Seguía su rumbo por la vida buscando mujeres sin insistir demasiado, dejándolas cierta tregua, dándolas tiempo a decidirse, no queriendo ser para ninguna el compromiso de la insistencia o de la pedigüeñería o de la exageración en las palabras. Así encontró a esta mujer que acabará por desarraigar de él todo lo que sea blando. Se fue detrás de ella como detrás de todas las que le sonrieron así. Era morena, de un tipo de mujer de la sierra que después le pasmaba en aquel cuerpo pecaminoso. Estaba entusiasmado con ella y sin que mediara una palabra fue descubriéndola hasta saber la terrible verdad, que era una verdadera hermafrodita en la que no estaban descuidados ninguno de los dos sexos, aunque el fondo, la figura que los sostenía, era de mujer. ¡Qué asombro y qué descubrimiento! Abrazado a ella, apoyado en sus senos de mujer perfecta, lloró la pena de no poderse separar de la monstruosidad y tuvo la primera epilepsia del hombre rarísimo que ha encontrado la hermafrodita. Aquellos senos eran como la burla de Dios dedicada a él solo. ¡Cómo ocultaba la verdad! ¡Qué trajes más espesos se le ocurrieron para cubrir a la mujer que había descubierto! —¿Y nadie más que yo lo sabe? —le preguntaba constantemente. —Nadie —contestaba ella con una inocencia que amenazaba con destruir la pregunta insistente y trémula, que él hacía, porque bien sabía —¡lo sabía por su misma entereza doblegada!— que quienquiera que hubiese sabido su secreto, volvería desde el fondo de la tierra para tocar los senos de la hermafrodita, en que estaba la burla de Dios. LOS SENOS DE PILAR Yo fui el primero que toqué y acaricié aquellos senos. Llevé a ellos la violencia con que tocaba los de una mujer, pero en seguida me contuve porque noté que la dolían, como la encía al niño que está en plena dentición. Se los sentía crujir en la mano y se los veía crecer mientras se los acariciaba. Eran como nísperos, todavía agrios para ella. «¿Estaba agostando quizás, el racimo futuro, sin honor ni provecho puesto que estaba verde?» Varias veces me pregunté eso. Gritaban como dos crías en el nido y se removían inquietos, asomando el pico pidiendo de comer. Más que besos y cariño, querían ser mayores, sólo «poder volar». Ella me los ofrecía entre las medallas y una llave de una caja de esas que tienen un espejito dentro y en las que las novias guardan sus cartas y las criadas sus peines. No olvidaré aquellos senos que no tuve más remedio que comerme el primero porque ella me los ofreció como sus dos mejores bombones, con ese desprendimiento inimitable del primer amor. DESAFÍO POR UNOS SENOS Los senos de Eloísa hicieron enemigos irreconciliables a Paco y a Martín. Se podían haber repartido los dos senos uno cada uno, pero no se les ocurrió eso. Querían la pareja. Ella tampoco, como los chamarileros, los hubiera vendido separados. En sus disputas absurdas, llegaron un día a desafiarse. El lance fue concertado con gravedad. Querían los dos que el que quedase fuera dueño de Eloísa. En la madrugada en que los árboles borrosos, de nuevo en sus primeros albores, van surgiendo del suelo, se fueron a un camino de las afueras y allí lucharon. —¡Por sus senos! —dijo al comenzar el combate Paco, como el que ofrece el torneo a su dueña. Duró muy poco la refriega y se desplomó en tierra Paco, el que precisamente había hecho la invocación. De entre la espesura entonces salió una mujer, presurosa, que tropezaba con el aire. Acercándose al grupo de los padrinos y los invitados, se abrió paso hasta el herido y se inclinó sobre él. Se muere, le habían dicho al acercarse. «Me muero —la dijo él y se olvidó del romántico—, pero muero a gusto por morir por vos, señora», eso que era el hombre que verdaderamente moría por ella. Ella, compadecida, preguntó: —¿Conque por mis senos? —Sí, por sus senos. Ella se desabrochó el corpiño haciendo saltar los botones y como quien saca de un botiquín el frasco salvador así le ofreció su seno. El lo acarició y poco a poco fue reviviendo y comenzó la nueva vida que le duró muchos años casado con Eloísa. LOS SENOS DEL CUENTO DE NIÑOS Aquella niña de catorce años, de trenzas de sol, había perdido sus senos y lloraba, lloraba porque, aunque no le eran útiles, sospechaba en ellos no sé qué extraña virtud y esperaba de ellos la orientación, porque los senos dirigen a la mujer, son su timón. —¡Mis senos! ¡Mis senos! ¿Dónde habré perdido mis senos? —decía ella consternada y seguía buscando por Ja espesura del bosque. Sus manos, mientras repetía «¡Mis senos! ¡Mis senos!», buscaban en su pecho las carteras repletas de sus senos. Se encontró a una viejecita y ésta le preguntó qué le pasaba. —Que he perdido mis senos —contestó ella haciendo sus ademanes de mujer que ha sido robada. —¡Ah, hija mía, tus senos los ha cogido el ave para ponérselos!… La gran ave no tenía más pena que no poder tener senos como los otros seres superiores… Un ave con senos arrebatadores, podrá llamar a la puerta de los ángeles como una tentación del cielo con sus senos de la tierra. La que había perdido los senos los dio por perdidos para siempre y toda la vida recordando eso se llevaba las manos al sitio de sus senos y eso los evocaba arrebatadoramente. .. LOS SENOS DE LA OSCURIDAD En la oscuridad sentía algo que era dulce y mórbido aun en medio de ella y avancé las manos hacia aquello. Eran unos senos blandos, cediendo con la precisa elasticidad de cuando están en su punto. Al extender las manos en la oscuridad de las habitaciones oscuras siempre me había creído un jugador a la gallina ciega que quisiera encontrar los senos de esa amiguita que me había vendado y que estaba entre los demás. Al extender las manos para no caer en la oscuridad, también las extendía buscando unos senos, los senos de la oscuridad, el fruto campante en ella. Muchas veces, en vez de salirme al encuentro los senos de la oscuridad, me salieron los senos de los alzapaños y algún remate redondo de algún mueble, pero por fin esa noche me salieron al encuentro los senos de la oscuridad, túrbidos, espesos, a gusto de la mano. ¡Qué sensación de que eran los senos breves de lo vasto, de toda la habitación, de todo el espacio! Cerré los ojos para sentirlos mejor y sentí cómo su miel se derretía en mis manos. No hablé. Hubiera sido fatal. Estuve en lo opaco hasta muy tarde y me dormí en la oscuridad tomando los senos de la sombra. Los senos de aquella mujer eran los senos del alma, blancos, puros, perfectos como dos circunferencias. Al tocarlos sentí que tocaba su alma y sentí en todo mi ser un escalofrío, una crispadura especial. —¿Pero llevas tu alma en carne viva? —la dije. Sí la llevaba. Era cosa de su naturaleza, pues aquellos senos tenían la expresión del alma. Yo en aquellos senos sentí que tocaba un alma, que acariciaba un alma asomada a la vida. Bogaba con sus senos en el aire, hundiéndolos de vez en cuando en la ola del pecho masculino. —No quiero que esta noche vayas a casa —la decía el chulo por lo bajo. Fueron madurando el proyecto durante 5 chotis, 6 polkas y 24 valses. Parecían bailar en la plaza de toros, movidos por la banda de los toros que parecía estar sobre una especie de toril con su misma colgadura roja y amarilla. Después de tantos bailes y como aquélla había sido la noche del cénit de la belleza opulenta, esa noche que la mujer comienza hermosa y acaba pachuca, sus senos se habían ido cayendo, derritiendo, consumidos por los demasiados bailes. Al verla así el chulo, la dio de lado y la dejó con su madre, la que tenía la llave más grande de todas las madres sentadas en aquellos bancos. LOS SENOS EN LA PLAYA Los senos junto al mar, en las playas del veraneo se vuelven cóncavos, restringidos, comprimidos. La ducha del mar es como un fuerte cubrecorsé de goma que los aprieta. Las duchas del mar suprimen y corrigen sus locuras, su vago aliento hacia el hombre, lo único que los justifica colgantes y abultados como un bulto y tontos. Por lo tanto, sin su única justificación se vuelven antipáticos, desdeñosos, fríos, senos de merluza. El mar los redondea, los fortifica, los amarra bien a las antipáticas mujeres que no son más que saludables. En los cotillones de la noche marítima y aburrida, ellas presentan sus senos orgullosos, hechos como de tela embreada, musculizados en el baño y en el tenis. Ante el descaro imbécil de los senos desimantados por el mar, que se van en fila por el camino de la playa hacía la comida, todos los veraneantes llenos del demasiado tonto apetito de las dos de la tarde, he llegado a odiar las playas. Los senos de las playas son senos engañosos, entretenedores, con los que las muchachas azules y blancas quieren encontrar un marido que las lleve todos los años a bañarse en la indiferencia y adquirir el egoísmo irresistible y cretino. LA QUE TENÍA LOS TRES PELOS DE LA FORTALEZA Gran tipo de contrabandista tenía aquella mujer, solemne, fiera, capaz de levantar grandes pesos con la expresión. Aquella mujer en cualquier trance amargo de la vida sabría pechar con todo y enseñar al hombre la resignación animosa. Aquella mujer tenía bajo su blusa sencilla, en el fondo de sus numerosos forros, los senos felinos, los senos en cuya punta hay tres pelos, los tres pelos de la fortaleza que muy pocas gitanas tienen. El que se case con esas mujeres estará defendido contra todo. EL QUE SE CASA POR ELLOS Sólo por saber cómo defendería sus senos cuando ya no tuviese derecho a defenderlos, se casó con ella. Esquiva, como pareciendo que hasta el marido la iba a robar su belleza —¿por qué razón se va a perder la honestidad a fecha fija y ante nadie?—, esperaba. «¿Qué hará?», pensaba él y caminaba a saltos hacia ella, saltando los obstáculos que se oponen a las bodas. Y aquella noche de bodas ella se los dio con una deshonestidad sorprendente y se los presentó ya siempre con una alegría y un acoso incomprensible en aquella mujer, danzando como si hubiese sido siempre una bailarina de café cantante en Nueva California, bailando la rumba y la danza paraguaya de los senos. LOS SENOS DE LA DOMADORA Senos valientes, intrépidos. Los zarpazos del león van buscándolos y aun con eso ella los presenta lo primero de todo por delante de sí misma, aunque se ve que es lo que defiende con el revólver que lleva a la cintura. Los gestos de las «manos» del león hacia la domadora son gestos bruscos, temerosos, intencionados, de hombre que busca los senos a la mujer y ella tiene la misma táctica que la mujer emplea con el hombre. Es notable ver más sincera que nunca la violenta y enconada ferocidad del hombre frente a la valiente defensa de la mujer. (Así son las luchas entre la doncella que no quiere que la toque el señorito, y el señorito que lo está intentando siempre). ¡Cómo son de fuertes los senos de la domadora bajo la recia cazadora, bajo el fuerte pijama de agremanes con cadenas! La domadora resultará por eso mucho más heroica que el domador, porque da sus senos al peligro, porque da más el pecho a la fiera. Los senos de la domadora son como crótalos, como los senos con dos escudos que los defienden, apretados sus poros, dispuesto el pezón como un estilete. Parece la domadora la cazadora de osos con el cuchillo en el pecho. ¡Qué mansa y qué femenina resultará después para su marido la valiente domadora! ¡Qué gran contraste en el hogar con cuadros románticos, frente al tocador vestido de rosa como un bebé! Los senos de las andaluzas huelen a flor de azahar, son grandes flores de azahar, ampulosas a veces. Porque los senos de las andaluzas no suelen ser muy grandes. La andaluza es breve, enjuta de tanto hacer gracias desde niña, el espíritu de la golosina de tanto tomar golosinas, desde la de los piropos, hasta la de la misma tierra de la que la pertenece el mimo que recibe de todos lados. Como se creen que en todo el mundo están diciendo siempre: «¡Qué bella es Andalucía! ¡Oh, Andalucía!», están consumidas de ir tan en lenguas alabosas. La andaluza ágil, representativa, la que se lleva todo el éxito de la fiesta, con la que hablan todos, es larga ceñida por sus costillas como por un corsé apretado, con el color negrillo y las facciones dibujadas por los nervios, despavorida de tanto reír desde niña, de tanto ser la niña maravillosa. En esa andaluza enjuta como el tallo del clavel y en el moño el clavel, los senos son puras disquisiciones, una florecita para la boca. —¡Las naranjas son el fruto! —que dicen ellas. Ellas llevan encima la flor de azahar, nada más. Sólo ya en la madurez sus senos se esponjan, se ponen maduros, sorprenden como una segunda juventud completamente distinta de la primera. ¡Quién iba a pensar que de aquella anguila!… —Así no se han cansado ellos —dicen entonces ellas. Los senos del arte apenas exiten. Se materializan en la pintura y pierden su verdad, apareciendo como una cosa ficticia. Alguna virgen tiene un seno muy mono que es como una poma de esencia o como la pomita diáfana de uno de esos búcaros de cristal que sostiene una azucena, búcaro que por lo sutil que es, parece más bien una de esas sutiles ampollas de laboratorio que son de cristal tan delgado que cuando se rompen se deshacen como polvo de talco, en vez de romperse como el cristal. Los senos de las mujeres de Botticelli son senos que parecen que les darán deseos de sí mismas a ellas mismas. Los senos que pinta Cranach son senos de mujeres góticas, idiotas e incitantes. Los senos vestidos del Arte son muchas veces senos más encantadores que los senos desnudos. Así, los senos de Leonardo en su blusa de descote redondo. Los que pinta Bronzino son senos vestidos de cortinaje. Los senos más verdaderos del Arte son los de Tintoretto cuando pintaba a su querida y la sacaba un seno o la metía una hojita verde de morera entre el seno y el corpiño para darle mayor frescura y relieve. Tintoretto no quería perder el tiempo contemplando a su querida completamente vestida en aquellas poses para sus repetidos retratos, y para no perder el encanto de la vista la sacaba un seno, un seno opulento, de mujer con el desnudo lleno de rusticidad y de exuberancia y lo ponía al fresco, habiéndolo dejado así al fresco para toda la eternidad. —Ved un adelanto de mi querida, con su tipo de mujer que se ve, que sólo tiene una misión que cumplir, la de entregarse —parece que dice. El seno más natural del Arte es ese de la querida de Tintoretto, que en las salas del Museo del Prado enseña su seno ambarino, aculotado por el olor de los barnices y la insistencia de los pinceles que barnizan. Bajo el sol de Madrid a través de los años, este seno ha madurado, se ha embellecido, ha ido guardándose ese optimismo de las mañanas, independiente a todo en el mundo, pues a él lo mismo le da que se muera el Rey que, que se muera el crítico de Arte. El Museo se abre todas las mañanas con el mismo optimismo del arte. ¡Qué optimismo me ha dado eso los días en que creí que me moría!… «¡Pero el Museo abrirá hoy las fuertes persianas de hierro a la luz serena y desprendida de los museos! », me decía yo aquellos días y me quedaba en paz, dispuesto a morirme con resignación. De toda esa tibia y azucarada luz de las mañanas, está lleno el seno de la querida de Tintoretto, seno como en el frutero del aparador de la casa en que siempre hay fruta fresca. ¡Magnífico el de la Virgen del Veronés! Los senos de Rubens son senos más falsos, sin esa prestancia de los senos enjutos, aunque sean opulentos. Son senos de alemana blanduzca y senos de mujer demasiado blanca y deshuesada y descartaligada. Sólo está bien el gesto, de mujeres que llevan senos, que tienen esas mujeres de Rubens y mejor que ningún otro, el de aquella que, cruzada de brazos, los sostiene sobre «la sillita de la reina» que forman sus dos brazos cruzados. Los senos de Tiziano son senos como piñas naturales, con ese ámbar de la piña descortezada, sin su máscara de salvaje en traje de ceremonia. Los senos de Goya son senos discretos y elegantes. Toda mujer elegante puede presumir de senos a lo Goya, empinaditos, con un gran valle en medio. Los senos que sigue vistiendo Worth y Paquin. Los senos de Velázquez son duros y toscos. Los de Watteau, como peritas sanjuaneras. Los del Greco como lengüetas, como triángulos caídos, como senos acuchillados. Los de Teniers como calabazas sonrosadas, etcétera, etcétera, porque no es cosa de recorrer las salas de los Museos y que se vea en mí un frío clasificador. Los senos del arte no pueden con su estulticia. No son capaces. El seno es mórbido de verdad —por eso no le sirve la pintura— y tiene que ser blando de verdad —por eso no le sirve la escultura— y tiene que ser vivo —por eso no le servirá ningún arte imitativo, aunque encuentre la poma o la esponja más delicada para imitarle. A lo más, vuelvo a repetirlo, los senos de Tintoretto con sus pezones como nadie los ha pintado, conseguida la transparencia de cristal sobre la carne que deben tener. Está hasta bien ese gesto de la mano rústica que recogen de un modo forzado y natural las telas, para enseñar la teta. ¡Oh, también esos viejos de Tintoretto que agarran por los senos a la que encuentran bañándose! «De Santa Anacaria» ponía en el envoltorio que se guardaban en aquella vitrina de cristales emplomados. Por fin, al hacer una nueva tabla de las reliquias, uno de los frailes, fue destapándolas, y al llegar a la célebre reliquia de la Santa, quizá su cráneo, quizá su corazón, quizá su alma, se emocionó, tomó la preciosa joya y fue poco a poco desenvolviendo los muchos y diversos cobertores o palios en que estaba envuelta. Era el primero de raso verde con remates de pasamano de oro y el siguiente un cendal blanco de seda con cabos de cinta naranja, largo más de una vara y media que cercaba con muchas vueltas lo que aquello fuere. Debajo de ambos estaba un caparacete de tafetán carmesí, ajustado a aquello y perdido el color con la grande antigüedad y dentro, y como forro, dos vueltas de cendal blanco, perdido el color y deshecho en mil piezas. Seguíale otro cendal delgado de seda, color rojo encendido. Tanta era la veneración en que la antigüedad siempre tuvo a aquello, que reputando atrevimiento descubrirlo, lo iban poniendo unas cubiertas sobre otras. Cuando tras tantos arreboles