San Agustin: sobre la felicidad

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DE LA VIDA FELIZ

CAPÍTULO I

Prefacio

Dedica el libro a Teodoro, mostrándole de qué
tempestades se libró refugiándose en el puerto de la filosofía cristiana

Ocasión de la disputa

  1. Si al puerto de la filosofía, desde el cual se adentra ya en la región y tierra firme de la vida dichosa, ¡oh ilustre y magnánimo Teodoro!, se lograra arribar por un procedimiento dialéctico de la razón y el esfuerzo de la voluntad, no sé si será temerario afirmar que llegarían bastantes menos hombres a él, con ser poquísimos los que ahora, como vemos, alcanzan esta meta. Pues porque a este mundo nos ha arrojado como precipitadamente y por diversas partes, cual a proceloso mar, Dios o la naturaleza, o la necesidad o nuestra voluntad, o la combinación parcial o total de todas estas causas -problema éste muy intrincado, cuya solución tú mismo has emprendido-, ¡cuántos sabrían adonde debe dirigirse cada cual o por dónde han de volver, si de cuando en cuando alguna tempestad, que a los insensatos paréceles revés, contra toda voluntad y corriente, en medio de su ignorancia y extravío, no los arrojase en la playa por la que tanto anhelan!
  2. Pues paréceme que se distinguen en tres clases los hombres que, como navegantes, pueden acogerse a la filosofía. La primera es de los que en llegando a la edad de la lucidez racional, con un pequeño esfuerzo y leve ayuda de los remos, cambian ruta de cerca y se refugian en aquel apacible puerto, donde para los demás ciudadanos que puedan, levantan la espléndida bandera de alguna obra suya, para que, advertidos por ella, busquen el mismo refugio. La segunda clase, opuesta a la anterior, comprende a los que, engañados por la halagüeña bonanza, se internaron en alta mar atreviéndose a peregrinar lejos de su patria, con frecuente olvido de la misma. Si a éstos, no sé por qué secreto e inefable misterio, les da viento en popa, y tomándolo por favorable se sumergen en los más hondos abismos de la miseria engreídos y gozosos, porque por todas partes les sonríe la pérfida serenidad de los deleites y honores, ¿qué gracia más favorable se puede desear para ellos que algún revés y contrariedad en aquellas cosas, para que, arrojados por ellas, busquen la evasión? Y si esto es poco, reviente una fiera tempestad, soplen vientos contrarios, que los vuelvan, aun con dolor y gemidos, a los gozos sólidos y seguros. Pero algunos de esta clase, por no haberse alejado mucho, no necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que por las trágicas vicisitudes de la fortuna o por las torturas y ansiedades de los vanos negocios, instigados por el ocio mismo, se han visto constreñidos a refugiarse en la lectura de algunos libros muy doctos y sabios, y al contacto con ellos se ha despertado su espíritu como en un puerto, de donde no les arrancará ningún halago y promesa del mar risueño. Todavía hay una clase intermedia entre las dos, y es la de los que en el umbral de la adolescencia o después de haber rodado mucho por el mar, sin embargo, ven unas señales, y en medio del oleaje mismo recuerdan su dulcísima patria; y sin desviarse ni detenerse, o emprenden derechamente el retorno, o también, según acaece otras veces, errando entre las tinieblas, o viendo las estrellas que se hunden en el mar, o retenidos por algunos halagos, dejan pasar la oportunidad de la buena navegación y siguen perdidos largo tiempo, con peligro de su vida. Frecuentemente a éstos los vuelve a la suspiradísima y tranquila patria alguna calamidad o borrasca, que desbarata sus planes.
  3. Todos estos hombres, pues, son atraídos por diversos modos a la tierra firme de la vida feliz, pero han de temer mucho y evitar con suma cautela un elevadísimo monte o escollo que se yergue en la misma boca del puerto y causa grandes inquietudes a los navegantes. Porque resplandece tanto, está vestido de una tan engañosa luz, que no sólo a los que llegan y están a punto de entrar se ofrece como lugar de amenidad y dichosa tierra, llena de encantos y atracciones, sino que muchas veces a los mismos que están en el puerto los invita y alucina con su deliciosa altura, provocándoles a desdén de los demás. Pero éstos frecuentemente hacen señales a los navegantes para que no se engañen, ni den en la oculta trampa, ni crean en la facilidad de la subida a la cima; y con suma benevolencia indican por dónde deben entrar sin peligro, a causa de la proximidad de aquella tierra. Así, mirando con torvos ojos la vanísima gloria, enseñan el lugar del refugio seguro. Pues ¿qué otro monte han de evitar y temer los que aspiran o entran en la filosofía sino el orgulloso afán de vanagloria, porque es interiormente tan hueco y vacío que a los hinchados que se arriesgan a caminar sobre él, abriéndose el suelo, los traga y absorbe, sumergiéndoles en unas tinieblas profundas, después de arrebatarles la espléndida mansión que ya tocaban con la mano?
  4. Siendo, pues, esto así, recibe, amigo Teodoro, pues para lo que deseo, a ti sólo miro y te considero aptísimo para estas cosas; recibe, digo, este documento, para ver qué grupo de los tres hombres me devolvió a ti, y el lugar seguro donde me hallo, y la esperanza de socorro que en ti tengo puesta.

Desde que en el año decimonono de mi edad leí en la escuela de retórica el libro de Cicerón llamado Hortensio, inflamóse mi alma con tanto ardor y deseo de la filosofía, que inmediatamente pensé en dedicarme a ella. Pero no faltaron nieblas que entorpecieron mi navegación, y durante largo tiempo vi hundirse en el océano los astros que me extraviaron. Porque cierto terror infantil me retraía de la misma investigación. Pero cuando fui creciendo salí de aquella niebla, y me persuadí que más vale creer a los que enseñan que a los que mandan; y caí en la secta de unos hombres que veneraban la luz física como la realidad suma y divina que debe adorarse. No les daba asentimiento, pero esperaba que tras aquellos velos y cortinas ocultaban grandes verdades para revelármelas a su tiempo. Después de examinarlos, los abandoné, y atravesado este trayecto del mar fluctuando en medio de las olas, entregué a los académicos el gobernalle de mi alma, indócil a todos los vientos. Luego vine a este país, y hallé el norte que me guiara. Porque conocí por los frecuentes sermones de nuestro sacerdote y por algunas conversaciones contigo que, cuando se pretende concebir a Dios, debe rechazarse toda imagen corporal. Y lo mismo digamos del alma, que es una de las realidades más cercanas a él. Mas todavía me detenían, confieso, la atracción de la mujer y la ambición de los honores para que no me diera inmediatamente al estudio de la filosofía. Cuando se cumpliesen mis aspiraciones, entonces, finalmente, como lo habían logrado varones felicísimos, podría a velas desplegadas lanzarme en su seno y reposar allí. Leí algunos -poquísimos- libros de Platón, a quien eras tú también muy aficionado, y comparando con ellos la autoridad de los libros cuyas páginas declaran los divinos misterios, tanto me enardecí, que hubiera roto todas las áncoras a no haberme conmovido el aprecio de algunos hombres. ¿Qué me faltaba ya para sacudir mi indolencia y tardanza a causa de cosas superfluas sino que me favoreciese una borrasca, contraria según mi opinión? Así me sobrevino un agudísimo dolor de pecho, y entonces, incapaz de soportar la carga de mi profesión, por la que navegaba hacia las sirenas, todo lo eché por la borda para dirigir mi nave quebrada y fija al puerto del suspirado reposo.

  1. Ya ves, pues, en qué filosofía navego como en un puerto. Pero es de, tan vasta extensión y magnitud, aunque menos peligrosa, que no excluye absolutamente todo riesgo de error. Todavía no sé en qué parte de la tierra, que, sin duda, es la única dichosa, internarme y hollar con mis pies. No piso aún terreno firme, pues fluctúo y vacilo en la cuestión del alma. Por lo cual te suplico por tu virtud, por tu benignidad, por el vínculo y comunicación de las almas, que me prestes la ayuda de tu mano. Quiero decirte que me ames, para que yo a mi vez te corresponda con el mismo afecto. Pues si lo consigo, creo que fácilmente alcanzaré la vida feliz, en que tú te hallas, según presumo. Por lo cual he querido escribirte y ofrecerte las primicias de mis disertaciones, por parecerme más religiosas y dignas de tu nombre, a fin de que conozcas mis ocupaciones y cómo recojo en este puerto a todos mis amigos, y por aquí veas el estado de mi ánimo, pues no hallo otro medio para dártelo a conocer. Ofrenda es ésta muy adecuada ciertamente, pues acerca de la vida hemos disputado los dos, y no hallo otra cosa que más justamente merezca llamarse dádiva divina. No me amedrenta tu elocuencia, pues el amor de una cosa ahuyenta todo temor, y menos temo la grandeza de tu fortuna, porque aunque grande, es en ti propicia y acoge favorablemente a los que domina. Pon ahora los ojos en el presente que te ofrezco.
  2. El 13 de noviembre era el día de mi natalicio, y después de una frugal comida, que no era para cortar las alas de ningún genio, a cuantos no sólo aquel día, sino siempre son comensales, los reuní en la sala de los baños, lugar secreto y adecuado para este tiempo. Estaban allí -y no me avergüenzo de mencionarlos por sus nombres- en primer lugar mi madre, a cuyos méritos debo lo que soy; Navigio, mi hermano; Trigecio y Licencio, ciudadanos y discípulos míos. No quise quefaltasen mis primos hermanos Lastidiano y Rústico, si bien no habían pasado por la escuela de gramática; mas para lo que intentábamos, creí que su mismo sentido común podía prestarnos ayuda. También se hallaba presente el más pequeño en edad, pero cuyo ingenio, si no me engaño, promete mucho: Adeodato, mi hijo. Estando atentos todos, comencé a hablar así.

CAPÍTULO II

Discusión del primer día.- Constamos de cuerpo y alma. El alimento del cuerpo y del alma.- No es dichoso el que no tiene lo que quiere.- Ni el que tiene cuanto desea.- Quién posee a Dios.- El escéptico no puede ser feliz ni sabio

  1. ¿Os parece cosa evidente que nosotros constamos de cuerpo y alma?

Asintieron todos menos Navigio, quien confesó su ignorancia en este punto. Yo le dije:

– ¿No sabes absolutamente nada, nada, o aun esto mismo ha de ponerse entre las cosas que ignoras?

-No creo que mi ignorancia sea absoluta -dijo él.

¿ Puedes indicarme, pues, alguna cosa sabida? -le pregunté yo.

-Ciertamente -respondió.

-Si no te molesta, dila.

-¿Sabes a lo menos si vives? -le pregunté al verlo titubeando.

-Lo sé.

-Luego sabes que tienes vida, pues nadie puede vivir sin vida.

-Hasta ese punto ya llega mi ciencia.

-¿Sabes que tienes cuerpo? (Asintió a la pregunta.) Luego ¿ya sabes que constas de cuerpo y vida?

-Sí, pero si hay algo más, no lo sé.

-No dudas, pues, de que tienes estas dos cosas: cuerpo y alma, y andas incierto sobre si hay algo más para complemento y perfección del hombre.

-Así es.

-Dejemos para mejor ocasión el indagar eso, si podemos. Pues ya confesamos que el cuerpo y el alma son partes que componen al hombre, ahora os pregunto a todos para cuál de ellas buscamos los alimentos.

-Para el cuerpo -respondió Licencio.

Los demás dudaban y altercaban entre sí corno podía ser necesario el alimento por razón del cuerpo, cuando lo apetecíamos para la vida, y la vida es cosa del alma. Intervine yo diciendo :

-¿Os parece que el alimento se relaciona/’con aquella parte que crece y se desarrolla en nosotros?

Asintieron todos menos Trigecio, el cual objetó:

-¿Por qué entonces yo no he crecido en proporción del apetito que tengo?

-Todos los cuerpos -le dije- tienen su límite en la naturaleza, y no pueden salirse de su medida; pero esta medida sería menor si le faltasen los alimentos, cosa que advertimos fácilmente en los animales, pues sin comer reducen su volumen y corpulencia todos ellos.

-Enflaquecen, no decrecen -observó Licencio.

-Me basta para lo que yo intento, pues aquí discutimos si el alimento pertenece al cuerpo, y no hay duda de ello, porque, suprimiéndolo, se adelgaza.

Todos se arrimaron a este parecer.

  1. Y del alma, ¿qué me decís? -les pregunté-. ¿No tendrá sus alimentos? ¿No os parece que la ciencia es su manjar?

-Ciertamente -dijo la madre-, pues de ninguna otra cosa creo se alimente el alma sino del conocimiento y ciencia de las cosas.

Mostrándose dudoso Trigecio de esta sentencia, le dijo ella:

-Pues ¿no has indicado tú mismo hoy cómo y de dónde se nutre el alma? Porque al poco rato de estar comiendo, dijiste que no has reparado en el vaso que usábamos por estar pensando y distraído en no sé qué cosas, y, sin embargo, no dabas paz a la mano y a la boca. ¿Dónde estaba entonces tu ánimo, que comía sin atender? Créeme que aun entonces el alma se apacienta de los manjares propios, es decir, de sus imaginaciones y pensamientos, afanosa de percibir algo.

Provocóse una reyerta con estas palabras, y yo les dije:

-¿No me otorgáis que las almas de los hombres muy sabios y doctos son en su género más ricas y vastas que las de los ignorantes?

-Cosa manifiesta es -respondieron unánimes.

-Con razón decimos, pues, que las almas de los ignorantes, horros de las disciplinas y de las buenas letras, están como ayunas y famélicas.

-Yo creo -repuso Trigecio- que sus almas están atiborradas, pero de vicios y perversidad.

-Eso mismo -le dije- no dudes, es cierta esterilidad y hambre de las almas. Pues como los cuerpos faltos de alimentos se ponen muchas veces enfermos y ulcerosos, consecuencias del hambre, así las almas de aquéllos están llenas de enfermedades, delatoras de sus ayunos. Porque a la misma nequicia o maldad la llamaron los antiguos madre de todos los vicios, porque nada es. Y se llama frugalidad la virtud contraria a tal vicio. Así como esa palabra se deriva de fruge, esto es, de fruto, para significar cierta fecundidad espiritual, aquella otra, nequitia, viene de la esterilidad, de la nada, porque la nada es aquello que fluye, que se disuelve, que se licua, y siempre perece y se pierde. Por eso a tales hombres llamamos también perdidos. En cambio, es algo cuando permanece, cuando se mantiene firme, cuando siempre es lo que es, como la virtud, cuya parte principal y nobilísima es la frugalidad y templanza. Pero si lo dicho os parece obscuro de comprender, ciertamente me concederéis que si los ignorantes tienen llenas sus almas, lo mismo para los cuerpos que para las almas, hay dos géneros de alimentos: unos saludables y provechosos y otros mortales y nocivos.

  1. Siendo esto así, y averiguando que el hombre consta de cuerpo y alma, en este día de mi cumpleaños me ha parecido que no sólo debía refocilar vuestros cuerpos con una comida más suculenta, sino también regalar con algún manjar vuestras almas. Cuál sea este manjar, si no os falta el apetito, ya os lo diré. Porque es inútil y tiempo perdido empeñarse en alimentar a los inapetentes y hartos; y hay que dar filos al apetito para desear con más gusto las viandas del espíritu que las del cuerpo. Lo cual se logra teniendo sanos los ánimos, porque los enfermos, lo mismo que ocurre en cuanto al cuerpo, rechazan y desprecian los alimentos.

Por los gestos de los semblantes y voces vi el apetito que tenían todos de tomar y devorar lo que se les hubiese preparado.

  1. E hilvanando de nuevo mi discurso, proseguí:

-¿Todos queremos ser felices?

Apenas había dicho esto, todos lo aprobaron unánimemente.

-¿Y os parece bienaventurado el que no tiene lo que desea?

-No -dijeron todos.

-¿Y será feliz el que posee todo cuanto quiere? Entonces la madre respondió:

-Si desea bienes y los tiene, sí; pero si desea males, aunque los alcance, es un desgraciado. Sonriendo y satisfecho, le dije:

-Madre, has conquistado el castillo mismo de la filosofía Te han faltado las palabras para expresarte como Cicerón en el libro titulado Hortensius, compuesto para defensa y panegírico de la filosofía: He aquí que todos, no filósofos precisamente, pero sí dispuestos para discutir, dicen que son felices los que viven como quieren. ¡Profundo error! Porque desear lo que no conviene es el colmo de la desventura. No lo es tanto no conseguir lo que deseas como conseguir lo que no te conviene. Porque mayores males acarrea la perversidad de la voluntad que bienes la fortuna.

Estas palabras aprobó ella con tales exclamaciones que, olvidados enteramente de su sexo, creíamos hallarnos sentados junto a un grande varón, mientras yo consideraba, según me era posible, en qué divina fuente abrevaba aquellas verdades.

-Decláranos, pues, ahora -dijo Licencio- qué debe querer y en qué objetos apacentarse el deseo del aspirante a la felicidad.

-En el día de tu natalicio pásame invitación, si te parece, y todo cuanto me presentares te lo recibiré con mil amores. Con la misma disposición quiero te sientes hoy en el convite de mi casa, sin pedir lo que tal vez no se ha preparado.

Mostrándose él arrepentido y vergonzoso por el aviso, añadí yo:

-Sobre un punto convenimos todos: nadie puede ser feliz si le falta lo que desea; pero tampoco lo es quien lo reúne todo a la medida de su afán. ¿No es así?

Asintieron todos.

  1. Respondedme ahora: todo el que no es feliz, ¿es infeliz?

Todos mostraron su conformidad, sin vacilar.

-Luego todo el que no tiene lo que quiere es desdichado. Aprobaron todos.

-¿Qué debe buscar, pues, el hombre para alcanzar su dicha? Tampoco faltará este manjar en nuestro convite para satisfacer el hambre de Licencio, pues debe alcanzar, según opino, lo que puede obtener simplemente con quererlo.

Les pareció esto evidente.

-Luego -dije yo- ha de ser una cosa permanente y segura, independiente de la suerte, no sujeta a las vicisitudes de la vida. Pues lo pasajero y mortal no podemos poseerlo a nuestro talante, ni al tiempo que nos plazca.

Todos hicieron señales de aprobación, pero Trigecio dijo:

-Hay muchos afortunados que poseen con abundancia y holgura cosas caducas y perecederas, pero muy agradables para esta vida, sin faltarles nada de cuanto pide su deseo.

-Y el que tiene algún temor -le pregunté yo-, ¿te parece que es feliz?

-De ningún modo.

-¿Luego puede vivir exento de temor el que puede perder lo que ama?

-No puede -respondió él.

-Es así que aquellos bienes de fortuna pueden perderse; luego el que los ama y posee, de ningún modo puede ser dichoso. Se rindió a esta conclusión. Y aquí observó mi madre:

-Aun teniendo seguridad de no perder aquellos bienes, con todo, no puede saciarse con ellos, y es tanto más infeliz cuanto es más indigente en todo tiempo.

Yo le respondí:

-¿Y qué te parece de uno que abunda y nada en estos bienes, pero ha puesto un límite y raya a sus deseos y vive con templanza y contento con lo que posee? ¿ No te parecerá dichoso?

-No lo será -respondió ella- por aquellas cosas, sino por la moderación con que disfruta de las mismas.

-Muy bien -le dije yo-; ni mi interrogación admite otra respuesta ni tú debiste contestar de otro modo. Concluyamos, pues, que quien desea ser feliz debe procurarse bienes permanentes, que no le puedan ser arrebatados por ningún revés de la fortuna.

-Ya hace rato que estamos en posesión de esa verdad -dijo Trigecio.

-¿Dios os parece eterno y siempre permanente?

-Tan cierto es eso -observó Licencio- que no merece ni preguntarse.

Los otros, con piadosa devoción, estuvieron de acuerdo.

-Luego es feliz el que posee a Dios.

  1. Gozosamente admitieron todos la idea última.

-Nada nos resta -continué yo- sino averiguar quiénes tienen a Dios, porque ellos son los verdaderamente dichosos. Decidme sobre este punto vuestro parecer.

-Tiene a Dios el que vive bien -opinó Licencio.

-Posee a Dios el que cumple su voluntad en todo -dijo Trigecio, con aplauso de Lastidiano.

El más pequeñuelo de todos dijo:

-A Dios posee el que tiene el alma limpia del espíritu impuro.

La madre aplaudió a todos, pero sobre todo al niño. Navigio callaba, y preguntándole yo qué opinaba, respondió que le placía la respuesta de Adeodato. Me pareció también oportuno preguntar a Rústico sobre su modo de pensar en tan grave materia, porque callaba más bien por rubor que por deliberación, y mostró su conformidad con Trigecio.

  1. Entonces dije yo:

-Conozco ya vuestro pensamiento en esta materia tan grave, fuera de la cual ni conviene buscar ni se puede hallar cosa alguna, si ahora proseguimos en profundizarla con mucha calma y sinceridad como hemos comenzado. Mas por tratarse de un tema prolijo (pues también en los convites espirituales se puede pecar por intemperancia, cebándose vorazmente en los manjares de la mesa, de donde vienen los empachos, no menos funestos a la salud espiritual que la misma hambre) dejaremos esta cuestión para mañana, si os place, y así traeremos a ella un nuevo apetito. Ahora deseo que saboreéis una golosina que tengo a bien ofreceros yo, como anfitrión de este convite, y si no me engaño, es como los postres, que se suelen presentar al final, porque está compuesta y sazonada con miel, digámoslo así, escolástica.

Oyendo esto aguzóse la curiosidad de todos como ante un nuevo plato, y me obligaron a manifestarles qué era.

-¿Qué ha de ser -les dije yo- sino que toda nuestra contienda con los académicos está rematada?

Al oír este nombre los tres, a quienes era conocido el argumento sobre los académicos, se irguieron alegremente, y como extendiendo y ayudando con las manos al anfitrión, con las mejores palabras hacíanse lenguas en ponderar el regalo y suavidad del postre prometido.

  1. Les expliqué entonces el argumento de este modo:

-Si es cosa manifiesta que no es dichoso aquel a quien falta lo que desea, según ya se demostró, y nadie busca lo que no quiere hallar, y ellos van siempre en pos de la verdad, es cierto, pues, que quieren poseerla, que aspiran al hallazgo de la misma. Es así que no la hallan. Luego fracasan todos sus conatos y aspiraciones. No poseen, pues, lo que quieren, de donde se concluye que no son dichosos. Pero nadie es sabio sin ser bienaventurado; luego el académico no es sabio.

Aquí ellos, arrebatándolo todo, prorrumpieron en jubilosas exclamaciones. Mas Licencio, más precavido y escamón para las afirmaciones, observó:

-Yo también arrebaté mi parte con vosotros, y la conclusión me ha colmado de entusiasmo. Pero no quiero ingerirme nada, y reservo mi porción para Alipio, porque o juntamente nos repapilaremos de gusto o él me avisará por qué no conviene tocarlo.

-Más debiera temer esas golosinas Navigio, que está enfermo del bazo-le objeté yo.

Y sonriendo, me replicó el aludido:

-Precisamente ellas me curarán. Pues yo no sé cómo este argumento, agudo y artificioso y compuesto con miel de Himeto, es agridulce y no hincha las vísceras. Por lo cual todo entero, pues ya está picado el gusto, con mucha fruición va al estómago. No veo cómo pueda argüirse contra esa conclusión.

-No es posible una réplica-arguyó Trigecio-. Por lo cual me alegro de haber mantenido siempre mi ojeriza contra los académicos. Pues no sé por qué instinto natural o, por mejor decir, divino impulso, aun sin saber refutarlos, siempre los miré con hostilidad.

  1. Yo-dijo Licencio-todavía no deserto de ellos.

-Luego ¿tú disientes de nosotros?-le dijo Trigecio.

-Tal vez vosotros-le replicó él-, ¿disentís de Alipio?

-No dudo yo de que, si se hallase presente Alipio, se rendiría a este sencillo argumento-repuse yo-. Pues él no admitiría ninguno de estos absurdos: o que sea dichoso el que carece de un bien tan estimable del espíritu, en cuya busca corre tan afanosamente, o que los académicos no quieren hallar la verdad, o que el infeliz sea sabio, porque con estos tres ingredientes, como con miel, harina y almendra, está confeccionado el postre que tú no quieres catar.

-Pero ¿cedería él tan pronto a esta golosina pueril, dejando el copioso raudal del sistema académico, que con su inundación cubriría o arrastraría estos escorzos del raciocinio?

-Como si nosotros-le repliqué yo-buscásemos disertaciones largas, sobre todo contra Alipio, porque él seguramente argüiría de su mismo cuerpo que estos argumentos breves son vigorosos y eficaces. Pero, a fin de cuentas, tú que vacilas suspendido por la autoridad de un ausente, ¿cuál de las tres partes no apruebas? ¿Que no es dichoso el que no tiene lo que quiere? ¿O no admites que los académicos quisieran, hallar la verdad, que es el ideal de su búsqueda? ¿O tienes al sabio por un infeliz?

-Dichoso es absolutamente el que no tiene lo que quiere -dijo sonriéndose forzadamente.

Al mandar yo que se tomase nota, dijo.

-No he dicho eso.

Insistí en que se tomase en cuenta, y él confesó que lo había dicho. Pues yo había dispuesto que no se pronunciase palabra que no constara por escrito. Así lo mantenía embridado entre el pudor y la firmeza.

  1. Y mientras yo, como chanceando, lo provocaba a que tomase para gustar esta porción suya, advertí que los demás, como ignorantes, pero ávidos de saber lo que tan jovialmente se trataba entre nosotros, nos miraban sin reírse. Y me hicieron el efecto, como ocurre muchas veces en los convites, de los que, por hallarse entre convidados muy golosos y voraces, se abstienen de tomar parte por un sentimiento de dignidad y de mesura. Y, pues, yo los había convidado, actuando de magnánimo y generoso invitador de aquel banquete, no pude aguantar, y me impresionó aquella desigualdad y discrepancia de la mesa. Sonreí a la madre. Y ella libérrimamente, como mandando sacar de su despensa lo que se echaba de menos, dijo:

-Dinos, pues, manifiéstanos: ¿ quiénes son esos académicos y qué es lo que quieren?

Y habiéndole expuesto con brevedad y lucidez lo que eran, para que nadie lo ignorase, concluyó ella:

– ¡ Bah!, esos hombres son los caducarios (nombre vulgar para designar a los que ha estropeado la epilepsia); y al punto se levantó para retirarse; y todos, satisfechos y joviales nos retiramos también, poniendo fin a nuestra discusión.

CAPÍTULO III

Quién posee a Dios, siendo feliz.-Dos modos de llamar al espíritu impuro

  1. Al día siguiente, también después de comer, pero un poco más tarde que el anterior, nos reunimos y sentamos todos en el mismo lugar.

-Tarde habéis venido al banquete-les dije yo-, lo cual creo se debe no a una indigestión, sino a la seguridad que tenéis de que serán escasos los manjares; por lo cual me ha parecido que no debíamos entrar tan pronto en la materia, pues tan luego pensáis acabar. No hay que creer que quedaron muchas sobras, cuando no hubo abundancia de platos, en el día mismo de la solemnidad. Y todo tiene sus ventajas. Qué se os ha preparado, ni yo mismo puedo decirlo. Pero hay quien ofrece a todos la copia de sus alimentos, mayormente los especiales de que aquí tratamos. Si bien nosotros nos abstenemos de tomarlos o por debilidad, o por estar ahítos, o por la ocupación, pues ayer piadosa y firmemente convinimos en que Dios, permaneciendo en nosotros, hace bienaventurados a los hombres que lo poseen. Habiendo ya probado razonadamente que es bienaventurado el que tiene a Dios (sin rehusar ninguno de vosotros esta verdad), se propuso la cuestión: ¿quién os parece que posee a Dios? Tres definiciones o pareceres se dieron acerca de este punto, si la memoria me es fiel. Según algunos, tiene a Dios el que cumple su voluntad; según otros, el que vive bien goza de esa prerrogativa. Plúgoles a los demás decir que Dios habita en los corazones puros.

  1. Pero quizá todos con diversas palabras dijisteis lo mismo. Pues si consideramos las dos primeras definiciones, el que vive bien hace la voluntad divina y quien cumple lo que El quiere vive bien. Vivir bien es hacer lo que a Dios agrada, ¿no estáis conformes?

Asintieron todos.

-Vamos a considerar más despacio la tercera forma de expresión, porque en los ritos santísimos de los divinos misterios el espíritu impuro se designa de dos modos, según entiendo. El primero es cuando extrínsecamente invade el alma y conturba los sentidos, imprimiendo en los hombres un estado de frenesí o de furor, y para expulsarlo, los sacerdotes imponen las manos o exorcizan, es decir, lo conjuran con divino poder que salga de allí. En otro sentido, se llama espíritu inmundo toda alma impura o inquinada con vicios o errores. Así que ahora te pregunto a ti, niño, que tal vez proferiste esta sentencia con un espíritu más cándido y puro, ¿quién te parece que no tiene el espíritu impuro? ¿El que no es poseso del demonio, que causa perturbaciones mentales en los hombres, o el que purificó el alma de todos sus vicios y pecados?

-El que vive castamente está libre del espíritu inmundo-respondió el interpelado.

-Pero ¿a quién llamas casto? ¿Al que nada peca o al que se abstiene del ilícito comercio carnal?

-¿Cómo puede ser casto-respondió-el que sólo se abstiene de ilícito comercio carnal y con los demás pecados trae manchada su alma? Aquel es verdaderamente casto que trae los ojos fijos en Dios y vive consagrado a El.

Plúgome insertar estas palabras tal como fueron dichas por el niño, y proseguí:

-Luego el casto es necesario que viva bien, y el que vive bien necesariamente ha de ser casto; ¿ no te parece?

Asintió con los demás.

-Las tres sentencias, pues, coinciden en una.

  1. Yo os pregunto ahora si Dios quiere que lo busque el hombre.

Convinieron todos en ello.

-Otra pregunta: el que busca a Dios, ¿hace una vida contraria a la virtud?

-De ningún modo-respondieron.

-Tercera pregunta: ¿el espíritu inmundo, puede buscar a Dios?

Contestaron negativamente todos, menos Navigio, que al fin hizo coro con ellos.

-Si, pues, el que busca a Dios cumple su voluntad, y vive bien, y carece del espíritu inmundo; y por otra parte, el que busca a Dios no lo posee todavía, luego ni todo el que vive bien cumple su voluntad ni el que carece del espíritu impuro ha de decirse que posee a Dios.

Aquí, ante la sorpresa de una consecuencia deducida de sus mismas concesiones, riéronse todos, y la madre, la cual, por estar desatenta, me rogó le explicara y desarrollara lo que se hallaba envuelto en la conclusión. Después que le complací, dijo:

-Nadie puede llegar a Dios sin buscarlo.

-Muy bien-le dije yo-. Pero el que busca no posee a Dios, aun viviendo bien. Luego no todo el que vive bien posee a Dios.

-A mí me parece que a Dios nadie lo posee, sino que, cuando se vive bien, El es propicio; cuando mal, es adverso-replicó ella.

-Entonces se derrumba nuestra definición de ayer cuando convinimos que ser bienaventurado es poseer a Dios, porque todo hombre tiene a Dios, y no por eso es dichoso.

-Añade que lo tiene propicio-insistió ella.

  1. -¿Convenimos, pues, en esto a lo menos: es bienaventurado el que a Dios tiene favorable?

-Quisiera dar mi asentimiento-dijo Navigio-; pero temo al que todavía busca, sobre todo para que no concluyas que es bienaventurado el académico, al que ayer, con un vocablo vulgar muy expresivo, lo definimos como un epiléptico. Porque no puedo creer que Dios sea adverso al que le busca; y si decir esto es una injusticia, luego le será propicio; y el que tiene a Dios propicio es bienaventurado. Será, pues, feliz el que le busca, pero el que busca no tiene lo que busca, y resultará feliz el que no tiene lo que quiere, lo cual ayer nos parecía un absurdo; y por eso creímos que todas las tinieblas de los académicos estaban desvanecidas. Y con esto Licencio triunfará de nosotros; y como prudente médico, me amonestará que aquellos dulces que, contraviniendo a mi régimen sanitario, tomé, exigen de mí este castigo.

  1. Hasta la madre se rió a estas palabras, y Trigecio apuntó:

-Yo no concedo tan pronto que Dios es adverso al que no es propicio, y sospecho que debe haber aquí un término medio.

-Y este hombre medio-le pregunté yo-a quien Dios ni es favorable ni adverso, ¿concedes que tiene a Dios de algún modo? Dudando él, intervino la madre:

-Una cosa es tener a Dios y otra no estar sin Dios.

-¿Y qué es mejor: tener a Dios o no estar sin El?

-Yo concibo así la cosa-dijo ella-: el que vive bien, a Dios tiene propicio; el que vive mal, tiene a Dios enemistado. Y el que busca todavía y no le ha hallado, no le tiene ni propicio ni adverso, pero no está sin Dios.

-¿Opináis así también vosotros?-les pregunté.

-El mismo parecer tenemos-respondieron.

-Decidme ahora: ¿no os parece que Dios mira propicio al hombre a quien favorece?

-Sí.

-¿No favorece al que le busca?

-Ciertamente-fue la respuesta general.

-Tiene, pues, a Dios propicio el que le busca, y todo el que tiene propicio a Dios es bienaventurado. Luego el buscador de Dios es también feliz. Y, por consiguiente, será bienaventurado el que no tiene lo que quiere.

-A mí no me parece de ningún modo feliz el que no tiene lo que quiere-objetó la madre.

-Luego no todo el que tiene propicio a Dios es feliz-argüí yo.

-Si a ese punto nos lleva la razón, no puedo oponerme-replicó ella.

-La clasificación, pues, será ésta-añadí yo-: todo el que ha hallado a Dios y lo tiene propicio es dichoso; todo el que busca a Dios, lo tiene propicio, pero no es dichoso aún; y todo el que vive alejado de Dios por sus vicios y pecados, no sólo no es dichoso, pero ni tiene propicio a Dios.

  1. Aplaudieron todos mis ideas.

-Está bien-les dije-; pero temo todavía que os haga mella una concesión anterior, a saber: es desdichado todo el que no es dichoso, porque la consecuencia hará desgraciado al hombre que tiene propicio a Dios, pues el que busca no es feliz aún, según hemos convenido. ¿O acaso, como Tulio dice, llamamos neos a los propietarios de fincas terrenas y consideramos pobres a los que poseen el tesoro de las virtudes? Pero notad cómo, siendo verdad que todo indigente es infeliz, no lo es menos que todo infeliz es un indigente. De donde resulta que la miseria y la penuria son una misma cosa. Esta es una proposición ya sostenida por mí. Mas la investigación de este tema nos llevaría lejos hoy. Por lo cual os ruego que no os molestéis por acudir también mañana a este banquete.

Aprobaron muy de buena gana todos mi propuesta y nos levantamos de allí.

CAPÍTULO IV

Discusión del tercer día.-Renuévase la cuestión propuesta.-Miserable es todo necesitado.-El sabio no es indigente.-La miseria y riqueza del alma.-El hombre feliz

  1. El tercer día de nuestra discusión se disiparon las nubes de la mañana, que nos hubieran obligado a recogernos en la sala de baños, y tuvimos un espléndido tiempo después de comer. Bajamos, pues, al prado próximo, y cada cual se acomodó donde le vino bien, y la conversación tomó este rumbo.

-Conservo y retengo-les dije-casi todas las respuestas hechas a mis preguntas; por lo cual, hoy, a fin de distinguir este banquete con algún intervalo de días, no habrá lugar casi a la interrogación. Porque ya dijo la madre que la miseria no es más que la indigencia, y convinimos todos en que los indigentes eran desgraciados. Pero hay una cuestioncilla que no tocamos ayer, es decir: ¿todos los desgraciados padecen necesidad? Si llegamos a demostrar con la razón este punto, tenemos la perfecta definición del hombre feliz, que será el que no padece necesidad. Pues todo el que no es desgraciado es feliz. Luego será feliz el que no tiene necesidades, si averiguamos que la miseria y la penuria son la misma cosa.

  1. ¿Pues qué?-dijo Trigecio-, ¿no puede concluirse ya que el que no tiene necesidad es feliz, por ser cosa manifiesta que todo indigente es infeliz, pues ya hemos concedido que no hay término medio entre la miseria y la felicidad?

-¿Te parece que hay término medio entre un vivo y un muerto?-le pregunté-. ¿No es todo hombre o vivo o muerto?

-Confieso que no hay en eso término medio; pero ¿a qué viene esa cuestión?

-Porque también-insistí-confesarás lo siguiente: todo el que fue sepultado ha un año está muerto. (No negaba.) Mas dime: ¿todo el que no fue sepultado hace un año, vive?

-No hay consecuencia-respondió.

-Tampoco la hay en deducir de esta proposición: todo indigente es infeliz, esta otra: luego todo el que no tenga indigencia o necesidad es bienaventurado, aunque entre el feliz y el infeliz, como entre lo vivo y lo muerto, no cabe término medio.

  1. Como algunos torpeasen en entender lo dicho, lo expliqué y aclaré con las palabras más propias que pude.

-Nadie pone en duda que es infeliz el que está necesitado, sin que nos amedrenten aquí algunas necesidades corporales de los sabios, pues el alma, sujeto de la vida feliz, está libre de ellas. El ánimo es perfecto, y no le falta nada. Lo que le parece necesario para el cuerpo, lo toma si lo tiene a mano, y si le falta, no sufre quebranto alguno por ello. Porque todo sabio es fuerte, y ningún fuerte cede al temor. No teme, pues, el sabio ni la muerte corporal ni los dolores para cuyo remedio, supresión o aplazamiento son menester todas aquellas cosas cuya falta le puede afectar. Sin embargo, no deja de usar bien de ellas si las tiene, porque es muy verdadera aquella sentencia: «Cuando se puede evitar un mal es necedad admitirlo». Evitará, pues, la muerte y el dolor cuanto puede y conviene, y si no los evita, no será infeliz porque le sucedan esas cosas, sino porque pudiéndolas evitar no quiso; lo cual es señal evidente de necedad. Al no evitarlas, será desgraciado por su estulticia, no por padecerlas. Y si no puede evitarlas a pesar del empeño que ha puesto, esos males inevitables tampoco le harán desgraciado, por ser no menos verdadera la sentencia del mismo cómico: «Pues no puede verificarse lo que quieres, quiere lo que puedas». ¿Cómo puede ser infeliz cuando nada le sucede contrario a su voluntad? No puede querer lo que a sus ojos se ofrece como imposible, tiene la voluntad puesta en cosas que no le pueden faltar. Sus acciones van moderadas por la virtud y ley de la sabiduría divina, y nadie es capaz de arrebatarle su íntima satisfacción.

  1. Ved ahora si todo desgraciado es igualmente necesitado. A la sentencia afirmativa se opone la dificultad de muchos hombres que viven disfrutando de grandes bienes de fortuna y todo les es fácil, porque a una simple indicación se cumplen sus deseos. Ciertamente es difícil este linaje de vida. Pero supongamos alguien semejante a aquel Orata de quien habla Cicerón. ¿Quién dirá que tuvo necesidades un hombre como él, riquísimo, amenísimo, dichosísimo, pues nada le faltó ni en materia de gustos, ni en favores, ni en buena y entera salud? Poseía tierras de mucha renta y amigos muy agradables a granel; de todo usó convenientemente para la salud del cuerpo, y para decirlo con brevedad, salió prósperamente de todas las empresas y deseos. Me diréis tal vez que acaso deseó más de lo que poseía. No lo sabemos. Pero basta a nuestro propósito saber que no apeteció más dé lo que tuvo. ¿Os parece un hombre necesitado?

-Aun suponiendo que no tuviese ninguna necesidad-respondió Licencio-, cosa que no se comprende en el que no es sabio, sin duda temía, por ser hombre de buen ingenio, como se dice, que todo aquello le fuese arrebatado con algún vuelco de la fortuna. Poco ingenio se necesita para comprender que todos aquellos bienes estaban sometidos a los vaivenes de la suerte.

-Entonces resulta, Licencio-le dije yo sonriendo-, que a este hombre afortunadísimo, su buen ingenio le estorbó a ser feliz. Pues cuanto más agudo era, mejor comprendía la caducidad de sus bienes, y le perturbaba el miedo y confirmaba él dicho vulgar: «Al hombre inseguro de todo, su mismo mal lo hace cuerdo».

  1. Riéronse todos aquí, y yo proseguí:

-Estudiemos más a fondo esta cuestión, porque ese hombre era presa de un temor, pero no de una necesidad; y de esto se trata. La necesidad consiste en no tener, no en el temor de perder lo que se tiene. Luego no todo desgraciado es indigente.

Dieron su aprobación a mi dicho, aun aquella cuya sentencia defendía yo, pero un poco indecisa, dijo:

-Con todo, no entiendo cómo puede separarse de la indigencia la miseria, o viceversa. Porque aun ese que era rico y, como decís, no deseaba más, no obstante, por ser esclavo del temor de perderlo todo, necesitaba la sabiduría. Le llamaríamos, pues, indigente si le faltase plata o dinero; y carece de sabiduría, ¿ y no le tenemos por tal?

Todos prorrumpieron aquí en exclamaciones y admiraciones; yo también daba riendas a mi gozo y satisfacción, por recoger de los labios de mi madre una grande verdad que, espigada en los libros de los filósofos, la reservaba yo como una sorpresa para agasajo final.

-¿Veis-les dije yo-la diferencia que hay entre esos sabios que se nutren de muchos y diversos conocimientos y un alma enteramente consagrada a Dios? Pues ¿de dónde proceden estas respuestas que admiramos sino de aquella fuente?

Aquí Licencio exclamó festivo:

-Ciertamente, nada pudo decirse ni más verdadero ni más divino. Porque la máxima y más deplorable indigencia es carecer de la sabiduría, y el que la posee, todo lo tiene.

  1. -Luego la miseria del alma-continué yo-es la estulticia, contraria a la sabiduría como la muerte a la vida, como la vida feliz a la infeliz, pues no hay término medio entre las dos. Así como todo hombre no feliz es infeliz y todo hombre no muerto vive, así todo hombre no necio es sabio. De lo cual puede colegirse que Sergio Orata no era sólo desdichado por el temor de perder los bienes de su fortuna, sino también por ser necio. De donde resulta que sería más miserable, si, aun en medio de tan fugaces y perecederas cosas, que él reputaba bienes, hubiese vivido sin temor alguno, porque su seguridad le hubiera venido no de la vigilancia de la fortaleza, sino del sopor mental, y, por tanto, se hallaría sumergido en una más profunda insipiencia. Pues si todo hombre falto de sabiduría es un indigente y el que la posee de nada carece, síguese que todo necio es desgraciado y todo desgraciado necio. Quede, pues, asentado esto: toda necesidad equivale a miseria y toda miseria implica necesidad.
  2. Como Trigecio asegurase que no entendía bien esta consecuencia, le pregunté yo:

-¿A qué conclusiones lógicas hemos llegado?

-A ésta: el falto de sabiduría es un indigente-respondió.

– ¿Y qué es tener indigencia o necesidad?

-Carecer de sabiduría-dijo.

-¿Y qué es carecer de sabiduría?-le pregunté yo. Como callase, proseguí:

-¿No es tal vez vivir en la estulticia?

-Eso es-respondió.

-Luego la indigencia es necedad; de donde resulta que hay que dar a la necesidad otro nombre cuando se habla de la estulticia. Aunque ni sé como decimos: tiene necesidad o tiene estulticia. Es como si dijésemos de un cuarto oscuro que tiene tinieblas, lo cual equivale a decir que no tiene luz. Pues las tinieblas no vienen ni se retiran; sino carecer de luz es lo mismo que ser tenebroso, como carecer de vestido es estar desnudo. Al ponerse un vestido, la desnudez no huye como una cosa móvil. Decimos, pues, que alguien tiene necesidad, como si dijésemos que tiene desnudez, por emplear una palabra que significa carencia. Explico mejor mi pensamiento: Decir tiene necesidad significa lo mismo que tiene el no tener. Demostrado, pues, que la estulticia es la verdadera y cierta indigencia, mira si la cuestión que nos hemos propuesto está ya resuelta. Preguntábamos si la infelicidad implica la indigencia, y hemos convenido en que estulticia e indigencia se equivalen. Luego como todo necio es infeliz y todo infeliz un necio, así también todo indigente es infeliz y todo infeliz un indigente. Y si de ser todo necio un infeliz y todo infeliz un necio se sigue que la necedad es una infelicidad o miseria, ¿por qué no concluir ya que infelicidad e indigencia se identifican, pues todo indigente es infeliz y todo infeliz un indigente?

  1. Asintieron todos a mis razones.

-Veamos ahora-continué-quién no es indigente, porque ése será el bienaventurado y el sabio. La estulticia significa indigencia y penuria; lleva consigo cierta esterilidad y carestía. Y notad ahora la agudeza de los antiguos en la invención de todas las palabras, pero sobre todo de algunas cuyo conocimiento nos es tan necesario. Todos convenimos en que todo necio es un indigente y todo indigente un necio. Me concederéis también que el necio es vicioso y que todos los vicios se comprenden en la palabra necedad. Ya el primer día de esta discusión se dijo que la palabra nequitia, maldad, se deriva de necquidquam, lo que no es nada, y su contraria frugalidad, de fruto. En estas dos cosas contrarias, nequicia y frugalidad, campean dos conceptos: el ser y no ser. ¿Qué pensamos que es lo contrario a la indigencia?

-Yo diría que las riquezas, pero veo que la pobreza es su contraria-dijo Trigecio.

-Es cosa también muy cercana-le dije yo-. Porque pobreza e indigencia se toman ordinariamente por la misma cosa. Con todo, hay que acudir a otra palabra para que a la mejor parte no falte un vocablo, pues como la peor tiene dos vocablos-indigencia y pobreza-, para la mejor sólo disponemos de uno: riquezas. Y nada más absurdo que esta pobreza de palabras cuando se pretende averiguar lo contrario a la pobreza.

-A mí me parece que la palabra plenitud se opone a la indigencia-observó Licencio.

  1. -Dejemos-repuse yo-para después la investigación de otra palabra más adecuada, pues eso es secundario en la investigación de la verdad. Y aunque Salustio, ponderadísimo conocedor del valor de las palabras, opuso a la pobreza la opulencia, con todo, doy por aceptada la palabra plenitud. No hay que temer aquí a los gramáticos ni la censura de los que pusieron a nuestra disposición sus bienes, por no esmerarnos en la selección de las palabras.

Mis oyentes se rieron y proseguí yo:

-Habiéndome propuesto oír vuestro parecer, porque, cuando estáis atentos al estudio de las cosas divinas, sois como unos oráculos, veamos lo que significa este nombre, pues me parece sumamente adecuado para la verdad. La plenitud y la pobreza son términos contrarios; y aquí, lo mismo que en la nequicia y frugalidad, se ofrecen dos conceptos: ser y no ser. Si, pues, indigencia es la estulticia, la sabiduría será la plenitud. Con razón llamaron algunos a la frugalidad madre de todas las virtudes. Admitiendo esta idea, dice Cicerón en un discurso popular: Cada cual aténgase a lo que quiere; pero yo juzgo que la frugalidad, esto es, la moderación y templanza, es la más excelente virtud. Muy sabia y oportuna sentencia. Tenía la mira puesta en el fruto, esto es, en la fecundidad del ser, contraria al no ser. Pero como el uso vulgar ha limitado la frugalidad a la sobriedad o parsimonia, añadió dos nombres más: la moderación y la templanza. Consideremos más atentamente estos dos nombres.

  1. Modestia o moderación se dijo de modo, y templanza, de temperies. Donde hay moderación y templanza, allí nada sobra ni falta. Ella, pues, comprende la plenitud, contraria a la pobreza, mucho mejor que la abundancia, porque en ésta se insinúa cierta afluencia y desbordamiento excesivo de una cosa. Y cuando esto ocurre, falta allí la moderación, y las cosas excesivas necesitan medida o modo. Luego la abundancia supone cierta pobreza, mientras la medida excluye lo excesivo y lo defectuoso. La opulencia misma, examinada bien, comprende el modo, pues se deriva de ope, ayuda. Pero ¿cómo lo excesivo puede servir de ayuda, si muchas veces es más molesto que lo escaso? Tanto lo excesivo como lo defectuoso carecen dé medida, y en este sentido se muestran indigentes y faltos. La sabiduría, es, pues, la mesura del alma, por ser contraria a la estulticia, y la estulticia es pobreza, y la pobreza, contraria a la plenitud. Concluyese que la sabiduría es la plenitud. Es así que en la plenitud hay medida. Luego la medida del alma está en la sabiduría. De donde aquel dicho célebre, de máxima utilidad para la vida: En todo evita la demasía.
  2. Mas convinimos al principio de nuestra discusión de hoy que si lográbamos identificar la miseria y la indigencia, estimaríamos bienaventurado al no indigente. Pues bien: ya hemos llegado a este resultado.

Luego ser dichoso es no padecer necesidad, ser sabio. Y si me preguntáis qué es la sabiduría (concepto a cuya exploración y examen se consagra la razón, según puede, ahora), os diré que es la moderación del ánimo, por la que conserva un equilibrio, sin derramarse demasiado ni encogerse más de lo que pide la plenitud. Y se derrama en demasía por la lujuria, la ambición, la soberbia y otras pasiones del mismo género, con que los hombres intemperantes y desventurados buscan para sí deleites y poderío. Y se coarta con la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia y otras afecciones, sean cuales fueren, y por ellas los hombres experimentan y confiesan su miseria. Mas cuando el alma, habiendo hallado la sabiduría, la hace objeto de su contemplación; cuando, para decirlo con palabras de este niño, se mantiene unida a ella e, insensible a la seducción de las cosas vanas, no mira sus apariencias engañosas, cuyo peso y atracción suele apartar y derribar de Dios, entonces no teme la inmoderación, la indigencia y la desdicha. El hombre dichoso, pues, tiene su moderación o sabiduría.

  1. Mas ¿cuál ha de ser la sabiduría digna de este nombre sino la de Dios? Por divina autoridad sabemos que el Hijo de Dios es la Sabiduría de Dios; y ciertamente es Dios el Hijo de Dios. Posee, pues, a Dios el hombre feliz, según estamos de acuerdo todos desde el primer día de este banquete. Pero ¿qué es la Sabiduría de Dios sino la Verdad? Porque Él ha dicho: Yo soy la verdad. Mas la verdad encierra una suprema Medida, de la que procede y a la que retorna enteramente. Y esta medida suma lo es por sí misma, no por ninguna cosa extrínseca. Y siendo perfecta y suma, es también verdadera Medida. Y así como la Verdad procede de la Medida, así ésta se manifiesta en la Verdad. Nunca hubo Verdad sin Medida ni Medida sin Verdad. ¿Quién es el Hijo de Dios? Escrito está: la Verdad. ¿Quién es el que no tiene Padre sino la suma Medida? Luego el que viniere a la suprema Regla o Medida por la Verdad es el hombre feliz. Esto es poseer a Dios, esto es gozar de Dios. Las demás cosas, aunque estén en las manos de Dios, no lo poseen.
  2. Mas cierto aviso que nos invita a pensar en Dios, a buscarlo, a desearlo sin tibieza, nos viene de la fuente misma de la Verdad. Aquel sol escondido irradia esta claridad en nuestros ojos interiores. De él procede toda verdad que sale de nuestra boca, incluso cuando por estar débiles o por abrir de repente nuestros ojos, al mirarlo con osadía y pretender abarcarlo en su entereza, quedamos deslumbrados, y aun entonces se manifiesta que El es Dios perfecto sin mengua ni degeneración en su ser. Todo es íntegro y perfecto en aquel omnipotentísimo Dios. Con todo, mientras vamos en su busca y no abrevamos en la plenitud de su fuente, no presumamos de haber llegado aún a nuestra. Medida; y aunque no nos falta la divina ayuda, todavía no somos ni sabios ni felices. Luego la completa saciedad de las almas, la vida dichosa, consiste en conocer piadosa y perfectamente por quién eres guiado a la Verdad, de qué Verdad disfrutas y por qué vínculo te unes al sumo Modo. Por estas tres cosas se va a la inteligencia de un solo Dios y una sola sustancia, excluyendo toda supersticiosa vanidad.

Aquí a la madre saltáronle a la memoria las palabras que tenía profundamente grabadas, y como despertando a su fe, llena de gozo, recitó los versos de nuestro sacerdote: «Guarda en tu regazo, ¡oh Trinidad!, a los que te ruegan.» Y añadió :

-Esta es, sin duda, la vida feliz, porque es la vida perfecta, y a ella, según presumimos, podemos ser guiados pronto en alas de una fe firme, una gozosa esperanza y ardiente caridad.

  1. Ea, pues, dije yo, porque la moderación misma exige que interrumpamos con algún intervalo de días nuestro convite, yo con todas mis fuerzas doy gracias a Dios sumo y verdadero Padre, Señor Libertador de las almas, y después a vosotros, que unánimemente invitados me habéis colmado también de regalos. Habéis colaborado tanto en mis discursos, que puedo decir que he sido harto de mis convidados.

Todos estábamos gozosos y alabábamos al Señor, y Trigecio exclamó:

-Ojalá que todos los días nos obsequies con convites como éste.

-Y vosotros debéis guardar en todo, amar en todo la moderación-le respondí-, si queréis de veras que volvamos a Dios. Dicho esto, se terminó la discusión y nos retiramos.

 

En torno a don Quijote

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En 1605 Miguel de Cervantes y Saavedra publicó la primera parte de la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, impresa en Madrid en el taller de Juan de la Cuesta, a cargo del librero editor Francisco de Robles, con dedicatoria dirigida al duque de Béjar. Obtuvo un éxito sin precedentes, en este primer año se lanzaron seis ediciones y fue traducido al inglés (1612) y al francés (1614). Alonso Quijano, protagonista de la obra y hombre dado a la lectura de libros de caballería, pierde el juicio, influido por las hazañas de sus héroes y decide hacerse caballero, salir en busca de aventuras e imponer justicia según las normas de las órdenes andantes. La obra de Cervantes, crítica aguda de la literatura de su tiempo, planteó el choque entre la realidad y los ideales que don Quijote pretendía resucitar, a la vez que creó el tema de la clarividencia en la locura.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que cuatro siglos después sigue contándose entre las excelsas del genio humano y cuya fama le ha elevado en la estimación universal a la altura de los máximos creadores literarios junto a Homero, Shakespeare y Dante. Pero, mientras que los tres se expresan en géneros literarios consagrados –la epopeya, el drama, la poesía medieval Cervantes proyecta el poder de su fascinación e influencia sobre la época moderna como el creador del género que implícitamente la refleja, el género que es a la vez imaginación y crítica, relativista y realista: la novela moderna.

A continuación damos 8 libros enteros, el quijote completo y 7 obras mas entorno  a esta obra maestra.

CERVANTES SAAVEDRA MIGUEL DE – Don Quijote De La Mancha

Chesterton Gilbert K – El Regreso De Don Quijote Doc

El regreso de don Quijote (1926), aparecida por entregas en la revista GK’s Weekly, es la última novela de Chesterton y uno de los más hermosos homenajes que jamás se hayan rendido al Quijote y a Cervantes. Michael Herne, un bibliotecario experto en la cultura hitita y ajeno al mundo moderno, tras interpretar el papel de un rey medieval en una obra de teatro, decide no quitarse el disfraz y encabezar, en la vida real, un golpe de Estado bufonesco contra la industria y la sociedad moderna, para el que cuenta, en un principio, con el apoyo de los nobles. En esta peculiar obra que podría calificarse de sociología ficción Chesterton da rienda suelta a su fabulosa imaginación, aunque sin despegar los pies del suelo, y crea un puñado de personajes únicos, signados todos por el sello del quijotismo: el bibliotecario loco que se cree Ricardo Corazón de León, un noble calavera que encarna como ninguno el quijotismo, en tanto que es desfacedor de entuertos y héroe auténtico de esta novela….

Chesterton Gilbert K – El Regreso De Don Quijote-

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Guillen de Castro

La datación es similar a la del Curioso impertinente (aunque esta adaptación no tiene la calidad de la comedia mencionada) y el asunto se toma, no del hilo principal del Quijote, sino de los enredos de novela ejemplar que protagonizan Cardenio, Luscinda, Fernando y Dorotea, tomados de los capítulos XXIII a XXX y XXXVI de la primera parte de la obra cumbre de Cervantes. En esta versión Don Quijote y Sancho son meros contrapuntos cómicos, que, como personajes de farsa ridícula o paso de Lope de Rueda, protagonizan excursos en la trama principal en forma de «entremés a palos».

Castro Guillen – Don Quijote De La Mancha

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M. Azaña

Es uno de los ensayos más importantes que se han concebido nunca sobre la inmortal novela. Crítico hacia dentro, Azaña indaga en la originalidad de Cervantes, la ve como resultado de la fusión, de «la corriente realista y la mitológica en una emoción sola«, sin incurrir en fáciles pesquisas biografistas, desentraña «La operación personal, terrible, de Cervantes«, «que consiste en haber fiado la representación del deseo y la locura, no a un caballero poderoso que, muerto en la demanda, llevado a galeras o finando de otro modo lamentable, probaría de sobra el fracaso, sino a un vejestorio inválido. Es decir, sobre mostrar el fracaso, se burla de él y de la víctima«.Así habría logrado Cervantes su hazaña de escritor

Hazaña Manuel – Cervantes Y La Invencion Del Quijote [pdf]

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Y los ultimos libros:

Azorin – La Ruta De Don Quijote

Valera Juan – Discurso Del Tercer Centenario Del Quijote

Papini Giovanni – Don Quijote

Heine Heinrich – El Ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha

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Juan del Encina – Egloga

laetare

Égloga representada en la mesma noche de
Navidad
Juan del Encina
[Nota preliminar: edición digital a partir del Cancionero de las obras de Juan del Enzina,Salamanca, s.i., 1496. Edición facsímil de la Real Academia Española, Pról. de Emilio Cotareloy Mori, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, 1928 (reimpresión, 1989), fols. 104r-105v, y cotejada con la edición crítica de Miguel Ángel Pérez Priego, Madrid, Cátedra, 1991, pp.107-116. Edición crítica de Stanislav Zimic, Madrid, Taurus, 1986, pp. 108-114. Y edición de
Ana M.ª Rambaldo, Madrid, Espasa Calpe, 1983, IV, pp. 9-18.]
Égloga representada en la mesma noche de Navidad; adonde se introduzen losmesmos dos pastores de arriba, llamados JUAN y MATEO. Y estando éstos en la salaadonde los maitines se dezían, entraron otros dos pastores, que LUCAS y MARCO sellamavan; y todos quatro, en nombre de los cuatro evangelistas, de la Natividad deCristo se començaron a razonar.
LUCAS [y]MARCO ¡Dios mantenga! ¡Dios mantenga!
JUAN [y]MATEO ¡O, nora buena vengáis!
LUCAS ¿Y vosotros acá estáis?
MATEO ¡Miafé, ha! Venga quien venga.
LUCAS No ay quien de prazer se tenga. 5
MATEO ¿Y qué nuevas ay allá?
LUCAS Ay una nueva muy luenga,
¡menester es gran arenga,
que Dios es nacido ya!
MATEO ¿Y quándo, quándo nació? 10
LUCAS Aun agora, en este punto,
Dios y hombre todo junto,
y una virgen lo parió.
MARCO Bien lo barruntava yo.
MATEO Yo tanbién bien lo sentía, 15
mas primero lo sintió
aquellotro que escrivió
que una virgen pariría.
LUCAS ¿Qué te parece, Mateo?
MATEO ¿Y a ti, Lucas? Di, verás. 20
LUCAS ¿Y tú, Marco, qué dirás?
MARCO Qu’es cumplido mi desseo.
LUCAS ¿Y tú, Juan del buen asseo,
qué dizes, que estás callando?
JUAN Miafé, digo que lo creo, 25
que ya estava yo en oteo
de luengo tiempo esperando.
MATEO ¿Qué esperavas? Di, zagal,
por tu salud, habra, habra.
JUAN Que Dios, que era la palabra, 30
decendiesse a ser carnal.
LUCAS En un vientre virginal
como lluvia decendió,
para remediar el mal
del pecado original 35
qu’el primer padre nos dio.
Del cielo vino su nombre,
el mayor que nunca hu,
que le llamassen Jesú
y Cristo por sobrenombre. 40
JUAN Ya tenemos Dios y hombre,
ya passible el impassible.
¿Quién avrá que no se assombre?
¿Quién avrá que allá no encombre
ver visible el invisible? 45
LUCAS Embió Dios embaxada
a la Virgen con Graviel,
para en ella venir Él,
y luego quedó preñada.
Dizen que estava turbada 50
del mensage nunca visto;
mas quedó muy confortada,
que esperava ser llamada
la madre de Jesucristo.
MATEO Con el dedo acertaría, 55
que deve ser una esposa
de Josepe, muy hermosa,
essa tal que tal paría.
LUCAS Una que llaman María.
MATEO Pésame que no ay espacio, 60
que aun de aquessa yo sabría
contar la genealogía
de todo su generacio.
Él es hijo de David,
de David y de Abrahán. 65
LUCAS Diga, diga, diga Juan,
qu’es zagal de buen ardid.
JUAN Digo, digo que Él es vid,
vida, verdad y camino.
Todos, todos le servid, 70
todos comigo dezid
qu’Él es el Verbo divino.
MATEO ¡Sí dezimos!
MARCO ¡Sí dezimos!
LUCAS Assí digo yo tanbién,
que nacido es en Belén 75
y de un ángel lo supimos.
Aunque gran temor huvimos
y nos puso gran anteo,
gran gasajo recebimos,
que a los ángeles oímos 80
la grolla del celis Deo.
Sonavan con gran dulçor
unos sones agudillos
de muy huertes caramillos
al nacer del Redentor. 85
JUAN Nació nuestro Salvador
por librar nuestra pelleja.
¡O, qué chapado pastor,
que morirá sin temor
por no perder una oveja! 90
LUCAS ¡Qué pastor tan singular
te parece este donzel!
Todos bivamos con Él,
que Éste nos viene a salvar.
JUAN Y después ha de dexar 95
a Pedro, nuestro carillo,
las ovejas a guardar,
y las llaves del lugar,
y su hato y caramillo.
MATEO Miafé, con Él nos uñamos, 100
que su yugo es muy suave,
y su carga no es muy grave,
mas muy leve, si miramos.
Si de gana la tomamos,
gran gasajo sentiremos. 105
LUCAS Muy humildes le seamos,
que si bien nos umillamos,
bien ensalçados seremos.
MARCO Deste son las profecías
que dizen que profetaron 110
aquellos que pernunciaron
la venida del Mexías,
cuyas carreras y vías
antes d’Él aparejava
el hijo de Zacarías, 115
la boz que tú, Juan, dezías
que en el desierto clamava.
Aquél que nos predicó
que vernía después dél
otro más valiente qu’él, 120
que es aqueste que oy nació.
Y este mesmo le embió,
yo le vi por nuestra aldea,
y aun él dixo: «No so yo
ni menos soy dino, no, 125
de desatar su correa.»
MARCO Quísole Dios embiar
delante por mensagero,
porque pudiesse primero
todo el hato recordar. 130
JUAN Vino al mundo a predicar
de Cristo, por su mandado,
para testimonio dar.
MARCO Cristo vino a ministrar,
no para ser ministrado. 135
JUAN ¡Hartar, hartar ya, gañanes,
qu’es venido pan del cielo,
pan de vida y de consuelo!
No comáis somas de canes,
ni andéis hechos albardanes 140
comiendo vianda vil,
que Aquéste con cinco panes
hartará más rabadanes
que otro con cinco mil.
LUCAS Mateo, si no revellas 145
y te percude cariño,
vamos a ver aquel niño
qu’es de las cosas más bellas.
MATEO Y tú, Juan, que las estrellas
oteas de hito en hito, 150
ven, verás la mayor dellas,
luzero de las donzellas
con su Hijo tan bendito.
LUCAS A Belén vamos, zagales,
que allí dizen que ha nacido, 155
en un pesebre metido,
embuelto en unos pañales;
entre brutos animales
quiso venir a nacer,
en tan crudos temporales. 160
Por pagar bien nuestros males,
ya comiença a padecer.
El señor de la riqueza,
por dexarnos gran erencia,
en su muy pobre nacencia 165
a ser pobres nos aveza.
¡Nunca fue tan gran pobreza
para hijo de tal padre!
Aballemos sin pereza,
vamos a tomar barveza 170
y a gasajar con su madre.
(Fin.)
MATEO ¡De los primeros seremos!
¡Vamos, vamos, vamos, Juan!
LUCAS ¡Benditos los que verán
lo que nosotros veremos! 175
MARCO ¡Aballemos, aballemos,
y no estemos anaziados!
JUAN Mas dad acá, respinguemos,
y dos a dos cantiquemos
porque vamos ensayados. 180
(Villancico.)
Gran gasajo siento yo.
¡Huy, ho!
Yo tanbién, soncas, ¿qué ha?
¡Huy, ha!
Pues Aquél que nos crió 185
por salvarnos nació ya.
¡Huy, ha! ¡Huy, ho!
Que aquesta noche nació.
Esta noche, al medio della,
quando todo estava en calma, 190
por nos alumbrar ell alma
nos nació la clara estrella,
clara estrella de Jacó.
¡Huy, ho!
Alegrar todos, ahá. 195
¡Huy, ha!
Pues Aquél que nos crió
por salvarnos nació ya.
¡Huy, ha! ¡Huy, ho!
Que aquesta noche nació. 200
En Belén, nuestro lugar,
muy gran claror relumbrea:
yo te juro que esta aldea
todo el mundo ha de sonar,
porque tal fruto nos dio. 205
¡Huy, ho!
Gran onra se le dará.
¡Huy, ha!
Pues Aquél que nos crió
por salvarnos nació ya. 210
¡Huy, ha! ¡Huy, ho!
Que aquesta noche nació.
Una virgen concibiera
sin simiente de varón,
y virgen sin corrución 215
al Hijo de Dios pariera,
y después virgen quedó.
¡Huy, ho!
Gran memoria quedará.
¡Huy, ha! 220
Pues Aquél que nos crió
por salvarnos nació ya.
¡Huy, ha! ¡Huy, ho!
Que aquesta noche nació.
Una virgen de quinze años, 225
morenica, de tal gala,
que tan chapada zagala
no se halla en mil rebaños.
Nunca tal cosa se vio.
¡Huy, ho! 230
Ni jamás fue ni será.
¡Huy, ha!
Pues Aquél que nos crió
por salvarnos nació ya.
¡Huy, ha! ¡Huy, ho! 235
Que aquesta noche nació.
Vámonos de dos en dos,
aballemos a Belén,
porque percancemos bien
quién es el Hijo de Dios. 240
Gran salud nos embió.
¡Huy, ho!
En Belén dizen que está.
¡Huy, ha!
Pues Aquél que nos crió 245
por salvarnos nació ya.
¡Huy ha, huy ho!
Que aquesta noche nació.
(Fin.)
Ya rebulle la mañana,
aguigemos qu’es de día; 250
preguntemos por María,
una hija de Sant’Ana,
que ella, ella lo parió.
¡Huy, ho!
Vamos, vamos, andá allá. 255
¡Huy, ha!
Pues Aquél que nos crió
por salvarnos nació ya.
¡Huy, ha! ¡Huy, ho!
Que aquesta noche nació. 260

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Clarin: el gallo de Socrates

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El gallo de Sócrates

— I —

El gallo de Sócrates

Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas palabras:

—Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. —Y no habló más.

Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido).

Había pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.

Y Sócrates no había dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina.

Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.

Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.

Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda.

Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.

«Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo».

Corría el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.

—¡Oh, gallo irreverente! —gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo—. Y acallando con un sofisma pseudo—piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».

Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano.

—¡Oh, filósofo idealista, de imitación! —dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; —no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué?  ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica.

—«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».

—Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.

—¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?

—Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el por qué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista.

—Bueno, pues por sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!

—¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?

—Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males.

—¿Dijo Sócrates todo eso?

—No; dijo que debíamos un gallo a Esculapio.

—De modo que lo demás te lo figuras tú.

—¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras?

—El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos… y hacerme a mí, que si existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte.

—Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio.

—Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.

—Gallo de Gorgias, calla y muere.

—Discípulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo.

—Yo a las palabras me atengo. Date…

Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre…

El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:

—¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.

Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.

Clarín: cuentos

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Tambor y gaita

Admirable, admirable, admirable!

Después de lanzar al aire esta exclamación, que hizo retumbar la estrecha saluca de la Rectoral, el Arcipreste Lobato tomó un polvo de rapé superior, de una caja de plata muy ricamente labrada, que tenía abierta sobre la mesa de encina de anchas alas, la cual se cerraba y abría con majestuosa pesadumbre.

Todos los presentes callaron, porque no sabían si el cura peroraba como doctor de la Iglesia, y sin admitir, por consiguiente, la forma socrática del diálogo, o como simple particular que toleraba la conversación. Además, ninguno de los allí reunidos tenía autoridad bastante para hablar en presencia del Arcipreste, sin ser invitado a ello.

—¡Sí, tres veces admirable! y diciendo esto, cerró la caja de un papirotazo dando a entender que allí él era, así como el único creador, el único que tomaba rapé; a lo menos de la caja de su propiedad.

—Tres veces admirable y no me cansaré de repetirlo. Ese Gasparico ha de ser gloria, no sólo de la parroquia de San Andrés, sino de todo el Concejo, y más diré, gloria del Principado.

Pero no así como se quiera, señor mío, no gloria mundana, viento y sólo viento, vanidad de vanidades, vanitas vanitatum… Y al decir esto el corpanchón del clérigo, puesto en pie, vestido con amplísimo levitón, de alpaca negra, y haciendo aspavientos con ambos brazos, para imitar las aspas de un molino, movidas por el viento salomónico de la vanidad, llenaba gran parte de la estancia que era corta y angosta y baja de techo como un camarote.

El señor mío a quien el Arcipreste apostrofaba, no era ninguno de los circunstantes, sino los librepensadores en general, representados, si se quiere, por Mr. Jourdain, ingeniero belga, socio industrial de la gran empresa extranjera, que explotaba muchas de las minas de carbón de la riquísima cuenca, cuyo centro viene a ser la parroquia de San Andrés.

—Gloria sólida, consolidada, como si dijéramos, gloria al portador, en buena moneda de oro de ley, girada por Aquél que no quiebra ni quebrará, ni mete gato por liebre, ni da a sus elegidos billetes falsos, ni papeles mojados de una Deuda que no hay Cristo que cobre…

Es necesario advertir; primero, que Lobato se estuvo figurando, por unos momentos, al Señor pagando una deuda de gloria en monedas de oro de cinco duros; y sus ademanes imitaban el acto de ir echando en la mesa el dinero que él fingía sacar de un bolsillo del chaleco. Segunda; también hay que notar, para la mayor exactitud psicológica, que el Arcipreste, una vez empeñado en sus tropos, se olvidó del panegírico que venía haciendo, y pasó a pensar en ciertas láminas de la propiedad, en los condenables cupones, que no había Cristo que cobrase como Dios manda, y en la baja del papel, que era enorme por aquellos días.

—Ese, Gasparico, añadió volviendo en sí, y dejando por esta vez sus querellas con el estado, en cuanto mal pagador, ese, Gasparico, ha de llegar a ser Obispo, en aquellas remotas playas. (El Arcipreste se figuraba toda la China y la Indochina como una serie de playas cubiertas de menuda arena y erizadas de hombrecillos amarillentos o negruzcos, casi todos bizcos, cubiertos de pluma y armados de flechas, que disparaban de la noche a la mañana contra los mismos frailes.)

Parecíale que había exagerado un poco haciendo Obispo de repente a un motilón que no tenía todavía las primeras órdenes, y como él no era amigo de exagerar ni de adelantar a nadie la carrera indebidamente, rectificó diciendo:

—Y si no Obispo, por lo menos de santo lo hemos de tener, si le dan ocasión para meter la mano hasta el codo, en los oficios y martirios, porque para ello es el más pintado.

—Más lo quiero santo que obispo —dijo con voz pausada, ronca, que hablaba con respeto y con entereza, y con una serenidad fúnebre, que imponía veneración y daba frío.

Quien hablaba así era la madre de Gasparico, la cual acababa de despedirse de su hijo para toda la vida, segura de que en cuanto el muchacho tuviera las órdenes necesarias, se lo iban a crucificar los salvajes allí en una región remotísima, de que ella no tenía ni siquiera las imágenes que ilustraban la fantasía del Arcipreste. Jamás había visto estampas ni grabados de esos que acompañan a ciertas historias de los mártires. Era aquella pobre aldeana una mística sin libros. No sabía leer. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A la amabilidad de nuestro querido amigo y colaborador D. Leopoldo Alas, hijo del gran maestro, debemos la publicación de estas cuartillas, las últimas que escribió el insigne autor de «La Regenta».

Tirso de Molina

(Fantasía)

 

QUEVEDO

 

El siglo tan desmedrado,

¿Para qué nos resucita?

¿Momias no tiene Infinitas?

¿Qué harán las nuestras en él?

(Álbum, al Conde de San Luis.)

 

Nevaba sobre las blancas, heladas cumbres. Nieve en la nieve, silencio en el silencio. Moría el sol invisible, como padre que muere ausente. La belleza, el consuelo de aquellas soledades de los vericuetos pirenaicos, se desvanecía, y quedaba el horror sublime de la noche sin luz, callada, yerta, terrible imitación de la nada primitiva.

En la ceniza de los espesos nubarrones que se agrupaban en rededor de los picachos, cual si fueran a buscar nido, albergue, se hizo de repente más densa la sombra; y si ojos de ser racional hubieran asistido a la tristeza de aquel fin de crepúsculo en lo alto del puerto, hubieran vislumbrado en la cerrazón formas humanas, que parcelan caprichos de la niebla al desgarrarse en las aristas de las peñas, recortadas algunas como alas de murciélago, como el ferreruelo negro de Mefistófeles.

En vez de ir deformándose, desvaneciéndose aquellos contornos de figura humana, se fueron condensando, haciendo reales por el dibujo; y si primero parecían prerrafaélicos, llegaron a ser después dignos de Velázquez. Cuando la obscuridad, que aumentaba como ávida fermentación, volvió a borrar las líneas, ya fue inútil para el misterio, porque la realidad se impuso con una voz, vencedora de las tinieblas: misión eterna del Verbo.

—Hemos caído de pie, pero no con fortuna. Creo que hemos equivocado el planeta. Esto no es la Tierra.

—Yo os demostraré, Quevedo, con Aristóteles en la mano, que en la Tierra, y en tierra de España estamos.

—¿Ahí tenéis al Peripato y no lo decíais? Y en la mano; dádmelo a mí para calentarme los pies metiéndolos en su cabeza, olla de silogismos.

—No os burléis del filósofo maestro de maestros.

—¡Ah, señor Cano, como estos vericuetos; ah, señor Nieves, y qué atrasadilla me parece su teología, ahora que he viajado tanto por otros mundos altos!

—No habléis de eso, y, busquemos donde cenar.

—¡Ah, Tirso; ah, fraile! Como vuestro clerigón, ¿no llamaréis a Dios bueno hasta que cenéis? Cenad ex nihilo, porque otra cosa no hay por aquí, a lo que no veo.

—Señores, sin ser yo tan ilustre lógico cual esta gloria de Trento, ni menos teólogo, como no sea en verso, creo que antes de la cena, que no es idea simple, que no es categoría, debemos pensar en el sitio, en el lugar, que si es categoría. Porque yo, por ahora, dudo que estemos en parte alguna. Y donde no hay espacio, no hay cena.

—Pero hay frío, señor Calderón.

—Bien dice Lope. Procuremos orientarnos. Es decir, oriente ahora no se puede buscar, pero según lo que yo pude colegir cuando caímos, ya cerca de este globo, a la luz del Sol y antes de penetrar en las nubes de nieve, dentro de España estamos, y sobre altísimas montañas, y del mar no muy lejos; de modo que éstos deben de ser los Pirineos, y acaso los de mi tierra, porque yo, señores míos, siento un no sé qué de bienestar de que no me hablan vuestras mercedes.

—Natural me parece, insigne Jovellanos, que seáis vos, de tiempos de mejor brújula que los nuestros, quien nos deje barruntar en dónde estamos. Pero yo daría mi Buscón por una buscona que me hiciese topar ahora, no con la madre Venus, sino con su digno esposo Vulcano, para que me fabricase una cama donde dormir, menos fría que este suelo.

—Señores, yo vuelvo a mi Aristóteles, y digo…

—Teólogo, tenéis razón; seamos peripatéticos, discurramos con los pies, y a ver si a fuerza de discurrir probamos algo… algo caliente.

Una voz nueva resonó entonces en aquellas soledades como suave música, y era la de fray Luis de León, también expedicionario, que decía:

—Amigos queridos, esta noche más ha de ser de penitencia, de ayuno, que de hartazgo; porque, si he de hablar con franqueza, nuestra vuelta al mundo terrenal más me parece castigo que otra cosa. Pecamos, pecamos; pequé yo a lo menos, —y si en buena teología esto no se puede llamar pecado, llámelo D. Melchor como quiera o convenga; —pequé digo, deseando lo que en soledades de mi dicha, de allá arriba, nunca creí que se podría desear. ¡Ay, sí! El engaño, como siempre. El desengaño, igual. En esta tierra obscura, sepultada en noche y en olvido, ¿qué me había quedado a mí? Si vivía en la alma región luciente, ¿a qué querer, como quise, saber algo de la mísera Tierra? Fue vanidad, sin duda. Moviome el apetito de saber si aquella larva que yo por acá había dejado, y que el mundo llamó mi gloria, se había desvanecido, cual mis despojos, o algo había quedado de ella, aunque no fuera más que un soplo que fuese callado por la montaña…

—¡Ay, señor fray Luis de León! —interrumpió Lope, —a todos creo yo que nos escuece el mismo remordimiento. Yo, que al morir dije, según cuentan, pues yo no me acuerdo, que daría todas mis comedias, que eran humo, por un poco de gracia al entregar el alma a Dios, ahora me veo aquí desterrado del cielo, si así puedo decirlo, por la pícara vanidad de oler si algo todavía se dice por el mundo del montón infinito de mis coplas.

Todos fueron confesando pecado semejante. A todos aquellos ilustres varones les había picado la mosca venenosa de la vanagloria cuando gozaban la gloria no vana, y habían deseado saber algo de su renombre en la Tierra. ¿Se acordarían de ellos aquí abajo? Y el castigo había sido dejarlos caer, juntos, en montón, de las divinas alturas, sobre aquella nieve, en aquellos picachos, rodeados de la noche, padeciendo hambre y frío.

 

***

 

Como pudieron, de mala manera, empezaron a caminar sobre la nieve, procurando descender, por si encontraban más abajo rastro de senda que los guiara a vivienda humana, o por lo menos a lugar menos desapacible donde aguardar el día y aguantar el hambre. Porque es de advertir que aquellos desterrados del cielo, en cuanto pisaron tierra volvieron a sentir todas las necesidades propias de los que andamos vivos por estos valles de lágrimas.

Jovellanos, por varios signos topográficos, y más por revelaciones del corazón, insistía en su idea de que estaban sobre alguna montaña de Asturias. Los otros llegaron a creerle, y como práctico le tomaron, y detrás de él marchaban dejándole guiar la milagrosa caravana por las palpables tinieblas adelante.

—Para mí, señores, estamos en alguno de los puertos que separan a León de mi tierra.

—Pues entonces, a fe de Quevedo, que ya sé quién nos va a dar posada. El oso de Favila.

—Ese no; pero otros no deben de andar lejos.

Notó Lope que el terreno que había llegado a pisar apenas tenía ligera capa de nieve y era llano.

—¡No tan llano, por Cristo! —gritó Quevedo, que dio un tropezón y tuvo que tocar la blanca alfombra con las manos. Sintió al tacto cosa dura y que ofrecía una superficie convexa y pulida. —Señores, —exclamó, —aquí hay trampa; con los pies tropecé en una barra, y entre los dedos tengo otra.

Agachose Jovellanos, y tras él los demás, y notaron que bajo la nieve se alargaban dos varas duras como el hierro, paralelas…

—Esto ha de ser un camino, —dijo D. Gaspar; tal vez los modernos atraviesan estas montañas de modo que a nosotros nos parecería milagroso si lo viéramos… Yo tengo escrito un viaje que llamo de Madrid a Gijón, y en él expreso el deseo de que algún día…

—¡Jesús nos valga!… —interrumpió Calderón; entramos en un antro, en una cárcel… aquí toco una pared fría que chorrea… y aquí otra pared…

—Entramos, por lo visto, en la cueva de un oso. Ya tenemos posada. Dios nos libre del huésped…

Interrumpió a Quevedo y pasmó a todos un quejido terrible, intenso, que sonó lejos; un silbido ensordecedor y poderoso, de monstruo desconocido… Y de repente vieron a gran distancia un punto rojo de luz, que se acercaba; y oyeron estrépito de cadenas y mil infernales choques de hierro contra hierro, bramidos horrísonos. Un monstruo inmenso, negro, que se les echaba encima para devorarlos, les hizo, con el terror, caer en tierra.

 

Todos se pegaron, cuan largos eran, a la fría pared que sudaba una asquerosa humedad. Los más cerraron los ojos; pero algunos, como fray Luis de León y Jovellanos, tuvieron ánimo para contemplar el peligro, y vieron pasar, como un relámpago, inmenso dragón negro, vomitando ascuas, rodeado de humo…

—No hemos caído en la Tierra, sino en el infierno, —dijo Quevedo cuando todos estuvieron en pie, algo menos asustados, si no tranquilos.

—Salgamos de esta cueva maldita, si podemos, —propuso Tirso.

—Volvamos sobre nuestros pasos…

—Sí, una honrosa retirada.

Salieron como pudieron de la cueva, antro o lo que fuese; y no teniendo en las tinieblas modo de orientarse mejor, procuraron seguir la dirección que señalaban aquellas barras de hierro que de vez en cuando sentían bajo los pies.

—Esto es un camino, señores; no me cabe duda, —dijo el autor del Informe sobre la ley Agraria.

—Un camino infernal.

—No, D. Francisco, un camino… de hierro, pues hierro es esto que pisamos.

—Bien, pero es cosa del diablo. ¿Cómo creéis que estemos en la Tierra? ¿Cría la Tierra monstruos como ése de fuego que por poco nos aplasta?

—¿Quién sabe —dijo fray Luis— si los pecados de los hombres han convertido el mundo en mansión de terribles fieras traídas del Averno?

—¡Y aquí venimos a buscar gloria mundana! ¡Y pensábamos que en la Tierra quedaría memoria de nosotros, y la Tierra es vivienda de sierpes y vestiglos! ¡Oh! ¿quién nos sacará de aquí?

—Sigamos, sigamos, —dijo Tirso.

—Señores, atención —exclamó Lope, que iba delante con Jovellanos. —O el miedo me hace ver las estrellas, o una brilla enfrente de nosotros.

—¿Estrella terrestre? Llámese candil.

—Sí, dijo Tirso; —allí una luz verde… y más abajo, ¿no ven ustedes otra rojiza?… —Sí, y ésta parece que se mueve… —¡Ya lo creo! Hacia nosotros viene… ¿Qué hacemos?

—Señores, a fe de Quevedo, que me canso de ser cobarde; yo de aquí no me muevo; venga lo que [45] viniere, más puede en mí el ansia de saber qué mundo es éste y qué monstruos nos asustan, que el amor al pellejo…

Nadie quiso ser menos valiente; y todos, a pie quieto, esperaron el terrible peligro desconocido que se acercaba.

 

La luz, cerca del suelo, avanzaba, avanzaba… De repente, un silbido estridente hizo temblar el aire; cien ecos de los montes repitieron como un coro de quejidos prolongados el melancólico estrépito… Aunque la obscuridad era tanta, pudieron nuestros héroes distinguir entre la nieve una masa negra que con marcha lenta y uniforme a ellos se acercaba.

Nadie se echó a tierra, nadie tembló, nadie cerró los ojos. Como inmenso gusano de luz, el monstruo tenía bajo la panza bastante claridad para que por ella se pudiera distinguir la extraña figura. Era un terrible unicornio, que por el cuerpo negro arrojaba chispas y una columna de humo. Montado sobre el lomo de hierro llevaba un diablo, cuya cara negra pudieron vislumbrar a la luz de un farolillo con que el tal demonio parecía estar mirándole las pulgas a su cabalgadura infernal…

Pasó la visión espantosa rozando casi con los asombrados inmortales, que, para no ser atropellados, tuvieron que retroceder un paso…

Quevedo, decidido a ser quien era, y Jovellanos con ansia infinita de saber algo nuevo e inaudito, miraron con atención firme, cara a cara, el endriago que se les echaba encima, y los dos a un tiempo, en alta voz, sin darse cuenta de lo que hacían, exclamaron:

—«¡Tirso de Molina!»

—Presente —dijo el fraile.

—No es eso —exclamó el autor del Buscón. —Es que en el lomo de ese monstruo de hierro que acaba de pasar, a la luz del farolillo de aquel diablo, he leído en letras de oro… eso: Tirso de Molina.

—¿Mi nombre?

—Sí —dijo D. Gaspar—. Tirso de Molina; en letras doradas, grandes. Yo lo leí también. —¿Y qué debemos pensar? —preguntó Cano. —Nada bueno —dijo Lope. —Nada malo —dijo Quevedo.

En aquel momento, el monstruo, que se llamaba como el Maestro Téllez, retrocedía deteniéndose pacífico, humilde, sin ruido, cerca de los pasmados huéspedes celestiales. «Tirso de Molina», leyeron todos en el costado del supuesto vestiglo. Un hombre cubierto con un capote pardo, alumbrándose con una linterna, pasó cerca, y se detuvo a inspeccionar el raro artefacto, que por tal lo empezó a tener Jovellanos, adivinando algo de lo que era.

—Señores, dijo el desconocido en buen castellano, al notar que varios caballeros, entre ellos clérigos, y frailes algunos por lo visto, rodeaban la máquina; —señores, al tren, que aquí se para muy poco.

—¿Al tren? ¿Y qué es eso? —preguntó Quevedo. —Pero ¿dónde estamos? —dijo D. Gaspar.

—¿Pues no lo han oído? En Pajares.

 

Mediaron explicaciones. El mozo de estación creyó que se las había con locos, y los dejó en la obscuridad; pero Jovellanos fue atando cabos, y sobre poco más o menos, aquellos ilustres varones supieron de qué se trataba.

Estaban en la Tierra; los hombres atravesaban las montañas en máquinas rapidísimas, movidas por el fuego, ¡y esas máquinas se llamaban… como ellos! Aquella, Tirso de Molina; otras, de fijo, se llamarían Jovellanos, Quevedo, Cervantes… como los demás hijos ilustres de España.

—Señores —dijo D. Gaspar, —ya lo veis; el mundo no está perdido, ni vosotros olvidados. Ilustre poeta mercenario, ¿qué dice vuestra merced de esto? ¿Sábele tan mal que a este portento de la ciencia y de la industria le hayan puesto los hombres de este siglo el seudónimo glorioso de Tirso de Molina?

Sonrió Tirso, y con toda sinceridad se declaró satisfecho al encontrarse con tal tocayo.

—Verdad es que no lo siento. Pero a mal mundo hemos venido si queríamos para siempre curarnos de vanidades.

—¡Oh, quién sabe, quién sabe! Acaso no lo sean —advirtió don Gaspar. —La gloria que da el mundo no es gloria; pero agradecer el recuerdo, el cariño de los míseros mortales, acaso no sea indigno de los bienaventurados.

Un candidato

 

Tiene la cara de pordiosero; mendiga con la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos, medrosos, siguen los movimientos de aquel de quien esperan algo como los ojos del mono sabio a quien arrojan golosinas, y que, devorando unas, espera y codicia otras. No repugna aquel rostro, aunque revela miseria moral, escaso aliño, ninguna pulcritud, porque expresa todo esto, y más, de un modo clásico, con rasgos y dibujo del más puro realismo artístico: es nuestro Zalamero, que así se llama, un pobre de Velázquez. Parece un modelo hecho a propósito por la Naturaleza para representar el mendigo de oficio, curtido por el sol de los holgazanes en los pórticos de las iglesias, en las lindes de los caminos. Su miseria es campesina; no habla de hambre ni de falta de luz y de aire, sino de mal alimento y de grandes intemperies; no está pálido, sino aterrado; no enseña perfiles de hueso, sino pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus ojos se mueven implorando limosna y acechando la presa, su boca rumia sin cesar, con un movimiento de los labios que parece disimular la ausencia de los dientes. Y con todo, sí tiene dientes, negros, pero fuertes. Los esconde como quien oculta sus armas. Es un carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo o está entre gente de quien nada puede esperar, aquella impaciencia de sus gestos se trueca en una expresión de melancolía humilde, sin dignidad picaresca, sin dejar de ser triste; no hay en aquella expresión honradez, pero sí algo que merece perdón, no por lo bajo y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda cualquiera, al contemplarle en tales momentos, de Gil Blas, de don Pablos, de maese Pedro, de Patricio Rigüelta; pero como este último, todos esos personajes con un tinte aldeano que hace de esta mezcla algo digno de la égloga picaresca, si hubiere tal género.

Zalamero ha sido diputado en una porción de legislaturas; conoce a Madrid al dedillo, por dentro y por fuera; entra en toda clase de círculos, por altos que sean; se hace la ropa con un sastre de nota, y, con todo, anda por las calles como por una calleja de su aldea, remota y pobre.

Los pantalones de Zalamero tienen rodilleras la misma tarde del día que los estrena. Por un instinto del gusto, de que no se da cuenta, viste siempre de pardo, y en invierno el paño de sus trajes siempre es peludo. Los bolsillos de su americana, en los que mete las manazas muy a menudo, parecen alforjas.

No se sabe por qué, Zalamero siempre trae migajas en aquellos bolsillos hondos y sucios, y lo peor es que, distraído, las coge entre los dedos manchados de tabaco y se las lleva a la boca.

Con tales maneras y figura, se roza con los personajes más empingorotados, y todos le hacen mucho caso. «Es pájaro de cuenta», dicen todos.

«Zalamero, mozo listo», repiten los ministros de más correa. Fascina solicitando. El menos observador ve en él algo simbólico; es una personificación del genio de la raza en lo que tiene de más miserable, en la holgazanería servil, pedigüeña y cazurra. «Yo soy un frailuco —dice el mismo Zalamero—; un fraile a la moderna. Soy de la orden de los mendicantes parlamentarios.» Siempre con el saco al hombro va de Ministerio en Ministerio pidiendo pedazos de pan para cambiarlos en su alea por influencias, por votos. Ha repartido más empleos de doce mil reales abajo que toda una familia de esas que tienen el padre jefe, de un partido o de fracción de partido. Para él no hay pan duro; está a las resultas de todo; en cualquier combinación se contenta con la peor; lo peor, pero con sueldo. Sus empleados van a Canarias, a Filipinas; casi siempre se los pasan por agua; pero vuelven, y suelen volver con el riñón cubierto y agradecidos.

—¿Qué carrera ha seguido usted, señor Zalamero? —le preguntan las damas.

Y él contesta, sonriendo:

—Señora, yo siempre he sido un simple hombre público.

—¡Ah! ¿Nació usted diputado?

—Diputado, no, señora; pero candidato creo que sí.

—¿Y ha pronunciado usted muchos discursos en el Congreso?

—No, señora, porque no me gusta hablar de política.

En efecto: Zalamero, que sigue con agrado e interés cualquier conversación, en cuanto se trata de política bosteza, se queda triste, con la cara de miseria melancólica que le caracteriza, y enmudece mientras mira; receloso, al preopinante.

No cree que ningún hombre de talento tenga lo que se llama ideas políticas, y hablarle a Zalamero de monarquía o república, democracia, derechos individuales, etc., etc., es darle pruebas de ser tonto o de tratarle con poca confianza. Las ideas políticas, los credos, como él dice, se han inventado para los imbéciles y para que los periódicos y los diputados tengan algo que decir. No es que él haga alarde de escepticismo político. No; eso no le tendría cuenta. Pertenece a un partido como cada cual; pero una cosa es seguirle el humor al pueblo soberano, representar un papel en la comedia en que todos admiten el suyo, por no desafinar, y otra cosa es que entre personas distinguidas, de buena sociedad, se hable de las ideas en que no cree nadie.

Zalamero, en el seno de la confianza, declara que él ha llegado a ser hombre público… por pereza, por pura inercia. «Dejándome, dejándome ir, dice, me he visto hecho diputado. Nunca me gustó trabajar; siempre tuve que buscar la compañía de los vagos, de los que están en la plaza pública, en el café, azotando calles a las horas en que los hombres ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué había de hacer? Me aficioné a la cosa pública; me vi metido en los negocios de los holgazanes, de los desocupados, en elecciones. Fui elector, cazador de votos, como quien es jugador. Cuando supe bastante me voté a mí propio. El progreso de mi ciencia consistió en ir buscando la influencia cada vez más arriba. He llegado a esta síntesis: todo se hace con dinero, pero arriba. Cuanto más arriba y cuanto más dinero, mejor. El que no es rico, no por eso deja de manejar dinero; hay para esto la tercería de los grandes contratos vergonzantes. El dinero de los demás, en idas y venidas que ideaba yo, me ha servido como si fuera mío.»

Mientras muchos personajes andan echando los bofes para asegurar un distrito, y hoy salen por aquí, mañana por los cerros de Úbeda, Zalamero tiene su elección asegurada para siempre en el tranquilo huerto electoral que cultiva abonando sus tierras con todo el estiércol que encuentra por los caminos, en los basureros, donde hay abono de cualquier clase.

Aunque trata a duquesas, grandes hombres, ilustres próceres, millonarios insignes, cortesanos y diplomáticos, en el fondo, Zalamero los desprecia a todos, y sólo está contento y sólo habla con sinceridad cuando va a recorrer el distrito, y en una taberna, o bajo los árboles de una pomareda, ante el paisaje que vieron sus ojos desde la niñez, apura el jarro de sidra o el vaso de vino, bosteza sin disimulo, estira los brazos, y a la luz de la luna, con la poética sugestión de los rayos de plata que incitan a las confidencias, exclama con su voz tierna y ronca de pordiosero clásico, dirigiéndose a uno de sus íntimos aldeanos, agentes, electores, sus criaturas:

—…Y después, si Dios quiere, como otros han llegado, puedo llegar a ministro…, y como no soy ambicioso, juro a Dios que con los treinta mil reales de la cesantía me contento; sí, los treinta mil…, aquí, en esta tierra de mis padres, en la aldea, bajo estos árboles, con vosotros…

Y Zalamero se enternece de veras y suspira porque ha hablado con el corazón. En el fondo es cómo el aguador que junta ochavos y suena con la terriña. Zalamero, el palaciego del sistema parlamentario, el pobre de la Corte de los Milagros…, del salón de conferencias; el mendicante representativo no sueña con grandezas, no quiere meter al país en un puño, imponer un credo.

¡Qué credos!

Ser ministro ocho días, quedarse con treinta mil…, y a la aldea. Es todo lo Cincinnato que puede ser un Zalamero. No quiere ser gravoso a la patria. «Si me hubiesen dado una carrera, hoy sería algo. Pero un hombre como yo, ¿a qué ha de aspirar sino a ser ministro cesante cuando la vejez ya no le consienta trabajar… el distrito?»

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Un repatriado

Antonio Casero, de cuarenta años, célibe, Doctor en Ciencias, filósofo de afición, del riñón de Castilla, después de haber creído en muchas cosas y amado y admirado mucho, había llegado a tener por principal pasión la sinceridad.

Y por amor de la sinceridad salía de España, por la primera vez de su vida, a los cuarenta años; acaso, pensaba él, para no volver.

Véanse algunos fragmentos de una carta muy larga en que Casero me explicaba el motivo de su emigración voluntaria:

«…Ya conoces mi repugnancia al movimiento, a los viajes, al cambio de medio, de costumbres, a toda variación material, que distrae, pide esfuerzos. Ese defecto, porque reconozco que lo es, no deja de ser bastante general entre los que, como yo, viven poco por fuera y mucho por dentro y prefieren el pensamiento a la acción.

Verdad es que la misma historia de la Filosofía nos ofrece ejemplos de grandes pensadores muy activos, muy metidos en el mundanal trasiego, como, verbigracia, Platón, con sus idas y venidas a Sicilia, sin contar otras idas y venidas, y su discípulo y rival Aristóteles, que no fue peripatético solo en su escuela de Atenas, sino recorriendo mucha tierra y viendo y haciendo muchas cosas. De los modernos, se pueden citar, entre los muy activos, a Descartes y a Leibniz, por más ilustres. Pero, con todo, entre los de nuestras aficiones, son más los que siguen el ejemplo de Kant, que apenas salió en su vida de su Koenigsberg. Carlyle, en su Viaje a Francia, póstumo, nos hace ver la gran importancia que da al acto de valor personal… de decidirse a hacer la maleta, y pasa el Estrecho; y Paúl Bourget, en su novela El discípulo, nos ofrece la psicología del pensador sedentario que pasa las de Caín porque tiene que ir de París a una ciudad cercana. Yo, aunque indigno, también aborrezco los baúles, las facturas, los andenes, las fondas, los trenes, las caras nuevas, la vida nueva, la congoja infinita de variar en todo lo que se refiere a las necesidades del mísero cuerpo y a las nimiedades de la vida social.

Muchas veces me han censurado, y hasta se han reído de mí, creo, porque nunca he salido de España. ¡No he estado en París! ¡París! Magnífico si yo pudiera llevar mi casa conmigo, como el caracol… y, por supuesto, ir por el aire. El mundo civilizado, sobre poco más o menos, en lo que merece atención, es lo mismo ya en todas partes, y lo que varía de región a región es lo que varía al sedentario maniático, cual yo, que en ropa, alimento, lecho, vivienda, costumbres de la vida ordinaria, no puede sufrir variaciones. Yo me siento hermano del chino, del hotentote; pero ¡cómo pondrán el caldo por ahí fuera! Francia es como patria de mi espíritu; pero ¡creo que por allí dan un chocolate!…

…Y, a pesar de todo eso, emigro. Sí, me voy; dejo a España. Dimito.

Sí, dimito, por creerme indigno de ella, mi magistratura de español en activo. Yo, sobre que después de pensar y sentir muchas cosas en esta vida, en que tanto he reflexionado y sentido, ahora tengo por deidad la sencillez sincera, la humilde ingenuidad para conmigo mismo, no quiero, como diría Bacon, ídolos de la caverna, ni del teatro, ni del foro, ni de la tribu; mi ídolo es la sinceridad. ¡Culto austero, amargo; pero noble, sereno!

Pues bien, amigo mío, ahondando en mi espíritu, mirando cara a cara mi sentir más íntimo, he llegado a convencerme de que… yo no siento la patria. No, no la siento como se debe sentir; lo mismo me sucede con la pintura: digo que no la siento, porque comparo el efecto que me produce con el que causa a otros, y con el que yo experimento en presencia de la música buena, de la poesía, de la arquitectura, y veo su inferioridad palmaria. La patria es una madre o no es nada; es un seno, un hogar; se la debe amar no por a más b, no por efecto de teorías sociológicas, sino como se quiere a los padres, a los hijos, lo de casa. Yo no amo así a España; me he convencido de ello ahora al ver nuestras desgracias nacionales y lo poco que, en resumidas cuentas, las he sentido. No, no me quieras consolar de esta decepción íntima diciéndome que casi todos los españoles están en el mismo caso. Es verdad, pero allá ellos; que emigren también. Sí, ya sé que los más, sin descontar aquellos que han impreso su dolor patriótico en multitud de ediciones, en rigor, han visto pasar las cosas como si la lucha de España y los Estados Unidos fuera res inter alios acta.

La misma observación, honda, amarga, despiadada, pero sincera, que he aplicado a mis íntimos sentimientos la he podido hacer en torno mío. No hablemos de los egoístas francos, militares o paisanos, que porque la ley, deficiente, sin duda, no les exigía un sacrificio directo, ni de su persona, ni de sus bienes, veían con la indiferencia menos disimulada las catástrofes que nos hundían; no hablemos tampoco de los patrioteros hipócritas que por oficio tienen que emplear a diario toneladas de lugares comunes elegíacos en lamentar dolores de la patria que ellos no experimentan; pero ¡si fueran ésos solos! Yo he observado de cerca a quien ha luchado por España, ha expuesto su vida defendiéndola, y ha merecido gloriosos laurales. Ese mismo, que hubiera muerto en su puesto de honor…, lo hacía todo más por el honor que por cariño real, de hijo, a España. No había más que oírle relatar nuestras desventuras que había visto de cerca. No, no hubiera hablado así de las desgracias de una madre, de un hijo. Sin darse él cuenta, ajeno de hipocresía, bien se dejaba ver que más influía en su alma la alegría del noble orgullo, por su valor, su pericia, su brillante campaña, que el dolor por lo que España había perdido. Aquel héroe vencido no había alcanzado menos gloria que la que el triunfo le hubiera podido dar; por eso estaba contento…, y la patria, por la que hubiere muerto, quedaba en su, espíritu, allí, en segundo término, como una abstracción de la geometría moral, exacta, pero fría.

…………………………………………………….

Además, yo me siento poco español. Creo en el genio nacional; no sé en que consiste precisamente; pero en ciertos momentos de la historia pragmática, y más en los rasgos populares y en ciertas cosas de nuestros grandes santos, poetas y artistas, adivino un fondo, mal estudiado todavía, de grandeza espiritual, de originalidad fuerte. En Santa Teresa y en Cervantes es donde yo adivino mas caracteres esenciales de ese genio. Pero…, ¡es tan recóndito y oscuro todo eso! En cambio, saltan a la vista, me hieren con tonos chillones y antipáticos las cualidades nacionales, mejor, los vicios adquiridos, que me repugnan y ofenden. Este predominio, casi exclusivo, de la vida exterior, del color sobre la figura, que es la idea; de la fórmula cristalizada sobre el jugo espiritual de las cosas; este servilismo del pensamiento, esta ceguedad de la rutina, y tantas y tantas miserias atávicas contrarias a la natural índole del progreso social en los países de veras modernos, me desorientan, me desaminan, me irritan…, y me marcho, me marcho. Excuso decirte que no creo en regeneraciones ni en Geraudeles patrioteros… Ni yo merezco vivir en España, ni España es de mi gusto. Yo no me siento capaz de sacrificar por ella lo que toda patria merece; no tengo, pues, derecho a que su suelo me sustente, su ley me ampare. Ella a mí no me ha dado lo que yo más hubiera querido: una sólida educación intelectual y moral, que me hubiera ahorrado esta farsa de semisabiduría en que vivimos los intelectuales en España. No puedes figurarte lo que padece mi amor de sinceridad, hoy mi fe, con este fingimiento de ciencia prendida con alfileres a que nos obliga la mala preparación de nuestros estudios juveniles. Yo veo mi poder reflexivo, mis facultades intuitivas, mi juicio y mi experiencia, muy superiores a los medios de instrucción sólida de que dispongo, para aprovechar en la sociedad esas facultades. Si no fuera español, sino francés, inglés, alemán, no tendría que lamentar tan bochornosa deficiencia. Ser tuerto en tierra de ciegos no puede ser consuelo más que para egoístas y vanidosos. Yo quisiera tener dos buenos ojos en tierra en que no hubiera ni tuertos ni ciegos. Ser de la multitud, en Atenas…

…No se puede creer en regeneradores, porque faltan las primeras materias para toda regeneración. Emigro; ni yo creo en España, ni ella debe esperar nada de mí. Cuando perdimos las escuadras, cuando se rindió Santiago, me puse un poco malo del disgusto… Sí, poco; pronto sané, más, contento con este orgullo de querer algo de veras a la patria, que apenado con las irremediables desgracias… Por la pérdida de padres y de hijos, se siente otra cosa más fuerte, más honda: el dolor por la ausencia de la madre no lo endulza la conciencia de la ternura filial; en cambio, al sentir que yo quería a España algo más que los patriotas vocingleros, me sorprendí gozando de cierta alegría íntima… Y después, ¡qué pronto fui olvidando las pérdidas, las vergüenzas nacionales!… No, España, no te merezco. Ni mi espíritu, hecho extranjero por lectura de franceses, ingleses y alemanes, te comprende bien, ni soy, en definitiva, un buen hijo. Seré el hijo pródigo… que no vuelve.»

 

***

 

Pero volvió. Yo me encontré al pobre Antonio Casero en la Puerta del Sol, disponiéndose a subir a un ómnibus que le llevara a los toros, a una novillada cualquiera. Volvía de Inglaterra, Alemania y Francia, triste, desmejorado, flacucho.

—Estoy —me dijo— como aturdido. He llegado a ese escepticismo de la conducta, mil veces más angustioso que el de la inteligencia. ¡No sé qué hacer! ¡No sé dónde estar! Huí de España, como sabes, con gran esfuerzo, no por apartarme de ella, sino por cambiar, por moverme. Sabes las razones que tuve para emigrar. Pero ¡fuera de España tampoco sabía vivir! ¡Tenía la patria más arraigada en las entrañas de lo que yo creía! El clima, el color del cielo, el del paisaje, su figura, el modo de comer, el modo de hablar, lo extraño de los intereses públicos, el no importarme nada de cuanto me rodeaba; las costumbres, que me parecían irracionales por no ser las mías; todo me repugnaba, me ofendía; todo era hielo y aspereza, una especie de magnetismo enemigo que me acosaba en todas partes. Hasta respiraba peor. Tal vez lo más espiritual de mi ser continúa siendo extranjero; pero cuanto en mí es tierra, barro humano, que es lo más, ¡ay!, es español, y no puede vivir fuera de la patria. No, no puedo vivir en España…, pero tampoco fuera. Y en tal conflicto…, vuelvo, aborrezco el españolismo, pero me llamo de hoy más Vicente, y me voy donde los demás españoles…: a los toros. Natura naturans. Después de todo, ¡qué sería de España si emigrasen todos sus hijos ingratos, que no la aman bastante! Quedaría desierta.

Un voto

El drama se hundía. Ya era indudable. Los amigos que rodeaban a Pablo Leal, el autor, entre bastidores, ya no trataban de animarle, de hacerle tomar los ruidos que venían de la sala por lo que no eran. Ya no se le decía: «Es que algunos quieren aplaudir, y otros imponen silencio». El engaño era inútil. Callaban los fieles compañeros que le estaban ayudando a subir aquel que a ellos les parecía calvario. El noble Suárez, el ilustre poeta, vencedor  en cien lides de aquel género… y derrotado en otras ciento, estaba pálido, tembloroso. Quería a Leal de todo corazón; era su protector en las tablas; él le había aconsejado llevar a la escena uno de aquellos cuadros históricos que Pablo escribía con pluma de maestro, de artista, y con sólida erudición. Creía, por ceguera del cariño, en el talento universal de su amigo, de su Benjamín, como él le llamaba, porque veía en Pablo un hermano menor.

«¡Cuánto padecerá! —pensaba Suárez. Es más nervioso que yo, mucho más; es primerizo, y ¡yo, que ya estoy hecho a las armas padezco tanto cada vez que pierdo una de estas batallas!» Era verdad que él padecía mucho. Conocía al público mejor que nadie; sabía que era un ídolo de barrio… y le temía con un fetichismo artístico inexplicable, No era Suárez de los que creen que cuarenta o cuatro mil necios sumados pueden dar de sí una suma de buen criterio; despreciaba en sus adentros, como nadie, la opinión vulgar; pero creía que al teatro se va a gustar al público, sea como sea. Y transigía con él, y procuraba engañarle con oropel que añadía al oro fino de su ingenio; y como unas veces le aplaudían el oro y le silbaban el oropel, y otras veces al revés, y otras se lo silbaban todo por igual, o todo se lo aplaudían, insistía, desorientado, en su afán de vencer; pero daba mil tropiezos en aquella guerra indigna de su mérito, y a los estrenos iba a ciegas siempre, esperando el tallo como si fuese la bola de una ruleta que no se sabe dónde va a parar.

Y padecía infinito las noches de estreno. No comió aquel día; se le iba el santo al cielo; sentía náuseas, inquietud de calentura, y deseaba con ardor, aun más que el triunfo, que volara el tiempo, que pasara la crisis.

«¡Cuánto padecería aquel pobre Leal, que, más pensador que literato, sincero, artista de austera religiosidad estética, ignoraba las miserias y pequeñeces de los escenarios, las luchas de empresa, las cábalas de camarillas y cenáculos!»

Suárez miraba a su amigo con disimulo, y le veía sonreír, mientras se paseaba, entre aquellos lienzos arrumbados, en corto espacio, como en una jaula.

«Es claro que disimula, pensaba Suárez; pero lo hace muy bien. Si yo no supiera que es imposible no padecer en este trance, creería que él estaba muy tranquilo. En sus ojos yo no veo inquietud, amargura; no hay ningún esfuerzo en ese gesto plácido. Lo que es excitado, no lo está».

Y luego preguntó a su amigo:

—¿No sientes nada… aquí, por encima del estómago?

Leal se rió y dijo:

—No; no siento nada. ¿Es eso lo que se siente?

—Yo sí; eso. Toda la noche.

—Pues yo sólo siento… que esto se lo lleva la trampa. ¿No oyen ustedes? La dama grita, pero más gritan fuera…

En efecto, crecía el tumulto. Los amigos de Leal, los leales, los que le rodeaban, protestaban entre  bastidores; contestaban, sin que desde fuera los oyesen, es claro, a los gritos del público.

—Conozco esa voz: es la de López, a quien Leal no votó en la Academia de la Historia.

—Y ese otro que dice que bajen el telón es Minuta, el director de El Gubernamental,el imitador de Campoamor…

Suárez callaba y observaba a Pablo, que volvía a pasear, al parecer tranquilo.

En fin, se hundió el drama. Cayó el telón entre murmullos. La dama, que se había destrozado la garganta, corrió a abrazar a Pablo, llorosa, gritando:

—¡Imbéciles! ¡No han querido oír! ¡No han querido enterarse!

Hubo que subir al saloncillo.

Ecce homo.

Allí había de todo. Amigos verdaderos, indignados de verdad; amigos falsos, más indignados al parecer. Pero a estos Pablo les leía en los ojos el placer inmenso que sentían.

Se discutió el drama, la competencia del público, hasta las condiciones acústicas del teatro. El talento del autor nadie lo ponía en tela de juicio. ¡Estaba él allí! Algunos, haciendo alarde de franqueza y mirando con delicia el efecto de sus palabras, decían que la cosa era una joya literaria pero acaso no era teatral.Otros gritaban: «Es teatral y es muy humana… y muy nueva… ¡El público es un imbécil!»

—Eso no —decía un autor que ni en ausencia se atrevía a ser irreverente con el público.

Un crítico, gran catador de salsas dramáticas y filarmónicas, crítico del Real,vamos, de óperas, y constante lector de Shakespeare, hizo la anatomía del drama y del estreno. El drama era demasiado científico y pecaba de idealista. Suárez reparó que Leal, que todo lo había oído sin dejar el gesto de placidez, miró un momento con ira al químico que quería pincharle con disparates romos. El químico aborrecía a Leal, que le había tenido que dar varias lecciones en las disputas de café.

La sesión del saloncillo venía a ser una capilla a posteriori,después del suplicio.

Pero pasó también. Pasó todo. Leal, Suárez y los demás íntimos salieron del teatro ya muy tarde; y como hacía buena noche de luna, de templado ambiente, recorrieron calles y calles sin acordarse de que había camas en el mundo. Suárez era quien más hacía por mantener la conversación; quería retrasar todo lo posible el momento de dejar a Leal a solas con sus impresiones. Ya cerca del amanecer entraron en un café y cada cual tomó lo que quiso. Leal prefirió una copa de Jerez. ¡Cosa más rara! El vinillo le puso alegre, pero de veras; era imposible que se pudiera fingir aquel contento. Suárez acabó por sentir más curiosidad que lástima. ¿Por qué demonio, siendo tan nervioso su amigo, y no siendo un santo, no padecía más con la derrota de aquella noche y con los alfilerazos del saloncillo? Lo que hacía Leal era procurar que no se hablase de su drama, ni del público, ni de la crítica. Con mucha naturalidad llevó la conversación a cosas más elevadas;  se habló de la psicología de las multitudes, del altruismo, de la vida de familia, y de si era compatible con las grandes empresas de abnegación, de reforma social. Pablo opinaba que sí; que por el amor del hogar debían irse organizando todos los amores superiores, para ser efectivos, para perder el carácter de abstracción que generalmente revisten y les quita fuerza… Leal se exaltaba hablando de aquello; de la necesidad de fundarlo todo en el cariño real de la familia… Mucho hablaron, mucho. Pero al fin vino el sueño, y Suárez se despidió del autor derrotado, seguro de que lo primero que haría Pablo al verse en la cama… sería dormirse.

 

***

 

Pasó mucho tiempo, y Suárez no se atrevía a preguntar a Leal de dónde había sacado fuerzas para pasar con tal serenidad por las amarguras de aquella terrible noche.

Pero un día, hablando de teología y de religión, Pablo se lo explicó todo espontáneamente, dándole la clave del misterio, por vía de ejemplo de ciertas demostraciones.

Se trataba de varios artículos recientes de filósofos extranjeros, —acerca de legitimidad racional de la plegaria. Salieron a relucir las novísimas teorías referentes a la creencia; se comentó la filosofía de Renouvier; se habló de otros defensores de la tesis de la contingencia, del autor de Las tres dialécticas, Gourd; y llegando Leal a decir algo suyo, de experiencia personal, se explicó de esta manera:

—Yo perdono a los espíritus geométricos suintransigencia esquinada, su inflexibilidad, su cristalización fatal, congénita, y no me irrito cuando me dicen que me contradigo, y me llaman místico, soñador, dilettante, etc., etc. No pueden ellos comprender esta plasticidad del misterio; la seguridad con que se apoya, si no los pies, las alas del espíritu, en la bruma de lo presentido, de la intuición inspirada. No comprenderán, imposible, por ejemplo, a Carlyle cuando nos habla de la adoración legítima del mito mientras es sincera; no comprenderán, imposible, a Marillior cuando distingue el mito racional de la última razón metafísica de la religión. Y, sin embargo, es una pretensión ridícula querer elevarnos por encima de los límites de nuestra pobre individualidad, y hacernos superiores a las influencias de raza, clima, civilización, nacionalidad, tiempo, etc., etc., sin más fundamento que la idea de que el conocimiento realmente científico necesita, para ser, prescindir de todas las influencias históricas. ¿Quién se atreve a personificar en sí el sujeto puro de la ciencia pura? Pero otra cosa es la legitimidad de la creencia racional, no incompatible con lo que la conciencia nos da como lo más conforme a verdad, según el adelanto especulativo que alcanzamos. Así como en derecho positivo nadie tiene por absurdas las formas residuales del primitivo o antiquísimo derecho simbólico, así estos nobles residuos, racionales, de creencias antiguas pueden entrar en nuestra vida moral, no en calidad de ciencia, pero sí de creencia y culto y devoción personal,que nadie ha de imponer a nadie. Yo, v. gr., soy de los que rezan, de los que adoran; y no por seguir al pie de la letra la teología ortodoxa, ni por inclinarme a las teorías de que hablábamos, relativas a la contingencia, a las voliciones divinas nuevas, al indeterminismo primordial. Yo no pido a Dios que por mí cambie el orden del mundo; rezo deseando que haya harmonía entre mi bien, el que persigo, y ese orden divino; rezo, en fin, deseando que mi bien sea positivo, real, no una apariencia, un engaño de mi corazón. Y con tal sentido, me animo a mejorar moralmente, a hacerme menos malo, nosólo por la absoluta ley del deber, sino pensando en la flaqueza de mi interesada pequeñez de alma; también por esa especie de pacto místico, inofensivo por lo menos, en que ofrecemos a Dios el sacrificio de una pasión, de un falso bien mundano, a cambio de que exista esa anhelada harmonía entre el orden divino de las cosas y un deseo nuestro que tenemos por lícito. Cualquier jurista podrá ver que no es esto imponer una condición para el sacrificio, pues en buen derecho, la condición es acontecimiento futuro e incierto, que puede  ser o no ser… y esta harmonía que deseo entre mi anhelo y el orden de las cosas no es contingente.

—Vamos, —dijo Suárez, —eso es la filosofía, más o menos ecléctica, del voto.

—Sí; yo hago votos. Yno me avergüenzo. Algunas veces me han servido para salir menos mal de situaciones difíciles. Oye un ejemplo… del que no he hablado nunca a nadie… ¿Te acuerdas del naufragio de aquel drama histórico mío, que tú me hiciste llevar al teatro?

—¡Pues no he de acordarme!…

—¿Y no te acuerdas de que yo estuve aquella noche bastante sereno, con gran asombro tuyo?

—Sí, hombre; y por cierto que no pude explicarme nunca…

—Pues vas a explicártelo ahora. Por aquellos días, yo tenía a mi único hijo, de seis años, enfermo de algún cuidado, fuera de Madrid, en una aldea del Norte, adonde le había llevado su madre por consejo del médico. Yo me fui con ellos. Mi drama se ensayó, como recordarás, durante mi ausencia. Me llamaban desde Madrid, pero yo no quería separarme de mi hijo. El médico del pueblo, hombre discretísimo, me aseguró que la enfermedad de mi hijo no ofrecía peligro, y que de fijo sería larga; que en aquellos ocho días que yo necesitaba para ir y volver, nada de particular podría pasar. Mi mujer apoyaba al médico; lo mismo los demás parientes y los amigos; vosotros desde Madrid me apurabais encareciendo la necesidad de mi presencia… Dejé a mi hijo; pero es claro que de él tenía noticia telegráfica dos veces al día. En cuanto estuve lejos de los míos, el dolor de la ausencia fue mi principal sentimiento; lo del drama quedaba relegado a segundo término… Hasta me remordía la conciencia, a ratos. Mil veces estuve tentado de volver al lado del enfermo, echando a rodar todas las vanidades de artista… Las noticias del pueblo eran satisfactorias, el niño mejoraba.. Pero el telegrama que recibí la noche anterior a la del estreno me alarmó; la madre, veladamente, me indicaba un retroceso, el ansia de que yo volviera pronto. Todos los que leían el telegrama me aseguraban que no había en él motivo para tristes presentimientos… Pero yo los tenía tales, que eran una angustia indecible. Mientras vosotros, en casa, en el teatro, me hablabais, entre bromas cariñosas, de las emociones del autor,de la capilla… yopensaba en lo otro, en la otra crisis; y cuando no me vela nadie apoyaba la cabeza en una pared para descansar; porque me abrumaba el peso de mi agonía, el plomo de tantas ideas siniestras que me llenaban el cerebro… Dolor y remordimiento… ¿Por qué no huí? ¿Por qué no os dejé con vuestro estreno dichoso y no eché a correr al lado de los míos…? No lo sé. Porque me daba vergüenza; por falta de fuerzas para toda resolución; porque, en buena lógica, yo también juzgaba irracionales mis temores… Acaso, y esto aún me avergüenza, porque, sin darme yo cuenta de ello, me retenía la vanidad del autor, aquella miseria… Lo que hice para calmar mis remordimientos, por acto también de amor puro a mi  hijo, y, valga la verdad, con fe y esperanza realmente religiosas, fue ofrecer a Dios un voto, un voto en el sentido que te he explicado antes. «Señor, venía a ser mi pensamiento, yo ofrezco en cambio de un telegrama que me anuncie una gran mejoría de mi hijo enfermo, de una noticia que me quite esta horrible incertidumbre, este tormento de presentir vagamente una desgracia superior a mi resistencia, yo ofrezco los viles despojos de un naufragio de mi pobre vanidad; juro con todas las veras de mi alma, que a cambio de la salud de mi hijo, deseo vivamente la derrota de mi amor propio, la muerte de este otro hijo del ingenio, hijo metafórico, que no tiene mi sangre, que no es alma de mi alma. Muera el drama… y que baje por lo menos a 37 y unas décimas la temperatura de mi Enriquín… Que Dios quiera que esto deba ser así, que esté en el orden que sea… y prometo recibir la silba con toda la serenidad que pueda, pensando en cosas más altas, de piedad, de caridad, de filosofía…».

A las ocho y cuarto de la noche terrible… recibí un telegrama en que se me daba la enhorabuena en nombre del médico, porque el niño experimentaba una mejoría que tenía trazas de ser definitiva, anuncio de franca y pronta curación… Mi alegría fue inmensa; mi enternecimiento inefable; mi fe, de granito. Notó que a los demás el telegrama les hacía poco efecto, porque no habían creído en el peligro… y porque no eran los demás padres de Enriquín. En aquel éxtasis de reposo moral, de emoción  religiosa, me cogió como un torbellino la realidad brutal del estreno… No sé cómo llegué al teatro; me vi rodeado de gente… La dama me preguntó si estaba bien caracterizado el personaje con aquella ropa, aquellas arrugas… ¡qué sé yo! Aquel infierno de las vanidades me arrancó por algunos momentos el recuerdo de mi felicidad, de la gran noticia que me habían mandado desde mi hogar querido… No volví a pensar en la dicha de tener a mi hijo fuera de cuidado… hasta que me dieron el primer susto las señales de desagrado que empezaron a venir de la sala, que yo no veía… Yo no esperaba un descalabro; esperaba un buen éxito; sobre todo creía en mi drama. Llegaba, por lo visto, el momento de cumplir el voto;había que alegrarse, desear la derrota… Era el precio de la salud de mi hijo. Saqué fuerzas de flaqueza…, elevé cuanto pude el corazón y las ideas…, y aunque tropezando y cayendo en el camino de aquel Calvario… de menor cuantía, al fin creo que conseguí no hacerme indigno del premio de mi promesa. Si no con perfección, al cabo cumplí mi voto.

Te aseguro, mi querido poeta, que representándome las sonrisas de mi hijo redivivo; la dicha que me aguardaba en sus primeras caricias; la felicidad de llorar de placer juntos y de dar gracias a Dios la madre, el padre y el hijo…; las injurias de aquella noche horrible no me llegaban a lo más hondo de las entrañas… No era yo del todo el que recibía aquellos agravios. Yo, más que el autor de  mi pobre drama, era el padre de mi pobre hijo. Este no podían matármelo los morenos. Dios quería librarlo de las garras de la fiebre; un enemigo mucho más serio que el público de los lunes clásicos.

 

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados