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Mijaíl Saltykov–Shchedrín (1826–1889)
Aventuras de Kramólnikov

cuento–elegía

Una mañana, al despertarse, Kramólnikov advirtió, con entera claridad, que no existía. La víspera se sentía aún un ser real, mientras que aquel día, por arte de birlibirloque, su existencia se había convertido en inexistencia. Pero aquella inexistencia era de un carácter muy singular. Kramólnikov se palpó precipitadamente el cuerpo; luego, pronunció en voz alta algunas palabras, y, por último, se miró al espejo; resultó que él estaba allí, presente, y que en su calidad de alma inscripta en el censo de siervos existía lo mismo que ayer. Es más, probó a pensar y se cercioró de que podía hacerlo. Pero, a pesar de todo, no le cabía la menor duda de que ya no era un ser viviente. No era ya el Kramólnikov, no inscripto en el censo, que se sintiera el día anterior. Diríase que se había cerrado bruscamente una puerta ante él o que un alud había interceptado su camino, y ya no podía ir a ninguna parte ni tenía objeto alguno caminar.

Haciendo toda suerte de conjeturas, se puso a observar con curiosidad cuanto le rodeaba, y su mirada detúvose un instante en el trabajo literario, empezado, que se hallaba sobre la mesa escritorio; de pronto, se sintió sacudido corno por una descarga eléctrica…

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

Al principio pensó: «¡Qué tontería!», y tomó la pluma. Mas, cuando quiso continuar el trabajo iniciado, se convenció inmediatamente de que, en efecto, tenía que tacharlo de un plumazo y escribir debajo: ¡Innecesario!

Comprendió que todo continuaba como antes; únicamente su alma había quedado cerrada a piedra y lodo. En adelante, sería dueño de regir las funciones de su alma empadronada y, quizás, también dueño de pensar; pero nada de aquello tenía ya objeto. Le habían quitado lo principal, lo que constituía el fundamento y la esencia de su vida: aquella fuerza radiante que le permitía encender los corazones de los demás con el fuego del suyo propio.

Permanecía en pie estupefacto; miraba, y no veía; buscaba, y no encontraba. En su pecho ardía algo terriblemente torturante, abrasador, mientras por el aire se expandía un susurrante rumoreo necio, maligno: «¡Lo han cogido, lo han descubierto, lo han atrapado!”

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido?

Su alma estaba en efecto cerrada a piedra y lodo. Como todo hombre de convicciones y firmes creencias, Kramolnikov tenía un sagrario en su interior donde guardaba !os tesoros de su alma. Aquellos tesoros, lejos de esconderlos y considerarlos de su exclusiva pertenencia, los esparcía a manos llenas. Y a ello se reducía a su entender todo el sentido de la vida humana. Sin aquella fuerza interna que obligaba al hombre a emanar luz y bien, dándole al propio tiempo capacidad de recepción para la luz y el bien de los demás, la sociedad humana se asemejaría a un cementerio. Aquello no sería una sociedad, sino un depósito de cadáveres… Y ahora, llegaba para él un período cadavérico. El intercambio mutuo de la luz y del bien había terminado Kramólnikov mismo era ya un cadáver, y cadáveres eran también aquellos a quienes se dirigiera, hacía tan poco tiempo, como fuente del agua de la vida, que hacía fecunda a su actividad… Nunca, ni siquiera en hipótesis, se había imaginado que pudiera ocurrirle tan profunda desgracia.

Kramólnikov era un literato poshejoniano de pura cepa, sin más afecciones que el cariño al lector, ni más alegrías que su relación con él. No plasmaba al lector dándole forma material alguna pero, sin embargo, lo tenía presente de continuo. Aquella devoción a un ser abstracto encerraba algo singular; era como una especie de pasión morbosa. Durante varios decenios había constituido su único sustento espiritual y de año en año se fue haciendo acuciante. Por último, llegó la vejez, y todas las venturas de la vida, excepto aquélla —suprema, la más esencial—, perdieron para él todo interés, tornándose innecesarias…

Y de pronto, en aquel instante se derrumbó también su ventura postrera. Abrióse de pronto un negro abismo y se tragó el único aliciente de su vida…

En la esfera literaria suelen encontrarse a veces personas de tal naturaleza, que orientan exclusivamente su vida en una sola dirección. Desde su juventud, se va formando su existencia de un modo tan unilateral, que cualesquiera que sean las casuales circunstancias que las aparten del camino señalado por la fatalidad, sus desviaciones nunca serán serias ni duraderas. Bajo las sucias capas de aluvión continúa fluyendo el claro arroyuelo, como la sangre por las venas. Toda la diversidad de la vida se les antoja ficticia; todo el interés de ésta se halla concentrado en un punto luminoso. Nunca reparan en qué contingencias pueden esperarles en el camino, jamás prevén nada, no se preocupan de asegurarse la retaguardia, ni de practicar reconocimiento del terreno ni se informan de ejemplos precedentes. Proceden así, no porque no comprendan los fenómenos que se producen ante ellos y su propia dependencia de los mismos, sino porque ninguna clase de previsiones ni informes pueden alterar lo más mínimo unas funciones cuya interrupción sería igual al cese de la existencia. Hay que matar al hombre para que se interrumpan tales funciones.

¿Sería posible que precisamente un asesinato semejante se hubiera perpetrado entonces, en aquel enigmático momento? ¿Qué había ocurrido? En vano buscaba respuestas. Tan sólo comprendía una cosa: que por todas partes le rodeaba un vacío insondable.

Kramólnikov amaba ardientemente, con fiel pasión, a su país; conocía muy bien su historia, tanto pasada como presente. Pero aquel conocimiento ejercía sobre él una influencia singular en extremo: era un manantial, nunca cegado, de dolor que, renovándose de continuo, acabó por ser el principal objeto de su vida, por dar dirección y colorido a toda su actividad. Y Kramólnikov, lejos de procurar calmar aquel dolor, lo atizaba y reavivaba en su corazón. La vitalidad del dolor y la continua sensación del mismo era una fuente de vivas imágenes, a través de las cuales el dolor se transmitía a la conciencia de los demás.

Sabía Kramólnikov que su país poshejoniano gozaba desde tiempos remotos fama de tornadizo e inestable, que su propia naturaleza no merecía confianza. Los ríos se desbordaban y no había año que no cambiasen de curso formando numerosos bancos de arena en sus cauces. Los fenómenos atmosféricos, sorprendentes por lo inesperados que eran, parecían obra de magia: hoy, hacía tanto calor, que la camisa chorreaba en la espalda del vecino, y al día siguiente, la misma camisa, del frío, estaba más tiesa que una estaca. Los veranos eran cortos, la vegetación pobre, los pantanos inmensos… En resumidas cuentas: una naturaleza tan inadecuada y traidora, que no se podía hacer de antemano suposiciones de ninguna clase.

Pero más inestable todavía era en Poshejón la suerte de las personas. El rústico decía: «Del zurrón de mendigo y de la cárcel ni Dios te libra». El comerciante y el artesano aseguraban: «Nuestras ganancias se ven menos que una raya en el agua». El boyardo afirmaba: «Ayer, era grande como un castillo, y hoy, soy pequeño como un comino». ¡No había relación entre el ayer y el mañana! El hombre vagaba a la ventura, como por el Valle de las Maravillas: «Si Dios manda buenos vientos, llegarás a ser general; si no los manda, en soldado te quedarás».

¿De qué conciencia podía hablarse cuando por doquier reinaban la deslealtad y la traición? ¿En qué podía apoyarse? ¿Con qué forjarse?

Todo aquello lo sabía Kramólnikov, pero repito que el conocimiento avivaba el dolor de su corazón y era el punto de partida de sus actividades. Repito también que quería profundamente a su país, amaba su pobreza, su desnudez, su infortunio. Tal vez vislumbrase en perspectiva algún milagro que pusiese fin a las desgracias que le atormentaban.

Creía en los milagros y los esperaba. Educado en el seno de los prodigios, se sometía, sin darse cuenta él mismo, a la acción de la taumaturgia y la consideraba como un factor decisivo en la vida de Poshejón. ¿En qué sentido ejercería su acción la taumaturgia? La cuestión se reducía a eso… Además, en el pasado, no todo eran tinieblas. De vez en cuando, las sombras se esclarecían un poco, y en aquellos breves espacios de claridad los habitantes de Poshejón se sentían indiscutiblemente más animosos. Esta cualidad de florecer y reanimarse bajo los rayos del sol, por débiles que sean, demuestra que para todas las personas en general la luz constituye algo muy deseado. Hay que fomentar en ellas esa instintiva ansia de luz y recordar que la vida es alegría y no un interminable padecer del que sólo puede librarnos la muerte.

No es la muerte la que debe romper las ligaduras, sino la imagen restaurada del hombre, iluminada y limpia de todas las impurezas que han ido depositando sobre ella siglos de esclavitud y expoliación. Esta verdad dimana tan naturalmente de todas las propiedades del ser humano, que no es posible dudar ni un instante de su futuro triunfo.

Kramólnikov creía en ese triunfo y todo él se entregaba a su recuerdo.

Su inteligencia y corazón los consagraba por entero a restablecer en las mentes de sus correligionarios el concepto de la luz y la verdad, y a refirmar en sus corazones la fe en que la luz llegaría y las tinieblas no podrían cercarla. Tal era en realidad el objetivo de todas sus actividades.

Y en efecto, la taumaturgia no tardó en ejercitar sus derechos. Pero no aquella taumaturgia, benéfica, que él esperaba, sino una vulgar, cruel, poshejoniana.

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

En honor de Kramólnikov hay que decir que nunca se había hecho la pregunta: «¿Por qué se me castiga?» Pues comprendía que cuando no se ha cometido delito alguno de palabra, tal género de preguntas, además de ser inoportunas, testimonian abiertamente la pusilanimidad de quien las hace. Ni siquiera negaba lo normal del hecho que le había acaecido, y únicamente la parecía que la normalidad del mismo se manifestaba de un modo excesivamente cruel y rudo. Más de una vez, en su larga carrera literaria, había tenido que desempeñar el papel de anima vilis ante la taumaturgia, pero hasta entonces ésta al menos le había dejado el alma intacta. Ahora se la había arrancado y estrujado, cerrándola a piedra y lodo, y por muy acostumbrado que estuviera Kramólnikov a las veleidades de la taumaturgia, en esta ocasión experimentaba gran sorpresa. Era como si le hubieran tundido a golpes, sentía en todo su ser un dolor agudo, ardiente y nuevo en absoluto. Y de pronto se acordó del «lector». Hasta entonces le había dedicado abnegadamente todas sus energías; ahora alentaba en su corazón por vez primera un impreciso afán de correspondencia, de simpatía, de ayuda…

E instintivamente se echó a la calle, como si allí le esperara alguna explicación.

La calle tenía el habitual aspecto poshejoniano. A Kramólnikov le pareció que ante él se extendía una inmensa llanura muda, ciega y sorda. Sólo las piedras gemían. La gente iba y venía con sigilo, mirando recelosa a los lados, como si fuera a robar. Únicamente aquella fibra continuaba viva. Todo lo demás estaba lleno de asombro, casi pasmado.

Pero a Kramólnikov, en su acaloramiento, le pareció que hasta aquella muda calle sabía algo. Y lo deseaba con tanta vehemencia, que tomó los gemidos de las piedras por quejas de los hombres. Sin embargo, en parte no se equivocaba. Efectivamente, por doquier, se expandía un desenfrenado rumoreo: el de los liberales, sus amigos de ayer. A unos los dejaba atrás, otros venían a su encuentro, pero desgraciadamente no se percibía en sus rostros ni el menor asomo de simpatía. Al contrario, ya se había extendido por sus facciones la sombra de la apostasía.

— ¡Vaya, lo han enterrado a usted, querido! ¡Pronto lo han enterrado! —le dijo uno—. Severo castigo, señor mío, ¡muy severo! Pero usted también tiene su tanto de culpa. No se puede hacer eso, amigo mío. Hace tiempo que se lo vengo advirtiendo: ¡no se puede! Le han estado aguantando y aguantando, hasta que se acabó…

—¿Qué quiere decir con eso de «se acabó?”

—Pues que «se acabó», ¡y nada más! Se aburre uno ahora. Los actuales no son momentos de conversaciones, sino de observar y, siempre que sea posible, andarse con cuidado. Usted, señor mío, debía haber caído antes en la cuenta; si !e repugnaba adherirse de toda corazón, podía haberlo hecho aunque no fuera más que por encima, ¡y que averigüen luego cómo es uno por dentro! Pero usted, ¡siempre con exabruptos, con brusquedades! Y claro se han hartado. ¿Cree usted que para mí mismo no es dura la vida? ¡Me parece que usted me conoce desde hace tiempo! Sin embargo, yo lo pensé muy bien, les pedí consejos a buenas personas… Dije: ¡Señor, bendíceme!… Y, ¡cataplum!

Otro le manifestó:

—Sí, querido amigo, me da usted lástima, ¡muchísima lástima! Era agradable leerle. Se sonreía uno, suspiraba y, a veces, hasta encontraba algo de provecho… En ocasiones, incluso se apresuraba uno a ir a contárselo a los amigos. En las oficinas se citaban sus pasajes. Tenía yo un amigo que se sabía de memoria muchos de sus escritos. Pero, por otra parte, todo tiene su límite. Llegó un tiempo en que se necesitaba otra cosa; debería usted haberlo comprendido y no esperar a que le dieran el pasaporte. Y en cuanto a qué «otra cosa» es ésa, se aclarará más tarde, pero no ahora… Ya ve, yo, después de otros, examiné detenidamente el asunto y le dije a mi mujer: «¡Hay que hacerlo ahora mismo!» Bueno, y ella también me dijo: «¡Hay que hacerlo!» Y me decidí.

—¿A qué se decidió usted?

—Pues, sencillamente, a seguir el camino trillado de los demás, sin mirar a los lados, sin remontarme a las nubes ni soñar con grandes empresas… Despacito, sin ruido, se va lejos. Supongamos que esa senda sea aburrida y gris, pero, por una parte, a nosotros no nos corresponde brillar; y por otra, la familia. A mi mujer le gusta engalanarse, divertirse… Y uno mismo tiene su posición en la buena sociedad, sus relaciones y amistades; ve cómo los demás suben y suben, ¿y va uno a perderlo todo? ¿Se figura usted que yo seré así siempre?… No, yo también tengo mis objeciones. Ya vendrán tiempos mejores… Por ejemplo, ni Nikolái Semiónich… Porque hoy, amigo, tiene la sartén por el mango uno… Hoy es Iván Mijáilich y mañana puede ser Nikolái Semiónich… Bueno, y entonces, de nuevo…

—¡Pero si Nikolái Semiónich es un ladrón!

—¿Un ladrón? ¡Oh, qué duramente se expresa usted!

Por último, un tercero le gritó en sus propias barbas:

—¡Se lo tiene bien merecido! ¡Ya era hora! Usted, señor mío, no sólo se ha comprometido a sí mismo, sino a los demás. ¡Eso ha hecho usted! Por culpa suya, tuve ayer que dar explicaciones, ¡y hoy mismo no sé si soy o no soy! Y permítame que le pregunte: ¿Qué derecho tiene usted a esto? El jefe me dijo: «Usted está en amistosas relaciones con el señor Kramólnikov, y por todo lo expuesto…» Yo le contesté con evasivas: «¡Qué han de ser amistosas, Vuecencia! ¡Pura broma! ¿Por qué no hacer un poco el bufón después del trabajo?» Bueno, y de momento, me han dado veinticuatro horas para meditar; luego ya veremos qué pasa. Y yo, por cierto, tengo mujer, hijos… Además, yo también significo algo… ¡Quién iba a esperar esto! Le repito: ¿Qué derecho tiene usted? ¡Ayayay!

Kramólnikov no creyó necesario continuar la charla y siguió andando. Pero como en su camino se encontraba la casa de un antiguo compañero suyo de hospedaje, decidió entrar un momento a verle, pensando que al menos se desahogaría.

El lacayo le acogió cordialmente: por lo visto aún no sabía nada. Le dijo que Dimitri Nikolaich no estaba en casa y que Aglaia Alexéievna se hallaba en la sala. Kramólnikov abrió la puerta, pero apenas hubo cruzado el umbral de la sala, la dama que estaba sentada allí dio un grito y echó a correr. Kramólnikov se retiró.

Por último, recordó que en Peski vivía un viejo compañero de servicio (Kramólnikov había servido hacía quince años en la Dirección de Malos Pensamientos) llamado Yákov Ilich Voróbushkin. Aquel hombre, que era un gran admirador de Kramólnikov, no había tenido suerte en su carrera. Llevaba ya sus buenos diez años y pico de jefe de negociado, sin perspectivas de ningún ascenso, temblando como un azogado cuando se producía algún cambio, por temor a perder su cargo. Tímido y poco buscavidas por naturaleza, ni siquiera había sabido proporcionarse un buen empleo particular. Sin que se sepan las causas de ello, desde el primer momento se orientó de manera tan singular, que incluso a él mismo le parecía extraño buscar algo, escribir propuestas de aniquilaciones y destituciones, zancadillear por antesalas y escaleras, y etcétera, etcétera. Sólo una vez presentó un informe sobre la necesidad de dar ánimos a los mendigos, pero el director, después de leerlo, se limitó a amenazarle con el dedo, y desde entonces Voróbushkin no volvió a decir esta boca es mía. Sin embargo, últimamente, había empezado a tener vagas esperanzas y a ir a la misma iglesia a la que iba su jefe; debido a ello, éste le regaló una vez medio pan eucarístico (de la parte de abajo) y le dijo: «¡Estoy muy contento!» Y cuando el asunto marchaba ya sobre ruedas, de pronto…

A Kramólnikov le abrió la puerta una vieja niñera, tras la que asomaron, por entre las hojas interiores, las caras asustadas de unos niños. La vieja estaba enfadada, pues la llegada del inesperado visitante había interrumpido su labor de buscarse las pulgas. Sin ninguna clase de rodeos, le dijo a Kramólnikov en la cara:

—Yákovllich no está en casa; por culpa de usted, le ha llamado el jefe; no sabemos si a estas horas estará vivo o muerto, y la señora ha ido a rezar a la iglesia.

Kramólnikov empezó a bajar por la escalera, pero apenas hubo dado unos pasos, se encontró con el propio Voróbushkin.

—¡Kramólnikov! ¡Perdone, pero yo no puedo seguir manteniendo con usted las relaciones de antes! —dijo Voróbushkin con alterada voz—. Por esta vez, me parece que me he justificado, aunque no puedo asegurarlo con certeza. El director me ha dicho: «¡Ha caído sobre usted una mancha que no se borrará jamás!» ¡Y yo tengo mujer, hijos! ¡Déjeme en paz, Kramólnikov! Perdone que sea tan pusilánime, pero no puedo…

Kramólnikov volvió a casa abatido, casi asustado.

Se daba cuenta de que, a partir de aquel día, estaba condenado a la soledad. Y estaba solo no porque no tuviese lectores que le apreciasen y tal vez le quisieran, sino porque había perdido todo contacto con su lector. El lector se hallaba lejos y no podía romper los vínculos que le ligaban. Pero había también otro lector, cercano, que tenía en todo momento la posibilidad de morder a Kramólnikov, como un reptil, hasta matarle. Este continuaba allí presente y expresaba ya con descaro que incluso la mudez de Kramólnikov le era odiosa.

Confusa, cruzó fugaz por su mente una idea: en todas las apostasías de que él fuera testigo no se ocultaba solamente la traición personal, sino todo el aplastante orden de cosas establecido. Los librepensadores de ayer, que tan afectuosamente le estrechaban la mano hacía poco y hoy huían de él como de la peste, hacían aquello no sólo por miedo, de judas, sino porque las circunstancias les oprimían.

cuentos rusos 5

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Fiódor Dostoievski (1821–1881)
El cocodrilo

¡Hola, Lambert!
¿Dónde está Lambert?
¿Has visto a Lambert?

I

El 13 de enero del año 1865, a las doce y media en punto, Elena Ivanovna, esposa de Iván Matvieyich, mi sabio amigo y, ¿por qué no decirlo?, también compadre y primo segundo, sintió la comezón súbita de ver el cocodrilo que exhibían en el Pasaje.

Iván Matvieyich no tenía nada que hacer precisamente ese día, pues acababa de obtener una licencia. Hasta tenía ya en el bolsillo su billete del ferrocarril para un viaje al extranjero que se proponía emprender, más bien por ganas de ver cosas nuevas que por razones de salud. No se opuso a la ardiente curiosidad de su esposa, porque la compartía.

—¡Excelente idea! —dijo muy orondo—, vamos a ver el cocodrilo. En vísperas de emprender un viaje por Europa no está mal trabar conocimiento con los indígenas de nuestro país.

Y en el acto ofreció el brazo a su cónyuge, y ambos se encaminaron al Pasaje. Yo les acompañé, a fuer de amigo de la casa y siguiendo inveterada costumbre.

Nunca vi a Iván Matvieyich de tan buen humor como aquella inolvidable tarde. ¡Ah! ¡No sabemos leer en el porvenir!

No bien hubo entrado en el Pasaje, se quedó embobado ante la magnificencia del establecimiento, y, llegado al sitio en que se exhibía el monstruo, manifestó su intención de pagarme las veinticinco copecas que costaba el billete, cosa inaudita en él.

Introducidos en una salita, notamos que, a más del cocodrilo, había allí loros de la especie de las cacatúas y algunos monos encerrados en una jaula, colocada en el fondo. Junto a la entrada, a lo largo de la pared de la izquierda, vimos una gran tina de cinc, especie de bañera cubierta de un enrejado de alambre y con muy poca agua. Aquella tina servía de morada a un cocodrilo enorme que estaba allí muy tranquilo, sin dar mas señales de vida que un tablón, como si hubiese perdido todas sus facultades naturales al contacto de nuestro húmedo clima, tan inclemente para los extranjeros. Aquel primer vistazo que dimos al monstruo nos dejó completamente helados.

—¡Y eso es un cocodrilo!… —dijo Elena Ivanovna con tono de desencanto—, yo me lo había figurado de otro modo.

Sin duda se lo imaginaba engarzado en brillantes. El dueño del cocodrilo, un alemán, se acercó a nosotros y se nos quedó mirando con arrogancia.

—Razón tiene —díjome al oído Iván Matvieyich—, razón tiene para estar tan orgulloso, pues le consta que no hay más cocodrilo en Rusia que el suyo.

Yo cargué aquella trivial observación en la cuenta del extraordinario buen humor de mi amigo y pariente, pues, por lo general, era un poquito envidioso.

—No parece estar vivo su cocodrilo —observó Elena Ivanovna, que, intimidada por el descaro del dueño del monstruo, le dirigió su más graciosa sonrisa, con la esperanza de bajarle los humos, según el procedimiento que suelen seguir las damas.

—Perdón, señora —respondió el alemán, desollando cruelmente el ruso.

Y, acto seguido, levantó la rejilla de alambre y se puso a hostigar al cocodrilo con una varilla. Para dar señales de vida, el pérfido monstruo movió ligeramente las patas y la cola, levantó el hocico y lanzó una suerte de prolongado resuello.

—¡Bueno, bueno; no te enfades, Karlchen[1] —dijo suavemente el alemán con muestras de amor propio halagado.

—¡Qué feo es este cocodrilo!… ¡Me da miedo! —murmuró, coquetona, Elena Ivanovna—. Estoy segura de que voy a soñar con él.

—En sueños no habría de hincarle el diente, señora —observó el alemán con galantería.

Luego se puso a reír del chiste; pero sus risas no hallaron eco.

—Vamos a ver los monos, Semión Semionich —dijo Elena Ivanovna, dirigiéndose exclusivamente a mí—. ¡Me perezco por los monos; los hay tan bonitos…, mientras que ese cocodrilo es horrible…!

—No temas nada, mujercita —exclamó Iván Matvieyich, pavoneándose y echándoselas de valiente—, este tránsfuga del reino de los Faraones no nos hará ningún daño.

Y se quedó junto a la bañera. A poco, se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en las narices con el guante, con objeto, según después nos confesó, de incitarle a lanzar otro resoplido. El dueño del bicho siguió a Elena Ivanovna —¡una señora!— hasta la jaula de los monos. Todo marchaba a pedir de boca, y no era de temer ningún contratiempo.

Elena Ivanovna quedó encantada de los monos y les dedicó toda su atención. Chillaba de alborozo, y, fingiendo no ver al dueño, se entretenía descubriendo semejanzas entre algunos de aquellos animales con tal o cual de sus amigos. Yo me divertía, pues aquellos parecidos eran siempre exactos. El alemán, no sabiendo si debía o no reírse, concluyó por ponerse mustio…

En aquel preciso momento un terrible alarido, que podría calificarse hasta de sobrenatural, resonó en la sala. No sabiendo qué pensar, me quedé alelado, sin moverme de mi sitio; luego, oyendo gritar también a Elena Ivanovna, me volví a toda prisa. ¿Y qué diréis que vi?

Pues vi, ¡oh Dios mío!, al infortunado Iván Matvieyich, a quien el cocodrilo había cogido por la mitad del cuerpo con sus terribles quijadas, y, levantándolo en el aire, lo zarandeaba horizontalmente en el espacio, sin dejar ver de su cuerpo otra cosa que las piernas que desesperadamente sacudía. En un instante desapareció del todo mi pobre amigo y pariente. Pero, como yo permaneciera inmóvil, pude observar todos los pormenores del accidente con apasionada atención, con la más viva curiosidad que jamás sintiera, de suerte que os lo puedo referir punto por punto.

«¡Qué rabia —pensé— si me hubiese yo encontrado en el pellejo de Iván Matvieyich!»

Pero volvamos a lo ocurrido. Poniendo en acción sus terribles quijadas, el cocodrilo empezó por tirar de los pies del pobre Iván Matvieyich, y luego, soltándolo un poco, porque mi sabio amigo pugnaba por escapar y se agarraba a la bañera, se lo engulló hasta la cintura. Luego, soltándolo otro poco, continuó engulléndoselo de varias sentadas, poco a poco, de suerte que Iván Matvieyich fue desapareciendo lentamente de nuestra vista. Por último, de un bocado definitivo se tragó el animal a mi sabio amigo todo entero y de modo que se podía ver cómo se lo iba metiendo en el cuerpo.

Iba yo a lanzar también un grito, cuando, por un pérfido juego de la suerte, el cocodrilo, molesto sin duda por la inusitada enormidad de aquel bolo alimenticio, hizo otro esfuerzo, y, al abrir por vez postrera sus formidables fauces pudimos ver de nuevo el apurado rostro de mi pariente, cuyos anteojos rodaron al fondo de la tina. Hubiérase dicho que aquella cabeza humana sólo apareció de nuevo para lanzar una suprema mirada sobre las cosas de este mundo y dar un último adiós a todas las alegrías de esta vida.

Mas ni siquiera tuvo tiempo de realizar ese designio. El cocodrilo, que había recobrado bríos, hizo otro esfuerzo y se engulló definitivamente la cabeza. Aquella reaparición y desaparición de una cabeza humana dotada aún de vida, resultaba un espectáculo espantoso; pero, al mismo tiempo —quizá por la rapidez de aquel escamoteo y por la caída de los lentes— no dejaba de tener sus ribetes de ridículo, por lo cual no me fue posible contener la risa. Pero, haciéndome cargo de lo inoportuno de mi conducta en tal momento —¿no era yo amigo de la casa?— interpelé vivamente a Elena Ivanovna con un tono de condolida simpatía.

—¡Adiós para siempre nuestro Iván Matvieyich! —le dije.

No pienso siquiera expresar la intensa emoción de que diera muestra la joven en tanto se desarrollaba la escena descrita. Al comienzo, después de lanzar aquel alarido, se quedó como petrificada y miraba todo aquel desastre casi con indiferencia, muy desencajados los ojos. Luego se echó a llorar, y yo le estreché las manos. En aquel momento, enloquecido de espanto, el dueño del cocodrilo se puso a dar palmadas y, levantando los ojos al cielo, exclamó:

—^Oh mi cocodrilo, mi Karlchen de mi vida! Mutter, Mutter, Mutter[2].

A aquellos gritos, abrióse la puerta del fondo y apareció la madre, con su cofia en la cabeza. Era una mujer ya de edad, morena y despechugada, que se abalanzó hacia su hijo lanzando chillidos estridentes.

Se armó entonces un espantoso revuelo. Elena, como una poseída, no se cansaba de repetir: «¡Que le den! ¡Que le den!» Tan pronto se encaraba con el alemán como con su madre, suplicándoles, inconscientemente sin duda, que le pegasen no sé a quién ni por qué causa. En cuanto al domador y su madre no se preocupaban lo más mínimo de nosotros, y lloraban, a moco tendido, junto a la bañera.

—Es cosa perdida. ¡Va a reventar de un momento a otro! ¡Acaba de tragarse a un funcionario enterito! —gemía el domador.

—¡Pobre Karlchen! ¡Nuestro querido Karlchen! ¡Se morirá! —aullaba la madre.

—¡Nos deja huérfanos y sin pan! —añadía el hombre.

—¡Denle! ¡Denle! —vociferaba, incansable, Elena Ivanovna, colgada de un faldón del abrigo del alemán.

—Se puso a hostigar a mi cocodrilo. ¿Por qué tenía su marido que hostigármelo? —rezongaba el domador, desasiéndose—. Si revienta mi Karlchen tendrá Ud. que indemnizarme. Era mi hijo, mi único hijo.

Confieso que el egoísmo de aquel alemán y la sequedad de corazón de su madre me indignaban no poco. Pero los ininterrumpidos gritos de Elena Ivanovna: «¡Denle! ¡Denle!», me apuraban todavía más, y concluyeron por cautivar toda mi atención. Yo tenía un miedo muy regular.

Pero había interpretado mal el sentido de aquellas peregrinas exclamaciones. Creía que Elena Ivanovna, habiendo perdido momentáneamente la razón, pero deseosa, no obstante, de vengar a su querido Iván Matvieyich proclamaba su derecho a una satisfacción, y pedía que castigasen al cocodrilo, dándole de palos. Pero ella quería dar a entender, en realidad, otra cosa muy distinta.

Procurando tranquilizarla, le supliqué no emplease aquella escabrosa palabra de pegar, porque, verdaderamente, en aquel sitio en pleno Pasaje, ante una asamblea de personas ilustradas, a dos pasos de la sala donde en aquel mismo momento daba el señor Lavro[3] su curso público, la expresión de un deseo tan reaccionario resultaba no sólo inverosímil, sino hasta inadmisible. Y de un momento a otro podría dar lugar a que cayesen sobre nuestras espaldas las silbantes cuerdas de las disciplinas críticas del señor Stepanov. Para colmo de terror se justificaron al punto mis temores. Se descorrió la cortina que cerraba el cuarto donde se hallaba expuesto el cocodrilo, y compareció en el umbral un individuo que llevaba barba y bigote, el cual, con el sombrero en la mano, inclinaba hacia nosotros la parte superior de su cuerpo, conservando prudentemente su base de sustentación en el vestíbulo, para no verse así en la obligación de desembolsar el precio del billete.

—Señora —dijo el desconocido, realizando prodigios de equilibrio para mantener su cabeza en la sala donde nosotros estábamos y al mismo tiempo no sacar los pies del vestíbulo—, señora, una inspiración tan retrógrada no dice bien de su inteligencia, y sólo puede provenir de cierta falta de fósforo en su cerebro. La Crónica del Progreso, así como nuestros periódicos satíricos, no podrán menos de anatematizarla a usted…

Mas no pudo rematar su discurso. El dueño del establecimiento recobró en ese momento sus sentidos, y, notando con horror la presencia gratuita de aquel individuo en la sala del cocodrilo, arremetió furiosamente contra el incógnito progresista y lo echó del local a puñetazos. Ambos desaparecieron detrás de la cortina, y yo comprendí al punto que todo aquel revuelo era injustificado, porque Elena Ivanovna era en absoluto inocente de la intención que le atribuía de querer infligir al cocodrilo el humillante castigo de los vergajazos. Pedía, ni más ni menos, que le abrieran la barriga para sacar de allí a su querido Iván Matvieyich.

—¡De modo que quería usted que matasen a mi cocodrilo! —vociferó el domador—. Antes preferiría diez veces que matasen a su esposo… Mi padre exhibía ya al público a ese cocodrilo; mi abuelo lo había exhibido antes; lo exhibo yo ahora, y mi hijo lo exhibirá cuando yo me muera. ¡El mundo entero ha de ver a ese cocodrilo! A mí me conocen en toda Europa, mientras a usted no la conoce nadie, y tendrá que pagarme una indemnización.

—¡Eso, eso! —gritó la alemana, furiosa—, no les dejaremos salir de aquí hasta que nos indemnicen, porque nuestro pobre Karlchen va a reventar.

—Inútil sería, indudablemente, matarlo —añadí yo con toda flema, tratando de llevarme a Elena Ivanovna a casa—, porque nuestro querido Iván Matvieyich seguro que a estas horas se encuentra ya en la gloria.

—¡Querido amigo —exclamó de pronto, y con asombro nuestro, la voz de Iván Matvieyich—, querido amigo, yo creo que sería más conveniente avisar al comisario de Policía, porque sólo la intervención de la fuerza pública será capaz de convencer a este alemanote!

Aquellas palabras, pronunciadas con voz entera, que atestiguaba una extraordinaria presencia de ánimo, nos dejaron estupefactos hasta tal punto, que en el primer momento nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Sin embargo, nos aproximamos de inmediato a la bañera, donde rebullía el cocodrilo, y nos pusimos a escuchar al desgraciado cautivo con una atención sostenida, aunque algo escéptica.

Resonaba su voz débil y apagada, como si viniese de muy lejos. Se hubiera podido creer que algún chusco, apostado en la estancia contigua y con la boca pegada al almohadón, se desgañitaba gritando para simular, con objeto de distraer al público situado en la otra estancia, un diálogo entre dos gañanes en una estepa o en lo hondo de un barranco, espectáculo que más de una vez pude admirar en casa de algún amigo con motivo de la Nochebuena.

—Iván Matvieyich, maridito mío, ¿estás vivo todavía? —murmuró Elena Ivanovna.

—Sí, vivo y sano —respondió Iván Matvieyich—; gracias a la protección del Altísimo, me tragó el cocodrilo sin hacerme el menor daño. Sólo una cosa me inquieta: ¿cómo considerarán mis jefes este contratiempo? Porque ya sabes que había sacado mis pasaportes para el extranjero, y ahora me encuentro en la panza de un cocodrilo, donde no se está del todo mal…

— ¡Pero, maridito, qué más da, con tal que te saquen de ahí! —interrumpió Elena Ivanovna.

—¡Sacarlo de ahí!… —exclamó el dueño del bicho—. No consentiré que a mi cocodrilo le pongan la mano encima. De ahora en adelante el público se atropellará por entrar a verlo. Cobraré a veinte copecas la entrada, y Karlchen no tendrá necesidad de que le echen de comer…

—¡Gracias a Dios! —añadió la madre.

—Tiene razón —observó Iván Matvieyich con plácido acento—; ante todo, hay que considerar las cosas desde el punto de vista económico.

—Amigo mío —exclamé yo—, ahora mismo corro a ver a nuestro jefe para presentar la oportuna demanda, pues de sobra veo que nosotros solos no lograremos salir del paso.

—Lo mismo creo yo —respondió Iván Matvieyich—, porque en nuestra época de crisis comercial, es bastante difícil abrirle la panza a un cocodrilo sin pagar indemnización. Así que hay que plantearse una cuestión previa: ¿cuánto pedirá el domador por el cocodrilo? Y a esta pregunta ha de seguir otra como corolario: ¿quién habrá de pagar? Porque ya sabes que no soy rico…

—Como no pidas un anticipo sobre tu sueldo —insinué yo tímidamente.

Pero el domador me cortó la palabra.

—No estoy dispuesto a vender mi cocodrilo; ni por tres mil rublos lo daría. Por lo menos, tendría que darme cuatro mil. Con lo que ha pasado, el público formará cola a la puerta del local. Tendrán que darme por él cinco mil rublos.

En una palabra: que quería aprovecharse. La más sórdida avaricia se reflejaba en su rostro.

—Basta ya. ¡Me voy! —exclamé, indignado.

—¡Y yo también, y yo también!… —lloriqueaba Elena Ivanovna—. Iré a ver a Andrei Osipich y le enterneceré con mis lágrimas.

—¡No; eso no, mujercita mía!… —interrumpió Iván Matvieyich, que hacía mucho tiempo que estaba celoso de aquel caballero.

Sabía que su mujer era muy propensa a soltar el raudal de las lágrimas delante de un hombre culto, porque el llanto le sentaba muy bien. Luego, dirigiéndose a mí, continuó:

—Tampoco a ti te lo aconsejo. No sabemos lo que podría resultar de esa gestión. Mas sí te ruego que vayas hoy mismo a ver a Timofei Semionich; es un hombre de costumbres rancias, bastante tonto, y, lo que más importa, muy leal. Salúdale en mi nombre y cuéntale el percance con todos sus pormenores. Al mismo tiempo le entregarás siete rublos que me ganó la última vez que jugamos nuestra partidita; ese rasgo nos granjeará sus simpatías. Es un hombre cuyo consejo puede valernos mucho. Entre tanto, llévate de aquí a Elena Ivanovna… Sosiégate, alma mía —añadió, dirigiéndose a su esposa—; todos esos aspavientos me fatigan, y quisiera descansar un poco. Después de todo, no se está mal aquí; por más que todavía no he tenido tiempo de reconocer bien este inesperado asilo.

—¿Cómo reconocer? Pero ¿es que ves algo ahí dentro? —exclamó Elena Ivanovna, muy alegre.

—Impenetrables tinieblas me rodean —respondió el infortunado cautivo—, pero puedo palpar, y, por así decirlo, ver con las manos. Así, pues, hasta la vista. Estáte tranquila y no te prives de distracciones. Hasta mañana. En cuanto a ti, Semión Semionich, ven a verme esta noche, y, como eres distraído y podrías olvidarte, hazte un nudo en el pañuelo.

Confieso que no me disgustaba la idea de salir de allí, pues estaba cansado y empezaba a aburrirme. Me apresuré, pues, a coger del brazo a Elena Ivanovna y sacarla del local.

—Esta noche les costará a ustedes la entrada veinticinco copecas —nos previno el domador.

—¡Oh Dios mío, qué interesada es esta gente! —dijo Elena Ivanovna, mirándose en todos los espejos del Pasaje y comprobando, con satisfacción visible, que las recientes emociones la habían embellecido.

—Es el punto de vista económico —le contesté un poco emocionado y enorgullecido de acompañar a una mujer tan hermosa.

—¿El punto de vista económico? —repitió ella, con su simpática vocecita—; pues yo no he entendido nada de lo que dijo Iván Matvieyich acerca de ese condenado punto de vista económico.

—Yo se lo explicaré a usted.

Y me puse a disertar sobre los beneficiosos resultados de la acumulación de capitales extranjeros en nuestra patria, con tanto mayor facilidad cuanto que aquella misma mañana había leído en Las Noticias de Petersburgo y en El Cabello sendos artículos sobre el referido tema.

Escuchó ella un rato y me interrumpió, diciendo:

—¡Qué raro es todo esto!… ¿Acabará usted de contarme todas esas sandeces? Dígame: ¿estoy muy encarnada?

Aproveché la ocasión para asestarle una galantería:

—No está usted encarnada —le dije—; está usted exquisita.

—¡Anda el mequetrefe! —murmuró encantada.

Luego añadió, inclinando graciosamente la cabeza:

—¡Cómo compadezco a mi pobre marido!… —Y de pronto—: ¡Pero, Dios mío, dígame usted cómo se las va a arreglar para merendar ahí dentro!… ¿ Y…, y… si se le ocurre alguna necesidad?

—Su pregunta me coge de improviso —le respondí, algo desconcertado—. Si he de decir la verdad, no había caído en ello. ¡Verdaderamente, ustedes las mujeres son más prácticas que nosotros cuando se trata de los problemas de la existencia!

—¡Pobre! ¡Cómo ha ido a meterse ahí! ¡En esas tinieblas no podrá proporcionarse ninguna distracción! ¡Y pensar que ni siquiera me queda un retrato suyo!… ¡Ah! ¡Aquí me tiene usted, viuda o poco menos! —Y esbozó una encantadora sonrisa, que demostraba hasta qué punto le parecía interesante su nuevo estado—. ¡De todos modos, me da él mucha lástima!

Así expresaba ella la natural congoja de una mujer que acaba de perder a su marido. La acompañé a su casa, y me obligó a que me quedase a cenar. Luego, después de tomar una tacita de café, logré apaciguarla y la dejé para ir a avistarme con Timofei Semionich, convencido de que todo hombre que tuviese un hogar y una posición respetable había de encontrarse a aquella hora en su casa.

He escrito este primer capítulo en el estilo que conviene al argumento de mi relato. Pero estoy resuelto a emplear en lo sucesivo un tono menos elevado, si bien más natural, y lealmente se lo advierto al lector.

II

El honrado Timofei Semionich me recibió con cierta afabilidad; pero no sin inquietud. Hízome pasar a su despacho y cerró cuidadosamente la puerta, a fin de que, según dijo, no nos molestasen los niños. Y así diciendo, daba muestras de gran ansiedad.

Me ofreció asiento en una silla, cerca de su mesa escritorio; recogióse los faldones de su bata forrada y adoptó un aire severo y hasta oficial, por más que no fuese jefe mío ni de Iván Matvieyich, sino simplemente compañero.

—Ante todo —me dijo—, tenga usted en cuenta que yo no soy su jefe, sino un subordinado, como usted y como Iván Matvieyich… Nada de eso me concierne, y no quiero meterme en nada.

Yo me quedé estupefacto. Era indudable que sabía ya todo lo ocurrido. Le hice, sin embargo, un circunstanciado relato del percance. Me expresé en un tono conmovido, pues estaba cumpliendo en aquel instante con el sacerdocio de la verdadera amistad. El me escuchó sin asombro, pero dando muestras inequívocas de desconfianza.

—¿Creerá usted —me dijo, cuando hube terminado mi relato—, creerá usted que siempre tuve el presentimiento de que a Iván Matvieyich había de ocurrirle un percance por el estilo?

—¿Cómo así, Timofei Semionich? A mí me parece que el lance es harto extraordinario.

—De acuerdo; pero ¿es que toda la carrera de Iván Matvieyich no propendía a tal desenlace? Era de una osadía rayana en la insolencia. La palabra progreso no se le caía de la boca, y, además, tenía un hatajo de ideas… ¡Vea usted adonde nos conduce el progreso!

—Pero me parece que ese contratiempo, completamente casual, no puede ser erigido en regla general para todos los progresistas…

—Quiera usted o no quiera, así es. Créame a mí. Todo eso no es más que consecuencia de una ilustración excesiva. Las personas sabihondas se meten en todas partes, hasta en donde nadie las llama. Esto aparte —añadió como resentido—, puede que esté usted mejor instruido acerca de este punto que yo. Yo no tengo gran ilustración y voy ya para viejo. Hace cincuenta años que entré en el servicio como hijo de militar.

—Pero, sin duda, me habré explicado mal, Timofei Semionich. Iván Matvieyich implora sus consejos y su protección con lágrimas en los ojos, valga la frase.

—¡Ejem! ¿Con lágrimas en los ojos? Serán lágrimas de cocodrilo, de las que no hay que hacer caso. Vamos a ver: ¿qué necesidad tenía de viajar por el extranjero? ¿Con qué dinero contaba? Ni siquiera tenía los medios necesarios…

—Contaba con sus ahorros, Timofei Semionich —le respondí, con acento quejumbroso—, conservaba íntegramente su última gratificación. Su viaje sólo había de durar tres meses; pensaba limitarse a visitar Suiza, la patria de Guillermo Tell…

—¿De Guillermo Tell?… ¡Ejem, ejem!

—Quería disfrutar de la primavera en Nápoles, visitar los museos, observar las costumbres, estudiar la fauna…

—¡Ejem, ejem! ¿Conque la fauna? A mi juicio, sólo quería hacer ese viaje por puro orgullo. ¿La fauna? Pero ¿qué fauna? ¿Es que no la tenemos en casa? ¿No hay aquí museos, casas de fieras, hasta camellos? A dos pasos de Petersburgo tenemos osos, y él mismo se halla actualmente domiciliado en un cocodrilo…

—¡Timofei Semionich, por piedad! Ese hombre se encuentra en la desgracia. Recurre a usted como a un amigo, como a un pariente de más edad; solicita de usted sus consejos, y usted responde con recriminaciones… Tenga usted, por lo menos, compasión de Elena Ivanovna.

—¿Se refiere usted a su esposa? Es verdaderamente una mujer encantadora —dijo Timofei Semionich, que se ablandó a ojos vistas y tomó una pizca de rapé—, es una criatura finísima…, con la cabeza un poco caída sobre los hombros… y algo barrigona…; es muy simpática. Anteayer me hablaba de ella Andrei Osipich.

—¿Que le hablaba de ella?

—Sí, y en términos muy elogiosos. «¡Qué pecho! —decía—; ¡y qué ojos! ¡Y qué pelo!… ¡Una verdadera golosina!» Y hasta se echó a reír… Todavía son jóvenes. Ahí tiene usted cómo ese señor se abre camino…

—Mas no se trata ahora de eso, Timofei Semionich.

—Claro que no, claro que no.

—¿Qué hacer entonces, Timofei Semionich?

—¿Qué quiere usted que yo haga?…

—Dénos sus consejos, diríjanos a fuer de hombre experimentado. ¿Qué es lo que debemos hacer? ¿Avisar de lo ocurrido a los jefes, o…?

—¡Avisar a los jefes! ¡De ningún modo! —exclamó con viveza Timofei Semionich—. Ya que me pide usted consejo, eche tierra a ese asunto y limítese a obrar en el terreno estrictamente privado El caso es particularísimo y de índole bastante dudosa. Es la primera vez que se presenta un caso semejante, y no puede menos de redundar en desprestigio del funcionario a quien le ocurre. Por eso es necesario, ante todo, obrar con prudencia… Dígale que no dé un paso… Hay que aguardar con cachaza…

—¡Aguardar! Pero ¿cómo, Timofei Semionich? ¿Y si se asfixia allí dentro?

—¿Y por qué ha de asfixiarse? ¿No acaba usted de decirme que se encuentra allí muy confortablemente instalado?

Yo volví a comenzar mi relato. Timofei Semionich reflexionó largamente. Luego, revolviendo su tabaquera entre los dedos, me dijo:

—¡Ejem, ejem! Me parece que no le estaría mal quedarse donde se encuentra, en vez de irse al extranjero. Donde se halla tiene tiempo sobrado para recapacitar. Claro que no hay que dar lugar a que se asfixie, sino que, por el contrario, se han de tomar medidas para proteger su salud; desde luego que procure no coger un catarro… En cuanto al alemán, me parece que está en su derecho, y hasta que le asiste más razón que a la parte contraria. Iván Matvieyich es quien se ha metido sin su permiso dentro de su cocodrilo y no el alemán quien se ha metido en el cocodrilo de Iván Matvieyich, que, si no me engaño, no posee ninguno. Ahora bien: ese cocodrilo constituye una propiedad, y por consiguiente, no se le puede abrir la tripa sin indemnizar a su dueño.

—Pero, ¡se trata de salvar a un ser humano, Timofei Semionich!

—Eso es cosa de la Policía. A ella es a quien hay que dirigirse.

—Pero podría suceder que lo necesitasen en la oficina y lo mandasen llamar.

—¡Necesitar a Iván Matvieyich!… ¡Ejem, ejem! En primer lugar, está considerado como con licencia. Se le supone en vísperas de visitar Europa, y podemos hacer la vista gorda sobre lo que en realidad haga. Otra cosa será si, cumplido el tiempo de su licencia, no vuelve oportunamente a la oficina. En ese caso, haremos constar oficialmente su ausencia y le formaremos expediente…

—¡A los tres meses! ¡Apiádese usted!

—Si se encuentra en ese aprieto, él tiene la culpa. ¿Quién le metió ahí dentro? Quizá haya que destinarle un guardia a expensas del Estado, lo cual se opone a los reglamentos. Pero lo que hay que tener presente, ante todo, es que el cocodrilo es una propiedad, y que, por tanto, anda por medio el principio económico. El principio económico es lo primero. Anteayer lo decía Ignatii Prokofich en casa de Lukas Andreich. ¿Conoce usted a Ignatii Prokofich? Es un opulento capitalista que maneja grandes negocios y se expresa muy bien. «Necesitamos industria —decía—, nuestra industria no existe, por decirlo así. Hay que crearla; con esta mira es necesario crear una burguesía. Y como no tenemos capitales, es menester traerlos del extranjero. Debemos, pues, ante todo, conceder a las compañías extranjeras facilidades para que adquieran nuestras tierras en parcelas, según se practica por doquiera en el extranjero. ¡Esta propiedad en común es el tósigo, la ruina de Rusia!» Hablaba con gran entusiasmo; esa gente rica y que no está en el servicio tiene la lengua muy expedita… Dijo que ni la industria ni la agricultura pueden prosperar con este sistema nuestro. Opinaba que las compañías deberían comprar todo nuestro territorio, distribuido en parcelas, para dividirlo luego en lotes más pequeños, que se pondrían a la venta, de suerte que constituyesen propiedades individuales. Y no puede usted figurarse el tono tan resuelto con que decía: «¡Dis–tri–buir! ¡Caso de no venderse esos lotes, se les podía sencillamente, arrendar.» Y añadía: «Cuando toda nuestra tierra se halle en poder de sociedades extranjeras, será cosa llana señalar el precio de arrendamiento que se quiera. De este modo tendrá que trabajar el labriego para ganarse la vida y se le podrá echar de tal o cual territorio en caso necesario. Barruntando este peligro, se mostrará respetuoso y obediente, y rendirá tres veces más en el trabajo de lo que rinde ahora que forma parte de la comunidad y puede reírse de todo el mundo. Sabe que no ha de morirse de hambre, y por eso gandulea y empina el codo. Con el nuevo método se nos vendrá el dinero a las manos; la burguesía aportará sus capitales. Además, el Times, el gran diario literario y político de Londres, declaraba, en un estudio que publicó acerca de nuestra prensa, que el no aumentar nuestros capitales se debe a que entre nosotros no hay tercer Estado; a que carecemos de grandes fortunas y de un proletariado productor…» Ignatii Prokofich habla muy bien; es un consumado orador. Tiene intención de presentar en las altas esferas una Memoria, que publicará después en El Mensajero. Estamos muy lejos, como usted ve, de los desvaríos de Iván Matvieyich…

—Bueno; pero ¿qué vamos a hacer por Iván Matvieyich? —le interrumpí.

Hasta allí le dejé desbarrar cuanto quiso, porque sabía que esa era una de sus debilidades y que le gustaba demostrar que no andaba tan atrasado de noticias, sino que se hallaba al corriente de todo.

—¿Que qué hemos de hacer por Iván Matvieyich? ¡Pues si todo lo que acabo de decir se refiere a él! Estamos haciendo cuanto podemos por atraernos a los capitales extranjeros, y apenas la fortuna del dueño del cocodrilo ha aumentado en el doble en razón del percance de Iván Matvieyich, ¿quiere usted que le abramos la barriga a su bicho? ¿Es eso lo que dicta el sentido común? A mi juicio, Iván Matvieyich, a fuer de buen patriota, debe alegrarse y enorgullecerse de haber podido duplicar con sólo su intervención el valor de un cocodrilo extranjero. ¿Qué digo duplicar? ¡Triplicar! Visto el éxito logrado por el dueño de ese cocodrilo, no tardará en venir otro con otro cocodrilo, y luego otro con otro. Alrededor de ellos se agruparán los capitales, y ahí tiene usted el comienzo de una burguesía. Todo cuanto hagamos para fomentar este movimiento será poco.

—¡Pero —exclamé—, Timofei Semionich, lo que usted exige de ese pobre Iván Matvieyich es una abnegación casi sobrehumana!

—No exijo nada, y le ruego considere que, como ya le he advertido, no soy su jefe y no tengo, por tanto, derecho a exigir nada. Yo hablo tan sólo como patriota; no como patriota, sino simplemente como patriota. Y una vez más le pregunto: «¿Quién le mandó que fuera a meterse dentro del cocodrilo?» Un hombre serio, funcionario de cierta categoría, casado como Dios manda, ¿a qué meterse en semejante aventura? ¿Qué le parece a usted eso?

—Pero ¡ese percance fue completamente ajeno a su voluntad!

—¿Quién sabe? Y, además, ¿dónde está el dinero para indemnizar al dueño del cocodrilo?

—Contamos con el sueldo de Iván Matvieyich…

—¿Habrá bastante con él?

—¡Ah, no, Timofei Semionich! —exclamé con tristeza—; a raíz del percance, el dueño del cocodrilo temía que el bicho reventara; pero cuando se hubo cerciorado de que nada había que temer, se volvió arrogante, y con una suerte de voluptuosidad duplicó el precio que al principio pidiera.

— ¡Y diga usted que podrá triplicarlo y aun cuadruplicarlo! El público afluirá en tropel a su exposición, y esos domadores son muy listos. Tenga usted además en cuenta que estamos en Carnaval, y que todo el mundo quiere divertirse, lo cual es una razón para que Iván Matvieyich conserve el incógnito y no se dé prisa por salir de su extraño domicilio. Que todo el mundo sepa que se hospeda en un cocodrilo, pero no oficialmente. Para ello se encuentra en las más favorables condiciones, ya que todo el mundo lo supone viajando por el extranjero. Ya podrán decir que se halla en el interior de un cocodrilo; nosotros aseguramos no saber nada. Todo puede arreglarse. Lo principal es que tenga paciencia. Después de todo, ¿a qué vienen esas prisas?

—Pero ¿y si. .?

—Pierda usted cuidado: es de temperamento bastante robusto…

—Bueno; ¿qué pasará si aguarda?

—¡Ah, no le ocultaré a usted que el caso es bastante peliagudo! Es para perder el juicio, y lo peor es que no hay precedente. Si hubiera un precedente, aún sería fácil salir del aprieto. Mas no habiéndolo, ¿en qué apoyar ninguna resolución? En tanto andemos buscándola, el asunto se dilatará…

Se me ocurrió entonces una inspiración salvadora:

—¿No podríamos hacer de modo que, ya que ha de permanecer en la barriga del cocodrilo y contando con que Dios ha de conservarle la vida, pudiera dirigir a quien de derecho corresponda una instancia para que le consideren en comisión de servicio?…

—¡Ejem, ejem!… Como si estuviese de licencia sin sueldo.

—¿Y no habría medio de que le abonasen también la paga?

—¿Y a título de qué?

—A título de empleado en comisión.

—¿En comisión? ¿Y en dónde?

—Pues en las profundidades del cocodrilo, en sus entrañas…, para recoger allí datos, para estudiar los hechos sobre el terreno. Claro que ésta sería una innovación, pero también un progreso, una prueba de que el Estado se interesa por el adelanto de la ciencia.

Timofei Semionich se sumió en meditación profunda. Luego respondió:

—Me parece que el hecho de enviar a un empleado en comisión a la barriga de un cocodrilo constituiría un absurdo. No habría medio de compaginarlo con las necesidades del servicio. ¿Qué misión podría desempeñar allí dentro?

—Pues una misión de estudios naturales, si me es lícito expresarme así; se trataría de sorprender a la naturaleza en crudo. Hoy están muy de moda las ciencias naturales, la botánica… Iván Matvieyich residiría dentro del cocodrilo y desde allí nos enviaría comunicados… sobre la digestión en los saurios, sobre las costumbres internas de estos animales. Y de este modo podría reunir montones de datos.

—¡Sí, estudios estadísticos, sin duda! No estoy muy fuerte en estos asuntos… Y, además, no soy filósofo. Usted habla de datos. Pero estamos ya de ellos hasta la coronilla…; no sabemos qué hacer con tantos. Además, esa estadística me parece peligrosa…

—¿Por qué?

—Es peligrosa. Y, además, reconózcalo usted, tendrá que redactar esos comunicados tendido de costado. ¿Y quiere usted decirme si en esa postura se puede prestar algún servicio? Sería una innovación harto peligrosa. ¡No hay precedentes! Si tuviéramos un precedente siquiera, ya sería otra cosa.

—Pero ¿cómo quiere usted que haya precedente, cuando éste es el primer cocodrilo vivo que traen a Petersburgo, Timofei Semionich?

—¡Ejem, ejem!… Es verdad —reflexionó de nuevo largo rato—; la observación de usted es justa, en cierto sentido, y podría servir de base para la tramitación del asunto. Pero considere, por otra parte, que si la aparición de estos cocodrilos vivos ha de despertar en los empleados la propensión de recogerse en ellos, y, so pretexto de que allí se está bien, pedir comisiones para pasarse el tiempo tumbados de costado, constituiría un ejemplo detestable, reconózcalo usted. Todos correrían a meterse dentro de los cocodrilos para ganar el sueldo sin hacer nada.

—¡Haga usted cuanto esté de su parte, Timofei Semionich! Y, a propósito: Iván Matvieyich me encargó le abonase a usted los siete rublos que le debe por la última partida que perdió.

—¡Ah, sí…; los perdió el otro día en casa de Nikifor Nikiforich! Me acuerdo de ello. ¡Qué buen humor tenía aquella noche, y cuánto nos hizo reír! Y ahora…

El vejete daba muestras de sincera emoción.

—Prométame interesarse por él, Timofei Semionich.

—Me interesaré. Hablaré en mi nombre, me las arreglaré a mi modo; haré como si pidiese informes… Y a propósito de esto: entérese del precio que pide por el bicho el señor del cocodrilo.

Era evidente que Timofei Semionich se ablandaba.

—No dejaré de hacerlo —respondí— y al punto vendré a comunicárselo.

—Y su mujer, ¿qué hace ahora que se ha quedado sola?… ¿Se aburre?

—No estaría de más que le hiciese usted una visita, Timofei Semionich.

—¿Y por qué no? Ya lo había yo pensado, y la ocasión me parece de perlas… Pero ¡qué idea! ¡Ir a ver a un cocodrilo! Aunque, después de todo, yo también tengo intención de ir a verlo.

—Pues vaya usted, Timofei Semionich.

—No faltaré. Pero no quisiera que Iván Matvieyich cifrase ninguna esperanza en este paso. Yo lo daré tan sólo como particular. Hasta la vista, pues; voy a casa de Nikifor Nikiforich. ¿Va usted allí también?

—No; tengo que visitar a nuestro cautivo.

—Eso, cautivo. ¡Ah, adonde conduce el atolondramiento!

Me despedí del viejo. Mil pensamientos me bullían en la cabeza. Timofei Semionich es un hombre muy bueno; pero esto no obsta para que al separarme de él no me alegrase de que hubiese ya celebrado su quincuagésimo cumpleaños y de que no hubiese entre nosotros muchos Timofei Semionich.

No hay que decir que me encaminé a toda prisa al Pasaje para darle aquellas noticias al pobre Iván Matvieyich. Sentía también mucha curiosidad por saber cómo le iba dentro del cocodrilo y si la vida allí resultaba tolerable. ¡Vivir dentro de un cocodrilo! ¡A veces me parecía que era juguete de una pesadilla monstruosa! ¡Ay, verdaderamente se trataba de un monstruo!

III

No, no era una pesadilla, sino una indiscutible realidad. De no ser así, ¿hubiera yo emprendido este relato?

Era ya algo tarde, cerca de las ocho, cuando llegué al Pasaje, y para penetrar en la habitación donde se hallaba expuesto el cocodrilo tuve que pasar por la escalera de servicio, porque el alemán había cerrado más temprano que de costumbre.

Embutido en un grasiento abrigo, se paseaba a lo largo del local, y parecía mucho más satisfecho que por la mañana. Comprendía que el negocio le salía a pedir de boca; sin duda había venido mucho público. Luego se presentó la madre con el fin manifiesto de vigilarme. De cuando en cuando cuchicheaba con el hijo, el cual, a pesar de tener ya cerrado el establecimiento, me hizo pagar las veinticinco copecas. Aquel hombre llevaba hasta el exceso su espíritu de orden.

—Tendrá usted que pagar siempre que venga —dijo—, pero mientras el público vulgar pagará un rublo, usted no tendrá que soltar más que veinticinco copecas en atención a ser tan buen amigo de su amigo, cosa que estimo de veras.

—¿Vives todavía? ¿Estás aún en este mundo, querido y sabio amigo? —exclamé, acercándome a la tina del cocodrilo, esperando que mis lejanas palabras llegarían a oídos de Iván Matvieyich y halagarían su amor propio.

—Estoy vivo y sano —respondió con voz apagada, que parecía salir de debajo de una cama, por más que yo estuviese encimita de él—, estoy vivo y sano; pero ya hablaremos de eso después. Ante todo, ¿cómo van nuestros asuntos?

Fingí no haberle oído, y seguí dirigiéndole preguntas de alma compasiva. ¿Qué había por allí dentro? Al procurar informarme no hacía más que cumplir con un deber de amistad y hasta de simple cortesía. Pero él me interrumpió, con el autoritario acento que le caracterizaba:

—¡Al asunto!

Y su voz débil me pareció particularmente desagradable.

Le referí, hasta en sus menores detalles, mi conversación con Timofei Semionich, esforzándome por darle a entender con el tono de mi voz que me había resentido.

—Dice muy bien el viejo —concluyó Iván Matvieyich, con aquella brusquedad de que siempre hacía gala conmigo— me gustan las personas prácticas, y no puedo sufrir a los pusilánimes. Reconozco, sin embargo, que tu idea de una comisión no es tan absurda como parece. En efecto, puedo hacer aquí observaciones muy interesantes, tanto desde el punto de vista científico como desde el punto de vista moral… Pero este asunto toma un cariz muy inesperado y hay que preocuparse ya de algo más que del sueldo. Escúchame con atención. ¿Estás sentado?

—No; continúo en pie.

—Pues siéntate en cualquier parte, aunque sea en el suelo, y escúchame atentamente.

Lleno de rabia, cogí una silla y la puse en el suelo con estrépito.

—Escucha —continuó él, dándoselas de jefe—, hoy ha venido al local un gentío enorme. A las ocho, es decir, mucho antes que de costumbre, creyó oportuno el patrón cerrar las puertas a fin de contar el dinero recaudado y tomar sus medidas para mañana, porque es de presumir que mañana se convertirá esto en una verdadera romería. Vendrán, indudablemente, los hombres más sabios, las damas más elegantes, embajadores, abogados y otros…, y no parará aquí la cosa, sino que los habitantes de las diversas provincias de nuestro dilatado e interesantísimo imperio ya inician un éxodo hacia la capital. Por más que esté escondido, he de hacerme muy visible; he de desempeñar un papel de primer orden. Habré de contribuir a la instrucción de esa muchedumbre de vagos. Aleccionado por la experiencia, les ofreceré un ejemplo de grandeza de alma y de resignación con el destino. Seré una suerte de cátedra desde la cual caerán sobre la multitud las más sublimes palabras. Solamente los datos científicos reunidos ya por mí acerca del monstruo en que habito son infinitamente valiosos. Por eso, no tan sólo no lamento el percance de que he sido víctima, sino que auguro desde ahora que habrá de ejercer en mi porvenir un influjo muy favorable.

—¿Y no te aburrirás? —le observé maliciosamente, pues me había enojado ver que hablaba sólo de sí mismo y con tal arrogancia.

«¿Por qué —me decía, desconcertado, en mi interior— este cabeza de chorlito emplea palabras tan altisonantes? ¡Mejor haría en llorar que no en ponerse hueco!»

—No me aburriré —respondió severamente—. Ahora que por fin ya dispongo de tiempo, puedo consagrarme por entero a las grandes ideas y preocuparme de la suerte de la humanidad. De este cocodrilo han de salir la verdad y la luz. No hay duda de que he de descubrir una teoría nueva y personal; relaciones económicas nuevas, de las cuales, con mucha razón, podré enorgullecerme. Hasta ahora no pude dedicarme de lleno a estas materias, por el poco tiempo libre que me dejaban la oficina y las triviales distracciones mundanas. Pero ahora lo he de revolucionar todo; seré otro Fourier… Y a propósito, ¿le entregaste los siete rublos a Timofei Semionich?

—Sí, se los he entregado de mi bolsillo particular —le contesté, esforzándome por darle a entender en el tono de mi voz toda la trascendencia de tal sacrificio.

—Ya arreglaremos cuentas —repuso él con arrogancia—; seguramente me aumentarán el sueldo. Porque si a mí no me ascienden, ¿a quién van a ascender? Me parece que han de sacar bastante provecho de mí de ahora en adelante. Pero a lo práctico: ¿y la mujer?

—¿Te refieres, sin duda, a Elena Ivanovna, no es eso?

—¡La mujer! —gritó.

No había más remedio que bajar la cabeza ante aquel diablo de hombre. Humildemente, aunque rechinando los dientes de rabia, le conté cómo me separé de su esposa. El no me dejó hablar, y me interrumpió con impaciencia:

—Tengo mis proyectos particulares respecto a ella. Si aquí me hago célebre, quiero que ella también lo sea allá. Los sabios, poetas, filósofos y mineralogistas de paso en la población; los hombres de Estado que vengan a platicar conmigo por la mañana, frecuentarán por la noche su salón. Desde la semana que viene será preciso que comience a recibir visitas. Como me doblarán el sueldo, tendré bastante para hacer los honores de la casa. Aunque después de todo, con té y algunos criados habrá de sobra. De eso no tenemos que preocuparnos… Hace mucho tiempo que yo aguardaba la ocasión de dar que hablar; pero con mi poco sueldo y mi poca categoría no había medio. Pero ahora, con haberme tragado, este cocodrilo lo ha arreglado todo. Todo el mundo anotará mis palabras; cualquier frasecilla mía dará que pensar y correrá de boca en boca, y pasará a la letra de molde. ¡Seré conocido! ¡Concluirán todos por comprender qué lumbrera dejaron que se tragase este monstruo! Unos dirán: «De haber nacido ese hombre en un país extranjero, hubiera llegado a ministro. Es muy capaz de gobernar un reino.» Otros se lamentarán, diciendo: «¡Y pensar que a un hombre así no lo han puesto a la cabeza de un gobierno!» Francamente, ¿en qué soy inferior a un Garnier–Pagés[4] o a cualquier otro por el estilo? Mi mujer servirá para hacerme el juego. Yo poseo el talento; ella, la belleza y el atractivo. «Por ser tan guapa, se casó con ella», dirán unos; y otros rectificarán: «No, sino que es guapa por ser su mujer…» En una palabra: es preciso que mañana mismo se agencie Elena Ivanovna el Diccionario enciclopédico, editado bajo la dirección de Andrei Krevskii, para que pueda hablar de todo, y que, asimismo, tenga gran cuidado de leerse todos los días el artículo de fondo de El Mensajero de Petersburgo, y de confrontarlo con el de El Cabello. Supongo que el dueño de este cocodrilo no se negará a llevarme de cuando en cuando con su bicho al brillante salón de mi mujer, donde diré cosas muy talentosas que tendré preparadas desde por la mañana. Al hombre de Estado le comunicaré mis opiniones gubernamentales, recitaré versos a los poetas; con las señoras me mostraré ameno y galante, sin inspirar la menor inquietud a sus maridos. Pero a todos les ofreceré un gran ejemplo de sumisión al Destino y a los decretos de la Providencia. Haré de mi mujer una literata notable; la empujaré y haré que la comprenda el público. Pues considero a mi mujer dotada de altísimas condiciones, y si con justicia es comparado Andrei Alesandrovich con Alfredo de Musset, no sé por qué no han de equipararla a ella con Eugenia Tour.

Confieso que, por más que aquella locura fuese habitual en Iván Matvieyich, no pude menos de pensar que tenía fiebre y deliraba. Hubiérase dicho que la vulgaridad de Iván Matvieyich resaltaba como contemplada con una lente que aumentase veinte veces por lo menos el volumen de las cosas.

—Querido amigo, ¿esperas vivir mucho tiempo de ese modo? —pregunté—. Dime: ¿te encuentras bien? ¿Cómo comes? ¿Cómo duermes? ¿Respiras bien? Haz cuenta que soy tu amigo y reconoce que el lance es bastante extraordinario para que justifique mi curiosidad.

—Curiosidad bastante vana —respondió él, sentenciosamente—, a pesar de lo cual consiento en satisfacerla. ¿Quieres saber cómo me las arreglo en las profundidades de este monstruo? Pues empiezo por decirte que, con gran asombro de mi parte, me he encontrado con que este cocodrilo está hueco. Me parece que estoy metido en un gran saco de caucho, semejante a los que venden los tenderos de las calles Gorojovkaia y Morskaia, y, si mal no recuerdo, también los de la Perspectiva Vosnesenskii. Por lo demás, si así no fuera reflexiona, ¿cómo hubiera podido meterme dentro?

—¿Es posible? —exclamé, con una estupefacción muy natural—. ¿De modo que este cocodrilo está absolutamente hueco?

—Como te lo digo —confirmó Iván Matvieyich con gravedad extremada—, y es muy posible que las leyes mismas de la naturaleza lo hayan dispuesto así. El cocodrilo consta, en total, de una bocaza provista de dientes muy agudos y de un rabo bastante largo. En su interior, en el espacio que separa ambas extremidades, sólo se encuentra un gran vacío tapizado de una materia parecida al caucho, y seguramente lo será.

—¿Y los pulmones, vientre, intestinos, hígado y corazón? —le interrumpí, exasperado.

—No los tiene. Nada de todo eso hay aquí, y es probable que nunca los haya habido. Esos prejuicios son, sencillamente, consecuencia de los fantásticos relatos de viajeros superficiales. Del mismo modo que inflamos de aire una pelota, inflo yo con mi cuerpo la vacuidad de este cocodrilo, que es elástico hasta un grado inverosímil. Así que tú, que eres mi amigo, podrías muy bien venir a ocupar un sitio junto a mí si fueses tan generoso. Hay sitio de sobra para ti aquí dentro. En caso de necesidad, pienso traerme aquí a Elena Ivanovna. Después de todo este descubrimiento concuerda a maravilla con las enseñanzas de las ciencias naturales, porque suponiendo que tú pudieras crear un nuevo cocodrilo, tendrías que empezar por preguntarme: «¿Cuál es la función principal que desempeña el cocodrilo?» La respuesta no podría ser otra que la siguiente: «Tragarse hombres.» ¿Y cuál ha de ser la conformación del cocodrilo para que llene lo mejor posible esa su misión de engullirse hombres? Respuesta inevitable: «Menester es que tenga espacio; luego es necesario que esté hueco.» Ahora bien: hace ya mucho tiempo que la física nos enseñó el horror que la naturaleza siente por el vacío. Así, pues, el interior del cocodrilo habrá de empezar por estar hueco, mas a condición de no permanecer indefinidamente en tal estado. Es menester que se trague todo cuanto encuentre a fin de rellenarse. Ahí tienes la única explicación plausible que puede darse de esa propensión que los cocodrilos muestran a tragarnos. Entre los seres animados hay diferencias de constitución. Por ejemplo, mientras más hueca es la cabeza de un hombre, menos experimenta la necesidad de rellenarse; pero ésa es la única excepción a la ley general que acabo de exponer. Todo esto me parece ahora tan claro como el día. Lo he comprendido así por el solo poder de mi talento y de mi propia experiencia, al sumergirme, por decirlo así, en los abismos de la naturaleza, en la retorta donde elabora sus misterios, escuchando el latido de sus pulsos. Observa cómo la etimología misma me da la razón, pues el nombre de cocodrilo expresa su voracidad. Cocodrilo, cocodrilo es una palabra italiana, contemporánea, sin duda, de los antiguos faraones de Egipto y derivada seguramente de la palabra francesa croquer, es decir: comer, nutrirse. Todo esto me propongo explicarlo al público de mi próxima conferencia en el salón de Elena Ivanovna, adonde mandaré que me lleven en mi tina.

—Querido amigo y pariente, ¡debes purgarte! —exclamé, sin poder contenerme, creyendo, no sin espanto, que mi amigo tenía fiebre.

— ¡Sandeces! —respondió él con tono despectivo—, ¿cómo purgarme en esta situación? Pero ya me figuraba que saldrías recomendándome una purga.

—Pero, querido amigo, ¿cómo puedes sostenerte? ¿Has comido hoy?

—No; pero no tengo apetito, y es muy probable que nunca más necesite comer. Y se comprende; desde el momento en que lleno con mi persona todo el hueco interior de este cocodrilo, lo coloco en un estado de definitiva hartura. Años enteros podrá ya vivir sin que le den de comer. Pero mientras yo le infundo esa hartura, él, por su parte, me comunica todos los jugos vitales de su cuerpo. ¿No has oído decir que las mujeres presumidas se ponen, durante la noche, trozos de carne cruda en la cara a manera de compresas, para parecer lozanas, tersas y seductoras después del baño matinal? Pues una cosa parecida ocurre aquí. Yo alimento al cocodrilo con mi persona, pero recibo de él mi propio alimento. Así, mutuamente, nos nutrimos. Pero como sería difícil, hasta para un cocodrilo, digerir a un hombre como yo, ha de sentir, sin duda alguna, pesadez en el estómago que, dicho sea de paso, no lo tiene. Y por eso, para no molestarlo, evito en todo lo posible moverme. Podría hacerlo, pero me abstengo por humanidad. Ese es el único inconveniente de mi situación y Timofei Semionich tiene razón al llamarme, en sentido figurado, holgazán. Mas yo probaré que puede transformarse la suerte de la humanidad por muy echado de costado que uno esté; más aún, que sólo en esta postura puede lograrse tal finalidad. Son los gandules quienes elaboran todas las grandes ideas, todas las evoluciones intelectuales favorecidas por nuestros diarios y revistas. Y ésa es la razón de que muy apropiadamente se diga de esas publicaciones que son como laboratorios; mas eso poco importa. Yo voy a edificar desde la base un sistema social completo y no podría imaginarse lo sencillo que es. Basta para ello con aislarse en algún apartado rincón, en el interior de un cocodrilo, por ejemplo, y cerrar los ojos. Al punto descubre uno el paraíso de la humanidad. Hace un rato, en tu ausencia, me puse a idear sistemas, e inmediatamente di con tres. Ahora ya estoy preparando el cuarto. Cierto que para esto es preciso empezar por echarlo todo abajo; pero ¿qué cosa más sencilla cuando se encuentra uno dentro de un cocodrilo? Mas no es eso todo. Desde el fondo de un cocodrilo parece que ve uno el mundo con una gran claridad… Aunque mi situación presenta algunos inconvenientes de poquísima monta. El interior de este cocodrilo es frío y viscoso; apesta, además, a resina. Me parece tener debajo de la nariz unas botas viejas. Pero a eso se reducen todas las molestias; no hay más de qué quejarse.

—Iván Matvieyich —le dije—, milagros son ésos en los que me cuesta trabajo creer. ¿Tienes de veras la intención de no probar más bocado en toda tu vida?

—Pero ¿puedes parar mientes en tales bagatelas, ¡oh cabeza de chorlito!…? Yo me preocupo solamente de desarrollar grandes ideas, y en tanto tú… Pues ten presente que esas grandes ideas, que han venido a alumbrar las tinieblas en que sumido estaba, me sacian más que todo condumio. Por lo demás, nuestro excelente domador se ha preocupado ya de este punto con su excelente madre, y ambos han acordado introducir todas las mañanas por las fauces del cocodrilo un tubo encorvado, por medio del cual podré sorber mi café o algún potaje. Ya han encargado el tubo; mas yo lo considero innecesario. Espero vivir, cuando menos mil años, si es verdad que los cocodrilos alcanzan esa longevidad. Infórmate de esto mañana mismo, porque podría suceder que estuviese equivocado y confundiese al cocodrilo con cualquier otro animal. Sólo una consideración me apura, porque vestido de paño como estoy, y con las botas puestas, es muy seguro que el cocodrilo no podrá digerirme. Además, estoy vivo y me opongo a tal absorción con todos los bríos de mi voluntad, pues por nada del mundo quisiera sufrir la ordinaria transformación de los alimentos; lo tendría por demasiado humillante. Pero, por desgracia, el paño de mi traje es de fabricación rusa y temo que no pueda resistir a una permanencia de mil años en el interior de este monstruo. Concluiría por disolverse, y privado de esta defensa, correría yo el riesgo de ser digerido, pese a toda mi resistencia. Durante todo el día podría defenderme; pero en llegando la noche, luego que sobre mí cayese el sueño, que acaba con la voluntad del hombre, ¿no estaría expuesto a sufrir la depresiva suerte de que me asimilaran como si fuese una patata, un churro o un trozo de jigote? Tal pensamiento me saca de mis casillas. Aunque sólo fuera para evitar semejantes vicisitudes, convendría alterar la tarifa de aduanas y proteger la importación de los paños ingleses, que son más fuertes que los nuestros y podrían resistir más tiempo a las fuerzas absorbentes de la naturaleza, cuando quien con ellos se vistiese hubiera de penetrar en el interior de un cocodrilo. En la primera ocasión que se presente comunicaré este criterio mío a algún político, al mismo tiempo que a los lectores de nuestros grandes diarios, a fin de provocar un movimiento de opinión. Espero servir también para otras muchas cosas. No dudo de que cada mañana vendrán a mí muchedumbres de curiosos que de buen grado aflojarán sus veinticinco copecas con tal de conocer lo que yo piense acerca de los últimos telegramas del día antes. En una palabra: el porvenir se me presenta con los más halagüeños colores.

«¡Está delirando! ¡Está delirando!», decía yo para mí. Pero, para ponerlo más a prueba, continué diciendo en voz alta:

—Pero y la libertad, amigo mío, ¿dónde la dejas? Tú estás como en la cárcel. ¿Y no es la libertad el bien más preciado del hombre?

— ¡Qué necio eres! —me respondió—, cierto que los salvajes se parecen por la independencia; mas los sabios verdaderos gustan del orden más que de cosa alguna, porque sin orden…

—¡Por favor, Iván Matvieyich!…

—¡Cállate y atiende! —gritó furioso por mi interrupción—, nunca me he sentido tan fuerte como ahora. En mi estrecho cobijo sólo temo la pesada crítica de los grandes diarios y los silbidos de las hojas satíricas. Temo que las personas poco serias, los imbéciles, los envidiosos y, en general, los nihilistas, se rían a mi costa. Mas ya tomaré mis medidas. Aguardo impaciente el juicio que la opinión pública, y sobre todo la prensa, formularán sobre mí desde mañana. No dejes de tenerme al corriente de todo.

—¡Bueno! Mañana te traeré una pila de periódicos.

—Sería prematuro esperar que mañana dijeran ya algo del lance los periódicos, porque las noticias tardan siempre en publicarse unos cuatro días. Sin embargo, a partir de hoy, vendrás todas las tardes por la puerta de servicio. Me leerás los periódicos y revistas, y luego yo te dictaré mis pensamientos y te daré encargos. No olvides traerme todos los días todos los telegramas de Europa. Pero basta por hoy. Tendrás sueño. Vuélvete a tu casa y no pienses en lo que te he dicho a propósito de la crítica. No la temo, porque ella también se encuentra en una situación bastante crítica. Bastará con que me conserve sabio y virtuoso para que me encuentre como enaltecido sobre un pedestal. Si no llego a ser un Sócrates, seré un Diógenes, o entrambos a la vez. Tan grande es la misión que en lo futuro habré de cumplir para con el género humano.

Así se expresaba Iván Matvieyich, dando muestras de un espíritu tan superficial como terco; cierto es que se hallaba bajo el imperio de la fiebre, pareciéndose a esas mujeres débiles de carácter que no aciertan a guardar un secreto. Todas sus observaciones a propósito del cocodrilo parecíanme muy aventuradas. Vamos a ver: ¿era posible que el cocodrilo estuviese hueco? Cualquier cosa apuesto a que todo aquello eran fanfarronadas de hombre vanidoso y que, ante todo, tiraba a humillarme.

Ya sé que estaba enfermo y que con los enfermos hemos de ser condescendientes; mas con toda franqueza confieso que no podía sufrir a Iván Matvieyich. Toda la vida, desde que era chiquito, tuve que aguantar su tutela. Mil veces sentí ganas de acabar con ella, pero siempre alguna consideración me volvía a su lado, como si hubiese esperado convencerle de no sé qué y vengarme por fin. ¡Singular amistad, de la que puedo asegurar que de diez partes, nueve eran odio puro! Sin embargo, aquella vez nos despedimos en la mejor armonía.

—Su amigo es un hombre inteligentísimo— me dijo el alemán, que había escuchado de cabo a rabo nuestra conversación mientras me acompañaba hasta la puerta.

—Y a propósito —le dije, antes que se me olvidara—, ¿cuánto querría usted por el cocodrilo si le propusieran comprárselo?

Iván Matvieyich, que había oído la pregunta, aguardó la respuesta con vivo interés. Era evidente que le habría sabido mal oír al tudesco pedir una suma insignificante. Por lo menos, tosió de un modo harto significativo.

El alemán, al pronto, no quiso ni hablar de la cosa y hasta llegó a enojarse.

—¡Que a nadie se le ocurra jamás pedirme que le venda mi cocodrilo! —exclamó furioso, poniéndose más encarnado que un cangrejo—; ¡no quiero deshacerme de mi cocodrilo! No lo daría ni por un millón de táleros. Sólo hoy me ha producido ya ciento treinta táleros en taquilla. ¡Y ha de valerme diez mil y hasta cien mil!

Iván Matvieyich reía de gusto. Yo hice de tripas corazón. Con la flema de un hombre que cumple con los deberes de la amistad, le hice presente al germano toda la falsedad de sus cuentas. Dando de barato que recaudase cien mil táleros diarios, en menos de cuatro días ya todo Petersburgo habría desfilado por el local. Y después de eso, sanseacabó, aparte que nuestra vida pende de un cable; el cocodrilo podría reventar, o caer enfermo Iván Matvieyich y morirse, etcétera. Recapacitó un momento el alemán, y luego repuso:

—Le pediré unas gotas al boticario y no se morirá su amigo.

—Eso de las gotas —le dije— está muy bien. Pero tenga usted en cuenta que podría entablarse un proceso. ¿Y si la esposa de Iván Matvieyich resuelve reclamar la devolución de su esposo legítimo? Usted quiere hacerse rico; pero ¿está usted dispuesto a pasarle una pensión a Elena Ivanovna?…

—¡Ni por pienso! —respondió con voz grave y resuelta.

—¡No, ni pensarlo! —añadió, furiosa, la madre.

—Siendo así, ¿no les convendría más aceptar desde este momento una suma razonable y segura en vez de fiar en beneficios aleatorios? Después de todo, me interesa hacer constar que sólo les hago esta pregunta a título de curiosidad.

El alemán creyó oportuno deliberar con su madre, y se la llevó a un rincón del local donde había un armario que contenía el mono más grande y feo de la colección.

—¡Ya verás! —díjome Iván Matvieyich.

De buena gana las habría emprendido a golpes con el alemán y su madre, y, sobre todo, con aquel Iván Matvieyich, cuya desmedida ambición me indignaba en grado sumo. Pero ¿qué decir de la respuesta del ladino alemán?

Aconsejado por su madre, exigió como precio de venta de su cocodrilo la cantidad de cincuenta mil rublos en obligaciones del último empréstito interior, una casa de mampostería en la calle Gorojovkaia, con una farmacia inclusive, y encima de todo eso, los galones de coronel.

—¡Ya lo estás viendo! —exclamó triunfalmente Iván Matvieyich—; ¡ya te lo decía yo! Aparte su última exigencia, ese nombramiento de coronel, que representa una pretensión loca, tiene razón sobrada, pues sabe apreciar el actual valor de su cocodrilo. ¡Ante todo, el punto de vista económico!

—¡Vamos! —le grité, furioso, al alemán—; ¿cómo se atreve usted a pedir esos galones de coronel? ¿Qué hazañas ha llevado a cabo? ¿Dónde está su hoja de servicio? ¿Dónde ha conquistado usted la gloria marcial? ¿O es que está usted loco?

—¡Loco yo! —replicó el alemán, resentido—; yo soy un hombre sensato; aquí no hay más necio que usted. ¡Si le parece poco mérito para que le nombren a uno coronel el poder enseñar un cocodrilo que contiene en su interior a todo un consejero de la Corte vivito y coleando!… A ver quién es el ruso que puede mostrar un cocodrilo semejante. Yo soy un hombre de pro, y no sé por qué razón no habrían de poder nombrarme coronel.

—Adiós, pues, Iván Matvieyich —exclamé, trémulo de rabia y echando a correr. Si sigo allí un minuto más, no hubiera podido contenerme. La extravagante ambición de aquellos dos imbéciles era intolerable. El aire fresco de la calle calmó algún tanto mi indignación. Por fin, y después de escupir unas quince veces a diestro y siniestro, mandé parar un coche, y luego que llegué a casa, me desnudé y me metí en el lecho.

Lo que más me irritaba era tener que convertirme en secretario de Iván Matvieyich. ¡Pues, en lo sucesivo, para cumplir con los deberes de amigo verdadero, tendría que embrutecerme todas las tardes!

Sentía ganas de pelearme con alguien y, a decir verdad, luego que apagué la vela me di algunos cachetes en la cabeza y en diversas partes del cuerpo. Esto me alivió un poco y concluí por dormirme profundamente, pues estaba rendido. Pasé la noche soñando con monos; pero hacia la madrugada soñé con Elena Ivanovna.

IV

No me costó trabajo dilucidar que el haber soñado con monos era debido a haberlos visto en la jaula del alemán; pero en cuanto a Elena Ivanovna, el caso era distinto. Para decirlo de una vez: yo la amaba, pero con el afecto de un padre, ni más ni menos. Lo que me induce a formular esta conclusión es que muchas veces me ocurrió sentir deseos de besarla en su tersa frente o en sus sonrosadas mejillas. Y aunque jamás lo hice, he de confesar que no hubiera rehusado el besarla en los labios. Y no sólo en la boca, sino también en sus dientecillos, que se asemejaban a una sarta de aljófar en cuanto se reía…, lo que era muy frecuente.

En sus momentos de expansión llamábala Iván Matvieyich «su lindo contrasentido», remoquete muy justo y adecuado. Era a lo sumo una mujer bombón. Así que no acababa yo de comprender en qué se fundaba Iván Matvieyich para querer hacer de ella una Eugenia Tour rusa.

Sea de ello lo que fuere, mis sueños, monos aparte, habíanme procurado las más gratas impresiones, y aquella mañana, con la taza de té por delante, repasando mis recuerdos del día anterior, decidí subir a casa de Elena Ivanovna, de paso hacia la oficina. Eso, después de todo, era deber mío, en mi calidad de amigo de la casa.

En un cuartito minúsculo contiguo a la alcoba, y al que ellos llamaban su saloncito, aunque también el salón grande fuera bastante chico, estaba Elena Ivanovna sentada en un lindo canapé ante una mesita baja. Tenía puesta una bata vaporosa y saboreaba, una tacita de café. Estaba hermosísima, pero parecía preocupada.

—¡Ah!, ¿es usted, pillín? —exclamó con distraída sonrisa—; siéntese, atolondrado, y tome un poco de café. ¿Qué hizo usted ayer, puede saberse? ¿Estuvo usted en el baile de máscaras?

—Pero ¿estuvo usted en él? Para fiestas estaba yo… Fui a ver a nuestro preso…

Lancé un suspiro y puse cara de agobio, al tiempo que tomaba un sorbo de café.

—¿Quién? —exclamó ella—, ¿qué preso?… ¡Ah, sí; ya caigo, pobre chico! ¿Se aburre mucho?… Mire…, quisiera preguntarle… Me parece que ahora no me costaría trabajo conseguir el divorcio, ¿no es verdad?

—¡El divorcio! —exclamé con tal indignación que por poco derramo el café, pues decía para mis adentros con rabia: “Eso lo dice por el moreno.»

Había, en efecto, de por medio un sujeto, moreno él, con unos bigotillos, que frecuentaba la casa y hacía reír mucho a Elena Ivanovna. Yo le aborrecía, y me figuraba que la habría visto en el baile de máscaras la noche anterior y le habría dicho un hatajo de sandeces.

—Vamos a ver —dijo la bella de carrerilla, como si repitiera una lección—, lo más seguro es que se quede para siempre dentro del cocodrilo; y siendo así, ¿por qué he de estarme yo esperándolo? Creo que todo marido debe vivir en su casa, y no dentro de un cocodrilo.

—Pero ese ha sido un contratiempo completamente ajeno a su voluntad —insinué con una emoción muy comprensible…

—¡Ah! ¡No, déjese de historias; déjese de cuentos! —exclamó ella enojada—. ¡Siempre me ha de llevar usted la contraria, malo! Nunca podremos estar de acuerdo. No quiero oír sus consejos. Los extraños me dicen que puedo conseguir el divorcio con sólo alegar que Iván Matvieyich se va a quedar cesante.

—¡Elena Ivanovna! ¿Es usted quien así habla? —exclamé en tono patético—, ¿quién es el malvado que le ha metido en la cabeza semejantes ideas? Sepa usted que es imposible obtener el divorcio por una causa tan nimia como la suspensión de la paga. ¡Y ese pobre Iván Matvieyich, que aún se consume de amor por usted, en el fondo de su cocodrilo! ¡Se derrite como un terrón de azúcar! Anoche, mientras usted se divertía en el baile de mascaras, me decía el pobrecillo que en un caso extremo se decidiría a llevársela a usted, como su esposa legítima, a su lado, al interior del cocodrilo, tanto más cuanto que hay allí sitio sobrado para dos personas, y hasta para tres…

Y le referí al punto toda aquella interesante parte del coloquio que el día anterior tuve con su marido.

—¡Cómo! —saltó, estupefacta—, ¡cómo! ¿Es que quiere usted que, encima de todo, vaya a hacerle compañía dentro del cocodrilo? ¡Vaya una idea! ¿Cómo quiere usted que me meta allí dentro con mi sombrero y mi crinolina? ¡Dios mío, pero eso es absurdo! ¿Qué pensaría de mí quien me viese entrar? ¡Qué ridículo más grande! ¿Y cómo me las arreglaría para comer allí dentro… y… para…? ¡Vaya, qué idea! ¿Qué distracciones encontraría allí? ¡Y dice usted que apesta a caucho! ¡Y tendría que estarme pegadita a él aun cuando nos enzarzásemos en alguna pelotera! ¡Huy! ¡Qué horror!

—Comprendo, comprendo, querida Elena Ivanovna —le interrumpí con una vehemencia naturalísima en quien, como yo, sabe salir en defensa de la verdad—, pero usted no tiene en cuenta una cosa, y es que él no puede vivir sin usted, puesto que reclama su compañía. Eso prueba la pasión y fidelidad de su cariño… Usted no ha sabido apreciar como se merece su amor, querida Elena Ivanovna.

—¡Déjese de historias! ¡No quiero oírle! ¡No lo oiré! —exclamaba, gesticulando con su manecita tan linda, de uñas sonrosadas y relucientes—, ¡acabará usted por hacerme llorar, malo! Vaya usted y métase dentro del cocodrilo, si le parece bien. Es usted su amigo. Váyase usted y acuéstese a su lado, por consideración a la amistad, y pásese la vida discutiendo con él de temas fastidiosos…

—Hace usted muy mal en hablar de ese contratiempo en ese tono de burla —le dije, interrumpiendo con gravedad a aquella mujercita de tan poco seso—. Iván Matvieyich me ha invitado ya a hacerle compañía. No hay duda de que en usted eso sólo sería cumplir con su deber, mientras que en mí indicaría generosidad. Explicándome ayer la extraordinaria elasticidad de las paredes de ese cocodrilo, dióme a entender muy claramente Iván Matvieyich que habría allí sitio no sólo para ustedes dos, sino hasta para mí, a fuer de amigo de la casa, y que en caso de consentir yo, podríamos muy bien acomodarnos los tres allí con toda holgura, y a ese objeto…

—¿Cómo los tres? —exclamó Elena Ivanovna, mirándome no sin asombro—, pero ¿íbamos a estar allí los tres juntos? Ja, ja, ja! ¡Qué necios son ustedes! Ja, ja, ja! Me pasaría el tiempo arañándolos por malos. Ja, ja, ja! Ja, ja, ja!

Y retrepándose en el respaldo del canapé, se puso a reír hasta saltársele las lágrimas. Su risa y su llanto, todo aquello resultaba tan delicioso y seductor que no pude ya contenerme y empecé a besarle las manos, a lo que ella no se opuso, tirándome de las orejas en señal de reconciliación.

Con eso nos pusimos tan alegres, y yo le conté circunstanciadamente todos los proyectos de Iván Matvieyich. La idea de las recepciones en su salón le agradó lo indecible.

—Sólo que —hizo notar— necesitaré muchos trajes nuevos, y es urgente que Iván Matvieyich me envié lo antes que pueda una cantidad decorosa.

Luego agregó, pensativa:

—Pero ¿cómo nos vamos a arreglar para traerle en su bañera? Eso es muy ridículo. No quiero que vean a mi marido dentro de la tina. Me avergonzaría delante de mis invitados… ¡No quiero, no quiero!…

—A propósito, ahora que me acuerdo: ¿no estuvo a verla a usted anoche Timofei Semionich?

—Sí que estuvo; se desvivió por consolarme, y figúrese que nos pasamos la velada jugando a las cartas. Cuando perdía él, me daba bombones, y cuando perdía yo, me besaba las manos. ¡Qué pillín! ¡Y figúrese que faltó poco para que me acompañase al baile de máscaras! Como se lo cuento.

—El entusiasmo —respondí—, pero ¿quién no se entusiasmaría con usted, hechicera?

—Bueno; ya vuelve usted a sus piropos. ¡Espere que he de pellizcarle antes que se vaya! Yo sé dar muy buenos pellizcos. Pero dígame: ¿le ha hablado mucho de mí Iván Matvieyich?

—No; mucho, no… Confesó que lo que más le preocupa ahora es la suerte de la humanidad, y quiere…

—Bueno, bueno; no siga. Todo eso debe de ser muy aburrido. Un día de estos iré a verle… Mañana, sin falta…; hoy no. Me duele la cabeza, y habrá allí mucha gente… Dirían por lo bajo: «¡Ahí está su mujer!» Y me daría vergüenza… ¡Adiós! ¿Irá usted allá esta tarde?

—Sí. Me encargó que fuese y le llevase los periódicos.

—Muy bien. Pues vaya usted y léale la prensa. Es inútil que vuelva hoy por aquí, pues no me siento bien… Quizá salga a hacer unas visitas… ¡Adiós, pillín!

«Bueno —me dije— no hay que preguntar si el moreno va a venir esta tarde.»

En la oficina, como es natural, no dejé traslucir nada de mis inquietudes. Pero no tardé en advertir que varios de nuestros periódicos más progresistas circulaban de mano en mano y que mis compañeros los leían con profunda atención. El primero que llegó hasta mí fue La Hoja, diario sin orientación política bien definida, pero de tendencias humanitarias, por lo cual mis compañeros, por más que lo leyesen, le mostraban cierto menosprecio. He aquí lo que leí en él, no sin asombro:

«Extraños rumores corrían ayer por nuestra gran capital. N***, gastrónomo muy conocido del gran mundo, hastiado sin duda de la cocina de Borel no menos que de la del círculo, penetró en el Pasaje y se dirigió al sitio en que se exhibe un enorme cocodrilo, y encargó que le aderezasen el monstruo para comérselo en la cena. Habiéndose entendido con el dueño, no tardó en sentarse a la mesa, y empezó a devorarlo (no al dueño, alemán modesto y amigo del orden, sino al cocodrilo, que se sirvió vivo y todo, sacándole, por medio de su cortaplumas, enormes lonjas sabrosísimas, que golosamente engullía).

«Poco a poco, desapareció emérito el cocodrilo en aquel abismo sin fondo, visto lo cual nuestro gastrónomo hizo intención de regalarse el gusto con el icneumón, compañero habitual del cocodrilo y, según él, no menos suculento.

«No abrigamos ninguna suerte de prejuicios contra ese nuevo manjar, muy conocido hace ya tiempo de los gastrónomos extranjeros. Lejos de eso, habíamos predicho que llegaría a ponerse de moda. Los lores y viajeros ingleses pescan en Egipto grandes partidas de cocodrilos, cuyo lomo saborean en forma de bistecs, sazonado con mostaza y cebolla y guarnecido de patatas.

“Los franceses llegados con De Lesseps al país dan su preferencia a las patas, que mandan cocer en rescoldo para hacer rabiar a los ingleses, que no les escatiman sus pullas. Es muy probable que en nuestro país sepan apreciar tanto el lomo como las patas, y celebramos el que esta nueva rama de la industria alimenticia venga a enriquecer a nuestra poderosa y tan diversa patria.

«Después de esta digestión petersburguesa de un primer cocodrilo, puede pronosticarse que no pasará un año sin que ya los importemos por centenares. ¿Y por qué no habríamos de aclimatar al cocodrilo en Rusia? Si el agua del Neva resulta demasiado fría para estos interesantes productos del extranjero, baños hay en la capital, y fuera de ella no faltan ríos y lagos.

«¿No podría, por ejemplo, practicarse la cría del cocodrilo en Pargolovo o en Pavlovsk, en Moscú, en los estanques Priesnenski y en el Samatiok? Al mismo tiempo que proporcionaría un grato y sano alimento al paladar refinado de nuestros gastrónomos, los viveros de cocodrilos constituirían una gran distracción en esos parajes y servirían, además, para que los niños aprendiesen fácilmente historia natural.

«Con su piel podrían hacerse estuches, maletas, petacas y carteras, y más de un millón en esos billetes de Banco grasientos, tan caros a los comerciantes, podrían caber en la piel de un cocodrilo. Nos proponemos insistir dentro de poco sobre este interesante asunto, y lo mismo haremos cuantas veces sea menester.»

