Sonetos religiosos 2

593

Amado Cristo
Amado Cristo, si de ver mi pena,
algún placer recibes o contento,
de hoy más mi pena me será contento
pues de Ti manan mi contento y pena.
Si tu contento crece con mi pena,
crezca mi pena por Te dar contento,
aunque sea comprándote un contento
con infinitos géneros de pena.
Pero, ¿cuál de los dos, Tú, con tu contento,
yo con mi dura y rigurosa pena,
de esta pena tendrá mayor contento?
Achacaráslo de ver en que mi pena
es quien va dando ser a tu contento
y fuiste Tú la causa de mi pena.
Cecilia del Nacimiento (1570-1646)
Toquen a juego, venga gente apriesa,
Toquen a juego, venga gente apriesa,
que se nos quema un templo verdadero,
porque en fe de amistad un extranjero
bate con fuego el pecho de Teresa.
Y no vengan con agua porque de ésa
dos grandes fuentes hay sobre el crucero,
dos ojos que hacen un Jordán entero
y con él crece el fuego más que cesa.
¡A fuego!, ¡a fuego!, pero no a matarle,
antes a llevar de él para su casa
vengan las almas, vengan a porfía;
arda y no cese el cielo de aumentarle,
porque en el fuego que a Teresa abrasa
ojalá se quemase el alma mía.
Cecilia del Nacimiento
¡Oh pan de mi sustancia que me alientas!,
¡Oh pan de mi sustancia que me alientas!,
no hay a mi paladar alguna cosa
como el bocado tuyo deleitosa,
que en tu gusto mis gustos apacientas.
Muero por Ti de hambre y te me ausentas;
no huyas de quien tiembla temerosa,
-que aunque morena, soy también hermosa-
cuando en mi pobre choza te aposentas.
Traga en tu lleno todo mi vacío
para que así enriquezcas mi pobreza
quedándote en el corazón de asiento.
Pues estando sin mí, quiere ser mío,
deja el retrato, amor, de su belleza
y quédese cerrado el aposento.
Cecilia del Nacimiento
Vida que mata, muerte que da vida,
Vida que mata, muerte que da vida,
hielo que abrasa, fuego que nos hiela,
vela que duerme, sueño que desvela,
muerte alentada, vida decaída,
cobarde audacia, cobardía atrevida,
verdad tramada, destramada tela,
tardo neblí, galápago que vuela,
amarga sanidad, dulce herida,
valeroso Sansón con fuerza poca,
Hércules vencedor con flaca mano,
pregonero de paz que al arma toca;
son triunfos del amor caduco y vano,
mas el amor divino los apoca
juntando al Ser de Dios el ser humano.
Cecilia del Nacimiento
(I) El pecador pregunta a Cristo
¿De dónde venís alto? * De la altura.
¿Qué motivo traéis? * De enamorado.
¿ Y qué librea es ésa? * De encarnado.
¿ Y quién os la vistió? * La Virgen pura.
¿A qué venís, Creador? * A la creatura.
¿Y quién os trajo al suelo? * Su pecado.
¿De quién recibís fuerzas? * De mi grado.
¿Por qué? * Por dar reparo a mi hechura.
¿Qué tal halláis el alma? * Endurecida.
¿Por qué la hacéis bien? * Porque es mi oficio.
¿Qué tanto es vuestro amor? * Es sin medida.
¿Con qué os le pagarán? * Con buen servicio.
¿Qué más harán por vos? * Darme su vida.
Pues yo les di la mía en sacrificio.
(II) El pecador pregunta a Cristo
¿Quién eres, hombre? * Tu hechura.
¿Para qué te crié? * Para amarte.
¿En qué gastas tu vida? * En deshonrarte.
¿Quién eso te enseñó? * Mi gran locura.
Y ¿qué piensas hacer? * Buscar la cura.
Y ¿cuál es la mejor? * A ti buscarte.
¿Por dó has de comenzar? * Por suplicarte…
que mires que me hiciste a tu figura.
¿ Quién te ha parado tal?
Y dime, ¿qué has perdido? * Tu privanza.
Sin ella, ¿a dónde vives? * En tormento.
¿ Qué te hace a Mí venir? * La confianza.
¿ Y sabes que te oiré? * En un momento…
pues sé que todo el bien por Ti se alcanza.
Cecilia del Nacimiento
Soneto del Nombre de Jesús
Jesús, bendigo yo tu santo Nombre.
Jesús, mi corazón en Ti se emplee.
Jesús, mi alma siempre te desee.
Jesús, lóete yo cuando te nombre.
Jesús, yo te confieso Dios y Hombre.
Jesús, con viva fe con Ti pelee.
Jesús, en tu ley santa me recree.
Jesús, sea mi gloria tu renombre.
Jesús, contemple en Ti mi; entendimiento.
Jesús, mi voluntad en Ti se inflame.
Jesús, medite en Ti mi pensamiento.
Jesús de mis entrañas, yo te ame.
Jesús, viva yo en Ti todo momento.
Jesús, óyeme Tú cuando te llame.
Cecilia del Nacimiento
Oh peregrino bien del alma mía
¡Oh peregrino bien del alma mía
que solo, sin resabios ni recelos
puedes matar mi sed, quitar mis duelos
y convertir mi llanto en alegría!
Pues eres tú mi luz, mi guarda y guía
que tengo yo en la tierra y en los cielos,
no quiero medios, no quiero consuelos,
fuera de ti, de todo me desvía.
En soledad, de todo enajenada,
desnuda de mi ser y de mi vida,
para ser como fénix renovada,
en tu amorosa llama y encendida
me arrojo, que si fuere allí quemada,
seré cual salamandria renacida.
Ana de la Trinidad (1577-1613)
Linces de lo profundo y escondido
Linces de lo profundo y escondido,
balcones del amor, centros gloriosos,
alegres palmas, triunfos victoriosos,
piedras-toques del oro más subido,
espesas selvas donde me he perdido,
floridos paraísos deleitosos,
pozos de ciencia, senos misteriosos
y dulce suspensión de mi sentido;
sentencias de la muerte y de la vida,
cristales do se ve mejor el mundo,
soles que solos quitan mis enojos,
y refugios del ánima afligida,
blancos do mi afición segura fundo
son de Jesús los apacibles ojos.
Ana de la Trinidad
Si yo pensase acá en mi pensamiento
Si yo pensase acá en mi pensamiento
que no pensando en Dios, en nada pienso,
entonces pensaría yo que pienso
un muy sabroso y dulce pensamiento.
Mas no me pasa a mí por pensamiento
ni pienso que es pensar, aunque más pienso,
porque pensando en Dios, cuando lo pienso,
pienso cumplir con sólo el pensamiento.
¡Cuán bien que pensaría si pensase
lo poco que pensase y lo que piensa
el alma que está en Dios siempre pensando!
Pluguiese a Dios ya questo se pensase
y no en los desvaríos en que piensa
aquel que, sin pecar, peca pensando.
Francisco de Jesús (s. XVII)
Retruécano
Cristo en la Cruz jugó y perdió la vida
y ganó para Si en la Cruz la muerte;
pero porque en la Cruz recibe muerte,
el hombre por la Cruz recibe vida.
La Cruz al hombre da contento y vida
y a Dios le da la Cruz tormento y muerte,
y en la Cruz triunfa Dios del mal y muerte,
pues en la Cruz les quita al fin la vida.
Recibe Cristo en Cruz afrenta y muerte
y por la Cruz alcanza gloria y vida
el hombre que sin Cruz viviera en muerte.
Y al fin la Cruz a Cristo da la vida,
y es espada la Cruz contra la muerte
pues pierde por la Cruz el reino y vida.
Francisco de Jesús
Si en pago de ofenderte tantas veces
Si en pago de ofenderte tantas veces
usas, Señor, de tantos beneficios,
si en mí fueran virtudes tantos vicios
¿qué fuera, pues tan largo te me ofreces?
Si en vez de castigar, me favoreces
y das tal paso donde no hay servicios,
a quien te sirve bien me das indicios
de los bienes sin número que ofreces.
Pues no pido, Señor, que me regales;
trabajos pido, penas y deshonras;
que arranques, quemes, cortes y deshagas.
Que si aquí no se purgan tantos males,
temo en tanto regalo y tantas honras
otra purga mayor o nuevas llagas.
Francisco de Jesús
Soneto a San José
JOSÉ divino, pues que Cristo pobre
padre os quiso llamar desde el pesebre,
¿quién duda que en los cielos os requiebre
y honor y gloria como a padre os sobre?
¿ Quién duda que milagros por vos obre
y cuando algún devoto vuestro quiebre,
quién sino vos hará que se celebre
el llanto de su culpa y gracia cobre?
Porque si tantos años de costumbre
tuviste de aplacar la sed y hambre
a Dios del cielo en cuanto al ser de hombre,
claro está que gozando allá su cumbre,
los serafines en copioso enjambre
os cantarán tal gala y tal renombre.
Francisco de Jesús
Oyendo cantar a un ruiseñor junto a una rosa
Aquélla, la más dulce de las aves,
y ésta, la más hermosa de las flores,
esparcían suavísimos amores
en sus cánticos y nácares suaves.
Cuando, suspensa entre cuidados graves,
un alma, que atendía su primores,
arrebatada a objetos superiores,
les entregó del corazón las llaves.
Si aquí, dijo, en el yermo de esta vida
tanto una rosa, un ruiseñor eleva,
tan grande es su belleza y su dulzura,
¿cuán será la floresta prometida?
¡Oh dulce melodía siempre nueva,
oh siempre floridísima hermosura!
Jerónimo de San José (s. XVII)
La oración del ateo
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas.
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi alma endulzome noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-1936)
Señor, no me desprecies…
Señor, no me desprecies y conmigo
lucha; que sienta, al quebrantar tu mano
la mía, que me tratas como a hermano,
Padre, pues beligerancia consigo
de tu parte; esa lucha es la testigo
del origen divino de lo humano.
Luchando así comprendo que el arcano
de tu poder es de mi fe el abrigo.
Dime, Señor, tu nombre, pues la brega
toda esta noche de la vida dura
y del albor la hora luego llega;
me has desarmado ya de mi armadura,
y el alma, así vencida, no sosiega
hasta que salga de esta senda oscura.
Miguel de Unamuno
Te busco desde siempre
Te busco desde siempre. No te he visto
nunca. ¿Voy tras tus huellas?
Las rastreo con ansia, con angustia, y no las veo.
Sé que no sé buscarte, y no desisto.
¿Qué me induce a seguirte? ¿Por qué insisto
en descubrir tu rastro? Mi deseo
no sé si es fe. No sé. No sé si creo
en algo, ¿en qué? No sé. No sé si existo.
Pero, Señor de mis andanzas, Cristo
de mis tinieblas, oye mi jadeo.
No sufro ya la vida, ni resisto
la noche. Y si amanece, y yo no veo
el alba, no podré decirte: «He visto
tu luz, tus pasos en la tierra, y creo».
Juan José Domencrina (Madrid, 1898-1959)
Jesús del Gran Poder
Jesús del Gran Poder, Señor, Dios mío…
Si en medio de la noche sevillana
aparece tu efigie soberana
entre gotas de llanto y de rocío…
Si de tu santa faz el sol sombrío
antes que el astro enciende la mañana
y de tu sangre la Divina grana
eterna corre como fluye el río…
Y vuelven a bajar las golondrinas
a quitar de tu frente las espinas
al mandato de Amor, eterno y fuerte.
Ríndese el mal y el odio. Y tu «Carrera»
al hombre enseña, al fin, de qué manera
puede ser Dios un condenado a muerte.
Manuel Machado (Sevilla, 1874-1947)
Domine, ut videam
I
“Mi Vida, mi Verdad y mi Camino…”
Yo sé bien que eres Tú. Pero te busco
y ¡en qué mirajes la mirada ofusco,
o en qué negrura el paso desatino…!
Sin duda es verde aún la pobre rama
que en tu divino fuego arder quisiera,
y airado la separas de la hoguera
porque indigna la juzgas de tu llama
No sé, no sé, Señor, a dónde llego
corriendo tras tu sombra… En cualquier parte,
buscándote me angustio y extermino.
¡Dame, Señor, la mano, que soy ciego!
Ponme en la senda donde pueda hallarte:
¡Mi vida, mi Verdad y mi Camino!
II
Ya me maté a mí mismo, pues no quiero
con hombre nada y en Ti sólo fío,
y a tu infinita caridad confío
cuanto sólo de Ti, Señor, espero.
Sólo contigo familiar sería
si Tú me hablaras… Y ¡qué humildemente
sin guardar nada, corazón y mente,
si los quisieras Tú, te entregaría!
Tómamelos, mi bien, que esta jornada
correr, de todo peso libre, ansío,
porque en Tu Gracia pronto se concluya…!
Yo sé de sobra que no valen nada.
mas, pues dejé mi voluntad, Dios mío,
hazme saber al fin cuál es la Tuya.
III
¡Gracia, gracia, Señor, que el amor quiere
yo todo tuyo, mas Tú todo mío…!
Porque la mar lo espera corre el río.
Y a los besos del sol la rosa muere.
Amor, que a toda gloria se prefiere,
la muerte vence, mas no vence el frío…
Eco no halla la voz en el vacío.
No viva, Rey del alma, quien no espere.
Mas, si a vivir amando me destinas,
da pan al hambre mía, aunque sea poco;
agua a la sed en que me ves deshecho.
¡Del alma en sombras a las hondas minas
un rayito de sol…! -Y, Él: “Calla, loco,
siempre el amor acaba satisfecho!”
Manuel Machado
Kyrie Eleison
La Caridad, la Caridad, la Caridad…
Tus llagas otra vez, Señor, al mundo muestra,
y tu corona de espinas, y tu diestra
horadada por el clavo de la impiedad.
Dinos de nuevo aquella palabra que nos hace
llorar, y nos derrite la maldad en el pecho,
y nos da paz, amor y olvido. Y satisface
como el correr seguro del río por su lecho.
Y que un pasaje matinal, y que una buena
esperanza nos den la alegría piadosa,
y que sea el amor de dios nuestra verdad.
Que seamos buenos para librarnos de la pena.
Y que nunca olvidemos esta única cosa:
¡La Caridad, la Caridad, la Caridad!…
Manuel Machado

Sonetos Religiosos 1

cristo-de-velc3a1zquez-1632
Soneto a Cristo Crucificado
No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, en tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera;
No me tienes que dar porque te quiera,
porque aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Antonio de Rojas (1585-1650)

—————
Me basta Dios: solo este pensamiento
de tal manera el corazón me llena,
que toda dicha a su dulzura ajena,
es causa para mí de más tormento.
En la infinita plenitud que siento
ni el bien me halaga, ni el dolor me apena;
pues nada ya el espíritu encadena
que en sólo Dios ha puesto su contento.
Todo lo estima como inmundo lodo
el alma que de Dios está tocada,
porque en su amor inmenso transformada
sólo vive de amor; y de este modo,
en Dios y para Dios, lo quiere todo,
sin Dios y para sí, no quiere nada.
R. V. Osende, O.P.
La Visita
Déjame entrar Señor que tengo prisa…;
que he de volver a un mundo apresurado,
inmerso en la ambición y en el pecado,
huérfano de la luz y de la risa.
Déjame entrar que mi dolor precisa
hacer un alto en el camino andado;
porque tengo, Señor de tan cansado,
el gesto vago y la virtud remisa.
Déjame entrar Señor sólo persigo
pararme un rato, recobrar la calma,
pensar un poco y dialogar Contigo.
Soy el mismo de ayer tu viejo amigo
déjame entrar a confortarme el alma
luego, Señor cuando queráis… prosigo.
A. Trujillo Téllez
Visita al Santísimo Sacramento
Permíteme, Señor, que aquí postrado,
consciente de mi nada en tu presencia,
y aún temiendo pecar de irreverencia
me atreva al alto honor de acompañaros.
Yo sé que no soy digno de miraros,
Mas, fiado en tu amor y en tu clemencia,
se apacigua el clamor de mi conciencia
y me inunda la calma al contemplaros.
En el mundo, Señor por olvidaros,
es todo confusión y algarabía
que me inquietan de modo extraordinario.
Por eso, mi Señor vengo a rogaros,
que le dejes gozar al alma mía,
del remanso de paz de tu Sagrario.
José Ramón de Pablo
Soneto-oración
(De «La Gran Sultana»)
A ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste,
a costa de tu sangre y de tu vida
la mísera de Adán primer caída
y adonde él nos perdió. Tú nos cobraste.
A Ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas la perdida,
y hallándola del lobo perseguida,
sobre tus hombros santos te la echaste.
A Ti me vuelvo en mi aflicción amarga
y a Ti toca, Señor, el darme ayuda,
que soy cordera de tu aprisco ausente
y temo que a carrera corta o larga
cuando a mi daño tu favor no acuda
me ha de alcanzar esta infernal serpiente.
Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)
Dime, Padre común
«Dime, Padre común, pues eres Justo,
¿por qué ha de permitir tu providencia
que, arrastrando prisiones la inocencia,
suba la fraude a tribunal augusto?
¿Quién da fuerzas al brazo que robusto
hace a tus leyes firme resistencia,
y que el celo, que más la reverencia,
gima a los pies del vencedor injusto?
Vemos que vibran victoriosas palmas
manos inicuas, la virtud gimiendo
del triunfo en el injusto regocijo».
Esto decía yo, cuando riendo
celestial ninfa apareció, y me dijo:
«¡Ciego!, ¿es la tierra el centro de las almas?»
Bartolomé L. de Argensola (1562-1631)
A Dios omnipotente
Señor, que miras de tu excelsa cumbre
el tiempo todo en un presente eterno,
tu imagen mira en mí, que al ciego infierno
la inclina su terrena pesadumbre.
Oh suma luz, ya la encendida lumbre
de mi gozoso abril florido y tierno
muere, y ya temo ver en el invierno
más verde la raíz de mi costumbre.
Mírala, sacro santo Rey divino,
con ojos de piedad, que al dulce encuentro
del rayo celestial verás volvella
a verte, como en vidrio cristalino
la imagen mira el que se espeja dentro,
y está en su vista dél su mirar della.
Bartolomé L. de Argensola
Pastor que con tus silbos amorosos
me despertaste del profundo sueño;
tú que hiciste cayado de este leño
en que tiendes los brazos poderosos;
vuelve los ojos a mi fe piadosos,
pues te confieso por mi amor y dueño,
y la palabra de seguirte empeño,
tus dulces silbos y tus pies hermosos.
Oye, Pastor, que por amores mueres:
no te espante el rigor de mis pecados,
pues tan amigo de rendidos eres.
Espera, pues, y escucha mis cuidados;
¿pero cómo te digo que me esperes,
si estás, para esperar, los pies clavados?
Lope de Vega (1562-1635)
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
asómate ahora a la ventana;
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡ Y cuántas veces, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
Lope de Vega
Temores en el favor
Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,
y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto,
y la piedad de vuestro pecho admiro.
Tal vez el alma con temor retiro,
tal vez la doy al amoroso llanto;
que, arrepentido de ofenderos tanto,
con ansias temo y con dolor suspiro.
Volved los ojos a mirarme humanos;
que por las sendas de mi error siniestras
me despenaron pensamientos vanos.
No sean tantas las miserias nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras.
Lope de Vega
Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por donde he venido,
me espanto de que un hombre tan perdido
a conocer su error haya llegado.
Cuando miro los años que he pasado
la divina razón puesta en olvido,
conozco qué piedad del cielo ha sido
no haberme en tanto mal precipitado.
Entré por laberinto tan extraño,
fiando al débil hilo de la vida
el tarde conocido desengaño,
Mas de tu luz mi oscuridad vencida,
el monstruo muerto de mi ciego engaño
vuelva a la patria, la razón perdida.
Lope de Vega
¿Qué ceguedad me trato a tantos daños?
¿Por dónde me llevaron desvaríos,
que no traté mis años como míos
y traté como propios sus engaños?
Oh puerto de mis blancos desengaños,
por donde ya mis juveniles bríos
pasaron como el curso de los ríos,
que no los vuelve atrás el de los años.
Hicieron fin mis locos pensamientos;
acomodóse el tiempo a la edad mía,
por ventura en ajenos escarmientos.
Que no temer el fin no es valentía,
donde acaban los gustos en tormentos
y el curso de los años en un día.
Lope de Vega
¡Cuántas veces, Señor, me habéis llamado,
y cuántas, con vergüenza he respondido,
desnudo como Adán, aunque vestido
de las hojas del árbol del pecado!
Seguí mil veces vuestro pie sagrado,
fácil de asir, en una Cruz asido,
y atrás volví otras tantas atrevido,
al mismo precio en que me habéis comprado.
Besos de paz os di para ofenderos,
pero si fugitivos de su dueño
hierran cuando los hallan los esclavos,
hoy que vuelvo con lágrimas a veros,
clavadme vos a vos en vuestro leño
y tendréisme seguro con tres clavos.
Lope de Vega
Con ánimo de hablarle en confianza
de su pide, entré en el tempo un día;
donde Cristo en la cruz resplandecía
con el perdón que quien le mira alcanza.
Y aunque la fe, el amor y la esperanza
a la lengua pusieron osadía,
acordéme que fue por culpa mía,
y quisiera de mí tomar venganza.
Ya me volvía sin decirle nada,
y como vi la llaga del costa,
paróse el alma en lágrimas bañada.
Hablé, lloré, y entré por aquel lado,
porque no tiene Dios puerta cerrada
al corazón contrito y humillado.
Lope de Vega
Muere la vida, y vivo yo sin vida,
ofendiendo la vida de mi muerte,
sangre divina de las venas vierte,
y mi diamante su dureza olvida.
Está la majestad de Dios tendida
en una dura cruz, y yo de suerte
que soy de sus dolores el más fuerte,
y de su cuerpo la mayor herida.
¡Oh duro corazón de mármol frío!,
¿tiene tu Dios abierto el lado izquierdo,
y no te vuelves un copioso río?
Morir por él será divino acuerdo,
mas eres tú mi vida, Cristo mío,
y como no la tengo, no la pierdo.
Lope de Vega
Yo me muero de amor, que no sabía,
aunque diestro en amar cosas del suelo,
que no pensaba yo que amor del cielo
con tal rigor las almas encendía.
Si llama la moral filosofía
deseo de hermosura a amor, recelo
que con mayores ansias me desvelo
cuanto es más alta la belleza mía.
Amé en la tierra vil, ¡qué necio amante!
¡Oh luz del alma, habiendo de buscaros,
qué tiempo que perdí como ignorante!
Mas yo os prometo agora de pagaros
con mil siglos de amor cualquiera instante
que por amarme a mí dejé de amaros.
Lope de Vega
Hombre mortal mis padres me engendraron,
aire común y luz de los cielos dieron,
y mi primera voz lágrimas fueron,
que así los reyes en el mundo entraron.
La tierra y la miseria me abrazaron,
paños, no piel o pluma, me envolvieron,
por huésped de la vida me escribieron,
y las horas y pasos me contaron.
Así voy prosiguiendo la jornada
a la inmortalidad el alma asida,
que el cuerpo es nada, y no pretende nada.
Un principio y un fin tiene la vida,
porque de todos es igual la entrada,
y conforme a la entrada la salida.
Lope de Vega
Buscaba Madalena pecadora
un hombre, y Dios halló sus pies, y en ellos
perdón, que más la fe que los cabellos
ata sus pies, sus ojos enamora.
De su muerte a su vida se mejora,
efecto en Cristo de sus ojos bellos,
sigue su luz, y al occidente dellos
canta en los cielos y en peñascos llora.
«Si amabas, dijo Cristo, soy tan blando
que con amor a quien amó conquisto,
si amabas, Madalena, vive amando».
Discreta amante, que el peligro visto
súbitamente trasladó llorando
los amores del mundo a los de Cristo.
Lope de Vega

Salamanca y Unamuno

interior_catedral_31

interior_catedral_nueva

interior_9

coro_2

Catedral_vieja_Salamanca

Salamanca.SalamancaCiudaddelPensamiento_Turismocultural

Informacion pagina web Catedral de Salamanca

Mi Salamanca de Miguel de Unamuno:

Alto soto de torres que al ponerse
tras las encinas que el celaje esmaltan
dora a los rayos de su lumbre el padre
Sol de Castilla;
bosque de piedras que arrancó la historia
a las entrañas de la tierra madre,
remanso de quietud, yo te bendigo,
¡mi Salamanca!

Miras a un lado, allende el Tormes lento,
de las encinas el follaje pardo
cual el follaje de tu piedra, inmoble,
denso y perenne.
Y de otro lado, por la calva Armuña,
ondea el trigo, cual tu piedra, de oro,
y entre los surcos al morir la tarde
duerme el sosiego.

Duerme el sosiego, la esperanza duerme
de otras cosechas y otras dulces tardes,
las horas al correr sobre la tierra
dejan su rastro.
Al pie de tus sillares, Salamanca,
de las cosechas del pensar tranquilo
que año tras año maduró en tus aulas,
duerme el recuerdo.

Duerme el recuerdo, la esperanza duerme
y es tranquilo curso de tu vida
como el crecer de las encinas, lento,
lento y seguro.
De entre tus piedras seculares, tumba
de remembranzas del ayer glorioso,
de entre tus piedras recojió mi espíritu
fe, paz y fuerza.

En este patio que se cierra al mundo
y con ruinosa crestería borda
limpio celaje, al pie de la fachada
que de plateros

ostenta filigranas en la piedra,
en este austero patio, cuando cede
el vocerío estudiantil, susurra
voz de recuerdos.

 

En silencio fray Luis quédase solo
meditando de Job los infortunios,
o paladeando en oración los dulces
nombres de Cristo.

Nombres de paz y amor con que en la lucha
buscó conforte, y arrogante luego
a la brega volvióse amor cantando,
paz y reposo.

La apacibilidad de tu vivienda
gustó, andariego soñador, Cervantes,
la voluntad le enhechizaste y quiso
volver a verte.


Volver a verte en el reposo quieta,
soñar contigo el sueño de la vida,
soñar la vida que perdura siempre
sin morir nunca.

Sueño de no morir es el que infundes
a los que beben de tu dulce calma,
sueño de no morir ese que dicen
culto a la muerte.

En mi florezcan cual en ti, robustas,
en flor perduradora las entrañas
y en ellas talle con seguro toque
visión del pueblo.

Levántense cual torres clamorosas
mis pensamientos en robusta fábrica
y asiéntese en mi patria para siempre
la mi Quimera.

Pedernoso cual tú sea mi nombre
de los tiempos la roña resistiendo,
y por encima al tráfago del mundo
resuene limpio.

Pregona eternidad tu alma de piedra
y amor de vida en tu regazo arraiga,
amor de vida eterna, y a su sombra
amor de amores.

En tus callejas que del sol nos guardan
y son cual surcos de tu campo urbano,
en tus callejas duermen los amores
más fugitivos.

Amores que nacieron como nace
en los trigales amapola ardiente
para morir antes de la hoz, dejando
fruto de sueño.

El dejo amargo del Digesto hastioso
junto a las rejas se enjugaron muchos,
volviendo luego, corazón alegre,
a nuevo estudio.

De doctos labios recibieron ciencia
mas de otros labios palpitantes, frescos,
bebieron del Amor, fuente sin fondo,
sabiduría.

Luego en las tristes aulas del Estudio,
frías y oscuras, en sus duros bancos,
aquietaron sus pechos encendidos
en sed de vida.

Como en los troncos vivos de los árboles
de las aulas así en los muertos troncos
grabó el Amor por manos juveniles
su eterna empresa.

Sentencias no hallaréis del Triboniano,
del Peripato no veréis doctrina,
ni aforismos de Hipócrates sutiles,
jugo de libros.

Allí Teresa, Soledad, Mercedes,
Carmen, Olalla, Concha, Bianca o Pura,
nombres que fueron miel para los labios,
brasa en el pecho.

Así bajo los ojos la divisa del amor,
redentora del estudio,
y cuando el maestro calla, aquellos bancos
dicen amores.

Oh, Salamanca, entre tus piedras de oro
aprendieron a amar los estudiantes
mientras los campos que te ciñen daban
jugosos frutos.

Del corazón en las honduras guardo
tu alma robusta; cuando yo me muera
guarda, dorada Salamanca mía,
tú mi recuerdo.
Y cuando el sol al acostarse encienda
el oro secular que te recama,
con tu lenguaje, de lo eterno heraldo,
di tú que he sido.

Miguel de Unamuno

Pemán : poesias 2

The Holy Night by Carlo Maratta

Madonna_con_il_Bambino

José María Pemán :

Cargadores de la Isla mecedla con suavidad, que lleváis sobre los hombros a la Reina de la Mar!

Cargadores de la Isla: ésa que vais a sacar es la Virgen marinera, que huele a marisco y sal; (…) la que apacienta las olas los días de tempestad; (…) Tú, cargador, que no sabes rezar la Salve, quizás: si cuando lo saques, meces el paso con buen compás, aunque no sepas la Salve, Dios te lo perdonará…

2

Bendito seas, Señor, por tu infinita bondad; porque pones con amor sobre espinas de dolor rosas de conformidad.

¡Qué triste es mi caminar! llevo en mi pecho escondido un gemido de pesar y en mis labios un cantar para esconder mi gemido.

Mi poesía soñadora es agua murmuradora de corriente mansa y grave, que, al murmurar, no se sabe si es que canta o es que llora.

Y es que temiendo, Señor, que este temiendo, Señor, que ese mundo burlador se burle de mis pesares, voy ahogando entre cantares los ayes de mi dolor.

No quiero que en mi cantar mi pena se transparente; quiero sufrir y callar. No quiero dar a la gente migajas de mi pesar.

Tú sólo, Dios y Señor, tú, que con amor me hieres, tú que con inmenso  amor pruebas con mayor dolor a las almas que más quieres.

Tú solo lo has de saber; que sólo quiero contar mi secreto padecer a quien lo ha de comprender y lo puede consolar.

Bendito seas, Señor, por tu infinita bondad; porque pones con amor sobre espinas  de dolor,  rosas de conformidad.

Será el dolor que viniere en buena hora recibido. Venga, pues que Dios lo quiere, ¿Qué me importa verme herido, si es  i Dios el que me hiere?

Yo  no me quejo, Señor, yo sé que es gozo el dolor, si se sufre por amor; y el padecer es gozar, se  padece de amor.

Sé que para el peregrino que busca el placer divino de padecer por amores, las espinas del camino se van convirtiendo en flores.

Yo no me quejo, Señor, quiero por amor gozar la locura del dolor, quiero por amor gozar la locura del dolor; quiero hacer mi vida altar de un sacrificio de amor.

Vivir sin pena de Amores es triste vivir sombrío, como el del agua de un río que, sin árboles ni flores, va por un campo baldío.

Vida falsa alegría, yo no te envidio: que el día que fuera mi vida así, temblando de horror diría: “Dios se ha olvidado de mí”

No huyáis, penas y dolores con flaqueza de cobardes, ni busquéis falsos amores, que mueren como las flores con el morir de la tarde.

Saber sufrir y tener el alma recia y curtida es lo que importa saber. La ciencia del padecer es la ciencia de la vida.

No hay como saber sufrir con entereza el dolor, para saber combatir. Que el dolor es la mejor enseñanza del vivir.

El ayuda con su manto las empresas duraderas del vivir fecundo y sano; él  sabe  aventar del grano la suciedad de las eras.

El nos enseña a tener siempre el alma apercibida, y a esperar y a no temer, y a dar su justo valer a las cosas de la vida.

Nos enseña a caminar por la vida, y a luchar con ánimo bien templado, para no desesperar ni aún esperar demasiado.

Es saludable lección para las necias pasiones, cauterio del corazón, freno de las tentaciones y escuela de perfección.

Por eso, Dios y Señor, porque por amor me hieres, porque, con inmenso amor, pruebas con mayor dolor a las almas qué más quieres.

Porque sufrir es curar las llagas del corazón: porque sé que me has de dar consuelo y resignación a medida del pesar.

Por tu bondad y tu amor, porque lo mandas y quieres, porque  es tuyo mi dolor.

¡Bendita sea, Señor, la mano con que me hieres!

                                     José María Peman          

3

              Estaba la dolorosa
junto al leño de la cruz
¡que alta palabra de luz!
qué manera tan graciosa
de enseñarnos la preciosa
lección de callar doliente.
Tronaba el cielo rugiente,
la tierra se estremecía.
Bramaba el agua… María
estaba, sencillamente.
 

 

Obras completas, Madrid: Escelicer, 1947–1965, siete tomos. I. «Poesía» (1947). II. «Novelas y cuentos» (1948). III. «Narraciones y ensayos» (1949). IV. «Teatro». V. «Doctrina y oratoria» (1953). VI. «Miscelánea» (1953). VII. «Miscelánea» (1965).

Lírica De la vida sencilla. Poesías originales, M., V. H. Sanz Calleja, 1923 (con prólogo de Francisco Rodríguez Marín). Nuevas poesías, M., Voluntad, 1925. A la rueda, rueda… Cancionero, M., CIAP Mundo Latino, 1929. El barrio de Santa Cruz (Itinerario lírico), Jerez de la Frontera, Nueva Litografía Jerezana, 1931. Elegía de la tradición de España, Cádiz, Tip. Manuel Cerón, 1931. Salmo de los muertos del 10 de agosto, 1933. Señorita del mar, M., Sáez Hnos, 1934. Poesía (1923-1937), Valladolid, Santarén, 1937. Poema de la Bestia y el Ángel, Zaragoza, Jerarquía, 1938. Poesía sacra, M., Escelicer, 1940. Por Dios, por la Patria y el Rey, M., Ediciones Españolas, 1940 (Estampas de Carlos Saez de Tejada). Las musas y las horas, M., Aguilar, 1945. Las flores del bien, B., Montaner y Simón, 1946. Obras completas, M., Escelicer, 1947 (Tomo I: Poesía). La Pasión según Pemán. Edibesa, 1997. Poesía esencial. Granada, 2002. (Estudio preliminar y selección de José Enrique Salcedo Mendoza). Narrativa y cuentos Cuentos sin importancia, 1927. Romanza del fantasma y doña Juanita, 1927. Inquietudes de un provinciano, 1930. Volaterías, 1932. De Madrid a Oviedo, pasando por Las Azores, 1933. La vencedora, 1933. San Pedro, 1933. Fierabrás, 1935. El vuelo inmóvil, 1936. ¡Atención, atención!, 1937. Arengas y crónicas de guerra. Escelicer-Cerón, Cádiz, 1937. Historia de tres días, 1939. El paraíso y la serpiente, 1942. Señor de su ánimo, 1943. Un laureado civil, 1944. De doce cualidades de la mujer, 1948. Un soldado en la historia: vida del capitán general Varela. Madrid, 1954. Ensayo El hecho y la idea de la Unión Patriótica, 1929. Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno, 1935. Crónicas de antes y después del diluvio, 1939. La historia de España contada con sencillez, 1939. Ocho ensayos religiosos, 1948. Teatro Isoldina y Polión, 1928. La viudita naviera. El divino impaciente, 1933. Cuando las Cortes de Cádiz, 1934. Cisneros, 1935. Julieta y Romeo, 1935. La danza de los velos, 1936. Almoneda, 1937. De ellos es el mundo, 1938. Ha habido un robo en el teatro, 1938. La Santa virreina, 1939. Ella no se mete en nada, 1941. Por la Virgen Capitana, 1941. Metternich, 1942. Juan sin versos, 1942. El testamento de la Mariposa, 1942. Hay siete pecados, 1943. Como el primer día, 1943. Hablar por hablar, 1944. Si me quieres o me dejas, 1944. Yo no he venido a traer la paz, 1945. Diario íntimo de la tía Angélica, 1946. Todo a medio hacer, 1946. Antígona, 1946. La casa, 1947. En tierra de nadie, 1947. Vendimia, 1947. La verdad, 1947. Lo que debe ser, 1948. Semana de Pasión, 1948. Hamlet, 1949. Electra, 1949. El viejo y las niñas, 1949. El gran cardenal, 1950. Paca Almuzara, 1950. Por el camino de la vida, 1950. La muerte de Carmen, 1949; libreto de ópera con música de Ernesto Halffter.

Peman: poesias

tumblr_mucs6cN8Px1r4zr2vo1_r1_500
tumblr_mctpjex9411r4zr2vo1_r1_500
Jose María Pemán
 1898-1981
Oración
Yo sé que estás conmigo, porque todas
las cosas se me han vuelto claridad:
porque tengo la sed y el agua juntas
en el jardín de mi sereno afán.
Yo sé que estás conmigo, porque he visto
En las cosas tu sombra, que es la paz;
Y se me han aclarado las razones
de los hechos humildes, y el andar
por el camino blanco, se me ha hecho
un ejercicio de felicidad.
No he sido arrebatado sobre nubes
ni he sentido tu voz, ni me he salido
del prado verde donde suelo andar…
¡otra vez, como ayer, te he conocido
por la manera de partir el pan.
 Oración a la luz
Señor: yo sé que en la mañana pura
de este mundo, tu diestra generosa
hizo la luz antes que toda cosa
porque todo tuviera su figura.
Yo sé que se refleja la segura
línea inmortal del lirio y de la rosa
mejor que la embriagada y temerosa
música de los vientos en la altura.
Por eso yo celebro en el frío
pensar exacto a la verdad sujeto
y en la ribera sin temblor del río;
por eso yo te adoro, mudo y quieto:
y por eso, Señor, el dolor mío
por llegar hasta Ti se hizo soneto.
 Resignación
Por eso, Dios y Señor,
porque por amor me hieres,
porque con inmenso amor
pruebas con mayor dolor
a las almas que más quieres.
Porque sufrir es curar
las llagas del corazón;
porque sé que me has de dar
consuelo y resignación
a medida del pesar;
por tu bondad y tu amor,
porque lo mandas y quieres,
porque es tuyo mi dolor…,
¡bendita sea, Señor,
la mano con que me hieres!
Revelación
¡Cómo volaba el pensamiento mío!…
Fue un dulce anochecer. Se adivinaba
por su rumor, bajo la peña, el río,
y la mano del viento preludiaba
un aria triste en el pinar sombrío.
Como una bruma de melancolía,
no sé qué dulce calma bienhechora
pasó rozando con el alma mía…
Tú que en mí estás, mujer, a toda hora,
¡nunca has estado en mí como aquel día!…
Quise gritar mi pena.
y ante la soledad de los caminos
alfombrados de luna y la serena
quietud de muerte de la noche, llena
de olor de flores y rumor de pinos,
«¡La quiero!…», dije con fervor sincero.
«¡La quiero!…», repetí, y el aire blando,
con un rodar de voces fue gritando
desde la sierra hasta el pinar: «¡La quiero!
Callé y calló la noche. El alma mía
volvió a encerrarse en la melancolía
de este secreto amor hondo y austero,
que nadie sabe y del que nada espero…
¡Sólo lo supo el agua que corría
y una flor desvelada, que tenía
una cita de amor con un lucero…!
  Romance del divino gozo
El gozo del mundo se entra
dentro de mi corazón.
¡Estrecho gozo el que cabe
en tan estrecha mansión!.
El gozo que entra en nosotros:
gozo es de mal gozador.
Quiero un gozo que me envuelva
porque él me sea mayor.
¿Qué gozo será el que traiga
tanta anchura y tanto sol?.
Dios le dijo al siervo fiel:
«Entra en el gozo de Dios»…
¡No gozos que entren en mí:
quiero un gozo en que entre yo!

biblioteca: la utilidad de lo inutil

Paisajes de playas (20)p

Paisajes de playas (55)


Un libro muy recomendable:

La Inutilidad de lo inutil. Nuccio Ordine.

¿Para qué sirve un dibujo, una pintura? Para recrear una realidad, adornarla o inventarla. Para buscar la belleza y la precisión a través de los pigmentos, y comunicar con ellos los sentimientos. Para jugar con el agua, la madera, el lienzo; practicar unas técnicas e inventar otras, inspirarse en los maestros y servir de inspiración para quienes puedan ser alumnos. Para confesar lo que con palabras no es posible, para conocer lo que se pinta, para mancharse las manos y olvidar las huellas dactilares en el papel. Para relajarse, buscarse a uno mismo o querer alejarse de él. Para expresar, compartir. Para ser. Todo eso, para quien lo pinta. Sirve para mirar, y admirarse u horrorizarse. Sirve para que las pupilas se agranden, o para que los ojos se entrecierren. Para observar detalles o contemplar toda una composición, para intentar entenderla y transportarse hacia aquél lugar dibujado. Para conocerla, para decorar, para hablar de ella y desear haberla creado. Para que forme parte de la belleza, y ésta nos rodee y nos inunde. Todo eso, para quien la admira.

¿Para qué sirve la música? Para convertir en notas las emociones, y dar vida al lenguaje que nace de los pentagramas. Para compartir lo que se ha vivido, o cantar lo que algún día gustaría ser vivido. Para sentirse libre y agotar la voz, o las manos, y fundirse con la melodía, y llegar a ser uno con el instrumento, con el público. Con la vida. Todo eso, para quien la compone. Sirve para cantarla, tararearla; mientras se conduce, se cocina, se camina, se piensa. Para olvidarse de todo y desahogarse, imaginarse dentro de esa historia, soñar por un momento vivir bajo esa mágica banda sonora. Sirve para bailarla, para besar mientras suena, o reír o llorar. Sirve para sentir, porque siempre es mejor sentir, aunque sea tristeza, que no sentir nada, y la música impide que el alma permanezca indiferente. Todo eso, para quien la escucha.

¿Para qué sirve un poema? Para expirar los sentimientos, y plasmarlos en papel. Para crear con ellos, convertidos en palabras, melodías, o un recuerdo, un sueño, una confesión. Y dedicársela a alguien, o al mundo, o a sí mismo. Para poder decir que se tiene la profesión más bonita del mundo y, sobre todo, para tenerla. Todo eso, para quien lo escribe. Sirve para descubrirlo, conocerlo, releerlo, degustarlo. Intentar descifrarlo, identificarse con él, o no hacerlo, pero comprenderlo. Subrayarlo, memorizarlo, regalarlo, o incluso hasta inspirarlo. Todo eso, para quien lo lee.

¿Es acaso poco, tanto en cantidad como, sobre todo, en calidad? ¿Podría alguien atreverse a decir que las artes y las letras, la filosofía, las Humanidades… no sirven para nada? ¿Sería alguien capaz de mentir tan descaradamente y decir que no ha aprendido jamás un ápice con alguna de estas disciplinas, que no ha sentido admiración hacia un cuadro, que no ha llorado con una película, que no ha leído con voracidad o calma un libro? ¿Qué no ha, siquiera, retwiteado alguna frase de algún filósofo? No podría, porque todo ello lo ha experimentado, lo ha vivido y revivido, lo ha degustado y, lo que es más importante, con ello ha sentido. Ha experimentado emociones, ha dejado salir sentimientos, los ha compartido con otros, ha adquirido conocimientos, y con ello enriquecido la mente y el espíritu.

“Existen saberes que son fines por sí mismos y que –precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial– pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útiltodo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”. Este es el punto de partida de un pequeño ensayo; pequeño por tamaño pero inmenso en contenido, escrito por el hasta ahora poco conocido profesor italiano de Literatura Nuccio Ordine. Un punto de partida que comparte adjetivo con el libro que materialmente lo constituye: sencillo, de pocas líneas, pero muy directo y con una atractiva invitación al lector a sumergirse en el texto y descubrir a qué puede referirse el profesor bajo ese contradictorio y curioso título.

El programa literario Página Dos, que acaba de celebrar sus 300 programas, entrevistó en diciembre de 2013, en Roma, al autor de dicho oxímoron. A la pregunta: “Hablando de utilidades, señor Ordine, ¿qué utilidad puede tener este libro, cree usted, entre los jóvenes lectores?”, él respondió: “Espero que este libro les haga entender que, en la actualidad, tenemos más necesidad de lo inútil que de lo útil. Porque en nuestra sociedad se considera útil únicamente aquello que reporta beneficios, sin embargo, para la Humanidad también son importantes la literatura, el arte, la filosofía o la música; cosas que no generan beneficios pero que, no obstante, son realmente útiles desde el punto de vista del espíritu”. Que las Letras, las Humanidades, están de capa caída es un hecho más que constatado. Pocos colegios e institutos albergan entre sus aulas la opción de cursar un Bachillerato de Artes, y de igual forma pocas Universidades ofrecen una carrera puramente “de letras”, como pueda ser Antropología, Filosofía, Historia del Arte o Humanidades. Nunca han sido estudios de muchos alumnos, pero cada vez resulta más difícil que en las aulas haya, por redondear, el mismo número de personas que en una cena de Navidad. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué se desechan estos conocimientos, que en otras épocas se consideraban imprescindibles? ¿Por qué ahora se tildan de aburridos, de inservibles, de, al fin y al cabo, inútiles? ¿Por qué, cuando, continuando con los contrasentidos, nada puede haber más apasionante que el estudio del ser humano y sus más puras facetas?

Nuccio Ordine, al igual que muchos otros compañeros de profesión y pensamiento, se ha hecho estas preguntas y ha querido responderlas y combatirlas en La utilidad de lo inútil, una lectura muy recomendaba, e incluso necesaria, para los tiempos que corren.

Ordine, aunque de forma sintetizada y amena, no es el primero en advertir y alertar sobre el peligro que supondría eliminar de nuestra formación, y por ende de nuestra vida, lo que ha paradójicamente ha nacido con nosotros, arrancar una de nuestras primeras y más importantes raíces: la de la humanidad. Porque el arte, la literatura, la historia, la filosofía… todos estos saberes, los inútiles; se engloban dentro del término Humanidades por una razón: son el estudio de las ciencias humanas, y todo lo humano es lo relativo o intrínseco a los hombres y las mujeres. Una segunda acepción de humano, de la mano a la anterior, es lo contrario a lo cruel, frío o vacío. Y así seríamos nosotros si suprimiésemos la cultura y la belleza que nos aportan los estudios humanísticos. Porque un ensayo filosófico o antropológico no construye oficinas ni instala ordenadores, pero contribuye a que quienes trabajen en ellos amplíen sus conocimientos, tengan más opciones y puedan tomar mejores decisiones. Las personas crecen por dentro cuando amplían su sabiduría, crece su espíritu y su mente se expande como el Universo. Y cuán gratificante es eso, y cuánto bien puede hacer, y no parecen percatarse de ello.

En su ensayo, el profesor Ordine intenta que ese error se enmende, exponiendo y defendiendo la importancia de los saberes clásicos, apoyándose de lo que grandes pensadores, escritores o artistas han comentado acerca de los mismos y el valor que les ha dado la sociedad a lo largo de los siglos. Aristóteles, Ovidio, Dante, Kant, Leopardi, Heidegger o Ionesco son algunos de los autores que ha incluido en el texto para comentar o analizar La útil inutilidad de la literaturaLa Universidad-empresa y los estudiantes-clientes y Poseer mata: “dignitas hominis”, amor, verdad; las tres partes en las que se divide el ensayo.

Qué sería el mundo, la sociedad, la vida; sin aquello que llamamos Humanidades, sin aquello que más y de mejor forma nos define. Sentir curiosidad, admiración, y también miedo e incertidumbre hacia lo que nos rodea. Eso, eso es algo puramente humano. Descubrir una cualidad artística, verla crecer y aprender a amarla, y odiarla en ocasiones. Eso, es también algo puramente humano. Disfrutar de la belleza, en cualquiera de sus facetas, y no pretender definirla ni delimitarla. Reconocerla en las grandes obras de arte y encontrarla en los rincones más inesperados de la rutina. Atreverse con los clásicos de la literatura y dar una oportunidad a los escritos más nuevos. Viajar a través de ambos, a través de autores antiguos y modernos, a través del tiempo y del espacio, sumergir la imaginación en una increíble aventura de la que nunca se regresa con el corazón vacío. Envidiar la inteligencia y en ocasiones profética mente de los primeros filósofos, crecer junto a sus sucesores y atravesar, con curiosidad y valentía, la puerta de la filosofía. Y hacerse preguntas, siempre. Sobre todo, sobre cualquier cosa, para saciar el innato deseo de conocer y comprender el mundo. Y después, si quedan fuerzas, tratar de organizarlo y mantenerlo a flote. Eso, todo eso, es pura, intrínseca e irrevocablemente humano.

Lo práctico a nivel material y lo práctico a nivel espiritual no deben pelear entre sí, sino justamente lo contrario: complementarse. Vivimos en una realidad tangible que requiere de objetos, conocimientos y trabajos tangibles, cierto es. Pero bien es sabido y comprobado que una vida basada en las aspiraciones materiales es la más pobre de todas. Una vida cuya mente no se cultiva ni se abre, por mucho éxito que se tenga, o muchos logros se obtengan, es la más vacía de todas.  Así lo sintetiza el propio Nuccio Ordine: “sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu”. Nos rodean la envidia, la mentira, las falsas apariencias, la ambición. El deseo de poseer y aumentar riquezas, y de lo menos posible compartirlas. El saber, el conocimiento, es una de las mayores riquezas y, como el amor o la amistad, crece al compartirlo, beneficiando tanto al que lo recibe como al que lo da. “Han caído ustedes en un error deplorable –señaló en su día Victor Hugo, refiriéndose a quienes, como hoy, pretenden difuminar o eliminar la cultura de la sociedad– han pensado que se ahorrarían dinero, pero lo que se ahorran es gloria”. Que no nos suceda como a la clase política a la que se refería el poeta en este extracto del apasionado (como no podría ni debería ser de otra forma) discurso que pronunció en 1848. Un discurso que perfectamente podría haber expuesto hoy en día. Que no nos suceda, no caigamos en el error de desterrar lo que es realmente útil y beneficioso para la sociedad y para cada uno de sus individuos. Porque las costumbres, las modas, los precios, las opiniones; todo lo que rutinariamente nos preocupa y obnubila, está en constante cambio. Lo que un día sirve al siguiente ya es historia y se ha quedado anticuado e inservible. Pero, como decía Hölderlin, “lo que permanece lo fundan los poetas”.

cuentos fantasticos 4

tumblr_moal8fbtAm1r4zr2vo1_r1_500

Honoré de Balzac

EL ELIXIR DE LARGA VIDA

AL lector: al comienzo de su carrera literaria recibió el autor, de manos de un amigo muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1810, época en la que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo diecinueve toman dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que «pesadores‑jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros, etc. Hay que añadir gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias diciendo: «Antes de tres años heredaré seguramente, y entonces…» Un asesino nos desagrada menos que un espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer. Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que los seres queridos, llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:
‑Buenas noches, padre.
A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar, y que cada mañana se abren a la luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente, sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de nuestra época, es decir, perfeccionar el engranaje principal?
Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que quieran hacerles justicia. La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda dedicando esta obra DIIS IGNOTIS. (1846)

En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
‑Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
‑Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
‑En el fondo de mi corazón siento remordimientos ‑decía‑. Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
‑¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
‑¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!‑ después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.
‑¿Cuándo serás Gran Duque? ‑preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
‑¿Y cuándo morirá tu padre? ‑dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
‑¡Ah, no me habléis de ello! ‑exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero‑. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
‑Señor, vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse pur un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirije al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa ‑decía‑ que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
‑Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber ‑exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
‑Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros le sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes, dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella miraja, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
‑¡Te divertías! ‑exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Dun Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
‑No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
‑¡Qué remordimientos, padre! ‑dijo hipócritamente.
‑¡Pobre Juanito! ‑continuó el moribundo con voz sorda‑, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?
‑¡Oh! ‑exclamó don Juan‑, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
‑Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo ‑exclamó el moribundo‑, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
‑Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi corazón.
‑No se trata de esa vida ‑dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos‑. Escúchame, hijo ‑continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo‑, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
‑Pero ‑continuó en voz alta‑, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.
‑Dios soy yo ‑replicó el anciano refunfuñando.
‑No blasfeméis ‑dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
‑¿Quieres escucharme? ‑exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.
‑Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
‑Es el colmo del delirio ‑dijo don Juan.
‑He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
‑Ya está, padre.
‑Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
‑Aquí está.
‑He empleado veinte años en… ‑en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir‑: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.
‑Pues hay bastante poco ‑replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
‑¡Vaya!, se acabó el buen hombre ‑exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al fnal de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se extremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
‑¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? ‑dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.
‑Su padre era un buen hombre ‑le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:
‑Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fánfarrón impío? ¡Ama a su padre!
‑¿Os habéis fijado en el perro negro? ‑preguntó la Brambilla.
‑Ya es inmensamente rico, ‑dijo suspirando Blanca Cavatolino.
‑¡Y eso qué importa! ‑exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.
‑¿Cómo que qué importa? ‑exclamó el Duque‑. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
‑Dejadme solo aquí ‑dijo con voz alterada‑ y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:
‑¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
‑¡Ah! ¡Ah! ‑dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
‑¡Bien podría haber vivido cien años! ‑exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
‑¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? ‑se preguntaba.
‑Sí ‑dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
‑¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! ‑exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero‑. ¡Está ardiendo! ‑gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre…!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?»,, se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras ideas vitalicias, Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrujecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! ‑se dijo‑. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
‑Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
‑Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
‑¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? ‑respondió Belvídero‑. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
‑¡Ah! si es así como entiendes la vejez ‑exclamó el papa‑ corres el riesgo de ser canonizado.
‑Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a San Pedro.
‑San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder ‑dijo el papa a don Juan‑, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar…
Don Juan y el papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos canto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesca ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo les encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
‑Felipe ‑le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.
‑Escúchame, hijo mío ‑continuó el moribundo. Soy un gran pecador. Durante mi vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama… El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
‑Tú merecías otro padre, ‑continuó don Juan‑. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
‑¡Oh, padre!
‑Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
‑¡Oh, decídmela pronto, padre!
‑Tan pronto como haya cerrado los ojos ‑continuó don Juan‑, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
‑Coge bien el frasco ‑y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
‑¡Milagro! ‑y todos los españoles repitieron‑: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan‑de‑Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.
Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex‑votos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.
‑¡Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquirectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
‑¡Te Deum laudamus! ‑decía la asamblea.
‑¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, sois unus estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
‑¡Deus sabaoth, sabaoth! ‑gritaron los cristianos.
‑¡Insultáis la majestad del infierno! ‑contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.
‑El santo nos bendice ‑dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
‑Sancte Johannes ora pro nobis ‑entendió claramente‑: ‑¡Oh, coglione!
»‑¿Qué pasa ahí arriba? ‑exclamó el deán al ver moverse el relicario.
‑El santo hace diabluras, ‑respondió el abad.
Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.
‑¡Acuérdate de doña Elvira! ‑gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.
Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.
‑¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? ‑gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.

París, octubre 1830

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados