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dickens: la historia del retratista

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LA HISTORIA DEL RETRATISTA

En estas mismas páginas fue publicado recientemente un texto cuyo título rezaba «Cuatro historias de fantasmas». La primera de esas historias narra la extraña experiencia vivida por un reconocido artista inglés, al que bautizamos como Mr H**. A la publicación de aquel relato el propio Mr H** sorprendió al editor de este diario haciéndole llegar su propia versión de los acontecimientos recogidos en el relato. Teniendo en cuenta que Mr H** nos escribió abiertamente (con su nombre completo y desde su propio estudio en Londres), y que además no nos cabía duda alguna de que se trataba de un caballero responsable, se hacía imprescindible leer su comunicado con atención. Inconscientemente, según nos decía el caballero, se había cometido una grave injusticia en la primera de las citadas «Cuatro historias de fantasmas», por lo que la reproducimos aquí íntegramente, tal como el reconocido artista nos la remitió. Por supuesto, esta publicación se hace con el beneplácito y la autorización del propio Mr H**, y él mismo se ha encargado de corregir las pruebas. Hemos descartado cualquier teoría propia en cuanto a la explicación de las partes más controvertidas de esta interesante narración, y hemos decidido hacer prevalecer la versión de Mr H**, que aquí presentamos sin comentarios introductorios. Tan sólo resta añadir que en ningún momento nadie medió entre nosotros y Mr H** en este asunto. Todo el relato es, por tanto, de primera mano. Baste decir que cuando Mr H** leyó nuestro artículo «Cuatro historias de fantasmas», nos escribió haciendo gala de una excelente franqueza y de un mejor talante: «Soy el Mr H** del que ustedes hablan; el mismo a quien se hace mención en su artículo. Desconozco cómo ha llegado a trascender mi historia, pero ésta que les mando está contada de forma correcta. Me sucedió a mí personalmente, y tal como ocurrió la cuento».

Soy pintor. Una mañana de mayo de 1858 estaba sentado en mi estudio, entregado a mis quehaceres cotidianos. A una hora más temprana que la reservada habitualmente para las visitas, recibí la de un amigo a quien había conocido en Richmond Barracks, en Dublín, haría un año o dos. Aquel individuo en concreto era capitán de la 3a Milicia de York Occidental y, por la hospitalidad con la que me recibió cuando fui su huésped en aquel regimiento, así como por la afinidad personal que surgió entre nosotros, personalmente me sentí en la obligación de ofrecer a mi visitante un adecuado refrigerio. Y de ese modo nos dieron las dos de la tarde y seguíamos bien metidos en conversación, fumando habanos y decantando un buen jerez. Sería aproximadamente entonces cuando el sonido del timbre me recordó un compromiso que tenía con una joven modelo de esbelto cuello y armonioso rostro, que se ganaba la vida posando para diversos artistas. No hallándome de humor para trabajar, convine con ella en que viniese al día siguiente con la promesa, cómo no, de remunerar su pérdida de tiempo, y así se marchó. Regresó a los cinco minutos; me pidió hablar en privado y a continuación me confió que contaba con el dinero por el posado de aquel día, y que se veía contrariada por esa necesidad; por lo que me preguntó si podría adelantarle una parte de su estipendio. No puse objeciones a ello, y la muchacha volvió a marcharse. Cerca de la calle en la que vivo, hay otra calle de nombre parecido y aquellos que no están familiarizados con mi dirección con frecuencia acaban allí por error. El camino de la modelo la condujo directamente allí y cuando llegó, se vio abordada por una dama y un caballero que le preguntaron si podía informarles de dónde estaba mi casa. Habían olvidado la dirección correcta y se habían propuesto dar conmigo preguntando a las personas con las que se encontrasen. Pocos minutos después se presentaban en la puerta de mi vivienda.

Estos nuevos visitantes me eran absolutamente desconocidos. Habían visto un retrato que yo había hecho y deseaban que les pintase a ellos y a sus hijos. El precio que fijé no les disuadió y, llegados a un acuerdo preliminar, me sugirieron que fuéramos a mi estudio a fin de elegir el estilo y el tamaño del cuadro que pensaban encargarme. Mi amigo de la 3a de York Occidental, que era alguien dotado de exquisitas maneras y de un fino humor, hizo las veces de marchante, resaltando los méritos de cada obra con unos modales que yo no me habría permitido adoptar, obligado por la falta de confianza en uno mismo que se espera de un hombre a quien se pone en el brete de hablar de su propia producción. Satisfechos por la inspección, me preguntaron si tendría inconveniente en viajar a su casa de campo para pintar los retratos. Yo no encontré objeciones a tal petición, así que acordamos una cita para el siguiente otoño. Quedé en escribirles fijando una fecha en la que podría ausentarme de la ciudad para atender su encargo. Tras aclarar aquel punto, el caballero me tendió su tarjeta y los visitantes se marcharon. También mi amigo se fue, al cabo de un rato. Cuando, ya más tranquilo, me fijé en la tarjeta que habían dejado los desconocidos, me vi contrariado por el hecho de que, aunque contenía el apellido de Mr y Mrs Kirkbeck, pues tal era su nombre, ésta no recogía ninguna dirección a la que pudiera dirigirme. Traté de dar con ella buscando en el Registro, pero tal denominación no figuraba en ningún lado, así que metí la tarjeta en mi escritorio y por un tiempo me olvidé de todo el asunto.

Y así llegó el otoño, y con él una serie de compromisos que me vi obligado a atender en el norte de Inglaterra. Hacia finales de septiembre de 1858, me encontraba, pues, asistiendo a una cena de gala en una casa solariega en los límites de los condados de Yorkshire y Lincolnshire. El hecho de que estuviese en aquella casa era puramente accidental, pues en realidad era un total desconocido para la familia. Había planeado pasar un día y una noche con un amigo que vivía cerca y que era íntimo de mis anfitriones. Mi amigo había recibido de ellos una invitación para cenar, y al coincidir ésta con el día de mi visita, les había pedido que me permitiesen acompañarle. La fiesta estaba muy concurrida; a medida que la cena iba finalizando y llegaban los postres, la conversación se animó. Aquí debería mencionar que mi oído es bastante defectuoso, unas veces oigo más y otras menos, y que aquella noche en concreto me veía aquejado de una notable sordera, tan pronunciada que la conversación sólo me llegaba bajo la forma de un estrépito constante. De todos modos, en cierto momento logré escuchar claramente una palabra, aunque ésta fue pronunciada por una persona que se encontraba a una considerable distancia de mí. La palabra era «Kirkbeck». En la vorágine de la temporada londinense, me había olvidado totalmente de aquellos visitantes que en primavera me habían dejado esa extraña tarjeta sin dirección. La coincidencia atrajo mi atención e inmediatamente recordé el trato que habíamos hecho meses atrás. En la primera oportunidad que tuve, le pregunté a la persona con la que hablaba si había en la zona alguna familia con aquel nombre en cuestión. Como respuesta se me dijo que Mr Kirkbeck vivía en la localidad de A**, en el extremo más alejado del condado. Al día siguiente escribí al caballero en cuestión diciéndole que creía que era el mismo que me había visitado en mi estudio la anterior primavera, y que habíamos llegado a un acuerdo que me había visto impedido a cumplir por no constar ninguna dirección en su tarjeta de visita; por otro lado, le comentaba que, en mi regreso desde el norte hasta Londres, me hallaría brevemente en aquella zona. Finalmente le pedía que, en caso de que me hubiera equivocado al escribirle, no se tomase la molestia de responder a mi nota. Consigné mi dirección en la lista de correos de la Estafeta de York y, tres días después, recibí una nota de Mr Kirkbeck en la que expresaba su satisfacción al tener noticias mías y me comunicaba que si tenía tiempo de visitarle a mi vuelta, dejaríamos organizado el asunto de los cuadros; también me pedía que le anunciase mi llegada con un día al menos de antelación, para así poder atender a sus compromisos. Finalmente, tras otra nota mía, convinimos en que iría a su casa al sábado siguiente y me quedaría allí hasta el siguiente lunes por la mañana. Regresaría después a Londres, para atender ciertos asuntos que tenía pendientes, y volvería dos semanas más tarde a su casa para finalmente pintar el cuadro.

El día acordado para mi visita, desayuné presto y ocupé mi plaza en el tren matutino que va de York a Londres. El tren hizo escala en Doncaster y después en el empalme de Retford, en donde tuve que apearme para tomar la línea que atraviesa Lincoln hasta la localidad de A**. Era un día frío, húmedo y brumoso; un día de lo más desapacible que yo haya conocido en Inglaterra siendo, como era, sólo el mes de octubre. No había ningún otro ocupante en el vagón aparte de mí, pero en Doncaster subió una dama. Mi asiento estaba situado junto a la puerta del vagón, en el sentido contrario a la marcha. Como se considera que ése es un asiento reservado para las damas, le ofrecí ocuparlo, imitación que la recién llegada declinó graciosamente, sentándose en la esquina opuesta y diciendo, con una voz muy agradable, que le gustaba sentir la brisa en las mejillas. Pasó los siguientes breves minutos acicalándose. Extendió el guardapolvo a un lado, se alisó la falda del vestido, estiró sus guantes y realizó esos frívolos arreglos en su plumaje que las mujeres no pueden evitar hacer antes de acomodarse en las iglesias o en otros lugares, siendo el último y mas importante de todos retirar del sombrero el velo que ocultaba sus facciones. Pude fijarme entonces en que se trataba de una dama joven, seguramente no mayor de veintidós o veintitrés años; aunque era moderadamente alta, de hechuras algo robustas y de expresión resuelta, podría haber pasado perfectamente por alguien dos o tres años más joven. Supongo que su constitución física se consideraría normal: tenía el pelo de un castaño rojizo brillante, mientras que sus ojos y sus marcadas cejas eran casi negros. El color de sus mejillas era de un pálido tono transparente que hacía destacar sus grandes y expresivos ojos, y también la decidida expresión de su boca. Observada en conjunto, resultaba más atractiva que bella en sí; había cierta profundidad y armonía en sus facciones, que, si bien no eran del todo regulares, resultaban infinitamente más agradables que si hubiesen sido modeladas siguiendo las más estrictas normas de la simetría.

No es cosa desdeñable poder disfrutar de una grata compañía con la que departir durante un monótono recorrido en un día húmedo; alguien con quien conversar y que posea la sustancia necesaria como para hacerle olvidar a uno lo extenso y tedioso del viaje. A este respecto, no tenía motivo de queja, pues la joven se reveló, decididamente, como una conversadora ciertamente agradable. Cuando se hubo instalado cómodamente a su gusto, me pidió que le permitiese echarle un vistazo a mi Bradshaw,10 y no siendo ninguna experta en tan ardua labor, requirió mi ayuda para determinar a qué hora pasaba de nuevo el tren por Bradford en su regreso desde Londres a York. La conversación giró en torno a los habituales tópicos que suelen intercambiar los viajeros. Sin embargo, y para mi sorpresa, ella la condujo hacia temas más particulares con los que me supongo se hallaba más familiarizada. De hecho, no puedo evitar destacar que sus modales, que yo diría que eran más bien discretos, correspondían a los de alguien que supiera de algún modo quién era yo, sea por conocimiento personal o por referencias. Había en su manera de comportarse una especie de confidencialidad que no suele darse entre extraños, y, a veces, parecía incluso referirse a diferentes circunstancias con las que yo había tenido relación en el pasado.

Después de tres cuartos de hora de conversación, el tren llegó a Retford, donde yo tenía que cambiar de línea. Al apearme y desearle buenos días, ella hizo un ligero movimiento con la mano como si pretendiese estrechar la mía, y al corresponder yo a su gesto, ella se despidió diciendo:

—Me atrevería a asegurar que volveremos a vernos.

—Espero, efectivamente, que volvamos a encontrarnos —le respondí yo, del modo más caballeroso que pude.

De ese modo nos separamos; ella partió camino a Londres y yo tomé la línea que atraviesa el condado de Lincolnshire y que llega a A**. El resto del viaje se me hizo horrendamente frío, húmedo y gris. Echaba de menos la agradable charla que había tenido con aquella dama, y traté de suplirla leyendo un libro que llevaba conmigo, y luego el diario The Times, que me había procurado en Retford. Sin embargo, hasta los recorridos más desagradables tienen un final, y el mío concluyó poco antes de las cinco y media de la tarde. El cochero que me aguardaba en la estación me dijo que también se esperaba la llegada de Mr Kirkbeck, que venía en el mismo tren. Sin embargo, como el caballero finalmente no apareció, el cochero decidió, conforme a las instrucciones que había recibido previamente de él, llevarme sólo a mí y volver media hora más tarde a buscar a su amo.

Cuando llegué, la familia estaba todavía ausente, por diversos quehaceres. Me informaron de que la cena sería servida a las siete, y yo me dirigí a mi habitación para deshacer el equipaje y vestirme adecuadamente. Tras completar estas operaciones, bajé a la sala de estar. Probablemente aún quedaba un rato hasta la hora de la cena, ya que las lámparas no estaban encendidas todavía; en su lugar, un fuego llameante arrojaba un chorro de luz sobre cada rincón de la habitación, y más específicamente sobre una dama que, vestida de un negro riguroso, esperaba de pie junto a la chimenea calentándose uno de sus esbeltos pies al borde del guardafuego. Al estar con la cara vuelta hacia el lado opuesto de la puerta por la que yo había entrado, no pude distinguir sus rasgos en un primer momento. De todos modos, conforme fui avanzando hacia el centro de la sala, la dama retiró inmediatamente el pie del calor de la chimenea y se volvió para dirigirse a mí. Cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que no era otra sino mi compañera de trayecto en el tren.

Si sintió algún tipo de perplejidad al verme allí, no la dejó traslucir; bien al contrario, con uno de esos gestos joviales que hacen que hasta la mujer más simple parezca bella, me acogió recordándome su antigua predicción:

—Ya le dije que volveríamos a vernos.

En aquel momento, el propio desconcierto de encontrarla en la misma casa en la que yo me alojaba me impidió articular palabra alguna. No sabía en qué ferrocarril, o por qué medios podría haber llegado hasta la casa. Estaba seguro de haberla dejado en el tren que se dirigía a Londres; yo mismo la había visto partir con mis propios ojos. La única manera posible de llegar hasta allí, cavilé, era siguiendo hasta Peterborough y regresando por un ramal secundario hasta A**. Es decir, recorriendo una ruta de unas noventa millas. En cuanto la sorpresa me permitió recuperar el habla, le dije que, de haber sabido adonde se dirigía, me habría encantado acompañarla en su viaje.

—Eso habría sido algo difícil —repuso.

Justo entonces apareció el criado con las lámparas y me informó de que su amo acababa de llegar y bajaría en unos minutos.

La joven tomó entonces de una estantería un libro de grabados y, extrayendo uno de ellos (un retrato de Lady **), me pidió que lo mirase bien y le dijese si encontraba algún parecido con ella.

Estaba enfrascado en el dibujo, tratando de formarme una opinión respecto a lo que la dama me había preguntado, cuando aparecieron los Kirkbeck. Ambos me estrecharon la mano efusivamente entre disculpas por no hallarse en casa para recibirme. El caballero concluyó su bienvenida pidiéndome que acompañase a la señora Kirkbeck hasta la mesa.

Con la señora de la casa cogida de mi brazo, pasamos al comedor. Ciertamente dudé un instante si cederle el paso primero al señor Kirkbeck, que caminaba junto a la misteriosa dama de negro, pero el señor Kirkbeck no pareció entender mi gesto y finalmente entramos todos a un tiempo. Como éramos sólo cuatro comensales, nos acomodamos sin problemas; nuestros anfitriones en los extremos de la mesa y la dama de negro y yo a cada uno de los lados. La cena transcurrió según lo habitual en tales circunstancias. Siendo yo el invitado, dirigí mi conversación principalmente, si no en exclusiva, hacia mi anfitrión y mi anfitriona. No puedo recordar, ahora que lo pienso, que nadie se dirigiese a la dama sentada frente a mí. Viendo esto y rememorando algo que se asemejaba a una ligera llamada de atención hacia ella al entrar al comedor, saqué la conclusión de que debía de tratarse de una especie de gobernanta, o algo así. Observé, eso sí, que cenó magníficamente; degustó la ternera y la empanada y acabó dando cuenta de un generoso vaso de clarete. Probablemente no había almorzado, pensé, o quizás el viaje le había abierto el apetito.

La cena concluyó, las señoras se retiraron y, tras el correspondiente oporto, el señor Kirkbeck y yo nos volvimos a reunir con ellas en la sala de estar. Para entonces la reunión se había ampliado. Fui presentado a varios hermanos y cuñadas que habían acudido desde sus respectivas residencias en el vecindario, y también a varios niños, acompañados de su institutriz, Miss Hardwick. Caí en la cuenta de que mis presunciones sobre la dama de negro estaban erradas. Tras ocupar el tiempo preciso en saludar a los niños y a las distintas personas que me habían sido presentadas, me encontré de nuevo departiendo con la misteriosa dama del tren. Nuestra conversación de la tarde se había ceñido principalmente a los retratos, y ella lo retomó en cuanto tuvo oportunidad:

—¿Cree usted que podría pintar mi retrato? —inquirió.

—Sí. Creo que podría, si se me diese la oportunidad, naturalmente.

—De acuerdo, pues fíjese bien en mi cara. ¿Cree usted que podría recordar mis rasgos si se lo propusiera?

—Si, estoy seguro de que nunca olvidaría sus facciones.

—Esperaba que dijese algo así. Pero ¿cree que podría retratarme de memoria?

—Bueno, si es necesario lo intentaré; aunque, ¿no cree que sería mejor que posara alguna vez para mí?

—No, eso es del todo imposible. No puede ser. Casi todos dicen que el grabado que le mostré antes de la cena guarda un gran parecido conmigo. ¿Está usted de acuerdo?

—Permítame disentir —respondí—. No tiene en absoluto su expresión. Si pudiese posar para mí, aunque sólo fuese una vez, sería mejor que nada.

—No, no lo veo posible.

Para entonces la noche estaba ya bastante avanzada y se habían encendido las luces de los dormitorios. La dama de negro declaró que se encontraba muy cansada, estrechó mi mano sentidamente y me deseó buenas noches. El misterio que rodeaba a aquella mujer me dio bastante en qué pensar durante la noche. Nadie me la había presentado; no la vi hablar con nadie durante toda la velada, ni siquiera para dar las buenas noches cuando se marchó… Seguía sin explicarme cómo había logrado cruzar la región con tal rapidez. Además, ¿por qué diablos quería que la pintase de memoria? ¿No sería mejor que posase directamente para mí? En vista de lo difícil que resultaría resolver todas estas cuestiones, decidí posponer ulteriores consideraciones hasta la hora del desayuno, cuando suponía que el asunto se aclararía por sí solo.

Cuando bajé, a la mañana siguiente, encontré servido el desayuno, pero no hallé a la dama vestida de negro. Terminada la colación, marchamos juntos a la iglesia, luego volvimos para el almuerzo, y así transcurrió el día; pero seguía sin haber señales de la dama ni nadie hizo referencia alguna a ella. Entonces llegué a la conclusión de que debía de tratarse de alguna pariente y de que habría partido temprano para visitar a algún otro miembro de la familia de los muchos que vivían por allí cerca. Aun así, estaba bastante desconcertado por el hecho de que no se la mencionase en absoluto; no hallando la oportunidad de guiar mi conversación con los familiares hacia ese tema, me fui a dormir aquella segunda noche más confuso todavía que la primera. Al llegar el criado por la mañana, me aventuré a preguntarle por el nombre de la dama que había cenado con nosotros la noche del sábado. Su respuesta me dejó anonadado:

—¿Una dama, señor? No había ninguna dama, sólo la señora Kirkbeck, señor.

—Sí, me refiero a la dama que estuvo sentada frente a mí. Iba vestida de negro.

—¿Tal vez se refiere a Miss Hardwick, nuestra ama de llaves, señor?

—No, no es Miss Hardwick; ella bajó más tarde.

—Pues yo no vi a ninguna otra dama, señor.

—¡Oh sí, caramba, la dama vestida de negro que se encontraba en la sala de estar cuando yo llegué antes de que el señor Kirkbeck volviese a casa!

El hombre me miró con cara de sorpresa, como si albergase serias dudas acerca de mi salud mental. Entonces se limitó a responder:

—Le aseguro que no he visto a ninguna dama como la que usted describe, señor.

Y dicho esto se retiró.

El misterio se presentaba ahora más impenetrable aun si cabe. Reflexioné sobre él desde todos los puntos de vista sin llegar a encontrar ninguna explicación. Tenía que coger mi tren hacia Londres, así que desayuné temprano y no tuve tiempo más que para hablar del asunto que me había llevado hasta allí; de ese modo, tras acordar que volvería a las tres semanas para pintar los retratos, me despedí y partí hacia la ciudad.

Sólo me referiré a mi segunda visita a aquella casa para dejar sentado que tanto el señor como la señora Kirkbeck me aseguraron del modo más tajante que en la cena de aquel sábado en concreto no hubo un cuarto comensal. Su recuerdo al respecto era nítido, pues incluso habían considerado decirle a Miss Hardwick, el ama de llaves, que ocupase el asiento vacío, aunque finalmente no lo hicieron. Tampoco podían recordar a nadie con esa descripción entre su círculo de conocidos.

Pasaron algunas semanas. Faltaba poco para la Navidad. Era un típico día de invierno, y la luz comenzaba a declinar en mi habitación. Recuerdo que me encontraba sentado frente a mi mesa, escribiendo algunas cartas para enviar en el correo de la tarde. Me hallaba situado de espaldas a los batientes de las puertas que daban a la salita en la que normalmente hacía esperar a mis clientes. Llevaba ya algún rato escribiendo cuando, sin saber muy bien por qué, pues nada vi ni escuché que me diera señal de ello, noté que una persona había traspasado el umbral y ahora estaba de pie observándome. Me volví y allí, junto a mí, estaba la misteriosa dama del tren. Supongo que algo en mi comportamiento debió de indicarle que me había sobresaltado, pues, tras los habituales saludos, la dama dijo:

—Perdóneme si le he molestado. Supongo que no me oyó usted entrar.

Su manera de conducirse, aunque más tranquila y suave de lo que yo recordaba, no podía calificarse de seria, ni mucho menos de triste. Había algún cambio en ella, sí, pero era como esos cambios inaprensibles que con frecuencia suelen observarse en la gente; como cuando la espontaneidad sincera de una joven inteligente se transforma en serenidad y autodominio cuando ésta se ha prometido en matrimonio o acaba de dar a luz. Me preguntó si había hecho algún intento de retratarla. Me vi obligado a confesar que no era así. Lo sintió mucho, ya que quería el retrato para entregárselo a su padre. Traía consigo un grabado —un retrato de Lady M** A**—, pensando que me sería de ayuda. Era muy parecido a aquél sobre el que pidió mi opinión en la casa de Lincolnshire. Me insistió en que siempre le habían dicho que el parecido era asombroso, y que por eso quería dejármelo. Entonces, posando su mano firmemente sobre mi brazo, añadió:

—Le estaría realmente de lo más agradecida si lo pintase —y, si mi memoria no me traiciona, recuerdo que añadió—: pues de ello dependen muchas cosas.

Viendo su insistencia, tomé mi cuaderno de apuntes y, a la escasa luz que aún quedaba, comencé a ensayar con carboncillo un somero bosquejo de su perfil. De todos modos, al verme hacer esto, lejos de prestarme su ayuda en lo posible, se volvió simulando que miraba a los cuadros que había por la habitación, pasando ocasionalmente de uno a otro y permitiéndome así captar sus rasgos de modo fugaz. Apenas conseguí dibujar dos apresurados bosquejos, aun así bastante expresivos. En vista de que la débil luz no me permitía ya continuar, cerré mi cuaderno y ella se dispuso a marcharse. Aquella vez, en lugar del habitual «buenas noches», me dedicó un expresivo «adiós», al tiempo que sostenía mi mano con más fuerza que si la estuviese estrechando. La acompañé hasta la puerta y, al cruzarla, dio la impresión de que se fundía con la oscuridad exterior; aunque supongo que fue cosa de mi imaginación.

Enseguida pedí cuentas a la criada de por qué no me había sido anunciada la visita de la dama. Dijo no saber nada de ninguna visita, y que si alguien había entrado, debió de haberlo hecho aprovechando que ella había dejado la puerta abierta media hora antes, cuando tuvo que salir a un breve recado.

Pocos días después de que esto sucediese, tenía yo que acudir a una cita en una casa situada cerca de Bosworth Field, en Leicestershire. Salí de la ciudad un viernes. Una semana antes había enviado, en un tren de carga, algunos cuadros que resultaban demasiado grandes para que pudiera llevarlos yo mismo, con el fin de que estuviesen allí a mi llegada. De todas formas, al llegar a la casa me encontré con que nadie sabía nada de los mismos, y al preguntar en la estación, me informaron de que una caja como la que yo describía había pasado en el tren y había seguido de camino a Leicester. Al ser viernes y haber pasado ya la hora del correo, no había posibilidad ninguna de enviar un aviso a Leicester hasta el siguiente lunes por la mañana, pues la oficina de equipajes permanecía cerrada durante el domingo. En consecuencia, no podía contar con recuperar las pinturas antes del martes o del miércoles. La pérdida de tres días suponía un perjuicio considerable para mí, así que, con el fin de evitar males mayores, le sugerí a mi anfitrión que partiría de inmediato para resolver algunos asuntos en South Staffordshire, pues me veía obligado a atenderlos antes de regresar a la ciudad, aprovechando así el intervalo que se me presentaba y ahorrándome algo de tiempo al concluir mi visita en su casa. Este arreglo contó con su aprobación, así que salí a toda prisa hacia la estación de Atherstone en el ferrocarril de Trent Valley. Por las referencias que figuraban en el Bradshaw, vi que mi ruta se extendía a través de Litchfield, en donde debía hacer trasbordo hacia S**, en Staffordshire. Llegué justo a tiempo de tomar el tren que me dejaría en Litchfield a las ocho de la noche. Según anunciaba la guía, había un tren que salía desde allí hacia S** a las ocho y diez (deduje que como enlace con aquella línea en la que yo estaba a punto de viajar). Por lo tanto, no había motivos que me hiciesen dudar de que aquella misma noche podría completar mi trayecto. Sin embargo, al llegar a Litchfield mis planes se frustraron completamente. El tren llegó puntual y yo salí con la intención de esperar en el andén la llegada de los vagones del otro servicio. Me di cuenta entonces de que, aunque ambas líneas pasaban por Litchfield, la estación donde paraba el ferrocarril de Trent Valley, en el que yo había llegado, estaba justamente en el lado opuesto de la ciudad en donde se encontraba el apeadero de la línea de South Staffordshire. También descubrí que ya no había tiempo de llegar a la otra estación para coger el tren aquella misma noche; de hecho, aquel tren acababa de pasar justamente bajo mis pies por una vía inferior, y llegar hasta la otra punta de la ciudad, en donde sólo se detendría dos minutos, quedaba totalmente descartado. No tuve más remedio, pues, que buscar alojamiento para aquella noche en el Swan Hotel. Me disgusta especialmente tener que pasar, siquiera una velada, en un hotel de provincias. En esos lugares es imposible cenar de modo pasable; prefiero prescindir de la comida que tener que cenar algo que no me apetece. Nunca tienen un mísero libro para entretenerse mientras se cena, y los periódicos locales carecen de interés para mí. Ya me había leído el Times de cabo a rabo durante el trayecto del tren que me había llevado allí. Además, no suelo congeniar con el tipo de gente que uno encuentra en estos lugares, que no suelo frecuentar. Bajo tales circunstancias, generalmente me limito a tomar un té a fin de que el tiempo pase lo más rápido posible, y luego a atender la correspondencia atrasada.

He de añadir que nunca antes había estado en Litchfield. Mientras esperaba a que me subieran el té, caí en la cuenta de que en dos ocasiones durante los últimos seis meses había estado a punto de ir a parar a aquel mismo lugar: una vez porque tenía que realizar un pequeño encargo para un viejo conocido que vivía allí; y la otra para comprar los materiales de un cuadro que me había propuesto pintar sobre un incidente de la infancia del Doctor Johnson. En ambas ocasiones habría terminado en aquella ciudad si otros asuntos no me hubiesen desviado de mi propósito y me hubieran hecho posponer el viaje de manera indefinida. Aun así, no pude evitar que me rondara la cabeza un extraño pensamiento: «¡Qué raro!», me dije. «Aquí me encuentro, en Litchfield, sin habérmelo propuesto, cuando por dos veces he desaprovechado la ocasión». Cuando terminé el té se me ocurrió que podría escribirle una nota a un viejo amigo que vivía en Cathedral Close, una calle de aquella misma ciudad, y pedirle que acudiese a mi hotel para compartir con él una o dos horas. Así que llamé a la camarera y le pregunte si conocía a un tal Mr Lute, que vivía cerca de allí.

—Sí, señor.

—¿En Cathedral Close?

—En efecto, señor.

—¿Podría hacerle llegar una nota?

—Por supuesto, señor.

Le escribí una nota diciéndole a mi amigo que me encontraba en la ciudad y que me preguntaba si podría reunirse conmigo para charlar sobre los viejos tiempos. La nota le fue llevada y, transcurridos unos veinte minutos, entró por la puerta de mi habitación un caballero de bastante buen ver, de una edad entre madura y avanzada, sosteniendo mi carta en la mano. Nada más presentarse me dijo que, al parecer, yo le había enviado una carta, y que suponía que había sido por equivocación, puesto que mi nombre le era totalmente desconocido. Comprobé al momento que no se trataba de la persona a quien yo pretendía escribir, así que me disculpé y le pregunté si es que había otro Mr Lute que viviese en Litchfield.

—No, no hay ningún otro —me respondió.

Desde luego, yo recordaba que mi amigo me había dado la dirección correcta, pues le había escrito allí varias veces. Era un apuesto joven que había heredado una hacienda tras la muerte de su tío durante una montería en Quorn. El joven del que hablo se había desposado, haría como dos años, con una dama cuyo apellido de soltera era Fairbairn.

El desconocido, con mucha calma, respondió:

—Se refiere usted, sin duda, a Mr Clyne. Vivía en Cathedral Close, lo recuerdo. Pero hace un tiempo ya que se mudó.

Aquel hombre estaba en lo cierto y, con sorpresa, exclamé:

—¡Oh, vaya! ¡Ahora caigo! Ese era el nombre, efectivamente; pero ¿qué es lo que me habrá hecho pensar en usted? Le ruego que me disculpe; escribirle adivinando su nombre inconscientemente es una de las cosas más inexplicables que jamás he hecho. Perdone la confusión…

Muy tranquilamente continuó:

—No es necesario que se disculpe. Aunque puede que esta haya sido una feliz casualidad; precisamente llevaba tiempo pensando en llamarle a usted para que nos entrevistáramos. Porque usted es el famoso pintor, ¿no es cierto? El hecho es que estaría muy interesado en que pintase el retrato de mi hija. —Y tras hacer una pausa, continuó—: ¿Sería mucho inconveniente para usted si le pido que me acompañe a mi casa?

Me encontraba en extremo sorprendido por la forma en que había conocido a aquel caballero, y por el cariz tan inesperado que habían tomado los acontecimientos. Por el momento no me hallaba en disposición de aceptar su encargo y le expuse mi situación, aclarándole que sólo contaba con un par de días para hacer el trabajo. Aun así, él insistió con tanto empeño que prometí hacer lo que me fuera posible en aquellos dos días. Tras recoger mi equipaje, le acompañé a su casa. Apenas si cruzamos palabra durante el camino, aunque su talante taciturno parecía tan sólo una prolongación de su tranquila compostura en la posada. A nuestra llegada me presentó a su hija Maria y entonces nos dejó solos. Maria Lute era una muchacha rubia de unos quince años. Pensé que era una chica muy guapa, vaya si lo era. Sus modales eran más maduros de lo que su edad daba a entender; evidenciaban una compostura y (en el mejor sentido de la palabra) una feminidad que sólo se da a esas edades entre aquellas chicas que han quedado huérfanas de madre o que, por otros motivos, no han tenido más remedio que valerse por sí mismas.

Evidentemente, no había sido informada del motivo de mi visita y sólo sabía que había ido allí a pasar una noche, por lo cual se excusó para ausentarse unos instantes y así dar órdenes a la servidumbre para que me preparasen una habitación. Cuando regresó me dijo que ya no volvería a ver a su padre hasta la mañana siguiente, pues su estado de salud le obligaba a retirarse al anochecer; sin embargo, esperaba que pudiera volver a verlo al día siguiente. Mientras tanto, me instaba a considerarme como en mi propia casa y a no dudar en pedir cualquier cosa que necesitara. Ella se sentaría en la sala de estar, aunque tal vez yo quisiera fumar o tomar algo, en cuyo caso había un fuego encendido en los aposentos del ama de llaves, y ella misma me haría compañía, pues esperaba la visita del médico que había de llegar de un momento a otro, y éste probablemente se quedaría a tomar algo y a fumar durante un rato. Accedí al momento, ya que la jovencita parecía recomendar esa opción. No fumé ni tomé nada, sin embargo; me limité a sentarme frente a la chimenea, y ella se reunió conmigo poco después. Pronto se reveló como una excelente conversadora, con un dominio del lenguaje inusual en una persona tan joven. Sin mostrarse en absoluto inquisitiva, y sin evidenciar que su intención fuera sacarme información de ningún tipo, me expresó su deseo de saber qué asunto era el que me había llevado a la casa. Le conté que su padre quería que yo pintase su retrato, o el de su hermana, en el caso de que tuviera alguna.

Permaneció silenciosa y pensativa un instante, y entonces pareció comprenderlo todo. Me contó que su única hermana, a quien su padre se hallaba estrechamente unido, había fallecido casi cuatro meses atrás; que su padre aún no se había recuperado del profundo trauma de su muerte. Con frecuencia él había expresado su ferviente deseo de tener un retrato de ella; de hecho, era lo único en lo que pensaba últimamente. Ella tenía la esperanza de que, haciendo algo al respecto, su salud mejoraría notablemente. Al decir aquello titubeó, empezó a tartamudear y finalmente rompió a llorar. Después de una pausa continuó:

—No tiene lógica el ocultarle a usted lo que muy pronto acabará por saber. Papá está algo trastornado, supongo que se habrá dado cuenta… De hecho ha estado así desde que enterraron a la pobre Caroline. Siempre dice que está viendo a nuestra querida Caroline; se halla, sin duda, bajo el influjo de terribles delirios. El doctor dice no saber cuánto más puede empeorar, y nos ha recomendado que mantengamos fuera de su alcance las hojas afiladas, los cuchillos y todo cuanto pudiera ser utilizado para infligirse daño a sí mismo. Comprenda que no podíamos permitir que volviese a verle usted esta noche; a partir de determinada hora, simplemente es incapaz de hablar con lucidez, y temo que lo mismo le suceda mañana. Tal vez pueda usted quedarse hasta el domingo. Yo podría ayudarle en su propósito.

Pregunté si contaban con algún material a partir del que hacer el retrato, una fotografía, algún bosquejo, cualquier otra cosa que ayudase. No tenían nada.

—¿Sería capaz de describirme claramente a su hermana?

Me dijo que creía que sí, y además en algún sitio tenían un grabado de una mujer que guardaba un gran parecido con su hermana. Sin embargo, desgraciadamente lo habían extraviado. Subrayé que, ante tales desventajas y ausencia de materiales, no podía vaticinar un resultado satisfactorio. Ya antes había hecho retratos bajo circunstancias parecidas, si bien su éxito había dependido en gran medida de las capacidades descriptivas de las personas que tenían que ayudarme por medio de sus recuerdos. Había obtenido algunos éxitos, cierto era, pero es bien sabido que la mayoría de las veces esos intentos concluyen en fracaso.

El médico debió de venir, pero yo no le vi. Supe, sin embargo, que había ordenado que se velase al paciente hasta que él volviera al día siguiente. Haciéndome cargo de la situación y de las muchas obligaciones a las que la joven dama tenía que atender, me retiré a dormir temprano. Por la mañana oí que su padre se encontraba bastante mejor; había preguntado insistentemente al despertar si yo aún me encontraba bajo su mismo techo y, durante el desayuno, me envió recado de que esperaba que nada me impidiese realizar el retrato sin más tardanza, para lo cual tal vez se hallaría en disposición de verme a lo largo del día.

Nada más desayunar me puse enseguida a la tarea, guiándome por las descripciones que me daba la hermana. Lo intenté una y otra vez, aunque sin éxito. Incluso, secretamente, empecé a perder toda perspectiva de alcanzarlo. Ante mis intentos se me dijo que los rasgos, considerados por separado, se asemejaban, pero la expresión en conjunto estaba bastante alejada de la realidad. Durante buena parte del día seguí esforzándome sin que los resultados mejorasen. Los diferentes retoques que hice recibieron la misma respuesta: no lograba captar la esencia del retrato que perseguíamos. Me empleé a fondo y, de hecho, me sentía bastante fatigado, circunstancia ésta que la joven percibió, al tiempo que me expresaba sus más cálidos agradecimientos por el interés que me estaba tomando en la materia. En un momento dado, sus explicaciones se tiñeron de un vago sentimiento de irritación. En algún sitio tenía un grabado —se trataba del retrato de una dama, de hecho— que se le parecía mucho a su hermana, pero no lograba encontrarlo. No haría ni tres semanas que había desaparecido como por ensalmo del libro en el que se encontraba. Alguien lo había arrancado. El asunto era de lo más decepcionante, pues estaba convencida de que aquel retrato me habría sido de gran utilidad. Le pregunté si podía decirme quién era la dama del retrato, por si yo la conocía, y al punto me respondió que se trataba de Lady M** A**.

Aquel nombre me recordó de modo inmediato la escena con la dama del tren. Ese debió de ser el mismo grabado que ella me enseñó, me dije. Tenía el cuaderno de apuntes arriba, en mi portafolios y, por una afortunada casualidad, en su interior se hallaba el grabado en cuestión junto con los dos bocetos a lápiz. Inmediatamente bajé con ellos y se los mostré a la joven María Lute. Los observó por un momento y, volviendo la vista hacia mí, dijo lentamente, algo asustada:

—¿De dónde los ha sacado? —y añadió, sin esperar a mi respuesta—: Déjeme enseñárselos a papá.

Se ausentó unos diez minutos y regresó acompañada de su padre. Él no se entretuvo en saludos formales. Adoptó un tono y unas formas que yo no le había observado con anterioridad.

—Yo tenía razón todo el tiempo. ¡Es a usted a quien vi en su compañía, y estos apuntes sólo pueden ser de ella! Valen para mí más que todas mis posesiones, salvo esta querida chiquilla.

La hija también aseguraba que el grabado que yo había llevado a la casa tenía que ser el que faltaba del libro desde hacía tres semanas, en prueba de lo cual me señaló las marcas de cola que tenía por detrás y que se correspondían exactamente con las marcas que habían quedado en la hoja en blanco del libro. Desde el momento en que el padre vio aquellos apuntes recobró su salud mental.

No se me permitió retocar ninguno de los dos dibujos a lápiz del cuaderno, temiendo que pudiesen estropearse; pero enseguida comencé un cuadro al óleo, con el padre sentado junto a mí, hora tras hora, dirigiendo mis pinceladas, conversando racional y hasta alegremente mientras lo hacía. Evitó las alusiones directas a sus visiones, aunque de vez en cuando trató de llevar la conversación a las circunstancias en que yo había tomado aquellos apuntes. El doctor se presentó aquella misma tarde y, tras elogiar el tratamiento que él mismo había aplicado, diagnosticó la notable mejoría del paciente, definitiva en su opinión.

Al día siguiente era domingo y fuimos todos a la iglesia. El padre lo hacía por vez primera desde que comenzara su duelo. Tras el almuerzo me invitó a que diéramos un paseo. Entonces volvió a sacar el tema de los bocetos y, tras dudar unos instantes de si debía confiar en mí, me dijo:

—El que usted me escribiese personalmente desde la posada de Litchfield fue uno de esos hechos inexplicables que supongo imposibles de clarificar. De cualquier modo, yo ya le conocía; puedo decir que ya le había visto. Cuando los que estaban a mi alrededor dudaban de mi lucidez y consideraban cuanto decía una sarta de incoherencias, sólo era porque yo veía cosas que ellos no podían ver. Desde que ella murió, yo sé, con una certeza inamovible, que en diferentes situaciones me he encontrado ante la presencia visible de mi querida hija fallecida… Algo que ocurrió más a menudo, incluso, justo en los días que siguieron a su muerte. De las numerosas veces que esto ha sucedido, recuerdo con claridad una en la que la vi sentada en un vagón de tren. Hablaba con la persona que tenía enfrente. Quién era aquella persona es algo que no puedo asegurar, pues yo parecía estar situado inmediatamente detrás de ella, tras su cabeza. Después la vi cenando en una mesa junto con otras personas entre las que, incuestionablemente, se hallaba usted. Más tarde supe que en aquel momento los doctores y mi familia consideraron que sufría uno de mis más prolongados y violentos paroxismos, pues seguía viéndola mientras hablaba con usted durante horas, en medio de una gran reunión de gente.

«Y de nuevo volví a verla, al lado suyo, mientras usted se encontraba ocupado con unos cuadernos, puede que escribiendo, o quizás dibujando. Una vez más la volví a ver, pero en lo que a usted toca, la siguiente vez que le reconocí fue ya en el salón de la posada.

Todo el día siguiente lo dediqué a completar el rostro de la difunta. Después me llevé conmigo el cuadro a Londres para terminarlo.

Me he encontrado con Mr Lute varias veces desde entonces; su salud, pasados los años, se ha restablecido completamente, y su conversación y sus modales son tan joviales como cabe esperarse de alguien que ha pasado por una grave pérdida pero que ha conseguido dejarla atrás.

El cuadro ahora cuelga en su dormitorio, flanqueado por el grabado y los dos bocetos. Bajo él se halla escrito: «C. L., 13 de septiembre».

 

Compositores: Francisco Guerrero

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1 RESUMEN:

Francisco Guerrero (Sevilla4 de octubre de 1528 – 8 de noviembre de 1599sacerdote católico español y maestro de capillaque junto a Tomás Luis de Victoria y Cristóbal de Morales es uno de los grandes nombres de la música sacra española del Renacimiento y uno de los mayores compositores españoles de todos los tiempos.

Compuso 19 misas y unas 150 piezas litúrgicas diversas, incluyendo salmos, motetes, además de canciones sacras y profanas. Recibió su formación musical inicial, como miembro del coro de la  Catedral de Sevilla , por su hermano Pedro y por Fernández de Castilleja. También recibió instrucción de Cristóbal de Morales. A los 17 años (1546) fue nombrado maestro de capilla de la  Catedral de Jaén . Antes de cumplir los treinta había consolidado una excepcional reputación y su obra se publicaba en el extranjero. Viajó extensamente por España y Portugal, al servicio del emperador  Maximiliano II de Habsburgo  y pasó luego a Italia un año (1581 hasta 1582). Años más tarde decidió visitar  Tierra Santa , lo que hizo el año 1589. Fue hecho cautivo por piratas durante el viaje de regreso y tuvo que ser rescatado, como era común en la época, por el pago de una considerable cantidad. La aventura fue narrada por él en un libro publicado en 1590 que tuvo un gran éxito popular.Guerrero pasó más tiempo en España que Victoria o Morales, residentes mucho tiempo en Italia, y también compuso una mayor proporción de obras profanas. También se distingue de ellos por una abundante obra instrumental, además del cuerpo principal, formado por obras vocales sacras. Su obra, muy popular, siguió interpretándose mucho tiempo, especialmente en las catedrales americanas. Anticipó la armonía funcional, lo que dio lugar a que uno de sus Magnificat, la partitura anónima de los que fue encontrada en Lima, fuera considerada mucho tiempo una obra del siglo XVIII.

2 BIOGRAFIA

3 OBRA:

Vocal religiosa:

Sacrae cantiones, vulgo moteta nuncupata, 4, 8vv (Seville, 1555) [1555]
Psalmorum liber I, accedit Missa defunctorum (Rome, 1559), lost, see P
Canticum beatae Mariae, quod Magnificat nuncupatur, per octo musicae modos variatum (Leuven, 1563) [1563]
Liber primus missarum (Paris, 1566) [1566]
Motteta, 4–6, 8vv (Venice, 1570) [1570]
Missarum liber secundus (Rome, 1582) [1582]
Liber vesperarum (Rome, 1584) [1584]
Passio D.N. Jesu Christi secundum Matthaeum et Joannem [more hispano] (Rome, 1585); E, P
Canciones y villanescas espirituales, 3–5vv (Venice, 1589) [incl. 18 contrafacta]; G i–ii
Mottecta, liber secundus, 4–6, 8vv (Venice, 1589) [1589]
Motecta, 4–6, 8, 12vv (Venice, 1597) [1597]

Missa ‘Beata mater’, 4vv, 1566, G vii
Missa ‘Congratulamini mihi’, 5vv, 1566, G vii
Missa de Beata Virgine (i), 4vv, 1566, G viii
Missa de Beata Virgine’ (ii), 4vv, 1582, G v
Missa de la batalla escoutez, 5vv, 1582, G iv
Missa ‘Dormendo un giorno’, 4vv, 1566, also in P-Pm 40, G viii
Missa ‘Ecce sacerdos magnus’, 5vv, 1582, G iv
Missa ‘In te, Domine, speravi’, 5vv, 1566, G vii
Missa ‘Inter vestibulum’, 4vv, 1566, G ix
Missa ‘Iste sanctus’, 4vv, 1582, G v
Missa ‘L’homme armé’, 4vv, P-Pm 40, and heavily revised in E-Asa (see Rees), G viii
Missa pro defunctis (i), 4vv, 1566, G ix, ed. M. Imrie (Lochs, Isle of Lewis, 1998)
Missa pro defunctis (ii), 4vv, 1582, ed. M. Imrie (Lochs, Isle of Lewis, 1998)
Missa ‘Puer qui natus est nobis’, 4vv, 1582, G iv
Missa ‘Sancta et immaculata’, 5vv, 1566, G vii
Missa ‘Saeculorum Amen’, 4vv, 1597, G ix
Missa ‘Simile est regnum’, 4vv, 1582, G v
Missa ‘Super flumina Babylonis’, 5vv, 1566, G v
Missa ‘Surge, propera, amica mea’, 6vv, 1582, G iv

Accepit Iesus, 4vv, 1570, G vi, 42; Alma redemptoris mater, 4vv, 1584, G iii, 9; Ambulans Iesus, 5vv, 1555; Ascendens Christus in altum, 5vv, 1597, G vi, 46; Ave Maria gratia plena, 4vv, 1555, G iii, 1; Ave Maria gratia plena, 8vv, 1570, G iii, 21; Ave regina caelorum, 4vv, 1584, G iii, 10; Ave virgo sanctissima, 5vv, 1566, G iii, 14; Beata Dei genitrix, 6vv, 1585, G iii, 19; Beatus Achatius oravit, 5vv, 1555; Beatus es et bene tibi erit, 4vv, 1570; Beatus es et bene tibi erit, 5vv, 1555; Beatus Ioannes locutus est, 4vv, 1589; Beatus vir, 4vv, 1584; Canite tuba in Syon, 4vv, 1570, G vi, 23; Cantate Domino, 5vv, 1570, ed. M. Imrie (London, 1981); Caro mea vere est cibus, 4vv, 1589, G vi, 41; Clamabat autem mulier, 4vv, 1570, G vi, 34; Conceptio tua, 5vv, 1555; Conditor alme siderum, 4vv, 1584, ed. B. Turner (Lochs, Isle of Lewis, 1999); Confitebor tibi, 4vv, 1584; Cum audisset Ioannes, 4vv, 1589; Cum turba plurima, 4vv, 1570
Dedisti Domine habitaculum, 4vv, 1555; Dedisti Domine habitaculum, 4vv, 1570; Dicebat Iesus turbis, 4vv, 1570, G vi, 27; Dixit Dominus (tone 1), 4vv, 1584; another version (perhaps that from 1559) in GCA-Gc; Dixit Dominus Petro, 5vv, 1555; Ductus est Iesus, 4vv, 1570, G vi, 43; Ductus est Iesus, 5vv, 1555; Dulcissima Maria, 4vv, 1555, G iii, 2; Dum aurora finem daret, 4vv, 1589; Dum complerentur dies Pentecostes, 5vv, 1555; Dum esset rex, 5vv, 1589; Duo Seraphim, 12vv, 1589, ed. B. Turner (London, 1978); Ecce ascendimus Hierosolimam, 4vv, 1555, G vi, 33; Ecce nunc tempus, 4vv, 1570; Ego flos campi, 8vv, 1589, ed. M. Imrie (Lochs, Isle of Lewis, 1998); Ego vox clamantis, 4vv, 1589; Elisabeth Zacharie, 5vv, 1570; Erunt signa in sole, 4vv, 1589; Et post dies sex assumpsit Iesus, 5vv, 1555, G vi, 38; Exultata est, 4vv, 1589, G iii, 6
Gabriel archangelus, 4vv, 1555, G iii, 5; Gaude Barbara, 6vv, 1589; Gaudent in coelis, 5vv, 1570; Gloria et honore coronasti eum, 5vv, 1589; Gloriose confessor Domini, 4vv, 1555; Gloriose confessor Domini, 4vv, 1570 (with text variants); Hei mihi domine, 6vv, 1582, ed. M. Imrie (London, 1978); Hic est discipulus ille, 5vv, 1589; Hic vir despiciens mundum, 5vv, 1570; Hoc enim bonum est, 5vv, 1555; Hoc est praeceptum meum, 5vv, 1570, G vi, 25; Ibant Apostoli gaudentes, 4vv, 1589; In conspectu angelorum, 5vv, 1589; In exitu Israel, 5vv, 1584; In illo tempore assumpsit Iesus duodecim discipulos, 4vv, 1570, G vi, 26; In illo tempore cum sublevasset Iesus, 5vv, 1555; In illo tempore erat Dominus Iesus, 4vv, 1555, G vi, 35; In illo tempore erat Dominus Iesus, 4vv, 1570, G vi, 36; In passione positus Iesus, 5vv, 1555; Inter vestibulum, 5vv, 1555, G ix; Iste sanctus pro lege, 4vv, 1570; Istorum est enim, 4vv, 1589
Lauda Ierusalem, 6vv, 1584; Laude mater ecclesia, 4vv, 1584, ed. B. Turner (Lochs, Isle of Lewis, 1999); Laudate Dominum, 4vv, 1584; Laudate Dominum de coelis, 8vv, 1597, ed. D. James (London, 1979); Laudate pueri, 4vv, 1584; Magne pater Augustine, 5vv, 1589; Maria Magdalena, 6vv, 1570, G vi, 44; O altitudo divitiarum, 8vv, 1597, O crux benedicta, 4vv, 1555, G vi, 24; O crux splendidior, 5vv, 1570, G vi, 28; O doctor optime, 6vv, 1570; O Domine Iesu Christe, 4vv, 1570, G vi, 32; O Domine Iesu Christe, 4vv, 1589, G vi, 45, O gloriosa Dei Genitrix, 5vv, 1555, G iii, 15; O lux beata Trinitas, 4vv, 1584, ed. B. Turner, 1999; O sacrum convivium, 6vv, 1570, G vi, 39; O virgo benedicta, 5vv, 1589, G iii, 17
Pange lingua, 4vv, 1584, G vi, 40; Pange lingua, 8vv, 1589; Pastores loquebantur, 6vv, 1585; Pater noster qui es in coelis, 4vv, 1555, G vi, 29; Pater noster qui es in coelis, 8vv, 1555, G vi, 30; Peccantem me quotidie, 5vv, 1555; Per signum crucis, 4vv, 1589, G vi, 37; Petre, ego pro te rogavi, 4vv, 1589, ed. B. Turner (London, 1980); Pie pater Hieronyme, 6vv, 1589; Post dies octo venit Iesus, 5vv, 1597; Prudentes virgines, 5vv, 1570; Quae est ista formosa?, 4vv, 1555, G iii, 3; Quasi cedrus exaltata sum, 4vv, 1555, G iii, 4; Quasi stella matutina, 4vv, 1570; Qui se exaltat, 8vv, 1584; Quis vestrum habebit amicum, 5vv, 1570; Quomodo cantabimus canticum Domini, 5vv, 1589; Recordare Domine, 5vv, 1570; Regina caeli, 4vv, 1555, G iii, 11; Regina caeli, 8vv, 1584, G iii, 22
Salve regina, 4vv, 1555, G iii, 12, also ed. in MRM, ix, no.26; Salve regina, 4vv, 1570, G iii, 13, also ed. in MRM, ix, no.29; Sancta et immaculata virginitas, 4vv, 1589, G iii, 7; Sancta Maria sucurre miseris, 4vv, 1570, G iii, 8; Signasti Domine servum tuum, 5vv, 1589; Similabo eum viro sapienti, 4vv, 1589, Simile est regnum caelorum, 4vv, 1570, ed. M. Imrie (Lochs, Isle of Lewis, 1987); Simile est regnum caelorum, 5vv, 1555; Simile est regnum caelorum, 6vv, 1589; Surge propera, 6vv, 1570, G iii, 20; Tota pulchra es Maria, 6vv, 1570, G iii, 18; Trahe me post te, 5vv, 1555, G iii, 16; Usquequo Domine oblivisceris me, 6vv, 1566, ed. M. Imrie (Lochs, Isle of Lewis, 1998); Veni Domine, 5vv, 1555, G vi, 31; Vexilla regis, 4vv, 1584, ed. B. Turner (Lochs, Isle of Lewis, 1998); Virgines prudentes, 4vv, 1589; Virgo divino nimium, 5vv, 1570; Virgo prudentissima, 4vv, 1555, ed. M. Imrie (Lochs, Isle of Lewis, 1998)
24 works in E-GRmf 975, some unica, incl.: Arbor decora fulgida, 4vv; Benedictus, 4vv; Christe potens Rey, 5vv; Dilexi quoniam, 4vv; Dixit Dominus (tone 4), 5vv, Dixit Dominus (tone 6), 6vv; Gloria Patri, 4vv; Laetatus sum, 5vv; Nobis datus, 4vv; O Maria, 4vv; Pange lingua, 3vv, also intabulated in 155423;
18 works in GCA-Gc 2A (of which 17 unica): Christe redemptor, Christe redemptor … conserva, Conditor alme siderum, Deus tuorum militum, Doctor egregie, Exsultet caelum, Hostis Herodes, Huius obtentu, Jesu corona virginum, Lauda mater, O lux beata Trinitas, Quicumque quaeritis, Salve regina (same as in Gc 4), Sanctorum meritis, Tibi Christ splendor, Tristes erant apostoli, Urbs beata, Ut quaeant laxis, Vexilla regis
6 works in GCA-Gc 3: Arbor decora, Exsultet caelum, Exsultet caelum laudibus, Iste confessor, Placare Christe, Tu Trinitatis unitas
4 works in GCA-Gc 4: Lamentations, Salve regina, 2 settings (= 1555, 1570), Vexilla regis; all ed. in MRM, ix (1996)
3 works in GCA-Gc, partbooks: Dixit Dominus, Lauda Jerusalem (2 settings; anon., possibly by Guerrero)
Dic nobis Maria, GCA-Gc 1; O crux ave, GCA-Gc 2B
Motets in E-Asa, Sc
Fecit potentiam, 2vv; Pater noster, 4vv; Sacris solemniis, 3vv; Suscepit Israel, 2vv; intabulated in 155423
Magnificat settings, 1563;
9 Magnificat, 1584;
7 Magnificat also in GCA-Gc 2B
Te Deum, 5vv, 1584;
Te Deum, 8vv, 1589
Passionarium secundum quatuor evangelistas, 4–5vv, E-Sc; 2 ed. in E and P

Vocal secular:

5 songs, 5vv, E-GRmf 975;
2 also anon. in Archivio de la iglesia colegial, Lerma
11 songs, 3–5vv, E-Mmc

Instrumental:

Fabordones, E-GRmf 975;
Some intabulated for vihuela, 1554

dickens: dos relatos

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 PÁLPITOS CONFIRMADOS

El autor, quien está a punto de relatar tres experiencias fantasmales propias en el presente artículo verídico, considera esencial aclarar que hasta el momento en que se vio afectado por éstas, nunca había creído en toques ni en golpecitos misteriosos. Sus tópicas nociones sobre el mundo espiritual le hacían considerar a sus habitantes como seres avanzados más allá de la supremacía intelectual de lugares como Peckham o Nueva York; y le daba la impresión, considerando la mucha ignorancia, presunción y locura que se dan en este mundo, de que era del todo innecesario acudir a seres inmateriales para complacer a la humanidad con hechizos burdos y supercherías aún peores; de hecho, su presunción se enfrentaba de modo frontal a la constatación de que aquellas respetadas visiones suelen tomarse la molestia de venir a este mundo sin más propósito que el de comportarse del mismo modo que esos idiotas que suelen sentirse felices pasándose de la raya. Este era, a grosso modo y dicho descarnadamente, el estado mental del autor hasta hace bien poco: en concreto hasta el pasado veintiséis de diciembre. En aquella memorable mañana, dos horas después de que amaneciera —es decir, a las diez menos veinte según el reloj del autor (que actualmente puede verse en la editorial que publica esta revista) y que quedará aquí identificado como un semi-cronómetro de la casa Bautte, de Ginebra, con número de serie 67709—, pues bien, en aquella memorable mañana, digo, dos horas después de que amaneciera, habiéndose incorporado el autor en su cama con una mano pegada a la frente, sintió claramente diecisiete fuertes palpitaciones o latidos en aquella región de su cabeza. Venían acompañadas de un cierto dolor en la zona y de una sensación general que no difería mucho de la que normalmente acompaña a los trastornos vesiculares. Cediendo a un impulso súbito, se preguntó: «¿Qué diablos será lo que me pasa?».

La respuesta que llegó al momento (en forma de latidos o palpitaciones sobre su frente) fue: «Ayer».

El que esto escribe, dándose cuenta de que no estaba despierto aún del todo, preguntó: «¿Y qué día fue ayer?».

Respuesta: «El día de Navidad».

El autor, que ya se encontraba algo más despejado, volvió a preguntar: «¿Quién trata de comunicarse conmigo?».

Respuesta: «Clarkins».

Pregunta: «¿El señor o la señora Clarkins?».

Respuesta: «Ambos».

Pregunta: «Por señor, ¿qué entiende? ¿El joven Clarkins o el viejo Clarkins?».

Respuesta: «Ambos».

Pues bien, daba la casualidad de que el autor había cenado la noche anterior con su amigo Clarkins —de quien pueden pedirse puntuales referencias en el Boletín Oficial de la Prensa—, y durante aquella cena se había debatido el tema de los espíritus bajo diversas ópticas y perspectivas. El autor también recordaba que tanto Clarkins Sénior como Clarkins Júnior habían participado muy activamente en la discusión, e incluso terminaron por imponérsela a sus acompañantes. También la señora Clarkins se sumó animadamente al debate, e hizo la observación (cuando menos «alegre» si es que no fue abiertamente «extravagante») de que aquello ocurría «sólo una vez al año».

Convencido, por aquellas señales, de que el golpeteo era de cariz espiritual, el autor procedió como sigue: «¿Quién es usted?».

Los golpecitos en la frente se habían reanudado, aunque de manera más incoherente. Durante un cierto tiempo fue imposible entender lo que decían. Tras una pausa, el autor —apoyando su cabeza en la almohada— repitió la pregunta con una voz solemne acompañada por un gemido:

«¿Quién es usted?».

Como respuesta, recibió de nuevo una serie completa de golpeteos incoherentes.

Entonces, volvió a preguntar con la misma solemnidad de antes y con otro gemido:

«¿Cómo se llama?».

La respuesta le llegó bajo la forma de un sonido que se asemejaba con meridiana exactitud a un fuerte hipido. Más tarde se supo que aquella voz espiritual fue claramente escuchada por Alexander Pumpion, su asistente —y séptimo hijo de la señora viuda de Pumpion, lavandera—, en un despacho contiguo al suyo.

Pregunta: «¿Se llama usted Hipo? Hipo no es un nombre adecuado».

Al no recibir respuesta, el autor dijo: «¡Le conmino solemnemente, por nuestro conocido común Clarkins, el médium —Clarkins Sénior, Júnior y señora—, a que me revele su nombre!».

La respuesta, transmitida mediante golpecitos extremadamente desganados, fue: «Zumo de Endrinas, Campeche, Zarzamora».

Al autor esto le recordaba en cierto modo a una parodia sobre Tela de Araña, Polilla y Semilla de Mostaza, en El sueño de una noche de verano; para justificar aquella réplica, preguntó: «¿Ése no será su nombre, verdad?».

El espíritu de los golpecitos admitió: «No».

«Entonces, ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».

«Vuelvo a preguntarle: ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».

El espíritu, evidentemente bajo coacción, respondió del modo más solemne: «¡Oporto!».

Esta horrible comunicación hizo que el autor no pudiese evitar quedarse postrado, casi al borde del desmayo, durante casi un cuarto de hora: tiempo durante el cual el golpeteo prosiguió sus comunicaciones más violentamente si cabe que antes, y desfilaron ante sus ojos una multitud de apariciones espectrales de un color negruzco, y con un gran parecido a renacuajos ocasionalmente dotados de la capacidad de girar en remolino hasta convertirse en notas musicales mientras se zambullían en el espacio. Después de haber contemplado una vasta legión de dichas apariciones, el autor se dirigió de nuevo al espíritu que daba los golpecitos:

«¿Cómo debo imaginarles a ustedes? ¿A cuál, de todas las cosas del mundo, se parecen más?».

La terrible respuesta fue: «¡Betún!».

En cuanto el autor fue capaz de controlar sus nervios, que eran bastantes, inquirió: «¿Debería tomar algo?».

Respuesta: «Sí».

Pregunta: «¿Puedo escribir algo?».

Respuesta: «Sí».

Al momento se le vinieron a las manos, como por ensalmo, un lápiz y un pedazo de papel que había en la mesilla, junto a la cama, y se encontró a sí mismo forzado a escribir (con una letra rara e insegura, inclinada hacia abajo, cuando lo cierto es que su letra normalmente era bastante clara y recta) la siguiente nota espiritual:

El Sr. C. D. S. Pooney presenta sus respetos a la Sra. Bell y Compañía, Industrias Farmacéuticas, Oxford Street, frente a Portland Street, y le ruega que tenga la bondad de enviarle con el portador de ésta, una genuina píldora azul de cinco granos y una auténtica dosis negra de poder similar.

Antes de confiarle este documento a Alexander Pumpion —quien, desafortunadamente, lo extravió a su regreso, aunque sospecho que pudo haberlo metido adrede en alguno de los agujeros del horno de una castañera ambulante para ver cómo ardía—, el autor resolvió poner a prueba al espíritu de los golpecitos con una pregunta definitiva. Para ello, preguntó con voz profunda e impresionante:

«¿Me provocarán tales remedios dolor de estómago?».

Es imposible describir la confianza profética de la réplica: «Sí». Aquella afirmación se vio completamente respaldada por el resultado ulterior, como largamente recordará el autor; así que, después de aquella experiencia, se hizo innecesario recalcar que el autor ya no podía seguir dudando de aquel fenómeno.

La siguiente comunicación contó con la participación de un personaje verdaderamente interesante. Tuvo lugar en una de las principales líneas de ferrocarril de nuestro país. Las circunstancias bajo las cuales le fue hecha la revelación al autor de estas páginas —en el segundo día de enero del presente año— fueron éstas. El autor ya se había recuperado de los efectos de la sorprendente visita de la semana anterior, y había vuelto a participar en las tradicionales fiestas navideñas. El día anterior lo había pasado entre risas y celebraciones. Estaba de camino hacia una importante ciudad (un conocido emporio comercial en el que tenía asuntos que tratar) y había almorzado con más prisa de la habitual en los ferrocarriles, debido al retraso del tren. Su comida le había sido servida, de forma reacia, por una joven que estaba convenientemente atrincherada tras un mostrador. La muchacha en cuestión debía de encontrarse en aquel momento muy ocupada en arreglarse el pelo y el vestido, por lo que su expresivo semblante denotaba un cierto desdén. Ya se verá cómo esta joven acabó resultando ser una poderosa médium.

El autor volvió a su compartimento de primera clase, en el que, casualmente, viajaba solo. El tren había reanudado ya su marcha y él se quedó levemente transpuesto. En el implacable reloj, anteriormente mencionado, ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde su encuentro con la muchacha del bar, cuando fue despertado por un instrumento musical muy peculiar. Este instrumento, que percibió con admiración no exenta de cierta alarma, sonaba directamente desde su interior. Sus tonos eran graves y repetitivos, difíciles de describir; aunque, si se admite la comparación, recordaban en cierto modo a un sonoro ardor de estómago. Sea como fuere, al autor le parecieron muy semejantes a los que conlleva esa humillante dolencia.

Coincidiendo con el momento en que se dio cuenta del fenómeno en cuestión, el autor se percató de que llamaba su atención una acelerada sucesión de furiosas palpitaciones en el estómago, acompañadas de una opresión en el pecho. Como no era ya un escéptico, decidió entablar inmediata comunicación con el espíritu. El diálogo fue como sigue:

Pregunta: «¿Conozco su nombre?».

Respuesta: «Diría que sí».

Pregunta: «¿Empieza por la letra P?».

Respuesta (por segunda vez): «Diría que sí».

Pregunta: «¿Tiene, por un casual, dos nombres de pila, que empiezan respectivamente por la P y por la C?».

Respuesta (por tercera vez): «Diría que sí».

Pregunta: «¡Le ordeno que abandone esas frívolas maneras y que se identifique por su nombre!».

El espíritu, tras reflexionar unos segundos, deletreo la palabra P-A-S-T-E-L.

Entonces, el instrumento musical dio paso a la interpretación de unos breves y pautados compases. El espíritu empezó de nuevo y deletreo la palabra C-A-R-N-E.

Pues bien —como bien les gustará saber a los más tragones—, justo había sido este tipo de hojaldre, esta vianda o comestible en concreto, el que había sido encargado por el autor como plato principal de su almuerzo; y, es más, también había sido el mismo plato que le fue servido por la joven a la que ahora, a la vista de los acontecimientos, el autor no tenía más remedio que reconocer como a una poderosa médium. El escritor continuó la conversación muy satisfecho por la convicción, así forjada en su mente, de que el ente con el que hablaba no pertenecía a este mundo.

Pregunta: «¿Se llama, pues, Pastel de Carne?».

Respuesta: «Sí».

Pregunta (que el autor formuló tímidamente tras vencer algunas reticencias normales): «¿Así que es en verdad un pastel de carne?».

Respuesta: «Sí».

Sería inútil intentar describir aquí el alivio que el autor sintió tras esta trascendental respuesta. Continuó:

Pregunta: «Aclaremos un punto. ¿Es usted parte carne y parte pastel?».

Respuesta: «Exacto».

Pregunta: «¿De qué está hecha la parte de usted que es pastel?».

Respuesta: «De manteca de cerdo».

Entonces notó unos compases tristes procedentes del instrumento musical, y a continuación la palabra: «PRINGUE».

Pregunta: «¿Cómo debo imaginar que es usted? ¿A qué se parece?».

Respuesta (muy rápidamente): «Plomo».

Una sensación de abatimiento le sobrevino en aquel momento al autor. Cuando la hubo logrado controlar en cierta medida, continuó:

Pregunta: «Su otra naturaleza es de tipo porcino. ¿De qué se alimenta principalmente?».

Respuesta (enérgica): «¡De cerdo, desde luego!».

Pregunta: «No es así. ¿Se alimenta acaso el cerdo de cerdo?».

Respuesta: «No es así exactamente».

Una extraña sensación interior, parecida a un vuelo de palomas, sacudió al autor. Entonces pareció iluminarse de manera sorprendente y dijo:

«¿Esta sugiriendo que la raza humana, atacando imprudentemente al indigesto fuerte que lleva su nombre, y no teniendo tiempo para asaltarlo —debido a la gran solidez de sus casi impermeables muros—, ha desarrollado el hábito de dejar muchas de sus satisfacciones en manos de los médiums, quienes con tal cerdo alimentan a los cerdos de futuros pasteles?».

Respuesta: «¡Así es!».

Pregunta: «Entonces, parafraseando las palabras de nuestro bardo inmortal…».

Respuesta (interrumpiendo): «El mismo puerco, en su momento, sirvió para hacer muchos pasteles, al menos siete empanadas».

En este punto, la emoción del autor era profunda. Sin embargo, deseoso otra vez de volver a evaluar al espíritu, y para establecer si, utilizando la poética fraseología de los avanzados videntes de los Estados Unidos, le era posible acceder a alguno de los más íntimos y elevados círculos, puso a prueba sus conocimientos en este sentido:

Pregunta: «En la salvaje armonía del instrumento musical que mora en mi interior, de la que soy consciente, ¿de qué otras substancias hay aromas, además de las que ha mencionado?».

Respuesta: «Madreselva, Goma Guta. Camomila. Melaza. Vapores de vino. Destilado de patatas».

Pregunta: «¿Nada más?».

Respuesta: «Nada que merezca la pena mencionar».

¡Que tiemblen los desdeñosos y rindan pleitesía; que se sonrojen los débiles escépticos! Para almorzar, el autor había pedido a la poderosa médium un vaso de jerez y también una copita de brandy. ¿Quién podría dudar de que las materias primas señaladas por el espíritu no le habían sido suministradas por ella bajo aquellos dos nombres?

En otras circunstancias, mi testimonio sería suficiente para demostrar que experiencias como la anterior han de dejar de cuestionarse, y debería considerarse primordial el tratar de explicarlas. Es un exquisito caso de pálpito.

El destino del autor le había llevado a abrigar un enamoramiento sin esperanzas hacia la señorita L** B**, de Bungay, en el condado de Suffolk. En el momento en que sucedieron las palpitaciones, la señorita L** B** no había rechazado abiertamente todavía la propuesta del escritor de ofrecerle su mano y su corazón; pero, desde entonces, parecía probable que ella se hubiera visto disuadida de esa idea por temor filial hacia su padre, el señor B**, quien era favorable a las pretensiones del autor. Entonces suenan los latidos. Un joven, repugnante a los ojos de las personas inteligentes (desde que se casara con la señorita L** B**), estaba de visita en la casa. El joven B**, por su parte, había vuelto a casa desde el internado. El autor estaba también presente. La familia se había reunido alrededor de una mesa. Era la hora mágica del crepúsculo de un mes de julio. Los objetos no se distinguían con claridad. De pronto, el señor B**, cuyos sentidos habían estado adormecidos, infundió el terror en nosotros profiriendo un apasionado chillido o exclamación. Sus palabras (por una educación desatendida en su juventud) fueron exactamente estas:

—¡Maldición! ¡Hay alguien que me está deslizando una carta en la mano, bajo mi propia mesa!

La consternación se apoderó del grupo. La señora B** alimentó la desesperación reinante al declarar que alguien le había estado pisando suavemente los pies en intervalos de media hora. Una congoja aun mayor se cernió sobre los allí reunidos. El señor B** pidió que se encendiesen las luces.

Entonces suenan los latidos.

El joven B** gritó (cito textualmente):

—¡Son los fantasmas, padre! Me han estado haciendo esto mismo desde hace quince días.

El señor B** pregunta en tono irascible:

—¿Qué quiere decir usted, joven? ¿Qué es lo que han estado haciendo?

El joven B** responde:

—Tratan de convertirme en una oficina postal, padre. Siempre están introduciendo en mí cartas impalpables, señor. Alguna carta debe de haberse arrastrado hasta usted por error. Debo de ser un médium, padre. ¡Oh, ahí viene otra! —grita el joven B**—. ¡Soy un condenado médium!

Entonces el muchacho se convulsiona violentamente, babeando, y agita sus piernas y sus brazos de un modo calculado para provocarme (y lo consigue) un serio malestar; pues yo sostenía a su respetable madre (al alcance de sus botas) y él se comportaba como un telégrafo primitivo. Todo aquel tiempo el señor B** había estado mirando por debajo de la mesa buscando la carta dichosa, mientras que el repulsivo joven, desde que se casara con la señorita L** B**, protegía a dicha dama de forma abominable.

—¡Oh, aquí viene otra vez! —El joven B** lloraba sin cesar—. ¡Seguro que soy un maldito médium! ¡Ahí viene! ¡Habrá un temblor enseguida, padre! ¡Cuidado con la mesa!

Entonces suenan los latidos. La mesa se ladeó tan violentamente como para golpear al señor B** al menos una docena de veces sobre la calva, mientras miraba a ver quién había debajo de ella; lo que hizo que emergiese con gran agilidad, y la frotase (su calva) con gran suavidad y la maldijese (a la mesa) con vehemencia. Señalar que la inclinación de la mesa iba en dirección uniforme hacia la corriente magnética, es decir: de sur a norte; o, desde el joven B** hacia el señor B**, su padre. Y habría hecho algún comentario más profundo sobre aquel extremo tan interesante, de no ser porque entonces la mesa se agitó y se inclinó hacia mí, tirándome al suelo con una fuerza aumentada por el impulso que le transmitió el joven B** al venirse hacia ella en un frenético estado de exaltación mental, que no pudo ser reducido hasta pasado un rato. Entre tanto, yo era consciente de cómo su peso y el de la mesa me aplastaban; y de cómo gritaba a su hermana y al repugnante joven que no dejaba de clamar que presentía que habría otra sacudida en cualquier momento.

Sin embargo, aquello no llegó a ocurrir. Nos recuperamos después de un breve paseo en la oscuridad. No se notaron, durante el resto de la velada, efectos peores que los presenciados, salvo una ligera tendencia a la risa histérica y una llamativa atracción (casi podría decir fascinación) de la mano izquierda del muchacho hacia su corazón (¿o quizás era hacia el bolsillo de su chaleco?).

¿Fue o no fue éste un caso de palpitaciones? ¿Se atreverán a responder el escéptico y el burlón?

 


 LA VISITA DEL SEÑOR TESTADOR

El señor Testador alquiló un conjunto de habitaciones en Lyons Inn. Contaba con escaso mobiliario para su dormitorio y no tenía ninguno para su sala de estar. Durante casi todo el invierno se había visto obligado a vivir en aquellas condiciones, y las habitaciones le parecían desnudas y frías. Una noche, pasadas las doce, estaba sentado escribiendo mientras esperaba la hora de acostarse, cuando se dio cuenta de que se le había terminado el carbón. Recordó que en el sótano había una carbonera; sin embargo, nunca había bajado hasta allí, y no sabía si debía aventurarse solo por aquellas profundidades a una hora tan tardía. En cualquier caso, la llave se hallaba sobre la repisa de la chimenea, y pensó que si bajaba y abría el cuarto al que correspondía, bien podría entenderse que el carbón que hubiese allí sería suyo. La mujer que se encargaba de su colada vivía en algún tugurio ignoto junto al río, entre los carboneros y los barqueros del Támesis —pues por aquel entonces aún había barqueros en el Támesis—, bajando por callejuelas y angostos pasajes al otro lado del Strand. En Lyons Inn todos soñaban —dormidos o despiertos—, y se ocupaban de sus propios asuntos; borrachines, llorones, malhumorados, apostadores, dándole vueltas todo el día a la manera de conseguir un descuento en la tienda, o pensando si renovar el contrato… Así que no había peligro de toparse con nadie que pudiese obstaculizar su tarea. El señor Testador tomó en una mano el cubo metálico para el carbón, y su palmatoria y la llave del sótano en la otra, y descendió a las lóbregas mazmorras de Lyons Inn. Desde la calle llegaba el estruendo de los carruajes que aún circulaban a aquella hora. También, por el rumor de las cañerías, dedujo que todos los desagües del barrio debían de estar atascados —como la palabra «Amen» en la garganta de Macbeth— y trataban de respirar. Después de tantear aquí y allá entre puertas bajas que no abrían, el señor Testador dio al fin con un herrumbroso candado. Probó con la llave, y comprobó que el candado cedía. Abrió la puerta con gran dificultad y al asomarse dentro no encontró nada de carbón; en su lugar había una caótica montaña de muebles apilados. Alarmado por su intrusión en lo que evidentemente era la propiedad de otra persona, cerró con cuidado la puerta y, tras encontrar su propio sótano, rellenó el cubo con carbón y volvió a subir a sus habitaciones.

Hasta que finalmente se fue a dormir, a las cinco de la mañana, no pudo apartar de su mente los muebles que había visto allí abajo. Estaba especialmente necesitado de un tablero sobre el que escribir, y en aquel trastero había visto una mesa que iría ni pintada para ese propósito. Cuando la muchacha que le hacía las tareas emergió de su madriguera la mañana siguiente y puso una tetera a hervir, él procuró llevar arteramente la conversación hacia el sótano y los muebles, aunque ella no supo, o no quiso, conectar en su mente ambas ideas. Después de que ella se hubo marchado, él se sentó a desayunar tranquilamente. No podía apartar los muebles de su cabeza. Recordó el estado tan lamentable en que se encontraba la oxidada cerradura, y dedujo que aquel mobiliario debía de llevar mucho tiempo almacenado en aquel sótano. Tal vez estuviera abandonado, o podía incluso que su dueño hubiese fallecido ya. Reflexionó sobre ello durante algunos días, al cabo de los cuales no pudo extraer ninguna información de las gentes de Lyons Inn acerca de la naturaleza de aquellos muebles. Desesperado, aquella misma noche decidió bajar y tomar la mesa prestada. No acababa de hacerse con ella cuando se le antojó subirse también una butaca, y no bien la tuvo entre sus manos cuando tomó la determinación de arramblar también con una librería entera, después con un diván, y con una alfombra y un felpudo… Entonces sintió que había llegado tan lejos con aquel asunto de los muebles, que había poca diferencia entre llevarse unos cuantos y llevárselos todos. Hizo esto y luego dejó bien cerrado el sótano, pues siempre lo cerraba con gran cuidado después de cada visita. Noche tras noche, se había ido llevando cada artículo por separado, aprovechando la oscuridad. Se sentía, como poco, tan mezquino como un profanador de tumbas. Cuando los fue subiendo a sus habitaciones, todos los objetos estaban ajados y tenían una capa de polvo encima. Él, de manera casi delictiva y culpable, los limpió y pulió mientras todo Londres se entregaba al sueño.

El señor Testador vivió en aquellos aposentos amueblados durante dos o tres años, o más y, gradualmente, se fue haciendo a la idea de que aquellos enseres eran suyos en realidad. Había llegado a aquel razonamiento tan conveniente cuando, una noche, escuchó unos pasos que subían por la escalera. De pronto, una mano rozó su puerta buscando el picaporte; en ese momento un repiqueteo profundo y solemne le hizo saltar como impulsado por un resorte de la butaca en la que estaba sentado.

Sujetando una vela, el señor Testador abrió la puerta y se encontró con un hombre pálido y de elevada estatura, encorvado sobre unos amplios hombros, que enmarcaban unos estrechos pectorales. El individuo en cuestión tenía la nariz muy colorada; era, en suma, una especie de caballero zarrapastroso. Iba envuelto en un largo abrigo negro deshilachado que llevaba abrochado con más imperdibles que botones. Bajo su brazo retorcía un paraguas sin mango, como si estuviese tocando la gaita. El hombre se dirigió a él.

—Le ruego que me disculpe, pero ¿podría decirme…? —y se interrumpió fijando su mirada en el interior de la estancia.

—¿Decirle qué? —preguntó el señor Testador, repentinamente alarmado al percibir aquella pausa.

—Discúlpeme —dijo el extraño—, pero… y que conste que esto no es lo que quería preguntarle en un principio… ¿es posible que esté viendo por aquí algún pequeño objeto que sea por casualidad de mi propiedad?

El señor Testador comenzó a tartamudear una disculpa inconexa. Pero para entonces el visitante ya se había tomado la libertad de deslizarse dentro de su habitación. Empezó a moverse por toda la estancia como si fuera un duende, y al señor Testador se le heló la sangre. Primero examinó el escritorio y dijo: «Mío»; después la butaca y dijo: «Mía»; a continuación la librería y añadió: «Mía»; luego levantó una esquina de la alfombra y volvió a decir: «¡Mía!». En una palabra, inspeccionó cada pieza del mobiliario del sótano, para declarar a continuación que le pertenecía.

Sería hacia el final de su examen, cuando el señor Testador se percató de que el visitante estaba empapado en alcohol; en concreto le pareció percibir que se trataba de ginebra. Sin embargo, el visitante no parecía vacilante en su habla o en su equilibrio, aunque sí se le notaba cierta rigidez en sus andares, aunque quizás eso podría ser achacable a la propia ginebra, pensó el señor Testador.

El señor Testador se encontraba, ciertamente, en un estado mental deplorable. Estaba convencido —según lo que deducía por el comportamiento del extraño personaje— de que las consecuencias de su temeridad y su atrevimiento finalmente caerían sobre él con toda su violencia. Tras unos breves instantes en los que ambos estuvieron frente a frente, escrutándose las miradas, el señor Testador comenzó a tartamudear:

—Señor, soy consciente de que le debo una completa explicación; es más, le debo una compensación, sin duda. Permítame suplicarle que no se enfade conmigo, aunque entiendo que su irritación es legítima. Quizás podríamos…

—¡Tomar un trago! —le interrumpió el extraño—. Me parece un plan perfecto.

El señor Testador en realidad quería decir «tener una pequeña conversación», pero con gran alivio aceptó la sugerencia. Sacó una garrafa de ginebra, la colocó sobre la mesa, y se puso a buscar afanosamente agua caliente y azúcar. Cuando se dio cuenta, comprobó que su visitante ya se había bebido la mitad de la frasca. Poco menos de una hora después —si es que podía confiar en el carillón de la iglesia de St. Mary, en el Strand—, su visita ya había dado buena cuenta del resto de la ginebra junto con el agua y el azúcar. De vez en cuanto, entre trago y trago, musitaba en un susurro: «¡Mío!».

Cuando se acabó la ginebra, el señor Testador le preguntó a su visitante qué pasaría a continuación. El extraño personaje se levantó y, poniéndose aún más rígido si cabe, dijo:

—¿A qué hora de la mañana le viene bien que vuelva?

El señor Testador se aventuró a decir:

—¿A las diez?

El tipo le respondió:

—Perfecto, a las diez. Allí estaré, señor. —Entonces contempló al señor Testador de modo calmoso y soltó—: ¡Dios le bendiga! Y dígame, ¿cómo está su mujer?

El señor Testador —que nunca había tenido esposa— replicó con sentimiento: —Está algo nerviosa, la pobrecilla, pero por lo demás está perfectamente. Entonces el visitante se volvió hacia la puerta y se marchó, cayéndose dos veces mientras bajaba las escaleras. Desde ese momento no se volvió a saber nada más de él. Tampoco se supo si se trataba de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que se había equivocado de casa, o del legítimo y ebrio propietario de los muebles que se hubiera plantado ante su puerta aprovechando un lapso momentáneo de su locura. Ni se supo tampoco si llegó bien a su casa o incluso si tenía casa a la que llegar; o si murió alcoholizado por el camino, o bien si vivió desde entonces entregado al licor para siempre. Nunca más volvió a oírse nada de él, ni a vérsele. Esta es la historia que acompañaba al mobiliario y que fue aceptada como válida por su segundo poseedor, en los aposentos del apartamento situado en uno de los pisos superiores de la desolada Lyons Inn.

 

 

pintores: Alfred Dehodencq

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1 RESUMEN:

Pintor francés del siglo XIX, de estilo orientalista y que paso largo tiempo en España y Marruecos.

BIOGRAFIA

3  OBRAS IMPORTANTES:

  • Madridmusée Thyssen-Bornemisza :
    • Una cofradía pasando por la calle Génova, Sevilla
    • Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del pabellón de Carlos V, 1851

pintores: Lorenzo Pasinelli

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1 RESUMEN:

Pintor italiano del barroco tardío, nacido en Bolonia.

BIOGRAFIA

3 OBRAS importantes:

  • Tañedora de laúd o Alegoría de la Música (Galleria Nazionale d’Arte Antica, Roma)
  • Sofonisba (c. 1649, Colección privada, Turín)
  • Sibila (c. 1649, Colección privada, Bolonia)
  • Mujer amamantando a un niño (1651-52, Chatsworth House), atribución dudosa entre Carlo Cignani o Pasinelli.
  • Judith con la cabeza de Holofernes (c. 1652, paradero desconocido)
  • San Juan Evangelista (c. 1652, antes en Colección privada, Marsella)
  • Virgen con el Niño y Santa Catalina (?), (c. 1652, Colección privada, Bolonia)
  • Cabeza de muchacha con turbante (c. 1652?, datación discutida, Museo Davia Bargellini, Bolonia), probablemente fragmento de una obra de mayor tamaño.
  • Alegoría de la Pintura (paradero desconocido)
  • Cristo resucitado visita a su Madre acompañado por los Padres de la Iglesia (1657, San Girolamo della Certosa, Bolonia)
  • San Roque (c. 1657, Colección privada, Reggio Emilia)
  • Virgen con el Niño y santos (c. 1659?, Museo Civico Ala Ponzone, Cremona), atribución dudosa.
  • Virgen con el Niño y santos (San Paolo, Massa Lombarda), atribución dudosa.
  • Sagrada Familia con San Juanito y un ángel (Musée des Beaux-Arts, Nantes)
  • Angélica y Medoro (Cassa di Risparmio, Bolonia)
  • Entrada de Jesús en Jerusalén (1659, San Girolamo della Certosa, Bolonia)
  • Judith con la cabeza de Holofernes (c. 1660, Bob Jones University Museum, Greenville), atribución dudosa entre Flaminio Torri y Pasinelli.
  • Santa Inés (Pinacoteca Nacional de Bolonia)
  • Los cardenales Barberini y Ludovisi devuelven la trenza de la Virgen a la basílica de Santo Stefano (1659-60, Sala Farnese, Palazzo Publico, Bolonia), única obra al fresco conservada
  • Rebeca en el pozo (1665, Colección privada, Bolonia)
  • Santa Margarita (c. 1665, Colección privada, Reggio Emilia)
  • Santa Catalina de Alejandría (c. 1665, Pinacoteca Nacional de Bolonia)
  • Santa Cecilia (c. 1665, Pinacoteca Nacional de Bolonia)
  • Alegoría de la Geografía o la Geometría (Colección privada, Bolonia)
  • La Justicia y la Paz (c. 1665, Colección August Ohm, Hamburgo)
  • Sibila (c. 1665, Bildergalerie Sanssouci, Postdam)
  • Sibila escribiendo (antes de 1677, paradero desconocido)
  • Sibila con angelito (1665-75, Colección privada, Reggio Emilia)
  • Alegoría de la Paz (Pinacoteca Nacional de Bolonia)
  • Pandora (Pinacoteca Nacional de Bolonia)
  • Magdalena en meditación con la Cruz, ángel y tres cabezas de querubines (Colección privada, Modena)
  • Alegoría de la Escultura (c. 1670, National Gallery of Ireland, Dublín)
  • Angélica y Medoro (c. 1670, Boughton House, Kettering)
  • Desmayo de Esther? (c. 1670, Colección privada, Bolonia)
  • Negación de Pedro (1670, Colección privada, Bolonia)
  • Caridad romana (1670, Nasjonalgalleriet, Oslo)
  • Desmayo de Cornelia, esposa de Pompeyo (1672-76, Pinacoteca Nacional de Bolonia)
  • San Antonio de Padua abrazado por el niño Jesús (1676, Santi Filippo e Giacomo, Vicenza)
  • Sibila Budrioli (1677-78, Colección particular)9
  • San Juan de la Cruz (1677-80, Sala Capitular del Monasterio de los Carmelitas Descalzos, Piacenza)
  • Venus durmiente con dos sátiros (desp. 1677, Galería Nacional de Parma), monócromo
  • Herodías recibe la cabeza del Bautista (c. 1679, Stanford University Museum, Palo Alto)
  • Judith con la cabeza de Holofernes (Colección privada, Bolonia)
  • Retrato de muchacho (Kunsthalle, Bremen)
  • Judith ante Holofernes (1677-80, paradero desconocido)
  • Muchacha con jaula abierta (Banca Popolare dell’Emilia, Modena)
  • Retrato de muchacha con turbante (antes en Kunsthaus Lempertz, Colonia)
  • Retrato de dama de la Casa Bentivogli (c. 1680, Sopraintendenza ai Beni Artistici e Storici, Florencia)
  • Alegoría de la Vanidad? (Opera Pia dei Poveri Vergognosi, Bolonia)
  • Alegoría de la Eternidad (Opera Pia dei Poveri Vergognosi, Bolonia)
  • Judith con la cabeza de Holofernes (antes en la Colección Santini, Bolonia)
  • La Magdalena renuncia a la vanidad (c. 1680, antes en Colección privada, Florencia)
  • La Magdalena renuncia a la vanidad (Crédito Emiliano, Reggio Emilia), atribución por confirmar
  • Virgen María (1680, Schloss Liechtenstein, Vaduz)

etc….

dickens: cuatro historias de fantasmas

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 CUATRO HISTORIAS DE FANTASMAS

La primera historia

 

 

Hace unos pocos años, un reconocido artista inglés recibió el encargo por parte de una tal Lady F** de pintar un retrato de su marido. Se acordó que el encargo se realizaría en la mansión de F** Hall, en el campo, pues los compromisos del pintor eran demasiados como para permitirle dar comienzo a un nuevo trabajo hasta que hubiese terminado la temporada en Londres.

Comoquiera que él se hallase en términos de estrecha amistad con sus patrocinadores, el arreglo fue satisfactorio para todas las partes, y el 13 de septiembre el artista partió con buen ánimo para realizar su encargo.

Tomó, pues, el tren con destino a la estación más próxima a F** Hall, y cuando entró en su vagón se dio cuenta de que viajaría solo. En cualquier caso, su soledad no se vio prolongada mucho tiempo. En la primera parada después de Londres, subió al vagón una joven dama que se sentó en la esquina opuesta a él. Tenía un aspecto delicado, con una sorprendente mezcla de dulzura y de tristeza en su semblante, algo que un hombre observador y sensible como él no podía pasar por alto. Durante un rato ninguno de los dos abrió la boca. Sin embargo, una vez fue avanzando el recorrido, el caballero se decidió a deslizar los habituales comentarios que se suelen hacer en tales circunstancias, acerca del tiempo o del paisaje; así, una vez roto el hielo, finalmente entraron en conversación. Hablaron de pintura, cómo no. El artista se hallaba bastante sorprendido por los conocimientos que ella parecía tener sobre su obra y sobre él mismo. Estaba bastante seguro, sin embargo, de no haber visto nunca antes a aquella mujer. Su sorpresa no disminuyó en absoluto cuando, de pronto, ella le preguntó si sería capaz de pintar, de memoria, el retrato de una persona a la que sólo hubiese visto una vez, o a lo sumo dos. El dudaba qué responder cuando ella añadió:

—¿Cree usted, por ejemplo, que podría pintarme de memoria?

El replicó que no estaba seguro del todo, aunque quizás podría hacerlo si se lo proponía.

—Bien —dijo ella—, pues fíjese en mí. Tal vez así se haga una idea de mi aspecto.

El atendió aquella extraña petición y ella entonces preguntó con impaciencia:

—Y bien, ¿cree que sería capaz de hacerlo?

—Creo que sí —respondió él—, aunque no podría asegurarlo.

En ese momento el tren se detuvo. La joven se levantó de su asiento, sonrió de forma enigmática al pintor y se despidió de él, añadiendo mientras salía del vagón:

—Espero que volvamos a encontrarnos pronto.

El tren partió traqueteando, y Mr H** —el artista— quedó sumido en sus reflexiones.

Llegó a su destino a la hora prevista y comprobó que el carruaje de Lady F** ya estaba allí para recogerle. Tras un agradable recorrido, llegó a su lugar de destino, sito en uno de los condados aledaños a Londres, y fue depositado frente a la puerta principal de la casa, en donde sus anfitriones le aguardaban para recibirle. Una vez intercambiados los amables saludos de rigor, el pintor fue conducido a su habitación, pues estaba ya próxima la hora de la cena.

Tras completar su aseo, bajó a la sala de estar. Mr H** quedó gratamente sorprendido al ver, sentada en una butaca otomana, a su joven compañera de trayecto en el vagón del tren. Ella le saludó con una sonrisa y él la correspondió con una inclinación de reconocimiento. Se sentaron juntos durante la cena, y ella se dirigió a él en dos o tres ocasiones, interviniendo en la conversación general, sintiéndose a sus anchas. Mr H** no tuvo duda alguna de que se trataba de una amiga íntima de su anfitriona. La velada transcurrió de la forma más agradable. La conversación giró en torno a las bellas artes en general y, durante un rato, sobre la pintura en particular. Sus anfitriones suplicaron a Mr H** que les mostrase alguno de los bocetos que había traído consigo desde Londres. El artista los sacó al momento, y la joven mostró un despierto interés por ellos.

Ya era tarde cuando la reunión se disolvió y sus miembros se retiraron a sus respectivos aposentos.

Al día siguiente, temprano, Mr H** se vio tentado por la soleada mañana a abandonar su dormitorio y dar un paseo por los jardines. La sala de estar daba hacia el jardín; preguntó a un criado que se hallaba ocupado organizando el mobiliario si la joven dama ya había bajado.

—¿Qué dama, señor? —preguntó sorprendido el hombre.

—La joven que cenó aquí anoche.

—Ninguna joven cenó aquí anoche, señor —respondió el hombre mirándole fijamente.

El pintor no añadió nada más, pensando para sí que el criado debía de ser bastante estúpido o bien que debía de tener muy mala memoria. Por tanto, tras abandonar el lugar, se adentró paseando en el jardín.

De regreso a la casa se topó con su anfitrión, con el que intercambió las acostumbradas salutaciones matutinas.

—¿Se ha marchado su rubia y joven amiga? —apuntó el artista.

—¿Qué joven amiga? —inquirió el dueño del caserón.

—Esa joven que cenó aquí anoche con nosotros —respondió Mr H**.

—No logro adivinar a quién se refiere —replicó el caballero, bastante sorprendido.

—¿No hubo una joven dama que cenó y pasó la velada aquí ayer con nosotros? —insistió Mr H**, desconcertado.

—Pues no —respondió su anfitrión—. Desde luego que no. A la mesa no había nadie más que usted, mi esposa y yo mismo.

Después de aquello, no volvió a tratarse el asunto, si bien nuestro artista se resistía a creer que se trataba de alguna ilusión. Si todo aquello había sido un sueño, ciertamente constaba de dos partes. Estaba tan seguro de que aquella dama había sido su acompañante en el vagón, como de que había estado sentada junto a él durante toda la cena. En cualquier caso, todos en la mansión, salvo él, parecían desconocer su existencia.

Finalizó el retrato que le había sido encargado y volvió de nuevo a Londres.

Durante dos años continuó con su trabajo, esforzándose y acrecentando con ello su reputación. No obstante, durante todo aquel tiempo, no olvidó ni una sola de las facciones de su pálida compañera de viaje. No contaba con pista alguna que le ayudase a desvelar su origen, o siquiera su identidad. Pensaba a menudo en ella, pero no le habló a nadie del asunto. Había algún misterio en aquello que le imponía guardar silencio. Se trataba de algo extraño, disparatado, totalmente inenarrable.

Y ocurrió que Mr H** acudió a Canterbury por negocios. Un viejo amigo suyo —a quien llamaremos Mr Wylde— residía en aquella ciudad. Estando Mr H** deseoso de verle, y puesto que contaba con escasas horas para su visita, le escribió una nota tan pronto como llegó al hotel, rogando a Mr Wylde que se reuniese allí con él. A la hora fijada, se abrió la puerta de su habitación y le fue anunciada la visita de Mr Wylde. Cuando lo vio, al artista le resultó un completo desconocido, y el encuentro entre ambos fue un tanto embarazoso. Daba la impresión, según lo expuesto, de que su amigo había dejado Canterbury hacía algún tiempo, y de que el caballero que ahora se encontraba cara a cara frente a él era otro Mr Wylde, a quien habían entregado la nota destinada para el ausente, y que había acudido a la cita pensando que se trataba de algún asunto de negocios.

La frialdad de la sorpresa inicial se disipó y los dos caballeros entablaron una conversación algo más cordial, puesto que Mr H** mencionó su nombre y éste no era del todo desconocido para su visitante. Tras haber conversado durante un breve lapso, Mr Wylde preguntó al artista si alguna vez había pintado, o si sería capaz de hacerlo, un retrato basado en una mera descripción. Mr H** respondió que nunca había hecho tal cosa.

—Le hago esta extraña pregunta —dijo Mr Wylde— porque, hará unos dos años, perdí a mi querida hija. Era hija única y yo la quería de todo corazón. Su pérdida supuso un gran sufrimiento para mí, y lamento profundamente no tener ningún recuerdo suyo. Usted es un hombre de probado genio. Si pudiese pintarme un retrato de mi niñita, le estaría de lo más agradecido.

Entonces, Mr Wylde describió los rasgos y el aspecto de su hija, y el color de sus ojos y de su cabello, e intentó darle una idea de la expresión de su rostro. Mr H**, escuchando atentamente y compadeciéndose de su dolor, realizó un apunte. No tenía ni idea de su apariencia, aunque tenía la esperanza de que el afligido padre lo tuviese en cuenta, pero éste sacudió la cabeza al ver el boceto, y dijo:

—No, no se le parece nada.

El artista volvió a intentarlo y de nuevo fracasó. Los rasgos estaban bien, pero la expresión no era la suya, y el padre desistió, agradeciendo a Mr H** sus esfuerzos, aunque desesperando de cualquier resultado positivo. Súbitamente, un pensamiento sacudió al pintor; tomó otra hoja de papel, hizo un rápido y vigoroso bosquejo y se lo alargó a su acompañante. Al momento la cara del padre se iluminó con una brillante mirada de reconocimiento, al tiempo que exclamaba:

—¡Es ella! ¡Es seguro que debe de haber visto usted a mi hija, o jamás habría podido alcanzar un parecido tan asombroso!

—¿Cuándo falleció su hija? —preguntó el pintor, presa de la agitación.

—Hará dos años, el 13 de septiembre. Murió al atardecer, tras una breve enfermedad.

Mr H** consideró el asunto, pero no hizo mención alguna de sus cavilaciones. La imagen de aquel pálido rostro se había grabado profundamente en su memoria; ahora se cumplían las extrañas y proféticas palabras que ella había pronunciado tanto tiempo antes.

Unas pocas semanas después, habiendo terminado un bello retrato de cuerpo entero de la dama, se lo envió a su padre, y todos cuantos lo vieron declararon que el parecido era exacto.

La segunda historia

 

 

Entre las amistades de mi familia se contaba una joven dama suiza quien, con tan sólo un hermano, se quedó huérfana durante su infancia. Ella y su hermano fueron criados por una tía; y los niños, que tuvieron que apoyarse mutuamente, crecieron muy unidos entre sí. A la edad de veintidós años, el hermano se vio obligado a partir hacia la India, y vio que se acercaba el terrible día en que habría de separarse de la joven. No es necesario describir aquí la agonía por la que pasan las personas bajo tales circunstancias, pero la forma que buscaron estos dos hermanos para mitigar la angustia de su separación fue del todo singular. Acordaron que si cualquiera de ellos fallecía antes del regreso del joven, el que hubiera muerto habría de aparecérsele al otro.

El joven partió y, entretanto, su hermana se casó con un caballero escocés, abandonó su casa, pasando a ser la alegría y la inspiración del hogar de su marido. Resultó ser una esposa devota, que nunca olvidó a su hermano. Solían intercambiar correspondencia con cierta regularidad, y los días en que ella recibía cartas desde la India eran los más felices del año.

Un frío día de invierno, transcurridos dos o tres años desde su matrimonio, estaba ella sentada haciendo sus labores junto a un animado fuego en su propio dormitorio, situado en la planta superior de la casa. Se hallaba muy atareada cuando un extraño impulso la hizo levantar la cabeza y mirar a su alrededor. La puerta se encontraba ligeramente abierta y, junto a la gran cama antigua, había una figura que, en un rápido vistazo, ella reconoció como la de su hermano. Con un grito de emoción se puso en pie y corrió hacia él exclamando:

—¡Oh, Henry! ¿Cómo has podido darme esta sorpresa? ¡No me dijiste que ibas a venir!

Pero él hizo un gesto con la mano, tristemente, como prohibiéndola acercarse, y ella se paró en seco. Él se le acercó unos pasos y dijo con una voz suave y profunda:

—¿Recuerdas nuestro pacto? He venido para cumplirlo.

Y acercándose más a ella la tomó por la muñeca. Su mano estaba fría como el hielo, y su tacto provocó en ella un escalofrío. Su hermano sonrió, con una sonrisa apagada y triste; hizo un gesto de despedida con la mano, dio media vuelta y abandonó la habitación.

Cuando ella se hubo recuperado de un largo desvanecimiento, se dio cuenta de que en su muñeca había una marca; ya no desaparecería nunca. El siguiente correo que llegó de la India traía un despacho en el que se le informaba del fallecimiento de su hermano; había sido aquel mismo día y a la misma hora en que él se la había aparecido en el dormitorio.

La tercera historia

 

 

A orillas de las aguas del estuario del Forth vivía, hace ya muchos años, una familia de antigua raigambre en el reino de Fife. Se trataba de unos jacobitas, francos y hospitalarios. La familia estaba formada por el hacendado o terrateniente —un hombre de edad avanzada—, su esposa, tres hijos varones y cuatro hijas. Los hijos fueron enviados a ver mundo, aunque no a prestar servicios a la familia reinante. Las hijas eran todas jóvenes y estaban solteras. La mayor de ellas y la más joven se hallaban estrechamente unidas entre sí. Compartían el dormitorio y el lecho, y no había secretos entre ambas. Sucedió que entre aquellos que visitaban la vieja mansión, llegó un joven oficial de la marina, cuyo bergantín de guerra recalaba a menudo en las bahías cercanas. Fue bien acogido, y floreció entre él y la mayor de las hermanas un tierno idilio.

Las perspectivas de aquel enlace no complacían a la madre en absoluto y, sin siquiera explicarles los motivos, los amantes fueron conminados a separarse. El argumento esgrimido fue que en aquel momento no podían permitirse económicamente contraer matrimonio, y que debían esperar a que llegasen mejores tiempos. Aquélla era la época en que la autoridad de los padres —sobre todo en Escocia— equivalía poco menos que a un decreto del destino, y la joven sintió que no le quedaba nada por hacer salvo despedirse de su amado. El, sin embargo, no se resignó. Era un hombre gallardo y bienintencionado, así que, acogiéndose a la palabra de la madre, tomó la determinación de hacer lo imposible para aumentar su fortuna.

En aquel tiempo tenía lugar una guerra contra alguna potencia del norte —creo que era Prusia—, y el amante, que contaba con las simpatías del almirantazgo, solicitó ser enviado al Báltico. Su deseo se vio cumplido. Nadie se opuso a que los jóvenes pudieran despedirse; así, lleno él de esperanzas y desalentada ella, se separaron. Convinieron escribirse tan pronto como les fuera posible. Dos veces por semana —los días en que llegaba el correo al pueblo vecino— la hermana más joven montaba en su pony e iba al pueblo en busca de las cartas. Cada carta que llegaba provocaba en ella una sensación de gozo contenido. Muy a menudo, las hermanas se sentaban junto a la ventana para escuchar el rugido del mar entre las rocas durante una velada entera del crudo invierno, esperanzadas y rezando por que cada luz que brillaba en lontananza fuese la señal luminosa colgada del mástil del bergantín del amado acercándose. Pasaron muchas semanas en las que sus esperanzas se vieron postergadas y, de pronto, se produjo una tregua en la correspondencia. Con el paso de los días, el correo dejó de traer cartas desde el Báltico, y la agonía de las hermanas, sobre todo de la que se había prometido, se tomó casi insoportable.

Como ya he mencionado, ambas dormían en la misma habitación y su ventana estaba orientada a las aguas del estuario. Una noche, la hermana menor se despertó debido a los fuertes lamentos de la hermana mayor. Habían llevado una vela a su habitación para así poder ver, y la habían colocado en el alféizar de la ventana, pensando (pobrecillas) que senaria como faro al bergantín. En el candor de la vela, la pequeña vio cómo su hermana se revolvía en un molesto sueño. Tras haber dudado unos instantes, tomó la decisión de despertar a la durmiente, que, dejando escapar un chillido y sujetándose el pelo hacia atrás con las manos, exclamaba:

—¿Qué has hecho? ¿Qué es lo que has hecho?

Su hermana trató de serenarla y le preguntó con suavidad si algo le asustaba.

—¿Asustada? —respondió, aún muy excitada—. ¡No! ¡Pero le he visto! Entró por esa puerta y se acercó hasta los pies de la cama. Parecía muy pálido y su pelo estaba mojado. Estaba a punto de hablarme cuando tú le ahuyentaste. ¡Oh! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?

No es que yo crea que el fantasma de su amado se le apareció realmente, pero el hecho es que el siguiente correo que llegó desde el Báltico informaba de que el bergantín, con todos sus tripulantes a bordo, se había ido a pique durante una galerna.

La cuarta historia

 

 

Cuando mi madre era una niñita de ocho o nueve años y vivía en Suiza, el conde R** de Holstein se trasladó, por causa de su salud, a la ciudad de Vevey, en donde tomó una casa con la intención de permanecer allí durante dos o tres años. En seguida trabó conocimiento con mis abuelos maternos, y dicha relación desembocó en una amistad. Se reunían constantemente y cada vez tenían mayor afinidad entre sí. Conociendo las intenciones del conde, en lo que a su estancia en Suiza se refería, mi abuela se sorprendió mucho cuando una mañana recibió de él una breve nota en la que le informaba de que, de modo urgente, se veía obligado a regresar a Alemania aquel mismo día por unos inesperados asuntos. En la misiva añadía que sentía mucho tener que partir, aunque debía hacerlo; y terminaba deseándole toda clase de parabienes, y esperando que tuviesen ocasión de reencontrarse algún día. Marchó de Vevey aquella tarde y nada más se supo de él ni de sus misteriosos asuntos.

Transcurridos unos pocos años desde su partida, mi abuela y uno de sus hijos fueron a Hamburgo a pasar una temporada. Llegó a oídos del conde R** la noticia y, teniendo deseos de verles, les invitó a su castillo de Breitenburg, donde se quedaron durante unos días. Se trataba de un paraje bello y agreste, y el castillo, una enorme mole, era una reliquia de los tiempos feudales. Como ocurre con la mayoría de los vetustos lugares de esa clase, se decía que estaba hechizado. Desconociendo la historia en la que se basaban tales habladurías, mi madre incitó al conde a que se la relatase. Tras algunas dudas y reparos, el anciano consintió en ello.

—Existe una habitación en esta casa —comenzó— en la que nunca nadie ha podido dormir. Se escuchan constantemente ruidos cuya procedencia es desconocida y que suenan como un incesante movimiento y chirrido de muebles. Hice vaciar la habitación, hice retirar el antiguo suelo y mandé colocar uno nuevo, pero los ruidos no desaparecieron. Al final, desesperado, la hice tapiar. Esta es la historia de ese cuarto.

Hacía unos siglos había morado en aquel castillo una condesa cuya caridad hacia los pobres y cuya gentileza hacia todo el mundo no tenían parangón. Por todas partes se la conocía como «la Buena Condesa R**» y todos la apreciaban. La habitación en cuestión era su alcoba. Una noche la despertó una voz que oyó junto a ella y, cuando miró fuera de la cama, vio, a la débil luz de su lámpara, a un hombrecillo diminuto, como de un pie de altura, junto a su lecho. Ella estaba del todo sorprendida y él le habló diciendo:

—Buena Condesa de R**, vengo a pedirle que sea la madrina de mi hijo. ¿Acepta usted?

Ella asintió y él le dijo que volvería a buscarla al cabo de unos pocos días para asistir al bautizo; con esas palabras el hombrecillo se evaporó de la habitación.

A la mañana siguiente, reflexionando sobre los incidentes de aquella noche, la condesa llegó a la conclusión de que todo era producto de un extraño sueño y no le dio más vueltas. Sin embargo, pasados quince días, cuando ya había olvidado por completo el sueño, fue de nuevo despertada a la misma hora y por el mismo pequeño individuo, quien dijo que venía a reclamar el cumplimiento de su promesa. Ella se levantó, se vistió y siguió a su diminuto guía escaleras abajo por el castillo. En el centro del patio de armas había —y aún sigue habiendo— un pozo de brocal cuadrado, muy profundo y que se extendía lejos, por debajo del edificio, hasta quién sabe dónde. Habiendo llegado junto al pozo, el hombrecillo vendó los ojos a la condesa y, ordenándole que no tuviese temor y que le siguiese, descendieron por unos peldaños desconocidos. Esta situación era nueva y extraña para la condesa, y se sintió incómoda, pero decidió que, a pesar de cualquier riesgo que pudiera correr, una promesa era una promesa, y que llevaría aquella aventura hasta el final.

Llegaron así hasta el fondo del pozo, y cuando su guía le retiró la venda de los ojos, la condesa se encontró en una habitación llena de personas tan pequeñas como el hombrecillo. El bautizo tuvo lugar, y la condesa ejerció de madrina. Al concluir la ceremonia, cuando la dama estaba a punto de despedirse, la madre del bebé cogió un puñado de astillas de un rincón y las metió en el mandil de su visitante.

—Ha sido usted muy amable amadrinando a mi hijo, buena Condesa de R** —le dijo—, y su generosidad no quedará sin recompensa. Cuando se levante usted mañana, estas astillas que le he dado se habrán transformado en metal. Con él debe usted hacer fundir inmediatamente dos peces y treinta silberlingen —una moneda alemana—. Cuando los tenga tallados, cuídelos con esmero, pues, durante el tiempo que permanezcan en su familia, todo será prosperidad; pero si alguno de ellos se pierde alguna vez, padecerán miserias sin cuento.

La condesa se lo agradeció y les deseó a todos lo mejor. Tras cubrirle de nuevo los ojos con la venda, el hombrecillo la condujo sana y salva fuera del pozo, y a su propio patio, en donde le retiró el vendaje. Nunca más volvió a verle.

Al día siguiente, cuando la condesa despertó, se sintió confusa. Le pareció que todo lo que había pasado aquella noche había formado parte de algún extraordinario sueño. Mientras estaba en su toilette, recapacitó detalladamente sobre todo lo sucedido, y se descubrió devanándose los sesos mientras le buscaba alguna explicación. Se encontraba en estas tribulaciones cuando pasó la mano sobre su mandil y se sorprendió al notar que estaba anudado; cuando lo desató, encontró entre los pliegues un montón de astillas de metal. ¿Cómo habrían llegado hasta allí? ¿Había sido el sueño real? ¿Acaso no había soñado con el hombrecillo y el bautizo? Durante el desayuno se decidió a contar la historia a los demás miembros de la familia. Todos estuvieron de acuerdo en que, significase lo que significase aquel obsequio, no debían despreciarlo. Por lo tanto, convinieron que debían fabricarse los dos peces y las monedas, y que habrían de ser cuidadosamente custodiados entre las reliquias familiares. El tiempo transcurrió y todo empezó a prosperar en la casa de los R**. El rey de Dinamarca les colmó de honores y privilegios, y les adjudicó la administración de la Alta Tesorería de su Hacienda. Y durante los siguientes años todo les fue de maravilla.

De repente, para consternación de la familia, uno de los peces desapareció. Se llevaron a cabo arduos y denodados esfuerzos por dar con su paradero, en vano. Y, justo desde aquel momento, todo empezó a ir de mal en peor. El conde, que aún vivía, tenía dos hijos varones; mientras cazaban juntos uno mató al otro. Se desconoce si fue de manera accidental o no, pero siendo ambos jóvenes bastante conocidos por enzarzarse en continuas disputas, la duda empezó a planear sobre el asunto. Aquél fue el comienzo de una época colmada de desgracias. Cuando lo sucedido llegó a oídos del rey, pensó que se hacía necesario despojar al conde del cargo que ostentaba. Se sucedieron otros muchos infortunios. La familia cayó en descrédito. Sus tierras fueron vendidas o decomisadas por la corona hasta que no les quedó más que el viejo castillo de Breitenburg y los angostos dominios que lo circundaban. Este deterioro se prolongó durante dos o tres generaciones. Además, para remate, en la familia no faltó nunca algún miembro trastornado.

—Y aquí —continuó el conde—, viene la parte más extraña. Yo nunca puse demasiada fe en estas pequeñas reliquias misteriosas, y así habría continuado de no ser por la concurrencia de ciertas circunstancias extraordinarias. ¿Recuerdan mi estancia en Suiza y lo repentino de su final? Pues bien, ocurrió que, justo antes de salir de Holstein, había recibido una curiosa carta. Su remitente, un caballero noruego, me contaba en la carta que se hallaba muy enfermo, pero que no quería marcharse al otro mundo sin antes verme y hablar conmigo. Pensé que aquel hombre deliraba, pues nunca antes había oído hablar de él. Consideré que no era posible que tuviésemos asunto alguno que tratar. Por tanto, desdeñé la carta y no volví a pensar en ella durante un tiempo.

De cualquier manera, mi remitente no parecía darse por satisfecho, y pronto volvió a escribirme. Mi secretario, quien durante mi ausencia atendía la correspondencia, le hizo saber que me encontraba en Suiza por motivos de salud, y que si tenía algo que comunicarme sería mejor que lo hiciese por escrito, puesto que a mí me sería imposible desplazarme hasta Noruega.

Tampoco esto satisfizo al caballero, que insistió con una tercera carta en la que me imploraba que fuese a verle y en la que declaraba que lo que tenía que decirme era de capital importancia para ambos. Mi secretario se sintió tan impresionado por el terminante tono de la carta que me la hizo llegar junto con su consejo de no desestimar aquella súplica. Esta fue la causa de mi repentina partida de Vevey; nunca me alegraré lo suficiente de no haber persistido en mi rechazo.

Siguió un largo y penoso viaje por tierras nórdicas. En más de una ocasión me vi seriamente tentado por la posibilidad de abandonar, pero algún extraño impulso me llevaba en volandas hacia mi destino. Me vi obligado a atravesar buena parte de Noruega; con frecuencia pasé jornadas completas cabalgando a solas, cruzando páramos salvajes, cenagales inundados de brezos, atravesando riscos, montañas y parajes desolados, y contemplando, siempre a mi izquierda, la costa rocosa, desgarrada por el viento y azotada por el oleaje.

Finalmente, después de innumerables fatigas y penalidades, llegué al pueblo que mencionaba la carta, en la costa norte de Noruega. El castillo del caballero —una gran torre circular— estaba edificado sobre una pequeña isla alejada de la costa y comunicada por tierra mediante una estrecha pasarela. Arribé allí a altas horas de la noche, y debo admitir que sentí algunos recelos mientras cruzaba el puente bajo el resplandor indeciso de un farolillo y mientras oía el embate de las aguas oscuras por debajo de mis pies. Un individuo me abrió la verja y volvió a cerrarla tan pronto como estuve dentro. Se hicieron cargo de mi caballo y fui conducido a los aposentos del caballero. Se trataba de un pequeño habitáculo circular, escasamente amueblado, casi en lo más alto de la torre. Allí, sobre una cama, yacía un anciano caballero, que parecía hallarse al borde mismo de la muerte. Cuando entré trató de incorporarse, y entonces me lanzó tal mirada de alivio y gratitud que su gesto me compensó por todas las penurias que había experimentado.

—No puedo agradecerle suficientemente, Conde de R**, el que haya podido atender a mi petición —dijo él—. Si me hubiese encontrado en disposición de viajar le habría visitado yo mismo, pero eso era ya imposible, y lo cierto es que no podía dejar este mundo sin antes hablar con usted en persona. Seré breve, aunque lo que he de decirle es de vital importancia. ¿Reconoce esto?

Y sacó de debajo de su almohada mi pez, largamente extraviado. Yo, por supuesto, lo reconocí al instante; él continuó:

—No sé cuánto tiempo llevaba esto en mi casa, ni tuve noción alguna de su procedencia hasta que, recientemente, supe a quién pertenecía legítimamente. No llegó hasta aquí en mis tiempos, ni tampoco en los de mi padre, y es un misterio quién nos lo trajo. Cuando caí enfermo y mi recuperación se anunciaba imposible, una noche escuché una voz que me decía que no debía morir sin haberle restituido antes el pez al Conde de R**, de Breitenburg. Yo no le conocía a usted, ni tampoco había oído hablar jamás de nadie de su familia, así que al principio hice caso omiso de aquella voz. Sin embargo, siguió acuciándome, cada noche, hasta que, desesperado, tomé la determinación de escribirle. Entonces la voz paró. Llegó su respuesta y volví a oír la advertencia de que no debía morir hasta que usted llegase. Por fin supe que vendría, y no tengo palabras para agradecerle tanta amabilidad. Estoy seguro de que no podría haber muerto en paz sin antes verle.

El anciano murió esa misma noche, yo asistí a su entierro y regresé después a casa con mi tesoro recién recuperado. Fue restituido puntualmente a su lugar. Ese mismo año, mi hermano mayor, a quien conocerán por haber sido durante años huésped de un sanatorio mental, falleció y yo pasé a ser el propietario de este castillo. El año pasado recibí, para mi grata sorpresa, una amable misiva del rey de Dinamarca restituyéndome el puesto que ocuparan mis antepasados. En el presente año se me ha nombrado administrador de su hijo mayor, y el rey me ha devuelto buena parte de las propiedades confiscadas a mi familia. Así que el sol de la prosperidad parece brillar una vez más sobre la casa de Breitenburg. No hace mucho, envié una de las monedas a París y otra a Viena con el fin de que fuesen analizadas para saber de qué metal están compuestas, pero nadie ha sido capaz de darme una respuesta satisfactoria sobre este asunto.

De este modo el Conde de R** terminó su relato, después de lo cual llevó a su impaciente interlocutora al lugar donde se atesoraban aquellos objetos preciosos y se los mostró.