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Stevenson: los ladrones de cadaveres

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Los ladrones de cadáveres Robert Louis Stevenson

Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.

Una oscura noche de invierno —habían dado las nueve algo antes de que el dueño se reuniera con nosotros— fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores se había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba de camino hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.

—Ya ha llegado —dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa.

—¿Quién? —dije yo—. ¿No querrá usted decir el médico?

—Precisamente —contestó nuestro posadero.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.

Fettes estaba acabando su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido «Macfarlane»: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.

—Sí —dijo el dueño—, así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes se serenó inmediatamente; sus ojos se aclararon, su voz se hizo más firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos muy sorprendidos ante aquella transformación, porque era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.

—Les ruego que me disculpen —dijo—; mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?

Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:

—No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.

—¿Lo conoce usted, doctor? —preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.

—¡Dios no lo quiera! —fue la respuesta—. Y, sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?

—No es un hombre joven, desde luego, y tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.

—Es mayor que yo, sin embargo; varios años mayor. Pero —dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro —y procedió a darse un manotazo sobre la calva cabeza—, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.

—Si este doctor es la persona que usted conoce —me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?

Fettes no me hizo el menor caso.

—Sí —dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo cara a cara.

Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró con cierta violencia en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.

—Es el doctor —exclamó el dueño—. Si se da prisa podrá alcanzarle.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba brillantemente iluminado todas las noches, no solo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así convenientemente la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes se llegó sin vacilaciones hasta el diminuto vestíbulo y los demás, quedándonos un tanto retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como «cara a cara». El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía por otra parte. Iba elegantemente vestido con el mejor velarte y la más fina holanda, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín —calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote— enfrentarse con él al pie de la escalera.

—¡Macfarlane! —dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.

El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.

—¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.

El londinense casi se tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:

—¡Fettes! ¡Tú!

—¡Yo, sí! —dijo el otro—. ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.

—¡Calla, por favor! —exclamó el ilustre médico—. ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado… Ya veo que te has ofendido. Confieso que al principio casi no te había conocido; pero me alegro mucho… me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy solo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y tengo que coger el tren; pero debes… veamos, sí… debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso «en recuerdo de los viejos tiempos», como solíamos cantar durante nuestras cenas.

—¡Dinero! —exclamó Fettes— ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.

Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar un cierto grado de superioridad y confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión.

Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.

—Mi querido amigo —dijo—, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección…

—No me la des… No deseo saber cuál es el techo que te cobija —le interrumpió el otro—. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!

Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:

—¿Has vuelto a verlo?

El famoso doctor londinense dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que así le interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón cogido in fraganti. Antes de que a ninguno de nosotros se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba ya camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.

—¡Que Dios nos tenga de su mano, Mr. Fettes! —dijo el posadero, al ser el primero en recobrar el normal uso de sus sentidos—. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho…

Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.

—Procuren tener la lengua quieta —dijo—. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.

Después, sin terminarse el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la oscuridad de la noche después de pasar bajo la lámpara de la posada.

Nosotros tres regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas recién empezadas; y, a medida que recapitulábamos lo sucedido, el primer escalofrío de nuestra sorpresa se convirtió muy pronto en hormiguillo de curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de vanagloria, pero creo que me di mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.

De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de talento que le permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en seguida, haciéndolo suyo. Trabajaba poco en casa; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un cierto profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke[1], pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. Mr. K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o subasistente en su clase.

Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y del comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación —en aquella época asunto muy delicado—, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden a los amaneceres invernales, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.

Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta manera bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier otra persona, esclavo total de sus propios deseos y rastreras ambiciones. Frío, superficial y egoísta en última instancia, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba «su conciencia» se declaraba satisfecho.

La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como para su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no solo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. «Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio», solía decir, recalcando la aliteración; quid pro quo. Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que «No hicieran preguntas por razones de conciencia». No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.

Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio duramente puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en blanco debido a un atroz dolor de muelas —paseándose por su cuarto como una fiera enjaulada o arrojándose desesperado sobre la cama—, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía mucho frío y la noche estaba ventosa, la ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo acostumbrado y parecían tener aún más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Si es Jane Galbraith!

Los hombres no respondieron nada pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.

—La conozco, se lo aseguro —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.

—Está usted completamente equivocado, señor —dijo uno de los hombres.

Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.

Era imposible malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y acompañó a sus odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó con calma sobre el descubrimiento que había hecho; consideró fríamente la importancia de las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona que podía derivarse de su intromisión en un asunto de tanta importancia; finalmente, lleno de angustiosas dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.

Era este un médico joven, Wolfe Macfarlane, gran favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un poquito atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con elegante audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad de vida; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.

Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su historia y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.

—Sí —dijo con una inclinación de cabeza—; parece sospechoso.

—¿Qué te parece que debo hacer? —preguntó Fettes.

—¿Hacer? —repitió el otro—. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.

—Quizá la reconozca alguna otra persona —objetó Fettes—. Era tan conocida como el Castle Rock.

—Esperemos que no —dijo Macfarlane—, y si alguien lo hace… bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva ya demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos ante cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes?, hay una cosa cierta: prácticamente hablando, todo nuestro «material» han sido personas asesinadas.

—¡Macfarlane! —exclamó Fettes.

—¡Vamos, vamos! —se burló el otro—. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!

—Sospechar es una cosa…

—Y probar otra. Ya lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí —dando unos golpes en el cadáver con su bastón—. Pero colocados en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y —añadió con gran frialdad— así es: no la reconozco. Tú puedes, si es ese tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.

Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.

Una tarde, después de haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una taberna muy concurrida y encontró allí a Macfarlane sentado en compañía de un extraño. Era un hombre pequeño, muy pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y su estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona tan desagradable manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.

—Yo no soy precisamente un ángel —hizo notar el desconocido—, pero Macfarlane me da ciento y raya… Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.

O bien:

—Toddy, levántate y cierra la puerta.

—Toddy me odia —dijo después—. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!

—No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe —gruñó Macfarlane.

—¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo —explicó el desconocido.

—Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor —dijo Fettes—. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección.

Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.

Fue pasando la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó le mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en blanco. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos.

A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las has apañado?

Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.

—Será mejor que le veas la cara —dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar—. Será mejor —repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando, lleno de asombro.

—Pero ¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? —exclamó el otro.

—Mírale la cara —fue la única respuesta.

Fettes titubeó; le asaltaron extrañas dudas. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un respingo, hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. El que dos personas que había conocido hubieran terminado sobre las heladas mesas de disección era un cras tibi que iba repitiéndose por su alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran solo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas.

Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.

—Richardson —dijo— puede quedarse con la cabeza.

Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:

—Hablando de negocios, debes pagarme; tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.

Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:

—¡Pagarte! —exclamó—. ¿Pagarte por eso?

—Naturalmente; no tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo consideres —insistió el otro—. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?

—Allí —contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario del rincón.

—Entonces, dame la llave —dijo el otro calmosamente, extendiendo la mano.

Después de un momento de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento nervioso, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.

—Ahora, mira —dijo Macfarlane—; ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón hacia la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.

Durante los pocos segundos que siguieron la mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.

—Y ahora —dijo Macfarlane—, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.

—Macfarlane —empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca—, me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.

—¿Por complacerme? —exclamó Wolfe—. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí se me alcanza no has hecho más que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; esa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.

Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué es lo que he hecho? y ¿cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?

—Mi querido amigo —dijo Macfarlane—, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.

Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del destino de Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.

Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad.

Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento.

Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.

Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.

Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado entonces, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y escondido bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista —por usar un sinónimo de la época— no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos.

De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del director.

A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, bien envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron antes en un espeso bosquecillo no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher’s Tryst, para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.

—Un pequeño obsequio —dijo—. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con tanta facilidad como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para encender la pipa.

Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.

—Eres un verdadero filósofo —exclamó—. Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K… ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!

—Por supuesto que sí —asintió Macfarlane—. Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no… tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.

—¿Y por qué tenía que haberla perdido? —presumió Fettes—. No era asunto mío. Hablar no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto? —y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.

Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.

—Lo importante es no asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades… quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!

Para entonces se estaba haciendo ya algo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden, pagaron la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron, que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo aquí y allí un portillo blanco o una piedra del mismo color en algún muro les guiaba por unos momentos; pero casi siempre tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su solemne y aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.

Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos alternativamente secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.

Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher’s Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.

Los dos se habían mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.

—Por el amor de Dios —dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar—, por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!

Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado para entonces más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.

Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.

—Esto no es una mujer —dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.

—Era una mujer cuando la subimos al calesín —respondió Fettes.

—Sostén el farol —dijo el otro—. Tengo que verle la cara.

Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.

Cuento: amigas de pensionado

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Amigas de pensionado

Villiers de L’Isle Adam


A Octave Maus

Nada sirve de nada. Y, ante todo, no hay nada.
Sin embargo, todo llega, pero esto es indiferente.

-Théophile Gautier

Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.

Allí -aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios-, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.

De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.

Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.

Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremo recurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia. Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”, lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatez y sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gustaban los viejos. No se presentó ningún partido.

¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómoda práctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia la confección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la enseñanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primeros gastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esa bribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños. Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a menudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasaron… hasta las doce y media del día siguiente.

Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bailes, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles pequeños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo de dinero.

En medio de aquel torbellino de polvo dorado, y aunque sus nuevas ocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienne y Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien, su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo más estrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable poder solazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obtenían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otros tiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la Institución Désagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba su simpatía.

La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba -por su contraste y a voluntad- una dulzona melancolía en la que ambas saboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les era innata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primeras llegadas”.

Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo que se llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar más alto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquirientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad, ni Georgette ni Félicienne -sobre todo ésta- se sentían muy apegadas a esos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie de contrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo, aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían a nuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que completaba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, coloca de nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Se oye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta: “¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, una no es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto de vista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo que respecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del brazo: forma parte del tocado.

Luego sucedió que -por uno de esos azares que surgen al final de las cenas tan frecuentes en la vida mundana- Georgette fue acompañada a su casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el “amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la joven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatada a Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigas de confianza.

La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consecuencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza era honda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado, no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquella inesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan despreciable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Georgette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiese decidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común de los refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irreparable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundió hasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender sus amores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba el escándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja de sombras.

La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque de Bolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial.

Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilera de carruajes, en la Avenida de las Acacias.

Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual, ¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos. Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vez con sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félicienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gente? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo.

Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en tales ocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sin embargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella helada reserva.

-Pero, ¿qué te pasa, Félicienne?

-¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre.

Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la despreocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones -y siempre se encontraban rodeadas de gente-, que una y otra, durante más de cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algunos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la pena compleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazones y que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de esclarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”?

Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo. Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, donde esperaban, en silencio, a unos señores.

-En fin -dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos-, ¿quieres decirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, de la que sé bien que tú debes sufrir también?

-¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor de Testevuyde! -contestó Félicienne, con sequedad-. En realidad, ya no me interesaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que te gustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su corazón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior.

-¿Yo? -dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida-. ¿Que yo te he robado… y que éste es el motivo…?

-¡No lo niegues! -contestó desdeñosamente Félicienne-. Lo sé. Estoy segura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste.

-¡Y hasta podrías decir seis! -replicó sonriendo Georgette-. ¡Fueron seis en total!

-¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestra amistad? ¡Te felicito!

-¿Un capricho, yo, y por tu amante? -dijo Georgette en tono plañidero, levantando los ojos al cielo-. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia después de quince años de amistad? ¡O estás loca o eres mala!

-Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas, pues, de mí?

-¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo que te empeñas adrede en no comprender!

-¡Está bien, señorita! -dijo Félicienne, levantándose, muy digna-. No me gustan las burlas y le dejo el campo libre.

-¡Pero…! -gritó inocentemente Georgette, llorando-, pero es que… ¡me ha pagado!

Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostro resplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo de su vestido.

-¡Caramba, Georgette! -exclamó-. ¿Y no me lo escribiste en seguida?

-¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospechabas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmediatamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala… bestia! ¡Y besa a tu Georgette!

Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contemplaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mirada de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocada en medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint.

Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna de ella.

Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instante, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras.

Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidió una tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regresara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido víctima de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se había mostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni un minuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacia las dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta:

-¡Ah, señor! -le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo-. ¿Es verdad, pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras?

Poesías por Navidad

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JESÚS, EL DULCE, VIENE… Juan Ramón Jiménez

Jesús, el dulce, viene…

Las noches huelen a romero…

¡Oh, qué pureza tiene

la luna en el sendero!

Palacios, catedrales,

tienden la luz de sus cristales

insomnes en la sombra dura y fría…

Mas la celeste melodía

suena fuera…

Celeste primavera

que la nieve, al pasar, blanda, deshace,

y deja atrás eterna calma…

¡Señor del cielo, nace

esta vez en mi alma!

 

¿QUIEN HA ENTRADO EN EL PORTAL DE BELÉN?

Gerardo Diego

¿Quién ha entrado en el portal,

en el portal de Belén?

¿Quién ha entrado por la puerta?

¿quién ha entrado, quién?.

La noche, el frío, la escarcha

y la espada de una estrella.

Un varón -vara florida-

y una doncella.

¿Quién ha entrado en el portal

por el techo abierto y roto?

¿Quién ha entrado que así suena

celeste alboroto?

Una escala de oro y música,

sostenidos y bemoles

y ángeles con panderetas

dorremifasoles.

¿Quién ha entrado en el portal,

en el portal de Belén,

no por la puerta y el techo

ni el aire del aire, quién?.

Flor sobre impacto capullo,

rocío sobre la flor.

Nadie sabe cómo vino

mi Niño, mi amor.
NACIMIENTO DE CRISTO, EN QUE SE DISCURRIÓ LA ABEJA

Sor Juana Inés de la Cruz

De la más fragante Rosa

nació la Abeja más bella,

a quien el limpio rocío

dio purísima materia.

Nace, pues, y apenas nace,

cuando en la misma moneda,

lo que en perlas recibió,

empieza a pagar en perlas.

Que llore el Alba, no es mucho,

que es costumbre en su belleza;

mas quién hay que no se admire

de que el Sol lágrimas vierta?

Si es por fecundar la Rosa,

es ociosa diligencia,

pues no es menester rocío

después de nacer la Abeja;

y más, cuando en la clausura

de su virginal pureza,

ni antecedente haber pudo

ni puede haber quien suceda.

Pues a ¿qué fin es el llanto

que dulcemente le riega?

Quien no puede dar más Fruto,

¿qué importa que estéril sea?

Mas ¡ay! que la Abeja tiene

tan íntima dependencia

siempre con la Rosa, que

depende su vida de ella;

pues dándole el néctar puro

que sus fragancias engendran,

no sólo antes la concibe,

pero después la alimenta.

Hijo y madre, en tan divinas

peregrinas competencias,

ninguno queda deudor

y ambos obligados quedan.

La Abeja paga el rocío

de que la Rosa la engendra,

y ella vuelve a retornarle

con lo mismo que la alienta.

Ayudando el uno al otro

con mutua correspondencia,

la Abeja a la Flor fecunda,

y ella a la Abeja sustenta.

Pues si por eso es el llanto,

llore Jesús, norabuena,

que lo que expende en rocío

cobrará después en néctar.
LAS PAJAS DEL PESEBRE . Lope de Vega

Las pajas del pesebre

niño de Belén

hoy son flores y rosas,

mañana serán hiel.

Lloráis entre pajas,

del frío que tenéis,

hermoso niño mío,

y del calor también.

Dormid, Cordero santo;

mi vida, no lloréis;

que si os escucha el lobo,

vendrá por vos, mi bien.

Dormid entre pajas

que, aunque frías las veis,

hoy son flores y rosas,

mañana serán hiel.

Las que para abrigaros

tan blandas hoy se ven,

serán mañana espinas

en corona crüel.

Mas no quiero deciros,

aunque vos lo sabéis,

palabras de pesar

en días de placer;

que aunque tan grandes deudas

en pajas las cobréis,

hoy son flores y rosas,

mañana serán hiel.

Dejad en tierno llanto,

divino Emmanüel;

que perlas entre pajas

se pierden sin por qué.

No piense vuestra Madre

que ya Jerusalén

previente sus dolores

y llora con José;

que aunque pajas no sean

corona para rey,

hoy son flores y rosas,

mañana serán hiel.

 

LA NIÑA A QUIEN DIJO EL ÁNGEL Lope de Vega

 

La Niña a quien dijo el Ángel

que estaba de gracia llena,

cuando de ser de Dios madre

le trujo tan altas nuevas,

ya le mira en un pesebre,

llorando lágrimas tiernas,

que obligándose a ser hombre,

también se obliga a sus penas.

¿Qué tenéis, dulce Jesús?,

le dice la Niña bella;

¿tan presto sentís mis ojos

el dolor de mi pobreza?

Yo no tengo otros palacios

en que recibiros pueda,

sino mis brazos y pechos,

que os regalan y sustentan.

No puedo más, amor mío,

porque si yo más pudiera,

vos sabéis que vuestros cielos

envidiaran mi riqueza.

El niño recién nacido

no mueve la pura lengua,

aunque es la sabiduría

de su eterno Padre inmensa.

Mas revelándole al alma

de la Virgen la respuesta,

cubrió de sueño en sus brazos

blandamente sus estrellas.

Ella entonces desatando

la voz regalada y tierna,

así tuvo a su armonía

la de los cielos suspensa.

Pues andáis en las palmas,

Ángeles santos,

que se duerme mi niño,

tened los ramos.

Palmas de Belén

que mueven airados

los furiosos vientos

que suenan tanto.

No le hagáis ruido,

corred más paso,

que se duerme mi niño,

tened los ramos.

El niño divino,

que está cansado

de llorar en la tierra

por su descanso,

sosegar quiere un poco

del tierno llanto,

que se duerme mi niño,

tened los ramos.

Rigurosos yelos

le están cercando,

ya veis que no tengo

con qué guardarlo.

Ángeles divinos

que vais volando,

que se duerme mi niño,

tened los ramos.

 

AL NACIMIENTO DE CRISTO Lope de Vega

Repastaban sus ganados

a las espaldas de un monte

de la torre de Belén

los soñolientos pastores,

alrededor de los troncos

de unos encendidos robles,

que, restallando a los aires,

daban claridad al bosque.

En los nudosos rediles

las ovejuelas se encogen,

la escarcha en la hierba helada

beben pensando que comen.

No lejos los lobos fieros,

con los aullidos feroces,

desafían los mastines,

que adonde suenan, responden.

Cuando las oscuras nubes,

de sol coronado, rompe

un Capitán celestial

de sus ejércitos nobles,

atónitos se derriban

de sí mismos los pastores,

y por la lumbre las manos

sobre los ojos se ponen.

Los perros alzan las fretes,

y las ovejuelas corren

unas por otras turbadas

con balidos desconformes.

Cuando el nuncio soberano

las plumas de oro escoge,

y enamorando los aires,

les dice tales razones:

«Gloria a Dios en las alturas,

paz en la tierra a los hombres,

Dios ha nacido en Belén

en esta dichosa noche.

»Nació de una pura Virgen;

buscadle, pues sabéis donde,

que en sus brazos le hallaréis

envuelto en mantillas pobres».

Dijo, y las celestes aves

en un aplauso conformes

acompañando su vuelo

dieron al aire colores.

Los pastores, convocando

con dulces y alegres voces

toda la sierra, derriban

palmas y laureles nobles.

Ramos en las manos llevan,

y coronados de flores,

por la nieve forman sendas

cantando alegres canciones.

Llegan al portal dichoso

y aunque juntos le coronen

racimos de serafines,

quieren que laurel le adorne.

La pura y hermosa Virgen

hallan diciéndole amores

al niño recién nacido,

que Hombre y Dios tiene por nombre.

El santo viejo los lleva

adonde los pies le adoren,

que por las cortas mantillas

los mostraba el Niño entonces.

Todos lloran de placer,

pero ¿qué mucho que lloren

lágrimas de gloria y pena,

si llora el Sol por dos soles?

El santo Niño los mira,

y para que se enamoren,

se ríe en medio del llanto,

y ellos le ofrecen sus dones.

Alma, ofrecedle los vuestros,

y porque el Niño los tome,

sabed que se envuelve bien

en telas de corazones.

 

YO VENGO DE VER. Lope de Vega

Yo vengo de ver, Antón,

un niño en pobrezas tales,

que le di para pañales

las telas del corazón

 

ZAGALEJO DE PERLAS Lope de Vega

Zagalejo de perlas,

hijo del Alba,

¿dónde vais que hace frío

tan de mañana?.

Como sois lucero

del alma mía,

al traer el día

nacéis primero;

pastor y cordero

sin choza y lana,

¿dónde vais que hace frío

tan de mañana?

