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Biblioteca Armonica: Cuerpo humano

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Destacaré de vez en cuando libros y noticias increibles de la ingente Biblioteca del Saber que nos asombra dia a dia, como la siguiente:

Cada ser humano lleva consigo un cargamento secreto: una población enorme de microorganismos que viven en nuestra boca y en nuestra nariz, en nuestra piel o en nuestros intestinos. Es lo que se llama el microbioma humano, y recientemente se ha convertido en uno de los campos de investigación que más interés despierta entre los biólogos. En cada nuevo descubrimiento acerca del micromundo que nos habita, los números son sorprendentes. Pese al carácter inevitablemente contingente de este tipo de estimaciones, los microbiólogos calculan que en todos los tejidos de nuestro cuerpo hay unos 37 billones de células, que conviven con más de 100 billones de bacterias.

Tenemos unos 24.000 genes en nuestras células, y el total de genes de las bacterias con las que formamos un cuerpo es de más de 10 millones. Estos microorganismos se encuentran dentro de nosotros y también sobre nosotros: en la piel, en la boca, en las vías respiratorias, en la vagina o en el pene, y sobre todo, por su importancia numérica y funcional, en nuestros intestinos. Mucho más numerosos que las células humanas, los invisibles pasajeros que forman el microbioma son de una importancia vital para la vida. Nos ayudan a digerir la comida, fabrican nutrientes esenciales y combaten muchas enfermedades. Es posible incluso que desempeñen un papel importante en el desarrollo de nuestro comportamiento.

Por poco que profundicemos en el conocimiento de nuestro microbioma, resulta evidente que no somos simples individuos aislados, ni siquiera organismos meramente muy complejos. Somos, literalmente, superorganismos. Como seres humanos, no somos simplemente organismos pluricelulares. Somos en realidad una ingente masa de células y de microorganismos para los que nuestro cuerpo también es su hogar. Estos microorganismos influyen en nuestras vidas hasta un punto que solo ahora empezamos a comprender. De reconstruir la historia de nuestra interacción con ellos se ocupa la nueva ciencia de la microbiómica. Y este libro de Jon Turney es una concisa y amena introducción a este nuevo y floreciente campo de la Biología.

Gran libro para comprar y leer . Aqui.

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León Tolstói (1828–1910)
Iván el Imbécil
No juzguéis un libro por su tamaño
Goldsmith
I
En una comarca de cierto reino, vivía un rico mujik[1]. Este mujik tenía tres hijos: Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo, Iván el Imbécil y una hija, muda, llamada Malania.
Seman el Guerrero se fue a pelear por el Zar; Tarass se encaminó a la ciudad, colocándose en un comercio, Iván el Imbécil se quedó con su hermana al frente de la casa.
Seman el Guerrero obtuvo un alto grado y un señorío, en recompensa a sus servicios, y se casó con la hija de un barín[2]. Su sueldo era crecido y pingues sus rentas, pero no le bastaban: lo que él recogía, era despilfarrado por la mujer.
Y Seman se fue a sus tierras para cobrar las rentas. Díjole su administrador:
«Nuestro ganado no ha tenido crías; tampoco tenemos caballos, ni bueyes, ni arado; es preciso comprarlo todo, y luego habrá rentas»
Entonces Seman fue a casa de su padre el mujik.
—Tú —le dijo—, eres rico y no me diste nada; dame el tercio que me corresponde. Lo emplearé en mis tierras.
Entonces el anciano contestó:
—No has traído nada a casa; ¿por qué razón he de darte el tercio de mis bienes? Sería perjudicar a Iván y a mi hija.
Y Seman repuso:
—Él es imbécil, y mi hermana muda. ¿Para qué quieren el dinero?
—Pues bien —exclamó el viejo— se hará lo que diga Iván.
E Iván dijo entonces:
—¡Bueno! Que lo tome.
Seman el Guerrero tomó el tercio del patrimonio. Lo empleó en sus tierras y volvió a servir al Zar.
Tarass el Panzudo ganó también mucho dinero y se casó con la hija de un comerciante; pero siempre andaba apurado. Como su hermano, fue también en busca de su padre.
—Dame mi parte —le dijo.
El viejo no quiso, tampoco, dar a Tarass la parte que pedía.
—Tú —le arguyó— nada nos has traído; todo lo que hay en casa lo ha ganado Iván. No puedo perjudicarle, ni a tu hermana tampoco.
Y Tarass dijo:
—¿A qué guardas el dinero para Iván? Es Imbécil y no logrará casarse. Ninguna muchacha le querrá por marido. Y una chica muda tampoco necesita nada… Dame, Iván —añadió—, la mitad del trigo; te daré los aperos de labranza y del ganado, sólo quiero el caballo tordo, que a ti no te sirve para la labor.
Iván se echó a reír y dijo:
—¡Conforme!
Y Tarass tuvo su parte. Se llevó el trigo a la ciudad, y también el caballo tordo. E Iván, al que sólo quedó una yegua vieja, araba el suelo y mantenía a sus padres.
II
Muy apenado estaba el viejo diablo porque no habían reñido con motivo del reparto, habiéndose separado en paz y gracia de Dios. Llamó a tres diablillos y así les habló:
—Escuchad: hay tres hermanos, Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo e Iván el Imbécil. Conviene que riñan, pues los tres viven en buena armonía… El Imbécil es quien ha estropeado mi negocio. Id, cogedlos y no paréis hasta que se saquen los ojos… ¿Lo lograréis?
—Claro que sí —contestaron a una.
—Y ¿cómo os las compondréis?
—Pues de este modo: empezaremos por arruinarles, para que no tengan nada que comer; luego les enfrentaremos y se pelearán.
—Está bien —dijo el diablo—. Veo que sabéis vuestra obligación. Id y no volváis hasta que se maten; pues de lo contrario os arrancaré la piel.
Los diablillos partieron a los pantanos[3] y allí deliberaron acerca de lo que debían hacer para salir airosos en su cometido. Discutieron largo rato, porque todos querían el trabajo más fácil. Al no entenderse, deciden hacerlo por suertes, y convinieron que, el que acabase más pronto, iría a prestar ayuda a sus compañeros. Echadas suertes, se fija el día en que se reunirán de nuevo para saber a quién será preciso ayudar.
El día fijado llegó y los diablillos se reunieron en el pantano y hablaron de sus negocios. El primero habló de Seman y dijo:
—Mi trabajo va por buen camino. Mañana Seman irá a casa de su padre.
Sus compañeros le preguntaron cómo se las había arreglado para alcanzar este resultado, a lo que contestó:
—Mi primer cuidado fue inspirar a Seman un valor tan grande, que prometió al Zar que le conquistaría el mundo entero. Entonces el Zar le nombró jefe de su ejército y le envió a pelear contra el zar de las Indias. Los ejércitos estaban ya a la vista. Por la noche, mojé la pólvora de los soldados de Seman; luego fui al campamento del zar indio y fabriqué soldados de paja. Las gentes de Seman, habiendo observado que de todos lados avanzaban soldados, cobraron miedo. Entonces Seman ordenó hacer fuego; pero ni los cañones ni los fusiles dispararon. Asustáronse los soldados de Seman y se dispersaron como corderos. Y el zar indio los pasó a cuchillo. Seman ha caído en desgracia; le han quitado el señorío, y quieren matarle mañana. Poco me queda ya que hacer; sacarle de la cárcel para que pueda irse a su casa. Mañana todo quedará listo. Decidme, pues, a cuál de vosotros dos he de ayudar.
El segundo diablillo habló de Tarass:
—Mi negocio marcha, también, viento en popa; no necesito ayuda. No pasarán ocho días sin que Tarass vea cambiada su posición… Lo primero que hice fue hincharle más el vientre, y aumentar aún su afán de lucro. Codiciaba tanto y tanto el bien ajeno que anhelaba adquirir todo cuanto veía. Ha comprado muchas cosas con su dinero, y sigue comprando; pero, ahora, con dinero prestado. Es demasiada carga para sus hombros y está tan metido, que no podrá salir del aprieto. Dentro de ocho días vencen los plazos; he trocado sus mercancías en estiércol; no podrá pagar, y tendrá que irse a casa de su padre.
Preguntaron al tercer diablillo, el cual habló así:
—¿Qué queréis que os diga? Mi asunto con Iván no marcha bien. Comencé por escupir dentro de su jarro de sidra para producirle dolor de tripas. Fui a su campo, endurecí la tierra como piedra para que no pudiese labrar. Pensaba que no podría hacerlo; pero él, el Imbécil, vino con su arado y roturó la tierra. Aunque le costaba mucho, él proseguía con afán. Entonces le rompí el arado; volvió a su casa, tomó otro, y de nuevo se puso a labrar. Me metí entonces bajo tierra, y quise sujetarle la reja; tampoco conseguí detenerle, porque empujaba con demasiado brío; además, con el filo del arado me ensangrenté las manos. Sólo le falta un surco por labrar. Venid, hermanos míos, necesito me ayudéis, pues, si no le dominamos, nuestros esfuerzos se perderán. Si el Imbécil sigue trabajando, no sentirán la miseria; él mantendrá a sus hermanos.
El diablillo de Seman prometió volver al día siguiente, después de lo cual se separaron.
III
Iván había arado todo el campo, menos un surco Tenía dolor de vientre y, sin embargo, necesitaba trabajar. Limpió el arado y empezó su labor. Pero apenas habla comenzado, se sintió detenido por una raíz: era el diablillo que se habla aferrado a la reja y le detenía.
—¡Que raro es esto! —pensaba Iván.
Metió la mano en el surco y buscando tocó una cosa blanda. La cogió y la sacó Era un objeto negro como una raíz: pero, encima de ella, algo se movía.
—¡Cómo! ¡Un diablillo vivo! ¡Vaya con el bicho malo!
Iván hizo ademán de aplastarle contra el suelo. El diablillo empezó a gemir:
—No me mates y haré cuanto quieras.
—¿Y qué harás por mí?
—Lo que gustes; pide lo que quieras.
Iván se rasco la cabeza y luego de pensar dijo:
—Me duele el vientre; ¿sabrías curarme?
—Sí, puedo curarte.
—Hazlo, pues, en seguida
El diablillo se agachó hacia el surco y, escarbando con las uñas sacó una raíz con tres tallos y se la dio a Iván.
—Toma —díjole—; basta que te tragues una de estas puntas para que tu dolor desaparezca.
Iván arrancó una punta y se la tragó. En el acto dejo de dolerle el vientre.
El diablejo volvió a suplicarle:
—Suéltame ahora —dijo—. Me escurriré bajo tierra y no volveré más por aquí.
—Sea —dijo Iván—. ¡Vete con Dios!
Y en cuanto Iván hubo pronunciado el santo nombre de Dios, el diablillo se hundió en lo más profundo de la tierra, como una piedra en el agua. Sólo dejo un agujero como rastro.
Iván guardó los otros dos tallos en su gorro, y volvió a labrar. Concluyó lo que le faltaba, dio vuelta al arado y regreso a su casa.
Desunció, entro en la isba[4] y vio a su hermano mayor, Seman el Guerrero, sentado a la mesa con su esposa para cenar. Le habían confiscado su hacienda y, a duras penas, había logrado escapar de la cárcel para refugiarse en casa de sus padres.
Seman dijo a Iván, al verle entrar:
—He venido para vivir en tu Casa. Manténme con mi mujer hasta que encuentre otro domicilio.
—Sea según tu voluntad —dijo Iván—. Vivid aquí, en paz.
Pero como Iván fuese a sentarse en un banco, su cuñada, molesta por el olor del Imbécil, dijo a su marido:
—No puedo comer con un mujik que apesta,
Seman el Guerrero se volvió hacía Iván.
—Mi esposa dice que hueles mal. Harás bien en ir a comer al establo.
—Como queráis —repuso—. Precisamente es ya de noche, y es hora de dar el pienso a la yegua.
El Imbécil cogió pan, se puso el caftan y se retiró para hacer la guardia de noche.
IV
El diablillo de Seman el Guerrero, listo de su labor, llegó, según lo convenido, en ayuda del diablillo de Iván para vencer entre los dos al Imbécil,
Fue al campo en busca de su camarada, pero sólo encontró el agujero por dónde había huido.
—Sin duda —pensó— le ha sucedido alguna desgracia a mi compañero. Es preciso sustituirlo. La tierra está labrada. Cogeré al Imbécil en la siega.
Y se fue al prado y cubriólo de barro. Al despuntar el día, Iván regresó de su guardia de noche, cogió la hoz y marchó a segar.
Al empezar el trabajo, no le cortó la hoz. Díjose entonces:
—Volveré a casa en busca de una piedra de afilar y cogeré pan.
—¿Es testarudo este imbécil! —dijo el diablo al oír estas palabras—. No le venceremos fácilmente.
Iván afiló la hoz y se puso a segar, concluyendo su trabajo. No quedaba nada más que un trocito de prado a la orilla de un pantano.
El diablillo se zambulló en el pantano, diciendo para sí:
«—Antes me dejo cortar las patas, que consentir que siegue este trozo.»
Aquí la hierba era corta; no obstante, Iván no podía manejar la hoz Se enfadó, y lanzóla con todas sus fuerzas, partiendo por la mitad la cola del diablillo, que permanecía oculto tras un arbusto. Concluido su trabajo, ordenó a su hermana que recogiera el heno, y se fue por su lado, provisto de una zapa a cortar el centeno.
El diablejo había enredado los tallos e Iván tuvo de volver a casa, dejar la zapa que de nada le servía, y tomar de nuevo la hoz para segar. Y cortó así todo el centeno.
—Es preciso ahora que me apresure para la avena—díjose.
El diablillo de la cola cortada le oyó, y pensó:
—No pude impedir que segara el centeno, pero veremos quién puede en la avena. No necesito más que aguardar hasta mañana.
Y llegó, al rayar el día, al campo de avena; mas ésta estaba ya cortada. Iván había trabajado toda la noche.
El diablillo se incomodó, exclamando:
—La ha cortado toda. Ni en la guerra me cansé tanto ni tuve tantos apuros. No duerme el maldito y no hay manera de adelantársele. Iré ahora al pajar y haré que se pudra.
En efecto, el irritado diablillo fue hacia las eras, metióse entre las gavillas y trató de pudrirlas. Las calentó y con el calor se quedó dormido.
Iván aparejó su yegua y, acompañado de su hermana, fue en busca de sus haces. Llegó al montón en que se había dormido el diablillo, levantó dos gavillas con la horca y la metió justo por el trasero del diablillo.
—¡Dale con este bicho! ¿Aun andas por aquí?
—Yo soy otro —gruñó—. El que tú dices era un compañero mío. Yo estaba en casa de tu hermano Seman.
—Quienquiera que seas, no me importa; tendrás el mismo fin.
—Déjame —suplicó —. ¡No volveré más y te complaceré en lo que gustes!
—Y ¿qué puedes hacer tú?
—Puedo hacer soldados con cualquier cosa.
—Y ¿para qué sirve eso?
—Para lo que gustes: un soldado sirve para todo.
—¿Sabrán cantar?
—Sí.
—Pues, a ver cómo los haces.
—Toma esta gavilla de centeno —explicó el diablillo—. Sacude las espigas contra el suelo y di: «Mi esclavo manda que dejes de ser gavilla, y que cada una de tus espigas se trueque en soldados»,
Iván hizo lo que el diablejo le indicara; la gavilla se esparramó y los tallos se convirtieron en otros tantos soldados, que desfilaron al son de los clarines y al redoblar de los tambores.
Iván se echó a reír y exclamó:
—¡Esto si que es divertido! ¡Será la alegría de las mozas!…
—Bueno —dijo el diablillo— pero, ahora, suéltame.
—No, quiero rehacer mi haz para no perder mis granos. Enséñame el medio de cambiarlos otra vez en gavillas.
El diablo repuso entonces:
—Di: «Tantos soldados, tantas espigas. Mi esclavo manda que os volváis de nuevo gavillas.»
Iván obedeció consiguiendo lo que apetecía.
El diablillo suplicó, nuevamente, le soltara. Iván lo dejó en el suelo, lo aguantó con una mano y con la otra le quitó la horca.
—¡Vete con Dios! —le dijo Iván; pero apenas hubo éste pronunciado tan dulce nombre, el diablillo se hundió en el suelo como una piedra en el agua, dejando un agujero como rastro de su paso.
Iván volvió a su casa; en ella encontró a su hermano Tarass con su mujer, que estaban cenando. Tarass el Panzudo no había podido cumplir con sus compromisos, y se refugiaba en casa de su padre.
Al ver a Iván, díjole:
—Oye, Iván: hasta que sea rico otra vez, manténme con mi mujer.
—Como quieras; vivid aquí a vuestro gusto.
El Imbécil se quitó el caftán y se sentó a la mesa.
—No puedo comer con el Imbécil —dijo la mujer del comerciante—; huele a sudor.
Tarase el Panzudo, volviéndose hacía su hermano, dijo:
—Iván, hueles mal. Vete a comer fuera.
—Como quieras —dijo Iván. Cogió pan y se fue al corral—. De todos modos he de salir para la guardia de noche, y el pienso del caballo.
V
El diablejo de Tarass, terminada su tarea, partió en auxilio de sus camaradas como estaba convenido. Llegó al campo del Imbécil, buscó y a nadie halló. Sólo encontró un agujero. Se fue al prado y tropezó con la cola de su segundo compañero y, en el campo de centeno, otro agujero,
Ah! —se dijo—. Les habrá ocurrido alguna desgracia. Debo substituirles para combatir a Iván.
Y el diablillo se fue en busca de Iván. Pero éstehabía concluido sus faenas en los campos y estaba cortando árboles en el bosque. Sus hermanos, encontrándose estrechos en la casa de Iván, le habían mandado que les construyese casa propia,
Y el diablillo corrió al bosque, se deslizó entre las ramas y se propuso estorbar a Iván en su trabajo.
Iván cortó el árbol de modo que cayera en un sitio adecuado y comenzó, luego, a empujarlo: pero el árbol se desvió, y se enredó con los árboles contiguos; Iván se dio muy mal rato antes de lograr derribarlo.
Atacó entonces otro árbol y se produjo el mismo hecho. Trabajó como un desesperado y, sólo a costa de grandes esfuerzos, logró abatirlo.
Todavía cortó otro y otro, mas siempre sucedíale lo mismo. Iván pensaba cortar unos cincuenta, y no había logrado cortar diez cuando sobrevino la noche. Estaba rendido, su cuerpo despedía un vaho como una niebla en el bosque, y seguía trabajando. Sintió tal fatiga que, no pudiendo ponerse en pie, tiró el hacha y se sentó para descansar.
El diablillo, al ver que Iván se sentaba, se alegró. Pensó:
—¡Bueno! Ahora abandonará el trabajo. También yo descansaré un rato.
Y se sentó a horcajadas sobre una rama, muy contento. Pero he aquí que Iván se levanta, empuña nuevamente el hacha, la blande y la tira con todas sus fuerzas contra un árbol, que cayó de un golpe, crujiendo
El diablillo no tuvo tiempo de retirarse, la rama se desgajó y le pilló una pata.
—Pero bicho feo, ¿otra vez por aquí?
—Es que yo —dijo— soy otro. Yo estaba en casa de tu hermano Tarass.
—Quienquiera que seas, tendrás tu merecido.
Iván, enarbolando el hacha, se disponía a dar con ella al diablillo.
—No me des con el hacha —suplicó—. Haré por ti cuanto quieras.
—¿Y qué puedes tú hacer?
—Tanto oro como desees.
—Pues ya lo estás fabricando —ordenó el Imbécil.
—Recoge estas hojas de roble —explicó el diablillo—, frótalas entre tus manos y verás caer el oro a raudales.
Iván tomó las hojas, las frotó y el oro cayó.
—Servirá para juguete de los niños
El diablejo pidió la libertad e Iván. Cogiendo la pértiga, le soltó diciendo: Vete con. Dios.
De igual modo que los otros, apenas el Imbécil hubo pronunciado el santo nombre de Dios, el diablillo se hundió en los abismos de la tierra, como la piedra en el fondo del agua, y no quedó de su paso más rastro que un agujero.
VI
Cuando los hermanos tuvieron casa, se instalaron cada cual en la suya. Iván, terminadas las labores del campo, fabricó cerveza, e invitó a Seman y a Tarass a una fiesta en su isba.
Sus hermanos rehusaron.
—¡Cómo si no supiéramos lo que es una fiesta de mujik!
Iván festejó a los mujiks vecinos, a las babas[5], y bebió él también; hasta llegó a alegrarse un poco, y salió a la calle a ver las khórovods[6]. Hizo más: se acercó a ellas e invitó a las muchachas a que cantaran en honor suyo.
—Quiero ofreceros —les dijo— una cosa que jamás habéis visto.
Las babás rieron como descosidas y las muchachas cantaron sus alabanzas.
Cuando hubieron acabado, le dijeron:
—Ahora te toca darnos lo prometido.
—En seguida os lo traigo.
Y cogiendo una criba se fue al bosque próximo. Las jóvenes reían y exclamaban:
—¡Que imbécil!
Y luego ya nadie se acordó de él. Pero al cabo de un rato le vieron volver corriendo, con la criba llena.
—Ea, ¿queréis?
—Si, sí —dijeron a coro.
Iván cogió un puñado de oro y lo tiró a las muchachas.
—¡Pero, padrecito…!
Y admiradas, se tiraron al suelo para recogerlo.
Los mujiks también acudieron, y se quitaban unos a otros las monedas de oro. Una pobre anciana corrió peligró de morir aplastada. Iván se reía.
—¡Oh, pequeños imbéciles! ¿Por qué hacéis daño a una babuchka[7]? ¡Tened más cuidado! Os daré cuanto queráis.
Y volvió a echarles puñados de oro. Tenía en torno suyo a una gran muchedumbre. Iván había vaciado la criba, y aun le pedían más. Entonces dijo:
—No; no hay más. Otro día volveré a daros. Y ahora, ¡bailemos y cantemos!
Las jóvenes empezaron a cantar.
—No son bonitas vuestras canciones —les dijo—, ¿no sabéis otras?
—¿Acaso las sabéis vos mejores? —le contestaron.
—Desde luego. Vais a oírlas.
Y, al decir esto, se fue a la era, cogió una gavilla, y, según se lo había enseñado el diablillo, sacudió las espigas sobre el suelo.
—¡Ea! —dijo—. «Mi esclavo manda que dejes de ser gavilla y que cada una de tus espigas se truequen en soldados».
La gavilla se esparramó y los tallos se convirtieron en soldados. Redoblaron los tambores y los clarines sonaron. Iván mandó a los soldados que cantasen y que desfilasen con él por las calles. Los espectadores quedaron asombrados. Cuando los soldados hubieron acabado de cantar, Iván se los llevó otra vez a la era, prohibiendo que nadie le acompañase, cambió otra vez en gavillas a los soldados. Fuese luego a su casa y se echó a dormir.
VII
A la mañana siguiente, su hermano mayor. Seman el Guerrero, se enteró de todo lo ocurrido y fue a ver a Iván.
—Dime —le preguntó—, ¿de dónde sacaste los soldados y dónde los escondiste?
—¿Para qué quieres saberlo?
—¡Cómo que para qué! —replicó—. ¡Pero si con soldados se puede conseguir todo! ¡Hasta conquistar todo un reino!
Iván se admiró.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes? Yo te daré los que quieras. Precisamente, entre mi hermana y yo hemos recogido muchos.
Iván se llevó a su hermano a la era, y le dijo:
—Fíjate bien: yo voy a hacerte soldados, pero tú te los llevarás, porque si hubiera que mantenerlos devorarían en un día todo lo que hay en la aldea.
Seman prometió llevarse los soldados, y entonces Iván puso manos a la obra. Sacude una gavilla, y hete aquí una compañía; sacude otra, y sale una nueva compañía. Los soldados ocupaban ya casi el campo.
—Bien, ¿tienes bastante o no?
Seman, muy regocijado, respondió:
—Sí, tengo bastantes. Gracias, Iván.
—Cuando precises más, ven; yo te daré todos los que necesites. Precisamente estamos sobrados de centeno.
Seman el Guerrero dio sus órdenes al ejército, lo formó y se fue a pelear.
Apenas hubo partido, llegó Tarass el Panzudo. Acababa de enterarse de lo que había ocurrido la víspera.
—Dime: ¿de dónde sacas el oro? Si yo obtuviese el dinero tan fácilmente como tú, podría reunir todo el que hay en el mundo.
Iván se sorprendió.
—¿Es de veras? ¿Por qué no lo dijiste antes? Voy a darte cuanto quieras.
El hermano no cable de gozo.
—Dame sólo tres cribas.
—Bien —le dijo—. Vamos al bosque; pero unce el caballo, si quieres traértelo todo.
Se fueron al bosque Iván restregó las hojas de roble entre sus manos y amontonó gran cantidad de oro.
—¿Te basta?
—Por ahora sí —dijo Tarass muy contento—. Gracias, Iván.
—Conforme. Si necesitas más, ven; no es hoja lo que falta.
Tarass cargó una carreta con el dinero y fuese a traficar.
De nuevo Seman peleaba, y Tarass comerciaba. Y Seman el Guerrero conquistó todo un reino. Y Tarass ganó muchísimo dinero.
Al encontrarse un día los dos hermanos, se dijeron mutuamente de dónde habían sacado, Seman los soldados, y Tarass su fortuna.
Y Seman el Guerrero dijo a su hermano:
—Yo me he conquistado un reino y vivo espléndidamente. Sólo que no tengo dinero bastante para mantener a mis soldados.
Y Tarass el Panzudo le contestó:
—Y .yo he ganado muchísimo dinero; sólo una cosa me apena: no tener quién me lo guarde.
Seman el Guerrero replicó:
—Vamos a ver a nuestro hermano, Yo le diré que me haga más soldados, y te los daré para que protejan tu dinero. Tú, en cambio, pídele más dinero; me lo darás para yo mantener a mis tropas.
Y se fueron a casa de Iván. Y Seman le dijo:
—No me bastan, hermano mío; mis soldados. Vengo a que me des más.
Iván movió, negativamente la cabeza y contestó:
—No te haré ni uno mas sin razón justificada.
—¡Cómo! ¡Me lo prometiste!
—Es verdad, pero es inútil.
—¿Y por qué, imbécil, no has de complacerme?
—Porque tus soldados —explicó Iván— mataron hace poco a un hombre. Estaba yo labrando cerca del camino y vi pasar a una babé que seguía llorando a un féretro. Le pregunté entonces:
«¿Quién ha muerto?»
Y ella me contestó:
«Mi marido, a quien los soldados de Seman mataron en la guerra».
Yo pensaba que los soldados iban a cantar solamente canciones y he aquí que han matado a un hombre cruelmente. No quiero darte más.
Y se obstinó Y no hizo más soldados.
Entonces Tarass el Panzudo suplicó a Iván el Imbécil que le diese más oro.
Iván movió la cabeza, negativamente.
—No te haré más sin razón justificada.
—¡Cómo! ¿No fue ésta tu promesa?
—Es cierto, pero es inútil. No te doy más oro.
—¿Y por qué, imbécil, no has de darme más?
—Porque con tu oro quitaron la vaca a Mikhailovna.
—¡Cómo que se la quitaron!
—¡Sí, se la quitaron! Mikhailovna tenía una vaca; sus hijos bebían leche. Pero he aquí que uno de estos días sus hijos vinieron a pedirme leche. Y como yo les preguntase dónde estaba la vaca, me contestaron:
«El administrador de Tarass el Panzudo ha venido, ha dado a nuestra madre tres piezas de oro y ella le entregó la vaca; ya no tenemos qué beber».
¿Yo que me imaginaba que ibas a divertirte con esos discos dorados y resulta que sirvieron para quita su vaca a los niños! No te daré más.
Y el imbécil se obstinó también esta vez y Tarass el Panzudo no tuvo más oro.
Contrariados se volvieron los hermanos, hablando en el camino del modo de salir de sus apuros. Y Seman dijo:
—Escucha, he aquí lo que haremos. Tú me darás dinero para mantener a mis soldados; en cambio yo te daré la mitad de mi reino con soldados para guardar tus tesoros.
Tarass accedió. Los hermanos se repartieron sus bienes como habían convenido y los dos fueron zares poderosos y ricos.
VIII
E Iván se quedó en casa para mantener a sus padres, y trabajaba en el campo con su hermana muda.
Y sucedió un día que el viejo perro que guardaba la casa cayó enfermo: se moría. Iván tuvo piedad de él, pidió pan a su hermana, lo guardó en su gorro y salió para echarlo al perro. Pero el gorro se le agujereó y, con el pan, cayó una raicilla. El perro se la comió. Y en cuanto hubo tragado la raíz, el animal se levantó deprisa y se puso a juguetear, ladrando y moviendo la cola en señal de contento: estaba completamente curado.
Los padres de Iván, al apercibirse de ello, se sorprendieron y maravillaron.
—¿Cómo se habrá curado el perro? —pensaban.
E Iván díjoles:
—Yo tenía dos raíces, que curan todos los males, y el perro se ha comido una.
En esto ocurrió que la hija del Zar se puso enferma, y el Zar hizo saber por ciudades y aldeas que recompensaría espléndidamente al que la curase, y que, si era soltero, se la daría por esposa.
Este edicto se publicó también en la aldea de Iván.
Entonces los padres de éste le llamaron y le dijeron:
—¿Te enteraste de lo que dice el Zar? Si aun te queda una raíz, vete a curar a la hija del Zar; serás feliz para el resto de tus días.
—¡Está bien! —dijo, y el imbécil se dispuso a partir.
Le vistieron decentemente. Salió al umbral de la puerta y vio a una mendiga, que se le acercaba, con el brazo roto.
—He oído decir que curas; cúrame el brazo, pues no puedo vestirme sola.
—¡Hágase según tus deseos! —exclamó el imbécil y sacando la raicilla la dio a la mendiga para que la comiera.
La mendiga así lo hizo y sanó, pudiendo mover el brazo.
Los padres de Iván salieron a despedirle. Pero al saber que había dado su última raíz, le riñeron viendo que no tenía con qué curar a la princesa.
—¡Una mendiga! —le decían—. ¡Te has compadecido de una mendiga! ¡Y de la princesa, no!
Pero Iván también de ésta se había compadecido. Enganchó su caballo, cargó de paja la carreta y subió al pescante.
—Pero ¿a dónde vas, imbécil?
—A curar a la Zarevna[8].
—¿Cómo, si no tienes remedio para ella?
—¿Y qué importa? —repuso y fustigó al caballo.
Llegó a la corte, y, apenas había pisado las escaleras del palacio del Zar, la Zarevna estaba curada.
El Zar se alegró luego llamó a Iván, ordenó que le vistieran suntuosamente, y díjole:
—Serás ahora mi yerno.
—¡Bien! —contestó.
E Iván fue el esposo de la Zarevna. El Zar murió al poco tiempo y sucedióle Iván el Imbécil.
Y de este modo los tres hermanos llegaron a reinar.
IX
Los tres hermanos vivían y reinaban.
El mayor, Seman el Guerrero, era dichoso. Había añadido muchos soldados a sus soldados de paja.
Mandó en todo su reino, que se le diera un soldado por cada diez casas, y que esos soldados fueran muy altos, de rostro afable, y fuerte complexión, Reclutó gran número y les adiestró convenientemente. Si alguien rehusaba obedecer, le mandaba sus soldados, y hacía cuanto quería. Y así se hizo temer de todo el mundo. Su vida transcurría feliz. Cuanto se le antojaba, todo lo que veía, era suyo. Le bastaba mandar soldados, que se apoderaban de cuanto quería.
Tarass el Panzudo vivía también dichoso. Había conservado el dinero que le diera Iván, y con él había ganado mucho más. Había ordenado los negocios de su reino; guardaba su oro en fuertes arcas, y aún exigía más a sus súbditos. Pedía tanto por aldea, tanto por habitante, tanto sobre los trajes, sobre lapti[9] y sobre los onutchi[10] y las más nimias cosas.
Cuanto deseaba tenía. A cambio de su dinero le traían de todo y todos acudían a su casa a trabajar, pues todo el mundo necesitaba dinero.
Iván el Imbécil tampoco vivía mal.
En cuanto hubieron enterrado a su suegro, se quitó las vestiduras de zar y las dio a su mujer para que las guardara en el arca. Se puso otra vez su camisa de cáñamo, sus anchos calzones, sus lapti, y volvió a trabajar.
—¡Me aburro! —dijo—. Mi barriga crece, y no tengo apetito ni sueño.
Y mandó venir a sus padres a su antigua isba con su hermana muda, y se puso a trabajar otra vez.
Y cuando le decía:
—¡Pero, si tú eres un Zar!
—¿Y eso qué importa? —contestaba— ¡También los Zares necesitan comer!
Su ministro fue a encontrarle:
—No tenemos dinero para pagar a los funcionarios.
—Pues si no hay —repuso Iván—, no les pagues.
—¡Es que se irán!
—¡Que se vayan! Así tendrán tiempo de trabajar. Que saquen el estiércol; demasiado tiempo lo han dejado amontonar sin aprovecharlo.
Fueron a pedir justicia a Iván. Uno se quejaba de que otro le había robado dinero. E Iván dijo:
—¡Será, sin duda, por necesidad!
Y de este modo supieron todos que Iván era un imbécil.
Y su mujer se lo dijo.
—Dicen de ti que eres un imbécil.
—¿Y qué?
Ella pensó, pensó; pero era tan imbécil como su marido, y, al fin, dijo:
—Yo no puedo oponerme a la voluntad de mi marido. Donde va la aguja, allá va el hilo.
Se quitó su vestido de Zarevna, lo guardó en el arca, y se fue á casa de su cuñada la muda, para que le enseñase a trabajar. Aprendió, y ayudó a su marido.
Y todas las personas sensatas abandonaron el reino de Iván. Sólo quedaron en él los imbéciles. Nadie tenía dinero, todos vivían del trabajo y así sé sostenían y mantenían entre sí.
X
El viejo diablo estaba aguarda que te aguarda noticias de sus diablillos, para saber cómo habían arruinado a los tres hermanos. Pero como tardaban mucho, se impacientó y fuese a averiguar lo que había ocurrido. Mucho anduvo buscando, mas sólo tres agujeros halló.
—¡Ea! —pensó—. No habrán sabido vencer; es preciso que yo mismo emprenda la tarea.
Y púsose a buscar los tres hermanos en sus antiguos domicilios; pero allí no estaban, y les encontró cada cual al frente de su reino. Eso molestó mucho al viejo diablo.
—Pues voy en persona a ocuparme de ese asuntó» —pensó.
Y comenzó por ir a casa de Seman el Zar. Tomó el aspecto de un voivoda[11] y se presentó ante él.
—He oído afirmar —le dijo— que tú, Seman el Zar, eres un gran guerrero. Y yo conozco perfectamente el arte de guerrear. Quiero servirte.
Seman el Zar le interrogó, reconociéndole apto, y lo tomó a su servicio.
Y el nuevo voivoda enseñó al Zar el arte de organizar un poderoso ejército.
—Lo esencial —le dijo— es tener muchos soldados; porque de seguro que tienes en tu reino demasiada gente inútil. Has de reclutar a todos los jóvenes indistintamente, y tendrás cinco veces más soldados que ahora Luego hacen falta fusiles y cañones de un nuevo modelo. Te inventaré fusiles que disparen cien balas a la vez, que lloverán como guisantes. ¡Y cañones! ¡Te haré que provoquen el incendio a lo lejos y arderán hombres, caballos y muros!
Seman el Zar escuchó al nuevo voivoda y mandó reclutar a todos los jóvenes; construyó nuevas fábricas de fusiles y cañones, y, poco después, declaró la guerra al Zar vecino.
En cuanto estuvo frente al enemigo, Seman mando a sus soldados que disparasen sobre aquél las balas de sus fusiles y las llamas de sus cañones. La primera descarga hirió y quemó a la mitad de las tropas enemigas.
El Zar vecino cobró miedo. Se sometió y entregó su reino a Seman, que se puso contentísimo.
—Ahora —dijo— voy a combatir con el Zar de las Indias.
Pero el Zar indio, que había oído hablar de Seman, imitó sus innovaciones e inventó algo mejor todavía. No sólo reclutó a todos los jóvenes, sino también a las muchachas solteras de su reino, y así pudo reunir a un ejército más numeroso que el de Seman. Y, además de tener los mismos fusiles e idénticos cañones, el Zar indio halló el medio de volar por el aire y lanzar, desde lo alto, bombas explosivas.
Fue, pues, Seman a pelear contra el Zar indio, creyendo derrotarle como al otro: Pero después de cortar mucho y mucho, la guadaña pierde su filo. El Zar indio no aguardó a que se le acercara el enemigo; mandó a sus babás que le salieran al encuentro, y echaran sobre el ejercito de Seman sus bombas explosivas. Y, en efecto, tal granizada de bombas cayó, que los soldados apelaron a la fuga, dejando a Seman solo. Y el Zar indio se apoderó del reino de Semana el Guerrero, mientras éste se iba donde le guiaban sus ojos.
El viejo diablo, habiendo concluido con Seman el Guerrero, se fue hacia la casa de Tarass el Zar.
Para este menester, tomó las especies de mercader, se estableció en el reino de Tarass y comenzó a traficar. Lo pagaba todo a buen precio, y todos acudían a su casa para ganar buen jornal. Y era tanto lo que se ganaba, que todos pudieron pagar los impuestos atrasados, y, desde entonces, los tributos se satisfacían con regularidad.
Todo esto alegró a Tarass el Zar.
—«Debo dar gracias a este mercader —pensaba—, porque ahora tendré más dinero, y viviré mejor.»
Y Tarass se dedicó a nuevas empresas: y se le ocurrió hacerse un nuevo palacio. Hizo saber al pueblo que podía traerle madera y piedra y trabajar en su casa. Fijaba buenos precios para todo. Creía que, a cambio de su dinero, todos acudirían como antes a trabajar para él. Y sucedió que toda la piedra y toda la madera era llevada a casa del mercader, para quien todos preferían trabajar.
Tarass subió los jornales, pero el mercader subíalos más todavía. Porque, si bien Tarass tenía mucho dinero, el mercader le ganaba y éste venció. Y no hubo manera de que Tarass se construyera su nuevo palacio.
A Tarass se le ocurrió la idea de hacer un jardín. Llegó el otoño, y el Zar hizo saber al pueblo que podían ir a trabajar a su casa. Nadie acudió. Todos estaban ocupados en casa del mercader, que abría un estanque.
Llegó el invierno. Tarass quiso hacerse un abrigo de marta cibelina. Mandólas comprar; pero su enviado regresó, diciendo:
—No hay marta cibelina. Todas las pieles las tiene el mercader, que las pagó muy bien de precio, para alfombrar sus habitaciones.
Tarass el Zar necesitó comprar caballos. Envió a buscarlos; pera los comisionados regresaron, diciendo:
—Todos los buenos caballos están en las cuadras del mercader. Los adquirió para acarrear las aguas que han de llenar su estanque.
Así quedaban sin realizar todos los proyectos de Tarass. Nadie quería hacer nada para él, mientras se hacía todo para el mercader. A Tarass sólo le llevaban el dinero para pagar los tributos.
Y el Zar tuvo tanto dinero, que no supo dónde meterlo; pero vivía muy mal. Había renunciado a todas sus empresas, conformado con un vivir llevadero. En todo se veía contrariado. Sus criados, cocineros y cocheros, le habían abandonado para irse con el mercader. De suerte que hasta el alimento le faltaba. Cuando mandaba al mercado a sus servidores, lo encontraba desprovisto: todo lo había comprado el mercader. A él solo le llevaban el dinero de las contribuciones.
Tarass el Zar se enojó y despidió al hombre, que así lo perjudicaba, de su reino. Pero el mercader se estableció en la misma frontera y continuó su negocio. Seguían llevándoselo todo a cambio de su dinero, y al Zar, nada. Para éste, todo iba de mal en peor y Tarass pasaba días enteros sin comer. Y empezó a correr el rumor de que el mercader se había jactado de que, el día menos pensado, compraría al mismo Zar. Este tuvo miedo y no supo ya qué hacer.
Entonces fue a encontrarle Seman el Guerrero.
—Préstame tu ayuda —profirió—; el Zar indio quitóme cuanto poseía.
—Pues yo —repuso Tarass—me paso los días sin comer.
XI
El viejo diablo, habiendo concluido con los dos hermanos, se fue a casa de Iván. Tomó el aspecto de un voivoda y persuadió a Iván de que organizara un ejército en su reino.
—No le estábien a un Zar —le dijo— vivir sin ejército. Déjame hacer; yo te reclutaré soldados de entre tus súbditos.
Iván le escuchó.
—Sea —dijo —. Hazlo. Y enséñales canciones bonitas. Me gusta mucho eso.
El viejo diablo recorrió todo el reino de Iván para reclutar voluntarios. Hizo saber que todos serían admitidos, y que a cada soldado se le daría un chtof[12] de vodka y un gorro colorado. Los imbéciles se echaron a reír.
—Tenemos toda la vodka que queremos, puesto que nos lo hacemos nosotros. En cuanto al gorro, nuestras mujeres los hacen de todos los colores, y hasta a rayas, si así los preferimos.
Y nadie se alistó:
Entonces el diablo volvió a ver a Iván y le dijo:
—Tus imbéciles no quieren alistarse voluntariamente. Es preciso obligarles por la fuerza.
—Sea como dices —le contestó—. Reclútalos por fuerza.
Y el diablo anunció al pueblo que todos los imbéciles debían alistarse como soldados, y que cuantos se resistieran serían condenados a muerte.
Los imbéciles se fueron a ver al voivoda:
—Nos dices —expusieron—, que si nos negamos a ser soldados, el Zar nos ejecutará. Pero no nos dices qué será de nosotros cuando seamos soldados. Parece que también se les mata.
—Si, también sucede esto.
Al oír los imbéciles esta respuesta, se obstinaron en su negativa.
—No seremos soldados —gritaban—. Preferimos morir en casa, puesto que también a los soldados matan.
—¡Qué imbéciles sois! ¡Qué imbéciles! —repetía el diablo— A los soldados se les puede matar, pero tienen probabilidades de poder escapar; mientras que, si no obedecéis, Iván, de seguro, os ejecutará.
Los imbéciles, después de reflexionar, fuéronse en busca de Iván y le dijeron:
—Un voivoda nos manda que nos hagamos soldados y nos dice: «Si os hacéis soldados, no es seguro que os maten; y si no queréis serlo, Iván os matará seguramente». ¿Es eso cierto?
Iván soltó la carcajada.
—Pero, ¿cómo me las compondré —les dijo— para mataros yo solo a todos? Si no fuera imbécil, os lo explicaría; pero ni yo mismo acierto a entenderlo.
—Entonces. ¿No vamos?
—¡Como queráis! —les dijo— No os alistéis.
Los Imbéciles volvieron a casa del voivoda, y le manifestaron su propósito firme de no ser soldados.
Viendo el diablo que su negocio tomaba mal cariz, se fue a casa del Zar Tarakanski, cuya confianza se había ganado.
—Vamos a combatir —le dijo— a Iván el Zar. Es verdad que no tienedinero; pero, en cambio, posee abundancia de trigo, ganado y otros bienes.
Tarakanski reunió muchos soldados, que armó con fusiles y proveyó de cañones, marchando a la frontera para invadir el reino de Iván.
Iván tuvo de ello noticia. Le habían dicho:
—Tarakanski viene a pelear contra ti.
—¡Que venga!
Y Tarakanski pasó la frontera, enviando a su vanguardia en busca del ejército de Iván. Busca que te busca, esperaban que al fin surgiera algún ejército porel horizonte; pero ni siquiera oyeron hablar de soldados. Era, pues, imposible combatir.
Tarakanski mandó ocupar los pueblos. Los imbéciles de ambos sexos salían de sus casas, miraban los soldados, y se extrañaban. Los soldados les robaron el trigo y el ganado; pero los imbéciles lo daban todo sin defenderse.
Los soldados ocuparon otro pueblo y acaeció otro tanto. Así marcharon un día y otro día y por todas partes sucedía lo mismo; se lo daban todo, nadie se defendía, y hasta los mismos del pueblo les invitaban a quedarse con ellos.
—Si, queridos amigos —les decían—; si vivís mal en vuestro país, estableceos aquí para siempre.
Los soldados anduvieron más aún, sin encontrar ejercito ninguno. Por todas partes hallaban gentes que vivían a la buena de Dios: se alimentaban de su trabajo y no se defendían.
Los soldados acabaron por aburrirse, regresando a casa del Zar Tarakanski para decirle:
—No hay medio de batirse. Llévanos a otra parte para guerrear, porque aquí no hay guerra posible. Tanto valdría cortar manteca.
Tarakanski se enfadó. Dio orden a sus soldados de recorrer todo el reino, asolando aldeas, incendiando casas, quemando los trigales y matando todo el ganado.
—Y si no me obedecéis — rugió—, os haré matar a vosotros.
Los soldados, presos de pánico, cumplieron la despótica orden, y quemaron casas, incendiaron trigales, exterminando los rebaños.
Ni aun así se defendieron los imbéciles, que no hacían otra cosa que llorar: lloraban los ancianos y los niños también.
—¿Por qué —decían —perjudicarnos? ¿Para qué destruir tantos bienes? ¡Si os hacen falta, tomadlos; pero no los malogréis!
Pronto se cansaron también los solados, negándose a seguir más adelante, y todo el ejército se retiró.
XII
Viendo el diablo que no había manera de acabar con Iván por medio de los soldados, se fue, para volver al punto bajo la forma de un caballero bien vestido, y, estableciéndose en el reino de Iván, decidió combatirle como a Tarass el Panzudo, por medio del dinero.
—Yo —les dijo— quiero haceros bien y enseñaros cosas excelentes Por lo pronto voy a hacerme mi casa entre vosotros.
—Si es de tu agrado —se le respondió—, quédate.
Al día siguiente, el elegante caballero salió a la plaza pública con un talego de oro y una hoja de papel. Ante el pueblo dijo:
—Vivís como cerdos; quiero enseñaros cómo hay que vivir. Me construiréis una casa según este plano. Vosotros trabajaréis, yo os dirigiré, y os pagaré con monedas de oro.
Y les enseñó el talego de oro.
Los imbéciles se extrañaron: nunca habían visto dinero; sólo cambiaban entre si los productos de su trabajo. Admiraron el oro.
—¡Qué bonito y cómo brilla! —se dijeron.
Y cambiaron con el caballero su trabajo por las monedas de oro. Como en el reino de Tarass el diablo, vestido de señor, repartió el oro a puñados, y en cambio, obtuvo toda clase dé trabajos y de productos. El se alegró y pensó:
—«Mis asuntos van por buen camino. Arruinare ahora al imbécil como arruiné a Tarass, y llegaré a comprar a él mismo.»
Pero cuando los imbéciles hubieron reunido suficientes piezas de oro, se las dieron a sus mujeres para que se hicieran collares. Todas las muchachas adornaron con ellas sus trenzas, y los niños se divertían con monedas en la calle. Y como tenían muchas, los imbéciles no quisieron ya más.
Y, sin embargo la casa del diablo seguía sin terminar, y tampoco había hecho aún su provisión de trigo y de ganado.
Anunció, pues, que podían ir a trabajar a su casa y llevarle trigo y ganado. Que él, a cambio, les daría muchas monedas de oro.
Inútilmente insistía e invitaba al trabajo. Sólo de vez en cuando, algún muchacho o alguna chiquilla iba a cambiar un huevo por una moneda de oro. Y el caballero no tuvo qué comer.
Acosado por el hambre, se fue a la aldea en busca de alimento. Entró en un corral y ofreció su dinero por una gallina, pero la dueña rehusó la moneda.
—Tengo muchas monedas como ésta —dijo.
Se fue a casa de otra mujer; esta no tenía hijos. Quiso comprarle un arenque por una pieza de oro.
—No la necesito —le contestó la buena mujer—, porque no tengo hijos para que jueguen con ella. Tengo tres, que guardo por curiosidad.
Fue entonces a casa de un mujik para comprar pan, y también el mujik rehusó el dinero.
—No hace falta —dijo— ¿Quieres algo, quizá, por amor de Dios? Aguarda y le diré a mi esposa que te dé un trozo…
El diablo escupió y salió de allí más que aprisa, antes que el mujik terminase su ofrecimiento caritativo. Para el diablo, oír que le ofrecían algo en nombre de Cristo, era lo peor de lo peor.
Por esta razón no encontró pan, pues por donde quiera que iba, se negaban a darle nada por su dinero y todos le decían:
—Ofrécenos otra cosa, o trabaja. Pídelo, en todo caso, por amor de Dios.
Y él diablo no podía ofrecer nada más que dinero. Trabajar no quería y aceptar la caridad por amor de Cristo, le era imposible.
Y se enfadó el diablo.
—¿Para qué necesitáis otra cosa —les dijo—, si os ofrezco oro? Con el oro compraréis cuanto queráis, y haréis trabajar al que se os antoje.
Los imbéciles no le escucharon.
—No —dijeron—, no hace falta. No tenemos deudas y tampoco impuestos. ¿Para qué, pues, nos hace falta el dinero?
Y el diablo hubo de acostarse sin cenar.
Iván se enteró de lo que ocurría, pues habían acudido a preguntarle:
—¿Qué hemos de hacer? Ha venido a nuestras casas un señor bien puesto, que gusta de comer bien, de beber mejor, y que se viste con las mejores ropas. No quiere trabajar, ni pedir por amor de Dios. El sólo ofrece piezas de oro a todo el mundo. Antes de que tuviéramos bastantes de estas monedas, se le daba de todo; ahora no se le da ya nada. ¿Qué hemos de hacer para que no se muera de hambre?, porque sería una pena que esta acaeciera.
Iván les escuchaba.
—Hemos de darle de comer. Que vaya de casa en casa y sea atendido.
Y el viejo diablo llamó de puerta en puerta y llegó un día a casa de Iván el Imbécil, y pidió de comer a la muda, que estaba preparando comida para su hermano. Antes de ahora, su buena fe había sido sorprendida por gente haragana y perezosa, que acudía mendigando por no trabajar; los mendigos la habían dejado, más de una vez, sin gachas, No daba ahora al perezoso; los conocía en las manos: a los que tenían callos, les sentaba a su mesa, y para los otros, los holgazanes, sólo había lo que los primeros dejaban.
El viejo diablo se acercó a la mesa; pero la muda le cogió la mano y se la examinó. No tenía callos, al contrario, sus manos eran blancas y bien cuidadas; sus uñas largas y agudas. Se puso a chillar, y echó al diablo de la mesa.
La mujer de Iván, dijo al huésped:
—No te enfades, apuesto caballero; mi cuñada impide que se sienten a la mesa los que no tienen las manos callosas. Aguarda un poco; cuando todos hayan comido, ella te dará las sobras.
El diablo se sintió humillado: «¡Comer él, en casa del Zar, con los cerdos!».
Y acudió a Iván:
—Esta ley de tu reino es absurda. Vosotros sois imbéciles, y creéis que sólo se puede trabajar con las manos. Sois unos necios, pensando así. ¿Con qué te figuras que trabajan las: personas inteligentes?
E Iván le preguntó:
—¿Cómo hemos de saberlo, si somos tontos? Nosotros sólo con las manos sabemos trabajar.
—Desde luego… Pero yo —replicó el diablo—, voy a enseñaros a trabajar con la cabeza: veréis entonces cuál sistema es mejor.
Iván se extrañó, y dijo:
—¿De veras? ¡Ah, cuánta razón tienen en llamarnos imbéciles!
Y el diablo explicó:
—No creas que es fácil: trabajar con la cabeza cuesta mucho más. No me dais de comer porque no tengo callosas las manos, ignorando que es cien veces más difícil lo que yo hago. La cabeza se calienta tanto con el trabajo que a veces estalla.
Iván se quedó pensativo.
—¿Por qué, en este caso, amigo mío, te das tanta molestia? No es bueno que la cabeza estalle; te valdría mucho más trabajar como nosotros, con las manos.
Y, el diablo replico:
—Si me tomo tanta molestia, es precisamente porque tengo piedad de vosotros, imbéciles. Sin mí, toda la vida seríais idiotas. Pero yo, que trabajo con la cabeza quiero que aprendáis de mí.
Iván se extrañó; pero, intrigado, dio ánimos:
—Sí, sí; enséñanos. A veces, uno acababa por cansarse las manos; entonces, para descansar, podremos trabajar con la cabeza.
Y el diablo prometió enseñarles.
E Iván hizo saber por todo el reino, que había llegado un caballero distinguido que enseñaría a todos a trabajar con la cabeza; que se adelantaba más trabajo con la cabeza que con las manos, y que todos debían acudir a aprender.
Había en el reino de Iván una torre muy alta, con una escalera muy empinada a lo largo de las paredes, que conducía a la cúspide, coronada por una plataforma. E Iván hizo subir hasta lo alto al caballero para que todos pudieran verle y aprender.
Desde la plataforma, el caballero empezó a hablar. Los imbéciles le miraban; creían que aquel caballero iba á enseñarles, verdaderamente, como se trabajaba sin manos, sólo con la cabeza; mientras que el viejo diablo sólo enseñaba con discursos cómo se puede vivir sin trabajar.
Los imbéciles no le entendieron. Cansados de mirar constantemente, se fueron cada cual a su trabajo. Pero el viejo diablo seguía en lo alto de la torre un día y otro día, siempre hablando. Y llego a tener hambre. A los imbéciles no se les ocurrió darle comida. Pensaban que, sabiendo trabajar mejor con la cabeza que con las manos, se haría pan con suma facilidad.
Y el diablo pasó aún otro día, en lo alto de la torre, y no paraba de charlar. Y la gente se acercaba, miraba pensativa, y, luego, se volvía.
Iván preguntaba:
—Pues que, ¿ha empezado ya ese caballero a trabajar con la cabeza?
—Aún no —le contestaban sus súbditos—. Todavía está charlando.
El viejo diablo pasó otro día más en la torre; y se debilitaba. Una vez vaciló sobre sus piernas y dio de cabeza contra una columna. Una de los imbéciles, que lo vio, se lo dijo a la mujer de Iván. Esta corrió a buscar a su marido, que estaba en el campo.
—Corre a ver el caballero; parece que empieza a trabajar con, la cabeza. Iván se extrañó.
—¿De veras? —preguntó. Y se acerco.
El viejo diablo, completamente agotadas sus fuerzas, se tambaleaba y dábase de cabeza contra la columna. En cuanto llegó Iván, el diablo vaciló más todavía; cayóse, rodando por las escaleras y golpeando con la frente todos los peldaños.
—¡Oh, oh! —dijo Iván—. Era, pues, verdad lo que decía ese caballero tan elegante: Es posible que estalle la cabeza; las callosidades no son tan dolorosas. Con esta clase de trabajo, se expone uno a que le salgan chichones.
Y el viejo diablo cayó,y su dura cabeza hundióse en el suelo.
Iván se le acercó para ver si había trabajado mucho; pero de repente la tierra se había entreabierto para tragarse al espíritu del mal. No quedando esta vez ni el agujero.
Iván se rasco la cabeza.
—¡Cuidado —dijo— con el animalejo! ¡Otra vez por aquí! Este era, sin duda, el padre de aquéllos. ¡Uf, qué asqueroso es!
XIII
Iván vive todavía. Todos acuden a su reino. Sus hermanos viven con él, y él los mantiene. A cuantos llegan y dicen:
—¡Aliméntanos!
—Sea —les responde—. Vivid en paz. Tenemos de todo. Pero en este reino existe una ley: es una costumbre muy nuble y singular. Al que tiene callosas las manos, le decimos: «Siéntate a la mesa con nosotros.» Pero si las tiene blancas y finas, a ése, sólo las sobras le damos.
 FIN

compositores: Vicente Goicoechea

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1 Biografia

2 Obras.

Compositor español, es de los más importantes Personajes respecto a la evolución de la Música religiosa de la Península Ibérica del Último Tercio del siglo XIX. Goicoechea pertenecía un Una familia de Músicos y se trasladó de Joven un Valladolid miedo estudiar en el Seminario Conciliar . su formación musical fue en buena medida autodidacta, Salvo algún maestría ocasional; como el de F. Gorriti. Conoció la obra de JS Bach, C. Franck y C. Gounod, así como la cecilianistes de los Alemanes y de la polifonía del siglo XVI. Todo este bagaje ayudará un Configurar su propio estilo. en 1890 obtuvo la Placa de Maestro de Capilla de la Catedral Metropolitana de Valladolid. la música de culto Católico pasaba por un momento crítico ó. Marginada por los autores y más relevantes con más formación la Música sacra. Goicoechea Iniciar Una reforma amplía ¿Que tendría Una repercusión en todo el territorio peninsular, siguiendo de cerca los movimientos Restauradores de Solesmes y Ratisbona. Una biblioteca Adquiere valiosa musicales con las ediciones de los más grandes Recientes en autores de polifonía clásica. No tiene sentido oposición, importantes fue introduciendo modificaciones En El Repertorio de la Catedral de Valladolid, introduciendo las grandes obras de autores del siglo XVI como Morales, Palestrina y Victoria; y del siglo XIX como Eslava y Gounod. va dirigió el Orfeón Vasco-Navarro, formación que Bajo su tutela Llega un altas Côtes de calidad, e introdujo la formación musical, antes inexistentes, en el Seminario de Valladolid. Considera suma de Importancia la formación de los Responsables parroquiales, por lo que asume la instrucción musical del Seminario, en Lo que crea una «Schola Cantorum» y establece Enseñanza del Canto y Gregoria de la polifonía clásica, aletas de Cosa del Entonces totalmente inusual. Además à mes, trabaja con los alumnos de la Universidad de Valladolid, creando  Orfeó con los estudiantes «Vasco-Navarros». en 1904, supusó  Cambio En El Mundo de la Música sacra. Es El Año En que San Pío X, recientemente consagrado Papa, publica su «motu proprio», Estableciendo las bases miedo Reforma radicales Uña de la Música Sacra. Jahr llevaba Goicoechea Ya ejerciendo this Tarea y en Aquellos años ya Era Un compositor de Gran Prestigio. Goicoechea colaboraba ya Côn Vicente Arregui. Pronto se les unieron Jóvenes con Sólida  Formación Como Nemesio Otaño, Julio Valdés, Marcelino Villalba, M. José Olaizola, Gaspar Arabaolaza, etc. . Las Ideas of this Círculo Reformista tuvieron Un gran peso en el cebador Congreso de Música Sagrada, Celebrando la Valladolid en abril de 1917. Nemesio Otaño VA Dirigir el Congreso en Pero junto  siempre encontraremos a Vicente Goicoechea.  Cabe Destacar la Asistencia de Música Vasca, miedo atraidos Las Cifras de Goicoechea y Otaño. Como un Vehículo de Estas inquietudes se fundo la revista «Música sacro-Hispana», Que empezo editándose  Valladolid y trasladarse posteriormente Bilbao Vitoria. «la paternidad  se debia al insigne Maestro Don Vicente Goicoechea. La humildad de Este músico excelente no le permitio Escribir en Nuestra Revista Más Que el título. Por los senderos del Verdadero Arte Religioso español, con El SUS Consejos CONTINUAS Y Sabías Orientaciones eL FUE Hasta su muerte el mejor censor de Cada número «(» Música Sacro Hispana «, agosto de 1907, p.72; abril de 1911, p.65) .. Raíz del Congreso de Música de Valladolid, Goicoechea considera Cumplidos SUS Objetivos y concluída su carrera. Sus Discípulos ya Eran Mayores de Edad.Así pues Goicoechea pasa Una unidad ONU Segundo plan de Y Todo Que siguiera Colaborando activamente . en la Organización de los Congresos de Sevilla I de Barcelona Su Salud Cada Época Vez Más y delicada llevaba una Vida Retirada Pesar que Sigue aletas de Componentes de su muerte. Fue un músico de Prestigio; Suyas las obras de Han interpretadas España Foros del estado . . la Producción de Goicoechea this Dedicada Exclusivamente a la música religiosa del heno destacar: el Miserere y el Christus factus este, Unas obras con las Cuales consigue Efectos de notable grandiosidad con una Relativa Simplicidad de recursos. en 1890 se Decisivo en Su creadora Actividad: Marca Paso de su Epoca de Juvenil «Gozos» (Dedicados uno Santos Varios) Una unidad ONU Período de Reflexión y Madurez. SE Confirma su personalidad artística y Su se perfila ideales de la Música sacra. Las obras de Goicoechea se Avanzar Más de Diez años en la reforma de San Pío X. Tres de las obras dientes Anteriores a la reforma del Papa Son: los Maitines «», las «Kalendas» y los «Responsorias». compuso TAMBIEN Varios Moteles: O Corazón, amoris Víctima «,» Ave, verum Corpus «,» Tantum ergo «Al Principio del siglo XX comenzo ONU interesarse Cada Vez Más miedo la Música Polifónica del Renacimiento, Hecho Que se reflejarán baño. creaciones Sus Entre 1902 y 1904 VA componer Sus obras MAS reconocidas:. » Oremus pro Pontifice «, Que Más tarde se transformará en su popular» Ave María «, el Salmo» credidi «, Conocido en su versión del» Benedictus «; su reconocida» Misa en el honor de de la Inmaculada Concepción «, el Salmo» Miserere «y el Responsorio «Christus factus est Nona» aunque Fue retocada y MODIFICADA Más tarde «Also in this Período compuso.». aletas de Componentes va agustinianos Goicoechea al Último de su vida Hacia el Último de su carrera, a partir del Congreso de Música de Valladolid, Y Cuando Su Salud Comienza la ONU decaer compuso obras de Como:. «Salve Regina» en honor a un Andra Mari de Ibabe, VARIAS sin Alcanza un miedo capilla Adviento y Cuaresma, la versión definitiva de la «Nona» para el oficio de la Ascensión; y VARIOS motetes. Podemos OBSERVAR La influencia de JS Bach en el «Te Deum». de Sus Últimos años de Son La lamentación «Cogitavi» y la «Misa de Réquiem».

La Armada y el Imperio

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Mientras hubo Armada hubo Imperio.

Conviene difundir batallas maritimas españolas que fueron enormes en su tiempo, y a las cuales hoy no se les da la debida importancia, por este pais que desconoce su historia. Si fueran hechos de otros paises, ya habría peliculas,  series, novelas, y libros que difundieran hechos tan importantes para la historia no solo de España, sino de muchos paises. Por lo demas solo los intereses de la historiografía de otros paises difunden sin cesar de Trafalgar o de la Armada Invencible, de gran importancia pero muy magnificados.

Top de grandes victorias navales:

La Contra Armada Inglesa 1589.

La expedición de la Contraarmada está considerada como uno de los mayores desastres militares de la historia de la Gran Bretaña, quizá sólo superado, siglo y medio después y durante la Guerra del Asiento, por la derrota sufrida en el sitio de Cartagena de Indias de nuevo a manos de tropas españolas. Según el historiador británico M. S. Hume, de los más de 18.000 hombres que formaron aquella flota de invasión descontados los numerosos desertores, sólo 5.000 regresaron vivos a Inglaterra. Es decir, más del 70 por 100 de los expedicionarios fallecieron en la operación.  A las pérdidas humanas hay que añadir la destrucción o captura por los españoles de al menos doce navíos, y otros tantos hundidos por temporales. Además de esto, los ingleses perdieron también al menos 18 barcazas y varias lanchas.

Aparte de perder la oportunidad de aprovechar el que la Armada española se encontrase en horas bajas, los costes de la expedición agotaron el tesoro real de Isabel, pacientemente amasado durante su largo reinado. Entre los cañones capturados en La Coruña, los bastimentos y otras mercancías de variada índole apresadas en Galicia y en Portugal, el total del botín a repartir entre los numerosos inversores no alcanzaba las 29.000 libras. Teniendo en cuenta que las pérdidas de la corona inglesa debidas a la derrota habían superado las 160.000 libras, el negocio no podía ser más ruinoso para Isabel.

Ante la magnitud del desastre, las autoridades inglesas nombraron una comisión para tratar de esclarecer las causas de la derrota, pero pronto el asunto fue enterrado debido a conveniencias políticas y propagandísticas. Por su parte, el hasta entonces considerado azote de los españoles, Sir Francis Drake, quedó condenado a un casi total ostracismo tras el fracaso, asignándosele la dirección de las defensas costeras de Plymouth y negándosele el mando de cualquier expedición naval durante los siguientes 6 años. Cuando finalmente se le concedió la oportunidad de resarcirse del fracaso de 1589, otorgándosele el mando de una gran expedición naval contra la América española, de nuevo volvió a guiar a sus hombres al desastre, finalmente perdiendo la vida él mismo en 1595 en combates contra fuerzas españolas destacadas en el Mar Caribe. Y es que «ser un gran corsario no faculta automáticamente para ser un gran almirante».

Sitio de Cartagena de Indias 1741

Quizá el peor desastre maritimo de Inglaterra, que ataco la clave del Imperio Español con fuerzas muy superiores.

Los británicos tuvieron entre 8000 y 10 000 muertos y unos 7500 heridos, muchos de los cuales murieron en el trayecto a Jamaica. En Cartagena había sucumbido la flor y nata de la oficialidad imperial británica. Además perdieron 1500 cañones e innumerables morteros, tiendas y todo tipo de pertrechos. Diecisiete buques de guerra resultaron seriamente dañados,12 aunque no se perdió ninguno.13 Esto suponía un serio revés para la flota de guerra británica, que quedó prácticamente desmantelada y tardó mucho en reponerse.

Mientras tanto, en Gran Bretaña se estuvo celebrando la «victoria» sin conocerse aún el desastroso final. Se acuñaron hasta once tipos diferentes14 de medallas y monedas conmemorativas ensalzando la toma de Cartagena por parte de las fuerzas angloamericanas. Una de ellas mostraba a Lezo arrodillado ante Vernon, entregándole su espada y con la inscripción «El orgullo de España humillado por Vernon».15 Estas llegaron a circular por España para la burla de los españoles. En 1742, Vernon, enterado de la muerte de Lezo, rondó de nuevo Cartagena, pero no se atrevió a atacar.

Los británicos empezaron a preguntarse cuándo volverían los navíos y hombres que faltaban, y se descubrió la verdad, por lo que el rey Jorge II, avergonzado, prohibió a sus cronistas que hicieran mención alguna de tal suceso. Vernon murió en 1757.

En conjunto, la guerra reportó escasos éxitos y muchos problemas a Gran Bretaña, ya que al fracaso de Cartagena de Indias se sumaron varias derrotas cuando los británicos trataron de tomar San Agustín (Florida)La GuairaPuerto Cabello (Venezuela) y Guantánamo y La Habana (Cuba). No obstante, el contraataque español en la batalla de Bloody Marsh, en Georgia, pudo ser repelido y por ello los combates finalizaron sin cambios fronterizos en América. Por su parte España consiguió mantener sus territorios, y prolongar su supremacía militar en América durante algunas décadas más.

Como resultado de esta batalla España fortaleció el control de su Imperio en América durante 70 años más aproximadamente y con él la prolongación de la rivalidad marítima entre españoles, franceses y británicos hasta comienzos del siglo XIX. Para el Reino Unido, las consecuencias a medio plazo fueron mucho más graves. Gracias a esta victoria sobre los británicos, España pudo mantener unos territorios y una red de instalaciones militares en el Caribe y el Golfo de México que serían magistralmente utilizados por el teniente coronel Bernardo de Gálvez para jugar un papel determinante en la independencia de las colonias británicas de Norteamérica, durante la llamada guerra de independencia estadounidense, en 1776.

La derrota anglosajona fue total. Todas sus naves fueron quemadas, hundidas o apresadas por el enemigo. Los hombres que no murieron en combate, fueron hechos prisioneros. Esto incluía a caballeros  por cuyo rescate se podían pedir elevadas sumas de dinero, y soldados del contingente enviado desde Inglaterra con destino a la guerra en la Guyena. El número de estos últimos es incierto. Fernández Duro, basándose en la Crónica Belga,4lo estima en unos 8.000. Los castellanos también se hicieron con el dinero (que el cronista Walsingham cifra en 20.000 marcos ) que el rey de Inglaterra había embarcado para pagar a las tropas combatientes en la zona. Como colofón, durante el viaje de regreso hacia Santander, Bocanegra apresó, en torno a la latitud deBurdeos, otros cuatro barcos ingleses.

Al hacer prisioneros, el almirante de Castilla tuvo con los vencidos en esta batalla un gesto humanitario inusual en aquellos tiempos, pues era costumbre entonces degollar o arrojar al agua a todos los adversarios, aunque se hubieran rendido. Pembroke y setenta caballeros  fueron enviados a Burgos.

La capacidad de mantener la posesión de la ciudad, e incluso de toda la Guyena, se redujo drásticamente. El primer efecto de la derrota inglesa fue permitir la conquista de La Rochelle, lo que consiguieron dos meses después fuerzas terrestres y marítimas franco-castellanas. Y este hecho marcó el desarrollo de la guerra de los Cien Años, pues como resultado de la pérdida de esta estratégica plaza (además de los soldados y recursos embarcados en la flota vencida) Inglaterra tuvo más dificultades para defender sus posesiones en la Guyena frente a la ofensiva francesa, que se endureció a partir de este momento.

Por lo que respecta a la Corona de Castilla, su rotunda victoria tuvo para ella favorables repercusiones militares y económicas. Se consolidó como primera potencia naval en el Atlántico, otorgando así mayores posibilidades mercantiles a sus marinos (fundamentalmente vascos y cántabros). El comercio de lana entre Inglaterra yFlandes se había interrumpido a causa de la guerra, y ahora será Castilla la que sustituya en esta actividad a la derrotada.  Los ingresos obtenidos de las exportaciones propiciaron un auge económico castellano, y Burgos se convirtió en una las ciudades más importantes de Europa Occidental.

Blas de Lezo

Blas de Lezo, el almirante «mediohombre» es a los españoles lo que Nelson a los ingleses. Mucho se ha hablado del almirante Nelson como uno de los mejores marinos más famosos de la historia, el cual participó en las guerras napoleónicas y en la batalla de Trafalgar, y cuyo nombre se recuerda con grandeza en Gran Bretaña. Menos sabido al mismo nivel fue el caso de Blas de Lezo, el almirante español conocido como patapalo o mediohombre, apelativos otorgados por sus heridas militares. Faltan novelas, peliculas, series, documentales sobre este marino de gran importancia.Aunque esta empresa fracasó, sus perdidas fueron mas por naufragios que por los ingleses, y está llena de mitos y falsedades:

La Armada Invencible.

Sin embargo, un estudio del historiador español José Luis Casado Soto, de 1988, demostró, con un seguimiento de cada navío según la contabilidad de la Gran Armada y la administración de armadas posteriores que en total las pérdidas no superaron los 35 buques siendo estos casi todos navíos de transporte y de navegación mediterránea ya que en el viaje de vuelta no naufragó un solo galeón.27

Se cuenta que a la vuelta de la Armada a España, Felipe II dijo: «Yo envié a mis naves a pelear contra los hombres, no contra los elementos».24 En el margen de una de las cartas enviadas al duque de Parma, autores como Carlos Gómez-Centurión sí dan por escrita por el propio rey la frase: «En lo que Dios hace no hay que perder ni ganar reputación, sino no hablar de ello».

Otra tergiversación bastante común relativa a este episodio histórico es la idea de que la flota inglesa era muy inferior en número de barcos y de cañones a la española y que, a pesar de ello, los ingleses consiguieron con su pericia y astucia derrotar a la flota española. Esto es absolutamente falso, ya que en realidad, los barcos ingleses superaban en número a los españoles, a pesar de que la flota española superaba en tonelaje a la inglesa, y la flota española era, a priori, más poderosa. De hecho, la flota movilizada por la Royal Navy constaba de 226 barcos aunque 163 de esos barcos eran mercantes, entonces la flota inglesa solamente consistía en 63 barcos armados, frente a los 137 que componían la Grande y Felicísima Armada. En cuanto al número de cañones, la flota española contaba con 2431 cañones mientas la flota inglesa tenía aproximadamente 2000 cañones (individualmente, los barcos españoles estaban mucho más artillados que los ingleses).

Siguiendo con otra de las tergiversaciones más extendidas, hoy en día es bien conocido el hecho de que los ingleses sufrieron menos bajas que los españoles en la batalla de las Gravelinas, y que los españoles, a su vez, sufrieron cerca de 10 000 bajas debido a un feroz temporal que los sorprendió bordeando la costa occidental irlandesa. Un hecho muy importante, y que al mismo tiempo es poco conocido, es que los marinos ingleses fueron a su vez diezmados por causas ajenas al combate, ya que unos 9000 marineros ingleses fueron víctimas de sendas epidemias de tifus y disentería que estallaron a bordo de los barcos ingleses inmediatamente después del enfrentamiento con la flota española. Además, el ambiente en Inglaterra tras la batalla distó mucho de ser la algarabía de fervor patriótico y festejos por el fracaso de la invasión española que la mitología popular pretende. La realidad es que a la batalla siguieron todo tipo de disturbios y enfrentamientos políticos provocados por las penalidades pasadas por los combatientes ingleses, que murieron por millares en un total abandono, y que tardaron meses en cobrar sus sueldos debido a que la guerra llevó al borde de la bancarrota tanto a la corona española como a la inglesa.

La más incomprensible de las tergiversaciones, que implican el desastre de la Armada española de 1588, es que este episodio con frecuencia es referido por historiadores anglosajones como un brillante ejemplo de la gran tradición defensiva inglesa que ha impedido, desde la invasión normanda del siglo XI, el desembarco en suelo inglés de cualquier fuerza hostil por poderosa que fuera.En realidad, tropas españolas atacaron y saquearon localidades inglesas en diversas ocasiones, tanto antes como después del episodio de la Armada Invencible, si bien estos hechos suelen ser omitidos en la historiografía inglesa.

Ya durante la Guerra de los Cien Años, el almirante castellano Fernando Sánchez de Tovar asoló las costas inglesas durante seis años (entre 1374 y 1380), saqueando múltiples localidades como SouthamptonPlymouthPortsmouthDartmouth, o Poole, entre otras, y llegando a incendiar, tras remontar el Támesis la localidad de Gravesend, a la vista de Londres. Años después, y durante el mismo conflicto, el corsario español Pero Niño, volvió a atacar en 1405 la península deCornualles, asolando la isla de Pórtland y saqueando Poole.

Obviando los fugaces desembarcos que marinos españoles llevaron a cabo en las costas inglesas por motivos de aprovisionamiento de urgencia, en julio de 1595 se produjo la batalla de Cornualles. Una flota compuesta por cuatro galeras españolas al mando de Carlos de Amésquita, que patrullaba en aguas inglesas, desembarcó unos 400 soldados de los tercios en la bahía de Mount, en la península de Cornualles, al suroeste de Inglaterra para aprovisionarse. Las milicias inglesas, encargadas de la defensa inglesa en caso de invasión de tropas españolas, huyeron, y los españoles tomaron todo lo que necesitaban y quemaron las localidades deMouseholePaulNewlyn y todos los pueblos de los alrededores. Al final del día, celebraron una tradicional misa católica en suelo inglés, embarcaron de nuevo y lograron esquivar una flota de guerra al mando de Francis Drake y John Hawkins que había sido enviada para expulsarlos.

En 1597Felipe II volvió a enviar una nueva flota de invasión contra Inglaterra, más poderosa que su precursora de 1588. Tras avanzar hacia las costas inglesas sin encontrar oposición, un fuerte temporal dispersó la flota, si bien en esta ocasión no se produjeron los catastróficos resultados de 1588. Aun así, siete barcos llegaron a tierra en las proximidades de Falmouth, desembarcando a 400 soldados de élite que se atrincheraron esperando refuerzos para marchar sobre Londres. Tras dos días de espera en los que las milicias inglesas no se atrevieron a hostigarlos, recibieron la orden de embarcar, pues la flota se había dispersado irremediablemente, regresando a España. (Fuente Wikipedia)

Lo que si es cierto es que esta expedición fracasó y estuvo mal dirigida pero si fue un exito propagandistico de Inglaterra que no engrandeció miesntras ocultaba la investigación de su gran derrota del año siguiente.

Grandes Poemas 1 Virgilio

Paisajes de playas (49)

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Virgilio, el más grande poeta de Roma, vaticinó la venida de Cristo dos décadas antes de su nacimiento. Así lo consideró la Cristiandad entera, que tuvo al poeta como anunciador del cristianismo. Dante escogió por esto a Virgilio como protagonista de su «Divina Comedia». Naturalmente los hombres modernos, dicen que se refería a un emperador romano.

 Virgilio, Égloga IV.

«Han llegado los tiempos últimos de que habla la Sibila:

Va a comenzar de nuevo el curso inmenso de los siglos.

De lo más alto de los cielos nos va a ser enviado un reparador.

Alégrate, casta Lucina, por el nacimiento de este niño,

que hará cesar la Edad de Hierro, reinante hasta ahora,

y extenderá la Edad de Oro por todo el universo…

El que debe obrar estas maravillas será engendrado en el mismo seno de Dios;

se distinguirá entre los seres celestiales;

aparecerá superior a todos ellos y regirá con las virtudes de su padre al mundo pacificado…

Ven, pues, querida descendencia de los cielos,

ilustre vástago de Júpiter, porque se acercan ya los tiempos vaticinados.

Ven a recibir los grandes honores que te son debidos.

Mira tu venida al globo del mundo vacilante bajo el peso de su bóveda;

la tierra, los vastos mares, el alto cielo…

todo se agita y alegra por el siglo que ha de venir».

Egloga IV MUSAS SICELIDES, (otra traducción)

cantemos ya cosas mayores!,
pues no a todos agradan las plantas y sus flores.  

Si cantamos los bosques, que sean dignos de un cónsul.
Se cumplen ya los vaticinios de la Sibila de Cumas
y comienza ahora un largo renacer de siglos:
Vuelve la Virgen y el nuevo imperio de Saturno
y el alto cielo nos brinda una nueva descendencia.

Tú, casta Lucina, acoge y socorre al niño recién
nacido, que vencerá la edad de hierro
y hará nacer la nueva generación gloriosa.

Apolo reina ya y contigo, cónsul Polión,  
comienza el esplendor de los meses grandiosos.

Siendo tú general, nuestro mal desaparecerá
y la tierra se verá ahora libre de eterno temor.  

El recibe la vida de los dioses y con ellos verá
muchos héroes y será tenido como uno de ellos
y gobernará con su poder excelso el orbe aplacado.  

Y para ti, niño, la tierra sin ser cultivada,
te dará ágiles yedras con nardos y flores de acanto.

cuentos rusos 6

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Mijaíl Saltykov–Shchedrín (1826–1889)
Aventuras de Kramólnikov

cuento–elegía

Una mañana, al despertarse, Kramólnikov advirtió, con entera claridad, que no existía. La víspera se sentía aún un ser real, mientras que aquel día, por arte de birlibirloque, su existencia se había convertido en inexistencia. Pero aquella inexistencia era de un carácter muy singular. Kramólnikov se palpó precipitadamente el cuerpo; luego, pronunció en voz alta algunas palabras, y, por último, se miró al espejo; resultó que él estaba allí, presente, y que en su calidad de alma inscripta en el censo de siervos existía lo mismo que ayer. Es más, probó a pensar y se cercioró de que podía hacerlo. Pero, a pesar de todo, no le cabía la menor duda de que ya no era un ser viviente. No era ya el Kramólnikov, no inscripto en el censo, que se sintiera el día anterior. Diríase que se había cerrado bruscamente una puerta ante él o que un alud había interceptado su camino, y ya no podía ir a ninguna parte ni tenía objeto alguno caminar.

Haciendo toda suerte de conjeturas, se puso a observar con curiosidad cuanto le rodeaba, y su mirada detúvose un instante en el trabajo literario, empezado, que se hallaba sobre la mesa escritorio; de pronto, se sintió sacudido corno por una descarga eléctrica…

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

Al principio pensó: «¡Qué tontería!», y tomó la pluma. Mas, cuando quiso continuar el trabajo iniciado, se convenció inmediatamente de que, en efecto, tenía que tacharlo de un plumazo y escribir debajo: ¡Innecesario!

Comprendió que todo continuaba como antes; únicamente su alma había quedado cerrada a piedra y lodo. En adelante, sería dueño de regir las funciones de su alma empadronada y, quizás, también dueño de pensar; pero nada de aquello tenía ya objeto. Le habían quitado lo principal, lo que constituía el fundamento y la esencia de su vida: aquella fuerza radiante que le permitía encender los corazones de los demás con el fuego del suyo propio.

Permanecía en pie estupefacto; miraba, y no veía; buscaba, y no encontraba. En su pecho ardía algo terriblemente torturante, abrasador, mientras por el aire se expandía un susurrante rumoreo necio, maligno: «¡Lo han cogido, lo han descubierto, lo han atrapado!”

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido?

Su alma estaba en efecto cerrada a piedra y lodo. Como todo hombre de convicciones y firmes creencias, Kramolnikov tenía un sagrario en su interior donde guardaba !os tesoros de su alma. Aquellos tesoros, lejos de esconderlos y considerarlos de su exclusiva pertenencia, los esparcía a manos llenas. Y a ello se reducía a su entender todo el sentido de la vida humana. Sin aquella fuerza interna que obligaba al hombre a emanar luz y bien, dándole al propio tiempo capacidad de recepción para la luz y el bien de los demás, la sociedad humana se asemejaría a un cementerio. Aquello no sería una sociedad, sino un depósito de cadáveres… Y ahora, llegaba para él un período cadavérico. El intercambio mutuo de la luz y del bien había terminado Kramólnikov mismo era ya un cadáver, y cadáveres eran también aquellos a quienes se dirigiera, hacía tan poco tiempo, como fuente del agua de la vida, que hacía fecunda a su actividad… Nunca, ni siquiera en hipótesis, se había imaginado que pudiera ocurrirle tan profunda desgracia.

Kramólnikov era un literato poshejoniano de pura cepa, sin más afecciones que el cariño al lector, ni más alegrías que su relación con él. No plasmaba al lector dándole forma material alguna pero, sin embargo, lo tenía presente de continuo. Aquella devoción a un ser abstracto encerraba algo singular; era como una especie de pasión morbosa. Durante varios decenios había constituido su único sustento espiritual y de año en año se fue haciendo acuciante. Por último, llegó la vejez, y todas las venturas de la vida, excepto aquélla —suprema, la más esencial—, perdieron para él todo interés, tornándose innecesarias…

Y de pronto, en aquel instante se derrumbó también su ventura postrera. Abrióse de pronto un negro abismo y se tragó el único aliciente de su vida…

En la esfera literaria suelen encontrarse a veces personas de tal naturaleza, que orientan exclusivamente su vida en una sola dirección. Desde su juventud, se va formando su existencia de un modo tan unilateral, que cualesquiera que sean las casuales circunstancias que las aparten del camino señalado por la fatalidad, sus desviaciones nunca serán serias ni duraderas. Bajo las sucias capas de aluvión continúa fluyendo el claro arroyuelo, como la sangre por las venas. Toda la diversidad de la vida se les antoja ficticia; todo el interés de ésta se halla concentrado en un punto luminoso. Nunca reparan en qué contingencias pueden esperarles en el camino, jamás prevén nada, no se preocupan de asegurarse la retaguardia, ni de practicar reconocimiento del terreno ni se informan de ejemplos precedentes. Proceden así, no porque no comprendan los fenómenos que se producen ante ellos y su propia dependencia de los mismos, sino porque ninguna clase de previsiones ni informes pueden alterar lo más mínimo unas funciones cuya interrupción sería igual al cese de la existencia. Hay que matar al hombre para que se interrumpan tales funciones.

¿Sería posible que precisamente un asesinato semejante se hubiera perpetrado entonces, en aquel enigmático momento? ¿Qué había ocurrido? En vano buscaba respuestas. Tan sólo comprendía una cosa: que por todas partes le rodeaba un vacío insondable.

Kramólnikov amaba ardientemente, con fiel pasión, a su país; conocía muy bien su historia, tanto pasada como presente. Pero aquel conocimiento ejercía sobre él una influencia singular en extremo: era un manantial, nunca cegado, de dolor que, renovándose de continuo, acabó por ser el principal objeto de su vida, por dar dirección y colorido a toda su actividad. Y Kramólnikov, lejos de procurar calmar aquel dolor, lo atizaba y reavivaba en su corazón. La vitalidad del dolor y la continua sensación del mismo era una fuente de vivas imágenes, a través de las cuales el dolor se transmitía a la conciencia de los demás.

Sabía Kramólnikov que su país poshejoniano gozaba desde tiempos remotos fama de tornadizo e inestable, que su propia naturaleza no merecía confianza. Los ríos se desbordaban y no había año que no cambiasen de curso formando numerosos bancos de arena en sus cauces. Los fenómenos atmosféricos, sorprendentes por lo inesperados que eran, parecían obra de magia: hoy, hacía tanto calor, que la camisa chorreaba en la espalda del vecino, y al día siguiente, la misma camisa, del frío, estaba más tiesa que una estaca. Los veranos eran cortos, la vegetación pobre, los pantanos inmensos… En resumidas cuentas: una naturaleza tan inadecuada y traidora, que no se podía hacer de antemano suposiciones de ninguna clase.

Pero más inestable todavía era en Poshejón la suerte de las personas. El rústico decía: «Del zurrón de mendigo y de la cárcel ni Dios te libra». El comerciante y el artesano aseguraban: «Nuestras ganancias se ven menos que una raya en el agua». El boyardo afirmaba: «Ayer, era grande como un castillo, y hoy, soy pequeño como un comino». ¡No había relación entre el ayer y el mañana! El hombre vagaba a la ventura, como por el Valle de las Maravillas: «Si Dios manda buenos vientos, llegarás a ser general; si no los manda, en soldado te quedarás».

¿De qué conciencia podía hablarse cuando por doquier reinaban la deslealtad y la traición? ¿En qué podía apoyarse? ¿Con qué forjarse?

Todo aquello lo sabía Kramólnikov, pero repito que el conocimiento avivaba el dolor de su corazón y era el punto de partida de sus actividades. Repito también que quería profundamente a su país, amaba su pobreza, su desnudez, su infortunio. Tal vez vislumbrase en perspectiva algún milagro que pusiese fin a las desgracias que le atormentaban.

Creía en los milagros y los esperaba. Educado en el seno de los prodigios, se sometía, sin darse cuenta él mismo, a la acción de la taumaturgia y la consideraba como un factor decisivo en la vida de Poshejón. ¿En qué sentido ejercería su acción la taumaturgia? La cuestión se reducía a eso… Además, en el pasado, no todo eran tinieblas. De vez en cuando, las sombras se esclarecían un poco, y en aquellos breves espacios de claridad los habitantes de Poshejón se sentían indiscutiblemente más animosos. Esta cualidad de florecer y reanimarse bajo los rayos del sol, por débiles que sean, demuestra que para todas las personas en general la luz constituye algo muy deseado. Hay que fomentar en ellas esa instintiva ansia de luz y recordar que la vida es alegría y no un interminable padecer del que sólo puede librarnos la muerte.

No es la muerte la que debe romper las ligaduras, sino la imagen restaurada del hombre, iluminada y limpia de todas las impurezas que han ido depositando sobre ella siglos de esclavitud y expoliación. Esta verdad dimana tan naturalmente de todas las propiedades del ser humano, que no es posible dudar ni un instante de su futuro triunfo.

Kramólnikov creía en ese triunfo y todo él se entregaba a su recuerdo.

Su inteligencia y corazón los consagraba por entero a restablecer en las mentes de sus correligionarios el concepto de la luz y la verdad, y a refirmar en sus corazones la fe en que la luz llegaría y las tinieblas no podrían cercarla. Tal era en realidad el objetivo de todas sus actividades.

Y en efecto, la taumaturgia no tardó en ejercitar sus derechos. Pero no aquella taumaturgia, benéfica, que él esperaba, sino una vulgar, cruel, poshejoniana.

¡Innecesario! ¡Innecesario! ¡Innecesario!

En honor de Kramólnikov hay que decir que nunca se había hecho la pregunta: «¿Por qué se me castiga?» Pues comprendía que cuando no se ha cometido delito alguno de palabra, tal género de preguntas, además de ser inoportunas, testimonian abiertamente la pusilanimidad de quien las hace. Ni siquiera negaba lo normal del hecho que le había acaecido, y únicamente la parecía que la normalidad del mismo se manifestaba de un modo excesivamente cruel y rudo. Más de una vez, en su larga carrera literaria, había tenido que desempeñar el papel de anima vilis ante la taumaturgia, pero hasta entonces ésta al menos le había dejado el alma intacta. Ahora se la había arrancado y estrujado, cerrándola a piedra y lodo, y por muy acostumbrado que estuviera Kramólnikov a las veleidades de la taumaturgia, en esta ocasión experimentaba gran sorpresa. Era como si le hubieran tundido a golpes, sentía en todo su ser un dolor agudo, ardiente y nuevo en absoluto. Y de pronto se acordó del «lector». Hasta entonces le había dedicado abnegadamente todas sus energías; ahora alentaba en su corazón por vez primera un impreciso afán de correspondencia, de simpatía, de ayuda…

E instintivamente se echó a la calle, como si allí le esperara alguna explicación.

La calle tenía el habitual aspecto poshejoniano. A Kramólnikov le pareció que ante él se extendía una inmensa llanura muda, ciega y sorda. Sólo las piedras gemían. La gente iba y venía con sigilo, mirando recelosa a los lados, como si fuera a robar. Únicamente aquella fibra continuaba viva. Todo lo demás estaba lleno de asombro, casi pasmado.

Pero a Kramólnikov, en su acaloramiento, le pareció que hasta aquella muda calle sabía algo. Y lo deseaba con tanta vehemencia, que tomó los gemidos de las piedras por quejas de los hombres. Sin embargo, en parte no se equivocaba. Efectivamente, por doquier, se expandía un desenfrenado rumoreo: el de los liberales, sus amigos de ayer. A unos los dejaba atrás, otros venían a su encuentro, pero desgraciadamente no se percibía en sus rostros ni el menor asomo de simpatía. Al contrario, ya se había extendido por sus facciones la sombra de la apostasía.

— ¡Vaya, lo han enterrado a usted, querido! ¡Pronto lo han enterrado! —le dijo uno—. Severo castigo, señor mío, ¡muy severo! Pero usted también tiene su tanto de culpa. No se puede hacer eso, amigo mío. Hace tiempo que se lo vengo advirtiendo: ¡no se puede! Le han estado aguantando y aguantando, hasta que se acabó…

—¿Qué quiere decir con eso de «se acabó?”

—Pues que «se acabó», ¡y nada más! Se aburre uno ahora. Los actuales no son momentos de conversaciones, sino de observar y, siempre que sea posible, andarse con cuidado. Usted, señor mío, debía haber caído antes en la cuenta; si !e repugnaba adherirse de toda corazón, podía haberlo hecho aunque no fuera más que por encima, ¡y que averigüen luego cómo es uno por dentro! Pero usted, ¡siempre con exabruptos, con brusquedades! Y claro se han hartado. ¿Cree usted que para mí mismo no es dura la vida? ¡Me parece que usted me conoce desde hace tiempo! Sin embargo, yo lo pensé muy bien, les pedí consejos a buenas personas… Dije: ¡Señor, bendíceme!… Y, ¡cataplum!

Otro le manifestó:

—Sí, querido amigo, me da usted lástima, ¡muchísima lástima! Era agradable leerle. Se sonreía uno, suspiraba y, a veces, hasta encontraba algo de provecho… En ocasiones, incluso se apresuraba uno a ir a contárselo a los amigos. En las oficinas se citaban sus pasajes. Tenía yo un amigo que se sabía de memoria muchos de sus escritos. Pero, por otra parte, todo tiene su límite. Llegó un tiempo en que se necesitaba otra cosa; debería usted haberlo comprendido y no esperar a que le dieran el pasaporte. Y en cuanto a qué «otra cosa» es ésa, se aclarará más tarde, pero no ahora… Ya ve, yo, después de otros, examiné detenidamente el asunto y le dije a mi mujer: «¡Hay que hacerlo ahora mismo!» Bueno, y ella también me dijo: «¡Hay que hacerlo!» Y me decidí.

—¿A qué se decidió usted?

—Pues, sencillamente, a seguir el camino trillado de los demás, sin mirar a los lados, sin remontarme a las nubes ni soñar con grandes empresas… Despacito, sin ruido, se va lejos. Supongamos que esa senda sea aburrida y gris, pero, por una parte, a nosotros no nos corresponde brillar; y por otra, la familia. A mi mujer le gusta engalanarse, divertirse… Y uno mismo tiene su posición en la buena sociedad, sus relaciones y amistades; ve cómo los demás suben y suben, ¿y va uno a perderlo todo? ¿Se figura usted que yo seré así siempre?… No, yo también tengo mis objeciones. Ya vendrán tiempos mejores… Por ejemplo, ni Nikolái Semiónich… Porque hoy, amigo, tiene la sartén por el mango uno… Hoy es Iván Mijáilich y mañana puede ser Nikolái Semiónich… Bueno, y entonces, de nuevo…

—¡Pero si Nikolái Semiónich es un ladrón!

—¿Un ladrón? ¡Oh, qué duramente se expresa usted!

Por último, un tercero le gritó en sus propias barbas:

—¡Se lo tiene bien merecido! ¡Ya era hora! Usted, señor mío, no sólo se ha comprometido a sí mismo, sino a los demás. ¡Eso ha hecho usted! Por culpa suya, tuve ayer que dar explicaciones, ¡y hoy mismo no sé si soy o no soy! Y permítame que le pregunte: ¿Qué derecho tiene usted a esto? El jefe me dijo: «Usted está en amistosas relaciones con el señor Kramólnikov, y por todo lo expuesto…» Yo le contesté con evasivas: «¡Qué han de ser amistosas, Vuecencia! ¡Pura broma! ¿Por qué no hacer un poco el bufón después del trabajo?» Bueno, y de momento, me han dado veinticuatro horas para meditar; luego ya veremos qué pasa. Y yo, por cierto, tengo mujer, hijos… Además, yo también significo algo… ¡Quién iba a esperar esto! Le repito: ¿Qué derecho tiene usted? ¡Ayayay!

Kramólnikov no creyó necesario continuar la charla y siguió andando. Pero como en su camino se encontraba la casa de un antiguo compañero suyo de hospedaje, decidió entrar un momento a verle, pensando que al menos se desahogaría.

El lacayo le acogió cordialmente: por lo visto aún no sabía nada. Le dijo que Dimitri Nikolaich no estaba en casa y que Aglaia Alexéievna se hallaba en la sala. Kramólnikov abrió la puerta, pero apenas hubo cruzado el umbral de la sala, la dama que estaba sentada allí dio un grito y echó a correr. Kramólnikov se retiró.

Por último, recordó que en Peski vivía un viejo compañero de servicio (Kramólnikov había servido hacía quince años en la Dirección de Malos Pensamientos) llamado Yákov Ilich Voróbushkin. Aquel hombre, que era un gran admirador de Kramólnikov, no había tenido suerte en su carrera. Llevaba ya sus buenos diez años y pico de jefe de negociado, sin perspectivas de ningún ascenso, temblando como un azogado cuando se producía algún cambio, por temor a perder su cargo. Tímido y poco buscavidas por naturaleza, ni siquiera había sabido proporcionarse un buen empleo particular. Sin que se sepan las causas de ello, desde el primer momento se orientó de manera tan singular, que incluso a él mismo le parecía extraño buscar algo, escribir propuestas de aniquilaciones y destituciones, zancadillear por antesalas y escaleras, y etcétera, etcétera. Sólo una vez presentó un informe sobre la necesidad de dar ánimos a los mendigos, pero el director, después de leerlo, se limitó a amenazarle con el dedo, y desde entonces Voróbushkin no volvió a decir esta boca es mía. Sin embargo, últimamente, había empezado a tener vagas esperanzas y a ir a la misma iglesia a la que iba su jefe; debido a ello, éste le regaló una vez medio pan eucarístico (de la parte de abajo) y le dijo: «¡Estoy muy contento!» Y cuando el asunto marchaba ya sobre ruedas, de pronto…

A Kramólnikov le abrió la puerta una vieja niñera, tras la que asomaron, por entre las hojas interiores, las caras asustadas de unos niños. La vieja estaba enfadada, pues la llegada del inesperado visitante había interrumpido su labor de buscarse las pulgas. Sin ninguna clase de rodeos, le dijo a Kramólnikov en la cara:

—Yákovllich no está en casa; por culpa de usted, le ha llamado el jefe; no sabemos si a estas horas estará vivo o muerto, y la señora ha ido a rezar a la iglesia.

Kramólnikov empezó a bajar por la escalera, pero apenas hubo dado unos pasos, se encontró con el propio Voróbushkin.

—¡Kramólnikov! ¡Perdone, pero yo no puedo seguir manteniendo con usted las relaciones de antes! —dijo Voróbushkin con alterada voz—. Por esta vez, me parece que me he justificado, aunque no puedo asegurarlo con certeza. El director me ha dicho: «¡Ha caído sobre usted una mancha que no se borrará jamás!» ¡Y yo tengo mujer, hijos! ¡Déjeme en paz, Kramólnikov! Perdone que sea tan pusilánime, pero no puedo…

Kramólnikov volvió a casa abatido, casi asustado.

Se daba cuenta de que, a partir de aquel día, estaba condenado a la soledad. Y estaba solo no porque no tuviese lectores que le apreciasen y tal vez le quisieran, sino porque había perdido todo contacto con su lector. El lector se hallaba lejos y no podía romper los vínculos que le ligaban. Pero había también otro lector, cercano, que tenía en todo momento la posibilidad de morder a Kramólnikov, como un reptil, hasta matarle. Este continuaba allí presente y expresaba ya con descaro que incluso la mudez de Kramólnikov le era odiosa.

Confusa, cruzó fugaz por su mente una idea: en todas las apostasías de que él fuera testigo no se ocultaba solamente la traición personal, sino todo el aplastante orden de cosas establecido. Los librepensadores de ayer, que tan afectuosamente le estrechaban la mano hacía poco y hoy huían de él como de la peste, hacían aquello no sólo por miedo, de judas, sino porque las circunstancias les oprimían.

cuentos rusos 5

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Fiódor Dostoievski (1821–1881)
El cocodrilo

¡Hola, Lambert!
¿Dónde está Lambert?
¿Has visto a Lambert?

I

El 13 de enero del año 1865, a las doce y media en punto, Elena Ivanovna, esposa de Iván Matvieyich, mi sabio amigo y, ¿por qué no decirlo?, también compadre y primo segundo, sintió la comezón súbita de ver el cocodrilo que exhibían en el Pasaje.

Iván Matvieyich no tenía nada que hacer precisamente ese día, pues acababa de obtener una licencia. Hasta tenía ya en el bolsillo su billete del ferrocarril para un viaje al extranjero que se proponía emprender, más bien por ganas de ver cosas nuevas que por razones de salud. No se opuso a la ardiente curiosidad de su esposa, porque la compartía.

—¡Excelente idea! —dijo muy orondo—, vamos a ver el cocodrilo. En vísperas de emprender un viaje por Europa no está mal trabar conocimiento con los indígenas de nuestro país.

Y en el acto ofreció el brazo a su cónyuge, y ambos se encaminaron al Pasaje. Yo les acompañé, a fuer de amigo de la casa y siguiendo inveterada costumbre.

Nunca vi a Iván Matvieyich de tan buen humor como aquella inolvidable tarde. ¡Ah! ¡No sabemos leer en el porvenir!

No bien hubo entrado en el Pasaje, se quedó embobado ante la magnificencia del establecimiento, y, llegado al sitio en que se exhibía el monstruo, manifestó su intención de pagarme las veinticinco copecas que costaba el billete, cosa inaudita en él.

Introducidos en una salita, notamos que, a más del cocodrilo, había allí loros de la especie de las cacatúas y algunos monos encerrados en una jaula, colocada en el fondo. Junto a la entrada, a lo largo de la pared de la izquierda, vimos una gran tina de cinc, especie de bañera cubierta de un enrejado de alambre y con muy poca agua. Aquella tina servía de morada a un cocodrilo enorme que estaba allí muy tranquilo, sin dar mas señales de vida que un tablón, como si hubiese perdido todas sus facultades naturales al contacto de nuestro húmedo clima, tan inclemente para los extranjeros. Aquel primer vistazo que dimos al monstruo nos dejó completamente helados.

—¡Y eso es un cocodrilo!… —dijo Elena Ivanovna con tono de desencanto—, yo me lo había figurado de otro modo.

Sin duda se lo imaginaba engarzado en brillantes. El dueño del cocodrilo, un alemán, se acercó a nosotros y se nos quedó mirando con arrogancia.

—Razón tiene —díjome al oído Iván Matvieyich—, razón tiene para estar tan orgulloso, pues le consta que no hay más cocodrilo en Rusia que el suyo.

Yo cargué aquella trivial observación en la cuenta del extraordinario buen humor de mi amigo y pariente, pues, por lo general, era un poquito envidioso.

—No parece estar vivo su cocodrilo —observó Elena Ivanovna, que, intimidada por el descaro del dueño del monstruo, le dirigió su más graciosa sonrisa, con la esperanza de bajarle los humos, según el procedimiento que suelen seguir las damas.

—Perdón, señora —respondió el alemán, desollando cruelmente el ruso.

Y, acto seguido, levantó la rejilla de alambre y se puso a hostigar al cocodrilo con una varilla. Para dar señales de vida, el pérfido monstruo movió ligeramente las patas y la cola, levantó el hocico y lanzó una suerte de prolongado resuello.

—¡Bueno, bueno; no te enfades, Karlchen[1] —dijo suavemente el alemán con muestras de amor propio halagado.

—¡Qué feo es este cocodrilo!… ¡Me da miedo! —murmuró, coquetona, Elena Ivanovna—. Estoy segura de que voy a soñar con él.

—En sueños no habría de hincarle el diente, señora —observó el alemán con galantería.

Luego se puso a reír del chiste; pero sus risas no hallaron eco.

—Vamos a ver los monos, Semión Semionich —dijo Elena Ivanovna, dirigiéndose exclusivamente a mí—. ¡Me perezco por los monos; los hay tan bonitos…, mientras que ese cocodrilo es horrible…!

—No temas nada, mujercita —exclamó Iván Matvieyich, pavoneándose y echándoselas de valiente—, este tránsfuga del reino de los Faraones no nos hará ningún daño.

Y se quedó junto a la bañera. A poco, se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en las narices con el guante, con objeto, según después nos confesó, de incitarle a lanzar otro resoplido. El dueño del bicho siguió a Elena Ivanovna —¡una señora!— hasta la jaula de los monos. Todo marchaba a pedir de boca, y no era de temer ningún contratiempo.

Elena Ivanovna quedó encantada de los monos y les dedicó toda su atención. Chillaba de alborozo, y, fingiendo no ver al dueño, se entretenía descubriendo semejanzas entre algunos de aquellos animales con tal o cual de sus amigos. Yo me divertía, pues aquellos parecidos eran siempre exactos. El alemán, no sabiendo si debía o no reírse, concluyó por ponerse mustio…

En aquel preciso momento un terrible alarido, que podría calificarse hasta de sobrenatural, resonó en la sala. No sabiendo qué pensar, me quedé alelado, sin moverme de mi sitio; luego, oyendo gritar también a Elena Ivanovna, me volví a toda prisa. ¿Y qué diréis que vi?

Pues vi, ¡oh Dios mío!, al infortunado Iván Matvieyich, a quien el cocodrilo había cogido por la mitad del cuerpo con sus terribles quijadas, y, levantándolo en el aire, lo zarandeaba horizontalmente en el espacio, sin dejar ver de su cuerpo otra cosa que las piernas que desesperadamente sacudía. En un instante desapareció del todo mi pobre amigo y pariente. Pero, como yo permaneciera inmóvil, pude observar todos los pormenores del accidente con apasionada atención, con la más viva curiosidad que jamás sintiera, de suerte que os lo puedo referir punto por punto.

«¡Qué rabia —pensé— si me hubiese yo encontrado en el pellejo de Iván Matvieyich!»

Pero volvamos a lo ocurrido. Poniendo en acción sus terribles quijadas, el cocodrilo empezó por tirar de los pies del pobre Iván Matvieyich, y luego, soltándolo un poco, porque mi sabio amigo pugnaba por escapar y se agarraba a la bañera, se lo engulló hasta la cintura. Luego, soltándolo otro poco, continuó engulléndoselo de varias sentadas, poco a poco, de suerte que Iván Matvieyich fue desapareciendo lentamente de nuestra vista. Por último, de un bocado definitivo se tragó el animal a mi sabio amigo todo entero y de modo que se podía ver cómo se lo iba metiendo en el cuerpo.

Iba yo a lanzar también un grito, cuando, por un pérfido juego de la suerte, el cocodrilo, molesto sin duda por la inusitada enormidad de aquel bolo alimenticio, hizo otro esfuerzo, y, al abrir por vez postrera sus formidables fauces pudimos ver de nuevo el apurado rostro de mi pariente, cuyos anteojos rodaron al fondo de la tina. Hubiérase dicho que aquella cabeza humana sólo apareció de nuevo para lanzar una suprema mirada sobre las cosas de este mundo y dar un último adiós a todas las alegrías de esta vida.

Mas ni siquiera tuvo tiempo de realizar ese designio. El cocodrilo, que había recobrado bríos, hizo otro esfuerzo y se engulló definitivamente la cabeza. Aquella reaparición y desaparición de una cabeza humana dotada aún de vida, resultaba un espectáculo espantoso; pero, al mismo tiempo —quizá por la rapidez de aquel escamoteo y por la caída de los lentes— no dejaba de tener sus ribetes de ridículo, por lo cual no me fue posible contener la risa. Pero, haciéndome cargo de lo inoportuno de mi conducta en tal momento —¿no era yo amigo de la casa?— interpelé vivamente a Elena Ivanovna con un tono de condolida simpatía.

—¡Adiós para siempre nuestro Iván Matvieyich! —le dije.

No pienso siquiera expresar la intensa emoción de que diera muestra la joven en tanto se desarrollaba la escena descrita. Al comienzo, después de lanzar aquel alarido, se quedó como petrificada y miraba todo aquel desastre casi con indiferencia, muy desencajados los ojos. Luego se echó a llorar, y yo le estreché las manos. En aquel momento, enloquecido de espanto, el dueño del cocodrilo se puso a dar palmadas y, levantando los ojos al cielo, exclamó:

—^Oh mi cocodrilo, mi Karlchen de mi vida! Mutter, Mutter, Mutter[2].

A aquellos gritos, abrióse la puerta del fondo y apareció la madre, con su cofia en la cabeza. Era una mujer ya de edad, morena y despechugada, que se abalanzó hacia su hijo lanzando chillidos estridentes.

Se armó entonces un espantoso revuelo. Elena, como una poseída, no se cansaba de repetir: «¡Que le den! ¡Que le den!» Tan pronto se encaraba con el alemán como con su madre, suplicándoles, inconscientemente sin duda, que le pegasen no sé a quién ni por qué causa. En cuanto al domador y su madre no se preocupaban lo más mínimo de nosotros, y lloraban, a moco tendido, junto a la bañera.

—Es cosa perdida. ¡Va a reventar de un momento a otro! ¡Acaba de tragarse a un funcionario enterito! —gemía el domador.

—¡Pobre Karlchen! ¡Nuestro querido Karlchen! ¡Se morirá! —aullaba la madre.

—¡Nos deja huérfanos y sin pan! —añadía el hombre.

—¡Denle! ¡Denle! —vociferaba, incansable, Elena Ivanovna, colgada de un faldón del abrigo del alemán.

—Se puso a hostigar a mi cocodrilo. ¿Por qué tenía su marido que hostigármelo? —rezongaba el domador, desasiéndose—. Si revienta mi Karlchen tendrá Ud. que indemnizarme. Era mi hijo, mi único hijo.

Confieso que el egoísmo de aquel alemán y la sequedad de corazón de su madre me indignaban no poco. Pero los ininterrumpidos gritos de Elena Ivanovna: «¡Denle! ¡Denle!», me apuraban todavía más, y concluyeron por cautivar toda mi atención. Yo tenía un miedo muy regular.

Pero había interpretado mal el sentido de aquellas peregrinas exclamaciones. Creía que Elena Ivanovna, habiendo perdido momentáneamente la razón, pero deseosa, no obstante, de vengar a su querido Iván Matvieyich proclamaba su derecho a una satisfacción, y pedía que castigasen al cocodrilo, dándole de palos. Pero ella quería dar a entender, en realidad, otra cosa muy distinta.

Procurando tranquilizarla, le supliqué no emplease aquella escabrosa palabra de pegar, porque, verdaderamente, en aquel sitio en pleno Pasaje, ante una asamblea de personas ilustradas, a dos pasos de la sala donde en aquel mismo momento daba el señor Lavro[3] su curso público, la expresión de un deseo tan reaccionario resultaba no sólo inverosímil, sino hasta inadmisible. Y de un momento a otro podría dar lugar a que cayesen sobre nuestras espaldas las silbantes cuerdas de las disciplinas críticas del señor Stepanov. Para colmo de terror se justificaron al punto mis temores. Se descorrió la cortina que cerraba el cuarto donde se hallaba expuesto el cocodrilo, y compareció en el umbral un individuo que llevaba barba y bigote, el cual, con el sombrero en la mano, inclinaba hacia nosotros la parte superior de su cuerpo, conservando prudentemente su base de sustentación en el vestíbulo, para no verse así en la obligación de desembolsar el precio del billete.

—Señora —dijo el desconocido, realizando prodigios de equilibrio para mantener su cabeza en la sala donde nosotros estábamos y al mismo tiempo no sacar los pies del vestíbulo—, señora, una inspiración tan retrógrada no dice bien de su inteligencia, y sólo puede provenir de cierta falta de fósforo en su cerebro. La Crónica del Progreso, así como nuestros periódicos satíricos, no podrán menos de anatematizarla a usted…

Mas no pudo rematar su discurso. El dueño del establecimiento recobró en ese momento sus sentidos, y, notando con horror la presencia gratuita de aquel individuo en la sala del cocodrilo, arremetió furiosamente contra el incógnito progresista y lo echó del local a puñetazos. Ambos desaparecieron detrás de la cortina, y yo comprendí al punto que todo aquel revuelo era injustificado, porque Elena Ivanovna era en absoluto inocente de la intención que le atribuía de querer infligir al cocodrilo el humillante castigo de los vergajazos. Pedía, ni más ni menos, que le abrieran la barriga para sacar de allí a su querido Iván Matvieyich.

—¡De modo que quería usted que matasen a mi cocodrilo! —vociferó el domador—. Antes preferiría diez veces que matasen a su esposo… Mi padre exhibía ya al público a ese cocodrilo; mi abuelo lo había exhibido antes; lo exhibo yo ahora, y mi hijo lo exhibirá cuando yo me muera. ¡El mundo entero ha de ver a ese cocodrilo! A mí me conocen en toda Europa, mientras a usted no la conoce nadie, y tendrá que pagarme una indemnización.

—¡Eso, eso! —gritó la alemana, furiosa—, no les dejaremos salir de aquí hasta que nos indemnicen, porque nuestro pobre Karlchen va a reventar.

—Inútil sería, indudablemente, matarlo —añadí yo con toda flema, tratando de llevarme a Elena Ivanovna a casa—, porque nuestro querido Iván Matvieyich seguro que a estas horas se encuentra ya en la gloria.

—¡Querido amigo —exclamó de pronto, y con asombro nuestro, la voz de Iván Matvieyich—, querido amigo, yo creo que sería más conveniente avisar al comisario de Policía, porque sólo la intervención de la fuerza pública será capaz de convencer a este alemanote!

Aquellas palabras, pronunciadas con voz entera, que atestiguaba una extraordinaria presencia de ánimo, nos dejaron estupefactos hasta tal punto, que en el primer momento nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Sin embargo, nos aproximamos de inmediato a la bañera, donde rebullía el cocodrilo, y nos pusimos a escuchar al desgraciado cautivo con una atención sostenida, aunque algo escéptica.

Resonaba su voz débil y apagada, como si viniese de muy lejos. Se hubiera podido creer que algún chusco, apostado en la estancia contigua y con la boca pegada al almohadón, se desgañitaba gritando para simular, con objeto de distraer al público situado en la otra estancia, un diálogo entre dos gañanes en una estepa o en lo hondo de un barranco, espectáculo que más de una vez pude admirar en casa de algún amigo con motivo de la Nochebuena.

—Iván Matvieyich, maridito mío, ¿estás vivo todavía? —murmuró Elena Ivanovna.

—Sí, vivo y sano —respondió Iván Matvieyich—; gracias a la protección del Altísimo, me tragó el cocodrilo sin hacerme el menor daño. Sólo una cosa me inquieta: ¿cómo considerarán mis jefes este contratiempo? Porque ya sabes que había sacado mis pasaportes para el extranjero, y ahora me encuentro en la panza de un cocodrilo, donde no se está del todo mal…

— ¡Pero, maridito, qué más da, con tal que te saquen de ahí! —interrumpió Elena Ivanovna.

—¡Sacarlo de ahí!… —exclamó el dueño del bicho—. No consentiré que a mi cocodrilo le pongan la mano encima. De ahora en adelante el público se atropellará por entrar a verlo. Cobraré a veinte copecas la entrada, y Karlchen no tendrá necesidad de que le echen de comer…

—¡Gracias a Dios! —añadió la madre.

—Tiene razón —observó Iván Matvieyich con plácido acento—; ante todo, hay que considerar las cosas desde el punto de vista económico.

—Amigo mío —exclamé yo—, ahora mismo corro a ver a nuestro jefe para presentar la oportuna demanda, pues de sobra veo que nosotros solos no lograremos salir del paso.

—Lo mismo creo yo —respondió Iván Matvieyich—, porque en nuestra época de crisis comercial, es bastante difícil abrirle la panza a un cocodrilo sin pagar indemnización. Así que hay que plantearse una cuestión previa: ¿cuánto pedirá el domador por el cocodrilo? Y a esta pregunta ha de seguir otra como corolario: ¿quién habrá de pagar? Porque ya sabes que no soy rico…

—Como no pidas un anticipo sobre tu sueldo —insinué yo tímidamente.

Pero el domador me cortó la palabra.

—No estoy dispuesto a vender mi cocodrilo; ni por tres mil rublos lo daría. Por lo menos, tendría que darme cuatro mil. Con lo que ha pasado, el público formará cola a la puerta del local. Tendrán que darme por él cinco mil rublos.

En una palabra: que quería aprovecharse. La más sórdida avaricia se reflejaba en su rostro.

—Basta ya. ¡Me voy! —exclamé, indignado.

—¡Y yo también, y yo también!… —lloriqueaba Elena Ivanovna—. Iré a ver a Andrei Osipich y le enterneceré con mis lágrimas.

—¡No; eso no, mujercita mía!… —interrumpió Iván Matvieyich, que hacía mucho tiempo que estaba celoso de aquel caballero.

Sabía que su mujer era muy propensa a soltar el raudal de las lágrimas delante de un hombre culto, porque el llanto le sentaba muy bien. Luego, dirigiéndose a mí, continuó:

—Tampoco a ti te lo aconsejo. No sabemos lo que podría resultar de esa gestión. Mas sí te ruego que vayas hoy mismo a ver a Timofei Semionich; es un hombre de costumbres rancias, bastante tonto, y, lo que más importa, muy leal. Salúdale en mi nombre y cuéntale el percance con todos sus pormenores. Al mismo tiempo le entregarás siete rublos que me ganó la última vez que jugamos nuestra partidita; ese rasgo nos granjeará sus simpatías. Es un hombre cuyo consejo puede valernos mucho. Entre tanto, llévate de aquí a Elena Ivanovna… Sosiégate, alma mía —añadió, dirigiéndose a su esposa—; todos esos aspavientos me fatigan, y quisiera descansar un poco. Después de todo, no se está mal aquí; por más que todavía no he tenido tiempo de reconocer bien este inesperado asilo.

—¿Cómo reconocer? Pero ¿es que ves algo ahí dentro? —exclamó Elena Ivanovna, muy alegre.

—Impenetrables tinieblas me rodean —respondió el infortunado cautivo—, pero puedo palpar, y, por así decirlo, ver con las manos. Así, pues, hasta la vista. Estáte tranquila y no te prives de distracciones. Hasta mañana. En cuanto a ti, Semión Semionich, ven a verme esta noche, y, como eres distraído y podrías olvidarte, hazte un nudo en el pañuelo.

Confieso que no me disgustaba la idea de salir de allí, pues estaba cansado y empezaba a aburrirme. Me apresuré, pues, a coger del brazo a Elena Ivanovna y sacarla del local.

—Esta noche les costará a ustedes la entrada veinticinco copecas —nos previno el domador.

—¡Oh Dios mío, qué interesada es esta gente! —dijo Elena Ivanovna, mirándose en todos los espejos del Pasaje y comprobando, con satisfacción visible, que las recientes emociones la habían embellecido.

—Es el punto de vista económico —le contesté un poco emocionado y enorgullecido de acompañar a una mujer tan hermosa.

—¿El punto de vista económico? —repitió ella, con su simpática vocecita—; pues yo no he entendido nada de lo que dijo Iván Matvieyich acerca de ese condenado punto de vista económico.

—Yo se lo explicaré a usted.

Y me puse a disertar sobre los beneficiosos resultados de la acumulación de capitales extranjeros en nuestra patria, con tanto mayor facilidad cuanto que aquella misma mañana había leído en Las Noticias de Petersburgo y en El Cabello sendos artículos sobre el referido tema.

Escuchó ella un rato y me interrumpió, diciendo:

—¡Qué raro es todo esto!… ¿Acabará usted de contarme todas esas sandeces? Dígame: ¿estoy muy encarnada?

Aproveché la ocasión para asestarle una galantería:

—No está usted encarnada —le dije—; está usted exquisita.

—¡Anda el mequetrefe! —murmuró encantada.

Luego añadió, inclinando graciosamente la cabeza:

—¡Cómo compadezco a mi pobre marido!… —Y de pronto—: ¡Pero, Dios mío, dígame usted cómo se las va a arreglar para merendar ahí dentro!… ¿ Y…, y… si se le ocurre alguna necesidad?

—Su pregunta me coge de improviso —le respondí, algo desconcertado—. Si he de decir la verdad, no había caído en ello. ¡Verdaderamente, ustedes las mujeres son más prácticas que nosotros cuando se trata de los problemas de la existencia!

—¡Pobre! ¡Cómo ha ido a meterse ahí! ¡En esas tinieblas no podrá proporcionarse ninguna distracción! ¡Y pensar que ni siquiera me queda un retrato suyo!… ¡Ah! ¡Aquí me tiene usted, viuda o poco menos! —Y esbozó una encantadora sonrisa, que demostraba hasta qué punto le parecía interesante su nuevo estado—. ¡De todos modos, me da él mucha lástima!

Así expresaba ella la natural congoja de una mujer que acaba de perder a su marido. La acompañé a su casa, y me obligó a que me quedase a cenar. Luego, después de tomar una tacita de café, logré apaciguarla y la dejé para ir a avistarme con Timofei Semionich, convencido de que todo hombre que tuviese un hogar y una posición respetable había de encontrarse a aquella hora en su casa.

He escrito este primer capítulo en el estilo que conviene al argumento de mi relato. Pero estoy resuelto a emplear en lo sucesivo un tono menos elevado, si bien más natural, y lealmente se lo advierto al lector.

II

El honrado Timofei Semionich me recibió con cierta afabilidad; pero no sin inquietud. Hízome pasar a su despacho y cerró cuidadosamente la puerta, a fin de que, según dijo, no nos molestasen los niños. Y así diciendo, daba muestras de gran ansiedad.

Me ofreció asiento en una silla, cerca de su mesa escritorio; recogióse los faldones de su bata forrada y adoptó un aire severo y hasta oficial, por más que no fuese jefe mío ni de Iván Matvieyich, sino simplemente compañero.

—Ante todo —me dijo—, tenga usted en cuenta que yo no soy su jefe, sino un subordinado, como usted y como Iván Matvieyich… Nada de eso me concierne, y no quiero meterme en nada.

Yo me quedé estupefacto. Era indudable que sabía ya todo lo ocurrido. Le hice, sin embargo, un circunstanciado relato del percance. Me expresé en un tono conmovido, pues estaba cumpliendo en aquel instante con el sacerdocio de la verdadera amistad. El me escuchó sin asombro, pero dando muestras inequívocas de desconfianza.

—¿Creerá usted —me dijo, cuando hube terminado mi relato—, creerá usted que siempre tuve el presentimiento de que a Iván Matvieyich había de ocurrirle un percance por el estilo?

—¿Cómo así, Timofei Semionich? A mí me parece que el lance es harto extraordinario.

—De acuerdo; pero ¿es que toda la carrera de Iván Matvieyich no propendía a tal desenlace? Era de una osadía rayana en la insolencia. La palabra progreso no se le caía de la boca, y, además, tenía un hatajo de ideas… ¡Vea usted adonde nos conduce el progreso!

—Pero me parece que ese contratiempo, completamente casual, no puede ser erigido en regla general para todos los progresistas…

—Quiera usted o no quiera, así es. Créame a mí. Todo eso no es más que consecuencia de una ilustración excesiva. Las personas sabihondas se meten en todas partes, hasta en donde nadie las llama. Esto aparte —añadió como resentido—, puede que esté usted mejor instruido acerca de este punto que yo. Yo no tengo gran ilustración y voy ya para viejo. Hace cincuenta años que entré en el servicio como hijo de militar.

—Pero, sin duda, me habré explicado mal, Timofei Semionich. Iván Matvieyich implora sus consejos y su protección con lágrimas en los ojos, valga la frase.

—¡Ejem! ¿Con lágrimas en los ojos? Serán lágrimas de cocodrilo, de las que no hay que hacer caso. Vamos a ver: ¿qué necesidad tenía de viajar por el extranjero? ¿Con qué dinero contaba? Ni siquiera tenía los medios necesarios…

—Contaba con sus ahorros, Timofei Semionich —le respondí, con acento quejumbroso—, conservaba íntegramente su última gratificación. Su viaje sólo había de durar tres meses; pensaba limitarse a visitar Suiza, la patria de Guillermo Tell…

—¿De Guillermo Tell?… ¡Ejem, ejem!

—Quería disfrutar de la primavera en Nápoles, visitar los museos, observar las costumbres, estudiar la fauna…

—¡Ejem, ejem! ¿Conque la fauna? A mi juicio, sólo quería hacer ese viaje por puro orgullo. ¿La fauna? Pero ¿qué fauna? ¿Es que no la tenemos en casa? ¿No hay aquí museos, casas de fieras, hasta camellos? A dos pasos de Petersburgo tenemos osos, y él mismo se halla actualmente domiciliado en un cocodrilo…

—¡Timofei Semionich, por piedad! Ese hombre se encuentra en la desgracia. Recurre a usted como a un amigo, como a un pariente de más edad; solicita de usted sus consejos, y usted responde con recriminaciones… Tenga usted, por lo menos, compasión de Elena Ivanovna.

—¿Se refiere usted a su esposa? Es verdaderamente una mujer encantadora —dijo Timofei Semionich, que se ablandó a ojos vistas y tomó una pizca de rapé—, es una criatura finísima…, con la cabeza un poco caída sobre los hombros… y algo barrigona…; es muy simpática. Anteayer me hablaba de ella Andrei Osipich.

—¿Que le hablaba de ella?

—Sí, y en términos muy elogiosos. «¡Qué pecho! —decía—; ¡y qué ojos! ¡Y qué pelo!… ¡Una verdadera golosina!» Y hasta se echó a reír… Todavía son jóvenes. Ahí tiene usted cómo ese señor se abre camino…

—Mas no se trata ahora de eso, Timofei Semionich.

—Claro que no, claro que no.

—¿Qué hacer entonces, Timofei Semionich?

—¿Qué quiere usted que yo haga?…

—Dénos sus consejos, diríjanos a fuer de hombre experimentado. ¿Qué es lo que debemos hacer? ¿Avisar de lo ocurrido a los jefes, o…?

—¡Avisar a los jefes! ¡De ningún modo! —exclamó con viveza Timofei Semionich—. Ya que me pide usted consejo, eche tierra a ese asunto y limítese a obrar en el terreno estrictamente privado El caso es particularísimo y de índole bastante dudosa. Es la primera vez que se presenta un caso semejante, y no puede menos de redundar en desprestigio del funcionario a quien le ocurre. Por eso es necesario, ante todo, obrar con prudencia… Dígale que no dé un paso… Hay que aguardar con cachaza…

—¡Aguardar! Pero ¿cómo, Timofei Semionich? ¿Y si se asfixia allí dentro?

—¿Y por qué ha de asfixiarse? ¿No acaba usted de decirme que se encuentra allí muy confortablemente instalado?

Yo volví a comenzar mi relato. Timofei Semionich reflexionó largamente. Luego, revolviendo su tabaquera entre los dedos, me dijo:

—¡Ejem, ejem! Me parece que no le estaría mal quedarse donde se encuentra, en vez de irse al extranjero. Donde se halla tiene tiempo sobrado para recapacitar. Claro que no hay que dar lugar a que se asfixie, sino que, por el contrario, se han de tomar medidas para proteger su salud; desde luego que procure no coger un catarro… En cuanto al alemán, me parece que está en su derecho, y hasta que le asiste más razón que a la parte contraria. Iván Matvieyich es quien se ha metido sin su permiso dentro de su cocodrilo y no el alemán quien se ha metido en el cocodrilo de Iván Matvieyich, que, si no me engaño, no posee ninguno. Ahora bien: ese cocodrilo constituye una propiedad, y por consiguiente, no se le puede abrir la tripa sin indemnizar a su dueño.

—Pero, ¡se trata de salvar a un ser humano, Timofei Semionich!

—Eso es cosa de la Policía. A ella es a quien hay que dirigirse.

—Pero podría suceder que lo necesitasen en la oficina y lo mandasen llamar.

—¡Necesitar a Iván Matvieyich!… ¡Ejem, ejem! En primer lugar, está considerado como con licencia. Se le supone en vísperas de visitar Europa, y podemos hacer la vista gorda sobre lo que en realidad haga. Otra cosa será si, cumplido el tiempo de su licencia, no vuelve oportunamente a la oficina. En ese caso, haremos constar oficialmente su ausencia y le formaremos expediente…

—¡A los tres meses! ¡Apiádese usted!

—Si se encuentra en ese aprieto, él tiene la culpa. ¿Quién le metió ahí dentro? Quizá haya que destinarle un guardia a expensas del Estado, lo cual se opone a los reglamentos. Pero lo que hay que tener presente, ante todo, es que el cocodrilo es una propiedad, y que, por tanto, anda por medio el principio económico. El principio económico es lo primero. Anteayer lo decía Ignatii Prokofich en casa de Lukas Andreich. ¿Conoce usted a Ignatii Prokofich? Es un opulento capitalista que maneja grandes negocios y se expresa muy bien. «Necesitamos industria —decía—, nuestra industria no existe, por decirlo así. Hay que crearla; con esta mira es necesario crear una burguesía. Y como no tenemos capitales, es menester traerlos del extranjero. Debemos, pues, ante todo, conceder a las compañías extranjeras facilidades para que adquieran nuestras tierras en parcelas, según se practica por doquiera en el extranjero. ¡Esta propiedad en común es el tósigo, la ruina de Rusia!» Hablaba con gran entusiasmo; esa gente rica y que no está en el servicio tiene la lengua muy expedita… Dijo que ni la industria ni la agricultura pueden prosperar con este sistema nuestro. Opinaba que las compañías deberían comprar todo nuestro territorio, distribuido en parcelas, para dividirlo luego en lotes más pequeños, que se pondrían a la venta, de suerte que constituyesen propiedades individuales. Y no puede usted figurarse el tono tan resuelto con que decía: «¡Dis–tri–buir! ¡Caso de no venderse esos lotes, se les podía sencillamente, arrendar.» Y añadía: «Cuando toda nuestra tierra se halle en poder de sociedades extranjeras, será cosa llana señalar el precio de arrendamiento que se quiera. De este modo tendrá que trabajar el labriego para ganarse la vida y se le podrá echar de tal o cual territorio en caso necesario. Barruntando este peligro, se mostrará respetuoso y obediente, y rendirá tres veces más en el trabajo de lo que rinde ahora que forma parte de la comunidad y puede reírse de todo el mundo. Sabe que no ha de morirse de hambre, y por eso gandulea y empina el codo. Con el nuevo método se nos vendrá el dinero a las manos; la burguesía aportará sus capitales. Además, el Times, el gran diario literario y político de Londres, declaraba, en un estudio que publicó acerca de nuestra prensa, que el no aumentar nuestros capitales se debe a que entre nosotros no hay tercer Estado; a que carecemos de grandes fortunas y de un proletariado productor…» Ignatii Prokofich habla muy bien; es un consumado orador. Tiene intención de presentar en las altas esferas una Memoria, que publicará después en El Mensajero. Estamos muy lejos, como usted ve, de los desvaríos de Iván Matvieyich…

—Bueno; pero ¿qué vamos a hacer por Iván Matvieyich? —le interrumpí.

Hasta allí le dejé desbarrar cuanto quiso, porque sabía que esa era una de sus debilidades y que le gustaba demostrar que no andaba tan atrasado de noticias, sino que se hallaba al corriente de todo.

—¿Que qué hemos de hacer por Iván Matvieyich? ¡Pues si todo lo que acabo de decir se refiere a él! Estamos haciendo cuanto podemos por atraernos a los capitales extranjeros, y apenas la fortuna del dueño del cocodrilo ha aumentado en el doble en razón del percance de Iván Matvieyich, ¿quiere usted que le abramos la barriga a su bicho? ¿Es eso lo que dicta el sentido común? A mi juicio, Iván Matvieyich, a fuer de buen patriota, debe alegrarse y enorgullecerse de haber podido duplicar con sólo su intervención el valor de un cocodrilo extranjero. ¿Qué digo duplicar? ¡Triplicar! Visto el éxito logrado por el dueño de ese cocodrilo, no tardará en venir otro con otro cocodrilo, y luego otro con otro. Alrededor de ellos se agruparán los capitales, y ahí tiene usted el comienzo de una burguesía. Todo cuanto hagamos para fomentar este movimiento será poco.

—¡Pero —exclamé—, Timofei Semionich, lo que usted exige de ese pobre Iván Matvieyich es una abnegación casi sobrehumana!

—No exijo nada, y le ruego considere que, como ya le he advertido, no soy su jefe y no tengo, por tanto, derecho a exigir nada. Yo hablo tan sólo como patriota; no como patriota, sino simplemente como patriota. Y una vez más le pregunto: «¿Quién le mandó que fuera a meterse dentro del cocodrilo?» Un hombre serio, funcionario de cierta categoría, casado como Dios manda, ¿a qué meterse en semejante aventura? ¿Qué le parece a usted eso?

—Pero ¡ese percance fue completamente ajeno a su voluntad!

—¿Quién sabe? Y, además, ¿dónde está el dinero para indemnizar al dueño del cocodrilo?

—Contamos con el sueldo de Iván Matvieyich…

—¿Habrá bastante con él?

—¡Ah, no, Timofei Semionich! —exclamé con tristeza—; a raíz del percance, el dueño del cocodrilo temía que el bicho reventara; pero cuando se hubo cerciorado de que nada había que temer, se volvió arrogante, y con una suerte de voluptuosidad duplicó el precio que al principio pidiera.

— ¡Y diga usted que podrá triplicarlo y aun cuadruplicarlo! El público afluirá en tropel a su exposición, y esos domadores son muy listos. Tenga usted además en cuenta que estamos en Carnaval, y que todo el mundo quiere divertirse, lo cual es una razón para que Iván Matvieyich conserve el incógnito y no se dé prisa por salir de su extraño domicilio. Que todo el mundo sepa que se hospeda en un cocodrilo, pero no oficialmente. Para ello se encuentra en las más favorables condiciones, ya que todo el mundo lo supone viajando por el extranjero. Ya podrán decir que se halla en el interior de un cocodrilo; nosotros aseguramos no saber nada. Todo puede arreglarse. Lo principal es que tenga paciencia. Después de todo, ¿a qué vienen esas prisas?

—Pero ¿y si. .?

—Pierda usted cuidado: es de temperamento bastante robusto…

—Bueno; ¿qué pasará si aguarda?

—¡Ah, no le ocultaré a usted que el caso es bastante peliagudo! Es para perder el juicio, y lo peor es que no hay precedente. Si hubiera un precedente, aún sería fácil salir del aprieto. Mas no habiéndolo, ¿en qué apoyar ninguna resolución? En tanto andemos buscándola, el asunto se dilatará…

Se me ocurrió entonces una inspiración salvadora:

—¿No podríamos hacer de modo que, ya que ha de permanecer en la barriga del cocodrilo y contando con que Dios ha de conservarle la vida, pudiera dirigir a quien de derecho corresponda una instancia para que le consideren en comisión de servicio?…

—¡Ejem, ejem!… Como si estuviese de licencia sin sueldo.

—¿Y no habría medio de que le abonasen también la paga?

—¿Y a título de qué?

—A título de empleado en comisión.

—¿En comisión? ¿Y en dónde?

—Pues en las profundidades del cocodrilo, en sus entrañas…, para recoger allí datos, para estudiar los hechos sobre el terreno. Claro que ésta sería una innovación, pero también un progreso, una prueba de que el Estado se interesa por el adelanto de la ciencia.

Timofei Semionich se sumió en meditación profunda. Luego respondió:

—Me parece que el hecho de enviar a un empleado en comisión a la barriga de un cocodrilo constituiría un absurdo. No habría medio de compaginarlo con las necesidades del servicio. ¿Qué misión podría desempeñar allí dentro?

—Pues una misión de estudios naturales, si me es lícito expresarme así; se trataría de sorprender a la naturaleza en crudo. Hoy están muy de moda las ciencias naturales, la botánica… Iván Matvieyich residiría dentro del cocodrilo y desde allí nos enviaría comunicados… sobre la digestión en los saurios, sobre las costumbres internas de estos animales. Y de este modo podría reunir montones de datos.

—¡Sí, estudios estadísticos, sin duda! No estoy muy fuerte en estos asuntos… Y, además, no soy filósofo. Usted habla de datos. Pero estamos ya de ellos hasta la coronilla…; no sabemos qué hacer con tantos. Además, esa estadística me parece peligrosa…

—¿Por qué?

—Es peligrosa. Y, además, reconózcalo usted, tendrá que redactar esos comunicados tendido de costado. ¿Y quiere usted decirme si en esa postura se puede prestar algún servicio? Sería una innovación harto peligrosa. ¡No hay precedentes! Si tuviéramos un precedente siquiera, ya sería otra cosa.

—Pero ¿cómo quiere usted que haya precedente, cuando éste es el primer cocodrilo vivo que traen a Petersburgo, Timofei Semionich?

—¡Ejem, ejem!… Es verdad —reflexionó de nuevo largo rato—; la observación de usted es justa, en cierto sentido, y podría servir de base para la tramitación del asunto. Pero considere, por otra parte, que si la aparición de estos cocodrilos vivos ha de despertar en los empleados la propensión de recogerse en ellos, y, so pretexto de que allí se está bien, pedir comisiones para pasarse el tiempo tumbados de costado, constituiría un ejemplo detestable, reconózcalo usted. Todos correrían a meterse dentro de los cocodrilos para ganar el sueldo sin hacer nada.

—¡Haga usted cuanto esté de su parte, Timofei Semionich! Y, a propósito: Iván Matvieyich me encargó le abonase a usted los siete rublos que le debe por la última partida que perdió.

—¡Ah, sí…; los perdió el otro día en casa de Nikifor Nikiforich! Me acuerdo de ello. ¡Qué buen humor tenía aquella noche, y cuánto nos hizo reír! Y ahora…

El vejete daba muestras de sincera emoción.

—Prométame interesarse por él, Timofei Semionich.

—Me interesaré. Hablaré en mi nombre, me las arreglaré a mi modo; haré como si pidiese informes… Y a propósito de esto: entérese del precio que pide por el bicho el señor del cocodrilo.

Era evidente que Timofei Semionich se ablandaba.

—No dejaré de hacerlo —respondí— y al punto vendré a comunicárselo.

—Y su mujer, ¿qué hace ahora que se ha quedado sola?… ¿Se aburre?

—No estaría de más que le hiciese usted una visita, Timofei Semionich.

—¿Y por qué no? Ya lo había yo pensado, y la ocasión me parece de perlas… Pero ¡qué idea! ¡Ir a ver a un cocodrilo! Aunque, después de todo, yo también tengo intención de ir a verlo.

—Pues vaya usted, Timofei Semionich.

—No faltaré. Pero no quisiera que Iván Matvieyich cifrase ninguna esperanza en este paso. Yo lo daré tan sólo como particular. Hasta la vista, pues; voy a casa de Nikifor Nikiforich. ¿Va usted allí también?

—No; tengo que visitar a nuestro cautivo.

—Eso, cautivo. ¡Ah, adonde conduce el atolondramiento!

Me despedí del viejo. Mil pensamientos me bullían en la cabeza. Timofei Semionich es un hombre muy bueno; pero esto no obsta para que al separarme de él no me alegrase de que hubiese ya celebrado su quincuagésimo cumpleaños y de que no hubiese entre nosotros muchos Timofei Semionich.

No hay que decir que me encaminé a toda prisa al Pasaje para darle aquellas noticias al pobre Iván Matvieyich. Sentía también mucha curiosidad por saber cómo le iba dentro del cocodrilo y si la vida allí resultaba tolerable. ¡Vivir dentro de un cocodrilo! ¡A veces me parecía que era juguete de una pesadilla monstruosa! ¡Ay, verdaderamente se trataba de un monstruo!

III

No, no era una pesadilla, sino una indiscutible realidad. De no ser así, ¿hubiera yo emprendido este relato?

Era ya algo tarde, cerca de las ocho, cuando llegué al Pasaje, y para penetrar en la habitación donde se hallaba expuesto el cocodrilo tuve que pasar por la escalera de servicio, porque el alemán había cerrado más temprano que de costumbre.

Embutido en un grasiento abrigo, se paseaba a lo largo del local, y parecía mucho más satisfecho que por la mañana. Comprendía que el negocio le salía a pedir de boca; sin duda había venido mucho público. Luego se presentó la madre con el fin manifiesto de vigilarme. De cuando en cuando cuchicheaba con el hijo, el cual, a pesar de tener ya cerrado el establecimiento, me hizo pagar las veinticinco copecas. Aquel hombre llevaba hasta el exceso su espíritu de orden.

—Tendrá usted que pagar siempre que venga —dijo—, pero mientras el público vulgar pagará un rublo, usted no tendrá que soltar más que veinticinco copecas en atención a ser tan buen amigo de su amigo, cosa que estimo de veras.

—¿Vives todavía? ¿Estás aún en este mundo, querido y sabio amigo? —exclamé, acercándome a la tina del cocodrilo, esperando que mis lejanas palabras llegarían a oídos de Iván Matvieyich y halagarían su amor propio.

—Estoy vivo y sano —respondió con voz apagada, que parecía salir de debajo de una cama, por más que yo estuviese encimita de él—, estoy vivo y sano; pero ya hablaremos de eso después. Ante todo, ¿cómo van nuestros asuntos?

Fingí no haberle oído, y seguí dirigiéndole preguntas de alma compasiva. ¿Qué había por allí dentro? Al procurar informarme no hacía más que cumplir con un deber de amistad y hasta de simple cortesía. Pero él me interrumpió, con el autoritario acento que le caracterizaba:

—¡Al asunto!

Y su voz débil me pareció particularmente desagradable.

Le referí, hasta en sus menores detalles, mi conversación con Timofei Semionich, esforzándome por darle a entender con el tono de mi voz que me había resentido.

—Dice muy bien el viejo —concluyó Iván Matvieyich, con aquella brusquedad de que siempre hacía gala conmigo— me gustan las personas prácticas, y no puedo sufrir a los pusilánimes. Reconozco, sin embargo, que tu idea de una comisión no es tan absurda como parece. En efecto, puedo hacer aquí observaciones muy interesantes, tanto desde el punto de vista científico como desde el punto de vista moral… Pero este asunto toma un cariz muy inesperado y hay que preocuparse ya de algo más que del sueldo. Escúchame con atención. ¿Estás sentado?

—No; continúo en pie.

—Pues siéntate en cualquier parte, aunque sea en el suelo, y escúchame atentamente.

Lleno de rabia, cogí una silla y la puse en el suelo con estrépito.

—Escucha —continuó él, dándoselas de jefe—, hoy ha venido al local un gentío enorme. A las ocho, es decir, mucho antes que de costumbre, creyó oportuno el patrón cerrar las puertas a fin de contar el dinero recaudado y tomar sus medidas para mañana, porque es de presumir que mañana se convertirá esto en una verdadera romería. Vendrán, indudablemente, los hombres más sabios, las damas más elegantes, embajadores, abogados y otros…, y no parará aquí la cosa, sino que los habitantes de las diversas provincias de nuestro dilatado e interesantísimo imperio ya inician un éxodo hacia la capital. Por más que esté escondido, he de hacerme muy visible; he de desempeñar un papel de primer orden. Habré de contribuir a la instrucción de esa muchedumbre de vagos. Aleccionado por la experiencia, les ofreceré un ejemplo de grandeza de alma y de resignación con el destino. Seré una suerte de cátedra desde la cual caerán sobre la multitud las más sublimes palabras. Solamente los datos científicos reunidos ya por mí acerca del monstruo en que habito son infinitamente valiosos. Por eso, no tan sólo no lamento el percance de que he sido víctima, sino que auguro desde ahora que habrá de ejercer en mi porvenir un influjo muy favorable.

—¿Y no te aburrirás? —le observé maliciosamente, pues me había enojado ver que hablaba sólo de sí mismo y con tal arrogancia.

«¿Por qué —me decía, desconcertado, en mi interior— este cabeza de chorlito emplea palabras tan altisonantes? ¡Mejor haría en llorar que no en ponerse hueco!»

—No me aburriré —respondió severamente—. Ahora que por fin ya dispongo de tiempo, puedo consagrarme por entero a las grandes ideas y preocuparme de la suerte de la humanidad. De este cocodrilo han de salir la verdad y la luz. No hay duda de que he de descubrir una teoría nueva y personal; relaciones económicas nuevas, de las cuales, con mucha razón, podré enorgullecerme. Hasta ahora no pude dedicarme de lleno a estas materias, por el poco tiempo libre que me dejaban la oficina y las triviales distracciones mundanas. Pero ahora lo he de revolucionar todo; seré otro Fourier… Y a propósito, ¿le entregaste los siete rublos a Timofei Semionich?

—Sí, se los he entregado de mi bolsillo particular —le contesté, esforzándome por darle a entender en el tono de mi voz toda la trascendencia de tal sacrificio.

—Ya arreglaremos cuentas —repuso él con arrogancia—; seguramente me aumentarán el sueldo. Porque si a mí no me ascienden, ¿a quién van a ascender? Me parece que han de sacar bastante provecho de mí de ahora en adelante. Pero a lo práctico: ¿y la mujer?

—¿Te refieres, sin duda, a Elena Ivanovna, no es eso?

—¡La mujer! —gritó.

No había más remedio que bajar la cabeza ante aquel diablo de hombre. Humildemente, aunque rechinando los dientes de rabia, le conté cómo me separé de su esposa. El no me dejó hablar, y me interrumpió con impaciencia:

—Tengo mis proyectos particulares respecto a ella. Si aquí me hago célebre, quiero que ella también lo sea allá. Los sabios, poetas, filósofos y mineralogistas de paso en la población; los hombres de Estado que vengan a platicar conmigo por la mañana, frecuentarán por la noche su salón. Desde la semana que viene será preciso que comience a recibir visitas. Como me doblarán el sueldo, tendré bastante para hacer los honores de la casa. Aunque después de todo, con té y algunos criados habrá de sobra. De eso no tenemos que preocuparnos… Hace mucho tiempo que yo aguardaba la ocasión de dar que hablar; pero con mi poco sueldo y mi poca categoría no había medio. Pero ahora, con haberme tragado, este cocodrilo lo ha arreglado todo. Todo el mundo anotará mis palabras; cualquier frasecilla mía dará que pensar y correrá de boca en boca, y pasará a la letra de molde. ¡Seré conocido! ¡Concluirán todos por comprender qué lumbrera dejaron que se tragase este monstruo! Unos dirán: «De haber nacido ese hombre en un país extranjero, hubiera llegado a ministro. Es muy capaz de gobernar un reino.» Otros se lamentarán, diciendo: «¡Y pensar que a un hombre así no lo han puesto a la cabeza de un gobierno!» Francamente, ¿en qué soy inferior a un Garnier–Pagés[4] o a cualquier otro por el estilo? Mi mujer servirá para hacerme el juego. Yo poseo el talento; ella, la belleza y el atractivo. «Por ser tan guapa, se casó con ella», dirán unos; y otros rectificarán: «No, sino que es guapa por ser su mujer…» En una palabra: es preciso que mañana mismo se agencie Elena Ivanovna el Diccionario enciclopédico, editado bajo la dirección de Andrei Krevskii, para que pueda hablar de todo, y que, asimismo, tenga gran cuidado de leerse todos los días el artículo de fondo de El Mensajero de Petersburgo, y de confrontarlo con el de El Cabello. Supongo que el dueño de este cocodrilo no se negará a llevarme de cuando en cuando con su bicho al brillante salón de mi mujer, donde diré cosas muy talentosas que tendré preparadas desde por la mañana. Al hombre de Estado le comunicaré mis opiniones gubernamentales, recitaré versos a los poetas; con las señoras me mostraré ameno y galante, sin inspirar la menor inquietud a sus maridos. Pero a todos les ofreceré un gran ejemplo de sumisión al Destino y a los decretos de la Providencia. Haré de mi mujer una literata notable; la empujaré y haré que la comprenda el público. Pues considero a mi mujer dotada de altísimas condiciones, y si con justicia es comparado Andrei Alesandrovich con Alfredo de Musset, no sé por qué no han de equipararla a ella con Eugenia Tour.

Confieso que, por más que aquella locura fuese habitual en Iván Matvieyich, no pude menos de pensar que tenía fiebre y deliraba. Hubiérase dicho que la vulgaridad de Iván Matvieyich resaltaba como contemplada con una lente que aumentase veinte veces por lo menos el volumen de las cosas.

—Querido amigo, ¿esperas vivir mucho tiempo de ese modo? —pregunté—. Dime: ¿te encuentras bien? ¿Cómo comes? ¿Cómo duermes? ¿Respiras bien? Haz cuenta que soy tu amigo y reconoce que el lance es bastante extraordinario para que justifique mi curiosidad.

—Curiosidad bastante vana —respondió él, sentenciosamente—, a pesar de lo cual consiento en satisfacerla. ¿Quieres saber cómo me las arreglo en las profundidades de este monstruo? Pues empiezo por decirte que, con gran asombro de mi parte, me he encontrado con que este cocodrilo está hueco. Me parece que estoy metido en un gran saco de caucho, semejante a los que venden los tenderos de las calles Gorojovkaia y Morskaia, y, si mal no recuerdo, también los de la Perspectiva Vosnesenskii. Por lo demás, si así no fuera reflexiona, ¿cómo hubiera podido meterme dentro?

—¿Es posible? —exclamé, con una estupefacción muy natural—. ¿De modo que este cocodrilo está absolutamente hueco?

—Como te lo digo —confirmó Iván Matvieyich con gravedad extremada—, y es muy posible que las leyes mismas de la naturaleza lo hayan dispuesto así. El cocodrilo consta, en total, de una bocaza provista de dientes muy agudos y de un rabo bastante largo. En su interior, en el espacio que separa ambas extremidades, sólo se encuentra un gran vacío tapizado de una materia parecida al caucho, y seguramente lo será.

—¿Y los pulmones, vientre, intestinos, hígado y corazón? —le interrumpí, exasperado.

—No los tiene. Nada de todo eso hay aquí, y es probable que nunca los haya habido. Esos prejuicios son, sencillamente, consecuencia de los fantásticos relatos de viajeros superficiales. Del mismo modo que inflamos de aire una pelota, inflo yo con mi cuerpo la vacuidad de este cocodrilo, que es elástico hasta un grado inverosímil. Así que tú, que eres mi amigo, podrías muy bien venir a ocupar un sitio junto a mí si fueses tan generoso. Hay sitio de sobra para ti aquí dentro. En caso de necesidad, pienso traerme aquí a Elena Ivanovna. Después de todo este descubrimiento concuerda a maravilla con las enseñanzas de las ciencias naturales, porque suponiendo que tú pudieras crear un nuevo cocodrilo, tendrías que empezar por preguntarme: «¿Cuál es la función principal que desempeña el cocodrilo?» La respuesta no podría ser otra que la siguiente: «Tragarse hombres.» ¿Y cuál ha de ser la conformación del cocodrilo para que llene lo mejor posible esa su misión de engullirse hombres? Respuesta inevitable: «Menester es que tenga espacio; luego es necesario que esté hueco.» Ahora bien: hace ya mucho tiempo que la física nos enseñó el horror que la naturaleza siente por el vacío. Así, pues, el interior del cocodrilo habrá de empezar por estar hueco, mas a condición de no permanecer indefinidamente en tal estado. Es menester que se trague todo cuanto encuentre a fin de rellenarse. Ahí tienes la única explicación plausible que puede darse de esa propensión que los cocodrilos muestran a tragarnos. Entre los seres animados hay diferencias de constitución. Por ejemplo, mientras más hueca es la cabeza de un hombre, menos experimenta la necesidad de rellenarse; pero ésa es la única excepción a la ley general que acabo de exponer. Todo esto me parece ahora tan claro como el día. Lo he comprendido así por el solo poder de mi talento y de mi propia experiencia, al sumergirme, por decirlo así, en los abismos de la naturaleza, en la retorta donde elabora sus misterios, escuchando el latido de sus pulsos. Observa cómo la etimología misma me da la razón, pues el nombre de cocodrilo expresa su voracidad. Cocodrilo, cocodrilo es una palabra italiana, contemporánea, sin duda, de los antiguos faraones de Egipto y derivada seguramente de la palabra francesa croquer, es decir: comer, nutrirse. Todo esto me propongo explicarlo al público de mi próxima conferencia en el salón de Elena Ivanovna, adonde mandaré que me lleven en mi tina.

—Querido amigo y pariente, ¡debes purgarte! —exclamé, sin poder contenerme, creyendo, no sin espanto, que mi amigo tenía fiebre.

— ¡Sandeces! —respondió él con tono despectivo—, ¿cómo purgarme en esta situación? Pero ya me figuraba que saldrías recomendándome una purga.

—Pero, querido amigo, ¿cómo puedes sostenerte? ¿Has comido hoy?

—No; pero no tengo apetito, y es muy probable que nunca más necesite comer. Y se comprende; desde el momento en que lleno con mi persona todo el hueco interior de este cocodrilo, lo coloco en un estado de definitiva hartura. Años enteros podrá ya vivir sin que le den de comer. Pero mientras yo le infundo esa hartura, él, por su parte, me comunica todos los jugos vitales de su cuerpo. ¿No has oído decir que las mujeres presumidas se ponen, durante la noche, trozos de carne cruda en la cara a manera de compresas, para parecer lozanas, tersas y seductoras después del baño matinal? Pues una cosa parecida ocurre aquí. Yo alimento al cocodrilo con mi persona, pero recibo de él mi propio alimento. Así, mutuamente, nos nutrimos. Pero como sería difícil, hasta para un cocodrilo, digerir a un hombre como yo, ha de sentir, sin duda alguna, pesadez en el estómago que, dicho sea de paso, no lo tiene. Y por eso, para no molestarlo, evito en todo lo posible moverme. Podría hacerlo, pero me abstengo por humanidad. Ese es el único inconveniente de mi situación y Timofei Semionich tiene razón al llamarme, en sentido figurado, holgazán. Mas yo probaré que puede transformarse la suerte de la humanidad por muy echado de costado que uno esté; más aún, que sólo en esta postura puede lograrse tal finalidad. Son los gandules quienes elaboran todas las grandes ideas, todas las evoluciones intelectuales favorecidas por nuestros diarios y revistas. Y ésa es la razón de que muy apropiadamente se diga de esas publicaciones que son como laboratorios; mas eso poco importa. Yo voy a edificar desde la base un sistema social completo y no podría imaginarse lo sencillo que es. Basta para ello con aislarse en algún apartado rincón, en el interior de un cocodrilo, por ejemplo, y cerrar los ojos. Al punto descubre uno el paraíso de la humanidad. Hace un rato, en tu ausencia, me puse a idear sistemas, e inmediatamente di con tres. Ahora ya estoy preparando el cuarto. Cierto que para esto es preciso empezar por echarlo todo abajo; pero ¿qué cosa más sencilla cuando se encuentra uno dentro de un cocodrilo? Mas no es eso todo. Desde el fondo de un cocodrilo parece que ve uno el mundo con una gran claridad… Aunque mi situación presenta algunos inconvenientes de poquísima monta. El interior de este cocodrilo es frío y viscoso; apesta, además, a resina. Me parece tener debajo de la nariz unas botas viejas. Pero a eso se reducen todas las molestias; no hay más de qué quejarse.

—Iván Matvieyich —le dije—, milagros son ésos en los que me cuesta trabajo creer. ¿Tienes de veras la intención de no probar más bocado en toda tu vida?

—Pero ¿puedes parar mientes en tales bagatelas, ¡oh cabeza de chorlito!…? Yo me preocupo solamente de desarrollar grandes ideas, y en tanto tú… Pues ten presente que esas grandes ideas, que han venido a alumbrar las tinieblas en que sumido estaba, me sacian más que todo condumio. Por lo demás, nuestro excelente domador se ha preocupado ya de este punto con su excelente madre, y ambos han acordado introducir todas las mañanas por las fauces del cocodrilo un tubo encorvado, por medio del cual podré sorber mi café o algún potaje. Ya han encargado el tubo; mas yo lo considero innecesario. Espero vivir, cuando menos mil años, si es verdad que los cocodrilos alcanzan esa longevidad. Infórmate de esto mañana mismo, porque podría suceder que estuviese equivocado y confundiese al cocodrilo con cualquier otro animal. Sólo una consideración me apura, porque vestido de paño como estoy, y con las botas puestas, es muy seguro que el cocodrilo no podrá digerirme. Además, estoy vivo y me opongo a tal absorción con todos los bríos de mi voluntad, pues por nada del mundo quisiera sufrir la ordinaria transformación de los alimentos; lo tendría por demasiado humillante. Pero, por desgracia, el paño de mi traje es de fabricación rusa y temo que no pueda resistir a una permanencia de mil años en el interior de este monstruo. Concluiría por disolverse, y privado de esta defensa, correría yo el riesgo de ser digerido, pese a toda mi resistencia. Durante todo el día podría defenderme; pero en llegando la noche, luego que sobre mí cayese el sueño, que acaba con la voluntad del hombre, ¿no estaría expuesto a sufrir la depresiva suerte de que me asimilaran como si fuese una patata, un churro o un trozo de jigote? Tal pensamiento me saca de mis casillas. Aunque sólo fuera para evitar semejantes vicisitudes, convendría alterar la tarifa de aduanas y proteger la importación de los paños ingleses, que son más fuertes que los nuestros y podrían resistir más tiempo a las fuerzas absorbentes de la naturaleza, cuando quien con ellos se vistiese hubiera de penetrar en el interior de un cocodrilo. En la primera ocasión que se presente comunicaré este criterio mío a algún político, al mismo tiempo que a los lectores de nuestros grandes diarios, a fin de provocar un movimiento de opinión. Espero servir también para otras muchas cosas. No dudo de que cada mañana vendrán a mí muchedumbres de curiosos que de buen grado aflojarán sus veinticinco copecas con tal de conocer lo que yo piense acerca de los últimos telegramas del día antes. En una palabra: el porvenir se me presenta con los más halagüeños colores.

«¡Está delirando! ¡Está delirando!», decía yo para mí. Pero, para ponerlo más a prueba, continué diciendo en voz alta:

—Pero y la libertad, amigo mío, ¿dónde la dejas? Tú estás como en la cárcel. ¿Y no es la libertad el bien más preciado del hombre?

— ¡Qué necio eres! —me respondió—, cierto que los salvajes se parecen por la independencia; mas los sabios verdaderos gustan del orden más que de cosa alguna, porque sin orden…

—¡Por favor, Iván Matvieyich!…

—¡Cállate y atiende! —gritó furioso por mi interrupción—, nunca me he sentido tan fuerte como ahora. En mi estrecho cobijo sólo temo la pesada crítica de los grandes diarios y los silbidos de las hojas satíricas. Temo que las personas poco serias, los imbéciles, los envidiosos y, en general, los nihilistas, se rían a mi costa. Mas ya tomaré mis medidas. Aguardo impaciente el juicio que la opinión pública, y sobre todo la prensa, formularán sobre mí desde mañana. No dejes de tenerme al corriente de todo.

—¡Bueno! Mañana te traeré una pila de periódicos.

—Sería prematuro esperar que mañana dijeran ya algo del lance los periódicos, porque las noticias tardan siempre en publicarse unos cuatro días. Sin embargo, a partir de hoy, vendrás todas las tardes por la puerta de servicio. Me leerás los periódicos y revistas, y luego yo te dictaré mis pensamientos y te daré encargos. No olvides traerme todos los días todos los telegramas de Europa. Pero basta por hoy. Tendrás sueño. Vuélvete a tu casa y no pienses en lo que te he dicho a propósito de la crítica. No la temo, porque ella también se encuentra en una situación bastante crítica. Bastará con que me conserve sabio y virtuoso para que me encuentre como enaltecido sobre un pedestal. Si no llego a ser un Sócrates, seré un Diógenes, o entrambos a la vez. Tan grande es la misión que en lo futuro habré de cumplir para con el género humano.

Así se expresaba Iván Matvieyich, dando muestras de un espíritu tan superficial como terco; cierto es que se hallaba bajo el imperio de la fiebre, pareciéndose a esas mujeres débiles de carácter que no aciertan a guardar un secreto. Todas sus observaciones a propósito del cocodrilo parecíanme muy aventuradas. Vamos a ver: ¿era posible que el cocodrilo estuviese hueco? Cualquier cosa apuesto a que todo aquello eran fanfarronadas de hombre vanidoso y que, ante todo, tiraba a humillarme.

Ya sé que estaba enfermo y que con los enfermos hemos de ser condescendientes; mas con toda franqueza confieso que no podía sufrir a Iván Matvieyich. Toda la vida, desde que era chiquito, tuve que aguantar su tutela. Mil veces sentí ganas de acabar con ella, pero siempre alguna consideración me volvía a su lado, como si hubiese esperado convencerle de no sé qué y vengarme por fin. ¡Singular amistad, de la que puedo asegurar que de diez partes, nueve eran odio puro! Sin embargo, aquella vez nos despedimos en la mejor armonía.

—Su amigo es un hombre inteligentísimo— me dijo el alemán, que había escuchado de cabo a rabo nuestra conversación mientras me acompañaba hasta la puerta.

—Y a propósito —le dije, antes que se me olvidara—, ¿cuánto querría usted por el cocodrilo si le propusieran comprárselo?

Iván Matvieyich, que había oído la pregunta, aguardó la respuesta con vivo interés. Era evidente que le habría sabido mal oír al tudesco pedir una suma insignificante. Por lo menos, tosió de un modo harto significativo.

El alemán, al pronto, no quiso ni hablar de la cosa y hasta llegó a enojarse.

—¡Que a nadie se le ocurra jamás pedirme que le venda mi cocodrilo! —exclamó furioso, poniéndose más encarnado que un cangrejo—; ¡no quiero deshacerme de mi cocodrilo! No lo daría ni por un millón de táleros. Sólo hoy me ha producido ya ciento treinta táleros en taquilla. ¡Y ha de valerme diez mil y hasta cien mil!

Iván Matvieyich reía de gusto. Yo hice de tripas corazón. Con la flema de un hombre que cumple con los deberes de la amistad, le hice presente al germano toda la falsedad de sus cuentas. Dando de barato que recaudase cien mil táleros diarios, en menos de cuatro días ya todo Petersburgo habría desfilado por el local. Y después de eso, sanseacabó, aparte que nuestra vida pende de un cable; el cocodrilo podría reventar, o caer enfermo Iván Matvieyich y morirse, etcétera. Recapacitó un momento el alemán, y luego repuso:

—Le pediré unas gotas al boticario y no se morirá su amigo.

—Eso de las gotas —le dije— está muy bien. Pero tenga usted en cuenta que podría entablarse un proceso. ¿Y si la esposa de Iván Matvieyich resuelve reclamar la devolución de su esposo legítimo? Usted quiere hacerse rico; pero ¿está usted dispuesto a pasarle una pensión a Elena Ivanovna?…

—¡Ni por pienso! —respondió con voz grave y resuelta.

—¡No, ni pensarlo! —añadió, furiosa, la madre.

—Siendo así, ¿no les convendría más aceptar desde este momento una suma razonable y segura en vez de fiar en beneficios aleatorios? Después de todo, me interesa hacer constar que sólo les hago esta pregunta a título de curiosidad.

El alemán creyó oportuno deliberar con su madre, y se la llevó a un rincón del local donde había un armario que contenía el mono más grande y feo de la colección.

—¡Ya verás! —díjome Iván Matvieyich.

De buena gana las habría emprendido a golpes con el alemán y su madre, y, sobre todo, con aquel Iván Matvieyich, cuya desmedida ambición me indignaba en grado sumo. Pero ¿qué decir de la respuesta del ladino alemán?

Aconsejado por su madre, exigió como precio de venta de su cocodrilo la cantidad de cincuenta mil rublos en obligaciones del último empréstito interior, una casa de mampostería en la calle Gorojovkaia, con una farmacia inclusive, y encima de todo eso, los galones de coronel.

—¡Ya lo estás viendo! —exclamó triunfalmente Iván Matvieyich—; ¡ya te lo decía yo! Aparte su última exigencia, ese nombramiento de coronel, que representa una pretensión loca, tiene razón sobrada, pues sabe apreciar el actual valor de su cocodrilo. ¡Ante todo, el punto de vista económico!

—¡Vamos! —le grité, furioso, al alemán—; ¿cómo se atreve usted a pedir esos galones de coronel? ¿Qué hazañas ha llevado a cabo? ¿Dónde está su hoja de servicio? ¿Dónde ha conquistado usted la gloria marcial? ¿O es que está usted loco?

—¡Loco yo! —replicó el alemán, resentido—; yo soy un hombre sensato; aquí no hay más necio que usted. ¡Si le parece poco mérito para que le nombren a uno coronel el poder enseñar un cocodrilo que contiene en su interior a todo un consejero de la Corte vivito y coleando!… A ver quién es el ruso que puede mostrar un cocodrilo semejante. Yo soy un hombre de pro, y no sé por qué razón no habrían de poder nombrarme coronel.

—Adiós, pues, Iván Matvieyich —exclamé, trémulo de rabia y echando a correr. Si sigo allí un minuto más, no hubiera podido contenerme. La extravagante ambición de aquellos dos imbéciles era intolerable. El aire fresco de la calle calmó algún tanto mi indignación. Por fin, y después de escupir unas quince veces a diestro y siniestro, mandé parar un coche, y luego que llegué a casa, me desnudé y me metí en el lecho.

Lo que más me irritaba era tener que convertirme en secretario de Iván Matvieyich. ¡Pues, en lo sucesivo, para cumplir con los deberes de amigo verdadero, tendría que embrutecerme todas las tardes!

Sentía ganas de pelearme con alguien y, a decir verdad, luego que apagué la vela me di algunos cachetes en la cabeza y en diversas partes del cuerpo. Esto me alivió un poco y concluí por dormirme profundamente, pues estaba rendido. Pasé la noche soñando con monos; pero hacia la madrugada soñé con Elena Ivanovna.

IV

No me costó trabajo dilucidar que el haber soñado con monos era debido a haberlos visto en la jaula del alemán; pero en cuanto a Elena Ivanovna, el caso era distinto. Para decirlo de una vez: yo la amaba, pero con el afecto de un padre, ni más ni menos. Lo que me induce a formular esta conclusión es que muchas veces me ocurrió sentir deseos de besarla en su tersa frente o en sus sonrosadas mejillas. Y aunque jamás lo hice, he de confesar que no hubiera rehusado el besarla en los labios. Y no sólo en la boca, sino también en sus dientecillos, que se asemejaban a una sarta de aljófar en cuanto se reía…, lo que era muy frecuente.

En sus momentos de expansión llamábala Iván Matvieyich «su lindo contrasentido», remoquete muy justo y adecuado. Era a lo sumo una mujer bombón. Así que no acababa yo de comprender en qué se fundaba Iván Matvieyich para querer hacer de ella una Eugenia Tour rusa.

Sea de ello lo que fuere, mis sueños, monos aparte, habíanme procurado las más gratas impresiones, y aquella mañana, con la taza de té por delante, repasando mis recuerdos del día anterior, decidí subir a casa de Elena Ivanovna, de paso hacia la oficina. Eso, después de todo, era deber mío, en mi calidad de amigo de la casa.

En un cuartito minúsculo contiguo a la alcoba, y al que ellos llamaban su saloncito, aunque también el salón grande fuera bastante chico, estaba Elena Ivanovna sentada en un lindo canapé ante una mesita baja. Tenía puesta una bata vaporosa y saboreaba, una tacita de café. Estaba hermosísima, pero parecía preocupada.

—¡Ah!, ¿es usted, pillín? —exclamó con distraída sonrisa—; siéntese, atolondrado, y tome un poco de café. ¿Qué hizo usted ayer, puede saberse? ¿Estuvo usted en el baile de máscaras?

—Pero ¿estuvo usted en él? Para fiestas estaba yo… Fui a ver a nuestro preso…

Lancé un suspiro y puse cara de agobio, al tiempo que tomaba un sorbo de café.

—¿Quién? —exclamó ella—, ¿qué preso?… ¡Ah, sí; ya caigo, pobre chico! ¿Se aburre mucho?… Mire…, quisiera preguntarle… Me parece que ahora no me costaría trabajo conseguir el divorcio, ¿no es verdad?

—¡El divorcio! —exclamé con tal indignación que por poco derramo el café, pues decía para mis adentros con rabia: “Eso lo dice por el moreno.»

Había, en efecto, de por medio un sujeto, moreno él, con unos bigotillos, que frecuentaba la casa y hacía reír mucho a Elena Ivanovna. Yo le aborrecía, y me figuraba que la habría visto en el baile de máscaras la noche anterior y le habría dicho un hatajo de sandeces.

—Vamos a ver —dijo la bella de carrerilla, como si repitiera una lección—, lo más seguro es que se quede para siempre dentro del cocodrilo; y siendo así, ¿por qué he de estarme yo esperándolo? Creo que todo marido debe vivir en su casa, y no dentro de un cocodrilo.

—Pero ese ha sido un contratiempo completamente ajeno a su voluntad —insinué con una emoción muy comprensible…

—¡Ah! ¡No, déjese de historias; déjese de cuentos! —exclamó ella enojada—. ¡Siempre me ha de llevar usted la contraria, malo! Nunca podremos estar de acuerdo. No quiero oír sus consejos. Los extraños me dicen que puedo conseguir el divorcio con sólo alegar que Iván Matvieyich se va a quedar cesante.

—¡Elena Ivanovna! ¿Es usted quien así habla? —exclamé en tono patético—, ¿quién es el malvado que le ha metido en la cabeza semejantes ideas? Sepa usted que es imposible obtener el divorcio por una causa tan nimia como la suspensión de la paga. ¡Y ese pobre Iván Matvieyich, que aún se consume de amor por usted, en el fondo de su cocodrilo! ¡Se derrite como un terrón de azúcar! Anoche, mientras usted se divertía en el baile de mascaras, me decía el pobrecillo que en un caso extremo se decidiría a llevársela a usted, como su esposa legítima, a su lado, al interior del cocodrilo, tanto más cuanto que hay allí sitio sobrado para dos personas, y hasta para tres…

Y le referí al punto toda aquella interesante parte del coloquio que el día anterior tuve con su marido.

—¡Cómo! —saltó, estupefacta—, ¡cómo! ¿Es que quiere usted que, encima de todo, vaya a hacerle compañía dentro del cocodrilo? ¡Vaya una idea! ¿Cómo quiere usted que me meta allí dentro con mi sombrero y mi crinolina? ¡Dios mío, pero eso es absurdo! ¿Qué pensaría de mí quien me viese entrar? ¡Qué ridículo más grande! ¿Y cómo me las arreglaría para comer allí dentro… y… para…? ¡Vaya, qué idea! ¿Qué distracciones encontraría allí? ¡Y dice usted que apesta a caucho! ¡Y tendría que estarme pegadita a él aun cuando nos enzarzásemos en alguna pelotera! ¡Huy! ¡Qué horror!

—Comprendo, comprendo, querida Elena Ivanovna —le interrumpí con una vehemencia naturalísima en quien, como yo, sabe salir en defensa de la verdad—, pero usted no tiene en cuenta una cosa, y es que él no puede vivir sin usted, puesto que reclama su compañía. Eso prueba la pasión y fidelidad de su cariño… Usted no ha sabido apreciar como se merece su amor, querida Elena Ivanovna.

—¡Déjese de historias! ¡No quiero oírle! ¡No lo oiré! —exclamaba, gesticulando con su manecita tan linda, de uñas sonrosadas y relucientes—, ¡acabará usted por hacerme llorar, malo! Vaya usted y métase dentro del cocodrilo, si le parece bien. Es usted su amigo. Váyase usted y acuéstese a su lado, por consideración a la amistad, y pásese la vida discutiendo con él de temas fastidiosos…

—Hace usted muy mal en hablar de ese contratiempo en ese tono de burla —le dije, interrumpiendo con gravedad a aquella mujercita de tan poco seso—. Iván Matvieyich me ha invitado ya a hacerle compañía. No hay duda de que en usted eso sólo sería cumplir con su deber, mientras que en mí indicaría generosidad. Explicándome ayer la extraordinaria elasticidad de las paredes de ese cocodrilo, dióme a entender muy claramente Iván Matvieyich que habría allí sitio no sólo para ustedes dos, sino hasta para mí, a fuer de amigo de la casa, y que en caso de consentir yo, podríamos muy bien acomodarnos los tres allí con toda holgura, y a ese objeto…

—¿Cómo los tres? —exclamó Elena Ivanovna, mirándome no sin asombro—, pero ¿íbamos a estar allí los tres juntos? Ja, ja, ja! ¡Qué necios son ustedes! Ja, ja, ja! Me pasaría el tiempo arañándolos por malos. Ja, ja, ja! Ja, ja, ja!

Y retrepándose en el respaldo del canapé, se puso a reír hasta saltársele las lágrimas. Su risa y su llanto, todo aquello resultaba tan delicioso y seductor que no pude ya contenerme y empecé a besarle las manos, a lo que ella no se opuso, tirándome de las orejas en señal de reconciliación.

Con eso nos pusimos tan alegres, y yo le conté circunstanciadamente todos los proyectos de Iván Matvieyich. La idea de las recepciones en su salón le agradó lo indecible.

—Sólo que —hizo notar— necesitaré muchos trajes nuevos, y es urgente que Iván Matvieyich me envié lo antes que pueda una cantidad decorosa.

Luego agregó, pensativa:

—Pero ¿cómo nos vamos a arreglar para traerle en su bañera? Eso es muy ridículo. No quiero que vean a mi marido dentro de la tina. Me avergonzaría delante de mis invitados… ¡No quiero, no quiero!…

—A propósito, ahora que me acuerdo: ¿no estuvo a verla a usted anoche Timofei Semionich?

—Sí que estuvo; se desvivió por consolarme, y figúrese que nos pasamos la velada jugando a las cartas. Cuando perdía él, me daba bombones, y cuando perdía yo, me besaba las manos. ¡Qué pillín! ¡Y figúrese que faltó poco para que me acompañase al baile de máscaras! Como se lo cuento.

—El entusiasmo —respondí—, pero ¿quién no se entusiasmaría con usted, hechicera?

—Bueno; ya vuelve usted a sus piropos. ¡Espere que he de pellizcarle antes que se vaya! Yo sé dar muy buenos pellizcos. Pero dígame: ¿le ha hablado mucho de mí Iván Matvieyich?

—No; mucho, no… Confesó que lo que más le preocupa ahora es la suerte de la humanidad, y quiere…

—Bueno, bueno; no siga. Todo eso debe de ser muy aburrido. Un día de estos iré a verle… Mañana, sin falta…; hoy no. Me duele la cabeza, y habrá allí mucha gente… Dirían por lo bajo: «¡Ahí está su mujer!» Y me daría vergüenza… ¡Adiós! ¿Irá usted allá esta tarde?

—Sí. Me encargó que fuese y le llevase los periódicos.

—Muy bien. Pues vaya usted y léale la prensa. Es inútil que vuelva hoy por aquí, pues no me siento bien… Quizá salga a hacer unas visitas… ¡Adiós, pillín!

«Bueno —me dije— no hay que preguntar si el moreno va a venir esta tarde.»

En la oficina, como es natural, no dejé traslucir nada de mis inquietudes. Pero no tardé en advertir que varios de nuestros periódicos más progresistas circulaban de mano en mano y que mis compañeros los leían con profunda atención. El primero que llegó hasta mí fue La Hoja, diario sin orientación política bien definida, pero de tendencias humanitarias, por lo cual mis compañeros, por más que lo leyesen, le mostraban cierto menosprecio. He aquí lo que leí en él, no sin asombro:

«Extraños rumores corrían ayer por nuestra gran capital. N***, gastrónomo muy conocido del gran mundo, hastiado sin duda de la cocina de Borel no menos que de la del círculo, penetró en el Pasaje y se dirigió al sitio en que se exhibe un enorme cocodrilo, y encargó que le aderezasen el monstruo para comérselo en la cena. Habiéndose entendido con el dueño, no tardó en sentarse a la mesa, y empezó a devorarlo (no al dueño, alemán modesto y amigo del orden, sino al cocodrilo, que se sirvió vivo y todo, sacándole, por medio de su cortaplumas, enormes lonjas sabrosísimas, que golosamente engullía).

«Poco a poco, desapareció emérito el cocodrilo en aquel abismo sin fondo, visto lo cual nuestro gastrónomo hizo intención de regalarse el gusto con el icneumón, compañero habitual del cocodrilo y, según él, no menos suculento.

«No abrigamos ninguna suerte de prejuicios contra ese nuevo manjar, muy conocido hace ya tiempo de los gastrónomos extranjeros. Lejos de eso, habíamos predicho que llegaría a ponerse de moda. Los lores y viajeros ingleses pescan en Egipto grandes partidas de cocodrilos, cuyo lomo saborean en forma de bistecs, sazonado con mostaza y cebolla y guarnecido de patatas.

“Los franceses llegados con De Lesseps al país dan su preferencia a las patas, que mandan cocer en rescoldo para hacer rabiar a los ingleses, que no les escatiman sus pullas. Es muy probable que en nuestro país sepan apreciar tanto el lomo como las patas, y celebramos el que esta nueva rama de la industria alimenticia venga a enriquecer a nuestra poderosa y tan diversa patria.

«Después de esta digestión petersburguesa de un primer cocodrilo, puede pronosticarse que no pasará un año sin que ya los importemos por centenares. ¿Y por qué no habríamos de aclimatar al cocodrilo en Rusia? Si el agua del Neva resulta demasiado fría para estos interesantes productos del extranjero, baños hay en la capital, y fuera de ella no faltan ríos y lagos.

«¿No podría, por ejemplo, practicarse la cría del cocodrilo en Pargolovo o en Pavlovsk, en Moscú, en los estanques Priesnenski y en el Samatiok? Al mismo tiempo que proporcionaría un grato y sano alimento al paladar refinado de nuestros gastrónomos, los viveros de cocodrilos constituirían una gran distracción en esos parajes y servirían, además, para que los niños aprendiesen fácilmente historia natural.

«Con su piel podrían hacerse estuches, maletas, petacas y carteras, y más de un millón en esos billetes de Banco grasientos, tan caros a los comerciantes, podrían caber en la piel de un cocodrilo. Nos proponemos insistir dentro de poco sobre este interesante asunto, y lo mismo haremos cuantas veces sea menester.»

Aunque me esperaba algo por ese estilo, la inexactitud de tal información me hizo muy mal efecto. No sabiendo a quién confiar mis impresiones, fijé la vista en Projor Sawich, que estaba sentado frente a mí. Entonces fue cuando advertí que hacía ya rato que me estaba observando con un número de El Cabello en la mano, como si pensase dármelo a leer. Sin decir palabra, tomó La Hoja, que yo le brindaba, y me ofreció El Cabello, señalando con la uña el artículo sobre el cual deseaba llamarme la atención. Aquel Projor Sawich era un tipo bastante raro. Viejo, solterón, apenas tenía amistad con ninguno de nosotros, y no hablaba casi con nadie en la oficina. Siempre, y a propósito de todo, tenía algo que decir; mas no se avenía a decírselo a nadie. Vivía solo, y casi ninguno de nosotros había puesto ni una vez los pies en su casa.

He aquí lo que decía el artículo de El Cabello que él subrayaba con la uña:

«Todo el mundo sabe que somos progresistas y humanitarios, y que en este terreno pretendemos estar a la altura de Europa. Pero cualesquiera que sean los desvelos de nuestro pueblo y de nuestro diario, fuerza es confesar que aun están verdes, a juzgar por un repugnante suceso que acaeció ayer en el Pasaje, y que nosotros estamos hartos de pronosticar.

«Un extranjero, dueño de un cocodrilo, llega a nuestro país y exhibe su animalucho en el Pasaje. Al punto nos apresuramos a saludar a esa nueva rama de una útil industria, rama de que aún carecía el tronco de nuestra poderosa y tan diversa patria.

«Pues bien: he aquí que, de pronto, ayer, a las cuatro y media, penetra en el local del extranjero un hombre muy gordo y en completo estado de embriaguez que, después de pagar la entrada, y sin avisar a nadie, va a meterse derechito en las fauces del cocodrilo, el cual no tuvo más remedio que tragárselo, aunque sólo fuera por instinto de conservación y para evitar la asfixia. No bien hubo caído en el interior del cocodrilo, quedóse profundamente dormido el desconocido visitante.

«Los gritos del domador resultaron tan inútiles como los lloros de su familia aterrada; en balde se le amenazó con llamar a los guardias; nada hizo la menor huella en el borracho, que desde el fondo del cocodrilo reía de un modo insolente, jurando y perjurando que el cocodrilo habría de ser castigado a palos (sic), mientras el pobre mamífero, obligado a engullirse un bocado semejante, se deshacía en inútiles lágrimas. El intruso no quería salir de allí.

«Es natural que nos preguntemos cuál pudo ser la intención de ese inoportuno. ¿Sería que buscaba un local abrigado y cómodo? Pero ¿no abundan en la capital las casas hermosas, con pisos holgados y económicos, con agua, gas y hasta portería? Y, además, llamamos la atención de nuestros lectores sobre la crueldad de semejante trato infligido a un animal doméstico.

«Ya comprenderán nuestros lectores lo difícil que habrá de serle a ese cocodrilo digerir tamaña mole. Ahí está el desgraciado, sin alientos, tumefacto, esperando la muerte en medio de intolerables sufrimientos. Hace ya mucho tiempo que en Europa son emplazados ante los Tribunales quienes maltratan a los animales domésticos. En nuestro país, pese al alumbrado a la europea; a las aceras, construidas a la europea, y a las casas, edificadas a la europea, aún ha de pasar mucho tiempo antes que hagamos justicia a los culpables de esos malos tratos.

“Las casas son nuevas; pero los prejuicios, viejos…

«Pero ¿son nuevas ni siquiera las casas? Por lo menos, no siempre podría decirse eso de sus escaleras. ¿Cuántas veces no hemos denunciado en estas columnas el estado de suciedad lamentable en que desde hace meses se encuentran las gradas de la escalera de madera de la casa del mercader Lukianov, en la Petersbugskaia, que, por su estado ruinoso, presentaban un serio peligro para la criada, Afimia Skapidarova, obligada, por las necesidades de su cargo, a subir y bajar constantemente para acarrear agua o leña? Lo que pronosticábamos ocurrió ayer, a las ocho y media de la noche: Afimia Skapidarova, que iba cargada con una sopera, resbaló y se rompió una pierna.

«Sin embargo, todavía nos preguntamos si este accidente acabará de persuadir a Lukianov de la necesidad de mandar arreglar la escalera, porque los rusos tienen la cabeza dura. Entre tanto, la desgraciada víctima del descuido ruso ha sido conducida al hospital.

«Tampoco nos cansaremos de repetir que los porteros, al barrer la nieve de las aceras de la Viborgskaia, deberían adoptar algunas precauciones, a fin de no deslucirles el calzado a los transeúntes: ¿Por qué no la recogen en montoncitos, como se hace en Europa?, etcétera.»

—Pero ¿qué quiere decir esto? —pregunté, mirando a Projor Sawich con cierto asombro.

—¿El qué?

—¡Pues qué ha de ser! ¡Que en lugar de compadecer al pobre Iván Matvieyich, compadecen al cocodrilo!

—¿Qué más da que la piedad recaiga en un mamífero o en otro? ¿No es eso lo europeo? ¡También compadecen en Europa a los cocodrilos! ¡Ji, ji, ji!…

Y, dicho esto, aquel tipo raro de Projor Sawich volvió a abismarse entre sus papelotes, y ya no volvió a despegar los labios.

Yo me metí en el bolsillo El Cabello e hice acopio de diarios para mi pobre Iván Matvieyich. Luego, aunque todavía faltase mucho para la hora de salida, dejé la oficina y me encaminé al Pasaje con objeto de hacerme cargo, aunque fuese de lejos, de lo que allí pasaba y recoger la variedad de opiniones del vulgo.

Figurándome que habría apreturas me levanté el cuello del gabán, pues sentía algo de vergüenza, no sé por qué, quizá por lo poco acostumbrado que estaba a la publicidad.

Mas comprendo que no tengo derecho a relatar mis personales y prosaicas sensaciones ante un acontecimiento tan noble y singular.

 

[1] Carlitos.

[2] Madre, en alemán.

[3] Político ruso que, posteriormente, a partir de 1879, perteneció al partido terrorista de la voluntad del pueblo.

[4] Luis Antonio GarnierPagés, político francés de significación democrática, que tomó parte muy activa en las agitaciones revolucionarias.