iba a aparcer lo que fuere sin cortinas, se encontró con que lo que fuese estaba estrechamente forrado en lino delgado y no en una pieza o en dos, sino en muchas y menudas. El fraile notó que era algo blando y que ponía especial delicia al tocarlo. Como era puro y entró muy de niño en el colegio, sólo tenía del contacto de aquella blandura un vago recuerdo de infancia, cuando mamaba del seno de su madre. Por fin, temeroso, embriagado, sintiendo un calambre placentero, quitó los últimos cendales y apareció un seno, el seno de la Santa, prodigiosamente conservado por los embalsamadores admirables y quizá por el milagro. El fraile fue a dar cuenta a su superior. —Un seno… ¡Era un seno! —¡Qué nadie lo toque! —dijo el rector. Toda la comunidad pasó por delante del seno virgen y mártir, que cedió a las miradas como hubiera cedido a los dedos, que era inevitable que fuese la cosa de morbidez pecaminosa e irresistible. Conservaba su roseta con todo cuidado, pues los embalsamadores saben pintar los labios y hasta dan sombra de actriz a los ojos de las embalsamadas. Aquel seno, aquella reliquia, disolvió la comunidad. Todos se fueron por el mundo buscando un seno que no estuviese prohibido, un seno como el de Santa Anacaria. Antes trasladaron a la catedral el seno vivo, viviente, mórbido, muy entrapajado y pusieron en el letrero: «El corazón de la Santa» en vez de «El seno». LOS DE LAS NIÑAS DE ESE BARRIO No se sabe lo que ha pasado en ese barrio, pero las niñas lucen todas senos opulentos y caídos de mujer. Quizá los deben a que son las hijas de unos padres crapulosos, envenenados, con el microbio inextinguible que de algún modo es hijo de las mujeres de las mancebías que son escogidas entre las que tienen mejores senos. (Los hijos son hijos de células de la madre, la del padre y del microbio avariósico hijo de la vistosa y lujuriosa mujer de las mancebías, resultando así los hijos a imagen y semejanza también de esas mujeres). El porvenir de estas niñas no se puede presagiar. Las dicen demasiadas cosas los chicos al pasar y todos los hombres las dicen algo que las corrompe. Las niñas de ese barrio son como mujeres que no saben lo que hacer, pues las faltan muchos años para casarse. Sus senos son hijos de la perversión de sus padres. Son senos que dan pena porque son como dos ratas muertas, colgadas de sus pechos de niña. ¡Que el diablo nos salve de incurrir en las añagazas de la nueva humanidad, a la que la saldrán las manchas sospechosas a los veintiún años! LOS SENOS DE LA QUE VA POR CAFÉ Entra orgullosa de sus senos con la cafetera en la mano. Como es la caída de la tarde —la hora en que los hombres que han acabado el trabajo necesitan beberse una taza de café— parece que vuelve después de haber conseguido gracias a los pastos del día, que sus senos sean caudalosos, repletos, titilantes. Tiene este desparramarse de las mujeres por las calles del barrio de senos mejores, algo de la vuelta de las cabras repletas, imponiéndolas un modo de andar especial lo «ubronas» que vuelven. Las que entran en los cafés con sus senos magníficos, tienen una altivez especial al decir: «Más café que leche ». Quizás es que ellas pueden mantener la necesidad de leche que le puede ocurrir al mucho café. Pasan por todo el café como «echadoras», que se miran en todos los espejos. Viendo lo que llevan delante dan ganas de alargar las tazas. Todo el café espera a que la paradoja se cumpla y que a ellas las ubérrimas las echen «café con leche» en la jarra lechera. Cuando salen del café van más completas, más llenas, más orondas. En la calle les dirán como a las que llevan los botijos y tienen la caridad de dejar beber a chorro: «Morena, ¿un poquito…?» LA TEMEROSA Tenía los senos más bellos del mundo. Había ido a un tasador a que se los tasase y el tasador le había dicho que valían veinte millones. Las mujeres que son las más entendidas se recreaban con sus senos, y la célebre baronesa —por algo era baronesa en vez de «feminesa»— los había querido para ella. Ella con gran miedo de que se los robasen los guardaba en un cofre-fort y a veces los llegó a guardar en las cajas subterráneas del Banco. Sólo en las grandes solemnidades, en las grandes fiestas del gran mundo, rescataban sus senos y se los ponía. —Irá la de Rosalda —se decían en voz baja los invitados— y llevará sus dos senos, únicos en el mundo… El salón que elegía para ir se llenaba de gente, desde muy temprano, pues se podía dar una fortuna sólo por verla subir las escalinatas, todos los invitados en la plataforma de museo del alto y ancho balcón del descansillo que daba a las escaleras de mármol. EL XILOFONISTA DE LOS SENOS Aquel hombre de espíritu sutil y preocupado siempre se había interesado por encontrar en los senos el tono musical, la polifonía. «La tienen —pensaba él—; la deben tener». «Cada seno tiene un matiz musical. Lo único que hay que hacer es encontrarlos», seguía pensando él. En las estancias reservadas se quedaban impresionadas las mujeres cuando del bolsillo interior de su levita sacaba un macillo y daba unos golpecitos en los senos. Se parecía al dentista cuando da unos golpes con el pequeño martillo en la dentadura del paciente o al médico cuando ausculta o reconoce poi un procedimiento nuevo. «Lo que hay que perfeccionar es el macillo… Los senos tienen su nota perfecta, pero es muy difícil de sacársela… Lo que hay que perfeccionar es el macillo…» Y perfeccionó el macillo y gracias a eso un día pudo reunir las más deliciosas notas, en un conjunto ideal. Ponía en fila sus mujeres de senos distintos, los senos agudos, chillones, frívolos, respingones como los cuernos del cabrillo, hasta los senos opulentos, caídos, graves, que daban la nota honda; unas veces era inútil el derecho o el izquierdo, porque daban una nota extraña en la escala de la colocación de las mujeres. El macillo se libraba muy mucho de tocar ese seno átono. Resultaba fantástica la figura del grande y extraordinario xilofonista frente a los senos sumisos, que se le ofrecían con un aguante sincero, como si fuese el corazón el que daba las notas entrañables de su música. A veces, cuando la pieza musical era larga y violenta, se dibujaba cierto dolor en la del seno más atacado, ese seno izquierdo o derecho que tenía la nota culminante y repetida en la partitura. EL SENO CATEDRALICIO El seno más grande de todos los senos lo he visto en una catedral. Está en la catedral de Segovia. Se lo enseño a los turistas y se quedan asustados de que aquello esté en una catedral. Parece cuando se lo sorprende que una matrona cristiana se ha abierto el ropón para dar de mamar a todos los niños Jesús de la iglesia. Está junto al cuadro de una virgen que se venera en Méjico. Está solo, y en vez de un exvoto parece un altorelieve. Es curioso compararle con los senos que transporta en una bandeja la pobre Santa Eduvigis, a la que se los cortaron y que parecen un par de ojos saltones o un par de huevos fritos, entre cuya clara, muy cuajada, se ve la mancha rojiza de una yema de huevo a medio empollar. Es el verdadero seno catedralicio y los canónigos que guardan sus capotes y sacan sus blusas moradas de los cajones de esa capilla, miran con disimulo al seno descuidado. La cera se ha vuelto oscura, sucia, resobada, con crudeces de carne mercenaria. Parece que el artífice de los senos, después de mirar a la magnífica matrona que pedía un seno para salvar el que tenía empodrecido, dijo que lo tenía que hacer, porque no tenía ninguno que la aludiera, y entonces construyó el seno más grande del mundo, que es el seno de su arquitectura. Yo, desde que sé que existe ese seno en la catedral, encuentro perturbada su sombra por ese monstruoso seno solitario, al que convendría poner, para velarle, un pañolito de encaje, como lo hace la dama opulenta cuando da de mamar al niño en los jardines. ¡Atrevido seno que desafía al tiempo y cuya cera se va volviendo mármol poco a poco! LOS SENOS DEL ESTILO El estilo tiene los senos más puros y requintados que se conocen, los que no admiten la caducidad. Hay frases augurantes en que se encuentra un seno delicado que compensa de lo monótona que es la fiesta de la vida. Yo, en mis primeras obras, sólo atendía a esos senos del estilo poseído por una adolescencia más fuerte que ninguna, y con unos rubores que eran erisipelas. De aquellas excesivas garambainas y gaiterías procede esto, porque no hay granazón sin esas adolescencias llenas de afán creador, desesperadas y difíciles como un martirio. Los senos del estilo son senos suspirantes, con lagoterías mimosas, con deleites eximios. Los senos del estilo pueden ser pechinegros, pechirrojos, pechitornasolados, con todos los matices imaginarios y todas las bordaduras y perlerías posibles. Muchas veces se encuentran en una frase y a veces sólo en la oportunidad de una palabra. Así decimos «afrodisia », y encontramos en esa palabra el tacto plumoso de un seno ideal, esa cosa enguantada con fino guante y, sin embargo, al mismo tiempo, desenguantada del fino guante, que tienen los senos. Hay senos estupefacientes y enervadores en el estilo, donde también surgen a veces, sobre todo en el más puro castellano, senos duros, enjutos, atirantados, senos de labriega bravisca y reacia, senos como un calvero de los senos, pero en los que hay un fondo de condensación que los hace los senos palmarios y estupendos. ¡Senos enlabiadores del estilo! Vamos tranquilos, sosegados, mirando a los árboles en la improvisación, cuando a lo mejor vemos surgir los senos, dichosos del estilo, los senos aurinos, opalinos, fulgurantes, que después convierten al libro en un libro de alcahuetería. Sabe uno dónde están los senos del libro, sus espontaneidades en forma de senos aurirosados y engalonados con todas las galas. ¡Qué sinfín de senos los del estilo y qué morbideza la suya! Es un tumulto de senos el del libro, senos cimarrones, senos reventones, senos miñones, senos insolentes, senos pingorotudos, senos espiritosos, senos melifluos, senos sacratísimos, senos evanescentes, senos eucarísticos que sólo son una vaga aura, senos recios como pensiles, senos emperifollados o emperingotados, senos fascinantes de elasticidad y blandura insuperable. Nunca he perdido mi emoción ante los senos del estilo retrecheros, tornasolados, proteicos, pulposos, con elixires desconocidos según la composición o el retintín de las palabras que los emplastecen. Mi insistencia en el estilo me ha hecho encontrar esas lozanías y esos gozos de los senos, y no los senos a ultranza momificados y rancios, escondidos en los rincones más apartados de los diccionarios, sino los senos que perviven, que son inalterables en el presente, que tienen hechizos fáciles de comprobar por cualquiera, que son un lampo de luz entre las palabras. ¡Qué largo amor a las palabras vivas en los trenes, en los comedores, siempre con los paquetes de cuartillas llenas de palabras queridas que ocultaba como un avaro a los indiscretos por si no llegaban a comprender lo que era aquello! Sólo un amor tan largo podrá conseguir de las palabras tan capitosas alegorías sin rebuscamiento. Los senos del estilo son como capullos edénicos —capullos que nadie logrará descapullar o destrozar por completo—, copas idelatrales y gayos colores. Los senos del estilo no son para los logreros del estilo, que nos componen senos demasiado almibarados, son para los que han ido verificando las palabras sin excederse, pues el exceso es lo peor, lo que pone la trichina en los senos. Los senos del estilo están como los de las huríes, vestidos con los caireles más brillantes y con un halo a su alrededor, como si llevasen una pezonera inmaterial. A veces el estilo sólo imita a los senos porque es ese estilo bufado y acrecentado por su misma esterilidad. ¡Senos que se deshacen como pompas de jabón en el aire de los salones de la oratoria!… Los senos del estilo son senos no sólo vivos, sino senos que se mueven como brazos a veces orgiásticos o convulsivos, y a veces sin una palpitación, como los de las estatuas, cuando están inscriptos en el párrafo ático. Cada embeleso del estilo, cada floripondio de palabras, cada concordancia peripuesta, es un seno y un seno que no invoca a la lascivia sino a la dulzura. Los senos del estilo borbollean y regurgitan, volviéndose más eminente su eminencia. Son lucios, radiosos, rimbombantes, luníferos, ambrosinos, ledos, donosos y que como compuestos de palabras llenas de ternura transmanan ternura. Estos senos heteróclitos del estilo, son los senos del transmundo, los que no se abren en la gusanera de los otros, que serán alguna vez panal de los gusanos y gusarapos en la hoa de la descomposición. Senos célicos del estilo, cuya misma palabra tiene la insinuación incorruptible y tiene algo de haberlos inventado y melificado para la gracia cuando aún no vivían para tan pura emoción. La misma palabra «senos» se abullona en dos bullones o gurullos. Para el estilo los senos son como una rapsodia, en cuya armonía se tiene gusto de acuciarse. El estilo desea decir que son coruscantes, lo dice y ya lo son. Frente a los senos de todas esas pitusas y pitusillas que andan por ahí, los senos del estilo son como los senos antropomórficos. Los senos del estilo son ricos en argentería y en filigranas, pues su plétora incesante les permite toda la riqueza de apariencias imaginables. ¡Qué hermosos senos en las redomas del estilo! La piel de los senos del estilo es más joyante que la de los senos ciertos y resulta lúcida y traslúcida. En los senos del estilo en vez de pezón hay un pábilo iluminado. Los senos del estilo son de sésamo incorruptible y son verdaderas madreperlas siempre en sitio inasequible. Los senos del estilo estarán pimpolleciendo siempre porque son por naturaleza pimpolludos. Los senos del estilo son más dulzosos que ninguno y se contonean y se escorzan, como no pude hacerlo con sus dos cebolletas o piltrafas la pobre mujer viva. Los senos del estilo son esclarecidos y su cúspide toca el cielo del porvenir. ¡Cuántos senos se han disipado en el mundo1 Por eso contra esa disipación viene el arte y los embalsama en el estilo gracias a su condición inmarcesible. Frente a los senos de fondo fangoso de la vida, los senos embriagantes del estilo quedarán como cálices arquetipos. Frente a esas pompas y esas pompitas que son los senos de la vida, los senos del estilo son sólidos como grandes gemas. Los senos del estilo además gorgotean como una fuente, enloquecidos e inlunados de palabras. Si se pudieran hacer los sermones profanos que exige la vida, habría en mi sermonario el sermón de los senos del estilo y se los haría ver a mis sufragáneos destacándose como guirnalda imponente del frontispicio, como rimbombancia deleitosa del estilo. Perseveremos, amigas puros del estilo, en la busca de sus senos verdaderos, librándonos mucho de usarlo de un modo jactancioso y alardeante, como vaniloquio lleno de argucias falsas. Que sea la festividad de la mañana un rito dedicado a las palabras hasta donde el verbo es verbosidad, pero no verborrea. Toquemos esos senos astrales y desvanecedores que no dejan la soborrea y el sabor a tierra que dejan los otros. Busquemos los senos inefables e indecibles para que haya un nuevo seno de especie distinta en el mundo. Con las combinaciones de nuestras palabras podríamos llegar todos de un modo distinto a encontrar senos miríficos, inenarrables y versicolores, porque el verbo es tan inagotable como el número. Esas baratijas de los senos, baratos testimonios de la nonada que es la vida, deben volvernos socarrones, sarcásticos, flemáticos, sardónicos en vez de crédulos, en vez de obcecados y en vez de ir siempre con la vista baja y solapada en busca de una mujer que tiene senos, sí, senos capitosos pero imbéciles… Estimación estructural y nada más, ¿por qué tientas al hombre como el piano al músico sediento de tocar? Gran perendengue que no causa nunca empacho aunque sea una quisicosa insignificante y grácil. ¡Senos alabastrinos, ebúrneos, flordelisados en el fondo, encandilados, arrebolados, eréctiles! En el arte del estilo las mujeres son adamitas. Todas en cueritis enseñando sus senos peripuestos, fructuosos, frutecidos, diáfanos, racimados, agolpados de palabras que están aglutinadas en ellos y les hacen exultantes y quintaescenciados. ¡Sagrario de los senos del estilo, un poco quiméricos sin dejar de ser tónicamente humanos!
Este es uno de los mejores libros que he leido en toda mi vida, y he leido muchos. Escrito de manera admirable, desmonta muchos mitos falsos sobre la imposibilidad de la existencia de Dios. Tras probar la ciencia la creación o big Bang y la inmensa casualidad casi imposible de un universo antropico, capaz de albergar vida es irrefutable que existe antes del todo una inteligencia y una primera causa, Dios. Las 20 constantes del universo y la constante cosmologica sobre el crecimiento del universo estan ajustadas finisimamente para producir todo, estrellas, el carbono que es un verdadero milagro que producen las estrelas, etc. Todas ellas si varian solo un 1% no producirian nuestro universo, y la ultima si varia un 0 con 123 decimales. Para aquellos que prefieren creer en la casualidad o azar representa una opción imposible de creer, no es razonable.
José Carlos González-Hurtado aborda el tema de la relación entre ciencia y religión combinando diversos enfoques (histórico, cultural, testimonial, divulgativo, sociológico) y prestando especial atención a los debates científicos actuales y de los dos últimos siglos. No se limita a refutar la leyenda urbana de la incompatibilidad entre ambas formas de conocimiento. Su objetivo es demostrar que una mirada sin prejuicios al panorama de la ciencia moderna lleva necesariamente a la idea de Dios. Para ello presenta argumentos de peso apoyándose en abundante documentación y usando un estilo desenfadado que convierte la lectura del libro en gratificante y enriquecedora». Del prólogo de Fernando Sols (Catedrático de Física de la Materia Condensada en la Universidad Complutense de Madrid)
José Carlos González-Hurtado, en estas píldoras, da las respuestas sobre las evidencias científicas de la existencia de Dios.