Perlas en los ojos,

risa en la boca,

las almas provoca

a placer y enojos;

cabellitos rojos,

boca de grana,

¿dónde vais que hace frío

tan de mañana?

Que tenéis que hacer,

pastorcito santo,

madrugando tanto

lo dais a entender;

aunque vais a ver

disfrazado el alma,

¿dónde vais que hace frío

tan de mañana.

 

Romance del Nacimiento  San Juan de la Cruz

 

Ya que era llegado el tiempo

en que de nacer había,

así como desposado

de su tálamo salía,

abrazado con su esposa,

que en sus brazos la traía,

al cual la graciosa Madre

en su pesebre ponía,

entre unos animales

que a la sazón allí había,

los hombres decían cantares,

los ángeles melodía,

festejando el desposorio

que entre tales dos había,

pero Dios en el pesebre

allí lloraba y gemía,

que eran joyas que la esposa

al desposorio traía,

y la Madre estaba en pasmo

de que tal trueque veía:

el llanto del hombre en Dios,

y en el hombre la alegría,

lo cual del uno y del otro

tan ajeno ser solía.

 

DE CÓMO ESTABA LA LUZ…  Luis Rosales

El sueño como un pájaro crecía

de luz a luz borrando la mirada;

tranquila y por los ángeles llevada,

la nieve entre las alas descendía.

 

El cielo deshojaba su alegría,

mira la luz el niño, ensimismada,

con la tímida sangre desatada

del corazón, la Virgen sonreía.

Cuando ven los pastores su ventura,

ya era un dosel el vuelo innumerable

sobre el testuz del toro soñoliento;

y perdieron sus ojos la hermosura,

sintiendo, entre lo cierto y lo inefable,

la luz del corazón sin movimiento.

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Madonna_con_il_Bambino

natividad

navidad

DE CUAN GRACIOSA Y APACIBLE ERA LA BELLEZA DE LA VIRGEN .  Luis Rosales

¡Morena por el sol de la alegría,

mirada por la luz de la promesa,

jardín donde la sangre vuela y pesa;

inmaculada Tú, Virgen María!.

¿Qué arroyo te ha enseñado la armonía

de tu paso sencillo, qué sorpresa

de vuelo arrepentido y nieve ilesa,

junta tus manos en el alba fría?.

¿Qué viento turba el momento y lo conmueve?

Canta su gozo el alba desposada,

calma su angustia el mar, antiguo y bueno.

La Virgen, a mirarle no se atreve,

y el vuelo de su voz arrodillada

canta al Señor, que llora sobre el heno.

 

ODA A LA VIRGEN-   Fray Luis de León

Virgen, que el sol más pura,

gloria de los mortales, luz del cielo,

en quien la piedad es cual la alteza:

los ojos vuelve al suelo

y mira un miserable en cárcel dura,

cercado de tinieblas y tristeza.

Y si mayor bajeza

no conoce, ni igual, juicio humano,

que el estado en que estoy por culpa ajena,

con poderosa mano

quiebra, Reina del cielo, esta cadena.

 

Virgen, en cuyo seno

halló la deidad digno reposo,

do fue el rigor en dulce amor trocado:

si blando al riguroso

volviste, bien podrás volver sereno

un corazón de nubes rodeado.

Descubre el deseado

rostro, que admira el cielo, el suelo adora:

las nubes huirán, lucirá el día;

tu luz, alta Señora,

venza esta ciega y triste noche mía.

Virgen y madre junto,

de tu Hacedor dichosa engendradora,

a cuyos pechos floreció la vida:

mira cómo empeora

y crece mí dolor más cada punto;

el odio cunde, la amistad se olvida;

si no es de ti valida

la justicia y verdad, que tú engendraste,

¿adónde hallará seguro amparo?

Y pues madre eres, baste

para contigo el ver mi desamparo.

Virgen, del sol vestida,

de luces eternales coronada,

que huellas con divinos pies la Luna;

envidia emponzoñada,

engaño agudo, lengua fementida,

odio crüel, poder sin ley ninguna,

me hacen guerra a una;

pues, contra un tal ejército maldito,

¿cuál pobre y desarmado será parte,

si tu nombre bendito,

María, no se muestra por mi parte?

Virgen, por quien vencida

llora su perdición la sierpe fiera,

su daño eterno, su burlado intento;

miran de la ribera

seguras muchas gentes mi caída,

el agua violenta, el flaco aliento:

los unos con contento,

los otros con espanto; el más piadoso

con lástima la inútil voz fatiga;

yo, puesto en ti el lloroso

rostro, cortando voy onda enemiga.

Virgen, del Padre Esposa,

dulce Madre del Hijo, templo santo

del inmortal Amor, del hombre escudo:

no veo sino espanto;

si miro la morada, es peligrosa;

si la salida, incierta; el favor mudo,

el enemigo crudo,

desnuda, la verdad, muy proveída

de armas y valedores la mentira.

La miserable vida,

sólo cuando me vuelvo a ti, respira.

Virgen, que al alto ruego

no más humilde sí diste que honesto,

en quien los cielos contemplar desean;

como terrero puesto-

los brazos presos, de los ojos ciego-

a cien flechas estoy que me rodean,

que en herirme se emplean;

siento el dolor, mas no veo la mano;

ni me es dado el huir ni el escudarme.

Quiera tu soberano

Hijo, Madre de amor, por ti librarme.

Virgen, lucero amado,

en mar tempestuoso clara guía,

a cuvo santo rayo calla el viento;

mil olas a porfía

hunden en el abismo un desarmado

leño de vela y remo, que sin tiento

el húmedo elemento

corre; la noche carga, el aire truena;

ya por el cielo va, ya el suelo toca;

gime la rota antena;

socorre, antes que emviste en dura roca.

Virgen, no enficionada

de la común mancilla y mal primero,

que al humano linaje contamina;

bien sabes que en ti espero

dende mi tierna edad; y, si malvada

fuerza que me venció ha hecho indina

de tu guarda divina

mi vida pecadora, tu clemencia

tanto mostrará más su bien crecido,

cuanto es más la dolencia,

y yo merezco menos ser valido.

Virgen, el dolor fiero

añuda ya la lengua, y no consiente

que publique la voz cuanto desea;

mas oye tú al doliente

ánimo, que contino a ti vocea.

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Villancico de la falta de fe- Luis Rosales

La estrella es tan clara que
no todo el mundo la ve.

En el cielo hay una estrella
nueva y lentísima, es
la estrella de Dios que guía
hacia el portal de Belén.

Los Magos, como son magos,
vieron la estrella nacer;
los hombres, como son hombres,
la miran y no la ven.

Baltasar tiene la carne
morena como el almez;
es viejo, tan viejo
que ha muerto más de una vez,

y Melchor es tan creyente,
tan iluminado, que
siempre que sus ojos miran
se ven sus ojos arder.

Pasan ciudades, ciudades
con calentura en la sien,
donde la estrella, que es niña,
se apaga para no ver.

Pasan desiertos, desiertos
como los hombres también,
y bosques que acaso nunca
volverán a florecer.

Pasan años y los hombres
siguen padeciendo sed,
la estrella sigue en el cielo,
sólo muy pocos la ven.

El camello cojito -Gloria Fuertes.

El camello se pinchó
con un cardo en el camino
y el mecánico Melchor
le dio vino.
Baltasar fue a repostar
más allá del quinto pino
e intranquilo el gran Melchor
consultaba su «Longinos».

—¡No llegamos,
no llegamos
y el Santo Parto ha venido!
—Son las doce y tres minutos
y tres reyes se han perdido.

El camello cojeando
más medio muerto que vivo
va espeluchando su felpa
entre los troncos de olivos.

Acercándose a Gaspar,
Melchor le dijo al oído:
—Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.

A la entrada de Belén
al camello le dio hipo.
¡Ay, qué tristeza tan grande
en su belfo y en su tipo!

Se iba cayendo la mirra
a lo largo del camino;
Baltasar lleva los cofres,
Melchor empujaba al bicho.

Y a las tantas ya del alba
—ya cantaban pajarillos—
los tres reyes se quedaron
boquiabiertos e indecisos,
oyendo hablar como a un Hombre
a un Niño recién nacido.
—No quiero oro ni incienso
ni esos tesoros tan fríos,
quiero al camello, le quiero.
Le quiero —repitió el Niño.

A pie vuelven los tres reyes
cabizbajos y afligidos.

Mientras el camello echado
le hace cosquillas al Niño.

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The Holy Night by Carlo Maratta

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higinio: fabulas 5

original - copia

XLVI. ERECTEO

1. Erecteo, hijo de Pandíon, tuvo cuatro hijas[349], que juraron entre sí que si una de ellas moría, las demás se darían muerte.
2. Por este tiempo Eumolpo, hijo de Neptuno, llegó a Atenas con intención de atacarla, porque decía que la tierra ática había sido de su padre.
3. Cuando éste con su ejército fue vencido y muerto a manos de los atenienses, Neptuno exigió que una de las hijas de Erecteo le fuera sacrificada, a fin de que éste no se regodeara con la muerte de su hijo.
4. Y así, una vez inmolada Ctonia[350], una de las hijas, las demás se dieron muerte en virtud de la palabra dada. El propio Erecteo fue fulminado por Júpiter a instancias de Neptuno.
XLVII. HIPÓLITO
1. Fedra, hija de Minos, esposa de Teseo, se enamoró de su hijastro Hipólito. Como no pudo atraerlo a sus deseos, envió a su marido unas tablillas inscritas[351], que decían que ella había sido violada por Hipólito, y ella misma se quitó la vida ahorcándose.
2. Y Teseo, oído el suceso, ordenó a su hijo salir fuera de las murallas y pidió a su padre Neptuno la muerte para Hipólito. Así pues, cuando éste guiaba su tiro de caballos, de repente surgió un toro del mar, por cuyo mugido los caballos, encabritados[352], desgarraron a Hipólito y le quitaron la vida.

XLVIII. LOS REYES DE LOS ATENIENSES[353]

Cécrope, hijo de Tierra; Céfalo, hijo de Deíon; Egeo, hijo de Pandíon[354]; Pandíon, hijo de Erictonio; Teseo, hijo de Egeo; Erictonio, hijo de Vulcano; Erecteo, hijo de Pandíon; Demofonte, hijo de Teseo.
XLIX. ESCULAPIO

1. Se dice que Esculapio, hijo de Apolo, devolvió la vida a Glauco, hijo de Minos, y también[355] a Hipólito; y por ello Júpiter lo fulminó.
2. Apolo, dado que no podía dañar a Júpiter, mató a los que habían forjado los rayos, esto es, a los Ciclopes[356]. Por este hecho Apolo fue entregado en servidumbre a Admeto, rey de Tesalia.
L. ADMETO
1. Después de haber requerido muchos en matrimonio a Alcestis, hija de Pelias, y tras haber rechazado éste a muchos pretendientes, les impuso una prueba: se la daría a quien unciera unas bestias salvajes a un carro. Y éste se la llevaría en ellas cuando quisiera[357].
2. Así pues, Admeto pidió a Apolo que le prestara ayuda. Apolo, habiendo sido tratado generosamente por aquél cuando se puso a su servicio[358], le proporcionó uncidos un jabalí y un león merced a los cuales Admeto condujo a Alcestis al carro[359].

LI. ALCESTIS
1. Muchos pretendientes habían requerido en matrimonio a Alcestis, hija de Pelias y de Anaxibia, hija de Biante. Pelias, tratando de evitar sus propuestas, los fue rechazando y les impuso una prueba: se la daría a quien unciera unas bestias salvajes a un carro y se llevara a Alcestis en el carro.
2. Así pues, Admeto pidió a Apolo que le prestara ayuda. El dios, puesto que había sido tratado generosamente por él mientras estuvo a su servicio, le entregó uncidos un jabalí y un león con los que Admeto se llevó a Alcestis.
3. También recibió de Apolo el privilegio de que otro muriera voluntariamente en su lugar. Al no haber querido morir por él ni su padre ni su madre, su esposa Alcestis se ofreció y murió por él, reemplazándole en la muerte. Después Hércules la rescató de los Infiernos.
LII. EGINA

1. Júpiter, queriendo violar a Egina, hija de Asopo, y temiendo a Juno, se la llevó a la isla de Delos[360] y la dejó encinta. De esta unión nació Éaco.
2. Cuando Juno se enteró de esto, envió una serpiente al agua, que la envenenó, y moría todo aquel que bebía de ella.
3. Habiendo perdido Éaco a sus compañeros, y no pudiendo permanecer allí por la escasez de hombres, mientras observaba unas hormigas, pidió a Júpiter que le diera hombres para su defensa. Entonces Júpiter transformó a las hormigas en hombres, que fueron denominados «mirmidones» porque en griego hormigas se dice myrmices.
4. La isla tomó entonces el nombre de Egina.
LIII. ASTERIA

1. Júpiter amaba a Asteria, hija de un Titán[361], pero ella lo desdeñaba; entonces fue transformada por él en el ave «ortigia», que nosotros llamamos codorniz[362], y la arrojó al mar. Y de ella surgió una isla que se denominó Ortigia.
2. Esta isla iba a la deriva. Hacia allí fue llevada más tarde Latona por el viento Aquilón por orden de Júpiter, cuando la perseguía Pitón[363]. Y allí, agarrándose a un olivo[364], Latona dio a luz a Apolo y a Diana[365]. Esta isla fue llamada posteriormente Delos.
LIV. TETIS
1. Respecto a la Nereida Tetis hubo un vaticinio, según el cual quien naciera de ella sería más poderoso que su padre[366].
2. Como nadie conocía este presagio salvo Prometeo, y Júpiter quería acostarse con ella, aquél le prometió a Júpiter que lo prevendría si lo liberaba de las cadenas. Y así, comprometida su palabra, advirtió[367] a Júpiter que no se acostara con Tetis, no fuera que si nacía uno más fuerte, expulsara a Júpiter del trono, como también él mismo había hecho con Saturno.
3. Y así, Tetis fue dada en matrimonio a Peleo, hijo de Éaco. Y Hércules fue enviado para matar el águila que le roía el corazón a Prometeo. Una vez muerta, Prometeo fue liberado del monte Cáucaso al cabo de treinta mil años.

LV. TITIO
Puesto que Latona se había acostado con Júpiter, Juno ordenó a Titio, hijo de Tierra[368], de enorme tamaño, que violara a Latona. Después de intentarlo, fue fulminado por Júpiter[369]. Se dice que yace en los Infiernos tendido, que ocupa nueve yugadas[370], y que una serpiente[371] se encuentra apostada junto a él para devorarle el hígado, que vuelve a crecerle con la luna[372].
LVI. BUSIRIS
Como la esterilidad se adueñara de Egipto durante el reinado de Busiris, hijo de Neptuno, y Egipto se hubiera agostado completamente por una pertinaz sequía de nueve años, aquél mandó llamar de Grecia a unos augures. Trasio[373], hijo del hermano de Pigmalión, mostró a Busiris que si inmolaba a un extranjero vendrían las lluvias, y él mismo —con su propio sacrificio— demostró la veracidad de sus promesas[374].
LVII. ESTENEBEA
1. Cuando Belerofontes llegó desterrado al palacio del rey Preto para hospedarse, Estenebea, esposa del rey, se enamoró de él. Como Belerofontes no quiso acostarse con ella, ésta mintió a su marido diciendo que había sido forzada por él[375].
2. Pero Preto, escuchado el caso, inscribió en unas tablillas acerca de este asunto y envió a Belerofontes a presencia del rey Yóbates, padre de Estenebea. Una vez leídas, no quiso matar él a tal varón, sino que lo envió para que diera muerte a la Quimera[376]. Se decía que ésta, de triple cuerpo, exhalaba llamaradas por su boca.
3. Esto es: la parte delantera, león; la trasera, serpiente; y la intermedia, la propia Quimera[377].
4. Mató a ésta a lomos de Pégaso, y se dice que cayó en los campos Aleyos[378], por lo que también se comenta que se dislocó las caderas.
5. Pero el rey, alabando sus virtudes, le dio a su otra hija en matrimonio. Estenebea, oído el hecho, se suicidó[379].
LVIII. ESMIRNA[380]

1. Esmirna era hija de Cíniras, rey de los asirios[381], y de Cencreide. Su madre Cencreide habló con demasiada soberbia al haber antepuesto la belleza de su hija a la de Venus. Venus, buscando el castigo de la madre, inoculó en Esmirna un execrable amor hasta el punto de que ésta se enamorara de su padre.
2. La nodriza intervino para que ella no se quitara la vida ahorcándose y, sin saberlo el padre, Esmirna yació con él por mediación de la nodriza[382]. Concibió de éste y, para que no se hiciera público, azuzada por la vergüenza, se ocultó en el bosque.
3. Más tarde Venus se compadeció de ella y la transformó en árbol, del que destila la mirra. De ésta nació Adonis, que fue víctima también de los castigos que Venus había infligido a su madre.
LIX. FILIS
1. Se dice que Demofonte, hijo de Teseo, llegó a Tracia para hospedarse en casa de Filis, y que ésta se enamoró de él. Queriendo éste regresar a su patria, le dio palabra de que había de volver junto a ella.
2. No habiendo llegado éste el día convenido, se dice que Filis corrió a lo largo de ese día nueve veces hasta la costa, que por esta circunstancia se llama en griego «Nueve Caminos[383]». Filis, por añoranza de Demofonte, exhaló el espíritu[384].
3. Sus padres le erigieron un túmulo, y allí surgieron árboles que lloran la muerte de Filis en una determinada época en que sus hojas se secan y marchitan. A partir de su nombre las hojas han sido llamadas en griego phylla[385].
LX. SÍSIFO Y SALMONEO
1. Sísifo y Salmoneo, hijos de Éolo, se profesaron mutua enemistad. Sísifo preguntó a Apolo cómo podría matar a su enemigo, esto es, a su hermano. Recibió como respuesta que si procreaba hijos a partir de la violación de Tiro, hija de su hermano Salmoneo, ellos serían los vengadores.
2. Habiendo cumplido Sísifo esto, nacieron dos hijos, a los que su madre Tiro asesinó, una vez oído el oráculo.
3. Pero al enterarse Sísifo Ahora se dice que él, por su impiedad, hace rodar en los Infiernos monte arriba una roca empujándola con sus hombros. Cuando ha logrado llevarla hasta la cumbre, de nuevo cae rodando hacia abajo tras él[386].
LXI. SALMONEO

Como Salmoneo, hijo de Éolo, hermano de Sísifo, tratara de imitar los truenos y rayos de Júpiter, y montándose en una cuadriga lanzara teas encendidas contra el pueblo y los ciudadanos[387], a causa de ello fue fulminado por Júpiter[388].

LXII. IXÍON

Ixíon, hijo de Leonteo[389], intentó violar a Juno. Ésta, por orden de Júpiter, puso en su lugar una nube. Ixíon creyó que se trataba de la imagen de Juno. De ella nacieron los Centauros. Pero Mercurio, por orden de Júpiter, amarró fuertemente a Ixíon a una rueda en los Infiernos, y se dice que todavía permanece allí girando[390].
LXIII. DÁNAE
1. Dánae era hija de Acrisio y de Aganipe. A éste[391] se le había profetizado que el hijo que ella diese a luz había de matar a Acrisio. Temeroso de ello, Acrisio la emparedó entre muros de piedra, pero Júpiter, convertido en lluvia de oro, yació con Dánae. De esta unión nació Perseo.
2. Por haber sido violada, su padre la encerró en un arca junto con Perseo, y la arrojó al mar.
3. Por voluntad de Júpiter, el arca fue arrastrada hasta la isla de Serifos. Un pescador, Dictis, la encontró y, una vez abierta (el arca), vio a una mujer con el niño, a quienes condujo ante el rey Polidectes, que se casó con ella e hizo criar a Perseo en el templo de Minerva[392].
4. Cuando Acrisio se enteró de que vivían con Polidectes, marchó a reclamarlos. Al llegar allí, Polidectes intercedió en favor de ellos, y Perseo dio palabra a Acrisio, su abuelo, de que él nunca lo mataría.
5. Estando retenido Acrisio por culpa de un temporal, Polidectes murió. Al rendirle un homenaje mediante unos juegos fúnebres, Perseo lanzó el disco que el viento desvió hacia la cabeza de Acrisio, y lo mató.
6. Así, lo que no quiso por propia voluntad, sucedió por la de los dioses. Enterrado Acrisio, Perseo partió para Argos y tomó posesión del reino de su abuelo[393].
LXIV. ANDRÓMEDA
1. Casíope[394] antepuso la belleza de su hija Andrómeda a la de las Nereidas. Por ello Neptuno exigió que Andrómeda, hija de Cefeo, fuera expuesta a un monstruo marino.
2. Una vez expuesta, se dice que Perseo, volando con las sandalias aladas de Mercurio, llegó allí y la liberó del peligro. Al querer llevársela, su padre Cefeo, y con él Agénor, a quien había sido prometida[395], quisieron matar en secreto a Perseo.
3. Él, conocido el hecho, les mostró la cabeza de la Górgona y todos fueron transformados de hombres en roca. Perseo regresó a su patria con Andrómeda.
4. A Polidectes, (cuando) percibió el gran valor que tenía Perseo, se le llenó el corazón de temor y quiso matarlo mediante un engaño. Conocida esta maquinación, Perseo le mostró la cabeza de la Górgona, y Polidectes fue transformado de hombre en piedra[396].
LXV. ALCÍONE
Ceix, hijo de Héspero o Lucífero, y de Filónide, había perecido en un naufragio. Su esposa Alcíone, hija de Éolo y de Egíale, por amor se precipitó al mar. Por la misericordia de los dioses, los dos fueron transformados en aves, que son llamadas alciones. A lo largo de siete días, durante la estación invernal, estas aves forman el nido, ponen los huevos, y tienen sus polluelos en el mar. El mar está tranquilo durante estos días, que los marineros llaman «días alcionios[397]».

LXVI. LAYO
1. Layo, hijo de Lábdaco, había obtenido de Apolo el vaticinio de que debía guardarse de la muerte a manos de su propio hijo[398]. De este modo, su esposa Yocasta, hija de Meneceo, después de darlo a luz, mandó que fuera expuesto.
2. Peribea, esposa del rey Pólibo, mientras lavaba la ropa a la orilla del mar, recogió a este niño, que había sido abandonado[399]. Al enterarse Pólibo, puesto que ellos no tenían descendencia, lo criaron como a un hijo suyo y, porque tenía los pies horadados, lo llamaron Edipo[400].
LXVII. EDIPO
1. Cuando Edipo, hijo de Layo y de Yocasta, llegó a la edad viril, era el más fuerte entre los demás, y los de su edad le echaron en cara —por envidia— que era hijo adoptivo de Pólibo, ya que Pólibo era tan apacible y él tan descarado. Edipo se dio cuenta de que no se lo reprochaban en balde.
2. Y así partió a Delfos para consultar acerca de (sus propios padres. Entretanto a Layo[401]) unos prodigios le mostraban que le acechaba la muerte a manos de su hijo.
3. Al dirigirse éste a Delfos, Edipo se cruzó con él en el camino. Unos guardias que escoltaban a aquél, mandaron a Edipo que dejara vía libre al rey, pero Edipo no hizo caso. El rey espoleó contra él a los caballos, y una rueda le aplastó un pie a Edipo. Entonces éste, encolerizado, forzó a bajar del carro a su padre, sin saber que lo era, y lo mató.
4. Muerto Layo, Creonte, hijo de Meneceo, ocupó el trono. Entretanto, fue enviada a Beoda la Esfinge[402], hija de Tifón, que devastaba los campos de los tebanos. Esta impuso al rey Creonte la siguiente prueba: si alguien lograba interpretar el enigma que proponía, ella se iría de allí; pero si, por el contrario, no resolvía el enigma propuesto, ella lo devoraría, y no de otro modo saldría del territorio.
5. El rey, oída la condición, la proclamó por toda Grecia. A quien resolviera el enigma de la Esfinge, prometió que le daría el reino y a su hermana Yocasta en matrimonio. Habiendo venido muchos por deseo del reino, y habiendo sido devorados por la Esfinge, se presentó Edipo, hijo de Layo, e interpretó el enigma[403]. La Esfinge se despeñó.
6. Edipo recibió el reino paterno y como esposa, sin él saberlo[404], a su madre Yocasta, de la que procreó a Etéocles y Polinices, a Antigona e Ismene. Entretanto sobrevino en Tebas una gran esterilidad y escasez de cosechas[405] por los crímenes de Edipo. Interrogado Tiresias por qué era Tebas afligida de este modo, respondió que si sobrevivía alguien del linaje del Dragón y moría por la patria, la liberaría de la peste. Entonces Meneceo, padre de Yocasta, se precipitó desde la muralla[406].
7. Mientras esto sucedía en Tebas, murió Pólibo en Corinto. Al enterarse, Edipo comenzó a sentir gran pesadumbre pensando que su padre había muerto. Peribea le desveló su adopción[407]. Igualmente el anciano Menetes, quien lo había expuesto, reconoció por las cicatrices de los pies y de los tobillos que Edipo era el hijo de Layo.
8. Cuando Edipo escuchó esto, tras ver que quien había perpetrado tantos crímenes nefandos era él, arrancó las fíbulas del vestido de su madre y se privó de la vista. Entregó el reino a sus hijos[408] para que gobernasen en años altemos, y abandonó Tebas con su hija Antigona como lazarillo.
LXVIII. POLINICES
1. Polinices, hijo de Edipo, habiéndose cumplido un año, reclamó el reino a su hermano Etéocles. Éste no quiso cederlo. Por ello Polinices se presentó con la ayuda del rey Adrasto en compañía de siete caudillos[409] para asaltar Tebas.
2. Allí Capaneo, por haber dicho que tomaría Tebas incluso contra la voluntad de Júpiter, fue fulminado por un rayo mientras ascendía por el muro[410]. Anfiarao fue tragado por la tierra. Etéocles y Polinices, luchando entre sí, se mataron el uno al otro.
3. Cuando les estaban siendo tributadas las honras fúnebres en Tebas, aunque el viento era impetuoso, sin embargo, el humo nunca se elevaba en una única dirección, sino que se repartía en dos[411].
4. Mientras los demás asaltaban Tebas, y los tebanos desconfiaban de sus fuerzas, el adivino Tiresias, hijo de Everes, advirtió que si perecía alguien procedente de la estirpe del Dragón, la ciudad sería liberada de esta destrucción. Al darse cuenta Meneceo de que él era el único que podía conseguir la salvación de los ciudadanos, se precipitó desde la muralla. Los tebanos obtuvieron la victoria.
A[412]
Polinices, hijo de Edipo habiendo transcurrido un año, reclamó el reino a su hermano Etéocles con la ayuda de Adrasto, hijo de Tálao, y con siete caudillos; y asaltaron Tebas. Entonces Adrasto huyó gracias a su caballo. Capaneo, por haber dicho que él se adueñaría de Tebas incluso contra la voluntad de Júpiter, fue fulminado por Júpiter mientras escalaba la muralla. A Anfiarao con su cuadriga se lo tragó la tierra. Etéocles y Polinices, luchando entre sí, se mataron mutuamente. Mientras a éstos se les tributaban honras fúnebres comunes en Tebas, el humo se dividía en dos porque se habían matado el uno al otro. Los demás perecieron.
B
Polinices, hijo de Edipo, habiendo transcurrido un año, (reclamó) (el reino) paterno (a su her)mano Etéocles. Éste (no) quiso ce(derlo). (Polinices) se presentó (para asaltar Tebas). Allí Capaneo, porque dijo que él había de tomar (Tebas) incluso contra (la voluntad de Júpiter), fue abatido por un rayo mientras esc(alaba) la muralla. A Anfiarao (se lo tragó la tierra. Etéocles y Polinices), luchando entre sí, se mataran) el uno al otro. (A éstos, mientras en Tebas) se les tributaban honras fúnebres, aunque el viento era impetuoso, (sin embargo, el humo nunca se) volvía hacia una sola parte, sino que se (dispersaba) en dos (partes). (Los demás, como) asaltaran Tebas, y un tebano (…)
LXIX. ADRASTO
1. Adrasto, hijo de Tálao y de Eurínome, recibió de Apolo el vaticinio de que él daría a sus hijas Argía y Deípila en matrimonio a un jabalí y a un león.
2. Por aquel mismo tiempo Polinices, hijo de Edipo, expulsado por su hermano Etéocles, se presentó ante Adrasto. Casi a la vez llegó Tideo, hijo de Eneo y de la cautiva Peribea, expulsado por su padre por haber matado a su hermano Menalipo en una cacería[413].
3. Habiendo anunciado unos criados a Adrasto que dos jóvenes habían llegado con vestimenta desconocida (pues uno iba cubierto con la piel de un jabalí y el otro con la piel de un león), en ese momento Adrasto —acordándose de su vaticinio— mandó que fueran conducidos a su presencia y les preguntó por qué se habían presentado así, con aquel atuendo, en sus dominios.
4. Polinices le manifestó a Adrasto que él había llegado de Tebas y que, por esa razón, se había cubierto con una piel de león, porque Hércules descendía de linaje tebano, y llevaba consigo las señales de su raza. Tideo, por su parte, aseguró que era hijo de Eneo, que descendía de Calidón y que por ello estaba cubierto con una piel de jabalí, evocando al jabalí de Calidón.
5. Entonces el rey, acordándose del vaticinio, a Polinices le concedió a su hija mayor, Argía, de la que nació Tersandro; a Tideo le otorgó a Deípila, la menor, de la que nació Diomedes, que luchó en Troya.
6. Pero Polinices pidió a Adrasto que le preparase un ejército para recobrar de su hermano el reino paterno. Adrasto no sólo le concedió un ejército, sino que incluso él mismo se alistó con otros (seis) caudillos, porque siete eran las puertas que cerraban Tebas.
7. En efecto, Anfión, que había ceñido Tebas con una muralla, había establecido siete puertas con el nombre de sus siete hijas. Éstas fueron Tera, Cleodoxe, Astínome, Asticratía, Quíade, Ogigia y Cloris.
A
Adrasto, hijo de Tálao, tuvo (como hijas a Deípile[414] y Argí)a. Apolo le había vaticinado que (él) había de dar (a sus hijas a un jabalí y a un león). Tideo, hijo de Eneo, (enviado al exilio por su padre por)que (había matado) a su hermano Menalipo en el transcurso de una cacería, vino ante Adrasto cubierto (por una piel de jabalí). Por el mismo tiem(po también Polinices, hijo de Edipo), como (hubiera sido expulsado) del reino por su hermano Etéocles, se presentó cubierto (por una piel de le)ón. Cuando Adrasto los vio, acordándose del vaticinio, entregó a Argía en (matrimo)nio a Polinices, y (a Deípila a Tideo).

compositores: Tavares

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Manuel de Tavares

Compositor español de origen portugués.

Musica en Canarias

Estos repertorios, compuestos sobre los textos latinos obligados, se renovarían además a medida que los nuevos gustos y estilos exigieran otro tipo de lenguajes musicales. Así, en el siglo XVI impera la polifonía austera, en el XVII la policoralidad, en el XVIII el diálogo entre voces e instrumentos solistas, en el XIX la espectacularidad de solistas, coro y orquesta… La catedral canaria de Santa Ana logró de esta manera acumular a lo largo de cuatrocientos años, en todos estos estilos, un patrimonio musical que abarca alrededor de dos mil obras religiosas «suyas», que confieren a su expresión litúrgica católica una personalidad diferenciada, única, lo cual también es algo propio de todas las catedrales del orbe cristiano. Si en el siglo XVI, por causa del esfuerzo económico derivado de la construcción del gran templo, el cabildo catedralicio canario tuvo que renunciar a la contratación de grandes maestros para asumir esta tarea y apoyarse, principalmente, en canarios enviados y formados en la Península, como lo fue el polifonista Ambrosio López. Los ataques piráticos al final de aquel siglo destruyeron una gran parte del patrimonio acumulado hasta entonces. Hubo que recurrir a repertorios importados y comenzar de nuevo la tarea de reunir un archivo de obras propias a partir del siglo XVII. De esta manera, a las pocas obras de López que se salvaron, se añadieron las pasiones de Melchor Cabello en 1615, también compuestas en el viejo estilo. 

Pero ya hacia 1620 se tomó conciencia de que estaba irrumpiendo la técnica coredada en la música de las catedrales, y se necesitaba un maestro conocedor del nuevo estilo, capaz no sólo de componer para coros enfrentados, sino también para entrenar a los cantores canarios en dicha técnica. Pese a los esfuerzos del cabildo, se tardó unos cuantos años en dar con la persona adecuada. El periodo musical de nuestra catedral que documentamos en este concierto comprende las tres décadas y media centrales del siglo XVII, en que se instala y florece en Las Palmas la policoralidad, con su peculiar dinámica espacial, que se genera al contraponerse un mínimo de dos masas corales de distinta densidad desde distintos focos de emisión. Nos remontamos a 1631, año en que llegó a Las Palmas el instaurador aquí de esta técnica y uno de los compositores más importantes de nuestra historia: el maestro de capilla de origen portugués Manuel de Tavares. Y pasando por los nombres de Rojas, Redondo y Cuevas, llegamos hasta la producción de los maestros Juan de Figueredo y Miguel de Yoldi, fallecidos ambos en 1674. De Rojas no conservamos música, y de Cuevas sólo una misa incompleta. Pero de los restantes compositores, cultivadores todos de la nueva técnica del Barroco pleno en la catedral de Santa Ana, hay obras suficientes como para ponernos de manifiesto que en Canarias estuvo entonces un grupo de maestros que nada tiene que envidiar a los mejores de aquella época, y no sólo a nivel español.

A partir de la llegada de Tavares las obras serán compuestas, principalmente, para dos coros con bajo continuo al órgano (un coro de solistas y otro pleno, apoyado éste por cornetas barrocas, sacabuche y bajón). Pero también desde Tavares se ejecutan obras a tres coros, y en la de Yoldi a cuatro coros. También no tardará en incorporarse a la catedral un clavicémbalo, que estará presente en la música desde los años 40; pero no el arpa, que sólo llegará a la catedral muy a finales del siglo XVII, ni los violines, que únicamente se incorporarán al comenzar el siglo XVIII. Manuel de Tavares, en cuya música se basa la mayor parte de este concierto, es bien conocido en la historiografía musical internacional. Muchas de sus obras fueron compradas tras su muerte para la copiosa biblioteca de música del rey Juan IV de Portugal, y éstas se perdieron en el incendio que ocasionó el terremoto de Lisboa de 1755. El mayor legado de composiciones que de Tavares se conserva, ciertamente poco cuantioso (sólo 15 obras, algunas de ellas incompletas), figura para suerte nuestra en el archivo de música de la catedral de Las Palmas, y se conservan además unas pocas obras sueltas suyas en otros archivos catedralicios como los de Cuenca, Zaragoza, Salamanca, Valencia, o Puebla de México. En la catedral de Murcia, donde estuvo Tavares antes de viajar a Canarias, existe también una porción de obras suyas, pero todas a cuatro voces a capella, en estilo antiguo, de manera que su legado policoral en la catedral de Las Palmas, por adscribirse al nuevo estilo, puede considerarse como su patrimonio conservado más importante y excepcional.

Manuel de Tavares había nacido en la localidad portuguesa de Portalegre hacia 1585, en cuya catedral fue mozo de coro y discípulo del maestro de capilla Antonio Ferro. Se trasladó joven a España, y se sabe que hasta 1612 fue maestro de capilla de la catedral de Baeza (provincia de Córdoba), constatándose por un acta capitular canaria que ya estaba allí en 1609, año en que intentó venir por vez primera como maestro a la catedral de Las Palmas, cuyo cabildo no lo quiso contratar. En 1612 se trasladó a la catedral de Murcia. El canónigo de Sevilla Juan Manuel Suárez, representante del cabildo canario, contrató a Manuel de Tavares en mayo de 1630, si bien éste tardaría un año entero en formalizar el contrato y trasladarse a Gran Canaria. Permaneció con su familia en esta isla siete años, regresando después a la Península e ingresando a fines de septiembre de 1638 en la catedral de Cuenca, donde apenas fue maestro de capilla un par de semanas, pues el drástico cambio de clima provocó su rápido fallecimiento, del que se da cuenta en el cabildo conquense el 12 de octubre de 1638. A Las Palmas había traído consigo este maestro a su hijo Nicolás Tavares, quien se formó aquí como maestro de capilla para ejercer luego con buena fama dicho cargo en la catedral de Cádiz (1637-38) y, más tarde, como sucesor de su padre en la de Cuenca, donde también falleció. Este hijo del maestro suscitó en Canarias la envidia y las quejas de algunos músicos, por ayudar a su padre en sus funciones docentes y de ensayos musicales sin pertenecer a la plantilla de la catedral.

La capilla de música de la catedral de Las Palmas constaba de un número limitado de cantores profesionales, generalmente ocho, más tres niños tiples y no menos de cuatro ministriles para apoyar y adornar la música del coro «segundo» o lleno (el coro primero o «favorito» era de solistas). Para reforzar al coro «lleno» en las solemnidades se unía al canto polifónico un cierto número de prebendados que habían sido educados musicalmente en la catedral, con lo que se le daba más prestancia a la música. Cuando Tavares se marchó de Las Palmas en el verano de 1638, se comprometió a contratar en España a un buen sucesor suyo para el magisterio de capilla de la catedral canaria, así como a varios cantores de calidad, lo que realizó puntualmente. El nuevo maestro que contrató Tavares en Andalucía fue el clérigo cordobés Juan de Rojas Caballero, recibido en Las Palmas el 6 de septiembre de 1638, maestro muy com­petente que estuvo cinco años al frente de la capilla, marchándose luego a América sin dejar copia de sus obras en la catedral. La actuación de Miguel de Yoldi como maestro de capilla y cantor de la catedral canaria rezuma desde su llegada orden y profesionalidad. Pero tuvo la mala suerte de sufrir a los siete años de su llegada un ataque de «perlesía» (una hemiplejía), del que se hacen eco las actas en 1668, en cuyo mes de noviembre decide el cabildo contratar al cantor lisboeta Juan de Figueredo Borges para ejercer como tenor de la catedral y como ayudante del maestro de capilla, sin duda porque Yoldi había quedado bastante impedido para desempeñar el cargo por sí solo. 

Figueredo se encontraba en Canarias de paso para el Brasil y se ofreció como cantor a la catedral, que lo contrató inmediatamente. En julio de 1669 decide el cabildo jubilar definitivamente a Yoldi con la mitad de su salario, relevándole de todas sus funciones y confiriéndole a Figueredo el rango de maestro de capilla con todo el salario inherente a tal empleo. El portugués era también un magnífico profesional y un compositor excelente, a nuestro juicio superior al propio Yoldi. Estos dos maestros, que nos dejaron cada uno un estimable legado de buenas composiciones en latín, en su mayoría para dos y tres coros (Yoldi 16 obras, Figueredo 10 obras), desaparecerían casi simultáneamente. Primero Figueredo, fallecido repentinamente en abril de 1674. Yoldi, aunque menoscabado de salud, actuaba en la catedral como ayuda de sochantre, y se ofreció inmediatamente para asumir de nuevo la dirección de la capilla; pero su esfuerzo le fue fatal, pues fallece poco más de dos meses después de dirigida, en julio del mismo año. Sucesivamente, las viudas de ambos músicos ofrecen en venta al cabildo las obras musicales propias y ajenas del archivo de sus respectivos maridos, que son adquiridas. En estas adquisiciones se incluyen los villancicos compuestos, aunque, desgraciadamente, ya no se conservan en la catedral. El fallecimiento casi simultáneo de estas dos personalidades cierra este capítulo central del siglo XVII. A dicho siglo pondrá broche de oro un nuevo maestro que actuó nada menos que 55 años en nuestra catedral: el alcarreño Diego Durón de Ortega (Brihuega, 1653 – Las Palmas de G.C, 1731), quien se hizo cargo de la capilla musical de Santa Ana en 1676 y nos legó más de 500 obras compuestas por él para el templo al que dedicó su vida.”

Ayuntamiento de Tenerife

higinio : fabulas 4

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XXX. LAS DOCE PRUEBAS[281] DE HÉRCULES ORDENADAS POR EURISTEO[282]

1. Cuando era niño estranguló con sus dos manos a dos serpientes que Juno le había enviado[283]. Por ello fue llamado Primigenio[284].

2. Mató al león de Nemea, que era invulnerable. Luna lo había criado en una cueva de doble boca[285]; su piel la conservó Hércules para cubrirse.

3. Mató a la Hidra de Lerna, hija de Tifón, con sus nueve cabezas, junto a la fuente de Lerna[286]. Ésta tenía un veneno tan letal que era capaz de matar a los hombres con su hálito y, si alguien pasaba junto a ella mientras dormía, inhalaba su rastro, y moría con el mayor tormento. La mató gracias a las indicaciones de Minerva[287], la destripó e impregnó sus flechas en la hiel de la Hidra. Así pues, nada que en lo sucesivo fuera tocado con sus flechas, podía esquivar la muerte. También él mismo pereció más tarde en Frigia[288] por esta causa.

4. Mató al jabalí de Erimanto[289].

5. Trajo vivo a presencia del rey Euristeo un ciervo[290] salvaje, con la cornamenta de oro, que estaba en Arcadia.

6. Mató con sus flechas en la isla de Marte a las aves Estinfálides, que atacaban lanzando sus plumas a modo de dardos[291].

7. Limpió en un solo día el estiércol de los bueyes del rey Augías, siendo Júpiter su ayudante en gran medida. Haciendo pasar un río, hizo desparecer todo el estiércol[292].

8. Trajo vivo a Micenas desde la isla de Creta el toro con el que yació Pasífae[293].

9. Con la ayuda de su criado Abdero[294] mató a Diomedes, rey de Tracia, y a sus cuatro caballos, que se alimentaban de carne humana. Los nombres de los caballos eran Podargo, Lampón, Janto[295] y Dino.

10. Arrebató el cinturón a la Amazona Hipólita[296], reina de las Amazonas, hija de Marte y de la reina Otrera. Entonces le concedió a Antíope como cautiva a Teseo.

11. Mató con una sola flecha a Geríon, de tres cuerpos, hijo de Crisáor.

12. Mató al enorme Dragón, hijo de Tifón, junto al monte Atlas, que solía custodiarlas manzanas de oro de las Hespérides, y le llevó las manzanas al rey Euristeo.

13. Al can Cérbero, hijo de Tifón, se lo llevó desde los Infiernos a presencia del rey.

 XXXI. PRUEBAS SECUNDARIAS[297] DEL MISMO

1. Mató en Libia a Anteo, hijo de Tierra. Éste obligaba a sus huéspedes a luchar consigo y los mataba cuando estaban extenuados. Hércules lo mató luchando[298].

2. En Egipto mató a Busiris, que tenía por costumbre inmolar a los forasteros. Cuando Hércules oyó hablar de su norma, consintió en ser llevado al altar con las ínfulas[299], pero en el momento en que Busiris se aprestaba a suplicar a los dioses, Hércules lo mató con su clava a él y a cuantos le ayudaban en los sacrificios.

3. Mató a Cicno, hijo de Marte[300], tras haberlo vencido con las armas. Cuando Marte llegó allí y quiso batirse con él por medio de las armas a causa de su hijo, Júpiter lanzó un rayo entre ellos.

4. Mató en Troya al monstruo marino al que Hesíone había sido expuesta. Mató con sus flechas a Laomedonte, padre de Hesíone, porque no se la entregaba[301].

5. Mató con sus flechas a la refulgente[302] águila que le roía el corazón[303] a Prometeo.

6. Mató a Lico, hijo de Neptuno, por haber querido asesinar tanto a su esposa Mégara, hija de Creonte, como a sus hijos Terímaco y Ofites[304].

7. El río Aqueloo se metamorfoseaba en todo tipo de figuras. Éste, al luchar con Hércules por el matrimonio de Deyanira, se convirtió en un toro al que Hércules arrancó un cuerno que regaló a las Hespérides o Ninfas, y que las diosas llenaron de frutos y llamaron Cuerno de la Abundancia[305].

8. Mató a Neleo, hijo de Hipocoonte, y a diez hijos suyos[306], porque no quiso purificarlo ni limpiarlo después de haber matado a su esposa Mégara, hija de Creonte, y a sus hijos Terímaco y Ofites.

9. Mató a Éurito, porque cuando Hércules le pidió en matrimonio a su hija Yole, aquél lo rechazó.

10. Mató al Centauro Neso porque quiso violar a Deyanira.

11. Mató al Centauro Euritión porque pidió como esposa a Deyanira, hija de Dexámeno[307], que era su prometida.

 XXXII. MÉGARA

1. Cuando Hércules fue enviado por el rey Euristeo ante el perro de tres cabezas, y Lico, hijo de Neptuno, creyó que aquél había perecido, quiso matar a su esposa Mégara, hija de Creonte, y a sus hijos Terímaco y Ofites, y apoderarse del trono.

2. Hércules se presentó allí y mató a Lico. Más tarde, víctima de un ataque de locura provocado por Juno, mató a Mégara y a sus propios hijos Terímaco y Ofites[308].

3. Cuando la cordura volvió a su mente, solicitó de Apolo que se le diera una respuesta sobre cómo debía expiar el crimen. Dado que Apolo no quiso ofrecerle respuesta alguna, Hércules —airado— arrebató de su templo el trípode, que después tuvo que devolver por mandato de Júpiter, y éste ordenó a Apolo que le otorgara un vaticinio aunque no quisiera.

4. Por ello Hércules fue entregado como esclavo[309] por Mercurio a la reina Ónfale.

 XXXIII. LOS CENTAUROS

1. Tras haber llegado Hércules a la corte del rey Dexámeno para hospedarse, y haber desflorado a su hija Deyanira, prometió que la tomaría por esposa. Después de partir, el Centauro Euritión, hijo de Ixíon y de Nube, pidió a Deyanira por esposa. El padre de ésta, temiendo el uso de la fuerza, prometió que se la daría.

2. Fijado el día, se presentó a la boda con sus hermanos. Se presentó Hércules, mató al Centauro y se llevó a su prometida.

3. Asimismo en otra boda, cuando se casó Pirítoo con Hipodamía, hija de Adrasto, los Centauros, ahitos de vino, intentaron raptar a las esposas de los lápitas. Los Centauros mataron a gran número de éstos, pero perecieron a manos de ellos[310].


 XXXIV. NESO

1. Al Centauro Neso, hijo de Ixíon y de Nube, le suplicó Deyanira que la pasara a la otra orilla del río Eveno. Llevándola a lomos, quiso violarla en el propio curso del río. Cuando Hércules llegó a aquel lugar y Deyanira le imploró su auxilio, él atravesó a Neso con sus flechas.

2. Neso, en el trance de morir, sabiendo cuán letal era el poder del veneno que contenían aquellas flechas, por estar impregnadas en la hiel de la Hidra de Lema, recogió su propia sangre, se la brindó a Deyanira y le aseguró que se trataba de un filtro amoroso[311]. Y añadió que si quería que su cónyuge no la repudiara, debería impregnar completamente su vestimenta con ella. Deyanira, crédula, la guardó y escondió con todo esmero[312].

 XXXV. YOLE

Hércules, después de pedir en matrimonio a Yole, hija de Éurito, y de que éste lo rechazara, atacó Ecalia. Hércules, a pesar de las súplicas de la doncella, quiso matar a sus padres ante sus propios ojos[313]. Ella, con muy firme ánimo, soportó que sus padres fueran asesinados en su presencia. Cuando los hubo matado a todos[314], envió por delante de él a Yole como cautiva junto a Deyanira.

 XXXVI. DEYANIRA

1. Deyanira, hija de Eneo, esposa de Hércules, cuando vio que Yole, doncella de excepcional belleza, le había sido llevada como cautiva, temió que le arrebatase a su esposo. Y así, acordándose de la advertencia de Neso, envió a un criado llamado Licas para que le llevara a Hércules una túnica impregnada en la sangre del Centauro.

2. Después, un poco de sangre que había goteado hasta la tierra, alcanzada por el sol, comenzó a arder. Cuando Deyanira lo observó, comprendió que aquello no era como le había dicho Neso, y envió a alguien para que hiciera volver a aquél a quien había dado la túnica.

3. Hércules se la había puesto ya, y al punto comenzó a abrasarse. Habiéndose arrojado a un río para apagar el fuego[315], salía una llama mayor. Y, al querer quitarse la túnica, las vísceras se desprendían con ella[316].

4. Entonces Hércules lanzó rodando al mar a Licas, que le había traído la túnica. En el lugar en que cayó surgió un peñasco que se denomina Licas[317].

5. Se dice que en ese momento Filoctetes, hijo de Peante, levantó en el monte Eta una pira en honor de Hércules, y que éste alcanzó la inmortalidad. Por este favor Hércules regaló a Filoctetes su arco[318] y sus flechas.

6. Por esto que le acaeció a Hércules, Deyanira se suicidó.

 XXXVII. ETRA

1. Neptuno y Egeo, hijo de Pandíon, yacieron durante una misma noche con Etra, hija de Piteo, en el santuario de Minerva[319]. Neptuno cedió a Egeo la paternidad del hijo que naciera de ella.

2. Egeo, por su parte, cuando se disponía a volver desde Trecén a Atenas, depositó su espada bajo una piedra, y ordenó a Etra que le enviara al hijo cuando pudiera levantar la piedra y extraer la espada de su padre. En ello estribaría el indicio del reconocimiento de su hijo.

3. Y así, Etra dio a luz después a Teseo. Cuando éste llegó a la edad viril, su madre le reveló las prescripciones de Egeo, le mostró la piedra para que extrajera la espada y le mandó partir a Atenas a la corte de Egeo. Teseo[320] mató a todos los que infestaban el camino.

 XXXVIII. LOS TRABAJOS[321] DE TESEO[322]

1. Mató con las armas a Corinetes, hijo de Neptuno[323].

2. Se deshizo de Pitiocamptes[324], que obligaba a los que pasaban por el camino a doblar con él un pino hasta el suelo, de modo que quien lo había sujetado con él, salía despedido con todas sus fuerzas. De esta forma quedaba gravemente aplastado contra el suelo y perecía. A éste lo mató.

3. Mató a Procrustes, hijo de Neptuno. Cuando venía un huésped a su casa, si era bastante alto, le ofrecía el lecho más pequeño, y le cortaba la parte del cuerpo que sobraba. Pero sí era más bajo de estatura, le ofrecía el lecho más largo, y colgándole unos yunques, lo estiraba hasta que coincidiera con la longitud del lecho. A éste lo mató[325].

4. Mató a Escirón, que se sentaba en un lugar escarpado junto al mar, y a quien pasaba por el camino, le obligaba a lavarle los pies, y en ese momento lo precipitaba al mar. A éste Teseo lo arrojó al agua con igual muerte, por lo que las rocas fueron llamadas Escironias[326].

5. Mató con las armas a Cercion, hijo de Vulcano[327].

6. Mató un jabalí[328] que había en Cremión[329].

7. Mató un toro que había en Maratón, que Hércules había traído desde Creta ante Euristeo[330].

8. Mató al Minotauro en la ciudad de Cnoso[331].

 XXXIX. DÉDALO

Dédalo, hijo de Eupálamo, de quien se dice que había recibido de Minerva el arte de la construcción, arrojó desde lo alto de un tejado a Perdiz[332], hijo de su hermana, por envidia de su ingenio, porque había sido el primero en inventar la sierra. Por este crimen partió al destierro desde Atenas a Creta, a la corte del rey Minos.

 XL. PASÍFAE

1. Pasífae, hija de Sol, esposa de Minos, no había ofrecido sacrificios a la diosa Venus durante varios años. Por ello Venus le infundió un amor abominable: unirse, bajo otra apariencia, al toro del que ella se había encaprichado[333].

2. Cuando Dédalo llegó allí desterrado, le pidió ayuda a Pasífae. Él le fabricó una vaca de madera y la recubrió con el cuero de una vaca verdadera; dentro de ella Pasífae copuló con el toro. De esta unión concibió al Minotauro, con cabeza de toro y cuerpo humano[334].

3. Entonces Dédalo construyó para el Minotauro un laberinto de salida inextricable[335], en el que fue encerrado.

4. Conocido el hecho, Minos metió a Dédalo en prisión, pero Pasífae lo liberó de las cadenas. Así pues, Dédalo fabricó y acopló unas alas a su cuerpo y al de su hijo Ícaro, y salieron volando de allí. Ícaro, elevándose a gran altura, calentada la cera por el sol[336], cayó al mar, que por ello se llamó «mar Icario». Dédalo llegó volando hasta la corte del rey Cócalo, en la isla de Sicilia.

5. Otros dicen que, cuando Teseo mató al Minotauro, mandó volver a Dédalo a Atenas, su patria[337].

 XLI. MINOS

1. Cuando Minos, hijo de Júpiter y de Europa, luchó contra los atenienses, su hijo Andrógeo murió en el combate[338]. Después de derrotar a los atenienses, éstos comenzaron apagar un tributo a Minos. Estableció, pues, que cada año enviaran a siete de sus hijos como alimento para el Minotauro[339].

2. Teseo, después de llegar de Trecén y de oír qué gran calamidad afligía a la ciudad, prometió ir voluntariamente ante el Minotauro.

3. Al despedirlo, su padre le ordenó que —si regresaba victorioso— debía izar velas blancas en la nave. En efecto, quienes eran enviados al Minotauro navegaban con velas negras.

 XLII. TESEO ANTE EL MINOTAURO

Cuando Teseo llegó a Creta, Ariadna, hija de Minos, se enamoró de él hasta el punto de traicionar a su hermano y salvar al extranjero. Ella, en efecto, mostró a Teseo cómo salir del laberinto. Una vez que Teseo entró allí y mató al Minotauro, logró salir al exterior devanando un ovillo de acuerdo con el consejo de Ariadna; y se la llevó para casarse con ella, conforme a la palabra que le había dado.

 XLIII. ARIADNA

1. Teseo, retenido en la isla de Día[340] por una tempestad, pensando que si llevaba a Ariadna a su patria supondría una deshonra para él, la dejó abandonada en dicha isla mientras ésta dormía. Líber se enamoró de ella y se la llevó de allí para tomarla por esposa.

2. Pero Teseo, en el curso de la navegación, se olvidó de cambiar las velas negras[341]. Y así, su padre Egeo, creyendo que Teseo había sido devorado por el Minotauro, se precipitó al mar, por lo que fue denominado «mar Egeo».

3. Teseo, por su parte, tomó en matrimonio a Fedra[342], hermana de Ariadna.

 XLIV. CÓCALO

Minos, puesto que por culpa de Dédalo le habían sobrevenido muchos contratiempos, persiguió a éste hasta Sicilia y pidió al rey Cócalo que se lo entregara. Como Cócalo se lo había prometido y Dédalo se había enterado, pidió éste ayuda a las hijas del rey. Ellas mataron a Minos.

 XLV. FILOMELA[343]

1. El tracio Tereo, hijo de Marte, que se había casado con Procne, hija de Pandíon, fue a Atenas ante su suegro Pandíon para pedirle que le concediera en matrimonio a Filomela, su otra hija[344], y le dijo que Procne había muerto.

2. Pandíon le dio su consentimiento, y dejó marchar a Filomela y a unos acompañantes con ella. A ellos Tereo los lanzó al mar, y a Filomela —después de encontrarla en un monte— la violó[345]. Y cuando regresó a Tracia, entregó a Filomela al rey Linceo, cuya esposa Latusa al punto envió a la rival a Procne, puesto que ésta era amiga suya[346].

3. Al reconocer Procne a su hermana y descubrir el despiadado crimen de Tereo, comenzaron las dos a urdir de común acuerdo cómo devolver al rey una acción de tal jaez. Entretanto conoció Tereo por medio de unos prodigios cómo a su hijo Itis le acechaba la muerte procedente de una mano cercana. Oído este vaticinio, pensando que su propio hermano Driante[347] tramaba la muerte para su hijo, mató a su hermano Driante, que era inocente.

4. Procne, por su parte, mató a su hijo Itis, nacido de ella y de Tereo, se lo sirvió en un banquete y huyó con su hermana.

5. Conocido el crimen, Tereo persiguió a las fugitivas, y sucedió que —por compasión de los dioses— Procne se transformó en golondrina, Filomela en ruiseñor. En cuanto a Tereo, dicen que fue convertido en gavilán[348].

compositores: Hilarion Eslava

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1 RESUMEN:

Miguel Hilarión Eslava Elizondo (Burlada, 21 de octubre de 1807 – Madrid, 23 de julio de 1878) fue un musicólogo y compositor español. A los 9 años ya formaba parte del coro de la Catedral de Santa María la Real de Pamplona, ​​donde tuvo por maestro Mateo Giménez. A los 17 años entró como violinista de la misma catedral. Más tarde se desplazó a Calahorra, donde recibió clases de  Francisco de Secanilla. En la Catedral de la Asunción de El Burgo de Osma fue maestro de capilla entre los años 1828 y 1832. En 1832 pasó a ocupar el mismo lugar en la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla. Allí fue ordenado sacerdote sin abandonar, al contrario, la música dedicándose al estudio del archivo musical de la catedral. Además, compuso sus tres óperas italianas Il solitario del monte Selvaggio,  estrenada en Cádiz en 1841, La tregua di Ptolemaide,  estrenada en la misma ciudad en 1842, y Pietro il Crudele, estrenada en Sevilla en 1843. En aquel tiempo también compuso obra religiosa, entre ella, misas y misereres. En 1847 ganó por oposición el magisterio de la Capilla Real de Madrid, ya partir de 1854 fue profesor de composición del Conservatorio de la misma ciudad.  Tuvo muchos alumnos de renombre y escribió un método de solfeo muy conocido. 

2 BIOGRAFIA

3 OBRAS:

Vocal secular:

Ops:
Il solitario del monte selvaggio (os, 3, C. Bassi), Cádiz, Principal, June 1841;
La tregua di Ptolomaide (os, 3, L. Bertocchi), Cádiz, Principal, 24 May 1842;
Pedro el cruel (os, 2, after Lope de Vega: Lo cierto por lo dudoso), Seville, sum. 1843

Vocal religiosa:

Sacred:
Over 140 pieces, incl. Requiem, vv, orch, op.143 (Madrid, 1861);
Mass, 4vv, orch, op.150 (Madrid, c1865);
Oficio de difuntos, 2 choruses, orch, E;
TeD, solo vv, SATB, 8vv, orch, E;
3 motetes compuestos al Santísimo, unacc., E;
Motetes al SS Sacramento, unacc., op.147;
Salve regina, 2 choruses, unacc., E;
¡O salutaris!, Bar solo, SATB, orch, E

Other vocal:
Paráfrasis de Job, T, orch;
Cantiga 14a del rey don Alfonso el Sabio parafraseada, SATB, orch (Madrid, 1865)

Instrumental:

Sinfonía fantástica;
Divertimento, fl, pf

Literatura:

Método completo de solfeo sin acompañamiento (Madrid, 1846/R)
Breve memoria histórica de la música religiosa en España (Madrid, 1860)
Prontuario de contrapunto, fuga y composición en preguntas y respuestas (Madrid, 1860, 3/1890)
Escuela de armonía y composición: obra dividida en cinco tratados (Madrid, 1857–9, 2/1869–71)

Edicions:
Museo orgánico español (Madrid, 1854) [anthology of organ music]
Lira sacro-hispana: gran colección de obras de música religiosa, compuesta por los más acreditados maestros españoles, tanto antiguos como modernos (Madrid, 1869)

Hilarión Eslava es la prueba de que España estaba desde el punto de vista musical, absolutamente al día de lo que se movía musicalmente en Europa, era un país periférico, si pero no ajeno a todo el romanticismo musical y desde luego no ajeno especialmente a todo lo que venia de Italia. Nacio en Burlada, Navarra el 21 de octubre de 1807 y murió en Madrid el 23 de julio de 1878 y fue un compositor y musicólogo español del siglo XIX, gran defensor de la ópera española. Fue niño de coro y violinista de la Catedral de Pamplona. Estudió órgano, violín y piano con Julián Prieto, y composición con Francisco Secanilla. En 1828 fue maestro de capilla de la Catedral de El Burgo de Osma; se traslada a Sevilla, donde se ordena sacerdote y figura como maestro de la Real Capilla. Durante su estancia en Sevilla estrenó algunas obras de carácter secular. En 1844 viaja a Madrid donde es también maestro de capilla de la Capilla Real de Madrid. En 1854 es nombrado profesor de composición del Conservatorio de Madrid, centro que once años más tarde pasó a dirigir. Fue fundador, junto con Arrieta, Gaztambide y Barbieri, del grupo La España Musical, dedicado a defender la ópera española. Sus obras denotan la influencia italiana y está considerado uno de los pocos auténticos músicos románticos españoles.

Entre su basta obra se encuentran tres óperas: Il Solitario (1841), Las treguas de Tolemaida (1842) y Pietro il Crudele (1843), algunas obras sinfónicas (Sinfonía fantástica, la cantata La guerra de África,…), y más de 140 composiciones religiosas entre las que hay, entre otras muchas piezas, ocho Misas, Oficio de difuntos, Te Deum, varios motetes, catorce Lamentaciones, seis Salve Regina, una de las cuales se canta todos los años el sábado previo al 26 de julio en Tudela, en honor de Santa Ana, y tres Stabat Mater. Una de sus obras más conocidas es El Miserere de Sevilla y el Miserere de Jerez que aún se interpretan anualmente el Sábado de Pasión. Es autor de “Lira Sacro hispana” (1869), antología en siete volúmenes de la música religiosa española de los siglos XV y XVI. Así mismo, fue autor de obras de carácter pedagógico, como su “Método de Solfeo” (1846) [1], que ha sido utilizado durante más de un siglo como material de enseñanza, “Método completo de solfeo sin acompañamiento” [2], “Tratado tercero de la melodía y discurso musical” (1871) [3], “La Escuela completa de armonía y composición”, etc. Su sepultura se encuentra en el cementerio de su localidad natal, es obra de Mariano Benlliure. Fuente: Auditorio de Zaragoza