Aunque me esperaba algo por ese estilo, la inexactitud de tal información me hizo muy mal efecto. No sabiendo a quién confiar mis impresiones, fijé la vista en Projor Sawich, que estaba sentado frente a mí. Entonces fue cuando advertí que hacía ya rato que me estaba observando con un número de El Cabello en la mano, como si pensase dármelo a leer. Sin decir palabra, tomó La Hoja, que yo le brindaba, y me ofreció El Cabello, señalando con la uña el artículo sobre el cual deseaba llamarme la atención. Aquel Projor Sawich era un tipo bastante raro. Viejo, solterón, apenas tenía amistad con ninguno de nosotros, y no hablaba casi con nadie en la oficina. Siempre, y a propósito de todo, tenía algo que decir; mas no se avenía a decírselo a nadie. Vivía solo, y casi ninguno de nosotros había puesto ni una vez los pies en su casa.

He aquí lo que decía el artículo de El Cabello que él subrayaba con la uña:

«Todo el mundo sabe que somos progresistas y humanitarios, y que en este terreno pretendemos estar a la altura de Europa. Pero cualesquiera que sean los desvelos de nuestro pueblo y de nuestro diario, fuerza es confesar que aun están verdes, a juzgar por un repugnante suceso que acaeció ayer en el Pasaje, y que nosotros estamos hartos de pronosticar.

«Un extranjero, dueño de un cocodrilo, llega a nuestro país y exhibe su animalucho en el Pasaje. Al punto nos apresuramos a saludar a esa nueva rama de una útil industria, rama de que aún carecía el tronco de nuestra poderosa y tan diversa patria.

«Pues bien: he aquí que, de pronto, ayer, a las cuatro y media, penetra en el local del extranjero un hombre muy gordo y en completo estado de embriaguez que, después de pagar la entrada, y sin avisar a nadie, va a meterse derechito en las fauces del cocodrilo, el cual no tuvo más remedio que tragárselo, aunque sólo fuera por instinto de conservación y para evitar la asfixia. No bien hubo caído en el interior del cocodrilo, quedóse profundamente dormido el desconocido visitante.

«Los gritos del domador resultaron tan inútiles como los lloros de su familia aterrada; en balde se le amenazó con llamar a los guardias; nada hizo la menor huella en el borracho, que desde el fondo del cocodrilo reía de un modo insolente, jurando y perjurando que el cocodrilo habría de ser castigado a palos (sic), mientras el pobre mamífero, obligado a engullirse un bocado semejante, se deshacía en inútiles lágrimas. El intruso no quería salir de allí.

«Es natural que nos preguntemos cuál pudo ser la intención de ese inoportuno. ¿Sería que buscaba un local abrigado y cómodo? Pero ¿no abundan en la capital las casas hermosas, con pisos holgados y económicos, con agua, gas y hasta portería? Y, además, llamamos la atención de nuestros lectores sobre la crueldad de semejante trato infligido a un animal doméstico.

«Ya comprenderán nuestros lectores lo difícil que habrá de serle a ese cocodrilo digerir tamaña mole. Ahí está el desgraciado, sin alientos, tumefacto, esperando la muerte en medio de intolerables sufrimientos. Hace ya mucho tiempo que en Europa son emplazados ante los Tribunales quienes maltratan a los animales domésticos. En nuestro país, pese al alumbrado a la europea; a las aceras, construidas a la europea, y a las casas, edificadas a la europea, aún ha de pasar mucho tiempo antes que hagamos justicia a los culpables de esos malos tratos.

“Las casas son nuevas; pero los prejuicios, viejos…

«Pero ¿son nuevas ni siquiera las casas? Por lo menos, no siempre podría decirse eso de sus escaleras. ¿Cuántas veces no hemos denunciado en estas columnas el estado de suciedad lamentable en que desde hace meses se encuentran las gradas de la escalera de madera de la casa del mercader Lukianov, en la Petersbugskaia, que, por su estado ruinoso, presentaban un serio peligro para la criada, Afimia Skapidarova, obligada, por las necesidades de su cargo, a subir y bajar constantemente para acarrear agua o leña? Lo que pronosticábamos ocurrió ayer, a las ocho y media de la noche: Afimia Skapidarova, que iba cargada con una sopera, resbaló y se rompió una pierna.

«Sin embargo, todavía nos preguntamos si este accidente acabará de persuadir a Lukianov de la necesidad de mandar arreglar la escalera, porque los rusos tienen la cabeza dura. Entre tanto, la desgraciada víctima del descuido ruso ha sido conducida al hospital.

«Tampoco nos cansaremos de repetir que los porteros, al barrer la nieve de las aceras de la Viborgskaia, deberían adoptar algunas precauciones, a fin de no deslucirles el calzado a los transeúntes: ¿Por qué no la recogen en montoncitos, como se hace en Europa?, etcétera.»

—Pero ¿qué quiere decir esto? —pregunté, mirando a Projor Sawich con cierto asombro.

—¿El qué?

—¡Pues qué ha de ser! ¡Que en lugar de compadecer al pobre Iván Matvieyich, compadecen al cocodrilo!

—¿Qué más da que la piedad recaiga en un mamífero o en otro? ¿No es eso lo europeo? ¡También compadecen en Europa a los cocodrilos! ¡Ji, ji, ji!…

Y, dicho esto, aquel tipo raro de Projor Sawich volvió a abismarse entre sus papelotes, y ya no volvió a despegar los labios.

Yo me metí en el bolsillo El Cabello e hice acopio de diarios para mi pobre Iván Matvieyich. Luego, aunque todavía faltase mucho para la hora de salida, dejé la oficina y me encaminé al Pasaje con objeto de hacerme cargo, aunque fuese de lejos, de lo que allí pasaba y recoger la variedad de opiniones del vulgo.

Figurándome que habría apreturas me levanté el cuello del gabán, pues sentía algo de vergüenza, no sé por qué, quizá por lo poco acostumbrado que estaba a la publicidad.

Mas comprendo que no tengo derecho a relatar mis personales y prosaicas sensaciones ante un acontecimiento tan noble y singular.

 

[1] Carlitos.

[2] Madre, en alemán.

[3] Político ruso que, posteriormente, a partir de 1879, perteneció al partido terrorista de la voluntad del pueblo.

[4] Luis Antonio GarnierPagés, político francés de significación democrática, que tomó parte muy activa en las agitaciones revolucionarias.

cuentos rusos 4

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Iván Turgénev (1818–1883)
El brigadier

I

Lector, ¿te son conocidas acaso esas pequeñas haciendas de nobles, que veinticinco—treinta años atrás abundaban en nuestra gran Ucrania rusa? Ahora éstas se encuentran raramente, y dentro de unos diez años las últimas, es posible, van a desaparecer sin dejar huella. Un estanque caudaloso cubierto de mimbres y juncos, una vastedad de patos afanosos, junto a los que se posa a veces una cerceta cautelosa; detrás del estanque un jardín con alamedas de tilos, esa beldad y honor de nuestras llanuras de tierras negras, con abandonados bancales de fresas «españolas», con una continua espesura de grosellas, casis y frambuesas, entre la que, en la hora lánguida del inmóvil bochorno del mediodía, ya seguro pasa fugazmente el pañuelo de colores de una muchacha sierva, y resuena su voz penetrante; ahí mismo un granero sobre patas taladas, un invernadero, un huerto malito, con una bandada de gorriones en los estambres, y un gato acurrucado cerca de un pozo derrumbado; luego los manzanos rizados sobre una hierba alta, por abajo verde, por arriba grisácea, los ralos cerezos, perales en los que nunca hay frutos; después los canteros de flores: las amapolas, las peonías, los ojitos de aniúta[1], los crisantemos, las “señoritas en verdor” [2], los arbustos de madreselva tártara, el jazmín silvestre, las lilas y las acacias, con el abejero incesante, el zumbido de un abejorro en las ramas tupidas, olorosas, viscosas; finalmente, la casa señorial de un piso, sobre un fundamento de ladrillo, con unos cristales verdosos en marcos angostos, con un tejado en declive alguna vez pintado, con un balconcito, del que se cayó una baranda con forma de cántaro, con un mezzanine[3] torcido, con un perro viejo sin voz en un foso debajo del portal; detrás de la casa un amplio patio con ortigas, absintios y bardanas en las esquinas, unos servicios de puertas manoseadas, con palomas y cornejas en los horadados tejados pajosos, una bodega con una veleta oxidada, dos—tres abedules con nidos de grajos en las ramas peladas de arriba; y allí ya un camino con cojines de polvo suave en los carriles, y el campo, y los largos setos de cáñamos, y las isbás[4] grisáceas del pueblo, y los gritos de los gansos desde los lejanos prados anegados… ¿Te es conocido acaso todo eso, lector? En la misma casa todo está un poco de costado, un poco desvencijado, ¡pero no importa! Se mantiene firme y retiene la calidez: unas estufas como que de elefantes, un moblaje desigual hecho en casa, unas veredas blancuzcas, senderadas corren desde las puertas por los suelos pintados; en el recibidor unos pardillos y alondras en unas jaulas diminutas, en una esquina del comedor un enorme reloj inglés con aspecto de torre, con la inscripción: Strike–silent[5]; en la sala los retratos de los amos pintados con pinturas de óleo, con una expresión de susto severo en los rostros de color ladrillo, y a veces un cuadro viejo combado, que presenta ya unas flores y frutas, ya un sujeto mitológico; por todas partes huele a kvas,[6] manzana, aceite cocido, piel; las moscas zumban y suenan bajo el techo y en las ventanas, una cucaracha animada de repente juguetea con sus bigotes detrás del marco del espejo… No importa, se puede vivir, e incluso muy no mal se puede vivir.

II

He aquí tal hacienda me tocó visitar unos treinta años atrás… asunto de días muy pasados[7], como se dignan a ver. La posesión pequeña, en la que se hallaba esa hacienda, pertenecía a un compañero de universidad mío, ésta recién había pasado a él después de la muerte de un tío segundo, un solterón, y él mismo no vivía en ella… Pero a una no lejana distancia de allí, empezaban unos dilatados pantanos esteparios en los que, en el tiempo de llegada de los pájaros en verano, había muchas becadas; mi compañero y yo ambos éramos unos cazadores apasionados, y por lo tanto acordamos reunirnos, él desde Moscú, yo desde mi pueblo, hacia el día de Pedro[8] en su casa. Mi amigo se demoró en Moscú y se retrasó dos días, yo sin él no quería empezar la caza. Me recibió un viejo sirviente, de nombre Narkíz Semiónov: le habían prevenido sobre mi llegada. Ese viejo sirviente no se parecía en absoluto a “Saviélich”[9] o a “Caleb”[10], mi compañero lo llamaba en broma “marqués”. En él había algo auto–suficiente, incluso refinado, no sin dignidad: nos miraba a nosotros, los hombres jóvenes, desde arriba, y por los otros hacendados no guardaba un respeto peculiar; del señor anterior hablaba sin cuidado, y a su prójimo simplemente lo despreciaba por su ignorancia. Él mismo sabía leer y escribir, se expresaba de forma correcta y persuasiva, y no bebía vodka. A la iglesia iba raramente, así que lo consideraban un cismático[11]. Era delgado y alto, tenía un rostro largo y venerable, una nariz aguda y unas cejas colgantes, que ya movía, ya alzaba de modo incesante, llevaba una holgada levita aseada y unas botas hasta la rodilla, con unas cañas cortadas en forma de corazón.

III

En el mismo día de mi llegada Narkíz, dádome de desayunar y recogido la mesa, se detuvo en las puertas, me miró fijamente y, jugado con las cejas, profirió:

—¿Qué pues usted, soberano, va a hacer ahora?

—Y yo, en verdad, no sé. Si Nikolai Petróvich cumpliera su palabra, y viniera, nosotros juntos nos iríamos de caza.

—¿Y usted, por lo tanto, soberano, esperaba que él así, llegaría a la misma vez, como prometió?

—Por supuesto, esperaba.

—Hum —Narkíz me echó una mirada de nuevo, y meció la cabeza como que con lástima—. Si se distrajera con la lectura, sería deseable —continuó—, del viejo señor quedaron unos libritos; yo, si le place, se los traeré, sólo que usted no se pondrá a leerlos, así se debe suponer.

—¿Por qué?

—Unos libritos banales, no para los señores de ahora están escritos.

—¿Tú los leíste?

—No los hubiera leído, no me pondría a hablar. El de sueños[12], por ejemplo… ¿eso qué clase de libro es? Bueno, hay otros… sólo que usted también no se pondrá a leerlos.

—¿Y qué?

—Son divinos.

Yo callé… Narkíz calló también.

—Lo principal pues, me da fastidio —empecé—, con este tiempo, estar sentado en casa.

—Pasee por el jardín, o si no vaya al boscaje. Ahí tenemos un boscaje detrás del granero. ¿No le gusta acaso pescar?

—¿Y ustedes tienen peces?

—Hay, en el estanque. Lochas, albures, percas se encuentran. Ahora, por supuesto, la época verdadera pasó: julio está en el patio. Bueno… pero de todas formas intentar se puede… ¿Ordena equipar la caña?

—Hazme la concesión.

—Yo con usted mandaré a un chico… para enganchar los gusanos. ¿O si no, acaso va solo? –Narkíz, evidentemente, dudaba de que yo supiera, acaso, arreglarme solo.

—Vamos, por favor, vamos.

Narkíz sonrió callado, pero con toda la boca, después movió las cejas de pronto… y salió de la habitación.

IV

Media hora después nos dirigimos a pescar. Narkíz se puso cierta gorra orejuda, inusitada, y se volvió más majestuoso. Andaba adelante con un paso grave, regular, dos cañas ondeaban sobre su hombro de modo rítmico, un chiquillo descalzo llevaba tras él una regadera y una olla con gusanos.

—Ahí, junto a la represa, en la almadía, se ha colocado un banco para la comodidad —me empezó a aclarar Narkíz, echó un vistazo adelante y exclamó de pronto—:¡Ejé! Pero nuestros miserables ya están ahí… ¡Se habituaron!

Yo estiré la cabeza detrás de él y vi en una almadía, en el mismo banco del que hablaba, a dos hombres sentados de espalda a nosotros: éstos pescaban muy tranquilos.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Vecinos —respondió Narkíz con disgusto—. En casa pues no tienen nada de comer, así pues vienen a donde nosotros.

—¿Y a ellos se les permite?

—El señor anterior lo permitía… acaso pues Nikolai Petróvich no autorice… El largo pues… es un sacristán de los titulares, un hombre banal por completo; bueno, y aquél, el más gordo, es brigadier.

—¿Cómo brigadier?[13] —repetí con admiración. La ropa de ese “brigadier” era casi, acaso no peor que la del sacristán.

—Yo le informo pues, brigadier. Y su fortuna era buena. Y ahora pues, se le asignó un rincón por merced, y vive… así, de lo que el Señor mande. ¿No obstante, entre tanto, cómo hacer pues? Ellos ocuparon el lugar mejor… Habrá que perturbar a los queridos visitantes.

—No, Narkíz, por favor, no los perturbe. Nosotros nos sentaremos ahí mismo, a un costado, ellos no nos molestan. Yo quisiera conocer al brigadier.

—Como le plazca. Y sólo que, si en cuanto a conocerlo… mucho gusto usted, soberano, no espere recibir, él se volvió muy débil de concepto, y en la conversación es obtuso… lo que un niño pequeño. Y así decir, vive la octava década.

—¿Cómo se llama?

—Vasílii Fomích. De apellido Guskóv.

—¿Y el sacristán cómo?

—¿El sacristán pues?.. su apodo es Pepino. Aquí todos lo llaman así, ¿y cuál es su nombre verdadero?, ¡el Señor sabe! ¡Un hombre banal! ¡Es un granuja!

—¿Ellos viven juntos?

—No, no juntos, pero el diablo… ¿sabe?.. los amarró con una cuerda.

V

Nos acercamos a la almadía. El brigadier levantó los ojos hacia nosotros… y al momento los dirigió al flotador; Pepino se levantó de un salto, extrajo la caña, se quitó su gastado sombrero de pope, se pasó la mano trepidante por los ásperos cabellos amarillos, reverenció braceando y se echó a reír con una risa flácida. Su rostro hinchado revelaba a un borracho amargo[14], sus ojos encogidos guiñaban de forma humillada. Empujó a su vecino por el costado, como dándole a saber que era necesario, digo, largarse… El brigadier se removió en el banco.

—Siéntense, les ruego, no se inquieten —rompí a hablar apurado—. Ustedes no nos molestan en absoluto. Nosotros nos ubicamos aquí, siéntense.

Pepino se arrebujó con su traje talar agujereado, sacudió los hombros, los labios, la barbita… Nuestra presencia, por lo visto, lo cohibía… y se hubiera escurrido gustoso, pero el brigadier se sumergió de nuevo en la contemplación de su flotador… “Granuja” carraspeó unas dos veces, se sentó en el mismo borde del banco, se puso el sombrero sobre las rodillas y, recogido debajo de sí sus pies descalzos, lanzó la caña con modestia.

—¿Pican? —preguntó Narkíz con importancia, desenrollando el sedal con lentitud.

—Unas cinco piezas de lochas atrajimos —respondió Pepino con una voz quebrada y ronca—, y él pues agarró una perca decente.

—Sí, una perca —repitió el brigadier de modo chillón.

VI

Yo me puse a examinar fijamente no a él, sino su volteado reflejo en el estanque. Éste se me presentaba diáfano, como en un espejo, un poco más oscuro, un poco más plateado. El amplio estanque alentaba su frescura sobre nosotros, también emanaba frescura de la húmeda orilla escarpada; y tan dulce era ésta que allá, sobre la cabeza, en el lasurita dorado y oscuro, sobre los sotos de árboles, el bochorno inmóvil colgaba como un peso palpable. El agua no ondeaba cerca de la almadía; en la sombra, que caía sobre ésta de los frondosos arbustos rivereños, brillaban, como unos diminutos botones luminosos, las arañitas acuáticas, que describían sus círculos eternos; sólo a veces un escarceo apenas notable iba desde los flotadores, cuando el pez “jugueteaba” con el gusano. Se pescaba éste muy mal: durante una hora entera sacamos dos lochas y un albur. Yo no sabría decir por qué el brigadier despertaba mi curiosidad: su grado no podía actuar sobre mí, los nobles arruinados no se consideraban una rareza tampoco en ese tiempo, y su misma apariencia no presentaba nada notable. Debajo de la gorra cálida, que ocultaba toda la parte superior de su cabeza hasta las cejas y las orejas, se divisaba un rostro rojizo, bien afeitado, redondo, con una nariz pequeña, unos labios pequeños y unos ojos gris—claro no grandes. Ese rostro humilde, casi infantil expresaba sencillez, debilidad espiritual y cierta antigua tristeza impotente; en sus manos blancas rollizas, de dedos cortos, había también algo impotente, inhábil… Yo no estaba en condición, de ninguna forma, de imaginar de cuál manera este viejecito miserable pudo, alguna vez, ser un hombre militar, comandar, disponer, ¡y aún en los tiempos severos de Ekaterina![15] Yo lo miraba: a veces inflaba las mejillas y jadeaba débilmente, como un niño, a veces entornaba los ojos de modo enfermizo, con esfuerzo, como todas las personas decrépitas. Una vez abrió los ojos con amplitud y los levantó… Éstos se fijaron en mí desde lo profundo acuático, y su vista abatida me pareció extrañamente conmovedora e incluso significativa.

VII

Yo intenté hablar con el brigadier… pero Narkíz no me había engañado: el pobre viejo, realmente, se había vuelto muy débil de concepto. Se informó de mi apellido y, tras preguntarme unas dos veces, pensó, pensó y profirió finalmente: “Sí, nosotros, parece, tuvimos un juez tal. Pepino, ¿tuvimos nosotros un juez tal, ah? —“Tuvimos, tuvimos, padrecito, Vasílii Fomích, su excelencia —le respondió Pepino, que lo trataba en general como a un niño—. Tuvimos, seguro. Y la caña suya cédamela, el gusano suyo, debe estar comido… Está comido”.

—¿A la familia Lómovskaya, se dignó a conocerla? —de repente, con una voz intensa, me preguntó el brigadier.

—¿Cuál tal familia Lómovskaya?

—¿Cuál? Bueno, Fiódor Ivánich, Yevstígnei Ivánich, el judío Alexéi Ivánich, bueno, la saqueadora Feodúlia Ivánovna… y ahí aún…

El brigadier de pronto calló y bajó los ojos.

—Eran las personas más cercanas a él —inclinado hacia mí susurró Narkíz—, a través de ellos, a través de ese mismo Alexéi Ivánich, que él llamó judío, y aún a través de una hermana de Alexéi Ivánich, Agrafiéna Ivánovna, él, se puede decir, perdió toda la fortuna.

—¿Qué tú hablas ahí sobre Agrafiéna Ivánovna? —exclamó de pronto el brigadier, y su cabeza se levantó, sus cejas blancas se fruncieron… —¡Tú mira conmigo! ¿Y cuál Agrafiéna es ella para ti? Agripína Ivánovna, mira cómo se debe… llamarla.

—Bueno, bueno, bueno, bueno, padrecito —había murmurado Pepino.

—¿Tú acaso no sabes, que el versificador Milónov[16] compuso sobre ella? —continuó el viejo, entrando de repente en un frenesí totalmente inesperado para mí—. “No las velas nupciales se han prendido —empezó como cantando, pronunciando todas las vocales con la nariz, y las sílabas “an” y “en” como las francesas an, en, y era extraño oír de su boca esa habla coherente —no las antorchas…” No, no es eso, sino esto:

No con la podredumbre perecedera del ídolo,
No con el amaranto, no con el pórfido,
Tanto se deleitan ellos…
Una sola cosa en ellos…

—Eso es sobre nosotros. ¿Oyes?

Una sola cosa en ellos no es impedimento,
Es agradable, lánguido, apetecible,
¡Un ardor mutuo guardar en la sangre![17]
—¡Ah tú, Agrafiéna!

Narkíz sonrió de forma medio despectiva, medio indiferente.

—¡Eh pues, mentecato! —refirió para sí mismo. Pero el brigadier ya bajaba los ojos de nuevo, la caña cayó de sus manos y se resbaló al agua.

VIII

—¿Y qué?, como yo veo, el asunto nuestro pues, es una basura —profirió Pepino—, el pez, ¿ves?, no pica del todo. Ya hace mucho calor, y a nuestro señor le llegó la “morriña”. Se ve, ir a casa, será mejor —con cuidado, se sacó del bolsillo un frasco de hojalata con un tapón de madera, lo destapó, se vertió tabaco[18] en el dorso de la mano, y se lanzó a ambas fosas nasales de golpe…— ¡Eh, el tabaco! —gimió, cobrando el sentido—, ¡ya me corría el deseo por los dientes! Bueno, hijito, Vasílii Fomích, dígnese a levantarse, ¡es hora!

El brigadier se levantó del banco.

—¿Ustedes viven lejos de aquí? —pregunté a Pepino.

—Y él pues ahí no lejos… y una vérsta[19] no habrá.

—¿Me permite usted acompañarlo? —me dirigí al brigadier. Yo no quería despegarme de él.

Él me echó una mirada y, sonriendo con esa sonrisa peculiar, importante, cortés y un tanto afectada que, no sé cómo a otros, pero a mí me recordaba cada vez el polvo, los kaftánes[20] franceses con botones de strass, en general el siglo dieciocho, refirió con pausa a la vieja moda que “estaría muy–y–y contento”… y al momento se abatió de nuevo. El caballero de Ekaterina refulgió en él por un instante, y desapareció.

Narkíz se asombró de mi intención, pero yo no presté atención al balanceo no aprobador de su gorra orejuda, y salí del jardín junto con el brigadier, al que Pepino sostenía. El viejo se movía bastante rápido, como con piernas de madera.

IX

Íbamos por un sendero un poco trillado, por un valle herboso, entre dos boscajes de abedules. El sol abrasaba, los orioles se llamaban en la espesura verdosa, los rascones gorjeaban junto al mismo sendero; unas mariposas celestes revoleaban en bandadas por las flores blancas y rojas del trébol bajo, las abejas, como soñolientas, se confundían y zumbaban con languidez en la hierba inmóvil. Pepino se sacudía, revivía, le temía a Narkíz, vivía donde él bajo sus ojos[21], yo le era ajeno, un forastero, conmigo pronto se asimiló. “¡He aquí —se apresuró— nuestro señor, está ayunando, qué decir! ¿Y con una perca, cómo estar lleno ahí? ¿Acaso usted, su excelencia, done algo? Ahí ahora a la vuelta, en la taberna, hay unos bollitos y pancitos excelentes. Y si hay una merced, así yo muy pecador, en ese caso, me tomaré un chato, por su salud longeva–longeva”. Yo le di dos grívienniks[22] y apenas alcancé a retirar la mano, que se lanzó a besar. Él se enteró de que yo era cazador, y se soltó a platicar sobre que tenía un buen conocido oficial, el cual tenía una escopeta sueca min–din–den gerróvskii[23], con un cañón de bronce, ¡qué tu cañón!, disparas, como que te da un aturdimiento, ¡me quedó después de los franceses!.. ¡y el perro, simplemente, un juego de la naturaleza![24], que él mismo siempre tuvo una gran pasión por la caza, y el pope como que nada, cazaba codornices junto con él, pero el ayudante episcopal lo tiranizaba hasta la infinidad, y en cuanto a Narkíz Semiónich —profirió como cantando—, así si yo, en su concepto, soy el hombre menos asentado de todo el mundo, pues yo a eso informaré: a él le crecieron unas cejas no peores que las del urogallo, y supone que a través de eso pasó todas las ciencias.

Al mismo tiempo nos acercamos a la taberna, una solitaria isbá vetusta sin traspatio ni despensa; un perro flacucho yacía enrollado debajo de la ventana, una gallina hurgaba en el polvo delante de su mismo hocico. Pepino sentó al brigadier en el banco terroso, y al instante se metió en la isbá. Mientras compraba los bollitos y se brindaba un chato, yo no le quitaba el ojo al brigadier quien, Dios sabía por qué, se me presentaba como un acertijo. En la vida de este hombre —pensaba—, seguro había sucedido algo inusitado. Y él, parecía, no me advertía del todo, estaba sentado encorvado en el banco terroso, y escogía entre los dedos unos cuantos claveles, que había arrancado en el jardín de mi amigo. Pepino apareció, finalmente, con una ristra de bollitos en la mano, apareció todo rojizo y sudado, con una expresión de asombro jubiloso en el rostro, como si recién hubiera visto algo inusualmente agradable, y para él inesperado. Al momento propuso al brigadier comerse un bollito, y éste se lo comió. Nos dirigimos adelante.

X

A fuerza del vodka bebido Pepino, como se dice, se “alimonó”[25] totalmente. Se puso a consolar al brigadier, que continuó apurándose adelante, tambaleándose, como con piernas de madera.

—¿Qué usted, señor padrecito, no está contento, anda cabizbajo? Permita, yo le cantaré una canción. Ahora recibirá toda clase de gusto… Usted no se digne a dudar —se dirigió a mí—, el señor nuestro es muy risueño, ¡y Dios tú mío! Ayer miro: una mujer lava unos calzones en la almadía, y gorda pues era la mujer, ¡y él se para detrás, y se muere de risa así, por Dios!.. Y permita ahora: ¿la canción de la liebre, la conoce? Usted no me mire, que yo no soy agraciado; en nuestra ciudad ahí vive una gitana, un morro de morro, pero canta: ¡el ataúd!, acuéstate y muérete.

Él abrió sus labios rojizos mojados con amplitud, y rompió a cantar ladeando la cabeza a un costado, cerrando los ojos y sacudiendo la barbita:

Yace la liebre bajo el arbusto,
Andan los cazadores por el baldío…
Yace la liebre, apenas respira.
Entre tanto oye con la oreja,
¡La muerte la espera!

¿Con qué yo, cazadores, los molesté?
¿O cuál penita les causé?
Yo, aunque ando en las coles,
Me como una hoja,
¡Y eso no la vuestra!
¡Sí!

Pepino daba cada vez más force:

La liebre saltó al bosque oscuro,
Y les llevó una cola a los cazadores.
Ustedes, cazadores, perdonen,
Echen una mirada a mi colita.
¡Yo no soy vuestra!

Pepino ya no cantaba… Gritaba:

Anduvieron los cazadores el día entero…
Analizaron el proceder de la liebre…
Hablaron mucho entre sí,
Y se maldijeron el uno al otro.
¡La liebre pues no es nuestra!
¡¡La bisca nos engañó!![26]

Los dos primeros versos de cada couplet, Pepino los cantó con una voz alargada, los restantes tres, al contrario, muy vivamente, además brincó y movió las piernas con pavoneo, y al término del couplet se «partía la rodilla», o sea, se golpeaba a sí mismo con los talones. Exclamado a toda garganta: “¡La bizca nos engañó!”, dio una voltereta… Sus esperanzas se cumplieron. El brigadier de pronto se anegó en una fina carcajada lacrimosa, y con tal aplicación que no podía ir adelante, y se acuclilló con levedad, azotándose las rodillas con las manos de modo impotente. Yo miraba su rostro amoratado, convulsivamente retorcido, y me daba mucha lástima con él, precisamente en ese instante. Animado por el éxito, Pepino se soltó en una prisiádka[27], diciendo de forma incesante: “¡Astucias—argucias y picardías—fullerías!..” Se echó, finalmente, de nariz en el polvo… El brigadier de repente dejó de carcajearse, y renqueó adelante.

XI

Fuimos aún un cuarto de vérsta. Apareció una aldea pequeña al borde de un barranco no profundo, a un costado se divisaba una “accesoria”, con un tejado medio trazado y una chimenea solitaria, en una de las dos habitaciones de esa accesoria se alojaba el brigadier. La propietaria de la aldea, una constante habitante de Petersburgo, la consejera civil Lómova, le había asignado —como me enteré en lo posterior— ese rincón al brigadier. Ésta ordenó otorgarle una mesada, y asimismo ponerle para el servicio a una tontita de los siervos, viviente en el mismo pueblo, y que aunque entendía mal el habla humana, podía no obstante, en opinión de la consejera, barrer el suelo y cocer el schi[28]. En el umbral de la accesoria el brigadier se dirigió a mí de nuevo, con la anterior sonrisa a lo Ekaterina: ¿no me placía acaso, digo, pasar a su appartement? Nosotros entramos a ese “appartement”. Todo en éste era sucio y pobre al extremo, tan sucio y tan pobre que el brigadier, advertido probablemente por la expresión de mi rostro, cuál impresión me había producido su vivienda, profirió encogiendo los hombros y entornando los ojos: “Ce n’est pas… oeil de perdrix…”[29] Qué quería él decir propiamente con eso, no me quedó claro por completo… Hablado con él en francés, no recibí respuesta en esa lengua. Dos objetos en particular me sorprendieron en la vivienda del brigadier: en primer lugar, una gran cruz jorgiana de oficial con un marco negro, bajo un cristal con una inscripción en letra antigua: “Recibido por el coronel del regimiento Derfelden de Chernigóv, Vasílii Guskóv, por el asalto de Praga en el año 1794”; y en segundo, un retrato de medio cuerpo al óleo de una bonita mujer de ojos negros, con un rostro alargado y moreno, unos altos cabellos batidos y empolvados, con mouches en las sienes y la barbilla[30], con un cortado robe ronde[31] de colores, con volantes celestes de la época de los años ochenta. El retrato estaba mal pintado pero, seguramente, era muy parecido: algo demasiado mundano e indudable emanaba de ese rostro. Éste no miraba al espectador, como que se volteaba de él y no sonreía; en la corva de la nariz angosta, en los labios correctos pero llanos, en el trazo casi recto de las tupidas cejas fruncidas, se expresaba un humor imperioso, arrogante, iracundo. No era necesario un esfuerzo peculiar, para imaginar cómo ese rostro se podía, de repente, encender de pasión o de cólera. Debajo del mismo retrato, en una mesita de noche pequeña, se erguía un bouquet medio marchito de simples flores silvestres, en un frasco de cristal grueso. El brigadier se aproximó a la mesita de noche, metió en el frasco los claveles que había traído y, volteado hacia mí y alzando la mano en dirección del retrato, profirió: “Agripína Ivánovna Teliéguina, Lómova de nacimiento”. Las palabras de Narkíz me vinieron a la memoria: con doblada atención, eché una mirada al rostro expresivo y no bondadoso de la mujer, por la que el brigadier había perdido toda su fortuna.

—Usted, yo veo, estuvo presente en el asalto de Praga, señor brigadier —empecé, señalando la cruz jorgiana—, y fue merecedor de recibir el signo de distinción, único en cualquier tiempo, y entonces tanto más; ¿usted, por lo tanto, recuerda a Suvórov?[32]

—¿A Alexánder Vasílich pues? —respondió el brigadier habiendo callado un poco, y como reuniendo sus ideas—, cómo pues, lo recuerdo, era pequeño, un viejito animado. Tú estás parado, no te mueves, y él allá–acá (el brigadier se carcajeó). A Varsovia pues, entró en el caballo de un cosaco, él mismo todo lleno de brillantes, y le decía a los polacos: “¡No tengo reloj, lo olvidé en Peter, no tengo, no tengo!, y ellos pues: “¡Vivat, vivat!” ¡Unos excéntricos! ¡Hey! ¡Pepino, chico! —agregó de pronto, cambiando y elevando la voz (el bromista–sacristán se quedaba tras la puerta) —,¿dónde pues están los bollitos? Y a Grúnka dile… ¡como que kvas!

—Ahora, señor padrecito —se oyó la voz de Pepino.

Le entregó al brigadier la ristra de pancitos y, saliendo de la accesoria, se acercó a cierta criatura despeluznada en harapos —debía ser, esa misma tontita de Grúnka— y, cuanto yo pude discernir a través de la ventana polvorienta, empezó a exigirle «kvasito», ya que se arrimó a la boca una mano en embudo varias veces seguidas, y agitó la otra en nuestra dirección.

XII

Yo intenté de nuevo entrar en plática con el brigadier, pero él visiblemente estaba cansado, se bajó gañendo al poyo de la estufa, y gimiendo: “Ay, ay, los huesos, los huesos”, se desató las vendas. Recuerdo entonces me asombró, ¿cómo eso un hombre podía tener vendas? Yo no entendía, que en el tiempo anterior todos las llevaban. El brigadier se puso a bostezar con duración y franqueza, sin apartar de mí sus ojos atontados: así bostezaban los niños muy pequeños. El pobre viejo, al parecer, incluso no entendía por completo mis preguntas… ¡Y él había tomado Praga! Él, con la espada desenvainada, en el humo, el polvo, al frente de los soldados de Suvórov, la bandera acribillada sobre la cabeza, los cadáveres deformados bajo los pies… Él… ¡¿él?! ¿No era asombroso acaso? Pero a mí de todas formas me parecía, que en la vida del brigadier habían ocurrido unos sucesos aún más inusitados. Pepino trajo un kvas blanco en un caldero de hierro, el brigadier bebió con avidez, sus manos se sacudían. Pepino sostenía el fondo del caldero. El viejo se limpió la boca desdentada con aplicación, con ambas palmas de las manos, y de nuevo, mirándome fijamente, masticó y chasqueó con los labios. Yo entendí cuál era el asunto, reverencié y salí de la habitación.

—Ahora va a dormir —advirtió Pepino, andando tras de mí—. Se mató ya mucho hoy, fuimos a la tumba por la mañana.

—¿A la tumba de quién?

—A donde Agrafiéna Ivánovna, para la adoración… Ella está enterrada ahí, en nuestro cementerio parroquial, desde aquí serán unas cinco vérstas. Vasílii Fomích va a verla cada semana seguro. Y él mismo la enterró, y le puso una verja a costa suya.

—¿Y hace mucho tiempo ella falleció?

—Y cuenta unos veinte años.

—¿Ella era amiga de él, o qué?

—Toda la vida, como es, la pasó con él… perdone. Yo mismo a la señora esa, reconozco, no la conocí… pero dicen, que hubo asunto entre ellos… ¡bueeno! Señor —agregó el sacristán apurado, viendo que yo me volteaba—, ¿no se digna acaso, no dona acaso aún para un chato?, que me es hora de a la despensa, y bajo la cobija.

Yo no consideré necesario interrogar a Pepino, le di aún dos grívienniks y me dirigí a casa.

XIII

En casa me dirigí a Narkíz por informes. Él, como se debía esperar, remoloneó un poco, se puso importante, expresó su asombro, de que me pudieran «enteresar» tales tonterías, y finalmente relató lo que sabía. Yo oí lo siguiente:

Vasílii Fomích Guskóv conoció a Agrafiéna Ivánovna Teliéguina en Moscú, poco después del pogrom polaco, su marido servía con el general—gobernador, y Vasílii Fomích estaba de licencia. Él entonces se enamoró de ella, pero no salió en retiro: era un hombre solitario, de unos cuarenta años, con fortuna. Su marido pronto murió. Ella se quedó después de él sin hijos, en la pobreza, con deudas… Vasílii Fomích se enteró de su situación, abandonó el servicio (le dieron con el retiro el grado de brigadier), y buscó a su amada viuda, que apenas iba a cumplir veinticinco años, pagó todas sus deudas, compró la posesión… Desde entonces ya no se separó de ella, y terminó con que se instaló en su casa. Ella también como que lo amaba, pero no quería casarse con él. “Era caprichosa la difunta —advirtió Narkíz entre tanto—, para mí, decía, mi voluntad es lo más preciado”. Y aprovecharse de él, ella se aprovechó, «por todas partes», y el dinero que él tenía, todo se lo llevaba a ella, como una “hormiga”. Pero el capricho de Agrafiéna Ivánovna, adquiría a veces unos tamaños inusuales: era de humor indócil, y de mano atrevida… Una vez empujó a su cosaquito[33] por la escalera, y ese agarró y se rompió dos costillas y una pierna… Agrafiéna Ivánovna se asustó… al momento ordenó encerrar al cosaquito en la despensa, y ella misma no salió de la casa, y no le dio a nadie la llave de la despensa, hasta que no cesaron los gemidos en ésta… Al cosaquito lo enterraron a escondidas… Y fuera eso con la emperatriz Ekaterina —agregó Narkíz en susurro, inclinado—, puede, y el asunto pasaría así, entonces muchos asuntos tales se quedaban bajo resguardo, pero… —aquí Narkíz se enderezó y elevó la voz—, subió a zar entonces el justo soberano, Alexánder el bendito… bueno, y se armó el asunto… Vino el juzgado, excavaron el cuerpo… se hallaron signos de lucha… fue el humo con percha[34]. ¿Y cómo pues supone usted? Vasílii Fomích lo tomó todo para sí. “Yo, digo, soy la causa, lo empujé, y yo mismo lo encerré”. Bueno, se supone, ahora todos los jueces ahí, los escribas, los policías… sobre él y sobre él, y hasta tanto, le informo… lo sacudieron, hasta que el último grosh[35] no saltó de la bolsa. No, no… y de nuevo por el cuello. Hasta el mismo francés, ahí cuando el francés vino a nuestra Rusia, lo sacudieron todo, sólo entonces lo dejaron. Bueno, y a Agrafiéna Ivánovna la abasteció, seguro, él la salvó, así se debe decir. Bueno y después, hasta su mismo deceso, él vivió en su casa, y cuentan que ella lo maltrataba en vano, al brigadier pues; lo mandaba a pie de Moscú al pueblo, por Dios, por el tributo, entonces. Él por ella, por esa misma Agrafiéna Ivánovna, se batió a espontón[36] con el milord inglés Goose–Goose, y el milord inglés debió pronunciar un cumplido de disculpa. Así él, el brigadier pues, se despezuñó[37] desde esos pagos… Bueno, y ahora él ya, por supuesto, no está en el número de las personas.

—¿Quién es pues ese judío Alexéi Ivánich —pregunté—, a través de quien él se arruinó?

—Y el hermano de Agrafiéna Ivánovna. Un alma codiciosa era, ya seguro judía. A la hermana le prestaba dinero con interés, y a Vasílii Fomích en comisión. Pagó también… ¡mal!

—¿Y la saqueadora Feodúlia Ivánovna? ¿Esa… quién era?

—Una hermana también… y hábil también. Una lanza, lo que se llama… ¡vivaracha!

XIV

“¡He aquí dónde se manifestó Werther!”[38], pensaba al día siguiente, dirigiéndome de nuevo a la vivienda del brigadier. Yo era muy joven entonces, y puede ser, precisamente por eso, consideraba mi obligación no creer en la duración del amor. Con todo, estaba sorprendido y un tanto desorientado con el relato que había oído, y quería horriblemente sacudir al viejo, hacerlo hablar. “Primero recordaré de nuevo sobre Suvórov —así razonaba conmigo mismo—, en él debe ocultarse, siquiera, una chispa del fuego anterior… y después, cuando se caliente, llevaré la plática hacia esa… ¿cómo se llama?.. Agrafiéna Ivánovna. Un nombre extraño para ‘Charlotte’[39]: Agrafiéna”.

Hallé a Werther–Guskóv en medio de un huerto diminuto, a unos pocos pasos de la accesoria, junto a la vieja armazón cubierta de ortigas, de una isbá nunca concluida. Por los troncos trenzados superiores de esa armazón, avanzaban con pitidos, resbalando de modo incesante y batiendo las alas, unos gansitos endebles. En dos–tres bancales crecía cierta maleza miserable. El brigadier recién sacaba de la tierra una zanahoria tierna y, tras pasársela por el sobaco, “para su limpieza”, se puso a masticar su colita fina… Yo lo reverencié y me informé sobre su salud.

Él, evidentemente, no me reconoció, aunque me dio mi reverencia, o sea se tocó la gorra con la mano, no dejando, no obstante, de masticar la zanahoria.

—¿Hoy usted no vino a pescar? —empecé, con la esperanza de recordarle mi figura con esa pregunta.

—¿Hoy? —repitió y se quedó pensativo… y la zanahoria, metida en su boca, disminuía y disminuía—. ¡Pero eso pues Pepino pesca!.. Y a mí también me permiten.

—Claro, claro, venerable Vasílii Fomích… Yo no por eso… ¿Pero usted no tiene calor… así al sol?

El brigadier llevaba una gruesa bata enguatada.

—¿Ah? ¿Calor? —repitió de nuevo como perplejo y, tragando la zanahoria de forma definitiva, echó una mirada arriba de modo distraído.

—¿No le place acaso pasar a mi appartement? —rompió a hablar de repente. Al pobre viejo, se veía, le quedaba a disposición sólo esa frase.

Salimos del huerto… Pero ahí yo me detuve de forma involuntaria. Entre nosotros y la accesoria había un toro enorme. Inclinando la cabeza hasta la misma tierra, moviendo los ojos con rabia, bufaba con fuerza y pesadez y, doblando una pata delantera con rapidez, arrojaba polvo arriba con su ancha pezuña bífida, se golpeaba las ijadas con la cola, y de pronto retrocedió un poco, sacudió su cuello velludo con obstinación y mugió no alto, de modo lastimero y amenazante. Yo, reconozco, me perturbé, pero Vasílii Fomích caminó adelante muy tranquilo y, referido con una voz severa: «Bueno, tú, palurdo», agitó el pañuelo. El toro retrocedió aún, inclinó los cuernos… y de pronto se lanzó a un costado y huyó corriendo, meneando la cabeza a derecha e izquierda.

“Y él, seguro, tomó Praga” —pensé.

Entramos a la habitación. El brigadier se sacó la gorra del cabello sudado, exclamó: “¡Fa!..”, se acurrucó en el borde de una silla… y se abatió…

—Yo pasé a verlo, Vasílii Fomích —empecé mi approach diplomático—, propiamente para que, así como usted sirvió bajo la jefatura del gran Suvórov, en general, participó en tales sucesos importantes, pues para mí sería muy interesante, conocer los detalles…

El brigadier me miró fijamente… Su rostro revivió de forma extraña, yo ya esperaba si no un relato, pues por lo menos una palabra aprobadora, compasiva…

—Y yo, señor, debe ser, pronto moriré —refirió a media voz.

Llegué a un punto muerto.

—¿Cómo, Vasílii Fomích —articulé finalmente—, por qué pues usted… supone eso?

El brigadier de repente sacudió las manos, arriba, abajo, de nuevo así a lo infantil.

—Y porque, señor… Yo… usted, puede, sabe… A la difunta Agripína Ivánovna, ¡el reino celestial para ella!, la veo en sueños a menudo, y no la puedo agarrar de ningún modo, siempre la persigo, y no la agarro. Y la noche pasada, veo, ella está parada así, como que delante de mí, de medio lado y se ríe… Yo corrí hacia ella al momento, y la agarré… Y ella como que se volteó del todo, y me dice: “Bueno, Vásienka, ahora tú me agarraste”.

—¿Qué pues usted concluye de eso, Vasílii Fomích?

—Y esto, señor, concluyo: así, vamos a estar juntos. Y gracias a Dios, le informo, gracias al señor Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo —(el brigadier rompió a cantar)—, ¡y ahora y siempre y por los siglos de los siglos, amén!

El brigadier se empezó a persignar. Más nada pude obtener de él, y así me fui.

XV

Al día siguiente mi amigo llegó… Yo recordé sobre el brigadier, sobre mis visitas… “¡Ah sí, cómo pues!, yo su historia la conozco —respondió mi amigo—, y a la consejera civil Lómova la conozco bien, por cuya merced él se refugió allí. Pero espera, yo debo, me parece, conservar aquí una carta suya, a esa misma consejera civil; ella, a fuerza de esa carta, le asignó un rincón”. Mi amigo hurgó en sus papeles y, realmente, encontró la carta del brigadier. Aquí está palabra por palabra, con excepción de los errores ortográficos. El brigadier, como todas las personas de la época de entonces, equivocaba las letras “e” y “Ҍ”, escribía: «a quien, stop, con gente», y demás. De conservar esos errores no había necesidad: su carta sin eso llevaba el sello de su tiempo.

«¡Muy señora mía, Raísa Pávlovna!

Tras el deceso de mi amiga, y de su tía, yo tuve la dicha de escribirle dos cartas, la primera del primero de junio, y la segunda de la fecha seis de julio del año 1815, y ella falleció el seis de mayo del mismo año; en ésas le fui franco en los sentimientos de mi alma y corazón, que fueron cohibidos por una ofensa mortífera, y mostraban de forma completa mi desolación exasperada, y digna de lástima; ambas cartas fueron enviadas por el correo de la corona aseguradas, y por eso no se puede dudar de que usted las haya leído. A través de mi franqueza en éstas, yo esperaba obtener su atención benéfica a mí, ¡pero sus sentimientos compasivos fueron alejados de mí, amargamente! Quedándome después de mi única amiga, Agripína Ivánovna, en el estado más deprimente y calamitoso, yo sólo depositaba, según sus palabras, toda mi esperanza en su buena entraña; ella, sintiendo ya el deceso de su vida, me dijo precisamente eso, como con unas palabras sepulcrales y para mí eternamente memorables: “Amigo mío, yo soy tu serpiente y la culpable de toda tu desdicha, yo siento cuán mucho tú me sacrificaste, y por eso te dejo en una situación infausta y en verdad desnuda, después de mi muerte recurre a Raísa Pávlovna —o sea a usted—, ¡y pídele ayuda, invócala! Ella tiene un alma sensible, y en ésa, yo estoy segura de que no te dejará huérfano”. Muy señora mía, tome como testimonio al superior Creador del mundo, de que esas son sus palabras, y yo hablo con su lengua; y por eso, reafirmado en su virtud, acudí a usted primero con mis cartas francas y puras de corazón, pero no recibido respuesta a éstas tras una espera de largo tiempo, no pensé de otra forma, ¡que su corazón virtuoso me había dejado sin atención! Tal no buena disposición suya hacia mí, me hundió en una mayor desolación, ¿a dónde y a quién podía yo, un sin talento, acudir?, no sabía, el juicio se había perdido, el espíritu divagaba, finalmente, para mi perdición total, a la providencia le plugo castigarme aún de manera cruel, y dirigir mis pensamientos hacia la difunta, a su tía Feodúlia Ivánovna, hermana de Agripína Ivánovna de única entraña, ¡pero no de único corazón! Imaginando para mí mismo en mi figuración, que ya veinte años fui fiel a toda su casa familiar Lómova, en particular a Feodúlia Ivánovna, quien no llamaba de otra forma a Agripína Ivánovna, que «mi amiguita del corazón», y a mí «muy venerable cuidador de nuestra familia», imaginando todo eso en el silencio de las pesarosas vigilias nocturnas, abundante en suspiros y lágrimas, yo pensé: «¡Bueno, brigadier, así, se ve, debe ser!», y tras dirigirme sólo a Feodúlia Ivánovna con mis cartas, recibí una atestación exacta, ¡de que la última migaja se dividiría conmigo! Estando esperanzado con esa promesa, ¡recogí mis saldos miserables y fui a donde Feodúlia Ivánovna! Los obsequios traídos por mí, más de quinientos rublos, fueron recibidos con un gusto excelente, y después el dinero que yo traje para mi sustento, a Feodúlia Ivánovna le plugo, a guisa de conservación, tomarlo a su gestión, a lo que, complaciendo a ella, yo no me opuse. Si usted pues me pregunta: ¿de dónde y a fuerza de qué yo adquirí tal confianza?, para eso, señora, hay una respuesta: ¡¡de la hermana de Agripína Ivánovna y la rama de la familia Lómova!! ¡Pero ay y ah!, ese dinero yo lo perdí con toda prontitud, y mi esperanza, que yo depositaba en Feodúlia Ivánovna, de que quería dividir conmigo la última migaja, resultó banal y vana: al contrario, esa Feodúlia Ivánovna se enriqueció con mis bienes. Y precisamente, el día de su santo, el cinco de febrero, yo le obsequié una tela verde francesa de cincuenta rublos, a cinco rublos el arshín; yo mismo de lo prometido recibí: un chaleco de piqué blanco de cinco rublos, y un pañuelo de cuello de muselina, cuyos regalos fueron comprados delante de mí y, como me es sabido, con mi mismo dinero, ¡y eso es todo de lo que, por beneficio de Feodúlia Ivánovna a mí, yo dispuse! ¡He aquí la última migaja! Y yo podría luego descubrir en la misma verdad, todas las acciones no benévolas de Feodúlia Ivánovna para conmigo, y asimismo las mías, las despensas que superaban toda medida, como pues, entre tanto, de caramelos y frutas, los cuales Feodúlia Ivánovna era una gran aficionada a comer; pero yo callo todo eso, para que usted no conduzca, tal explicación sobre la muerta, a un lado malo; y además, ya que Dios la llamó para su juicio —y todo, lo que soporté por ella, se eliminó de mi corazón—, pues yo a ella, como cristiano, la perdoné hace mucho tiempo, ¡y suplico a Dios para que la perdone!

¡Pero, muy señora mía, Raísa Pávlovna! ¡Será posible usted me culpe, porque yo fui un amigo fiel y no falso de su familia, y porque amé tan mucho y de modo invencible a Agripína Ivánovna, le sacrifiqué mi vida, mi honor y toda mi fortuna!, estuve en su poder total, y por eso no podía ya ni dirigirme a mí mismo, ni mi propiedad, ¡y ella disponía a su voluntad tanto de mí, como de mi fortuna! A usted le es sabido y eso, que por su asunto con sus sirvientes, yo soporto siendo inocente una ofensa mortífera, ese asunto yo lo trasladé después de su muerte al senado, al sexto departamento, éste aún ahora no está resuelto, por el cual me hicieron co–partícipe de ella, me dieron bajo tutoría ¡y aún me juzgan en un juzgado penal! Con mi título, con mis años tal deshonor me es insufrible, y sólo me queda con esta reflexión pesarosa complacer a mi corazón, que por consiguiente, y tras la muerte de Agripína Ivánovna yo sufro por ella, ¡y ésta significa la huella de un amor inmutable, y de mi virtuosa gratitud a ella!

En mis recordadas cartas a usted, yo ponía en conocimiento suyo el entierro de Agripína Ivánovna con todo detalle, y cuál conmemoración se hizo de ella, ¡mi amistad y amor por ella, no se apiadaron nada de mi fortuna! En todo eso, en las cuarenta oraciones, y por las seis semanas de lectura del salterio para ella (además de eso, cincuenta rublos asignados míos se perdieron, cuales se dieron en anticipo de la lápida, sobre la que le informé), en todo eso se ha gastado de mi dinero personal setecientos cincuenta rublos asignados, entre cuales se han aportado en lugar de depósito a la iglesia ¡ciento cincuenta rublos asignados pues!

¡Benéfica alma tuya, escucha la voz del desolado y expulsado al abismo de los tormentos crueles! ¡La sola compasión tuya hacia el amor humano, puede devolver la vida al perdido! Yo, aunque estoy vivo, por el sufrimiento del alma y el corazón mío, estoy muerto; muerto, cuando recuerdo qué fui y qué soy: fui un guerrero, y serví y honré a la patria con toda verdad, como compete de forma indudable a un ruso auténtico y súbdito fiel, y fui laureado con insignias excelsas, y tuve una fortuna conforme al nacimiento y el título, y ahora, por la alimentación de pan diaria, doblo el lomo en una joroba; un muerto soy en particular, cuando recuerdo cuál amiga perdí… ¿y para qué quiero la vida después de eso? Pero no apurarás tú límite, y la tierra no se abrirá, ¡y más pronto se volverá una lápida! Y por eso te invoco, alma virtuosa, acalla el rumor popular, no te des a la condena general, que por mi tal fidelidad ilimitada yo no tengo refugio, asombra con tu merced hacia mí, dirige la lengua de los rencorosos y envidiosos a la glorificación de tus dignidades, y me atreveré a agregar con toda clase de humildad, consuela en la tumba a tu tía preciada, a la inolvidable Agripína Ivánovna, quien por tu buena ayuda apurada, con mis oraciones pecadoras, extenderá sobre tu cabeza sus manos bendecidoras, apacigua en el ocaso de sus días a un anciano solitario, ¡que no se podía esperar tal suerte!.. Y por lo demás, con profundo respeto tengo la dicha de llamarme, muy señora mía, su más fiel servidor

Vasílii Guskóv,

brigadier y caballero”[40]

XVI

Unos cuantos años después, yo visité de nuevo la aldea de mi amigo… Vasílii Fomích ya hacía mucho tiempo no estaba entre los vivos: había fallecido poco después de conocerlo yo. Pepino aún estaba saludable. Me llevó a la tumba de Agrafiéna Ivánovna. Una verja de hierro rodeaba una gran lápida, con el detallado y pomposo epitafio de la difunta; y allí mismo, junto y como a sus pies, se divisaba un túmulo pequeño con una cruz torcida; el siervo de Dios, el brigadier y caballero Vasílii Guskóv yacía bajo ese túmulo… Sus cenizas se habían refugiado, finalmente, junto a las cenizas de esa criatura, que él amó con tal amor ilimitado, casi inmortal.

 

[1] Ojitos de aniúta (nombre popular), violeta, flor de la especie viola tricolor.

[2] Señoritas en verdor (nombre popular), neguilla damascena, flor de la familia de los ranúnculos.

[3] Mezzanine, entresuelo, entrepiso, piso que se construye quitando parte de la altura de uno, entre éste y el superior.

[4] Isbá, casa de madera de abeto.

[5] Strike–silent, toque–silencio.

[6] Kvas, especie de refresco de trigo.

[7] De Ruslán y Liudmíla, poema de Alexánder Púshkin. «Asuntos de días muy pasados/Legados de la profunda antigüedad» (Primera canción), 1820.

[8] Día de los apóstoles Pedro y Pablo, festividad popular–campesina celebrada el 29 de junio (12 de julio) en Rusia, despedida de la primavera, preparación de la siega del heno.

[9] Saviélich, viejo siervo, devoto de su amo Piótr Grinióv en La hija del capitán, relato de Alexánder Púshkin.

[10] Caleb Balderstone, viejo sirviente, devoto de su amo Edgar Ravenswood en La novia de Lammermoor, novela de Walter Scott.

[11] Cismático, persona que se aleja de la comunión de la iglesia, pero no de la fe.

[12] Antiguo y nuevo de siempre oráculo adivinador, hallado después de la muerte del anciano de seiscientos años Martin Zadek, con el agregado de un espejo mágico o interpretación de los sueños (Moscú, 1821), libro de sueños célebre en la Rusia zarista.

[13] Brigadier, alto grado en el ejército ruso del siglo XVIII, intermedio entre el coronel y el mayor—general.

[14] Borracho amargo (expresión familiar), borracho empedernido.

[15] Ekaterina II, llamada la Grande, zarina de Rusia; mantiene una guerra con el Imperio otomano de 1768 a 1774, mediante la que establece el control ruso sobre el sur de Ucrania y el Kanato de Crimea.

[16] Mijaíl Milónov (1792–1821), poeta romántico ruso, autor de epístolas, elegías, poemas cívicos, sátiras, colaborador de El heraldo de Europa.

[17] El poema no figura en las Sátiras, epístolas y otras poesías menores de Mijaíl Milónov (San Petersburgo, 1819); acaso Turguéniev lo encuentra entre las diversas poesías de este autor, dispersas en los álbumes de familia de la época.

[18] Tabaco molido y aromatizado (rapé) para ser consumido por vía nasal.

[19] Vérsta, antigua medida rusa de superficie, igual a 1,06 km.

[20] Kaftán, abrigo ruso antiguo.

[21] Bajo sus ojos (expresión familiar).

[22] Gríviennik (expresión familiar), antigua moneda rusa de 10 kópeks.

[23] Min–din–den gerróvskii,

[24] Juego de la naturaleza (expresión familiar), capricho de la naturaleza.

[25] Alimonarse (vulgarismo familiar), embriagarse.

[26] Canción de caza burlesca del gobierno de Oriol, región natal de Iván Turguéniev.

[27] Prisiádka (palabra familiar), paso de baile ruso.

[28] Schi, sopa de legumbres con carne.

[29] “Ce n’est pas… oeil de perdrix…”, esto no es… ojo de perdiz. Se refiere al mueble refinado y costoso, elaborado con la madera del árbol ojo de perdiz.

[30] Las damas francesas del siglo XVIII usan mouches o lunares postizos en el rostro, cuyo significado varía según su posición: al borde del ojo, cerca de la sien significa «apasionada»; en la barbilla, bajo el labio inferior significa «discreta», y demás.

[31] Robe ronde, antiguo vestido femenino con crinolina.

[32] Alexánder Suvórov, conde de Rímnik (1729–1800), célebre general ruso, asaltante de la fortaleza de Izmaíl, en Besarabia, vencedor en la batalla de Maciejowice, en Polonia, autor del manual La ciencia del vencer.

[33] Cosaquito (palabra anticuada), muchacho–sirviente.

[34] El humo con percha (expresión familiar), trabajo intenso, ruido, desorden.

[35] Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.

[36] Espontón, lanza de la familia de las medias–picas y partesanas.

[37] Despezuñarse (sentido figurado), enfermarse, arruinarse, perder la posición social.

[38] Werther, joven artista de temperamento sensible y apasionado, héroe de Las penas del joven Werther, novela epistolar de Johann Wolfgang von Goethe.

[39] Charlotte, bella joven que cuida a sus hermanos después de la muerte de su madre, heroína de Las penas del joven Werther.

[40] Turguéniev escribe a su administrador Nikita Kishínskii el 3 (15) de abril de 1867: «…4) En los papeles enviados por usted no apareció, precisamente, ese que yo deseaba. Es una carta, escrita con una letra antigua en una gran hoja de papel gris–azulado; esa carta fue escrita a mi madre en el año 19 o 20, por un brigadier retirado que relataba su relación con la familia Lutovínovo, y pedía refugio. Hurgué bien en todos mis papeles, usted puede tomar las llaves, yo le doy permiso para abrirlo todo, y si encuentra algo semejante, mándemelo de inmediato a Baden» (I.S. Turguéniev, Cartas de 1866—1867).

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Mijaíl Lérmontov (1814–1841)
Tamañ

Tamañ[1] es el pueblecillo más indecoroso de todos los del litoral ruso. Por poco me muero en él de hambre, y todavía, por añadidura, quisieron ahogarme.

Llegué en la silla de postas una noche, muy tarde. El cochero dejó los cansados caballos a la puerta de la única casa de piedra que hay a la entrada del pueblo. El centinela, un cosaco del mar Negro, al oír las campanillas del coche gritó con voz bronca y soñolienta: «¿Quién vive?» Apareció el uriadtiik acompañado de otro policía y declaré que era militar, que viajaba en comisión para asuntos del servicio y que necesitaba alojamiento oficial.

El subordinado del uriadnik nos acompañó por todo el pueblo; pero cualquiera que fuese la casucha en que llamásemos la encontrábamos ocupada. Hacía frío y como llevaba ya tres noches sin dormir, me rendía la fatiga y empecé a incomodarme.

—¡Llévame a cualquier lado, aunque sea al infierno! —le grité.

—Todavía queda un sitio —contestó alisándose el pelo de la nuca—, sólo que no va a gustarle; no tiene muy buena

Sin comprender el significado preciso de esta explicación ordené que fuese delante, y después de larga peregrinación por sucias callejuelas, en las que en grandes trechos sólo se veían viejas tapias, llegamos a una casucha situada a la orilla misma del mar.

La luna llena iluminaba el techo de cañas y las blancas paredes de mi nueva morada; muy próxima, y rodeada de una valla de piedras sueltas, medio derrumbándose, había otra casucha más pequeña y más vieja que la primera. El mar había ido socavando la ribera hasta casi las mismas paredes, debajo de las cuales venían a estrellarse las oscuras olas.

La luna contemplaba tranquila el inquieto elemento y a su luz pude distinguir, lejos de la playa, dos buques cuyas arboladuras, semejantes a telas de araña, destacaban su silueta sobre la pálida claridad del horizonte.

Está el barco atracado, pensé. Mañana podré ir a Guelendischik.

En calidad de asistente, venía conmigo un cosaco. Después de ordenarle que despachase al cochero y deshiciese el baúl, empecé a llamar al patrón. Silencio. Di unos golpes. Silencio… ¿Qué será esto? Al fin apareció, arrastrándose, un muchacho de catorce años.

—¿Dónde está el patrón?

—No hay.

—¡Cómo! ¿No tiene patrón esta casa?

—No tiene.

—¿Y patrona?

—Ha ido al otro lado del pueblo.

—Entonces, ¿quién me va a abrir la puerta? —pregunté dando en ella un golpe con el pie.

Al hacerlo se abrió por si sola y del interior salió un fuerte olor a humedad. Encendí una cerilla y, aproximándola a la cara del muchacho, vi que tenía los ojos blancos. Era ciego, completamente ciego de nacimiento. Permaneció inmóvil delante de mí y empecé a examinar los rasgos de su cara.

Confieso que tengo prejuicios contra todos los ciegos, cojos, sordos, mudos, jorobados, mancos y demás lisiados. He observado que siempre hay una cierta relación extraña entre el aspecto exterior del hombre y su alma, como si con la pérdida de un miembro, el alma perdiese también algún sentimiento.

Me puse, pues, a estudiar el rostro del muchacho; pero ¿qué quiere usted observar en una fisonomía que carece de ojos?… Durante largo rato estuve mirándolo lleno de compasión, cuando, de repente, sus finos labios dibujaron una sonrisa, apenas perceptible, que me produjo una desagradable impresión. Llegó a pasarme por la cabeza la sospecha de que aquel ciego no lo era tanto como parecía. En vano traté de persuadirme de que no existen cataratas artificiales, ni servirían para nada; pero ¿qué quiere usted?… los prejuicios…

—¿Eres hijo del ama? —le pregunté.

—No.

—¿Quién eres, entonces?

—Soy huérfano; soy pobre.

—¿Y el ama, tiene hijos?

—No; tenía una hija, pero se fue al mar con el tártaro.

—¿Con qué tártaro?

—¡Cualquiera lo sabe! Un tártaro de Crimea, barquero de Kerch.

Penetré en la casa, en donde dos bancos y una mesa, además de un enorme cofre colocado al lado de la estufa, constituían todo el mobiliario. No había en las paredes ni una sola imagen. ¡Mala señal! Por un cristal roto entraba el aire del mar. Extraje de mi baúl un cabo de vela de cera, lo encendí y empecé a arreglar las cosas; puse en un rincón el sable y el fusil, coloqué las pistolas sobre la mesa, extendí mi capote sobre un banco. El soldado extendió el suyo sobre el otro. Diez minutos después él roncaba sin que yo hubiese podido conciliar el sueño. Delante de mí, en la oscuridad, andaba dando vueltas el muchacho ciego.

Así transcurrió cerca de una hora. La luna daba en la ventana y sus rayos iluminaban el piso de tierra de la habitación. De repente, en la faja alumbrada, se recortó una sombra. Me incorporé y miré a la ventana. Alguien pasó corriendo por delante de ella, por segunda vez, y desapareció no se sabe dónde. Yo no podía suponer que fuera a irse por la cortadura vertical del terreno sobre el mar y, sin embargo, no tenía otro sitio para escapar. Entonces me levanté, me puse el capote, me ceñí el sable y salí despacito de la casa. ¿Sabe usted con quién tropecé? Con el ciego. Me arrimé a la valla y lo vi pasar junto a mí, caminando con cuidado, pero con seguridad. Llevaba debajo del brazo un paquete y, dirigiéndose a la playa, se puso a bajar el estrecho y pendiente sendero que a ella conducía.

Hoy los mudos hablan y los ciegos recobran los ojos, pensé, y eché a andar tras él a la distancia necesaria para no perderlo de vista.

Entretanto, las nubes habían empezado a ocultar la luna y sobre el mar se había extendido una niebla que la luz del farol encendido en la popa del barco más próximo, apenas conseguía atravesar. En la orilla blanqueaba la espuma de las olas, y a cada momento parecía que iban a arrastrar al ciego. Bajé con dificultad y, trepando luego por un escarpado, vi que el ciego se había detenido. Después echó a andar hacia abajo y a la derecha, y tan cerca del agua que parecía que las olas iban a arrebatarlo; pero, por lo visto, aquél no era su primer paseo por allí, a juzgar por la seguridad con que pasaba de roca en roca y evitaba los hoyos. Finalmente, se detuvo como escuchando alguna cosa y se sentó en el suelo, colocando delante el paquete. Yo observaba todos sus movimientos, oculto tras una pena que formaba un saliente.

Unos minutos después apareció por la parte opuesta una figura blanca que se acercó al muchacho.

El viento hacía llegar hasta mí, de cuando en cuando, su conversación.

—¿Qué hay, ciego? —dijo una voz femenina—. El tiempo está malo; Yanko no vendrá.

—Yanko no tiene miedo al mal tiempo —contestó el ciego.

—La niebla es cada vez más espesa —añadió la voz femenina con expresión de disgusto.

—Pues así podrá escapar mejor de los guardacostas —replicó el muchacho.

—¿Y si se ahoga?

—En ese caso tendrás que ir el domingo a la iglesia sin llevar cintas nuevas.

Siguió un silencio. Una cosa me chocó, sin embargo, y es que conmigo el ciego había hablado en ucraniano y ahora se expresaba en perfecto ruso.

—¿Lo ves?, tenía razón —exclamó el ciego, dando una palmada—. Yanko no se asusta ni del mar ni del viento ni de la niebla ni de los guardacostas; ¿no oyes el chapoteo? No es del mar; es la palada larga con que rema Yanko.

La mujer dio un salto y se puso a mirar inquieta a lo lejos.

—¡Estás soñando, ciego! —repuso—. No veo nada.

Condeso que por mucho que traté de percibir algo parecido a una embarcación, no lo logré. Así transcurrieron cerca de diez minutos, hasta que apareció en medio de las olas un punto negro que tan pronto crecía como empequeñecía, elevándose lentamente sobre la cresta para ocultarse luego con rapidez. Se aproximó a la orilla una barca. «Valiente es el marino que se atrevió a atravesar en noche así una distancia de veinte verstas[2], y debe de ser muy importante el motivo que lo ha inducido a ello.» Pensando esto miré, no sin cierta emoción, acercarse la miserable lancha que, semejante a un ánade, hundía su proa en el agua, y luego, agitando rápidamente los remos, como si fueran alas, emergía del abismo en medio de salpicaduras de espuma.

Cuando yo imaginaba que iba a estrellarse, haciéndose pedazos contra la orilla, viró con toda facilidad y se metió en una ensenadita, sin contratiempos. De ella saltó un hombre de mediana estatura con una gorra tártara de piel de carnero; hizo una señal con la mano y se pusieron los tres a extraer de la embarcación la carga, que era tan pesada que todavía no comprendo cómo no se fue a pique.

Echándose cada uno un fardo a la espalda, se marcharon y desaparecieron pronto de mi vista. Era preciso regresar a casa; pero confieso que todas aquellas andanzas me habían alarmado y hecho esperar con ansia la llegada del nuevo día.

Mi cosaco se quedó pasmado cuando, al despertar, me encontró completamente vestido; pero no le expliqué la causa. Después de pasar algún tiempo contemplando desde la ventana el cielo azul manchado por algunas nubes, la lejana costa de Crimea que se extendía como una franja color lila rematada en una roca, en cuya cima se veía blanquear la torre de un faro, me dirigí a la fortaleza con objeto de que el comandante me enterase de la hora en que tenía que salir para Guelendischik.

Desgraciadamente el comandante no pudo decirme nada decisivo. Los buques que estaban en el embarcadero eran guardacostas o mercantes que todavía no habían empezado a cargar.

—Quizá dentro de tres o cuatro días venga el correo —dijo mi jefe—, y entonces ya veremos.

Volví a casa malhumorado y encontré a mi cosaco con cara de susto.

—¡Estamos mal, mi teniente! ——me dijo.

—Sí; y lo peor es que Dios sabe cuándo saldremos de aquí.

Entonces, más alarmado, se acercó a mí y rae dijo en voz baja:

—¡Este es un sitio muy sospechoso! He encontrado hoy al uriadnik, que es amigo mío, y en cuanto le conté en dónde estábamos, me dijo: «¡Esa casa tiene muy mala fama: es gente peligrosa!… Hay allí un ciego que va a todas partes solo; al mercado, a buscar pan, a buscar agua… Se ve que está muy acostumbrado.»

—¿Yha aparecido siquiera el ama de casa?…

—Cuando no estaba usted, vino una vieja con su hija.

—¿Cómo su hija? ¡Si no tiene ninguna hija)

—Dios sabe qué clase de hija será ésa, entonces; la vieja está allí sentada a la puerta de su casa.

Me acerqué. Tenía un gran fuego encendido y estaba guisando una comida demasiado buena para gente miserable. A todas mis preguntas contestó que era sorda y que no oía. Como no podía sacar nada de ella, me dirigí al ciego, que estaba sentado en el hogar echando ramitas secas a la lumbre.

—¡Hola, diablito! —dije tirándole de una oreja—. ¿Adónde ibas anoche con un paquete?

Al oír esto el cieguecito empezó a sollozar, gritando:

—¿A dónde iba a ir?… ¡A ningún sitio!… ¿Y con un paquete? ¿Qué paquete?

La vieja, que había oído esto, empezó a refunfuñar:

—¡Qué invenciones!, ¡y de un pobrecito! ¿Qué le ha hecho a usted? ¿Por qué se mete usted con él?

Esto me disgustó y me marché resuelto a buscar la clave del enigma.

Fui a sentarme en una de las piedras cercanas y me puse a contemplar la lejanía; delante de mí se extendía el mar tormentoso de la noche anterior, y su monótono rumor, semejante al de una ciudad populosa, trajo a mi memoria tiempos pasadas y transportó mis pensamientos al norte, a nuestra fría capital.

Enfrascado en mis recuerdos me olvidé, y transcurrió una hora, y quizá más, cuando, de repente, sorprendió mi oído algo parecido a una canción. Efectivamente era una canción entonada por una voz fresca y juvenil. ¿De dónde venía?… Escuché. La canción era tan pronto lánguida y triste como alegre y rápida. Miré alrededor y no vi a nadie. Escuché de nuevo y me pareció que las notas calan del cielo. Levanté los ojos y vi en el tejado de mi choza a una muchacha vestida con un traje a rayas y con el cabello partido: una verdadera rusalka[3]. Defendiendo sus ojos de los rayos del sol con la mano puesta delante, estaba mirando a lo lejos, y tan pronto sonreía, al parecer, de sus propios pensamientos, como entonaba de nuevo su canción. Recuerdo que en la canción se trataba de un contrabandista que logra salvar su preciado cargamento de los peligros del mar y de la vigilancia.

Involuntariamente me pasó por la cabeza la idea de que aquella voz la había oído la noche anterior. Quedé un momento pensativo y, cuando volví a mirar a la azotea, la muchacha había desaparecido; pero en el mismo momento pasó por delante de mí cantando otra cosa, que acompañaba con un castañeteo de sus dedos, y se dirigió a la vieja, con quien inmediatamente entabló una disputa. La vieja estaba irritada y ella se reía a carcajadas. Después echó a correr dando unos brinquitos, en dirección adonde yo estaba, y al llegar junto a mí, se quedó mirándome fijamente a los ojos como sorprendida de mi presencia, después de lo cual, silenciosa y con aire indiferente, se fue a la playa.

La cosa no paró aquí, sino que todo el día estuvo dando vueltas alrededor de mi vivienda, sin cesar un momento en sus canciones y en sus saltitos. ¡Qué mujer tan rara! En su rostro no había un solo rasgo de vulgaridad: por el contrario, sus ojos, que se fijaban en mí penetrantes y atrevidos, parecían dotados de un cierto poder magnético, y miraban en toda ocasión como si esperasen una respuesta. Pero en cuanto le dirigí la palabra, echó a correr sonriendo de un modo malicioso.

Decididamente no he visto nunca una mujer igual. Distaba mucho de ser una belleza, pero también tengo prejuicios acerca de la belleza. Había en ella mucha raza… La raza en las mujeres, lo mismo que en los caballos, es una cosa muy importante; este descubrimiento pertenece a la Francia de nuestros días; la raza se manifiesta especialmente en el andar, en las manos y en los pies; también la nariz suele desempeñar un papel muy significativo. La nariz recta, en Rusia, es menos frecuente que el pie pequeño. Mi cantante parecía no pasar de los dieciocho años. La extraordinaria flexibilidad de su talle, la especial inclinación de su cabeza, detalle particularísimo suyo, sus largos cabellos rubios, un cierto matiz dorado de su piel tostada, el cuello y los hombros, y sobre todo lo recto de su nariz, eran para mí cosas extraordinariamente atrayentes. A pesar de todo, su mirar atravesado descubría su condición algo salvaje y sospechosa, y su sonrisa tenía algo de indefinido y vago, que yo atribuía a mis prejuicios. La nariz era lo que me volvía loco; imaginaba haber encontrado la Mignon de Goethe, esa encantadora aleación de la fantasía alemana; y, efectivamente, había entre ambas mucho de común: el mismo tránsito brusco de la inquietud a la absoluta inmovilidad, el mismo enigmático lenguaje, los mismos brinquitos. las canciones extrañas.

Al caer la tarde, deteniéndola en la puerta, trabamos la siguiente conversación:

—Dime, preciosa —le pregunté—: ¿qué hacías hoy en la azotea?

—Miraba de dónde venía el viento. Porque de donde viene el viento, viene la felicidad.

—¿Cómo? ¿Acaso llamabas a la felicidad con una canción?

—Donde se canta también hay felicidad. Y en todo caso, también canta uno su propia pena. Donde no está el bien está el mal, pero del mal al bien no hay más que un paso.

—¿Quién te enseñó esa canción?

—Nadie me la enseñó; canto lo que se me ocurre, y el que tiene que oírme se entera, y el que no debe oírme no entiende una palabra.

—¿Y cómo te llamas?

—El que me bautizó lo sabe.

—¿Y quién te bautizó?

—¡Vaya usted a saber!

—¡Qué misteriosa! Pues ahora escucha lo que he sabido de ti. Supe que ayer por la noche fuiste a la playa.

Y dándome importancia, le conté todo lo que había visto, pensando desconcertarla. ¡Pero ni por eso! No se alteró ni un rasgo de su semblante ni desplegó los labios; como si no se tratase de ella. Al concluir soltó una carcajada.

—Ha visto usted mucho, mucho; pero sabe poco, y lo que ha visto puede usted reservárselo.

—¿Y si fuese a contárselo al comandante?

Al oír esto adoptó un aire serio y hasta severo; pero de repente dio un salto, empezó a cantar, y desapareció como un pajarito asustado.

Mis últimas palabras fueron de una gran inconveniencia: entonces no sospeché su importancia pero después tuve que arrepentirme de haberlas dicho.

En cuanto se hizo de noche, mandé al cosaco que calentase el agua para el té, como pudiese; encendí la vela y me senté a la mesa a fumar una pipa. Cuando había terminado la segunda taza de té, chirrió la puerta y oí detrás de mí el ligero roce de unas faldas y unos pasos; me volví sobresaltado y me encontré con mi ondina, que, sentada y silenciosa, tenía clavada en mí su mirada; no sé por qué aquella mirada me parecía extraordinariamente tierna y me recordaba alguna de aquellas otras que, años atrás, habían influido de un modo decisivo en mi vida.

Parecía estar esperando una respuesta mía, pero yo permanecía callado e inexplicablemente confuso. Su rostro, cubierto de densa palidez, dejaba ver la agitación; observé en ella un ligero temblor y, al respirar, levantaba de tal modo el pecho que parecía querer contener el aliento. Esta comedia empezaba a molestarme, y ya estaba dispuesto a interrumpir el silencio de la manera más prosaica, es decir, ofreciéndole una taza de té, cuando de repente se levantó, me echó los brazos al cuello y estampó en mis labios un beso lleno de ardor.

Sentí que se me nublaba la vista; pasó un vértigo por mi cabeza, y comencé a estrecharla con toda la fuerza de la pasión juvenil; pero ella, como una anguila, se escurrió de entre mis brazos después de murmurar a mi oído: «Esta noche, cuando todos estén dormidos, baja a la playa», y salió como una flecha de la habitación. Al huir derribó la tetera y la bujía que estaban en el suelo.

—¡Eh, muchacha del diablo! —gritó el cosaco, que estaba echado sobre la paja soñando con calentar el té sobrante. Sólo entonces recobré mi espíritu.

Dos horas después, cuando todo estaba en silencio, desperté a mi asistente y le dije:

—Si oyes un pistoletazo, acude corriendo a la playa.

Abrió desmesuradamente los ojos y contestó maquinal—

—A la orden, mi teniente.

Puse la pistola al cinto y salí. Ella estaba ya esperando al borde de la ribera; la ropa que tenía puesta era más que ligera y ceñía su talle flexible con un chal pequeño.

—¡Venga usted conmigo! —me dijo, cogiéndome de la mano, y empezamos a bajar.

No comprendo cómo no me rompí la cabeza; al llegar a la playa tomamos a la derecha, por el mismo camino por donde la víspera había seguido al ciego.

La luna no había salido aún y sólo dos estrellitas brillaban en la oscura bóveda azulada, como dos faros salvadores. Las olas llegaban isócronas a la orilla, haciendo cabecear apenas la única lancha que habla amarrada allí.

—Entremos en la lancha —dijo mi compañera.

Vacilé, porque no soy aficionado a los paseos sentimentales por el mar; pero ya no podía retroceder. Saltó ella primero, yo después, y sin darme cuenta de cómo, observé que ya estábamos desatracados.

—¿Qué significa esto? —pregunté malhumorado.

—Esto significa —contestó, haciéndome sentar en uno de los bancos y abrazándome por la cintura—, esto significa que te amo… —y pegó su cara a la mía, haciéndome sentir su aliento abrasador.

De repente oí ruido de algo que caía al agua, eché la mano al cinturón… y mi pistola había desaparecido. Entonces pasó por mi mente una terrible sospecha y se me agolpó la sangre en la cabeza. Miré a la orilla y vi que estábamos a una distancia de cerca de cien metros… ¡y yo no sabía nadar!

Quise desprenderme de la traidora pero ella, como un gato, se agarró a mi ropa y, dándome un fuerte empujón, por poco rae arroja al mar. La lancha se inclinó, pero yo me recobré, y empezó entre nosotros una lucha desesperada. La rabia aumentaba mis fuerzas, pero me di cuenta en seguida que mi adversario me ganaba en agilidad…

—¿Qué te propones? —grité, oprimiendo con fuerza sus menudas manos.

Chasquearon los huesos de sus dedos, pero su feroz naturaleza soportó aquella prueba.

—¡Habías visto —contestó— y lo ibas a delatar!

Y al decir esto, con un esfuerzo sobrenatural, me tumbó sobre la borda y quedamos los dos colgados de la cintura fuera de la embarcación; su cabellera, deshecha, flotó sobre el agua. El instante era decisivo y, apoyando una rodilla en el fondo de la embarcación, le eché una mano a la nuca y la otra a la garganta. Empecé a apretar, se desprendió de mi ropa y, en un abrir y cerrar de ojos, la arrojé a las olas.

La oscuridad era grande pero pude ver su cabeza emergiendo por dos veces entre espumas, y después nada más…

En el fondo de la lancha encontré la mitad de un remo viejo, y mal, como pude, después de grandes esfuerzos, llegué a la orilla. Ya en lo alto de la ribera, involuntariamente, dirigí la mirada a aquella parte donde la víspera había estado el ciego esperando al navegante nocturno.

La luna resbalaba ya por el cielo y me pareció ver algo que blanqueaba en la orilla. Me aproximé a escondidas, excitado por la curiosidad, y me tendí sobre la hierba para enterarme de todo sin ser descubierto.

Levantando un poco la cabeza podía, desde el borde de la ribera, observar todo cuanto ocurría abajo; y no fue poca mi admiración, y casi puedo decir mi alegría, al ver a mi rusalka.

Estaba exprimiendo el agua de sus largos cabellos y, al ceñirse a sus carnes la camisa húmeda, modelaba con precisión su talle esbelto y su seno erguido.

Instantes después apareció a lo lejos una embarcación, que se acercó rápidamente; lo mismo que la víspera, desembarcó de ella un hombre con gorra de tártaro, si bien el pelo lo tenía cortado a lo cosaco, y pendiente de un cinturón de cuero traía un enorme cuchillo.

—Yanko —exclamó la joven—, ¡estamos perdidos!

Luego continuaron hablando, pero tan bajo que no pude

—¿Y dónde está el ciego? —preguntó por fin Yanko, levantando la voz.

—Ya le di el encargo —fue la contestación.

Minutos después apareció el ciego, trayendo sobre la espalda un saco, que metieron a bordo.

—¡Escucha, ciego! —dijo Yanko—: Vigila aquel sitio… ¡Ya sabes! Hay mercancías caras… Dile a (no conseguí oír el nombre) que ya no puedo estar más a su servicio; las cosas han ido mal y no volveré más, porque ahora aquí hay peligro. Iré a buscar trabajo a otro lugar. Le costará mucho encontrar otro tan valiente. Y dile que si hubiese pagado mejor la labor, Yanko no se hubiese alejado. Para mi habrá siempre camino abierto donde haya mar y sople el viento.

Después de una pausa, Yanko prosiguió:

—Ella viene conmigo; no puede quedarse aquí. A la vieja dile que ya va siendo hora de que se muera, que ya ha vivido bastante y que hay que tener un poco de consideración. Tampoco nos volverá a ver.

—¡Para qué te necesito! —contestó Yanko.

Entretanto, mi ondina había embarcado ya y llamaba por señas asu compañero. Este puso algo en la mano al ciego y le dijo:

—Toma, cómprate dulces,

—¿Nada más? —preguntó el ciego.

—Toma esto otro —y dejó caer una moneda, que sonó al chocar contra un guijarro.

El ciego no la recogió. Saltó Yanko a la lancha, izaron una vela pequeña y el viento los empujó rápidamente.

A la luz de la luna todavía se vio blanquear, durante buen rato, la vela sobre el mar. El ciego continuó sentado en la playa y hasta mí llegaron sus sollozos. El pobre lloraba y lloraba desconsolado.

Me dio lástima. ¿Por qué habría querido la suerte que me interpusiese yo entre una partida de honrados contrabandistas.

Como una piedra arrojada en un estanque, destruí su tranquilidad, y como una piedra, también, ¡por poco me voy al fondo!

Entré en casa. En el umbral, la bujía, a punto de consumirse, chisporroteaba en el plato de madera donde la había colocado y mi asistente, contra lo ordenado, yacía en un sueño profundo, sujetando con las dos manos el fusil.

Lo dejé dormir tranquilo, cogí la vela y me dirigí a mi lecho. ¡Ay de mí! ¡Mi maleta, mi sable con incrustaciones y mi kinchal de Daguestan, regalo de un amigo, habían desaparecido!

Entonces adiviné qué cosa llevaba en el saco el maldito ciego; desperté al cosaco con una sacudida bastante poco cortés, lo insulté, di unos cuantos gritos, ¡y eso fue todo lo que pude hacer! Porque ¿no hubiera sido ridículo ir a quejarse a la autoridad de que un ciego me había robado y de que una muchacha de dieciocho años por poco consigue ahogarme?

A Dios gracias, a la mañana siguiente hubo ocasión de reanudar el viaje, y abandoné Tamañ.

Lo que haya sido de la vieja y del pobre ciego, no lo sé. Y ¿qué deben importarme las alegrías y las miserias humanas a mí, oficial que anda errante, y no por gusto, sino por asuntos del servicio?…

 

[1] Península del Cáucaso, que separa el mar de Azov del mar Negro, sembrada de lagos y pantanos formados por el rio Kuban. Es un suelo volcánico abundante en manantiales de nafta y en volcanes de cieno.

[2] Versta: medida rusa equivalente a peco más de un kilómetro.

[3] Ninfa de las aguas, especialmente del Dniéper, en la mitología eslava.

cuentos rusos 2

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Nikolái Gógol (1809–1852)
Diario de un loco

3 de octubre

Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: «Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habrase visto!…»

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.

No comprendo qué ventajas se tiene al trabajar en un departamento ministerial. Ni siquiera dispone uno de recursos. Pero no sucede así en la Administración Provincial, ni en el Ministerio de Hacienda, ni en el Tribunal Civil. Allí ves a un empleado cualquiera sentado humildemente en un rincón escribiendo. Lleva un frac gastado y su aspecto es tal que ni siquiera merece que se le escupa encima. Sin embargo, fíjate en la villa que alquila durante el verano. No se te ocurra regalarle una taza de porcelana dorada, pues te dirá que eso es digno de un médico. Él se conforma tan sólo con un coche de lujo o unos drojkas o una piel de visón de 300 rublos. Y, no obstante, por su aspecto parece tan modesto, y al hablar es tan fino. Te pide, por ejemplo, que le prestes la navaja para sacar punta a su pluma, y si te descuidas un poco, te despluma de tal forma, que ni siquiera te deja la camisa.

Pero reconozco que nuestra oficina es diferente, y en toda ella reinan una limpieza de conducta y una honradez tales, que ni por soñación puede haberlas en la Administración Provincial. Además, todos los jefes se tratan de usted. Confieso que, a no ser por la honradez y el buen tono de mi oficina, hace ya mucho tiempo que hubiera dejado el departamento ministerial.

Me puse el viejo capote y cogí el paraguas, pues llovía a cántaros. En la calle no había nadie. Sólo tropecé con mujeres de pueblo que se arropaban con los faldones de sus abrigos, comerciantes que caminaban resguardándose de la lluvia bajo sus paraguas, y cocheros. Gente bien no se veía por ningún sitio, a excepción de nuestra modesta persona, que caminaba bajo la lluvia. En cuanto la vi en un cruce, pensé en seguida: «¡Eh, amiguito! Tú no vas a la oficina. Tú estás dispuesto a seguir a ésa que va delante de ti y cuyas piernas estás mirando. ¡Qué locuras son ésas! La verdad es que eres peor que un oficial. Basta con que pase cualquier modistilla para que te dejes engatusar».

Precisamente en el momento en que estaba pensando esto vi cómo una carroza se detenía ante un almacén junto al que yo me encontraba. En seguida reconocí la carroza: era la de nuestro director. Me supuse que debería de ser de su hija, pues él no tenía por qué ir a estas horas a un almacén. El lacayo abrió la portezuela, y la joven saltó del coche, como un pajarito. Echó unas miradas en torno suyo, y al alzar sus ojos sentí que mi corazón quedaba herido… ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Estoy perdido irremediablemente!

Y ¿por qué habrá salido ella con este mal tiempo? Después de esto nadie se atrevería a decir que las mujeres no se vuelven locas por los trapos.

Ella no me reconoció y yo procuré ocultarme y pasar inadvertido, pues llevaba un capote muy manchado y cuyo corte, además, estaba pasado de moda. Ahora se llevan las capas con cuellos muy largos, y el mío era muy corto; además, el paño de mi capote distaba mucho de ser elegante. Su perrita no tuvo tiempo de entrar y se quedó en la calle. Yo la conozco, se llama Medji. No había transcurrido ni un minuto, cuando oí de repente una vocecilla que decía:

—¡Hola, Medji!

Vaya. ¿Quién será el que habla? Miré y vi a dos señoras que caminaban debajo de un paraguas. Una de ellas era ya anciana; la otra, muy jovencita. Pero ellas ya habían pasado, y nuevamente volví a oír la misma voz a mi lado.

—¡Debería darte vergüenza, Medji!

¡Qué diablos! Vi que Medji estaba olfateando al perro que iba con las dos señoras. «¡Vaya! ¿No estaré borracho? —pensé para mis adentros—. ¡Menos mal que esto no me ocurre a menudo!»

—No, Fidele; estás equivocado. Yo estuve… Hau, hau… Yo estuve muy enferma.

¡Vaya con la perrita! Confieso que me quedé muy sorprendido al oírle hablar como una persona; pero después de reflexionarlo bien, no hallé en ello nada extraño. En efecto, en el mundo se dan muchos ejemplos de la misma índole. Cuentan que en Inglaterra emergió un pez y dijo dos palabras en un idioma extraño, tan raro, que desde hace dos o tres años los sabios hacen investigaciones acerca de él y aún no han logrado clasificarlo. También leí en los periódicos que dos vacas entraron en una tienda y pidieron medio kilo de té. Pero reconozco que me quedé aún mucho más sorprendido al oírle decir a Medji:

—¡Es verdad que te escribí, Fidele! Seguramente Polkan no te llevaría la carta.

Aunque me juegue el sueldo, apostaría que nunca se ha dado el caso de un perro que escriba. Sólo los nobles pueden escribir. Claro que también algunos comerciantes, oficinistas y, a veces, hasta la gente del pueblo sabe escribir un poco; pero lo hace de un modo mecánico, sin poner ni comas, ni puntos, y, claro está, sin ningún estilo.

Esto me dejó muy sorprendido. He de confesar que desde hace algún tiempo a veces oigo y veo unas cosas que nadie vio ni oyó jamás.

«Voy a seguir a esta perrita, y así me enteraré de quién es y de lo que piensa», resolví para mí. Abrí el paraguas y me puse a seguir a las dos señoras. Cruzamos la calle Gorojovaia y nos dirigimos a la calle Meschanskaia, y desde allí a la de Stoliar, y, finalmente, llegamos al puente de Kokuchkin, deteniéndonos ante una casa de grandes dimensiones. «Conozco esta casa —pensé para mí—: es la de Zverkov. ¡Un verdadero hormiguero! Pues sí que viven allí pocos cocineros y viajantes. En cuanto a los empleados, abundan como chinches. Allí vive un amigo mío que toca muy bien la trompeta.»

Las señoras subieron al quinto piso. «Bueno —pensé— ahora me voy a ir, pero antes he de fijarme bien en el sitio, para aprovecharlo en la primera ocasión que se me presente.»

4 de octubre

Hoy es miércoles, y por eso estuve en el despacho de nuestro director. Vine a propósito un poco antes. Me senté y me puse a sacar punta a todas las plumas. Nuestro director debe de ser un hombre muy inteligente; tiene el despacho lleno de armarios con libros. Leí los títulos de algunos libros, y todos son científicos; así que ni por soñación son asequibles a nosotros, los empleados; además, todos están o en francés o en alemán. Cuando se mira a nuestro director, sorprende a uno por su aspecto imponente y por la seriedad que refleja toda su persona. Todavía no he oído nunca que haya dicho una palabra de más. Sólo cuando se le entregan los documentos suele preguntar:

—¿Qué tiempo hace fuera?

—Hace mucha humedad, excelencia.

La verdad es que las personas, como nosotros, no se pueden comparar con él. Es lo que se dice un verdadero hombre de Estado. He notado, sin embargo, que me tiene especial cariño. ¡Ah, si su hija…! ¡No, eso es una canallada!… Me entretuve leyendo La Abeja. ¡Qué gente tan estúpida son los franceses! ¿Qué es lo que pretenden? ¡De buena gana los hubiera cogido a todos y les hubiera dado una buena paliza!

Allí también leí la descripción de un baile hecha por un terrateniente de la provincia de Kurck. Los terratenientes de Kurck suelen escribir muy bien. Después me di cuenta de que eran ya las doce y media y que nuestro director aún no había salido de su dormitorio. Pero a eso de la una y media tuvo lugar un acontecimiento que ninguna pluma sería capaz de relatar. Se abrió la puerta, yo me levanté de un salto con los papeles en la mano, pensando que sería el director; pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que era ella. ¡Jesús, cómo iba vestida! Llevaba un traje blanco y vaporoso como un cisne. ¡Y qué vaporoso! Y al alzar los ojos creí que me alcanzaban los rayos del sol. Me saludó y dijo con una voz semejante a la de un canario:

—¿No ha venido papá?

«Excelencia —quise decirle—, ¿quiere usted castigarme? Pues si tal es su deseo, que lo haga su excelencia con su propia manita.» Pero ¡qué demonios! La lengua se me trabó; así es que sólo pude decir:

—No, no estuvo.

Ella me echó una mirada y miró también los libros y… dejó caer su pañuelo. Yo me precipité en seguida para recogerlo, pero resbalé sobre ese maldito entarimado y poco me faltó para caerme; sin embargo, logré conservar el equilibrio y alcancé el pañuelo. ¡Señor, qué pañuelo! Era de batista finísima.

Ella me dio las gracias y sus labios esbozaron una sonrisa un tanto irónica; luego se fue. Yo me quedé una hora hasta que el criado vino y me dijo:

—Márchese a casa, Aksenti Ivanovich. El señor ya salió.

No puedo soportar a los criados; siempre están tumbados en el vestíbulo, y ni por casualidad saludan a uno. Y no sólo eso, sino que un día, a una de estas bestias se le ocurrió ofrecerme un poco de tabaco sin levantarse de su sitio. ¡Como si no supiera el muy tonto que yo soy un funcionario de familia noble! No obstante, cogí yo mismo mi sombrero y mi capote y me los puse, pues sería inútil esperar ayuda de esa gente. Salí a la calle. Al llegar a casa me pasé un buen rato tumbado en la cama. Después copié unos versos muy bonitos:

¡Mi almita! En tu ausencia, una hora,
un año completo parece pasado sin ti.
¡Odiosa es la vida, ya solo, señora!
Por eso yo pienso: «Si tú no vinieses, mejor es morir»

Deben de ser de Pushkin. Por la tarde, arropándome bien con mi capote, fui a casa de su excelencia, en donde estuve esperando para ver si la veía salir al subir en coche; pero ella no salió.

6 de noviembre

El jefe de personal me ha puesto fuera de mí. Hoy, cuando llegué a la oficina, me hizo llamar y me dijo lo siguiente:

—Pero dime: ¿qué es lo que estás haciendo?

—¡Cómo! Yo no hago nada —le respondí.

—Bueno. Reflexiona un poco. Ya has pasado de los cuarenta; me parece que es hora de que te vuelvas un poco más inteligente. ¿Crees acaso que no estoy enterado de todas tus andanzas? ¡Sé muy bien que andas detrás de la hija del director! Pero, hombre, ¡mírate al espejo! ¡Piensa en lo que eres! ¡No eres más que un cero, que es menos que nada! ¡Si no tienes ni un centavo! Pero ¡mírate…, mírate la cara en el espejo! ¡Cómo puedes tú pensar en esas cosas!

¡Demonios! ¿Qué se habrá creído él? Si tiene cara de bola de billar con cuatro pelos en la cabeza que se unta de pomada y lleva rizados que es una irrisión. Y se cree que a él todo le está permitido. Ya comprendo por qué está furioso: es que me tiene envidia. Seguramente habrá visto que soy objeto de sus marcadas preferencias. ¡Pero ya puede decir cuanto quiera, que me tiene sin cuidado! ¡Pues tampoco tiene tanta importancia un consejero de la Corte! ¡Por llevar una cadena de oro en su reloj y encargarse unas botas de 30 rublos se cree alguien! ¡Que se vaya al diablo! ¿Acaso se cree que soy hijo de un plebeyo o de un sastre o de un sargento? Soy noble. También yo puedo llegar a obtener el mismo cargo que él. Sólo tengo cuarenta y dos años, que en realidad es la edad cuando precisamente se empieza a trabajar. ¡Espera, amigo: también yo llegaré a ser coronel, y con la ayuda de Dios quizás algo más! También yo gozaré de una reputación mejor que la tuya. ¿Qué te crees, que en el mundo no hay hombre más formal que tú? Espera un poco: cuando yo tenga un frac cortado a la moda y una corbata como la tuya, entonces no me llegarás ni a la punta de los zapatos. Lo malo es que no dispongo de medios.

8 de noviembre

Estuve en el teatro. Ponían Filatka, el tonto ruso. Me reí mucho. Daban también un vaudeville con unos cuplés muy graciosos sobre los jueces, particularmente uno que se refería a un consejero de registro, y que era tan fuerte, que me extrañó que le hubiera dejado pasar la censura. En cuanto a los comerciantes se decía que abiertamente engañaban al pueblo, y que sus hijos armaban unas juergas terribles y se esforzaban por llegar a ser nobles. También había un cuplé muy gracioso sobre los periodistas y la pasión que tienen de criticarlo todo; de modo que los autores de hoy en día escriben unas piezas muy entretenidas. A mí me gusta mucho ir al teatro. En cuanto tengo algún dinero en el bolsillo no puedo contenerme y voy. Pero entre nosotros los empleados hay muchos que no van, aunque se les regale el billete. También cantó muy bien una artista. Me acordé de aquello…, ¡bueno, es una canallada!…; así es que no digo nada…

9 de noviembre

A las ocho fui a la oficina. El jefe de la sección hizo así como si no reparara en mí y en que había llegado. Yo también hice como si entre nosotros nada hubiera ocurrido. Me entretuve ojeando los anuncios y luego comparándolos. Salí a las cuatro y pasé delante del piso del director, pero no vi a nadie. Después de comer estuve casi todo el tiempo echado en la cama.

11 de noviembre

Hoy estuve en el despacho de nuestro director y saqué punta a veinticuatro plumas de su excelencia y a cuatro de su hija. A él le gusta y encanta que haya muchas plumas. ¡Ah, qué cerebro el suyo! Siempre está callado, pero su cabeza debe de estar siempre reflexionando. Me hubiera gustado saber en qué suele pensar y qué es lo que encierra aquella cabeza. Me interesaría observar de cerca la vida de estos señores, conocer todas las intimidades y las intrigas de la Corte, saber cómo piensan y lo que suelen hacer entre ellos. Muchas veces pensé entablar conversación con su excelencia, pero el caso es que mi lengua se niega a obedecerme. Sólo consigue pronunciar: «Afuera hace frío o calor», y de allí no pasa. Me hubiera gustado echar una mirada al salón cuya puerta a veces está abierta, y también a las otras habitaciones. ¡Qué lujo y qué riqueza hay allí! ¡Qué espejos y qué porcelanas! ¡Cuánto me alegraría echar una mirada a aquella parte del piso donde se encuentra la hija de su excelencia! ¡Ah, esto sí que me gustaría!… Estar allí en el tocador, donde hay todos esos tarritos y cajitas, esas flores tan delicadas que da miedo tocarlas; ver su vestido, más ligero que el aire, por allí tirado. Me encantaría ver su dormitorio… Debe de ser un sueño, un verdadero paraíso de ésos que ni en el cielo existen. Si pudiera ver el taburetito sobre el cual pone el pie al levantarse de la cama y cómo se pone una media blanca como la nieve sobre aquella pierna… ¡Ay, Señor!… No. Mejor es que me calle y no diga nada…

Sin embargo, hoy parece ser que el cielo me ha iluminado, pues de repente me acordé de la conversación que oí en el Nevski a los dos perros. «Está bien —pensé para mis adentros— ahora lo averiguaré todo. Es preciso que intercepte la correspondencia de estos dos perros, pues ella me procurará muchos datos.» He de confesar que una vez llamé a Medji y le dije:

—Escúchame, Medji: ahora estamos solos; si quieres, hasta puedo cerrar la puerta para que nadie nos vea. Anda, cuéntame todo lo que sepas sobre tu señorita: dime cómo es, y yo te juro que no se lo diré a nadie.

Pero la muy tuna encogió el rabo entre las patas y se escabulló silenciosamente por la puerta como si no hubiera oído nada. Sospeché desde hace tiempo que los perros son mucho más inteligentes que las personas, y que incluso pueden hablar; sólo que son bastante tercos. El perro es un verdadero político: todo lo nota, no se le escapa ni un paso del hombre. Mañana sin falta he de ir a casa de Zverkov. Interrogaré a Fidele, y si puedo, le cogeré todas las cartas que le escribe Medji.

12 de noviembre

Al día siguiente salí a las dos, con la firme intención de ver a Fidele y de interrogarla. El olor a repollo que sale de todas las tiendas de la calle Meschanskaia me pone enfermo, y además, las alcantarillas de las casas tienen un olor tal, que no tuve más remedio que taparme la nariz con el pañuelo y echar a correr. Aquí es imposible pasear, pues toda esa gente que trabaja en oficios llena la calle de humo y hollín.

Al tocar la campanilla, vino a abrirme una joven bastante mona, con la cara salpicada de pecas; era la misma que acompañaba a la anciana. Se ruborizó un poco al verme, y yo comprendí en seguida que ansiaba tener novio.

—¿Qué desea? —me preguntó.

—Necesito hablar con su perrita —le respondí. La joven era tonta y yo lo noté en seguida. Mientras tanto, la perrita se precipitó ladrando; yo quise cogerla, pero la muy bribona por poco me muerde la nariz. Pero yo ya había visto su nido o camita, y era justamente lo que buscaba. Me acerqué a él y revolví la paja que había en un cajón; con sumo placer vi un paquete con pequeños papelitos. Esa maldita, al ver lo que hacía, me mordió primero en la pantorrilla, y después, al darse cuenta de que yo cogía los papeles, empezó a ladrar con ademán de acariciarme; pero yo le dije: «No, guapa; no hay nada que hacer». Me parece que la joven debió de tomarme por un loco, pues se asustó terriblemente. Al llegar a casa quise ponerme en seguida a descifrar esos papeles, porque no veo muy bien a la luz de las velas. Pero a Marva se le ocurrió fregar el suelo. Estas estúpidas finlandesas siempre son de lo más inoportunas. Así es que no me quedó otro remedio que el de ponerme a pasear reflexionando sobre lo ocurrido. Ahora, por fin, iba a enterarme de todo; las cartas me lo revelarían todo. Los perros son muy inteligentes y no ignoran todas las relaciones íntimas; por eso seguramente en ellas hallaré la descripción del marido y de sus asuntos. De seguro que encontraré allí algo referente a ella… ¡No, más vale callarse! Al atardecer llegué a casa y estuve la mayor parte del tiempo acostado en la cama.

13 de noviembre

Bueno; vamos a ver. La carta parece bastante clara; sin embargo, la letra pone en evidencia al perro.

Leamos:

«Querida Fidele: Aún no puedo acostumbrarme a un nombre tan mezquino como el tuyo. ¡Como si no hubieran podido ponerte otro mejor! Fidele, Rosa, todos esos nombres son de un cursi subido. Pero dejemos esto a un lado. Estoy muy contento de que se nos haya ocurrido entrar en correspondencia…»

La carta estaba redactada muy correctamente en cuanto a la puntuación y ortografía. Ni nuestro jefe de sección sería capaz de hacer otro tanto, aunque asegura haber estado estudiando en una universidad. Veamos más adelante:

«Me parece que uno de los mayores placeres en el mundo está en cambiar pensamientos, impresiones y sentimientos con los demás…»

¡Bueno! Éste es un pensamiento cogido de una obra traducida del alemán y cuyo título no recuerdo ahora.

«Lo digo por experiencia, aunque no haya corrido mucho mundo, pues no he pasado la verja de nuestra casa. Pero ¿acaso mi vida no transcurre felizmente? Mi señorita Sofía, así la llama papá, me quiere con locura…»

¡No está mal! ¡No está mal! ¡Pero callémonos!…

«Papá también me acaricia a menudo. Además me dan café con nata. ¡Ah, ma chère! He de decirte que no encuentro nada en los grandes huesos, bien pelados, que come Polkan en la cocina. Los huesos sólo son buenos cuando provienen de alguna cacería y a condición de que no hayan chupado ya el tuétano. También está muy bien mezclar algunas salsas, pero sin verduras ni especias. Pero no hay cosa peor que esa costumbre que tiene la gente de dar a los perros migas de pan hechas bolitas. Siempre, durante las comidas, algún señor empieza a triturar las migas de pan con sus manos, que Dios sabe qué porquerías habrán tocado antes, y te llama después para meterte entre los dientes esa dichosa bolita. Rechazarlo resultaría descortés; así es que no tienes más remedio que comértela a pesar del asco que te infunde…»

¡Voto a mil diablos, qué tontería! ¡Como si no hubiera nada mejor sobre qué escribir! Veamos si en la otra carilla hay algo más interesante.

«Me place mucho informarte de todo cuanto ocurre en nuestra casa. Creo que ya te hablé del señor más importante de la casa, al cual Sofía llama papá. Es un hombre muy raro…»

¡Ah, por fin! Ya sabía yo que los perros tienen opiniones políticas sobre todas las cosas. Veamos lo que dice sobre papá…

«…Un hombre muy raro. Permanece la mayoría del tiempo callado. Rara vez habla; pero la semana pasada hablaba sin cesar consigo mismo. No hacía más que preguntarse: ‘¿Lo recibiré o no?’ Cogía un papel en una mano, mientras la otra permanecía vacía, y volvía a repetir: ‘¿Lo recibiré o no?’ Una vez hasta se dirigió a mí con la siguiente pregunta: ‘Tú qué crees, Medji, ¿lo recibiré o no?’ Yo no pude comprender lo que quería decirme con eso; sólo olfateé su zapato y me fui. Una semana después, ma chère, papá estaba loco de alegría. Toda la mañana recibió visitas de unos señores vestidos de uniforme que lo felicitaron por algo. Durante la comida estuvo tan alegre como nunca le viera; no paraba de contar chistes. Después de comer, me levantó en sus brazos y me acercó a su cuello, diciéndome: ‘¡Mira, Medji, lo que llevo!’ Yo vi sólo una cinta, la olfateé, pero no hallé en ella ni el menor aroma; finalmente, la lamí con cuidado, estaba algo salada.»

¡Bueno! Me parece que este perro es un poco demasiado atrevido. Haría falta darle una buena paliza. ¡Así, pues, nuestro hombre es ambicioso! Habrá que tenerlo en cuenta.

«Adiós, ma chère. Me marcho corriendo… Mañana acabaré la carta.

«¡Hola, otra vez estoy contigo! Hoy, con Sofía, mi señorita…»

¡Ah, veamos lo que pasa con Sofía! ¡Es una canallada! Bueno, no importa, no importa; vamos a continuar…

«…Sofía, mi señorita, estuvo todo el día sumamente agitada. Se preparaba a asistir a un baile, y yo me alegré, pues aprovecharía su ausencia para escribirte. Mi Sofía está siempre muy contenta cuando va a un baile, aunque mientras se arregla siempre está enfadada. No logro comprender, ma chère, el placer que encuentra la gente yendo a un baile. Sofía vuelve a casa a las seis de la mañana. Y siempre veo, por su aspecto cansado y su cara pálida, que a la pobrecilla no le han dado de comer. Confieso que jamás podría vivir de este modo. Si no me dieran perdices con salsa o alas de pollo fritas, no sé lo que sería de mí. También es muy bueno un poco de salsa con kacha. Pero las zanahorias, las alcachofas y los nabos nunca serán buenos…»

Tiene un estilo irregular. En seguida se ve que esta carta no ha sido escrita por una persona. Empieza bien, pero acaba de cualquier forma. Veamos otra carta; parece demasiado larga; además, no lleva ni fecha.

«¡Ay, querida mía! Cómo siente una la proximidad de la primavera. Mi corazón palpita como si aguardara algo. Me zumban los oídos. Así es que a menudo tengo que levantar la pata y me apoyo y acerco a una puerta para escuchar. He de decirte que tengo muchos admiradores. A menudo los contemplo sentada en la ventana. ¡Ay, si supieras qué feos son algunos! Uno de ellos es de lo más vulgar, es un perro callejero de lo más estúpido y creído; camina por la calle dándose aires de importancia. Y cree que todos han de mirarle. Pero ¡qué va, yo ni siquiera me he fijado en él! También un dogo, de aspecto terrible, suele pararse ante mi ventana. Si se levantara sobre las patas traseras, lo que de seguro el muy tonto no sabrá hacer, le llevaría la cabeza al papá de Sofía, no obstante ser éste un hombre bastante alto y corpulento. Debe de ser de lo más insolente. Yo gruñí un poco en dirección suya; pero él, como si nada. Podría haberme hecho un guiño, pero es un bruto, no tiene modales. Se está mirando mi ventana, con sus orejas largas y su lengua al aire. ¿Y crees acaso que mi corazón permanece insensible a todas estas ofertas? No, te equivocas, ma chère… ¡Si hubieras visto a uno de mis admiradores, llamado Trésor, cuando salta la verja de la casa vecina!… ¡Ay ma chère, qué carita tiene!»

¡Bah! ¡Qué asco! ¡Qué demonios! ¿Cómo es posible llenar las páginas con semejantes tonterías? Ya no quiero saber nada de perros; quiero a una persona. Sí, eso es, una persona para que pueda enriquecer el caudal de mi alma…, y en vez de ello, ¡qué es lo que encuentro! ¡Tonterías, sólo tonterías! Demos la vuelta a la página, a ver si hay algo mejor.

«Sofía estaba sentada junto a una mesita cosiendo; yo miraba por la ventana a los paseantes, pues me gusta mucho observarlos, cuando entró el lacayo y anunció:

«—El señor Teplov.

«—Que pase —exclamó Sofía, y se abalanzó sobre mí para besarme—. ¡Ay, Medji! ¡Si supieras quién es! Es un gentilhombre de la Cámara, moreno, con ojos negros y brillantes como el fuego.

«Sofía se marchó corriendo a su habitación. Un minuto después entraba el joven gentilhombre de la Cámara, que gastaba patillas. Se acercó al espejo y se atusó el cabello, luego inspeccionó la habitación. Yo dejé oír un gruñido y me senté en mi sitio. Sofía no tardó en venir y respondió alegremente a su saludo, y yo, como si no reparase en nada, continuaba mirando por la ventana, no obstante haber inclinado la cabeza en dirección a ellos para oír lo que decían. ¡Ay ma chère! ¡De qué tonterías hablaban! Hablaban de una señora que durante el baile se equivocó e hizo una figura en vez de otra; de un tal Bobov, que llevaba charretera y se parecía mucho a una cigüeña, y que por poco se cae. También contaron que una tal Lidina se imaginaba tener los ojos azules, cuando en realidad los tenía verdes, y otras tonterías por el estilo. ‘¡Qué diferencia tan grande hay entre el gentilhombre y Trésor!’, pensé para mí. Ante todo, el gentilhombre tiene una cara ancha y completamente plana, con unas patillas alrededor, como si se las hubiera atado con un pañuelo negro. Trésor, sin embargo, tiene una carita fina y en la frente una pequeña calva blanca. ¡En cuanto al talle de Trésor, ni se le puede comparar con el de Teplov! ¡Y no hablemos ya de los ojos y de los modales! ¡Jesús, qué diferencia! ¡No sé, ma chère, lo que ha podido encontrar en su Teplov y por qué se muestra tan entusiasmada!…»

A mí también me parece eso un poco extraño. No puede ser que Teplov la haya seducido hasta tal punto. Veamos más adelante.

«Me parece que, si le gusta este gentilhombre, le ha de gustar también ese funcionario que está en el despacho de papá. ¡Ay ma chère, si vieras qué feo es! Se parece a una tortuga vestida con un saco…

«¿Quién será este funcionario?… Tiene un apellido rarísimo. Siempre está sentado sacando punta a las plumas. Su pelo es como el heno y papá lo manda siempre en lugar del criado…»

Me parece que esta perra maldita hace alusiones sobre mí. ¡Pero qué voy a tener yo el pelo como el heno!

«Sofía no puede menos que reírse cada vez que lo ve…»

¡Mientes, perra maldita! ¡Se habrá visto qué lengua de víbora! ¡Como si yo no supiera que todo ello es pura envidia! Acaso se figura que ignoro que son cosas del jefe de sección. Ya sé que me tiene un odio feroz y que hace cuanto está en sus manos para fastidiarme. Pero voy a mirar otra carta. Puede que encuentre allí la clave de todo.

«Mi querida Fidele, perdóname por no haberte escrito en tanto tiempo, pero es que estaba completamente hechizada. Ha dicho un escritor que el amor es una segunda vida, y esto es muy exacto. Además, en casa han sucedido grandes cambios. El gentilhombre viene ahora todos los días, y Sofía está perdidamente enamorada de él. Papá está muy contento. Hasta le oí decir a Gregorio, que es el que nos barre el suelo y que casi siempre habla consigo mismo solo, que pronto habrá boda, porque papá quiere casar a Sofía, o con un general, o con un gentilhombre de Cámara, o con un coronel…»

¡Qué diablos! No puedo seguir leyendo… Todo lo mejor ha de ser siempre, o para un gentilhombre de Cámara o para un general. ¡Parece que has encontrado un pobre tesoro y crees que podrás conseguirlo, pero te lo arrebata un general o un gentilhombre de Cámara! ¡Qué demonios! Quisiera ser general, no para obtener su mano y las demás cosas, sino para ver con qué consideración iban a tratarme y cuántos miramientos me dedicarían. Después podría decirles en pleno rostro que me importaban un bledo.

¡Demonios, qué pena! Rompí en mil pedazos las cartas de la estúpida perra.

3 de noviembre

No puede ser. Es mentira. ¡La boda no se efectuará! ¡Qué más da que sea un gentilhombre de Cámara! Esto no es más que un cargo de dignidad, no es ninguna cosa visible que se pueda coger con las manos. Por ser él un gentilhombre de Cámara no le va a salir otro ojo en la frente ni va a tener una nariz de oro, sino que la tiene igual que yo y que todos los demás mortales; pero no come ni tose con ella, sino que huele y estornuda como todos. Ya en diversas ocasiones quise averiguar de dónde provenían semejantes diferencias. ¿Por qué he de ser yo un consejero titular y con qué motivo? Puede que yo sea algún conde o algún general, y que sólo así paso por un consejero titular. Quizás ignore yo mismo quién soy. ¡Cuántos ejemplos hay en la historia! Se ha dado el caso de que un sencillo villano, no digamos ya un noble, o un vulgar campesino de repente descubre que es todo un personaje e incluso, a veces, un rey. ¡Y si un sencillo mujik llega a estas alturas, qué será entonces de un noble! Si, por ejemplo, de repente entrase yo vestido con el uniforme de general, llevando una charretera en el hombro derecho y otra en el izquierdo, y con una cinta azul en el pecho, ¿qué pasaría entonces? ¿Qué diría mi hermosa ninfa? ¿Se opondría su papá, nuestro director? ¡Oh! Él es muy vanidoso. Es un masón, no cabe duda de que es masón, aunque aparente ser tan pronto una cosa como otra. Pero yo en seguida me di cuenta de que era masón, y si le tiende la mano a uno, sólo le da los dos dedos. ¿Acaso no puedo ser nombrado ahora mismo general, gobernador o intendente, o recibir cualquier cargo importante? ¿Me gustaría saber por qué soy consejero titular? ¿Sí, por qué he de ser precisamente consejero titular?

5 de diciembre

Hoy estuve toda la mañana leyendo periódicos. ¡Qué cosas tan raras suceden en España! ¡Hasta me fue imposible comprenderlo del todo! Se dice que el trono se halla vacante y que los altos dignatarios están en una situación muy difícil respecto a la elección del heredero, y que de allí proviene la indignación general. Esto me parece sumamente extraño. ¿Cómo puede estar el trono vacante? Dicen también que cierta doña ha de subir al trono. Pero una doña no puede subir al trono, eso es imposible, pues el trono debe ser ocupado por un rey. Pero dicen que no hay rey, mas es inadmisible que no haya un rey. Un Estado no puede estar sin un rey. Este debe de existir, pero seguramente está de incógnito. A lo mejor, se encuentra allí mismo; pero por razones de índole familiar o por temor a las potencias vecinas, como Francia y los demás países, se ve obligado a esconderse. También puede ser por otros motivos.

8 de diciembre

Ya estaba dispuesto a ir a la oficina, pero me detuvieron diferentes motivos y en particular mis reflexiones. No puedo dejar de pensar en los asuntos de España. ¿Cómo puede ser que una doña sea reina? No lo permitirían. Inglaterra, sobre todo, no lo permitiría, y, además, los asuntos políticos de toda Europa. También se opondrán a ello el emperador de Austria y nuestro zar… Confieso que estos acontecimientos obraron con tanta fuerza sobre mí, que fui incapaz de hacer nada durante todo el día. Marva me hizo observar que durante la comida estuve muy agitado. En efecto, al parecer, dejé caer dos platos al suelo, que se hicieron añicos; tan distraído me hallaba. Después de comer, salí; pero no pude sacar nada en limpio. Después, estuve la mayor parte del tiempo tumbado en la cama, reflexionando sobre los asuntos de España.

Año 2000, 43 de abril

¡Hoy es un gran día! ¡En España hay un rey! ¡Por fin ha sido encontrado! Y este rey soy yo. Reconozco que al parecer me ha iluminado un rayo. No comprendo cómo pude pensar e imaginarme que era un consejero titular. ¿Cómo pudo ocurrírseme una idea tan loca? Menos mal que entonces no se le antojó a nadie meterme en una casa de locos. Ahora me ha sido revelado todo, ahora lo veo todo con claridad. Antes no comprendía, antes diríase que todo lo que veía estaba sumido en la niebla. Todo esto sucede, creo yo, porque la gente se imagina que el cerebro de una persona está en su cabeza; pero no es así, es el viento quien lo trae del mar Caspio. Primero declaré a Marva quién era yo. Al enterarse de que se hallaba ante el rey de España, alzó los brazos al cielo y por poco se muere del susto. Ella es tonta y jamás habrá visto al rey de España. Sin embargo, procuré calmarla y le aseguré con palabras indulgentes que estaba lleno de benevolencia para con ella y que no le guardaba rencor por haberme limpiado mal los zapatos algunas veces. Hace falta tener en cuenta que la pobre forma parte del pueblo y que no se le puede hablar de temas elevados. Se asustó porque está convencida de que todos los reyes de España son como Felipe II. Pero yo le expliqué que entre Felipe II y yo no había el menor parecido, y que yo no tenía capuchinos. No fui a la oficina. ¡Que se vaya al diablo! ¡No, ya no me cogerán más, amigos! ¡Se acabó, ya no copiaré más sus odiosos documentos!

86 de martubre. Entre el día y la noche.

Hoy vino a verme el ejecutor con el propósito de que fuera a la oficina, pues hacía más de tres semanas que no aparecía por allí. Yo fui a la oficina por pura broma. El jefe de sección pensaba seguramente que yo iba a saludarlo y pedirle excusas; pero yo sólo le eché una mirada indiferente, que no era ni demasiado colérica ni demasiado familiar o benévola. Miré a todos esos bribones que estaban en la cancillería, y pensé: «¿Qué pasaría si supieran quién está entre ustedes?…» ¡Dios mío! ¡Qué jaleo se armaría! El jefe de la sección en persona vendría a saludarme, haciéndome un profundo saludo, igual que hace ahora con nuestro director. Pusieron delante de mí unos documentos para que hiciera un resumen de ellos. Pero yo ni siquiera moví un dedo. Unos cuantos minutos después todos se hallaban sumamente agitados; al parecer, iba a venir el director. Muchos empleados se precipitarían a su encuentro. Pero yo no me moví de mi sitio. Cuando el director pasó por nuestra sección, todos se abrocharon el frac; mas yo no hice nada. ¡Venía el director! Bueno, ¿y qué? ¡Jamás iba a levantarme delante de él! ¡Qué era un director! (¡Era un corcho y no un director! Un corcho de lo más corriente y nada más.) Uno de esos corchos con los que se tapan las botellas. Lo que más me hizo gracia fue cuando me trajeron un documento para que lo firmase. Ellos se figuraban que iba a firmar humildemente en el bajo de la página, pero yo escribí en el sitio principal, allí donde firma el director, Fernando VIII. Hacía falta ver qué silencio tan religioso reinó en la sala. Yo sólo hice un ademán con la mano y dije: «No son necesarios juramentos de fidelidad». Después de lo cual salí. Me fui directamente al piso del director, que no estaba en casa. El criado no quería dejarme pasar; pero yo le dije unas cuantas palabras, y su efecto fue tal, que se quedó helado con los brazos caídos. Me dirigí sin cavilar al gabinete. La hallé sentada ante el espejo. Al entrar yo, dio un salto atrás. Yo, sin embargo, no le dije que era el rey de España; sólo le declaré que le esperaba una felicidad tal, que ni siquiera podía imaginársela, y que, a pesar de todas las intrigas de nuestros enemigos, estaríamos juntos. No quise decirle más, y salí. ¡Oh, qué ser más pérfido es la mujer! Sólo ahora he comprendido lo que son las mujeres. Hasta ahora nadie sabía de quién estaba enamorada la mujer. Yo fui el primero en descubrirlo. La mujer está enamorada del demonio. Sí, y esto no es ninguna broma. Los fisiólogos escriben tonterías acerca de ella; pero ella sólo ama al demonio. Mire, desde el palco pasea sus gemelos. ¿Cree usted que mira a ese señor gordo con una condecoración? Nada de eso, mira al demonio que tiene detrás de su espalda. ¡Mírele, se ha escondido en la condecoración! ¡Mire ahora cómo le hace señas con el dedo! Y ella se casará con él.

Sí, se casará. Y todos esos funcionarios padres de familia, todos esos que se insinúan en todos los sitios procurando introducirse en la Corte, y dicen que son patriotas y esto y aquello, todos esos patriotas no aspiran más que a conseguir arrendamientos. Serían, por dinero, capaces de vender a su madre, a su padre e incluso a Dios.

Todo esto no es más que vanidad, y eso se explica, porque debajo de la lengua hay una pequeña ampolla, y dentro de ella, un gusanillo del tamaño de un alfiler, y todo esto lo hace cierto barbero que vive en la calle Gorojovaia. No me acuerdo cómo se llama; pero todo el mundo sabe que quiere predicar el mahometismo por el mundo entero, junto con una comadrona. Por eso dicen que en Francia la mayoría de las personas se convierten al mahometismo.

Cierta fecha. Un día sin fecha

Me paseé de incógnito por el Nevski. Pasó el coche del zar, y toda la gente se quitó el sombrero; yo también lo hice y me comporté como si no fuera rey de España. Encontré poco adecuado descubrir mi personalidad, así, delante de todos. Ante todo, he de presentarme en la Corte. Lo único que me retiene hasta ahora es que no tengo ningún traje de rey. Si por lo menos pudiera conseguir algún manto… Pensé encargárselo al sastre; pero esta gente es tan burra, y, además, no cuidan de su trabajo desde que se han dedicado a los asuntos, y se están la mayoría del tiempo en la calle. Decidí hacer el manto de mi nuevo uniforme de gala, que sólo me puse dos veces; pero temiendo que estos granujas fueran a estropeármelo, resolví hacerlo yo mismo. Cerré la puerta de mi cuarto para que nadie me viera, y emprendí la labor. Lo desarmé todo con ayuda de las tijeras, pues su corte ha de ser totalmente distinto.

No recuerdo la fecha ni el mes. El diablo sabrá qué mes era.

El manto ya está acabado. Marva dio un grito cuando me lo vio puesto. Sin embargo, no me atrevo aún a presentarme en la Corte. Hasta ahora no ha llegado la diputación de España. Y sin la diputación resultaría incorrecto. Rebajaría con ello mi dignidad. La estoy esperando a cada momento.

Día 1º

Me extraña que los diputados tarden tanto. ¿Qué motivos pudieron retenerlos? ¿Acaso Francia? Sí, es el reino más desfavorable a todo. Fui a Correos para informarme de si habían llegado los diputados españoles. Pero el empleado de allí es completamente estúpido y no sabe nada. Sólo me dijo: «No; aquí no hay ningún diputado español; pero si quiere mandar una carta, puede hacerlo y nosotros la certificaremos según la tarifa indicada». ¡Voto a mil diablos! ¡Quién habla de cartas! Eso son tonterías. Las cartas sólo las escriben los farmacéuticos…

Madrid, 30 de febrero

Y heme aquí en España. Esto ha sucedido con tanta rapidez, que apenas si puedo volver de mi asombro. Esta mañana se presentaron en casa los diputados españoles, y yo me fui con ellos en una carroza. Me extrañó la extraordinaria rapidez del viaje, íbamos con tanta velocidad, que en menos de media hora llegamos a la frontera de España. Claro está que ahora en toda Europa los caminos de hierro colado son muy buenos y el servicio de barcos está muy organizado. ¡Qué país tan extraño es España! Al entrar en la primera habitación, vi a muchas personas con el pelo cortado al rape, y en seguida me figuré que debían de ser dominicos o capuchinos, pues tienen el hábito de afeitarse la cabeza. El comportamiento del canciller de Estado conmigo me pareció de lo más extraño: me llevó de la mano y me condujo a un cuarto, a cuyo interior me empujó, diciéndome:

—Quédate aquí. Y si persistes en pasar por el rey Fernando, ya te quitaré yo las ganas de seguir haciéndolo.

Pero yo sabía que esto no era más que una prueba, y protesté enérgicamente, lo que me valió por parte del canciller dos golpes en la espalda. Fueron tan dolorosos, que me faltó poco para gritar; pero me contuve al pensar que esto era sólo una costumbre caballeresca que siempre tenía lugar en los grandes acontecimientos, ya que en España se conservaban aún las tradiciones caballerescas. Al quedarme solo decidí ocuparme de los asuntos de Estado. Descubrí que la China y España eran el mismo país, y que sólo por ignorancia se consideran como estados diferentes. Aconsejo a todo el mundo que escriba en un papel la palabra España, y verá como sale China.

Pero me está disgustando sumamente un acontecimiento que tendrá lugar mañana. Mañana, a las siete, se producirá un fenómeno terrible. La Tierra va a sentarse sobre la Luna. Acerca de esto ha escrito el célebre químico inglés Wellington. Confieso que sentí cómo mi corazón empezaba a latir de inquietud al pensar en la delicadeza y falta de resistencia de la Luna. Todos sabemos que la Luna se fabrica generalmente en Hamburgo, y, además, muy mal. Me sorprende cómo Inglaterra no presta atención a ello. La fabrica un tonelero cojo, y es evidente que el muy tonto no tiene el menor conocimiento de la Luna. Ha puesto una cuerda de alquitrán y el resto es de aceite de madera, y por eso huele tan mal por toda la Tierra, de tal forma que tiene uno que taparse las narices. Pero la Luna es un globo tan delicado, que es imposible que la gente viva allí, y ahora sólo viven las narices. Ésta es la razón por la cual no podemos ver nuestras narices, ya que todas están en la Luna. Al pensar que la Tierra, materia pesada y potente, iba a sentarse sobre la Luna, y al imaginarme el tormento que sufrirían nuestras narices, se apoderó de mí una inquietud tal, que me puse los calcetines y me calcé en el acto para correr a la sala del Consejo de Estado y dar órdenes, con el fin de que la policía no permitiese a la Tierra sentarse sobre la Luna. Los numerosos capuchinos que hallé en la sala del Consejo de Estado eran personas muy inteligentes, y cuando les dije: «Caballeros, salvemos a la Luna, porque la Tierra quiere sentarse encima de ella», todos en el acto se precipitaron para cumplir mi real deseo. Algunos treparon por las paredes con el fin de alcanzar la Luna; pero en aquel momento entró el gran canciller. Al verle, todos echaron a correr y yo, como rey, me quedé solo. Pero, con gran sorpresa por mi parte, me golpeó con un palo y me echó a mi cuarto. Tal es el poder de las costumbres populares y tradicionales en España.

Enero del mismo año, que tuvo lugar después de febrero

Hasta ahora no puedo comprender qué país tan raro es España. Las costumbres populares y el ceremonial de la Corte son completamente extraordinarios. No comprendo, decididamente no comprendo nada. Hoy me han afeitado la cabeza, a pesar de que grité como un condenado, diciendo que no quería ser un monje. Pero ya soy incapaz de recordar lo que me pasó cuando empezaron a verterme agua fría sobre la cabeza. ¡Jamás experimenté un infierno semejante! Estaba a punto de volverme rabioso, y apenas pudieron retenerme. No comprendo el significado de esta extraña costumbre. ¡Es una costumbre estúpida, absurda! Me niego a comprender la insensatez de los reyes, que hasta ahora no han sabido deshacerse de estas costumbres. A juzgar por todo, me figuro que habré caído en manos de la Inquisición, y seguramente aquel a quien tomé por el canciller no es más que el gran inquisidor. Pero lo único que aún no logro comprender es cómo un rey puede someterse a la Inquisición. Claro que de esto pueden tener la culpa Francia y Polignac. ¡Ah, este Polignac! ¡Qué bestia! ¡Juró oponerse a mí hasta la muerte! Y por eso me persiguen todo el tiempo; pero ya sé, amigo mío, que obras bajo la presión de Inglaterra. Los ingleses son unos grandes políticos que siempre se insinúan en todos los sitios. Y sabe el mundo entero que cuando Inglaterra aspira rapé, Francia estornuda.

Día 25

Hoy el gran inquisidor vino a mi habitación. Pero yo, en cuanto oí sus pasos desde lejos, me escondí debajo de la silla. Él, al ver que no estaba empezó a llamarme. Al principio gritó:

—¡Poprischew!

Yo permanecí callado.

Después dijo:

—¡Aksanti Ivanovich, consejero titular, noble!

Pero yo permanecía callado.

—¡Fernando VIII, rey de España!

Yo quise sacar la cabeza, pero pensé: «No, amigo, ya no me engañas. Otra vez me vas a echar agua fría sobre la cabeza». Pero debió de verme, y me hizo salir con su palo de debajo de la silla. ¡Qué daño hace ese maldito palo! Sin embargo, fui recompensado de todo con el hallazgo que hice hoy. Descubrí que cada gallo tiene una España y que la lleva debajo de las plumas. Pero el gran inquisidor se fue muy enfadado, amenazándome con terribles castigos. Yo no hice caso de su ira impotente, ya que obra sólo como una máquina, como un instrumento en mano de los ingleses.

Día 34 de febrero de 343

¡No, ya no tengo fuerzas para aguantar más! ¡Dios mío!, ¿qué es lo que están haciendo conmigo? Me echan agua sobre la cabeza. No me hacen caso, no me miran ni me escuchan. ¿Qué les he hecho yo, Señor? ¿Por qué me atormentan? ¿Qué es lo que esperan de mí? ¡Ay, infeliz de mí! ¿Qué les puedo dar yo? Yo no tengo nada. No tengo fuerzas, no puedo aguantar más todos los martirios que me hacen. Tengo la cabeza ardiendo, y todo da vueltas en torno mío. ¡Sálvenme, llévenme de aquí! ¡Que me den una troika con caballos veloces! ¡Siéntate, cochero, para llevarme lejos de este mundo! ¡Más lejos, más lejos, para que no se vea nada!… ¡Cómo ondea el cielo delante de mí! A lo lejos centelleaba una estrella, el bosque de árboles sombríos desfila ante mis ojos, y por encima de él asoma la luna nueva. Bajo mis pies se extiende una niebla azul oscura; oigo una cuerda que sueña en la niebla; de un lado está el mar, y del otro, Italia; allí, a lo lejos, se ven las chozas rusas. ¿Quizá sea mi casa la que se vislumbra allá a lo lejos? ¿Es mi madre la que está sentada a la ventana? ¡Madrecita, salva a tu pobre hijo! ¡Vierte unas cuantas lágrimas sobre su cabeza enferma! ¡Mira cómo lo martirizan! ¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el mundo no hay sitio para él. ¡Lo persiguen! ¡Madrecita, ten piedad de tu niño enfermo!… ¡Ah! ¿Sabe usted que el bey de Argel tiene una verruga debajo de la nariz?

cuentos rusos 1

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Alexandr Pushkin (1799–1837)
El disparo

Nos batimos en duelo.

Baratinski[1]

Juré matarle por derecho de duelo. (Todavía me debía mi disparo.)

Tarde en el vivac[2]

I

Estábamos acampados en el pueblo de ***. La vida de un oficial del ejército es de sobra conocida. Por la mañana, prácticas y picadero; la comida, en casa del comandante del regimiento o en una taberna judía; y por la noche, ponche y cartas. En *** no había ni una casa donde nos pudieran invitar, ni una sola joven casadera; nos reuníamos los unos en las casas de los otros, donde no veíamos otra cosa que nuestros propios uniformes.

Solamente una persona pertenecía a nuestro círculo sin ser militar. Tenía unos treinta y cinco años y ya por eso le considerábamos un viejo. Gracias a su mayor experiencia nos aventajaba en mucho; además, su carácter habitualmente sombrío, su violencia y su lengua viperina ejercían sobre nuestras jóvenes mentes una gran influencia. Una especie de misterio rodeaba su vida; parecía ruso, pero tenía nombre extranjero. En tiempos había servido en los húsares, e incluso con éxito; nadie conocía la razón que le obligó a retirarse y a instalarse en un lugar pobre, donde vivía en una mezcla de austeridad y derroche: iba a todas partes a pie y vestía una levita negra gastada, pero al mismo tiempo tenía la casa abierta a todos los oficiales de nuestro regimiento. Es verdad que la comida consistía sólo en dos o tres platos, preparados por un soldado retirado, pero siempre iban acompañados por ríos de champaña. Nadie sabía nada de su fortuna ni de sus ingresos, pero ninguno se atrevía a preguntárselo. Tenía libros, la mayor parte de ellos militares, aunque también había novelas. Siempre estaba dispuesto a prestarlos y nunca exigía su devolución; por otra parte, él nunca devolvía un libro que le hubieran prestado. Su ejercicio principal consistía en disparar con pistola. Las paredes de su casa estaban carcomidas por las balas, llenas de hendiduras, como un panal de abejas. El único lujo de la humilde casa de barro donde vivía era una buena colección de pistolas. El arte que había logrado era tan extraordinario que, si él se hubiera ofrecido a derribar con una bala una pera colocada en la gorra de alguien, nadie de nuestro regimiento habría dudado en prestar su cabeza de soporte. A menudo nuestra conversación versaba sobre los duelos; Silvio (le daré este nombre) nunca intervenía. Si se le preguntaba si había tenido ocasión de batirse en duelo, contestaba secamente que sí, pero no entraba en detalles, y era evidente que estas preguntas le resultaban desagradables. Suponíamos que tenía sobre su conciencia alguna víctima desdichada de su macabro arte. Sin embargo, a nadie se le pasaba por la imaginación sospechar en él algo semejante a la timidez. Hay personas cuyo solo aspecto físico deshace cualquier duda de este tipo. Un acontecimiento inesperado vino a sorprendemos a todos.

Un día estábamos comiendo en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Se bebió como de costumbre, es decir, mucho; después de comer intentamos persuadir a nuestro anfitrión para que nos hiciera de banca en las cartas. Él se negaba insistentemente, ya que casi nunca jugaba; al fin, mandó que trajeran las cartas, colocó sobre la mesa medio centenar de monedas de oro e inició el juego. Lo rodeamos y nos pusimos a jugar. Silvio tenía la costumbre de guardar un silencio total mientras jugaba, nunca discutía ni daba explicaciones. Si se daba el caso de que un jugador se equivocara en la cuenta, Silvio inmediatamente completaba la suma o apuntaba lo que sobraba. Conocíamos esa costumbre y no nos oponíamos a que actuara a su manera; pero ese día se encontraba entre nosotros un oficial que había sido desterrado a nuestro regimiento recientemente. Este hombre, que jugaba con nosotros, dobló por distracción una esquina de más. Silvio cogió la tiza y niveló la cuenta según tenía por costumbre. El oficial, pensando que Silvio se había equivocado, se puso a dar explicaciones. Silvio siguió jugando sin decir palabra. El oficial perdió la paciencia, agarró el cepillo y borró lo que creía un error. Silvio cogió la tiza y lo apuntó de nuevo. El oficial, acalorado por el vino, el juego y las risas de sus compañeros, se sintió cruelmente ofendido y, en un ataque de ira, empuñó un candelabro de cobre de la mesa y se lo tiró a Silvio, que apenas tuvo tiempo de esquivar el golpe. Nos quedamos perplejos. Silvio se levantó, pálido de indignación, y con los ojos brillantes dijo:

—Señor, tenga la bondad de salir y dé gracias a Dios de que esto haya ocurrido en mi casa.

No dudamos de las consecuencias y consideramos a nuestro nuevo compañero un hombre muerto. El oficial salió de la casa diciendo que estaba dispuesto a responder al insulto como tuviera a bien el señor de la banca. El juego duró unos minutos más; pero, dándonos cuenta de que el anfitrión estaba pensando en otra cosa, fuimos apartándonos de la mesa uno a uno y marchándonos a nuestras casas hablando de las próximas vacaciones.

Al día siguiente, cuando estábamos en el picadero preguntándonos si estaría todavía vivo el pobre teniente, éste apareció entre nosotros; le hicimos la misma pregunta. Nos contestó que aún no había tenido noticias de Silvio. Esto nos sorprendió. Fuimos a casa de Silvio y le encontramos en el patio, clavando vina bala detrás de otra a un as que había pegado a la puerta. Nos recibió como siempre, sin mencionar para nada el suceso del día anterior. Pasaron tres días, el teniente seguía vivo. Nos preguntábamos extrañados ¿acaso Silvio no piensa desafiarle? Y no le desafió. Se contentó con una breve explicación e hicieron las paces.

Al principio esto le perjudicó extraordinariamente en la estimación de los jóvenes: lo que menos perdonan éstos es la falta de valentía, porque la valentía se considera el súmmum de las cualidades humanas y la justificación de muchos defectos. Sin embargo, el incidente se fue olvidando poco a poco y Silvio volvió a tener el ascendiente de siempre.

Solamente a mí me resultaba imposible tratarlo como antes. Dotado por naturaleza de una imaginación romántica, yo era el que más devoción había sentido por aquel hombre de vida misteriosa y le consideraba el héroe de una novela fascinante. Él también me quería; al menos, yo era el único con quien Silvio abandonaba su amarga maledicencia habitual y hablaba de diversos temas con sencillez de espíritu y un tono extraordinariamente agradable. Pero después de aquella tarde desafortunada no me abandonaba la idea de que su honor estaba manchado y de que él mismo era el culpable de no haberlo reparado; y eso me impedía comportarme con él como antes; me daba vergüenza mirarle. Silvio era demasiado inteligente y tenía suficiente experiencia para dejar de darse cuenta de ello y de adivinar la causa. Mi actitud parecía disgustarle; un par de veces al menos noté que quería tener una explicación conmigo; pero yo evitaba cualquier ocasión y Silvio se apartó de mí. Desde entonces nos vimos solamente en presencia de otros compañeros y nuestras francas conversaciones se acabaron.

Los dispersos habitantes de la capital no tienen ni idea de una gran cantidad de impresiones que, sin embargo, son tan familiares para los habitantes de los pueblos o de las ciudades pequeñas, como, por ejemplo, la espera del día del correo: los martes y viernes la oficina de nuestro regimiento se llenaba de oficiales: unos esperaban dinero, otros carta, otros periódicos. Los paquetes solían abrirse allí mismo, se comunicaban las noticias y con todo ello la oficina presentaba un cuadro bien animado. Como Silvio recibía su correspondencia en las señas del regimiento, también solía acudir allí. Una vez le entregaron un paquete del que quitó el sello con aire de suma impaciencia. Al hojear la carta sus ojos brillaban. Los demás oficiales, ocupados en sus cartas, no se fijaron en ello.

—Señores —les dijo Silvio—, las circunstancias requieren mi ausencia inmediata; me marcho esta misma noche; espero que acepten cenar en mi casa por última vez. A usted también le espero —continuó dirigiéndose a mí—, le espero sin falta.

Con estas palabras salió apresuradamente; y nosotros, todos de acuerdo en reunimos en casa de Silvio, nos fuimos cada uno por nuestro lado.

Llegué a casa de Silvio a la hora convenida y encontré a casi todo el regimiento. Todos sus enseres estaban ya empaquetados; sólo quedaban las paredes desnudas, llenas de balazos. Nos sentamos a la mesa, el anfitrión estaba de muy buen humor y pronto su animación se hizo general; los corchos salían disparados a cada instante, los vasos se llenaban una y otra vez de espuma chispeante, y entre todos no cesábamos de desear al que se marchaba un feliz viaje y toda clase de parabienes. Cuando nos levantamos de la mesa era ya tarde. Mientras todos recogían ya sus gorras, Silvio, que estaba despidiéndose de ellos, me tomó de la mano y me detuvo en el momento justo en que yo pensaba marcharme.

—Tengo que hablar con usted —me dijo en voz baja. Me quedé.

Los invitados se marcharon y nos quedamos solos; nos sentamos el uno frente al otro y encendimos nuestras pipas en silencio. Silvio parecía preocupado; de su alegría febril no quedaba ni rastro. Una palidez sombría, sus ojos brillantes y el humo espeso que exhalaba su boca le daban el aspecto de un verdadero demonio. Después de varios minutos Silvio rompió el silencio.

—Es posible que no nos volvamos a ver nunca más —me dijo—, antes de despedimos quería darle una explicación. Usted ya habrá notado que tengo poco respeto por la opinión de los demás, pero le tengo aprecio y me preocupa dejar en su memoria una impresión injusta.

Se interrumpió y se puso a llenar su pipa, ya vacía; yo callaba, mirando al suelo.

—Le habrá parecido extraño —continuó— que no le haya pedido una satisfacción a ese borracho disparatado de R. Estará usted de acuerdo en que, teniendo yo el derecho de elegir el arma, su vida estaba en mis manos y la mía casi totalmente segura; podría achacar mi moderación a mi sola magnanimidad, pero no quiero mentirle. Si hubiera podido castigar a R. sin poner en peligro mi vida, no lo habría perdonado.

Yo miraba a Silvio sorprendido. Esta confesión me confundió por completo. Silvio continuó:

—Así es: no tengo derecho a ponerme en peligro de muerte. Hace diez años recibí una bofetada y mi enemigo aún está vivo.

Mi curiosidad se había excitado.

—¿Y no se batió usted con él? —le pregunté—. Supongo que las circunstancias les separaron.

—Me batí con él —contestó Silvio—, y aquí está el recuerdo de nuestro duelo.

Silvio se puso en pie y sacó de una caja de cartón un gorro rojo con lina borla dorada y un galón (lo que los franceses llaman bonnet de police); se lo puso y vi que estaba agujereado por una bala a unos dedos de la frente.

—Usted sabe —siguió Silvio— que estuve sirviendo en el regimiento *** de húsares. Ya conoce mi carácter, estoy acostumbrado a ser el primero, pero cuando era joven esto constituía una verdadera pasión. En aquel tiempo la violencia estaba de moda y yo era el más vehemente del ejército. Presumíamos de bebedores; yo conseguí ganar al bueno de Burtsov, el hombre que fue cantado por Denis Davydov[3]. En nuestro regimiento los duelos tenían lugar a cada momento: en todos fui testigo o protagonista. Los compañeros me adoraban y los comandantes, que continuamente eran sustituidos, me consideraban un mal inevitable.

»Disfrutaba de mi fama tranquilamente (más bien intranquilamente), cuando destinaron a nuestro regimiento a un joven de una famosa familia adinerada (que no quiero nombrar). ¡Nunca había visto a un ser tan afortunado y brillante! Imagínese una mezcla de juventud, inteligencia y belleza, con una alegría de lo más alocada y una osadía de lo más despreocupada, además de un nombre conocido y tanto dinero que nunca lo contaba y nunca se le acababa; figúrese qué efecto causó entre nosotros. Mi primacía se vio amenazada. Seducido por mi fama, intentó buscar mi amistad, pero yo le recibí fríamente y se apartó de mí sin ningún pesar. Empecé a odiarle. Sus éxitos en el regimiento y con las mujeres me llevaban a la desesperación. Intenté buscar un conflicto: a mis epigramas contestó con otros, siempre más sorprendentes y mas agudos que los míos y naturalmente, mucho más graciosos; él se divertía pero yo me consumía de rabia. Hasta que por fin un día, en la fiesta de un terrateniente polaco, al verle como centro de atención de todas las damas y especialmente de la anfitriona, que mantenía una relación conmigo, le dije al oído una grosería banal. Se indignó y me dio una bofetada. Nos lanzamos a nuestros sables; las damas se desmayaron, nos separaron y aquella misma noche nos batimos en duelo.

»Fue al amanecer. Yo estaba en el lugar convenido con mis tres testigos. Esperaba a mi adversario con una impaciencia indecible. Apuntaba un sol primaveral que predecía la proximidad del calor. Le vi a lo lejos. Venía a pie, con la guerrera colgada del sable, acompañado de un solo testigo. Nos dirigimos a su encuentro. Se acercó con la gorra en la mano, llena de cerezas. Los testigos midieron doce pasos. Me correspondía disparar el primero; pero la emoción de mi ira era tal que no confiaba en la firmeza de mi mano y, para darme tiempo a calmarme, le cedí el primer disparo; mi adversario no quería aceptarlo. Se decidió echarlo a suertes: el número uno le tocó a él, el eterno favorito de la fortuna. Apuntó y me atravesó la gorra. Había llegado mi tumo. Por fin su vida estaba en mis manos; le miré ávidamente, intentando descubrir aunque fuese la más leve sombra de inquietud… Mientras yo le apuntaba, él escogía las cerezas más maduras de la gorra y escupía las pipas, que llegaban hasta mí. Su indiferencia me sacó de quicio. ¿Qué sentido tiene, pensé, privarle de la vida si no le tiene ningún apego? Una idea macabra me atravesó la cabeza. Bajé la pistola.

»—Tengo la impresión de que no es su momento de enfrentarse a la muerte —le dije—, está usted desayunando; no quisiera molestarle…

»—No me molesta en absoluto —repuso—, tenga la bondad de disparar; aunque puede usted hacer lo que quiera, dispone de un disparo y siempre estaré a su disposición.

»Me dirigí a los testigos, diciéndoles que no tenía intención de disparar y así acabó el duelo.

»Dejé el servicio y me retiré a este lugar. Desde entonces no ha pasado un día en el que no haya pensado en la venganza. Por fin ha llegado mi hora…

Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio a leer. Alguien (que parecía ser su apoderado) le escribía desde Moscú que la persona señalada iba a contraer matrimonio en breve con una bella y encantadora joven.

—Ya habrá adivinado —dijo Silvio— quién es esa persona señalada. Marcho para Moscú. Veremos si ahora recibe a la muerte con la misma indiferencia de la otra vez, cuando estaba tan ocupado con las cerezas.

Con estas palabras Silvio se levantó, tiró la gorra al suelo y empezó a recorrer la habitación de arriba abajo, como un tigre enjaulado. Lo había escuchado sin moverme; me asaltaban sentimientos extraños y contradictorios.

Apareció el criado para anunciar que los caballos estaban preparados. Silvio me estrechó la mano con fuerza, nos dimos un beso. Subió a un carro donde había dos maletas, una con las pistolas, la otra con sus enseres. Nos despedimos otra vez y los caballos salieron al galope.

II

Pasados varios años, las circunstancias familiares me obligaron a instalarme en una pequeña aldea del distrito de N. Dedicado a la administración de mi hacienda no dejaba de añorar en secreto mi antigua vida ruidosa y exenta de preocupaciones. Lo que más trabajo me costaba era acostumbrarme a pasar las tardes de otoño y de invierno en la soledad más completa. Antes de comer el tiempo se me pasaba hablando con el stárosta[4] yendo a ver las faenas del campo o visitando las nuevas instalaciones; pero, cuando empezaba a anochecer temprano, no sabía qué hacer conmigo mismo. Los pocos libros que encontré dentro de los armarios y en el desván, me los aprendí de memoria. Todos los cuentos que podía recordar el ama de llaves Kirílovna, me los contó, las canciones de las campesinas me sumían en la melancolía. Intenté entregarme a la bebida, pero me producía dolor de cabeza y además, tengo que confesar que temía convertirme en un borracho por desdicha, el tipo de borracho más empedernido que abunda en nuestro distrito. No tenía vecinos cercanos, salvo dos o tres empedernidos, cuya conversación constaba fundamentalmente de hipos y de suspiros. La soledad era más llevadera.

A cuatro verstas de mi casa había una gran hacienda, que pertenecía a la condesa B., pero allí solamente vivía el administrador; la condesa había visitado sus tierras una sola vez, durante el primer año de su matrimonio, y no estuvo más de un mes. Sin embargo, durante la segunda primavera de mi retiro, corrió el rumor de que la condesa pensaba venir con su marido a pasar el verano y efectivamente, llegaron a principios del mes de junio.

La llegada de un vecino rico supone un gran acontecimiento para los habitantes de un pueblo. Tanto los terratenientes como sus siervos hablan de ello con dos meses de antelación y durante los tres años siguientes. Por lo que a mí se refiere, tengo que confesar que la llegada de una vecina joven y hermosa me produjo un gran efecto, ardía en deseos de verla, así que al primer domingo de su llegada me dirigí después de comer al pueblo de ***, con el objeto de presentarme a sus excelencias como su vecino más cercano y seguro servidor.

El lacayo me acompañó hasta el despacho del conde y se adelantó para anunciar mi visita. El amplio despacho estaba decorado con toda clase de lujos; junto a las paredes había armarios llenos de libros y con un busto de bronce encima de cada uno; sobre la chimenea de mármol colgaba un gran espejo; el suelo estaba forrado de paño verde y cubierto de alfombras. Yo, que en mi pobre rincón había perdido la costumbre del lujo y que llevaba mucho tiempo sin ver la riqueza de otros, me azoré; esperaba al conde con una especie de ansiedad, como un pedigüeño de provincias espera la salida de un ministro. Se abrieron las puertas y entró un hombre de unos treinta y dos años extraordinariamente bien parecido. El conde se acercó a mí con un ademán abierto y amistoso; yo intenté rehacerme y comencé a presentarme, pero él se adelantó. Tomamos asiento. Su conversación, fácil y amable, pronto disipó mi huraña timidez; empezaba a recobrar mi compostura acostumbrada cuando de pronto entró la condesa, y la timidez volvió a apoderarse de mí con más fuerza. Efectivamente era una belleza. El conde me presentó; quise mostrar desenvoltura, pero cuanto más intentaba adoptar un aire suelto, más incómodo me sentía. Los condes, para darme tiempo a que me recuperara y me hiciera a la nueva situación, se pusieron a hablar entre ellos, tratándome sin ceremonias como a un buen vecino. Me entretuve en recorrer la habitación, mirando los libros y los cuadros. No soy muy entendido en pintura; sin embargo uno de los cuadros atrajo mi atención. Representaba una vista de Suiza, pero lo que me impresionó no fue la pintura, sino el hecho de que el cuadro estuviera atravesado por dos balas, ambas disparadas en el mismo punto.

—He aquí un buen disparo —dije dirigiéndome al conde.

—Sí —contestó—, es un disparo verdaderamente excepcional. ¿Es usted buen tirador? —continuó.

—No soy malo —contesté, contento de que la conversación se refiriera por fin a un tema de mi dominio—. No fallaría un naipe a treinta pasos, naturalmente con una pistola que conociera.

—¿De veras? —preguntó la condesa con aire muy atento—. Y tú, querido, ¿darías en un naipe a treinta pasos de distancia?

—Algún día lo intentaremos —contestó el conde—. En tiempos no era mal tirador, pero llevo cuatro años sin tocar una pistola.

—En ese caso —repuse— apuesto a que su excelencia fallaría el tiro incluso a veinte pasos: la pistola exige ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En mi regimiento estaba considerado uno de los mejores tiradores. Una vez pasé un mes entero sin coger la pistola: estaban arreglando las mías, y ¿qué cree que pasó, excelencia? En la primera ocasión que tuve que volver a disparar, fallé cuatro tiros seguidos sobre una botella a veinticinco pasos. Teníamos un capitán que era un bromista, aquel día andaba por allí y me dijo: amigo, hay que ver la devoción que despierta una botella. No, excelencia, no se puede descuidar este ejercicio, de lo contrario se pierde el hábito. El mejor tirador que he conocido disparaba todos los días, antes de comer y tres veces por lo menos. Lo tenía por costumbre, como quien se toma una copa de vodka.

El conde y la condesa estaban contentos de que me hubiera soltado a hablar.

—¿Y qué tal tiraba? —preguntó el conde.

—Verá usted, excelencia: divisaba de repente una mosca en la pared, ¿se ríe usted, condesa? Le juro que es verdad. En cuanto veía la mosca gritaba: Kuzka, la pistola. Kuzka le traía la pistola cargada. Entonces, ¡pam!, hundía la mosca en la pared.

—¡Increíble! —dijo el conde—. ¿Y cómo se llamaba?

—Silvio, excelencia.

—¡Silvio! —exclamó el conde, levantándose de un salto—. ¿Conoció usted a Silvio?

—Cómo no, excelencia; éramos amigos, estaba aceptado en nuestro regimiento como un verdadero amigo y compañero; hace cinco años que no tengo noticias de él. Pero entonces, ¿su excelencia también lo conoció?

—Sí, lo conocí, ¿no le contaría nunca…? Pero no, no creo… ¿Nunca le contó un extraño incidente?

—¿No será lo de la bofetada que le dio un bribón en una fiesta?

—¿Y le dijo el nombre de ese bribón?

—No, excelencia, no me lo dijo… ¡Ay, excelencia! —continué, empezando a adivinar la verdad—, usted perdone… no sabía… ¿no sería usted?

—Yo mismo —contestó el conde con una expresión de profundo disgusto—, y ese cuadro agujereado es el recuerdo de nuestro último encuentro…

—Por favor, querido —dijo la condesa—, te pido por Dios que no lo cuentes; me daría pavor escucharlo.

—No —contestó el conde—, voy a contarlo todo. Usted sabe cómo ofendí a su amigo, quiero que sepa cómo se vengó Silvio.

El conde me acercó una butaca, y con enorme curiosidad escuché el siguiente relato:

—Hace cinco años me casé. El primer mes, the honeymoon, lo pasamos aquí, en este pueblo. A esta casa le debo los mejores momentos de mi vida y uno de los recuerdos más penosos.

»Una tarde estábamos montando juntos a caballo; el caballo de mi mujer se puso algo terco; ella se asustó, me dio las riendas y regresó a casa a pie; yo iba delante. Al llegar al patio vi un carro de viaje; me dijeron que había una persona en mi despacho que no había querido revelar su nombre y que tan sólo había hecho saber que tenía que tratar de un asunto conmigo. Entré en esta habitación y vi en la oscuridad a un hombre polvoriento y con la barba crecida; estaba de pie junto a esa chimenea. Me acerqué a él intentando recordar sus rasgos.

»—¿No me conoces, conde? —dijo con voz temblorosa.

»—¡Silvio! —grité, y he de confesar que sentí cómo se me erizaban los cabellos.

»—Así es —continuó—, me debes mi disparo; he venido a descargar mi pistola; ¿estás preparado?

»La pistola asomaba de su bolsillo lateral. Medí doce pasos y me coloqué en aquella esquina, pidiéndole que disparara cuanto antes, mientras mi mujer estaba fuera. Él no parecía darse prisa; pidió luz. Trajeron las velas. Cerré las puertas con llave, dije que no entrara nadie y le pedí de nuevo que disparara. Sacó la pistola y apuntó…

»Yo contaba los segundos… pensaba en ella… ¡Aquel minuto que pasó fue terrible! Silvio bajó la mano.

»—Siento mucho —dijo— que la pistola no esté cargada con pipas de cereza… la bala es pesada. Tengo la impresión de que esto no es un duelo, sino un asesinato; no estoy acostumbrado a apuntar a alguien que está desarmado. Empecemos de nuevo, echemos a suertes quién tiene que disparar el primero.

»La cabeza me daba vueltas… Creo que me negué a aceptarlo… Por fin cargamos otra pistola; doblamos dos papeles; él los metió en la gorra que yo había atravesado tiempo atrás; de nuevo saqué el número uno.

»—Tienes una suerte diabólica, conde —dijo con una sonrisa que nunca olvidaré. No comprendo qué fue lo que me ocurrió entonces y cómo consiguió obligarme a ello… pero disparé y di en aquel cuadro. (El conde señaló con el dedo el cuadro atravesado; su cara ardía como el fuego; la condesa estaba más blanca que su pañuelo: yo no pude contener una exclamación.)

»Disparé —continuó el conde— y, gracias a Dios, fallé; entonces Silvio *** (en aquel momento tenía un aspecto realmente terrible), Silvio comenzó a apuntarme. De pronto se abrieron las puertas y Masha entró corriendo, echándoseme al cuello con un grito. Su presencia me devolvió la serenidad.

»—Querida —le dije—, ¿no te das cuenta de que esto es una broma? ¡Qué susto te has llevado! Anda, ve a beber un vaso de agua y vuelve aquí, te presentaré a mi viejo amigo y compañero.

»Masha no acababa de creérselo.

»—Dígame, ¿está diciendo la verdad mi marido? —preguntó, dirigiéndose al terrible Silvio—. ¿Es verdad que todo esto es una broma?

»—Su marido siempre está de broma, condesa —le contestó Silvio—. Una vez me dio en broma una bofetada, en broma me atravesó esta gorra, en broma acaba de fallar; ahora soy yo quien tiene ganas de gastar una broma…

»Con estas palabras empezó a apuntarme… ¡delante de ella! Masha se echó a sus pies.

»—¡Levántate, Masha, qué vergüenza! —grité fuera de mí—, y usted, caballero, ¿quiere dejar de burlarse de esta pobre mujer? ¿Va a disparar o no?

»—No lo haré —contestó Silvio—, ya estoy satisfecho, he visto tu desesperación, tu miedo; te he obligado a que me dispararas, tengo suficiente. Te acordarás de mí. Te dejo en manos de tu conciencia.

»Se dirigió a la salida, pero se detuvo en la puerta; miró al cuadro que yo había atravesado; casi sin apuntar disparó en el mismo lugar y desapareció. Mi mujer se había desmayado; los criados no se atrevían a detenerle, le miraban con horror; salió a la calle, llamó al cochero y se marchó antes de que yo pudiera reaccionar.

El conde guardó silencio. De esta manera conocí el final de la historia, cuyo comienzo tanto me había impresionado. A su héroe no le volví a ver. Dicen que Silvio, durante la sublevación de Aleksandr Ypsilanti, dirigió un destacamento de hetairistas, y fue muerto en la batalla de Skulyany[5].

 

[1] De El baile, del poeta Evgueni A. Baratinski (1800–1844). [Las notas, a menos que se indique lo contrario, son de cada uno de los traductores de los distintos cuentos.]

[2] Cuento de Aleksandr Bestuzhev–Marlinski (1797–1837).

[3] Denis V. Davydov (1784–1839), héroe de la guerra de 1812 (inventor de la guerra de guerrillas durante la campaña contra Napoleón), conocido poeta de la vida de los húsares y amigo de Pushkin.

[4] Especie de alcalde elegido por la comunidad.

[5] Aleksandr Ypsilanti (1792–1839), general mayor del ejército ruso que encabezó la Philiké Hetaerea, movimiento revolucionario por la independencia de Grecia, en los principados de Moldavia y Valaquia. En 1821 intentó, sin éxito, una sublevación contra los turcos, que acabó en una sangrienta derrota en Skulyany.

Romancero de Segovia y Leon 2

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ANON – Romancero De Segovia

ANON – Romancero De Leon

0560:1 Los pastores preparan la cena de Navidad (é-o+á-a)     Nacimiento, ofrenda y baile de pastores (é-a) contam.] Versión de Sepúlveda (ay. Sepúlveda, p.j. Sepúlveda, Segovia, España).   Recitada por Juana.   Recogida por María Goyri, 00/09/1905

 

Ya se descubren las torres    por esos cerros y templos,
  2 y a la Virgen soberana    el frío la va asistiendo.
No se sentía hacer frío    por no dar pena a su dueño,
  4 fueron a pedir posada    y ninguno se la dieron,
hasta llegar a un mesón    donde adentro gente oyeron.
  6 Le llaman al mesonero,    le dicen estas palabras:
–¿Da usted posada a este viejo    y a esta doncella preñada?
  8 –¡Miá el embustero del viejo,    siendo incierto lo que habla,
eso cómo puede ser    doncella y estar preñada!
  10 En mi casa no entra nadie    si no es que moneda traya.–
Se salieron con quejosa    por el hielo y por la escarcha
  12 hasta llegar al portal    donde dos bestias estaban,
y en el humilde pesebre    quiso Dios hacer su cama.
  14 La mulita tira coces,    tira coces, manotea
y el güé, con tiernos halagos,    a Dios hace reverencia.
  16 Los pastores, que supieron    del nacimiento de gracia,
se descuelgan los pastores    a darle las Santas Pascuas.
  18 Dice Blas: –Pues dispongamos    de hacer a este niño papas.–
Dice Gil: –Calla tontón,    que no sabes lo qué te hablas,
  20 hacer un caldero ‘e migas    que a todos nos satisfaza.
Ahí la mi llarilla ‘e leche    con mantequilla ‘e vaca.–
  22 Ya que las tenía hechas,    mandaron sacar cucharas;
cada cual sacó la suya    y a San José así le hablan:
  24 –Poco a poco, hermano mío,    ¡viva Dios, cómo están blandas!
que se pasan sin mascar    y el Niño no quiere tantas.
  26 La parida come menos,    por Dios, que está desganada
de haber andao toa la noche    por el hielo y por la escarcha.–
  28 Se despiden los pastores    de la Virgen soberana.