compositores: Ignacio de Jerusalem

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1 RESUMEN

Ignacio de Jerusalén y Stella  ( Lecce , 3 de junio de 1707 –  Ciudad de México , 15 de diciembre de 1769) fue un violinista y compositor de origen italiano pero que vivio en España y en Mexico, donde compuso casi toda su obra. Inició su actividad musical en Italia como violinista, también fue músico del Coliseo de Cádiz ya  Nueva España  llegó a ser maestro de capilla de la  Catedral de la Asunción de María  de México. Sus contemporáneos lo conocían como el » milagro musical » porque su talento y capacidades musicales rivalizaban con el mismo maestro de capilla de Madrid. En 1732 abandonó Italia y se instaló en Cádiz donde trabajó en el Coliseo de aquella ciudad. En 1742 José Cárdenas, del Real Tribunal de Cuentas, lo contrató en España junto con otros músicos y cantantes destinados a cumplir sus servicios en México. Llegó a la capital de Nueva España en 1742 para trabajar como violinista y director musical del Coliseo de México. A partir del 1746 compuso obras para la Catedral de México y en 1749 fue ascendido a maestro de capilla interino. El año siguiente recibió el nombramiento de maestro titular, cargo que desempeñó el resto de su vida.  Allí compuso el corpus de su obra, formado por cientos de composiciones de carácter religioso principalmente. Fue extraordinariamente popular en su tiempo en todo centro América. Murió en Ciudad de México en 1769

2 BIOGRAFIA

OBRA:

all for voices and orchestra; all manuscripts in Mexico City Cathedral unless otherwise stated
latin sacred

Vocal religiosa:

7 masses:
in D, 4vv, 1763;
in D, 8vv, US-SBm, ed. C.H. Russell (Los Osos, CA, 1993);
in F, 4vv, 1768, Mexico City Cathedral and US-SBm;
in F, 8vv, Ky and Gl ed. C.H. Russell (Los Osos, CA, 1996);
in G, 4vv, 1767;
in G, 8vv, Mexico City Cathedral and US-SBm; 8vv

2 requiem:
in a, 8vv, 1760;
in E

Vespers pss:
Beatus vir (F), 2vv;
Beatus vir (C), 8vv;
Confitebor tibi Domine (g);
Credidi (F), 8vv;
Dilexi quoniam exaudit Dominus (G);
Dixit Dominus (B ), 2vv;
Dixit Dominus (B ), 8vv;
Dixit Dominus (D), 8vv;
Dixit Dominus (d), 8vv;
Dixit Dominus (F), 2vv;
Dixit Dominus (F);
Dixit Dominus (G), 4vv;
Dixit Dominus (G), 8vv;
Laetatus sum (a), 8vv;
Laetatus sum (B ), 8vv, ?1758;
Laetatus sum (E );
Laetatus sum, 4vv, 1764;
Lauda Jerusalem (F), 8vv;
Laudate Dominum omnes gentes (B ), 1v;
Laudate Dominum omnes gentes (B ), 8vv;
Laudate Dominum omnes gentes (d), 8vv;
Laudate Dominum omnes gentes (F);
Laudate Dominum omnes gentes (G), 4vv;
Levavi oculos meos (G);
Memorabilia, 4vv, 1764

Vespers hymns and canticles:
Ave maris stella (F), 8vv;
Ave maris stella (d), 8vv;
Decora lux (G), 5vv;
Defensor alme (D), 8vv;
Exultet orbis (D), 2vv;
Jesu corona (D);
Mag (a), 8vv;
Mag (B ), 2vv;
Mag (C), 2vv;
Mag (E );
Mag (F), 8vv (3 settings);
Pange lingua (g), 8vv;
Placare Christe (F), 8vv;
Te Joseph (G), 8vv;
Ut queant laxis (G);
Veni creator spiritus (G), 8vv

Motets, ants etc.:
Ascendit Christus (D), 8vv;
Ascendit Christus (E), 1v;
Egregiae martyr Philipe;
Non fecit tatiter, 8vv;
Non turbetur cor vesinum;
O voz omnes, 8vv;
Pauperum primo genita, 4vv;
Psalmo de nona primera miravilia, 8vv;
Qui vult venire post me, 4vv (= Plantas frondosas de aqueste jardín, see ‘Villancicos’);
Regem cui omnia vivunt, 4vv;
Salve regina (C), 1v;
Salve regina (D), 8vv;
Stabat mater, 8vv;
Sub tuum praesidium, 8vv;
Tota pulcra es, 8vv;
Veni Sancte Spiritus, 8vv;
Veni sponsa Christi, 8vv;
Victimae paschali, 8vv

11 Matins cycles of responsories, invitatories and hymns, 1–8vv: for Christmas;
Assumption; St Peter;
Our Lady of the Conception;
feast day of St Joseph;
patronage of St Joseph;
Our Lady of the Pillar;
Our Lady of Guadalupe (2 cycles, 1 ed. C.H. Russell, Los Osos, CA, 1997);
St Ildefonso and the Pontifical Confessors;
St Philip Neri and the Common Confessors

Other works:
Office of the Dead;
2 Te Deum;
5 Lamentations;
6 Miserere

Villancicos:
A de la dulce métrica armonía, 4vv;
A de los cielos, 8vv;
Admirado el orbe, 8vv;
A gozar el sumo bien, 4vv;
Aguila caudalosa, 4vv;
A la esposa es de Dios, 4vv;
A la milagrosa escuela, 4vv, 1765;
Al arma contra Luzes, 1v;
A la tierra venid, 4vv;
Al cielo subiendo, 1v;
Alerta las vozes, 4vv;
Al mirar los rayos, 4vv;
Al penetran la hermosura, 8vv;
Al que en solio de rayos, 4vv;
Amante peregrino, 3vv;
Animase, alientese, 8vv;
Aplaudan alegres, 4vv;
Arca perfectísima, 1v;
Arcano sagrado, 4vv;
Armoniosos metros, 4vv;
A tan gran afector, 2vv;
A tan regia vista, 4vv;
A tu feliz natalicio, 1v;
A velas llamas, 8vv;
Ay mi bien, 8vv;
Bendito sea el Señor, 4vv;
Celestes armonias terrestres consonancias alarma, 8vv;
Cielo, que alto mirais, 2vv, E-CU;
Clarines sonad;
Con añores ecos nuestro pecho amante celebra, 8vv, 1766;
Con canoros secos
De amor el incendio, 1v;
De aquel muro en las esfera, 2vv;
Del diciembre rizado, 1v;
De noche ha nacido, 4vv;
De su fé las glorias, 2vv;
Devoto el coro con alegría llama a María, 4vv;
Dolencia padre, 2vv;
Dulce incendio, 2vv;
El aire, la tierra, 1v;
El amor y el afecto, 8vv;
El celeste gozo, 4vv;
El clarín de la fama, 8vv;
Ella feliz Bagel, 2vv;
El tesoro sagrado, 4vv;
El viento ayrado, 1v;
En este triste valle, 4vv;
En tiempo, sin tiempo, 4vv;
En una ligera nave, 4vv;
Esta noche las zágalas, 8vv;
Este alto sacramento, 1v;
Gloria lo ofrece, 8vv;
Gorgeos trinando, 2vv;
La angélica turba, 8vv;
La esfera triumphante rompa la luz, 4vv;
La gloria más bella, 2vv;
La tierra se alegra, 4vv;
Libre de la pena, 2vv;
Los rayos ardientes, 4vv;
Manda Dios que observen, 4vv
Octavo kalendas, 1v;
Ola, ola, pastorcillos, 8vv;
O Niño si tiritas, 2vv;
O sacra luziente antorcha;
País de Noél, 5vv;
Pedro amado, 2vv;
Plantas frondosas de aqueste jardín, 4vv (= Qui vult venire post me, see ‘Latin sacred’);
Propitia estrella, 1v;
Protegido de una estrella, 4vv;
Pues el Asturiano alegre, 4vv;
Que admiráis mortales, 4vv;
Que rayos (= Si aleve fortuna), 1v;
Que tempestad amenaza, 8vv;
Remedio lucido, 4vv;
Rendido qual mariposa, 8vv;
Rompa la esfera, 8vv;
Si admito tu fineza, 2vv;
Si aleve fortuna (= Que rayos);
Si el alma de Dios embelleza, 4vv;
Sus glorias cantando, 4vv;
Todos pueden alegar, 1v;
Toquen al arma, 4vv;
Varones ilustres, 1v;
Vierte blandamente, 1v;
Virgen pura, arca sagrada, 2vv;
Virgen pura, arca sagrada, 4vv;
Y vive amor en mí, 1v

Other spanish sacred:
Loas:
A el eco de la fama dispertando, 4vv;
Con respectuosos esmeros, 4vv;
En hora dichosa la laguna admire coronada, 4vv;
Si es gloria del orbe, 4vv

Pastorelas:
A que esperáis cherubas;
Para donde caminas, 5vv, Morelia, Conservatorio de las Rosas;
Pastorela, 8vv

 

cuentos fantasticos 1

Paisajes de lluvia (72)

Paisajes de mar (33)

Jan Potocki

HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
(Histoire du démoniaque Pacheco, 1805)

Lo macabro, lo espectral, lo demoníaco, lo vampiresco, lo erótico y lo perverso: todos los ingredientes (ocultos o manifestos) del romanticismo visionario se encuentran en ese libro extraordinario que es el Manuscrit trouvé à Saragosse publicado en francés por el conde polaco Jan Potocki (1761‑1815).

HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO

FINALMENTE, desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados, que apenas si podía abrir. Entreví el cielo y me di cuenta de que me hallaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos, y aunque ya no dormía, todavía no estaba despierto del todo. Veía desfilar ante mí imágenes de suplicios, sucediéndose unas tras otras. Me sentí horrorizado, y me incorporé rápidamente.
¿Cómo expresar con palabras el horror que sentí en ese momento? Me encontraba bajo la horca de Los Hermanos. Pero los cadáveres de los dos hermanos de Zoto no colgaban al aire, sino que yacían junto a mí. Lo que quiere decir que había pasado la noche con ellos. Me hallaba sentado sobre trozos de cuerdas, restos de ruedas y de esqueletos humanos, y sobre horrorosos harapos que la podredumbre había separado de ellos.
Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello era un horrible sueño. Cerré los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado la víspera. En ese instante sentí como si las garras de un animal se hundiesen en mi costado, y vi a un buitre que se había arrojado sobre mí y que devoraba a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causaban sus garras era tan intenso que logró despertarme del todo. Junto a mí se encontraban mis ropas, y me apresuré a vestirme. Ya vestido, quise salir de la tapia que rodeaba la horca, pero vi que la puerta se hallaba cerrada, y a pesar de mi esfuerzo no logré romperla. Tuve, pues, que trepar por la triste muralla y, apoyándome en una de las columnas de la horca, me puse a contemplar la comarca que desde allí se divisaba. Fácilmente pude orientarme. Me hallaba a la entrada del valle de Los Hermanos, no lejos de las orillas del Guadalquivir.
Mientras observaba el paisaje, vi cerca del río a dos viajeros, uno de los cuales preparaba un almuerzo, mientras el otro sujetaba con la brida los caballos. Me alegró tanto ver a aquellos hombres que mi primer movimiento fue gritarles: «¡Agur, agur!». Lo que en español quiere decir «hola» o «buenos días».
Al ver que alguien les saludaba desde lo alto de la horca, los viajeros parecieron indecisos un instante, pero en seguida montaron en sus caballos, los pusieron a galope tendido y tomaron el camino de Los Alcornoques. Fue inútil que les gritara para que se detuviesen. Cuanto más les gritaba, más golpes de espuela daban a sus caballos. Cuando les perdí de vista decidí abandonar aquel sitio. Salté a tierra, pero con tan mala fortuna que me hice daño en una pierna.
Cojeando un poco, logré llegar a la orilla del Guadalquivir, y me acerqué al sitio donde los viajeros habían abandonado su almuerzo; era lo que yo necesitaba, pues me encontraba agotadísimo. El almuerzo se componía de chocolate, que cocía aún, sponhao mojado en vino de Alicante, pan y huevos. Después de reparar mis fuerzas, me puse a pensar en lo que me había ocurrido durante la noche. Guardaba todavía un recuerdo algo confuso de ello pero lo que sí recordaba perfectamente era haber dado mi palabra de honor de guardar el secreto, y estaba firmemente decidido a cumplirla. Esto resuelto, lo único que tenía que hacer, por el momento, era decidir qué camino había de tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que nunca a atravesar Sierra Morena.
Quizá el lector se sorprenda de verme tan preocupado por mi honor y tan poco por los sucesos de la víspera. Pero esta manera de pensar era consecuencia de la educación que había recibido, como podrá verse por la continuación de mi relato. Por el momento, sigo con el de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber lo que los demonios habrían hecho de mi caballo, que había dejado en Venta Quemada. Y como además estaba en mi camino, decidí pasar nuevamente por la Venta. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la Venta, lo que no dejó de fatigarme. Estaba deseando encontrar mi caballo, y, en efecto, lo hallé en la misma cuadra donde lo dejé. Parecía animado, bien cuidado y limpio. No podía imaginarme quién se había ocupado de él, pero como ya había presenciado tantas cosas extraordinarias, no me llamó mucho la atención. Me habría puesto inmediatamente en camino si la curiosidad no me hubiese empujado a recorrer de nuevo el interior de la Venta. Encontré el cuarto donde había dormido la noche que llegué por vez primera, pero no pude hallar el salón donde vi a las bellas africanas. Cansado de buscarlo, renuncié a ello, y montando en mi caballo continué mi camino.
Cuando desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol se encontraba en su punto más alto. Como había tardado más de dos horas en llegar a la Venta, después de hacer dos leguas más, tuve que pensar en buscar una posada, pero, al no encontrar ninguna, decidí continuar mi camino. Por fin vi a lo lejos una capilla gótica y una cabaña que parecía ser la vivienda de un ermitaño. Aunque se hallaba alejada del camino principal, como empezaba a tener hambre, no dudé en dar ese rodeo con tal de conseguir algo de comer. Cuando llegué a la cabaña, até el caballo a un árbol y llamé a la puerta de la ermita. La abrió un religioso de rostro venerable, que me abrazó con paternal ternura, y me dijo: ‑Entrad, hijo mío, daos prisa. No os conviene pasar la noche fuera; temed al demonio. El Señor nos ha retirado su mano.
Di las gracias al ermitaño por su bondad y le confesé que estaba muerto de hambre.
‑Pensad primero en vuestra alma, hijo mío ‑me contestó‑. Pasad a la capilla y arrodillaos ante la cruz. Me cuidaré de vuestra hambre, pero sólo podréis hacer una comida frugal, la que corresponde a un ermitaño.
Entré en la capilla y me puse a rezar de verdad, pues era creyente y hasta ignoraba que hubiese incrédulos.
El ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde me había preparado una modesta comida. Se componía de aceitunas excelentes, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y galletas en vez de pan. También disponía de una media botella de vino. El ermitaño me dijo que él no bebía nunca, pero que la guardaba para el sacrificio de la misa. Así, pues, tampoco me atreví a beber yo, pero gocé, en cambio, de la cena. Mientras comía, vi entrar en la cabaña a una figura más horrible que todo lo que había visto hasta entonces. Era un hombre que parecía joven, pero de una delgadez espantosa. Sus cabellos se hallaban erizados, y de uno de sus ojos, que había perdido, manaba sangre. Su lengua pendía fuera de su boca, y de ella resbalaba una babosa espuma. Llevaba puesto un traje negro bastante bueno, pero ésa era su única ropa; no tenía ni medias ni camisa.
El repugnante personaje no dijo ni palabra, y fue a acurrucarse a un rincón de la cabaña, donde permaneció más quieto que una estatua, contemplando fijamente con su único ojo un crucifijo que sostenía en su mano. Cuando acabé de cenar, pregunté al ermitaño quién era aquel hombre.
‑Hijo mío ‑me respondió‑, ese hombre es un poseso al que yo intento librar de los demonios. Su terrible historia prueba el poder fatal que el ángel de las tinieblas ha usurpado en esta desgraciada comarca. Como puede ser útil para vuestra salvación que la conozcáis, voy a ordenarle que os la cuente ‑y, volviéndose hacia donde estaba el endemoniado, le dijo‑: Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que relates tu historia.
Pacheco lanzó un terrible alarido, y comenzó en estos términos.

Historia del endemoniado Pacheco

«Nací en Córdoba, donde mi padre vivía disfrutando de una excelente posición. Mi madre murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció sentir mucho su pérdida, pero al cabo de algunos meses, con ocasión de un viaje que tuvo que hacer a Sevilla, se enamoró de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta Camila no gozaba de muy buena fama, y algunos amigos de mi padre intentaron hacerle desistir de tales relaciones. Pero fue inútil. Mi padre insistió en casarse con ella, y el matrimonio tuvo lugar dos años después de que mi madre muriera. Las bodas se celebraron en Sevilla, y pocos días después mi padre regresó a Córdoba con Camila, su nueva esposa, y una hermana de ésta que se llamaba Inesilla.
»Mi madrastra respondía perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y lo primero que hizo en su nueva casa fue intentar seducirme, cosa que no logró, pues supe resistir a su intento. Pero, en cambio, me enamoré perdidamente de su hermana Inesilla. Mi pasión por ella creció de tal modo que no tardé en arrojarme a los pies de mi padre para pedirle la mano de su cuñada.
»Mi padre me obligó a levantarme, y después me dijo:
»‑Hijo mío, te prohíbo que pienses en ese matrimonio, y te lo
prohíbo por tres razones. En primer lugar, no sería serio que te convirtieras en el cuñado de tu padre. En segundo lugar, los santos cánones de la Iglesia no aprueban esa clase de matrimonios. Y por último, no quiero que te cases con Inesilla.
»Después de exponerme estas tres razones, me volvió la espalda y se marchó. Me encerré en mi cuarto, abandonándome a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre había contado lo ocurrido, vino en seguida a verme. Me dijo que no debía desesperarme de ese modo, porque, aunque yo no pudiese ser el marido de Inesilla, podría ser su cortejo, es decir, su amante, y que el lograrlo corría de su cuenta. Pero a la vez me declaró la pasión que sentía por mí e hizo valer el sacrificio que hacía al brindarme a su hermana. Abrí mis oídos a sus palabras, que tanto encendían mis deseos, aunque Inesilla era tan recatada que me parecía imposible se pudiese lograr que correspondiera a mi pasión.
»Por aquel tiempo mi padre decidió hacer un viaje a Madrid, con el propósito de conseguir la plaza de corregidor de Córdoba, y llevó consigo a su mujer y a su cuñada. Su ausencia iba a durar sólo dos meses, pero ese tiempo me pareció muy largo, estando lejos de Inesilla. Cuando transcurrieron los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me ordenaba fuese a esperarle a Venta Quemada, a la entrada de Sierra Morena. Unas semanas antes quizá hubiese dudado mucho antes de ir a Sierra Morena. Pero precisamente acababan de ahorcar a los dos hermanos de Zoto, su banda había sido dispersada y los campos parecían ahora bastante seguros. Partí, pues, de Córdoba a las diez de la mañana siguiente y pernocté en Andújar, en la posada de uno de los andaluces más charlatanes que he conocido. Pedí una cena abundante; comí buena parte de ella y guardé el resto para el viaje.
»Al día siguiente, al llegar a Los Alcornoques, almorcé algo de lo que había reservado la víspera, y aquella misma tarde llegué a Venta Quemada. Mi padre no había llegado aún, pero como en su carta me ordenaba que lo esperase me dispuse a ello con agrado, pues la posada era espaciosa y confortable. El posadero que la dirigía entonces era un tal González de Murcia, buena persona, pero muy hablador, que en seguida me prometió una cena digna de un grande de España. Mientras se ocupaba en prepararla, fui a pasearme por la orilla del Guadalquivir, y cuando regresé a la posada me encontré, en efecto, ya dispuesta una cena nada despreciable.
»Cuando terminé de cenar, dije a González que preparase mi lecho. Apenas me oyó vi que se turbaba, y empezaba a hablarme de modo confuso. Por último, me confesó que en la posada había fantasmas y que él y su familia pasaban las noches en una pequeña granja junto al río. Añadió que, si yo quería, podría prepararme una cama cerca de la suya. La proposición me pareció absurda, y le dije que podía irse a dormir donde quisiera, y que llamara a mis criados. Me obedeció, y se retiró al instante, moviendo la cabeza de un lado para otro y encogiéndose de hombros. Un momento después llegaron mis criados. También ellos habían oído hablar de aparecidos, y me rogaron que pasara la noche en la granja. No acepté, naturalmente, sus consejos, y les ordené que me prepararan la cama en la habitación donde había cenado. Me obedecieron muy a regañadientes, y cuando el lecho estuvo preparado me rogaron aún, con lágrimas en los ojos, que fuese a dormir con ellos a la granja. Sus ruegos me impacientaron de tal modo que les amenacé con arrojarlos violentamente, y se apresuraron a salir. Como no era mi costumbre que mis criados me ayudaran a desnudarme, pude pasarme fácilmente sin ellos. Pero debo reconocer que fueron muy gentiles conmigo, más de lo que yo merecía por mi crudeza al tratarlos. Antes de marcharse dejaron junto a mi lecho una vela encendida, otra de repuesto, un par de pistolas y algunos libros con cuya lectura pudiese permanecer despierto, aunque la verdad es que había perdido completamente el sueño.
»Durante un par de horas estuve leyendo y dando vueltas en la cama. Por último, oí el sonido de una campana o de un reloj que daba las doce. El hecho me sorprendió, pues no había oído dar las otras horas. Pero en seguida se abrió la puerta y vi entrar a mi madrastra, en camisón de noche, y llevando una palmatoria en la mano. Andando de puntillas se acercó hasta mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio. Y dejando la palmatoria en mi mesilla de noche se sentó en mi cama, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así:
»‑Mi querido Pacheco, ha llegado el momento de ofreceros los placeres que os prometí. Hace una hora que hemos llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido a dormir a la granja, pero como he sabido que os hallabais aquí, logré que me autorizara a pasar la noche en la posada con Inesilla. Ella os aguarda y está dispuesta a no negaros sus favores. Pero debo informaros de las condiciones que impongo para que logréis vuestra dicha. Amáis a Inesilla, y yo os amo. No es justo que, de nosotros tres, sólo dos sean felices a costa del tercero. Así pues, un solo lecho nos acogerá a los tres. Seguidme.
»Mi madrastra no me dejó tiempo para contestarla. Tomándome de la mano me condujo, de corredor en corredor, hasta que llegamos a una puerta, en donde Camila se puso a mirar por el ojo de la cerradura. Estuvo algún tiempo mirando, y después me dijo:
»‑Todo va bien, podéis mirar vos mismo.
»Ocupé su puesto junto a la cerradura y pude ver a la encantadora Inesilla en su lecho. Me sorprendió el que no pareciera tan pudorosa como la había conocido siempre. La expresión de sus ojos, su agitada respiración, su animada tez, su actitud, todo en ella expresaba que estaba aguardando a un amante.
»Después de haberme dejado mirar unos minutos, mi madrastra me dijo:
»‑Mi querido Pacheco, permaneced en esta puerta, y cuando llegue el instante oportuno vendré a avisaros.
»Cuando Camila entró en la habitación pegué mi ojo al agujero de la cerradura y vi mil cosas que me cuesta trabajo contar. Primeramente, Camila se desnudó del todo, y metiéndose en la cama de su hermana le dijo estas palabras:
»‑Mi pobre Inesilla, ¿es verdad que deseas un amante? Pobre niña. No sabes el daño que te hará. Primero te derribará, se echará sobre ti, y después te aplastará y te desgarrará.
»Cuando Camila creyó que su alumna ya sabía bastante, vino a abrirme la puerta, me llevó hasta el lecho de su hermana y se acostó con nosotros.
»¿Que podría deciros de aquella noche fatal? Que agoté en ella las delicias y los crímenes. Durante largo tiempo estuve luchando contra el sueño y la naturaleza para lograr aún más los infernales goces. Finalmente, me dormí y desperté al día siguiente bajo la horca de los hermanos de Zoto, acostado entre los dos horribles cadáveres.»
En este momento, el ermitaño interrumpió al endemoniado y me dijo:
‑Y bien, hijo mío, ¿qué os parece? Imaginad vuestro horror si hubieseis amanecido entre los dos ahorcados.
A lo cual respondí:
‑Me ofendéis, padre. Un caballero no debe jamás tener miedo y menos aún si tiene el honor de ser capitán de la Guardia Valona.
‑Pero hijo mío ‑continuó el padre‑, ¿habéis oído decir alguna vez que semejante aventura ha sucedido a alguien?
Dudé un instante antes de contestar, y al fin le dije:
‑Si esa aventura, padre, ha ocurrido al señor Pacheco, puede también suceder a otros. Pero mejor podré juzgar si os dignáis ordenarle que continúe su historia.
EI ermitaño se volvió hacia el endemoniado y le dijo:
‑Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que continúes tu historia.
Pacheco lanzó un nuevo y terrible alarido, y continuó de esta suerte:
«Dejé la horca medio muerto de miedo. Me arrastré como pude y marché sin saber adónde me dirigía. Por fin, encontré a unos viajeros que tuvieron piedad de mi situación y me condujeron a la Venta Quemada, donde hallé al posadero y a mis criados, muy preocupados por mí. Les pregunté si mi padre había dormido en la granja, y me contestaron que nadie había llegado aún.
»No me atreví a quedarme más tiempo en la Venta, y resolví regresar a Andújar. Cuando llegué ya se había puesto el sol y la posada estaba llena. Me prepararon una cama en la cocina, y me acosté pronto, pero los horrores de la noche anterior, vivos aún en mi espíritu, me impedían coger el sueño.
»Había dejado encendida una vela sobre el hogar de la cocina. De pronto, la vela se apagó, y sentí al instante un escalofrío mortal que heló mis venas. Al mismo tiempo alguien tiró del cobertor, y oí una voz femenina que me decía:
»‑Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, amor mío, hazme sitio bajo la manta.
»Y otra voz:
»‑Soy Inesilla. Tengo mucho frío, déjame entrar en tu cama.
»En ese momento sentí una mano helada que me agarraba por el cuello. Reuní todas mis fuerzas y exclamé:
»‑¡Satán, vete de aquí!
»Entonces las dos voces de antes me dijeron:
»‑¿Por qué nos echas? ¿No eres nuestro maridito? Tenemos mucho frío. Vamos a encender un poco de lumbre.
»En efecto, poco tiempo después vi las llamas en el hogar de la chimenea. La estancia se iluminó, pero en vez de ver a Camila y a Inesilla lo que vi fue a los hermanos de Zoto, colgados de la chimenea.
»Esta visión me aterrorizó. Rápidamente me levanté, salté por la ventana y me puse a correr con todas mis fuerzas. Por un momento creí haber logrado escapar de tantos horrores, pero al volverme vi con terror que era seguido por los dos ahorcados. Corrí de nuevo, y me pareció que había logrado dejarlos atrás. Pero mi ilusión duró poco. Las horribles criaturas lograron rodearme y llegar hasta mí. Intenté correr, pero mis fuerzas me abandonaron.
»Sentí entonces que uno de los ahorcados me sujetaba por el tobillo izquierdo. Intenté zafarme, pero el otro ahorcado me cortó el camino poniéndose ante mí, mirándome con ojos terribles y sacándome una lengua roja como el hierro cuando sale del fuego. Pedí clemencia, pero fue en vano. Aquel monstruo me sujetó del cuello con una mano y con la otra me arrancó el ojo que me falta. En el hueco de mi ojo introdujo su lengua de fuego. Me lamió el cerebro y me hizo aullar de dolor.
»El otro ahorcado, que me había agarrado la pierna derecha, quiso también martirizarme. Comenzó haciéndome cosquillas en la planta del pie que tenía sujeto, pero después el monstruo me arrancó la piel del pie, separó los nervios, les quitó su encarnadura, y el muy canalla se puso a tocar sobre ellos como si fuesen un instrumento musical. Mas como por lo visto no daban un sonido que fuese de su agrado, hundió sus uñas en mi corva, agarró con ellas mis tendones y se puso a retorcerlos, como se hace para afinar un arpa. Finalmente, se puso a tocar sobre mi pierna, convertida en salterio. Escuché su risa diabólica, y mientras el dolor me arrancaba terribles aullidos los gemidos del infierno me hacían coro. Cuando oí el rechinar de los condenados me pareció que cada una de mis fibras era triturada por sus dientes. Por último, perdí el conocimiento.
»Al día siguiente, unos pastores me encontraron en el campo y me trajeron a esta ermita. Aquí he confesado mis pecados y he hallado al pie de la cruz algún consuelo a mis desgracias.»
Nuevamente el endemoniado lanzó un horrible aullido y se calló. El ermitaño habló entonces, y me dijo:
-Joven, ya veis el poder de Satán. Debéis rezar y llorar. Pero ya es tarde y debemos separarnos. No os invito a que descanséis en mi celda porque Pacheco lanza tales gritos durante la noche que no podríais dormir. Id a acostaros a la capilla. Allí estaréis bajo la protección de la cruz que triunfa sobre los demonios.
Contesté al buen ermitaño que lo haría de buen grado. Llevamos a la capilla un pequeño catre de tijera y me acosté en él, mientras el ermitaño me deseaba buenas noches.
Cuando me encontré solo me puse a pensar en la historia de Pacheco, en la que encontraba bastante semejanza con mis propias aventuras.
Me hallaba aún pensando en ello cuando oí que daban las doce, pero no podía saber si era la campana de la ermita o si es que iba a toparme nuevamente con aparecidos. A los pocos instantes oí que llamaban a la puerta de la capilla, y pregunté:
‑¿Quién es ahí?
Una voz femenina me respondió:
‑Tenemos frío, ábrenos, somos tus mujercitas.
‑Sí, sí, malditos ahorcados ‑les contesté‑, volveos a vuestra horca y dejadme dormir.
La misma voz volvió a decirme:
‑Te burlas de nosotras porque estás en una capilla. Ven fuera y verás…
‑Ahora mismo voy ‑contesté.
Fui a buscar mi espada e intenté salir, pero vi que la puerta estaba cerrada. Les dije a los aparecidos lo que ocurría, pero no me contestaron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta el alba.

biblioteca armonica: big bang

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Libro sobre el Big Bang, la espectacular y mas importante teoria de todos los tiempos, que une creación y ciencia, el todo y la nada :

Albert Einstein dijo en cierta ocasión que “lo más incomprensible del universo es que sea comprensible”. Simon Singh cree que genios como Einstein no son los únicos capaces de entender los mecanismos físicos que subyacen en la historia de la formación del universo. A cierto nivel, todos podemos entenderlos. Además de explicar en qué consiste realmente la teoría del Big Bang, este libro explica las razones por las cuales los cosmólogos creen que dicha teoría es una buena descripción del origen del universo. El libro también nos cuenta la historia de los brillantes y en ocasiones excéntricos científicos que elaboraron la teoría del Big Bang enfrentándose a la idea establecida de un cosmos eterno y sin cambios.

Todo el mundo con un mínimo interés por la cosmología ha oído hablar de la teoría del Big Bang, pero ¿cuántos pueden afirmar que realmente la entienden? Con la claridad que le caracteriza y con un estilo narrativo sembrado de anécdotas sobre las historias personales de quienes han contribuido de un modo u otro a nuestra comprensión del origen del universo, Simon Singh ha escrito para el lector no especializado la historia de la que seguramente es una de las teorías científicas más importantes de todos los tiempos. Introduciendo una a una las diversas piezas de este rompecabezas científico, Singh empieza por el principio, con los primeros mitos y leyendas sobre la creación del mundo; luego pasa por los grandes filósofos y científicos de la antigüedad (Eratóstenes, Ptolomeo, Aristóteles), por los grandes nombres de la ciencia renacentista y moderna (Copérnico, Kepler, Galileo, Newton) hasta llegar a los científicos y astrónomos modernos (Einstein, Hoyle, Hubble, etc.). Pero el libro no es solamente un exhaustivo relato cronológico de una idea cosmológica; es también una exposición de cómo se desarrolla el pensamiento científico y cómo las nuevas ideas surgen de las viejas: vemos así cómo evoluciona la propia idea del Big Bang, desde la noción casi puramente intuitiva y sin una base empírica que la confirmase de Lemaître, según la cual el universo empezó con la explosión de una especie de átomo primordial, hasta el triunfo final de la teoría tras una serie de conclusiones lógicas corroboradas por la evidencia observacional aportada, entre otras, por la radioastronomía y la espectrometría.

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Biblioteca armonica: universos

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Otro libro de ciencia, multiple y extraordinario  que da que pensar:

Situado en la interfaz entre las ideas más audaces de la física actual y las preguntas más profundas acerca del universo, este libro es una colección de ensayos sobre las ideas más especulativas de la física de vanguardia. ¿Qué hay más allá del límite del Universo? ¿Podremos vivir eternamente? ¿Encontraremos alguna vez a un extraterrestre? ¿Qué sucedió antes del Big Bang? Estas son solo algunas de las provocativas preguntas que se plantea Marcus Chown para explicarnos las fascinantes ideas surgidas de la mente de los más heterodoxos científicos actuales.

Aprenderemos que, según un destacado físico, trillones de años después de haber muerto resucitaremos instantáneamente y ante nosotros se extenderá una eternidad subjetiva de existencia: los días interminables de estar muerto; que el Big Bang lo pudo haber provocado la colisión de dos universos-isla; que en alguna parte del multiverso existe una copia exacta de cada uno de nosotros, o mejor dicho, infinitas versiones que en un número infinito de universos viven todas las vidas posibles; que escudriñar el universo en busca de señales de radio no es seguramente la mejor manera de buscar extraterrestres; que un solo número, el llamado número Omega, puede contener la respuesta a todas las preguntas que podemos llegar a plantearnos; que la más ampliamente aceptada teoría del Universo implica que Elvis Presley nunca murió; y que es posible que el universo haya surgido a partir de un algoritmo informático de apenas cuatro líneas de longitud.

Chown aborda sin temor las grandes cuestiones sobre la naturaleza del Universo, de la realidad y del lugar de la vida en el Universo. Sostiene que es un privilegio estar vivo hoy, porque no solo estamos en posesión de un conocimiento acerca del Universo por el cual muchos grandes pensadores de generaciones anteriores habrían dado la vida, sino que existe la posibilidad de que en un futuro próximo podamos dar respuesta a algunas de las preguntas realmente fundamentales acerca del mundo en que vivimos. En el fondo, subraya Chown, la ciencia de primera línea trata de aquellas cuestiones más prácticas y que más nos importan: ¿De dónde viene el Universo? ¿De dónde venimos nosotros? ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?

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Biblioteca Armonica: Universo

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Otro espectacular enfoque  en un libro unico de nuestra Biblioteca.

Desde los constituyentes fundamentales de la materia a la estructura a gran escala del universo, desde los principios básicos de la relatividad general a las pruebas de la teoría del Big Bang, todas las cuestiones clave de la cosmología contemporánea se abordan en este libro de un modo claro y con muchos recursos que facilitan la comprensión. Thuan describe las cosmologías que precedieron históricamente a la actual visión científica del cosmos: el universo mágico de los hombres de las cavernas, el antiguo concepto chino, egipcio y mesopotámico del universo, el cosmos matemático introducido por los pitagóricos y el universo heliocéntrico de Copérnico.

Pero el interés de esta obra no se reduce a ser una síntesis de nuestros conocimientos sobre el universo y su evolución. Uno de los puntos más interesantes para el lector no especializado es que el autor aborda frontalmente cuestiones que demasiado a menudo se consideran tabú en el ámbito científico: ¿Tiene un sentido el universo? ¿Se nos revelará algún día la esencia del universo en toda su realidad? ¿Lograremos desvelar el secreto de su verdadera melodía? ¿Cómo, de lo infinitamente pequeño ha surgido lo infinitamente grande? ¿Cómo este universo inmenso con cientos de miles de millones de galaxias ha podido brotar desde la nada y el vacío microscópico? ¿Y cómo, gracias a la alquimia creadora de las estrellas y a la existencia de los planetas, han surgido la vida y la conciencia?

Las estrellas son nuestros verdaderos ancestros; las partículas que nos constituyen son las mismas partículas que existían en el comienzo del universo y que se formaron en estos gigantescos crisoles que son las estrellas. Para Thuan, el descubrimiento de que somos polvo de estrellas es uno de los hallazgos más grandes y poéticos de la ciencia contemporánea.

El examen del origen y la naturaleza del universo suscita inevitablemente una serie de cuestiones filosóficas, y Thuan las aborda abiertamente y sin eludir el espinoso tema de las implicaciones metafísicas y religiosas de la cosmología. Para él, la ciencia es un punto de vista sobre el mundo que no es incompatible con otros puntos de vista más intuitivos y poéticos, incluso místicos.

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Vladímir Korolenko :El ruido del bosque

I

El bosque estaba agitado.

Siempre había ruido en aquel bosque, un ruido regular, sordo, como el eco de las campanas lejanas; tranquilo y vago, como una dulce romanza sin palabras, como un recuerdo del pasado. Siempre había ruido en aquel bosque, porque era muy viejo y no lo había tocado jamás el hacha de los leñadores. Los altos pinos seculares, con sus rojos troncos poderosos, se alzaban como un ejército sombrío, estrechando sus copas verdes en bóvedas espesas.

Abajo había calma y olía a alquitrán. A través del tapiz de verdes agujas que cubría la tierra crecían helechos anchos y fantásticos, completamente inmóviles. En los sitios húmedos, altas hierbas verdes. Las flores humildes inclinaban, cansadas, sus pesadas cabecitas. Pero en lo alto, incesantemente, sin interrupción, se oía el ruido del bosque, lanzando suspiros dolorosos.

Ahora estos suspiros se hacen cada vez más fuertes y profundos. Yo, montado en mi caballo, caminaba por un estrecho sendero forestal. Aunque no podía ver el cielo, adivinaba, por la obscuridad del bosque, que allá en lo alto iban amontonándose gruesas nubes. La hora era bastante avanzada. Algunos rayos de sol perforaban el espeso follaje; pero sobre los árboles descendía ya la obscuridad.

Se avecinaba el huracán.

Era inútil pensar en la caza; yo cifraba mi dicha en poder llegar, antes del huracán, a un abrigo cualquiera donde pasar la noche.

Mi caballo golpeaba con los cascos las raíces desnudas de los árboles, y alargando las orejas escuchaba con ansiedad el ruido del bosque. También él estaba impaciente y apresuraba el paso.

Se oyó el aullido de un perro. A través de los árboles, ahora más distanciados, se veían las paredes blancas de una choza de cuyo tejado salía un humo azul. La choza, inclinada, con su techo de paja ennegrecida, se guarecía, como tras un muro, entre los troncos rojos. Parecía querer esconderse bajo la tierra, y los esbeltos y soberbios pinos inclinaban sobre ella sus copas majestuosas. En medio del calvero, muy apretadas, había un grupo de encinas jóvenes.

La casa estaba habitada por dos guardabosques, Zajar y Máximo, compañeros habituales de mis excursiones de caza. Pero no debían estar allí, puesto que nadie salía a mi encuentro, no obstante los ladridos del enorme perro. El abuelo, anciano de cabeza calva y bigotes blancos, permanecía sentado en el umbral de la choza. Sus bigotes le llegan casi hacia la cintura; sus ojos son obscuros. Se diría que trata de recordar alguna cosa en vano.

—¡Buenos días, abuelo! ¿Hay alguien en casa?

—¡Eh! —y el viejo dijo que no con la cabeza—. No están ni Zajar ni Máximo. Motila se ha ido también al bosque, a buscar la vaca… La vaca se ha extraviado, probablemente. Quizá la hayan devorado los osos… No, no hay nadie…

—No importa, esperaré, te haré compañía.

—Bueno, si quieres…

Y mientras ato mi caballo a una encina, el viejo me mira con sus ojos débiles y obscuros. Es muy débil, muy débil; no ve casi nada y sus manos tiemblan.

—¿Quién eres tú, buen mozo? —me pregunta cuando me he sentado a su lado.

Cada vez que vengo me hace la misma pregunta.

—¡Ah! Ahora caigo. Sí, sí, ya me acuerdo —dice, contento, mientras compone una vieja bota rota—. Mi vieja cabeza no conserva memoria de las cosas… Es como una criba… De los que han muerto hace mucho tiempo, me acuerdo bien, muy bien; pero a la gente nueva la olvido siempre. Porque, ya ves, vivo desde hace tanto tiempo en este mundo…

—¿Hace mucho tiempo que vives en él?

—¡Anda, anda! Muchísimo tiempo. Ya estaba yo en él en la época en que los franceses vinieron aquí para combatir a nuestro Emperador.

—¡Entonces, ya has visto algo! ¡Podrías contar muchas cosas!…

Me mira con extrañeza.

—¿Yo? ¿Pero qué es lo que yo he podido ver? Nada más que el bosque. Siempre hace ruido; noche y día, invierno y verano. Yo, como esos árboles, he pasado aquí toda mi vida y no me he dado cuenta de ello. Ya es hora de morir; pero a veces, cuando empiezo a reflexionar, me pregunto si he vivido verdaderamente o no. Quizá yo no he vivido jamás…

El extremo de una nube negra se deja ver detrás de las copas espesas, encima del calvero. Las ramas de los pinos que rodean la casa se agitaban al impulso del viento. El ruido del bosque se ha hecho más fuerte. El viejo levantó la cabeza y prestó oído.

—El huracán se acerca —dice—. ¡Bien le conozco! ¡Digo, digo! Cuando el huracán se pone a gruñir, a tirar los pinos, a desarraigarlos de la tierra… es cosa que da escalofríos. Es «el demonio de la selva”’ que se enfurece —añadió más bajo.

—¿Cómo lo sabes tú, abuelo?

—¡Oh, eso… yo lo sé muy bien! Entiendo el lenguaje de los árboles. Porque, mira, los árboles también tienen miedo. Por ejemplo, el álamo alpino, ese árbol maldito…, siempre está gimiendo. Tiembla hasta cuando no hace viento. El pino, también; cuando hace buen tiempo canta dulcemente, pero cuando el viento empieza a soplar, se pone a gemir angustiado, ¡escucha! Yo veo mal, pero tengo buen oído. Ahora es la encina la que empieza a quejarse. «El demonio de la selva» ataca las encinas… ¡Siempre es así antes del huracán!

En efecto, el grupo de encinas que estaban en medio del calvero, defendidas por el muro del bosque, sacudían sus ramas potentes y hacían un ruido sordo, que se podía distinguir fácilmente del de los pinos.

—¿Qué, lo oyes, buen mozo? —dice el viejo con una sonrisa maliciosa—. Yo lo sé muy bien. Cuando las encinas empiezan a agitarse, de seguro que por la noche vendrá el «demonio del bosque», tirándolo y rompiéndolo todo. Pero ni el mismo demonio puede nada contra la encina; es demasiado sólida.

—¿De qué «demonio» hablas, abuelo? ¿No dices tú mismo que es el huracán el que destroza?

Movió la cabeza.

—¡Ah, sí, ya he oído decir eso! Me han dicho que ahora hay personas que no creen en nada. ¡Es sorprendente! Y, sin embargo, yo lo he visto, como te veo ahora a ti, y aun mejor; pues ahora mis ojos no valen gran cosa, mientras que entonces eran jóvenes todavía. ¡Oh, qué bien veían cuando yo era joven!

—Pero ¿cómo le viste, abuelo?

—Era un día como hoy; primero, los pinos empezaron a gemir: ¡o–ho–ho! Así, así siempre, con pequeños intervalos. ¡O–ho–ho! ¡O–ho–ho! Y cada vez más lastimera y dolorosamente. Los pinos sabían que aquella noche el «demonio» iba a tirar a muchos por tierra… Después, al anochecer, las encinas empezaron a agitarse. Luego, cuando la noche hubo descendido, «él» estaba allí ya, recorriendo el bosque en todas las direcciones, ora riendo, ora llorando de rabia, atacando furioso a las encinas y danzando alrededor de 1os árboles… Una vez —era en otoño— yo miré por la ventana, estando «él» en el bosque. ¡Oh, qué furioso se puso cuando vio que yo le miraba! Se acercó a la ventana y lanzó contra ella un gran tronco de pino. ¡Por poco me rompe la cara; malos diablos le lleven! Pero yo no era tan tonto; en cuanto le vi acercarse, escapé. ¡Qué furioso estaba, buen mozo!

—¿Cómo es?

—Como un viejo sauce que crece en el pantano. Se le parece mucho. Sus cabellos son como las hojas; sus barbas, también; su nariz es como una rama curvada… ¡Uf, qué feo es! ¡No desearía a ningún cristiano que se le pareciera, palabra de honor!… En otra ocasión le vi en el pantano, muy de cerca. Si quieres, ven un día de invierno, quizá le veas tú también. Sube a esa montaña que se encuentra aquí detrás, y trepa a un árbol alto. A veces se le puede ver desde allí: se acerca, como una columna de humo blanco por encima del bosque, y, girando alrededor de sí mismo, desciende de la montaña al valle. Da algunas vueltas corriendo, y después desaparece en el bosque. Durante su caminata, cubre con nieve sus huellas… Si no me crees, ven a verlo tú mismo.

El viejo estaba visiblemente contento de poder charlar, como si la agitación del bosque y el huracán, suspendido en el aire, reanimaran su vieja sangre. Movía la cabeza, sonreía y guiñaba los ojos.

De pronto, su frente arrugada se ensombreció. Me empujó con el codo y me dijo misteriosamente:

—¿Sabes lo que te voy a decir? El «demonio del bosque» es muy feo; un buen cristiano no debe ni mirar siquiera a una criatura semejante; pero hay que ser justo: no hace daño a nadie. A veces gasta alguna broma; pero el hombre no tiene razón para quejarse de «él».

—Vaya, abuelo, que por lo que tú mismo me has dicho te quiso romper la cara una vez.

—Sí, es verdad; pero eso fue porque le dio mucha rabia de que yo le mirara desde la ventana. Pero si uno no se mete en sus cosas, jamás le hará daño. ¡»El» es así! Y, sin embargo, aquí, en el bosque, los hombres han hecho cosas mucho más terribles; puedes creerlo.

Bajó la cabeza, y durante algunos minutos permaneció sumido en sus reflexiones. Cuándo alzó los ojos y me miró, noté en ellos como un relámpago en su memoria apagada.

—Voy a contarte, buen mozo, una historia que sucedió aquí mismo, en nuestro bosque. Hace mucho tiempo de esto… Me acuerdo de ella como de un sueño vago; pero cuando el bosque comienza a agitarse, mi memoria se hace más clara… ¿Quieres que te la cuente?

—¡Sí, sí, abuelo! ¡Con mucho gusto!

—Pues bien, sea. Escucha…

II

Tengo que decirte que mis padres murieron cuando yo era todavía muy niño. Me dejaron completamente solo en este vasto mundo. ¡Triste situación! Nuestro Municipio no sabía qué hacer de mí. El señor tampoco lo sabía. Pues bien, precisamente en aquel momento vino del bosque a la aldea el guardabosque Román, y dijo a los del Concejo:

—Dame al chico. Yo le daré de comer. Me aburro allí solo, en el bosque.

Nuestros convecinos se pusieron muy contentos.

—¡Tómale! —le dijeron.

Y me llevó a su casa. Desde entonces he vivido siempre en el bosque.

Román fue quien me educó. Era un hombre terrible. Dios me perdone. Enorme, con ojos negros y alma también negra, había pasado toda su vida solo en el bosque. La gente decía que los osos eran como hermanos suyos, y los lobos, como sobrinos. Conocía todas las fieras y no las temía, pero huía de los hombres y ni siquiera los miraba… ¡Así era aquel Román! Cuando me miraba, yo sentía como si un gato me pasara la cola por la espalda. Y, sin embargo, no era malo y me daba bien de comer; a veces, hasta me guisaba patos. En cuanto a eso, no tenía de qué quejarme, ¡no!

Pues bien; así vivíamos los dos. Cuando Román se iba al bosque, me encerraba en casa y echaba la llave, por miedo a que me devoraran las fieras… Además tenía una mujer…

El señor fue el que se la dio. Una vez le llamó a su casa y le dijo:

—¡Cásate, Román!

—¿Para qué? —preguntó Román—. Cásese el diablo, que yo no quiero. Ninguna falta me hace una mujer en el bosque tanto más cuanto que tengo ya en casa a un chico.

No estaba acostumbrado a las mujeres y no quería. Pero nuestro señor era malo. Cuando me acuerdo de nuestro señor, quiero creer que no hay ya señores semejantes. ¡No, no los hay ya! Por ejemplo, tú; se dice que también tú eres de origen señorial. Quizá sea verdad; pero no hay nada de señorial en ti… Un buen mozo, y nada más.

Pero el otro, del que te estoy hablando, era un verdadero señor, de los antiguos. El mundo es así: centenares de hombres tienen miedo de uno solo, ¡y qué miedo! Compara un gavilán y un pollo: los dos han salido de un huevo; pero el gavilán se levanta hasta el cielo, y cuando grita, no ya los pollos, sino que hasta los gallos viejos se echan a temblar. Pues bien, el gavilán es un pájaro señorial y el pollo es un simple campesino.

Me acuerdo de cuando todavía era yo pequeño; unos campesinos, treinta hombres, por lo menos, transportaban grandes vigas en sus carros; por el mismo camino pasa el señor, montado en su caballo y acariciándose el bigote. Al verle, los aldeanos se asustan, fustigan a sus caballos para que dejen libre el camino y echan los carros a un lado, en la nieve profunda. Después pasaron grandes trabajos para sacar de la nieve los pesados carros.

Y el señor se paseaba tranquilamente por el largo camino, tan a gusto. ¡Dios mío, qué severo era! Los «mujiks» temblaban ante su mirada. Cuando reía, todo el mundo estaba contento; cuando fruncía el ceño, todo a su alrededor se ensombrecía. No había nadie que se atreviera a llevarle la contraria.

Pero Román, que había pasado toda su vida en el bosque, no comprendía estas cosas, y el señor le perdonaba mucho.

—Quiero que te cases — dijo el señor—. No me preguntes por qué. Cásate con Oxana.

—¡No quiero! —respondió Román—. No la necesito. ¡Que se case con ella el diablo, que yo no quiero!

El señor ordenó que trajeran los vergajos. Echaron a Román al suelo.

—¿Quieres casarte? — preguntó el señor.

—¡No!

—¡Está bien! Dadle de vergajazos, ¡pero de los buenos!

Le dieron tantos, que ya no podía más, aunque era un mocetón bastante duro.

—¡Dejadme! —gritó—. ¡Que el diablo se lleve a esa mujer! No vale una mujer la pena de sufrir tanto. Está bien, me caso.

En el territorio señorial vivía un cazador, Opanas Schvidky. Precisamente volvía del campo en aquel momento. Cuando se enteró de que obligaban a Román a casarse con Oxana, cayó de rodillas ante el señor y le besó la mano.

—En vez de martirizar a ese hombre —dijo—, permitid que me case con Oxana.

¡Qué hombre aquél!

Román estaba muy contento. Se levantó, se puso los pantalones y dijo:

—¡Esto va bien! ¡Ya podías haber llegado un poco antes! Vos, señor, estabais equivocado; debisteis primero preguntar si había alguien que quisiera casarse de buena gana; pero, en vez de eso, mandáis apalear a un pobre hombre. Los buenos cristianos no obran así…

Román, a veces, sabía cantarle las verdades hasta al mismo señor. Cuando se enfadaba, todo el mundo le tenía miedo, incluso el señor. Pero esta vez’ el señor tenía su idea: dio orden de que echaran nuevamente al suelo a Román.

—¡Quiero hacer tu felicidad, bestia, animal! — dijo—. Ahora estás solo en el bosque, y yo no tengo ningún deseo de ir a tu casa… Dadle otra vez de vergajazos, hasta que se harte. ¡Y tú, Opanas, vete al diablo! Nadie te ha convidado y no tenías por qué sentarte a la mesa; pero si te empeñas, te servirán el mismo plato que a Román.

Román estaba muy enfadado. Los vergajazos le hacían mucho daño. ¡Antiguamente se sabían dar muy bien! Soportó largo rato este martirio; pero, al fin, escupió con indignación y gritó:

—¡Sería demasiado honor para esa maldita Oxana el que, por ella, le den de vergajazos a un cristiano! ¡Basta! ¡Yo no soy una bestia de carga para que me peguen así! Ya que ha de ser, bueno: ¡me caso!

El señor reía a carcajadas.

—¡Al fin has entrado en razón! —dijo— La verdad es que no te podrás sentar junto a la novia el día de la boda; pero, en cambio, bailarás bien.

Gustaba de bromear nuestro señor. Pero tuvo un fin triste. ¡Que Dios libre a todos los buenos cristianos de un fin semejante! ¡No; yo no se lo desearía a nadie, ni siquiera a un judío!…

En fin, que un día Román se vio casado. Llevó a la joven a su choza del bosque. Los primeros días no hacía más que reñirla, echándole en cara los vergajazos que había recibido por su causa.

—¡No vale la pena de que por ti se martirice así a un buen cristiano!

Cuando volvía del bosque, empezaba por querer echarla de casa.

—¡Vete! ¡Yo no quiero una mujer en mi casa! No me gusta que una mujer duerma conmigo, porque huele mal…

¡Eso decía!

Pero luego, poco a poco, se fue acostumbrando. Oxana ponía la casa en orden, barría, lavaba, todo estaba limpio y arreglado. Román se sentía contento y ya no reñía. No sólo se reconcilió con ella, sino que empezó a quererla. ¡Palabra de honor! Hasta él mismo se sorprendió.

—Debo dar las gracias al señor, que me ha enseñado a ser razonable —decía después—. ¡Dios mío, qué tonto era yo! Recibir tantos vergajazos, ¿y por qué? Ahora veo que hacía mal negándome a casarme. Estoy muy contento de tener a Oxana. ¡Pero muy contento!

Pasaron las semanas y los meses. Un día vi que Oxana se echó en el banco y empezó a gemir. Por la noche se puso muy mala. Al día siguiente, de mañana, con gran sorpresa mía, oí el llanto de un niño. «¡Toma! ¡Hay un bebé en casa!», me dije. Y no me equivocaba.

El niño no vivió mucho tiempo: hasta la noche nada más. Cuando llegó la noche, ya no se le oyó. Oxana se echó a llorar. Román dijo:

—¡Vaya, se acabó! ¡Ya no hay niño! No vale la pena de llamar al pope; nosotros mismos le enterraremos debajo de un pino.

¡Esto se atrevió a decir Román! Y no sólo a decirlo, sino a hacerlo: cavó un agujero y enterró al niño. ¿Ves aquel viejo tronco, allí? Son los restos de un pino que fue abrasado por un rayo. Allí, precisamente, es donde Román enterró al niño. Y oye lo que te voy a decir, buen mozo: cuando se pone el sol y aparece en el cielo la primera estrella, un pajarito vuela por encima de ese sitio, lanzando gritos lastimeros. Se me parte el corazón al oír esos gritos. Pues bien, ese pájaro es el alma en pena del niño que fue enterrado sin el sacramento, y suplica que se le ponga una cruz. Me han dicho que sólo un sabio que conozca los libros santos podrá salvar a esa almita en pena. Y sólo entonces dejará de lanzar gritos lastimeros. Nosotros, los que estamos aquí, no sabemos nada y nada podemos hacer por ella. Cuando vuela por encima de nosotros pidiendo una cruz, le decimos solamente: «¡Vete, pobre almita, que nada podemos hacer por ti!» Echa a volar, llorando, y luego vuelve otra vez. ¡Ah, buen mozo, qué digna de compasión es la pobre alma en pena!

Oxana estuvo mucho tiempo enferma. Cuando se restableció un poco, pasaba horas enteras sobre la tumba de su hijo. ¡Dios mío, lo que ella ha llorado! ¡Se oían sus lamentos en todo el bosque! No se podía consolar la pobre… Román era indiferente a la pérdida del niño; pero compadecía a Oxana. Viéndola llorar, le decía:

—¡Cállate, mujer estúpida! No hay por qué llorar. Aquel niño se murió, pero quizá tengamos otros, y quizá sean mejores que aquél. Porque el niño muerto puede ser que no fuera mío… Yo no sé nada, pero la gente charla… Y el nuevo, seguramente que será mío…

A Oxana no le gustaba oírle hablar así. Se ponía muy enfadada, mucho, y empezaba a decirle cosas terribles. Pero Román no lo tomaba en serio.

—Haces mal en gritar —decía tranquilamente a Oxana—. Yo no afirmo nada; digo solamente que no sé si era mío o no. Porque, mira, antes no eras mía y tampoco vivías en el bosque, sino entre la gente. ¿Sé yo lo que pasaba por allí? Ahora que estás aquí conmigo, estoy seguro; pero antes… Hace algunos días, cuando fui al pueblo, una mujer me dijo: «¡Es raro lo pronto que has hecho un hijo!» ¿Comprendes?… ¡Basta de llorar y de gritar! ¡Cállate, que si no te pego!

Oxana secaba a toda prisa sus lágrimas y se callaba. Verdad es que a veces se permitía reñir a Román y hasta darle algún golpe; pero cuando él se enfadaba, le tenía miedo; en estos momentos, le colmaba de caricias, de besos; le miraba con ternura en los ojos, y Román no tardaba en calmarse. Tú, buen mozo, no lo comprendes todavía pero yo que he vivido tanto, conozco la vida. Y te diré que las mujeres saben acariciar admirablemente, de manera que al hombre más enfadado lo vuelven dulce como un cordero. ¡Ya, ya! ¡Yo he visto mujeres de esas! Y Oxana era tan bella, que no se veía otra igual. Las mujeres no son todas iguales.

Pues bien; una vez se oyó el cuerno en el bosque: ¡tra–ta, tará–tará, ta, ta, ta! Todo el bosque se llenó de sonidos alegres. Yo era entonces muy pequeño y no comprendía lo que significaba aquello. Los pájaros, asustados, echaron a volar llenos de pánico; las liebres empezaron a correr locamente en todas las direcciones. Creía yo que aquello sería alguna fiera que rugía. Pero no era una ñera: era el señor, que, montado en su caballo, tocaba el cuerno. Numerosos cazadores, también a caballo, le seguían, conduciendo muchos perros de caza. El más hermoso era Opanas Schvidky, que iba el primero después del señor. Llevaba un traje azul, un «schapka» con franjad doradas, un magnífico fusil al hombro y un laúd sujeto al costado. El señor quería bien a Opanas porque tocaba admirablemente el laúd y cantaba canciones muy bonitas. Además, era guapo. ¡Qué guapo era! El señor, comparado con Opanas, era muy feo: calvo, con la nariz roja, los ojos grises, nada bonitos. Opanas era un gran conquistador de corazones. Hasta yo mismo, cuando le miraba, sentía ganas de reír; ya te puedes figurar, pues, el efecto que produciría en las mujeres. Me han dicho que los padres y los abuelos de Opanas eran cosacos, libres como el viento, del Sur de Rusia, y que todos eran gallardos, fuertes y bellos. Se comprende: no se veían obligados a trabajar rudamente en el bosque, como nosotros; no hacían más que correr sobre sus caballos, rápidos, por los campos y los caminos, con la lanza a la espalda…

Pues bien, yo salí y vi al señor y toda la comitiva, que se detuvo delante de la casa. Roma» ayudó al señor a bajar del caballo y le saludó.

—¿Cómo va, Román? —preguntó el señor.

—¡No va mal, gracias! —respondió el otro—. Y vos, ¿cómo estáis?

Decididamente, no sabía hablar el señor. Todos los que estaban presentes se rieron.

—Bien, me alegro de que todo marche bien en tu casa —dijo sonriendo el señor—. Y tu mujer, ¿dónde está?

—¿Dónde ha de estar? En casa, como es natural.

—Entonces, entremos —dijo el señor.

Y dirigiéndose a sus hombres, añadió:

—Mientras tanto, poned una alfombra sobre la hierba y preparad todo lo necesario para felicitar a los jóvenes esposos.

Y seguido de Opanas y de Román, que tenía su “’schapka» en la mano, entró en la casa. Poco después entró también Bogdan, el fiel servidor del señor. No hay ya servidores semejantes; con los demás criados era extremadamente severo, pero con el señor era como un perro dócil. Sólo existía para él el señor. Me han contado que después de la muerte de sus padres Bogdan quiso casarse. Pero el padre del señor no lo consintió e hizo de él una especie de niñera de su hijo. »Este es tu padre, tu madre y tu mujer», le dijo. «Cuídale bien». Bogdan se resignó; fue el servidor, la niñera y el mayordomo del joven señor; le enseñó a montar a caballo, a tirar con el fusil; cuando el pequeño señor fue grande, continuó sirviéndole dócilmente, como un perro. Y no te lo he de ocultar: cuantos le rodeaban, detestaban a Bogdan y le maldecían, porque hacía mucho daño a los pobres. Por dar gusto a su señor hubiera sido capaz de matar a su propio padre.

Pues bien, yo entré también en la casa; ¡era yo tan curioso! El señor se atusaba el bigote y sonreía con aire de satisfacción. Román estaba a su lado, con el «schapka» en la mano. Opanas, apoyado en la pared, estaba sombrío y pensativo, como un roble joven bajo la tempestad.

Los tres miraban a Oxana. Sólo el viejo Bogdan, sentado en un rincón, esperaba las órdenes de su señor. Oxana estaba de pie, junto a la estufa, con los ojos bajos, muy encamada. Se diría que la pobre tenía el presentimiento de que iba a suceder alguna desgracia a causa de ella. Siempre pasa lo mismo: cuando tres hombres se interesan por una mujer, no puede resultar nada bueno. Tiene que acabar fatalmente en riña. Eso lo sé yo porque he visto muchas cosas…

—Bien, Román, ¿estás contento de la mujer que te di? —preguntó el señor.

—Sí; no tengo de qué quejarme.

Opanas miró a Oxana y dijo muy bajo:

—¡Es demasiado bruto para apreciar a una mujer como ésta!

Román lo oyó, y, volviéndose a Opanas, le preguntó:

—Dígame: ¿por qué le parezco yo tan estúpido?

—¡Porque no sabes guardar a tu mujer! —respondió Opanas.

¡Qué palabra tan grave había pronunciado! El señor, lleno de cólera, dio una patada en el suelo; y el viejo Bogdan movió la cabeza, y Román, habiendo reflexionado un instante, levantó la cara y miró al señor.

—¿Y de quién tengo yo que guardar a mi mujer? —preguntó, sin dejar de mirar al señor—. De las fieras, ya la guardo. Diablos no hay en el bosque. ¿Del señor, que viene por aquí algunas veces? Así, pues, ¿qué es lo que tengo que temer? Ten cuidado —prosiguió, amenazando a Opanas—; no me digas esas cosas si no quieres pescar algo.

Un poco más, y hubieran empezado a pegarse; pero el señor intervino, previendo las consecuencias de la disputa.

—¡Callaos! —ordenó—. No hemos venido aquí a peleamos. Tenemos que felicitar a los jóvenes esposos, y después, de noche, comenzará la caza. ¡Vamos!

Salió. Los criados lo habían preparado ya todo bajo los árboles.

Bogdan siguió a su amo. Opanas detuvo a Román en la puerta.

—¡No te enfades, valiente! —le dijo el cosaco—. Escucha lo que te voy a decir. ¿Viste cómo le supliqué de rodillas al señor que me permitiera casarme con Oxana? No quiso; nada se puede hacer contra el destino. Pero… yo no he de permitir que nuestro enemigo común, el señor, se burle de ella y de ti. No puedo soportarlo. Estoy dispuesto a todo. Tú no conoces todavía a Opanas. Antes de que Oxana caiga en brazos de ese miserable, los mataré a los dos. ¡Que la tumba les sirva de lecho!…

Román miró fijamente al cosaco y le preguntó:

—Di, ¿no estás loco? ¿Un poquito?…

Yo no oí lo que respondió el otro. Estuvieron largo rato hablando en voz baja. Finalmente, Román golpeó amistosamente a Opanas en el hombro.

—¡Ah, amigo mío! ¡Qué mala es la gente! Yo, que he vivido siempre en el bosque, ni siquiera lo sospechaba. Si es verdad eso que me has dicho, nuestro señor me lo va a pagar caro…

—Bueno  —dijo Opanas—, ahora, vete, y haz como si nada supieras. Sobre todo, que ese viejo asqueroso de Bogdan no sospeche nada. Tú no te pasas de listo, y ese perro tiene buen olfato. No bebas el «vodka» del señor. Si te quiere mandar de caza para quedarse solo en la choza, conduce a los cazadores hasta II encina vieja, diles que avancen solos y que tú irás a reunirte con ellos por otro camino más corto. Y en seguida vuelve aquí.

—Bien—dijo Román—; hoy voy a cobrar una buena pieza. Cargaré mi escopeta con balas de las que empleo para los osos.

Y salieron ambos. El señor estaba sentado sobre el tapiz, con la garrafa y la copa en las manos. Llenó una copa y se la dio a Román. El vodka señorial era delicioso; después de la primera copa, el alma se regocijaba; después de la segunda, el paraíso se abría ante uno, y si uno no tenía costumbre de beber, a la tercera rodaba por el suelo.

¡Era muy truhan el señor! Quería emborrachar a Román con su vodka, pero Román tenía una cabeza firme, y ningún vodka en el mundo hubiera sido capaz de hacerle perder la razón. Bebió la primera copa, la segunda, la tercera; pero no produjeron en él ningún efecto. Solamente sus ojos brillaban más que de costumbre, como los de un lobo. El señor se enfadó.

—¡Es un diablo! Se diría que bebe agua y no vodka. Otro, en su lugar, tendría ya lágrimas en los ojos, y él sonríe…

El señor sabía bien que, si uno empieza a llorar después de haber bebido, caerá muy pronto como muerto. Por esta vez se había engañado.

—No tengo motivos para llorar—dijo Román—. Nuestro buen señor ha venido a felicitarme, y yo sería el último de los canallas si me echara a llorar como una vieja. Gracias a Dios, no tengo por qué llorar. Prefiero que sean mis enemigos los que viertan lágrimas.

—Entonces, ¿estás contento? —preguntó el señor.

—¿Y por qué no he de estar contento?

—Pero ¿te acuerdas de los vergajazos que tuve que darte para que te casaras?

—¡Que si me acuerdo! Yo era entonces tan tonto, que no sabía lo que es dulce y lo que es amargo. El vergajo es amargo, y, sin embargo, yo le prefería a una mujer. Os doy las gracias, mi buen señor, por haberme enseñado a comer miel.

—Bien, bien —respondió el señor—. Para agradecérmelo mejor, irás con mis cazadores y me traerás mucha caza.

—¿Y cuándo queréis que vayamos?

—Vamos a beber otro poquito —respondió el señor—. Opanas nos cantará algo, y luego saldremos.

Román le miró y dijo:

—Va a ser difícil eso; se hace tarde, el pantano está muy lejos de aquí… Además, el ruido del bosque anuncia el huracán. En este tiempo es difícil cazar.

El señor estaba ya un poco borracho, y cuando estaba así, se enfadaba fácilmente. Al ver que todos los que estaban allí daban la razón a Román, diciendo que el tiempo presentaba mal cariz, se llenó de cólera, dio un puñetazo… y todo el mundo se calló.

Opanas era el único que no tenía miedo al señor. Cogió su laúd, se puso a templarle, y mirando al señor fijamente a la cara, dijo:

—Reflexiona bien, señor; no se manda cazar a la gente cuando sopla el huracán; sobre todo, de noche.

¡Era muy valiente aquel Opanas! Los otros temblaban ante el señor; pero a él le importaba un bledo. Era un libre cosaco. Siendo todavía muy pequeñito, un viejo músico cosaco lo llevó allí, de Ucrania. Allá, en Ucrania, había guerra en aquella época. Al viejo cosaco, que había caído prisionero, le sacaron los ojos, le cortaron las orejas y le dijeron: «Puedes ir donde quieras.» Como no veía, le acompañaba un chicuelo, aquel mismo Opanas. El padre del señor lo llevó consigo. Desde entonces estaba aquí Opanas. El señor actual le quería mucho y le perdonaba cosas que no hubiera perdonado jamás a ningún otro.

Esta vez se enfadó mucho contra Opanas. Todos estaban seguros de que iba a pegarle; pero, en lugar de hacerlo, le dijo: ‘

—¡Escucha, Opanas! Eres demasiado inteligente para comprender que no hay que meter la nariz en una puerta entreabierta.

El cosaco entendió inmediatamente lo que le quería decir, y respondió a su señor con una canción. Y si el señor hubiera comprendido también la canción del cosaco, su mujer no hubiera tenido quizá que verter lágrimas sobre su tumba.

—Para darte las gracias, señor, por la lección que me acabas de dar, te voy a cantar algo. ¡Escucha!

Y pulsó las cuerdas de su laúd.

Luego levantó la cabeza, miró al águila que volaba sobre el bosque y contempló las nubes empujadas por el viento; escuchó el ruido de los altos pinos, y pulsó de nuevo las cuerdas de su laúd.

¡Ah, buen mozo! Tú no has tenido la dicha de oír tocar a Opanas, y ya no la puedes tener. El laúd no es un instrumento muy complicado; pero cuando se le sabe manejar habla con una voz elocuente. Le bastaba a Opanas tocarle con sus manos, y él se lo decía todo: cómo se agita el bosque bajo la tempestad, cómo sacude el viento la hierba seca y cómo lloran los sauces sobre la tumba de un cosaco.

¡No, buen mozo, vosotros no oiréis jamás una música como aquélla! Llegan por aquí con frecuencia personas que han visto algo, que han pasado por Kiev, Poltava y por toda la Ucrania, y todos dicen que no hay ya buenos tocadores de laúd ni en las ferias ni en las romerías. Yo tengo un laúd. El mismo Opanas me enseñó a tocarle. Pero cuando yo me muera, que ya será pronto, en ninguna parte del mundo se sabrá tocar bien el laúd.

Opanas se puso a cantar una canción, acompañándose con el laúd. Su voz era dulce y melancólica, y penetraba directamente en el corazón. Aquella canción la había improvisado expresamente para el señor. Yo le he suplicado después que me la cantara otra vez, pero no quiso.

—Aquel para quien la canté no existe ya —decía—. No vale la pena de volverla a cantar.

En esta canción le decía al señor toda la verdad todo lo que le iba a suceder. El señor, al oírla, lloraba; pero, probablemente, no entendió su significado.

No me acuerdo más que de una parte de aquella canción. Oye algunos fragmentos:

»Tú sabes muchas cosas,
¡oh, Iván, mi señor!
Tú sabes muchas cosas.
Tú sabes que el gavilán
es más fuerte que el cuervo.
Pero quizá no sepas
que a veces ocurre
todo lo contrario, señor.
Cuando el gavilán ataca el nido
del cuervo y éste se defiende,
es el cuervo más fuerte,
¡oh, Iván, mi señor!”

Me acuerdo de todo esto como si hubiera sido ayer: el cosaco, con su laúd, de pie, junto a un árbol; el señor, sentado sobre el tapiz, con la cabeza baja y lágrimas en los ojos; los criados, emocionados, dándose el uno al otro con el codo; el viejo Bogdan, moviendo la cabeza. El bosque se agitaba lo mismo que ahora; el laúd lanzaba sonidos melancólicos, y Opanas contaba, en su canción, cómo la mujer del señor lloraba sobre su tumba:

«La pobre mujer llora,
llora lágrimas de fuego,
sobre la tumba fría
donde el esposo yace.
Un cuervo vuela por encima,
graznando sin cesar.»

Pero el señor no había comprendido la canción. Enjugó sus lágrimas y exclamó:

—¡Ea, Román, en marcha! ¡Montad todos a caballo! Tú, Opanas, vas a ir con ellos; ¡ya estoy harto de tus canciones! Es muy bella esa canción tuya; pero lo que cuentas en ella no sucede jamás.

El mismo Opanas estaba conmovido por su canción; su corazón se dulcificaba, sus ojos estaban velados por las lágrimas.

—No, señor —dijo—. Nuestros ancianos afirman que las canciones dicen siempre la verdad, como los cuentos; pero la verdad contenida en un cuento es como el hierro, que, a fuerza de pasar de mano en mano, se cubre de roña; mientras que la verdad de la canción es como el oro, que no teme a la roña. ¡Esto es lo que me han enseñado mis ancianos!

El señor hizo un gesto de desprecio.

—Quizá sea eso verdad en vuestro país, pero no aquí… Y basta de conversación. ¡Vete, Opanas!

El cosaco permaneció un momento sumido en reflexiones; luego, de pronto, cayó de rodillas ante el señor.

—¡Escúchame, señor! Monta a caballo y vuélvete a casa, al lado de tu mujer. El corazón me dice que va a ocurrir una desgracia.

Entonces el señor fue presa de una cólera terrible; rechazó al cosaco con el pie, como si fuera un perro.

—¡Déjame en paz! ¡Vete! ¡Pareces una vieja llorona, no un cosaco! ¡Vete, o no respondo de mí!

Y después, dirigiéndose a los otros:

—Y vosotros, ¿por qué seguís aquí? ¿O es que yo no soy ya vuestro señor? ¡Tened cuidado, si monto en cólera!…

Opanas se levantó sombrío y amenazador, como una de aquellas nubes que se amontonaban sobre el bosque. Cambió una mirada con Román, que seguía, de pie, un poco apartado, con las dos manos apoyadas en su escopeta y perfectamente tranquilo.

El cosaco dio a su laúd un golpe formidable contra un árbol; el laúd se rompió en mil pedazos, con un gemido sonoro.

—¡Que el mismo diablo diga la verdad al que no quiere escuchar buenos consejos! —gritó—. Tú, señor, no quieres tener un servidor fiel… ¡Peor para ti!

En aquel mismo instante Opanas saltó sobre su caballo y se fue. Los demás cazadores hicieron lo mismo. Román se echó la escopeta al hombro y se fue también. Al pasar junto a la casa gritó a Oxana.

—¡Acuesta al chico; ya es tarde! ¡Y prepárale la cama al señor!

A los pocos minutos todo el mundo había desaparecido por el bosque. No quedó allí más que el señor, que entró en la casa; su caballo lo dejó atado a un árbol. Poco a poco descendían las tinieblas de la noche. La lluvia empezaba a caer, igual que ahora.

Oxana me acostó en la paja, y me hizo la señal de la cruz. Vi que lloraba. Yo era demasiado pequeño y no comprendía nada de lo que pasaba a mi alrededor. Me quedé pronto dormido, bajo el ruido monótono de la tempestad.

De pronto vi a alguien que rondaba la casa. Se acercó al árbol y desató el caballo, que golpeó la tierra con el pie, y, relinchando, huyó por el bosque. Después volví a oír alguien, a caballo, que se acercaba a la casa. Llegó hasta la puerta, saltó a tierra y se asomó por la ventana

—¡Señor! —gritó Bogdan, pues era él; reconocí su voz—. ¡Señor, abre en seguida! ¡El maldito Opanas trama alguna cosa! ¡Ha desatado tu caballo, que ha huido por el bosque!…

Pero apenas había dicho esto, cuando alguien le sujetó por detrás. Oí el ruido de un cuerpo que caía.

El señor abrió la puerta, con su escopeta en la mano; pero en el umbral de la casa Román le sujetó y le tiró al suelo.

El señor comprendió que aquello tomaba mal aspecto, y dijo:

—¡Déjame, Román! ¿Es así como me agradeces el bien que te he hecho?

Y Román le respondió:

—Sí, canalla; me acuerdo muy bien de lo que has hecho por mí y por mi mujer. Ahora te lo voy a pagar.

Entonces el señor dijo:

—¡Defiéndeme, Opanas, mi fiel servidor! Siempre te he amado como a un hijo.

Pero Opanas respondió:

—¡Tú me has echado como a un perro! Es verdad que tú me has amado… Como el palo ama la espalda que golpea; ahora me amas como la espalda ama al palo… Te rogué, te supliqué y no me hiciste caso.

Entonces el señor se puso a implorar a Oxana:

—¡Tú que tienes tan buen corazón, defiéndeme!

Oxana salió desesperada, y empezó a llorar con más fuerza.

—Yo te rogué — dijo — y me arrastré a tus plantas, suplicándote que no me deshonraras, que no me cubrieras de vergüenza; pero tú fuiste implacable. ¿Qué es lo que puedo hacer por ti, desgraciada de mí?

—¡Dejadme! —exclamó nuevamente el señor—. Por mi causa os perderéis todos en el destierro siberiano.

—No te ocupes de nosotros —respondió Opanas—. Román estará en el pantano antes que tus cazadores, y yo, gracias a ti, estoy solo en el mundo y no tengo miedo a nada. Con mi escopeta al hombro me iré por los bosques. Organizaré una banda de bravos mozos como yo, y, ¡mucho ojo los ricos! Recorreremos los caminos en busca de botín, y, si el azar nos lleva a una aldea cualquiera, no dejaremos de visitar el castillo señorial… ¡Ea, Román, pongamos a su señoría bajo la lluvia… que se refresque un poco!…

El señor empezó a lanzar alaridos, pero ni Román ni Opanas se preocupaban de ello; le sacaron fuera. Lleno de espanto, yo me había arrojado sobre Oxana, que permanecía sentada en un banco en el interior de la casa, blanca como H nieve y llorando.

El huracán se hizo mucho más fuerte. El bosque gritaba con mil voces; el viento soplaba rabioso. De vez en cuando se oía el trueno. Yo y Oxana, apretados el uno contra el otro, seguíamos sentados, inmóviles, por el terror. De pronto oímos ut: gemido en el bosque. Era tan doloroso, que aun hoy, pasados tantos años, se me oprime el corazón cuando pienso en ello.

—Oxana, querida, ¿qué es lo que gime tan dolorosamente en el bosque? —pregunté.

Me cogió en sus brazos, y meciéndome como a un niño de pecho, me dijo:

—¡Duérmete, hijo mío! No es nada… Es él ruido del bosque…

Era verdad; el bosque estaba muy agitado.

A los pocos momentos oí como un tiro.

—Oxana querida, ¿quién es el que dispara?

Me respondió sin dejar de mecerme:

—¡Cállate, hijo mío; es el trueno de Dios!…

Y la pobre mujer lloraba lágrimas ardientes, me estrechaba contra su corazón y repetía sin cesar:

—¡Es el ruido del bosque, hijo mío! Es el nido del bosque…

Y así me quedé dormido entre sus brazos. Al día siguiente, de mañana, abrí los ojos y vi que todo estaba inundado de sol. Oxana dormía vestida, sobre el banco. No había nadie en la casa. Me acordé de lo que había pasado la víspera y empecé a creer que había tenido una pesadilla. ¡Pero aquello no había sido un sueño, sino la triste realidad! Salí al bosque. La hierba brillaba, los pájaros cantaban. De pronto vi en los matorrales dos cuerpos: los del señor y el viejo Bogdan, el uno junto al otro. El rostro del primero estaba sereno y pálido; el del segundo, severo, como cuando aún vivía. Ambos tenían manchas de sangre…

El viejo bajó la cabeza y calló.

··········································

—¿Y qué fue de los otros? —le pregunté.

—Sucedió lo que había predicho Opanas. Este, durante mucho tiempo, habitó en el bosque; recorría los caminos con otros mozos, atacaba los castillos señoriales. Tal era su destino: sus abuelos habían sido bandidos también. A veces venía a nuestra casa, a esta misma casita; sobre todo, cuando no estaba Román. Se sentaba en el banco, cogía el laúd y nos cantaba canciones. A veces venía con sus camaradas. Román y Oxana los recibían siempre muy bien. Para decirlo todo, en aquello había algo que no era bueno; luego vendrán Zajar y Máximo. Míralos bien. Yo no les digo nada; pero cualquiera que haya conocido a Román y a Opanas, verá en seguida a quién se parecen. A Román, no… Y esto es lo que pasó antiguamente en estos sitios… ¿Oyes cómo se agita el bosque? El huracán está encima; ya no cabe duda.

III

El viejo estaba visiblemente cansado: su lengua se entorpecía cada vez más; sus ojos estaban enrojecidos, y su cabeza, inclinada.

La noche había descendido sobre la tierra. Casi no fie veía en el bosque, que se agitaba alrededor de la casita, como un mar ondulante. Las copas de los árboles parecían las olas del mar durante la tempestad.

El ladrido del perro anunció la llegada de los dueños de la casa. Los dos guardabosques se acercaban apresuradamente, seguidos por Motria, que traía la vaca que creyeran perdida.

Pocos minutos después estábamos todos en el interior de la casa. El fuego ardía alegremente en la estufa. Motria servía la cena.

No era la primera vez que yo veía a Zajar y a Máximo; pero en esta ocasión los examiné con más interés. Zajar tenía el rostro sombrío, cejas negras, que se juntaban en la frente estrecha; había en él ese aire de hombría de bien qué caracteriza la fuerza. Máximo tenía la expresión franca, grandes ojos grises y cabellos rizosos. Su risa era alegre y contagiosa.

—¿Con que el viejo le ha contado a usted la historia de nuestro abuelo? —preguntó Máximo.

—Sí — respondí.

—Siempre le pasa lo mismo. Cuando el bosque empieza a agitarse, se acuerda del pasado. Ahora no se podrá dormir.

—¡Qué niño es! —dijo Motria, dándole sopa al viejo.

Este no comprendía que era de él de quien hablaban. Estaba abatido. En algunos momentos, cuando el viento golpeaba la ventana, manifestaba angustia y prestaba oído, como espiando algo, con espanto.

Pronto se restableció la calma. La antorcha iluminó débilmente la habitación. Un grillo cantaba junto a la pared su canción monótona. Parecía que millares de voces sordas, pero potentes, disputaban en el bosque; fuerzas tenebrosas V amenazadoras se disponían a lanzarse por todos lados sobre la casita, y elaboraban el plan de ataque. A veces, cuando el ruido aumentaba, temblaba la puerta, como empujada desde fuera. El viento lanzaba por la chimenea sonidos lastimeros. Luego la tempestad se calmó un poco; por un momento reinó un silencio pesado y amenazador, que cedió en seguida ante nuevos ruidos: se diría que los viejos pinos tramaban entre sí desprenderse de la tierra y volar al espacio desconocido, en la tempestad.

Estuve dormido unos instantes. La tempestad seguía su curso. La antorcha, tan pronto se extinguía como se reanimaba, alumbrando la habitación. El viejo, sentado en su banco, buscaba en derredor, como esperando que alguien viniera a sentarse a su lado. Su rostro tenía la expresión del espanto y la impotencia infantiles.

—¡Oxana, querida mía! —balbuceó—. ¿Qué es lo que gime en el bosque?

Buscó algo con la mano y prestó oído.

—No, no es nada —se respondió a sí mismo—. Es la tempestad… Es el ruido del bosque, nada más que el ruido del bosque…

Pasaron algunos minutos… Los relámpagos iluminaban de vez en cuando las ventanas, detrás de las cuales se veían los árboles, entre relámpagos, con formas fantásticas. Uno de aquellos relámpagos, seguido de un trueno formidable, nos hizo estremecer a todos.

El viejo parecía muy asustado.

—Oxana, querida mía, ¿quién es el que tira tiros en el bosque?

—¡Duérmete, viejo! —dijo tranquilamente Motria, que se había despertado también—. Siempre lo mismo —añadió dirigiéndose a mí—. Cuando la tempestad ruge, llama a Oxana, que hace mucho tiempo que está en el otro mundo.

Y Motria bostezó, murmuró una oración y se durmió de nuevo. Se restableció la calma, entrecortada a ratos por los ruidos de la tempestad y por el balbuceo ansioso del viejo.

—¡Es el ruido del bosque!… ¡Es el ruido del bosque… Oxana, querida mía!…

Poco después, un chaparrón cayó sobre el bosque. El ruido del agua, que caía abundante, ahogaba los rugidos del viento y los gemidos de los altos pinos, sacudidos por la tormenta.

Biblioteca Armonica: Cuerpo humano

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Destacaré de vez en cuando libros y noticias increibles de la ingente Biblioteca del Saber que nos asombra dia a dia, como la siguiente:

Cada ser humano lleva consigo un cargamento secreto: una población enorme de microorganismos que viven en nuestra boca y en nuestra nariz, en nuestra piel o en nuestros intestinos. Es lo que se llama el microbioma humano, y recientemente se ha convertido en uno de los campos de investigación que más interés despierta entre los biólogos. En cada nuevo descubrimiento acerca del micromundo que nos habita, los números son sorprendentes. Pese al carácter inevitablemente contingente de este tipo de estimaciones, los microbiólogos calculan que en todos los tejidos de nuestro cuerpo hay unos 37 billones de células, que conviven con más de 100 billones de bacterias.

Tenemos unos 24.000 genes en nuestras células, y el total de genes de las bacterias con las que formamos un cuerpo es de más de 10 millones. Estos microorganismos se encuentran dentro de nosotros y también sobre nosotros: en la piel, en la boca, en las vías respiratorias, en la vagina o en el pene, y sobre todo, por su importancia numérica y funcional, en nuestros intestinos. Mucho más numerosos que las células humanas, los invisibles pasajeros que forman el microbioma son de una importancia vital para la vida. Nos ayudan a digerir la comida, fabrican nutrientes esenciales y combaten muchas enfermedades. Es posible incluso que desempeñen un papel importante en el desarrollo de nuestro comportamiento.

Por poco que profundicemos en el conocimiento de nuestro microbioma, resulta evidente que no somos simples individuos aislados, ni siquiera organismos meramente muy complejos. Somos, literalmente, superorganismos. Como seres humanos, no somos simplemente organismos pluricelulares. Somos en realidad una ingente masa de células y de microorganismos para los que nuestro cuerpo también es su hogar. Estos microorganismos influyen en nuestras vidas hasta un punto que solo ahora empezamos a comprender. De reconstruir la historia de nuestra interacción con ellos se ocupa la nueva ciencia de la microbiómica. Y este libro de Jon Turney es una concisa y amena introducción a este nuevo y floreciente campo de la Biología.

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La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados