Bruckner sinf 6 y 7

Bruckner Symphony No 6 Celibidache Münchner Philharmoniker 1991

Bruckner Symphony No 7 Celibidache Münchner Philharmoniker Live Tokyo 18 Oct 1990

En 1864, Bruckner termina la Sinfonía en re menor — a la que denominó Nullte, es decir, “número cero” — y que constituye el prólogo de una serie de nueve sinfonías realmente magistrales. Pero la soledad, el exceso de trabajo y los continuos fracasos sentimentales minaron su salud, sobre todo la psíquica. Sometido a una cura en un balneario, Bruckner solicita un cargo en el Conservatorio de Viena en 1869 pero encuentra la inesperada oposición del crítico musical Hanslick, un anti-wagneriano realmente obsesionado, quien desde ese momento inicia una cruenta oposición crítica contra Bruckner.

 En 1869, y tras una portentosa exhibición organística en Nancy, Bruckner fue invitado a tocar en París, en el Nôtre-Dame, cosechando otro magnífico éxito ante un público en el que se encontraban compositores de la talla de César Franck, Saint-Säens y Gounod, entre otros. Su fama como organista fue extendiéndose por toda Europa y así, en 1871, ofrece una serie de recitales en el londinense Royal Albert Hall con tal éxito que sus actuaciones hubieron de prorrogarse en el Crystal Palace. Luego de estos triunfos, Bruckner termina en 1872 su Segunda Sinfonía, una obra que ya presenta las peculiaridades propias de su creación sinfónica. Pero a pesar de todo ello y de ser considerado uno de los mejores organistas de Europa, como compositor Bruckner siguió siendo un incomprendido debido, en buena parte, a su amistad con Wagner y a la animosidad que contra éste seguía oponiendo el todopoderoso Hanslick. Sin embargo, en 1878, Bruckner consiguió ser nombrado miembro de la Capilla Imperial de Viena.

 El éxito de Bruckner como compositor fue realmente tardío y su consagración no llegó hasta después de cumplidos los 61 años. Sólo a partir de 1884 el público le reconoció, la crítica le consideró como uno de los grandes compositores y los conciertos con sus obras fueron acogidos por toda Europa e incluso en Nueva York.  Mucho tuvo que ver con el éxito de Bruckner el estreno de su monumental Séptima Sinfonía en Leipzig en 1884, una de las obras más prodigiosas jamás compuestas en la historia de la literatura sinfónica universal. Pero paralelamente a este reconocimiento la salud de Bruckner empezó a resquebrajarse, con unos síntomas más que preocupantes y que incidían en buena medida en su delicado estado nervioso.

 En 1886, Bruckner estrenó el Te Deum con un sonado triunfo que incluso le valió la felicitación de Hanslick pero no así la de Brahms. Hubo un intento de reconciliar a los dos compositores por parte de amigos comunes, pero aquello acabó en agua de borrajas, ya que ambos músicos adolecían de un extraño carácter y no sabían reconocer sus respectivos valores estéticos. A finales de 1890, el emperador recibió a Bruckner, agradeciendo la dedicatoria de su Octava Sinfonía; poco después, el gobierno austríaco le concedió una pensión vitalicia. Ya en 1891, Bruckner es nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Viena, lo que reactivó la cólera de Hanslick y Brahms (¡Mira que era un buen tipo Brahms! Pero nada, no hubo manera; la tomó con el pobre Bruckner y no hubo forma de que cambiase su agresiva consideración hacia el compositor de Ansfelden)

 En 1893, tras haber visitado por última vez la tumba de Wagner en Bayreuth, la salud de Bruckner empeoró de forma alarmante. Sin embargo, el compositor experimentaba ocasionales mejorías que le permitirán, incluso, viajar a Berlín. Bruckner, intuyendo la cercanía de su muerte, se centró en la composición de suNovena Sinfonía, de la que sólo dejó terminados los tres primeros movimientos, dejando esbozado el último. Finalmente, el 11 de octubre de 1896 el compositor falleció en Viena. Durante los funerales se interpretó elAdagio de la Séptima Sinfonía y, atendiendo a su testamento, su cuerpo fue depositado en la cripta de San Florián, bajo el que fue su órgano.

 La música de Bruckner llena el espacio estilístico existente entre el romanticismo temprano y el tardío, allanando el camino a compositores como Mahler y Sibelius. Si bien Bruckner usaba las estructuras clásicas en sus sinfonías, expandió la longitud y la gama armónica de temas, así como su desarrollo. Las largas duraciones de sus movimientos sinfónicos le permiten alcanzar una gran sutileza de formas, con secciones que a su vez contienen subsecciones relacionadas. Sus prodigiosas graduaciones sonoras confieren a su música un carácter netamente trascendental, incluso “sobrenatural”. Bruckner nunca fue considerado por la sociedad vienesa, quien le veía como un vulgar campesino del Danubio. Su corpulencia — debida a su desmesurada afición por la cerveza –, su cabello extraordinariamente rasurado y su desaliño en el vestir no favorecieron su imagen. Estas circunstancias debieron influir en el hecho de que, pese a sus incontables enamoramientos, siempre fuera rechazado por las mujeres. De hecho, murió soltero y atormentado por la idea del matrimonio. Pero Bruckner fue un hombre de profunda fe y por ello depositó su confianza tanto en Dios como en Richard Wagner por igual. Para Dios escribió misas y motetes mientras que para Wagner las sinfonías, auténticos intentos de igualar en la sala de conciertos la irresistible fuerza emocional de aquel. El resultado de esta mezcla son unas inmensas “catedrales sonoras” que exigen un nivel de dedicación tal en su escucha que posteriormente uno se ve recompensado con toda una experiencia mística. Si existe realmente eso que llaman Paraíso según la terminología dogmática de algunas religiones, su música incidental no debe sonar muy distinta a la de algunos adagios de las sinfonías brucknerianas.