Archivos de la categoría Sin categoría

Higinio : fabulas 3

tumblr_nu2epm2qGr1qdphw9o3_r1_250

XV. LAS LEMNÍADES

1. En la isla de Lemnos, las mujeres durante algunos años no habían ofrecido sacrificios en honor de Venus; debido a la ira de ésta, sus maridos tomaron por esposas a mujeres tracias y despreciaron a las primeras[232]. Pero las lemníades, conjuradas por instigación de la misma Venus, acabaron con todo el linaje de hombres que allí había, excepto Hipsípila, que escondió en una nave a su padre Toante, a quien una tempestad arrastró hasta la isla Táurica[233].

2. Entretanto, los Argonautas se acercaron a Lemnos en el curso de su navegación. Cuando los vio Ifínoe, guardiana de la puerta, se lo anunció a la reina Hipsípila, a quien Polixo[234], mujer de avanzada edad, le aconsejó que los ligara a sus hospitalarias mansiones.

3. Hipsípila procreó de Jasón dos hijos, Euneo y Deípilo[235].

4. Tras ser retenidos allí muchos días, partieron reprendidos por Hércules.

5. Pero las lemníades, después de enterarse de que Hipsípila había salvado a su padre, intentaron matarla; ella se dio a la fuga. Unos bandidos la capturaron, la deportaron a Tebas y la vendieron al rey Lico[236] como esclava.

6. Por otra parte, todas las lemníades que habían concebido hijos de los Argonautas, les impusieron los nombres de éstos[237].

XVI. CÍZICO

1. Cízico, hijo de Eusoro, rey en una isla de la Propontide acogió a los Argonautas con generosa hospitalidad. Éstos, habiéndose alejado de él y navegado durante todo un día, tras haberse desencadenado una tempestad durante la noche, fueron llevados sin saberlo ellos a la misma isla[238].

2. Cízico, creyendo que eran enemigos pelasgos, entabló con ellos combate en la oscuridad de la noche en la playa, y fue muerto por Jasón. Al día siguiente, al acercarse Jasón a la costa y comprobar que había matado al rey, le dio sepultura y entregó el reino a sus hijos[239].

XVII. ÁMICO

Ámico, hijo de Neptuno y de Melie, era rey de Bebricia[240]. A quien llegaba a su reino le obligaba a luchar con él con guantes de pugilato y hacía perecer a los vencidos. Cuando éste provocó a los Argonautas a la lucha, Pólux contendió con él y lo mató[241].

XVIII. LICO

Lico, rey de una isla de la Propontide[242], recibió a los Argonautas de forma hospitalaria en agradecimiento porque habían matado a Ámico, que lo hostigaba con frecuencia[243]. Durante la estancia en la corte de Lico, los Argonautas salieron a recoger heno, e Idmon, hijo de Apolo, pereció abatido por un jabalí. En el largo tiempo que les llevó darle sepultura murió Tifis, hijo de Forbante. Entonces los Argonautas entregaron el pilotaje de la nave Argo a Anceo, hijo de Neptuno.

XIX. FINEO

1. Fineo, hijo de Agénor, tracio, tuvo de Cleopatra dos hijos. A éstos su padre los había cegado por una acusación de la madrastra[244].

2. También se dice que Apolo concedió a este Fineo el don de augurar. Éste, por desvelar los designios de los dioses, fue cegado por Júpiter, y le colocó a su lado a las Harpías, que se dice que son «perras de Júpiter[245]», para que le arrebataran el alimento de su boca.

3. Tras haber llegado los Argonautas a su presencia y haberle pedido que les indicara el camino, dijo que se lo enseñaría si lo libraban de su castigo. Entonces Zetes y Calais, hijos del viento Aquilón y de Oritía, de quienes se dice que tenían alas en la cabeza y en los pies, ahuyentaron a las Harpías hasta las islas Estrófades y liberaron a Fineo de su castigo.

4. Éste les enseñó cómo podrían pasar las Simplégades. Les dijo que soltaran una paloma una vez que estas rocas se hubieran separado tras haber chocado entre sí (…)[246] ellos debían retroceder. Gracias a Fineo los Argonautas cruzaron las Simplégades.

XX. LAS ESTINFÁLIDES

Cuando los Argonautas llegaron a la isla de Día, unas aves comenzaron a herirlos con sus plumas como si fueran flechas. Al no poder hacer frente a tan gran cantidad de aves, siguiendo la advertencia de Fineo, tomaron los escudos y lanzas (y) las ahuyentaron con gran estrépito, a la manera de los Curetes[247].

XXI. LOS HIJOS DE FRIXO

 

 

1. Cuando los Argonautas se adentraron en el mar denominado Euxino a través de los peñascos Ciáneos, que son llamados rocas Simplégades, navegaron errantes y fueron llevados por voluntad de Juno a la isla de Día.

2. Allí se encontraron a los hijos de Frixo y de Calcíope: Argos, Fróntide, Melas y Cilindro, como náufragos desnudos y desvalidos. Éstos expusieron sus infortunios a Jasón diciendo que en su precipitada marcha hacia su abuelo Atamante, fueron arrojados allí a consecuencia de un naufragio. Jasón los acogió y les dispensó ayuda. Ellos condujeron a Jasón hasta la Cólquide por el curso del río Termodonte.

3. No estando ya lejos de la Cólquide, ordenaron varar la nave en un lugar oculto, se presentaron ante su madre Calcíope, hermana de Medea, y le manifestaron los favores que Jasón les había dispensado y por qué habían venido. Entonces Calcíope les habló de Medea, y la condujo junto con sus propios hijos hasta Jasón.

4. Cuando Medea lo vio, reconoció a aquel de quien se había enamorado en sueños a instancias de Juno, y le prometió todo tipo de ayuda, y lo condujeron al templo.

XXII. EETES

1. A Eetes, hijo de Sol, se le había vaticinado que había de poseer el reino tanto tiempo como permaneciera en el santuario de Marte el vellocino que Frixo había consagrado.

2. Y así Eetes impuso a Jasón la siguiente prueba[248]: si quería llevarse el vellocino de oro, debía uncir a un yugo de acero unos toros de pezuñas de bronce que exhalaban llamas por las narices, y además debía arar y sembrar los dientes del Dragón contenidos en un yelmo, de los que nacería inmediatamente una raza de hombres armados que se matarían entre sí[249].

3. Juno, por su parte, siempre deseó la salvación de Jasón, porque habiendo llegado a un río con la intención de tantear los corazones de los hombres, se hizo pasar por una anciana y se puso a pedir que la pasaran a la otra orilla. Aunque los demás que lo habían vadeado, la habían desatendido, Jasón la transportó[250].

4. Así pues, sabiendo que Jasón no podría cumplir lo mandado sin el concurso de Medea, pidió a Venus que le inspirara el amor de Medea. Jasón fue amado por ésta a instancias de Venus. Con la ayuda de aquélla, Jasón se vio libre de todo peligro. En efecto, tras haber arado con los toros y haber brotado los hombres armados, aconsejado por Medea, arrojó una piedra entre ellos. Éstos, luchando entre sí, se mataron unos a otros. Por su parte, adormecido el Dragón por una pócima, sustrajo la piel del santuario y partió con Medea rumbo a su patria.

XXIII. APSIRTO

 

 

1. Cuando Eetes se enteró de que Medea había huido con Jasón, tras haber aparejado una nave, envió a su hijo Apsirto con una escolta armada para perseguirla. Habiendo ido en su persecución hasta el palacio de Alcínoo, situado en el mar Adriático, en Istria[251], y queriendo combatir con las armas, Alcinoo medió entre ellos para que no peleasen. Tomaron a éste como árbitro, quien los emplazó para el día siguiente.

2. Como Alcínoo se encontraba un tanto triste y su esposa Arete le preguntara cuál era el motivo de su pesadumbre, dijo que había sido nombrado juez por parte de dos pueblos rivales, colcos y argivos[252]. Al interrogarle Arete qué sentencia iba a dictar, respondió Alcínoo que si Medea era virgen, se la devolvería a su padre, pero que si ya era mujer[253], se la daría a su esposo.

3. Cuando Arete oyó esto a su esposo, envió a un mensajero ante Jasón, y éste desvirgó a Medea de noche en una cueva. Al día siguiente, habiendo acudido ellos al juicio, tras haberse verificado que Medea era ya mujer, fue entregada a su esposo.

4. Sin embargo, cuando partieron, Apsirto —que temía las órdenes de su padre— los persiguió hasta la isla de Minerva. Allí, mientras Jasón estaba realizando sacrificios en honor de Minerva, apareció Apsirto y fue asesinado por Jasón. Medea dio sepultura a su cuerpo y partieron de allí[254].

5. Los colcos que habían acompañado a Apsirto, por temor a Eetes, se quedaron allí y fundaron una ciudad que llamaron Apsoris[255], a partir del nombre de Apsirto. Esta isla está situada en Istria, frente a Pula, muy cerca de la isla de Canta[256].

XXIV. JASÓN. LAS PELÍADES

 

 

1. Jasón, después de haber arrostrado tantos peligros por orden de su tío paterno Pelias, comenzó a maquinar cómo lo mataría sin levantar sospechas. Medea le prometió que ella lo haría.

2. Y así, cuando estaban ya lejos de la Cólquide, ordenó varar la nave en un lugar oculto, en tanto que ella se presentó ante las hijas de Pelias como si fuera sacerdotisa de Diana, y les prometió que ella rejuvenecería a su anciano padre Pelias. Pero Alcestis, la hija mayor, dijo que esto no podía llevarse a cabo.

3. Medea, para atraer a ésta más fácilmente a su voluntad, arrojó una oscura nube sobre ellas y, por medio de unos brebajes, realizó muchos prodigios que parecían verosímiles, e introdujo un carnero viejo en un caldero de bronce, de donde pareció que saltaba un bellísimo cordero[257].

4. Y después, de este mismo modo, las pelíades, es decir, Alcestis[258], Pelopia, Medusa, Pisidice e Hipótoe, a instigación de Medea, cocieron en el caldero de bronce a su padre muerto. Al verse burladas, huyeron de la patria.

5. A su vez Jasón, recibida una señal de Medea, se apoderó del palacio real y entregó el trono de su padre a Acasto, hijo de Pelias, hermano de las pelíades, por haber ido con él a la Cólquide. Y Jasón partió con Medea a Corinto[259].

XXV. MEDEA

1. Después de haber tenido ya Medea, hija de Eetes y de Idía, dos hijos de Jasón, Mérmero y Feres, y de haber vivido ambos en perfecta armonía, se le echaba en cara a Jasón que un hombre tan valiente, atractivo y noble, tuviera por esposa a una extranjera y además hechicera.

2. Creonte, hijo de Meneceo[260], rey de Corinto, le dio a Jasón por esposa a su hija menor Glauce. Cuando Medea se vio ultrajada por tan gran afrenta, ella, que se había portado tan bien con Jasón, impregnó una corona de oro con venenos y mandó a sus hijos que se la dieran a la madrastra como un obsequio.

3. Creusa[261], recibido el regalo, murió abrasada junto con Jasón[262] y Creonte. Medea, al ver el palacio en llamas, mató a los hijos que ella había tenido con Jasón, Mérmero y Feres, y huyó de Corinto.

XXVI. MEDEA DESTERRADA

 

 

1. Medea, desterrada de Corinto, llegó a Atenas para hospedarse en el palacio de Egeo, hijo de Pandíon, y se casó con él. De él nació Medo.

2. Más tarde la sacerdotisa de Diana comenzó a hostigar a Medea, y decía al rey que no podía celebrar piadosamente los ritos sagrados porque en esa ciudad había una mujer hechicera y criminal. Entonces fue desterrada por segunda vez.

3. Medea, por su parte, regresó de Atenas a la Cólquide en un carro tirado por dragones[263]. Durante el trayecto se detuvo en Apsoris, donde estaba enterrado su hermano Apsirto[264]. Allí los apsoritanos no podían hacer frente a una plaga de serpientes. Entonces Medea, accediendo a sus súplicas, las juntó y las arrojó a la tumba de su hermano[265]. Todavía permanecen allí y, si alguna sale fuera de la tumba, muere[266].

XXVII. MEDO

 

 

1. A Perses, hijo de Sol y hermano de Eetes, se le había vaticinado que se precaviera de la muerte a manos de un descendiente de Eetes. A Medo, mientras andaba buscando a su madre, una tempestad lo arrastró ante el rey Perses; los guardias lo condujeron prisionero ante dicho rey.

2. Medo, hijo de Egeo y de Medea, al ver que había caído en manos de un enemigo, mintió diciendo que él era Hípotes, hijo de Creonte. El rey lo investigó con gran diligencia y ordenó que fuera enviado a la cárcel. Se dice que hubo allí esterilidad y escasez de alimentos.

3. Habiendo llegado allí Medea en un carro tirado por dragones, se hizo pasar por sacerdotisa de Diana ante el rey, y dijo que ella podía conjurar la esterilidad. Y cuando oyó decir al rey que Hípotes, hijo de Creonte, estaba detenido en la cárcel, pensando que él habría llegado para vengar el ultraje infligido a su padre, allí traicionó a su propio hijo, sin saber que lo era.

4. En efecto, ella persuadió al rey de que aquél no era Hípotes, sino Medo, hijo de Egeo, enviado por su madre para matar al rey, y pidió a éste que se lo entregara para matarlo, estimando que se trataba de Hípotes.

5. Y así, cuando Medo iba a ser conducido ante ella para pagar la mentira con la muerte, al ver Medea que la realidad era distinta de como había pensado, dijo que quería conversar con él, le entregó una espada y le mandó vengar las ofensas infligidas a su abuelo[267]. Medo, oído el relato, mató a Perses y se apoderó del reino de sus antepasados. A partir de su nombre denominó a aquella tierra Media[268].

XXVIII. OTO Y EFIALTES

1. Se dice que Oto y Efialtes, hijos de Aloeo y de Ifimede, hija de Neptuno, eran de un admirable tamaño[269]. Cada mes iban creciendo nueve dedos. Y de este modo, al cumplir los nueve años[270], intentaron subir al cielo.

2. Se procuraron el acceso de la siguiente manera: colocaron el monte Osa sobre el Pelio (por lo que el Pelio es llamado también monte Osa[271]), y apilaron otros montes[272]. Descubiertos por Apolo, fueron muertos por él.

3. Otros autores, en cambio, dicen que los hijos de Neptuno y de Ifimede habían sido invulnerables. Habiendo querido violar a Diana, como ésta no podía hacer frente a sus fuerzas, Apolo envió una cierva entre ellos. Encendidos de furor, al querer matarla con sus jabalinas, se mataron mutuamente[273].

4. Se dice que sufren en los Infiernos el siguiente castigo: están amarrados con serpientes a una columna, dándose la espalda el uno al otro. Entre ellos hay un autillo[274] posado sobre[275] la columna a la que están atados[276].

XXIX. ALCMENA

1. Cuando Anfitrión se había ausentado para atacar Ecalia, Alcmena —creyendo que Júpiter era su esposo— lo acogió en su tálamo. Tras haber llegado éste al lecho nupcial y haberle referido las gestas llevadas a cabo en Ecalia, ella —creyendo que se trataba de su esposo— se acostó con él[277].

2. Júpiter yació tan a gusto con ella que suprimió un día y unió dos noches[278], de tal forma que Alcmena se extrañó de una noche tan larga. Después, cuando le anunciaron que su esposo acababa de llegar victorioso, no le dio ninguna importancia, porque pensaba que ya había visto a su esposo.

3. Cuando Anfitrión entró en el palacio y la vio indiferente y con tanta apatía, comenzó a extrañarse y a quejarse de que no lo hubiera acogido al llegar, a lo que Alcmena respondió: «Ya has venido hace tiempo, te has acostado conmigo y me has contado las gestas que habías llevado a cabo en Ecalia».

4. Al narrar ella todos los detalles, se dio cuenta Anfitrión de que alguna divinidad lo había suplantado[279]. Desde aquel día no se acostó con ella[280]. Ésta, encinta de Júpiter, dio a luz a Hércules.

chejov: la dama del perrito

tumblr_m9qpvzVrn41rnq1gco1_250 - copia

Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 – Alemania, 1904)
La dama del perrito
Corrió la voz de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.

Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
—¡Raza inferior!
Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
—Unos cinco días.
—Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
—El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
—Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
“Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.

II

Ya hacía una semana que la conocía. Era día de fiesta. En las habitaciones había una atmósfera sofocante, y por las calles el viento, arrebatando sombreros, levantaba remolinos de polvo. La sed era constante, y Gurov entraba frecuentemente en el pabellón, tan pronto en busca de jarabe como de helados con que obsequiar a Anna Sergueevna. No sabía uno dónde meterse. Al anochecer, cuando se calmó el viento, fueron al muelle a presenciar la llegada del vapor. El embarcadero estaba lleno de paseantes y de gentes con ramos en las manos que acudían allí para recibir a alguien. Dos particularidades del abigarrado gentío de Yalta aparecían sobresalientes: que las damas de edad madura vestían como las jóvenes y que había gran número de generales. Por estar el mar agitado, el vapor llegó con retraso, cuando ya el sol se había puesto, permaneciendo largo rato dando vueltas antes de ser amarrado en el muelle.
Anna Sergueevna miraba al vapor y a los pasajeros a través de sus impertinentes, como buscando algún conocido, y al dirigirse a Gurov le brillaban los ojos. Charlaba sin cesar y hacía breves preguntas, olvidándose en el acto de lo que había preguntado. Luego extravió los impertinentes entre la muchedumbre. Ésta, compuesta de gentes bien vestidas, empezó a dispersarse; ya no podían distinguirse los rostros. El viento había cesado por completo.
Gurov y Anna Sergueevna continuaban de pie, como esperando a que alguien más bajara del vapor. Anna Sergueevna no decía ya nada, y sin mirar a Gurov aspiraba el perfume de las flores.
—El tiempo ha mejorado mucho —dijo éste—. ¿A dónde vamos ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
Ella no contestó nada.
Él entonces la miró fijamente y de pronto la abrazó y la besó en los labios, percibiendo el olor y la humedad de las flores; pero enseguida miró asustado a su alrededor para cerciorarse de que nadie les había visto.
—Vamos a su hotel —dijo en voz baja.
Y ambos se pusieron en marcha rápidamente.
El ambiente de la habitación era sofocante y olía al perfume comprado por ella en la tienda japonesa. Gurov, mirándola, pensaba en cuantas mujeres había conocido en la vida. Del pasado guardaba el recuerdo de algunas inconscientes, benévolas, agradecidas a la felicidad que les daba, aunque ésta fuera efímera; de otras, como, por ejemplo, su mujer, cuya conversación era excesiva, recordaba su amor insincero, afectado, histérico., que no parecía amor ni pasión, sino algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres bellas, muy bellas y frías, por cuyos rostros pasaba súbitamente una expresión de animal de presa, de astuto deseo de extraer a la vida más de lo que puede dar. Estas mujeres no estaban ya en la primera juventud, eran caprichosas, voluntariosas y poco inteligentes, y su belleza despertaba en Gurov, una vez desilusionado, verdadero aborrecimiento, antojándosele escamas los encajes de sus vestidos.
Aquí, en cambio, existía una falta de valor, la falta de experiencia propia de la juventud, tal sensación de azoramiento que le hacía a uno sentirse desconcertado, como si alguien de repente hubiera llamado a la puerta. Anna Sergueevna, la dama del perrito, tomaba aquello con especial seriedad, considerándolo como una caída, lo cual era singular e inadecuado. Como la pecadora de un cuadro antiguo, permanecía pensativa, en actitud desconsolada.
—¡Esto está muy mal —dijo—, y usted será el primero en no estimarme!
Sobre la mesa había una sandía, de la que Gurov se cortó una loncha, que empezó a comerse despacio. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio. Anna Sergueevna presentaba el aspecto conmovedor, ingenuo y honrado de la mujer sin experiencia de la vida. Una vela solitaria colocada encima de la mesa apenas iluminaba su rostro; pero, sin embargo, veíase su sufrimiento.
—¿Por qué voy a dejar de estimarte? —preguntó Gurov—. No sabes lo que dices.
—¡Que Dios me perdone!. —dijo ella, y sus ojos se arrasaron en lágrimas—. ¡Esto es terrible!
—Parece que te estás excusando.
—¡Excusarme!. ¡Soy una mala y ruin mujer! ¡Me aborrezco a mí misma! ¡No es a mi marido a quien he engañado.; he engañado a mi propio ser! ¡Y no solamente ahora., sino hace ya tiempo! ¡Mi marido es bueno y honrado, pero. un lacayo! ¡No sé qué hace ni en qué trabaja, pero sí sé que es un lacayo! ¡Cuando me casé con él tenía veinte años! ¡Después de casada, me torturaba la curiosidad por todo! ¡Deseaba algo mejor! ¡Quería otra vida! ¡Deseaba vivir! ¡Aquella curiosidad me abrasaba! ¡Usted no podrá comprenderlo, pero juro ante Dios que ya era incapaz de dominarme! ¡Algo pasaba dentro de mí que me hizo decir a mi marido que me encontraba mal y venirme! ¡Aquí, al principio, iba de un lado para otro, como presa de locura., y ahora soy una mujer vulgar., mala., a la que todos pueden despreciar!
A Gurov le aburría escucharla. Le molestaba aquel tono ingenuo, aquel arrepentimiento tan inesperado e impropio. Si no hubiera sido por las lágrimas que llenaban sus ojos, podía haber pensado que bromeaba o que estaba representando un papel dramático.
—No comprendo —dijo lentamente—. ¿Qué es lo que quieres?
Ella ocultó el rostro en su pecho y contestó:
—¡Créame!. ¡Créame se lo suplico! ¡Amo la vida honesta y limpia y el pecado me parece repugnante! ¡Yo misma no comprendo mi conducta! ¡La gente sencilla dice: “¡Culpa del maligno!”, y eso mismo digo yo! ¡Culpa del maligno!
—Bueno, bueno —masculló él.
Luego miró sus ojos, inmóviles y asustados, la besó y comenzó a hablarle despacio, en tono cariñoso, y tranquilizándose ella, la alegría volvió a sus ojos y ambos rieron otra vez. Después se fueron a pasear por el malecón, que estaba desierto. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto muerto; pero el mar rugía al chocar contra la orilla. Sólo un vaporcillo, sobre el que oscilaba la luz de un farolito, se mecía sobre las olas. Encontraron un isvoschick y se fueron a Oranda.
—Ahora mismo acabo de enterarme de tu apellido en la portería. En la lista del hotel está escrito este nombre: “Von Dideritz” —dijo Gurov—. ¿Es alemán tu marido?
“No; pero, según parece, lo fue su abuelo. Él es ortodoxo”.
En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento. Sentado junto a aquella joven mujer, tan bella en la hora matinal, tranquilo y hechizado por aquel ambiente de cuento de hadas, de mar, de montañas, de nubes y de ancho cielo. Gurov pensaba en que, bien considerado, todo en el mundo era maravilloso. ¡Y todo lo era en efecto., excepto lo que nosotros pensamos y hacemos cuando nos olvidamos del alto destino de nuestro ser y de la propia dignidad humana!
Un hombre, seguramente el guarda, se acercó a ellos. Les miró y se fue, pareciéndole este detalle también bello y misterioso. Iluminado por la aurora y con las luces ya apagadas, vieron llegar el barco de Feodosia.
—La hierba está llena de rocío —dijo Anna Sergueevna después de un rato de silencio.
—Sí. Ya es hora de volver.
Regresaron a la ciudad.
Después, cada mediodía, siguieron encontrándose en el malecón. Almorzaban juntos, comían, paseaban y se entusiasmaban con la contemplación del mar. Ella observaba que dormía mal y que su corazón palpitaba intranquilo. Le hacía las mismas preguntas, tan pronto excitadas por los celos como por el miedo de que él no la estimara suficientemente. Él, a menudo, en el parque o en los jardinillos, cuando no había nadie cerca, la abrazaba de pronto apasionadamente. Aquella completa ociosidad, aquellos besos en pleno día, llenos del temor de ser vistos, el calor, el olor a mar y el perpetuo vaivén de gentes satisfechas, ociosas, ricamente vestidas, parecían haber transformado a Gurov. Éste llamaba a Anna Sergueevna bonita y encantadora, se apasionaba, no se separaba ni un paso de ella; que, en cambio, solía quedar pensativa, pidiéndole que le confesara que no la quería y que sólo la consideraba una mujer vulgar. Casi todos los atardeceres se marchaban a algún sitio de las afueras, a Oranda o a contemplar alguna catarata. Estos paseos resultaban gratos, y las impresiones recibidas en ellos, siempre prodigiosas y grandes.
Se esperaba la llegada del marido. Un día, sin embargo, recibióse una carta en la que éste se quejaba de un dolor en los ojos, suplicando a su mujer que regresara pronto a su casa. Anna Sergueevna aceleró los preparativos de marcha.
—En efecto, es mejor que me vaya —dijo a Gurov—. ¡Así lo dispone el destino!
Acompañada por él y en coche de caballos, emprendió el viaje, que duró el día entero. Una vez en el vagón del rápido y al sonar la segunda campanada, dijo:
—¡Déjeme que lo mire otra vez! ¡Otra vez! ¡Así!
No lloraba, pero estaba triste; parecía enferma y había un temblor en su rostro.
—¡Pensaré en usted! —decía—. ¡Lo recordaré! ¡Quede con Dios! ¡Guarde una buena memoria de mí! ¡Nos despedimos para siempre! ¡Es necesario que así sea! ¡No deberíamos habernos encontrado nunca! ¡No! ¡Quede con Dios!
El tren partió veloz, desaparecieron sus luces y un minuto después extinguíase el ruido de sus ruedas, como si todo estuviera ordenado a que aquella dulce enajenación, aquella locura, cesaran más de prisa. Solo en el andén, con la sensación del hombre que acaba de despertar, Gurov fijaba los ojos en la lejanía, escuchando el canto de la chicharra y la vibración de los hilos telegráficos. Pensaba que en su vida había ahora un éxito, una aventura más, ya terminada, de la que no quedaría más que el recuerdo. Se sentía conmovido, triste y un poco arrepentido. Esta joven mujer, a la que no volvería a ver, no había sido feliz a su lado. Siempre se había mostrado con ella afable y afectuoso; pero, a pesar de tal proceder, su tono y su mismo cariño traslucían una ligera sombra de mofa, la brutal superioridad del hombre feliz, de edad casi doble. Ella lo calificaba constantemente de bueno, de extraordinario, de elevado. Lo consideraba sin duda como no era, lo cual significaba que la había engañado sin querer. En la estación comenzaba a oler a otoño y el aire del anochecer era fresco.
“¡Ya es hora de marcharse al Norte! —pensaba Gurov al abandonar el andén—. ¡Ya es hora!”

III

En su casa de Moscú todo había adquirido aspecto invernal: el fuego ardía en las estufas y el cielo, por las mañanas, estaba tan oscuro que el aya, mientras los niños, disponiéndose para ir al colegio, tomaban el té, encendía la luz. Caían las primeras heladas. ¡Es tan grato en el primer día de nieve ir por primera vez en trineo!. ¡Contemplar la tierra blanca, los tejados blancos! ¡Aspirar el aire sosegadamente, en tanto que a la memoria acude el recuerdo de los años de adolescencia!. Los viejos tilos, los abedules, tienen bajo su blanca cubierta de escarcha una expresión bondadosa. Están más cercanos al corazón que los cipreses y las palmeras, y en su proximidad no quiere uno pensar ya en el mar ni en las montañas.
Gurov era moscovita. Regresó a Moscú en un buen día de helada y cuando, tras ponerse la pelliza y los guantes de invierno, se fue a pasear por Petrovka1, así como cuando el sábado, al anochecer, escuchó el sonido de las campanas, aquellos lugares visitados por él durante su reciente viaje perdieron a sus ojos todo encanto. Poco a poco comenzó a sumergirse otra vez en la vida moscovita. Leía ya ávidamente tres periódicos diarios (no los de Moscú, que decía no leer por una cuestión de principio), le atraían los restaurantes, los casinos, las comidas, las jubilaciones.; le halagaba frecuentaran su casa abogados y artistas de fama, jugar a las cartas en el círculo de los médicos con algún eminente profesor y comerse una ración entera de selianka. Un mes transcurriría y el recuerdo de Anna Sergueevna se llenaría de bruma en su memoria (así al menos se lo figuraba), y sólo de vez en vez volvería a verla en sueños, con su sonrisa conmovedora, como veía a las otras.
Más de un mes transcurrió, sin embargo; llegó el rigor del invierno y en su recuerdo permanecía todo tan claro como si sólo la víspera se hubiera separado de Anna Sergueevna. Este recuerdo se hacía más vivo cuando, por ejemplo, en la quietud del anochecer llegaban hasta su despacho las voces de sus niños estudiando sus lecciones, al oír cantar una romanza, cuando percibía el sonido del órgano del restaurante o aullaba la ventisca en la chimenea. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria: la escena del muelle, la mañana temprana, las montañas neblinosas, el vapor de Feodosia, los besos. Recordándolo y sonriendo paseaba largo rato por su habitación, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no soñaba con Anna Sergueevna. Era ella misma la que le seguía a todas partes como una sombra. Cerraba los ojos y la veía cual viva, más bella, más joven, más tierna y afectuosa de lo que era en realidad. También él se creía mejor de lo que era en Yalta. Durante el anochecer, ella lo miraba desde la librería, desde la chimenea, desde un rincón. Percibía su aliento y el suave roce de su vestido. Por la calle, su vista seguía a todas las mujeres, buscando entre ellas alguna que se le pareciera.
El fuerte deseo de comunicar a alguien su recuerdo comenzaba a oprimirle, pero en su casa no podía hablar de aquel amor, y fuera de ella no tenía con quien expansionarse. No podía hablar de ella con los vecinos ni en el banco. ¿Encerraban algo bello, poético, aleccionador, o simplemente interesante sus sentimientos hacia Anna Sergueevna?. Tenía que limitarse a hablar abstractamente del amor y de las mujeres; pero de manera que nadie pudiera adivinar cuál era su caso, y tan sólo la esposa, alzando las oscuras cejas, solía decirle:
—¡Dimitrii! ¡El papel de fatuo no te va nada bien!
Una noche, al salir del círculo médico con su compañero de partida, el funcionario, no pudiendo contenerse, dijo a éste:
—¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
El funcionario, tras acomodarse en el asiento del trineo, que emprendió la marcha, volvió de repente la cabeza y gritó:
—¡Dmitrii Dmitrich!
—¿Qué?
—¡Tenía usted razón antes! ¡El esturión no estaba del todo fresco!
Tan sencillas palabras, sin saber por qué, indignaron a Gurov. Se le antojaban sucias y mezquinas. ¡Qué costumbres salvajes aquellas! ¡Qué gentes! ¡Qué veladas necias! ¡Qué días anodinos y desprovistos de interés! ¡Todo se reducía a un loco jugar a los naipes, a gula, a borracheras, a charlas incesantes sobre las mismas cosas! El negocio innecesario, la conversación sobre repetidos temas absorbía la mayor parte del tiempo y las mejores energías, resultando al fin de todo ello una vida absurda, disforme y sin alas, de la que no era posible huir, escapar, como si se estuviera preso en una casa de locos o en un correccional.
Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar los ojos en toda la noche, y el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. Las noches sucesivas durmió también mal y hubo de permanecer sentado en la cama o de pasear a grandes pasos por la habitación. Se aburría con los niños, en el banco, y no tenía gana de ir a ninguna parte ni de hablar de nada.
En diciembre, al llegar las fiestas, hizo sus preparativos de viaje, y diciendo a su esposa que, con motivo de unas gestiones en favor de cierto joven, se veía obligado a ir a Petersburgo, salió para la ciudad de S. Él mismo no sabía lo que hacía. Quería solamente ver a Anna Sergueevna, hablar con ella, organizar una entrevista si era posible.
Llegó a S. por la mañana, ocupando en la fonda una habitación, la mejor, con el suelo alfombrado de paño. Sobre la mesa, y gris de polvo, había un tintero que representaba a un jinete sin cabeza, cuyo brazo levantado sostenía un sombrero. Del portero obtuvo la necesaria información. Los von Dideritz vivían en la calle Staro—Goncharnaia, en casa propia, no lejos de la fonda. Llevaban una vida acomodada y lujosa, tenían caballos de su propiedad y en la ciudad todo el mundo los conocía.
—Dridiritz —pronunciaba el portero.
Gurov se encaminó a paso lento hacia la calle Staro-Goncharnaia en busca de la casa mencionada. Precisamente frente a ésta se extendía una larga cerca gris guarnecida de clavos.
“¡A cualquiera le darían ganas de huir de esta cerca!”, pensó Gurov mirando tan pronto a ésta como a las ventanas. “Hoy es día festivo” seguía cavilando, “y el marido estará en casa seguramente. De todas maneras sería falta de tacto entrar. Una nota pudiera caer en manos del marido y estropearlo todo. Lo mejor será buscar una ocasión.”
Y continuaba paseando por la calle y esperando junto a la cerca aquella ocasión. Desde allí vio cómo un mendigo que atravesaba la puerta cochera era atacado por los perros. Más tarde, una hora después, oyó tocar el piano. Sus sonidos llegaban hasta él, débiles y confusos. Sin duda era Anna Sergueevna la que tocaba. De pronto se abrió la puerta principal dando paso a una viejecita, tras de la que corría el blanco y conocido lulú. Gurov quiso llamar al perro, pero se lo impidieron unas súbitas palpitaciones y el no poder recordar el nombre del lulú.
Siempre paseando, su aborrecimiento por la cerca gris crecía y crecía, y ya excitado, pensaba que Anna Sergueevna se había olvidado de él y se divertía con otro, cosa sumamente natural en una mujer joven, obligada a contemplar de la mañana a la noche aquella maldita cerca. Volviendo a su habitación de la fonda, se sentó en el diván, en el que permaneció largo rato sin saber qué hacer. Después comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
“¡Qué necio e intranquilizador es todo esto!” pensó cuando al despertarse fijó la vista en las oscuras ventanas por las que entraba la noche. “Tampoco sé por qué me he dormido ahora. ¿Cómo voy a dormir luego?”
Después, sentado en la cama y arropándose en una manta barata de color gris, semejante a las usadas en los hospitales, decía enojado, burlándose de sí mismo:
“¡Toma dama del perrito!. ¡Toma aventura!. ¡Aquí te estás sentado!”
De pronto pensó en que todavía, por la mañana, en la estación, le había saltado a la vista un cartel con el anuncio en grandes letras de la representación de Geisha. Recordándolo, se dirigió al teatro.
“Es muy probable que vaya a los estrenos”, se dijo.
El teatro estaba lleno. En él, como ocurre generalmente en los teatros de provincia, una niebla llenaba la parte alta de la sala, sobre la araña; el paraíso se agitaba ruidosamente, y en primera fila, antes de empezar el espectáculo, veíase de pie y con las manos a la espalda a los petimetres del lugar. En el palco del gobernador y en el sitio principal, con un boa al cuello, estaba sentada la hija de aquél, que se ocultaba tímidamente tras la cortina, y de la que sólo eran visibles las manos. El telón se movía y la orquesta pasó largo rato afinando sus instrumentos. Los ojos de Gurov buscaban ansiosamente, sin cesar, entre el público que ocupaba sus sitios. Anna Sergueevna entró también. Al verla tomar asiento en la tercera fila, el corazón de Gurov se encogió, pues comprendía claramente que no existía ahora para él un ser más próximo, querido e importante. Aquella pequeña mujer en la que nada llamaba la atención, con sus vulgares impertinentes en la mano, perdida en el gentío provinciano, llenaba ahora toda su vida, era su tormento, su alegría, la única felicidad que deseaba. Y bajo los sonidos de los malos violines de una mala orquesta pensaba en su belleza. Pensaba y soñaba.
Con Anna Sergueevna y tomando asiento a su lado había entrado un joven de patillas cortitas, muy alto y cargado de hombros. Al andar, a cada paso que daba, su cabeza se inclinaba hacia adelante, en un movimiento de perpetuo saludo. Sin duda era éste el marido, al que ella en Yalta, movida por un sentimiento de amargura, había llamado lacayo. En efecto, su larga figura, sus patillas, su calvita, tenían algo de tímido y lacayesco. Su sonrisa era dulce y en su ojal brillaba una docta insignia, que parecía, sin embargo, una chapa de lacayo.
Durante el primer entreacto el marido salió a fumar, quedando ella sentada en la butaca. Gurov, que también tenía su localidad en el patio de butacas, acercándose a ella le dijo con voz forzada y temblorosa y sonriendo:
—¡Buenas noches!
Ella alzó los ojos hacia él y palideció. Después volvió a mirarle, otra vez espantada, como si no pudiera creer lo que veía. Sin duda, luchando consigo misma para no perder el conocimiento, apretaba fuertemente entre las manos el abanico y los impertinentes. Ambos callaban. Ella permanecía sentada. Él, de pie, asustado de aquel azoramiento, no se atrevía a sentarse a su lado. Los violines y la flauta, que estaban siendo afinados por los músicos, empezaron a cantar, pareciéndoles de repente que desde todos los palcos los miraban. He aquí que ella, levantándose súbitamente, se dirigió apresurada hacia la salida. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, tan pronto subiendo como bajando, en tanto que ante sus ojos desfilaban, raudas, gentes con uniformes: unos judiciales, otros correspondientes a instituciones de enseñanza, y todos ornados de insignias. Asimismo desfilaban figuras de damas; el vestuario, repleto de pellizas; mientras el soplo de la corriente les azotaba el rostro con un olor a colillas.
Gurov, que empezaba a sentir fuertes palpitaciones, pensaba:
“¡Oh Dios mío! ¿Para qué existirá toda esta gente? ¿Esta orquesta?”
En aquel momento acudió a su memoria la noche en que había acompañado a Anna Sergueevna a la estación, diciéndose a sí mismo que todo había terminado y que no volverían a verse. ¡Cuán lejos estaban todavía, sin embargo, del fin!
En una sombría escalera provista del siguiente letrero “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
—¡Qué susto me ha dado usted! —dijo con el aliento entrecortado y aún pálida y aturdida—. ¡Apenas si vivo! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
—¡Compréndame, Anna! ¡Compréndame! —dijo él de prisa y a media voz—. ¡Se lo suplico! ¡Vámonos!
Ella lo miraba con expresión de miedo, de súplica, de amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera grabar sus rasgos de un modo profundo en su memoria.
—¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. ¡Durante todo este tiempo sólo he pensado en usted! ¡No he tenido más pensamiento que usted! ¡Quería olvidarle! ¡Oh! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
En un descansillo de la escalera, a alguna altura sobre ellos, fumaban dos estudiantes, pero a Gurov le resultaba indiferente. Atrayendo hacia sí a Anna Sergueevna, empezó a besarla en el rostro, en las mejillas, en las manos.
—¿Qué hace usted? ¿Qué hace? —decía ella rechazándole presa de espanto—. ¡Estamos locos! ¡Márchese hoy mismo! ¡Ahora mismo! ¡Se lo suplico! ¡Por todo cuanto le es sagrado se lo suplico! ¡Oh! ¡Alguien viene! —alguien subía en efecto por la escalera—. ¡Es preciso que se marche! —proseguía Anna Sergueevna en un murmullo—. ¿Lo oye, Dmitrii Dmitrich? ¡Yo iré a verle a Moscú, pero ahora tenemos que despedirnos, amado mío! ¡Despidámonos!
Estrechándole la mano, empezó a bajar apresuradamente la escalera, pudiendo leerse en sus ojos, cuando volvía la cabeza para mirarle, cuán desgraciada era en efecto.
Gurov permaneció allí algún tiempo, prestando oído; luego, cuando todo quedó silencioso, recogió su abrigo y se marchó al tren.

IV

Y Anna Sergueevna empezó a ir a visitarle a Moscú. Cada dos o tres meses, una vez y diciendo a su marido que tenía que consultar al médico, dejaba la ciudad de S. El marido a la vez le creía y no le creía. Una vez en Moscú, se hospedaba en el hotel Slaviaskii Basar, desde donde enviaba enseguida aviso a Gurov. Éste iba a verla, y nadie en Moscú se enteraba. Una mañana de invierno y acompañando a su hija al colegio, por estar éste en su camino, se dirigía como otras veces a verla (su recado no le había encontrado en casa la víspera). Caía una fuerte nevada.
—Estamos a tres grados sobre cero y nieva —decía Gurov a su hija—. ¡Claro que esta temperatura es sólo la de la superficie de la tierra! ¡En las altas capas atmosféricas es completamente distinta!
—Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?
Gurov le explicó también esto. Mientras hablaba pensaba en que nadie sabía ni sabría, seguramente nunca, nada de la cita a la que se dirigía. Había llegado a tener dos vidas: una, clara, que todos veían y conocían, llena de verdad y engaño condicionales, semejante en todo a la de sus amigos y conocidos; otra, que discurría en el misterio. Por una singular coincidencia, tal vez casual, cuanto para él era importante, interesante, indispensable., en todo aquello en que no se engañaba a sí mismo y era sincero., cuanto constituía la médula de su vida, permanecía oculto a los demás, mientras que lo que significaba su mentira, la envoltura exterior en que se escondía, con el fin de esconder la verdad (por ejemplo, su actividad en el banco, las discusiones del círculo sobre la raza inferior, la asistencia a jubilaciones en compañía de su esposa), quedaba de manifiesto. Juzgando a los demás a través de sí mismo, no daba crédito a lo que veía, suponiendo siempre que en cada persona, bajo el manto del misterio como bajo el manto de la noche, se ocultaba la verdadera vida interesante. Toda existencia individual descansa sobre el misterio y quizá es en parte por eso por lo que el hombre culto se afana tan nerviosamente para ver respetado su propio misterio.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Slavianksii Basar. En el piso bajo se despojó de la pelliza y tras subir las escaleras llamó con nudillos a la puerta. Anna Sergueevna, con su vestido gris, el preferido de él, cansada del viaje y de la espera, le aguardaba desde la víspera por la noche. Estaba pálida; en su rostro, al mirarlo, no se dibujó ninguna sonrisa y apenas lo vio entrar se precipitó a su encuentro, como si hiciera dos años que no se hubieran visto.
—¿Cómo estás? —preguntó él—. ¿Qué hay de nuevo?
—Espera. Ahora te diré. ¡No puedo!
No podía hablar, en efecto, porque estaba llorando. Con la espalda vuelta hacia él, se apretaba el pañuelo contra los ojos.
“La dejaré que llore un poco mientras me siento”, pensó él acomodándose en la butaca.
Luego llamó al timbre y encargó que trajeran el té. Mientras lo bebía, ella, siempre junto a la ventana, le daba la espalda. Lloraba con llanto nervioso, dolorosamente consciente de lo aflictiva que la vida se había hecho para ambos. ¡Para verse habían de ocultarse, de esconderse como ladrones! ¿No estaban acaso deshechas sus vidas?
—No llores más —dijo él.
Para Gurov estaba claro que aquel mutuo amor tardaría en acabar. No se sabía en realidad cuándo acabaría. Anna Sergueevna se ataba a él por el afecto, cada vez más fuertemente. Lo adoraba y era imposible decirle que todo aquello tenía necesariamente que tener un fin. ¡No lo hubiera creído siquiera!
En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma., se miró en el espejo.
Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto?. Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.
El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.
Antes, en momentos de tristeza, intentaba tranquilizarse con cuantas reflexiones le pasaban por la cabeza. Ahora no hacía estas reflexiones. Lleno de compasión, quería ser sincero y cariñoso.
—¡Basta ya, buenecita mía! —le decía a ella—. ¡Ya has llorado bastante! ¡Hablemos ahora y veamos si se nos ocurre alguna idea!
Después invertían largo rato en discutir, en consultarse sobre la manera de liberarse de aquella indispensabilidad de engañar, de esconderse, de vivir en distintas ciudades y de pasar largas temporadas sin verse.
“¿Cómo liberarse, en efecto, de tan insoportables tormentos? ¿Cómo? —se preguntaba él cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?”
Y les parecía que pasado algún tiempo más la solución podría encontrarse. Que empezaría entonces una nueva vida maravillosa.
Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.

pintores: Mieris

18224349170_374978a6ee_c

Willem_van_Mieris_001

1024px-Willem_van_Mieris_-_Diana_en_haar_nimfen_1702

330px-Willem_van_Mieris_Greengrocer

1 BIOGRAFIA

2 RESUMEN

Willem van Mieris (Leiden, 1662 – Leiden,  1747) Pintor holandés. Hijo de Frans van Mieris ‘el viejo’, hermano de Jan van Mieris, se formó en su ciudad natal antes de entrar en el Gremio de SanLucas. Fue también uno de los miembros fundacionales de la Tekenacademie de Leiden en 1694. Trabajó como profesor donde tuvo, entre otros, alumnos como Catharina Backer, Abraham Alensoon y Hieronymous van de Mij. La ceguera le obligó a su retiro el 1736. Fue extraordinariamente prolífico y mostró un estilo cercano al de su padre y el de Francis van Bossuit si bien no llegó a alcanzar el éxito y la admiración de los mismos. Murió en Leiden en enero de 1747.

3 OBRAS

  • Lady with Parrot (1685)
  • The Escaped Bird (1687)
  • A Seated Man (1688)
  • Cimon and Iphigeneia (1698)
  • Family Reunion (17th century)
  • Diana and her Nymphs (1702)
  • A Gentleman Offering a Lady a Bunch of Grapes (1707)
  • A Poultry Seller (1707)
  • The Apothecary (1710)
  • Man with Pipe (1710)
  • The Lute Player (1711)
  • Expulsion of Hagar (1724)
  • The Spinner (first half of the 18th century)
  • Interior with a Mother Attending her Children (1728)
  • An Old Man Reading (1729)
  • Green Grocer (1731), oil onwood, 40 x 34 cm,
  • Ecce Homo (18th century)
  • Suzanna and the Elders

oscar wide: el principe feliz

tumblr_mezh13YpOo1r4zr2vo1_r2_500

Oscar Wilde

El Príncipe Feliz
La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.

—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.
—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.
—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.
—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.
—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?
—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.
Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para meterle conversación.
—¿Puedo amarte? —le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos.
El junco le hizo una amplia reverencia.
La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.
—Es un ridículo enamoramiento —comentaban las demás golondrinas—; ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia es terriblemente numerosa—. Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos.
A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante.
—No dice nunca nada —se dijo—, y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa.
Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco realizaba sus más graciosas reverencias.
—Además es demasiado sedentario —pensó también la golondrina—; y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes.
—¿Vas a venirte conmigo? —le preguntó al fin un día. Pero el junco se negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.
—¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos! —se quejó la golondrina—. Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!
Y diciendo esto, se echó a volar.
Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.
—¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. Espero que en esta ciudad hay algún albergue donde pueda pernoctar.
En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna.
—Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien ventilado.
Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.
—Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor.
En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón.
—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.
En ese mismo momento cayó otra gota.
—¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia? —dijo—. Mejor voy a buscar una buena chimenea.
Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.
Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio… ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy el Príncipe Feliz.
—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.
—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá… ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar.
—¿Cómo? —se preguntó para sí la golondrina—, ¿no es oro de ley?
Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.
—Allá abajo —siguió hablando la estatua con voz baja y musical—… allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina… ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?… tengo los pies clavados en este pedestal.
—Los míos están esperándome en Egipto —contestó la golondrina—. Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!
—Es que no me gustan mucho los niños —contesto— la golondrina—. El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció.
—Ya está haciendo mucho frío —dijo—, pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.
—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.
La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló por sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente.
—¡Qué lindas son las estrellas —dijo el novio— y qué maravilloso es el poder del amor!
—Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala —contestó ella—. Mandé a bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!
La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas.
—¡Qué brisa tan deliciosa! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.
Y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.
Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
—¡Qué raro! —agrego—, pero ahora casi tengo calor; y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.
—Es porque has hecho una obra de amor —le explicó el Príncipe.
La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.
Al amanecer voló hacia el río para bañarse.
—¡Qué fenómeno extraordinario! —exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en pleno invierno!
Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.
—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.
Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: “¡Qué extranjera tan distinguida!“. Cosa que a la golondrina la hacía feliz.
Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe.
—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? —le gritó—. Voy a partir ahora.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?
—Los míos me están esperando en Egipto —contesto la golondrina—. Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.
—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo —dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?
—¡Ay, no tengo más rubíes! —se lamentó el Príncipe—. Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.
—Pero mi Príncipe querido —dijo la golondrina—, eso yo no lo puedo hacer.
Y se puso a llorar.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, por favor, haz lo que te pido.
Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.
—¿Será que el público comienza a reconocerme? —se dijo— Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!
Y se le notaba muy contento.
Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.
—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.
Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.
—Vengo a decirte adiós—le dijo.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le dijo el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo otra noche?
—Ya es pleno invierno —respondió la golondrina—, y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.
—Allá abajo en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.
—Pasaré otra noche contigo —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, haz lo que te pido, te lo suplico.
La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.
—¡Qué bonito pedazo de vidrio! —exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.
Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.
—Ahora que estás ciego —le dijo—, voy a quedarme a tu lado para siempre.
—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Ahora tienes que irte a Egipto.
—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.
Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.
Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.
—Querida golondrina —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.
Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras.
Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor.
—¡Qué hambre tenemos! —decían.
—¡Fuera de ahí!  les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.
Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.
—Mi estatua esta recubierta de oro fino —le indicó el Príncipe—; sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.
Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.
—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.
Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.
La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.
Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.
—¡Adiós, mi querido Príncipe! —le murmuró al oído—. ¿Me dejas que te bese la mano?
—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita —le dijo el Príncipe—. Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.
—No es a Egipto donde voy —repuso la golondrina—. Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?
El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible.
A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua.
—¡Pero qué es esto! —dijo— ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!
—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.
—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado —dijo el alcalde—. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.
—¡Un verdadero mendigo! —repitieron los regidores.
—Y hay un pájaro muerto entre sus pies —siguió el alcalde—. Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pájaros venirse a morir aquí.
El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.
Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.
—Como ya no es hermoso, no sirve para nada —explicó el profesor de Estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal.
—Podemos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
—Claro, la mía —dijeron los regidores cada uno a su vez.
Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.
—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.
Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.
—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
—Has elegido bien —sonrió Dios—. Porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Aurea Ciudad.

Stevenson: Janet la torcida

KostasAgiannitis

1
Janet la Torcida
Robert Louis Stevenson
El reverendo MurdochSoulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia
del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro
sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida sin
familia ni criado ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa
parroquial situada bajo el HangingShazv, un pequeño bosque de sauces. A
pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e
inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente
sobre el futuro del impenitente, parecía que su visión atravesara las tormentas
del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a
prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente
afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de
Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada
diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la
naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su
comportamiento en el púlpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto
de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo
normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet
se lamentaba.
La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos,
con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos
fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado -ya muy al inicio del
ministerio del señor Soulis- a ser evitada en las horas del anochecer por todos
aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres
respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la
vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario.
Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La
casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón
dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary,
situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco
rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La
casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada
no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por
un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que
bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan
nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El
reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz
alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.
Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más
atrevidos se lanzaban -con el corazón latiéndoles a pleno ritmo- a jugar a
«seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que
rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de
común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se
adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado
2
paraje. Pero mucha de la gente, incluso de la parroquia, ignoraba los
acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del señor
Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir
nada -por ser de naturaleza reservada- y otros temían hablar sobre aquel
asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado
por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida
solitaria del reverendo.
Cincuenta años atrás, cuando el señor Soulis llegó por primera vez a Balweary,
aún era un hombre joven -un mozo, decía la gente- lleno de sabiduría
académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su
edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más
jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra;
pero los hombres y las mujeres mayores -preocupados y serios- se
conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso,
y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días
de los moderados… malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas:
ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. Incluso entonces había
gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la
universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con
ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados
durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en
el corazón. No cabía duda alguna de que el señor Soulis había estado en la
universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas
cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros -más de
los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio-, y harto trabajo le
costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del
Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin
duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía
falta tantos, sobre todo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría
en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad
del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era
poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó
que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente
para alguien tan joven y con escasa experiencia.
De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que
cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas.
Le recomendaron a una vieja de mala reputación -Janet M’Clour, la llamaban- y
le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le
aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que
sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se
había apartado de la sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían
visto hablando sola en Key’s Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños
para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien
recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría
hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le
comentó que Janet estaba poseída por el demonio, le pareció un rumor sin
fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor, trató de
3
convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el
demonio estaba misericordiosamente comedido.
Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M’Clour iba a entrar a servir en la
casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas
buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su
casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta
las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente;
normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin
intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía
una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un
viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada
sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la
cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del
río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La
vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas
señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y
justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo
reverendo!
-Mujeres -dijo él, que tenía una voz magnífica-, en nombre de Dios les ordeno
que la suelten.
Janet corrió hacia él -estaba realmente aterrorizada-, se le abrazó y le rogó en
nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron
todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.
-Mujer -le dijo a Janet-, ¿es eso verdad?
-Pongo a Dios por testigo -dijo ella- y como me hizo Dios que no es verdad ni
una palabra. Aparte del hijo -dijo ella-, he sido una mujer decente toda mi vida.
-¿Renuncias -dijo el señor Soulis-, en nombre de Dios y ante mí, su indigno
pastor, renuncias al diablo y a sus obras?
Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que
aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca.
Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo
delante de todos.
-Y ahora -dijo el señor Soulis a las señoras-, vayan a sus casas y pidan perdón
a Dios.
Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la
acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora.
Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente
seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal
miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres
permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.
4
Janet venía bajando por la aldea -ella o alguien que se le parecía, nadie podría
decirlo con certeza- con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado,
como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un
cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le
preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no
pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los
dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de
Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero
no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a
llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M’Clour, pues para ellos la vieja ya
estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera
al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de
la gente que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la
molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas
con ella bajo el Hanging Shaw.
Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel
negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde
escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las
doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al
principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a
Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora
hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie
discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre,
al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.
A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas
tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a
Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez,
estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los
valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que
caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y
continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias.
Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni
dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba
escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre
obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de
casa.
Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra
vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el
cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera
la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos
del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un
sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado
oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando
en círculos sobre el viejo cementerio.
Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le
pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se
5
asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí
sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio
sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus
ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros
muchas veces, pero en este había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor
que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a
pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre
negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar
torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo.
Este aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y
corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió
detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del
tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que
un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta
que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las
aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.
Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se
tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y,
mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no
había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a
nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de
miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró
con Janet M’Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta
de verle. En ese instante, recordó que cuando la vio por primera vez sintió la
misma escalofriante sensación de terror.
-Janet -dijo-, ¿has visto a un hombre negro?
-¡Un hombre negro! -dijo ella- ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera,
reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.
Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como
un poni con el freno de la brida en la boca.
-Bueno -dijo él-. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el
inquisidor de la Hermandad.
Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la
boca.
-Caray -dijo ella-, debería darle vergüenza, reverendo -dijo dándole un poco de
coñac que tenía siempre a mano.
Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era
una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no
especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa
está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había
ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era
un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría
6
por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo
hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen
que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en
los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría
como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un
bebé recién bautizado y no pensaba en nada.
Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En
la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua profunda y
negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba
de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De
pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma
sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó
de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía
era un fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella
pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la
suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había
hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba
hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una
sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo.
El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer,
vieja y afligida, sin amigos salvo él.
Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca -porque el
corazón le saltaba en el pecho- y, al atardecer, se fue a la cama.
Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del
diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero
aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy
extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella ni una gota de aire. Uno no
podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se
quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en
la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.
Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le
quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces
oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el
páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas
chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó
estar enfermo; y enfermo estaba, pero… poco sospechaba de qué enfermedad.
Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y
volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo -quizá por
el frío que sentía en los pies-, pero se le ocurrió de repente que había una
cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo
en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se
oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a
continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó
estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a
estar silencioso como una tumba.
7
El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió
una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la
abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una
habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles
grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro
postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de
teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas
cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo
Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró -pocos
le habrían seguido-, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro
de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las
grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del
reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por
sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio
a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún
reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la
boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.
«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está
muerta.»
Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el
pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada
de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para
remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la
oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la
vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a
paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la
mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba
empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el pálpito de su propio corazón.
Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta,
cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían
pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la
puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con
llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a
la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.
Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan
sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra
punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía
tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra;
nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle
abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras
dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con
cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.
Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» -dijo-, «dame fuerza para luchar
esta noche contra el poder del mal.»
8
Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la
mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa
palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo
susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el
cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la
cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro –
viva, se podría decir… muerta, como bien sabía el reverendo Soulis-, en el
umbral de la casa.
Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo,
pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí
mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el
señor Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal
de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a
hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo
un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces
chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto,
aquello era el final.
-¡Bruja, diablo! -gritó-, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si
estás muerta o al Infierno si estás condenada.
Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí
mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo
apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de
azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron
los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El
reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia
la aldea.
Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran
Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la
posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M’Llellan le vio cruzando los
oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien
ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había
marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en
Balweary.
Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en
la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser
el mismo.
FIN
«Janet Thrawn»,
The Merry Men and Other Tales and Fables, 1887

dickens: el fantasma de la habitación de la desposada

lilighost_lj lovesong_lj

EL FANTASMA EN LA HABITACIÓN DE LA DESPOSADA

Era una de esas típicas casa antiguas de pintoresca descripción, en la que abundan los grabados pretéritos, y las vigas, y los paneles de madera, y una anticuada y peculiar escalera, con una galería superior separada de la misma mediante una curiosa verja de arcaico roble, o tal vez de caoba antigua de Honduras. La casa era, y es, y será, durante muchos años venideros, una casa extraordinariamente pintoresca. Y la existencia de cierto misterio de profunda naturaleza le otorgaba un carácter de lo más misterioso después de la caída del sol, un misterio que permanecía escondido en lo más recóndito de los paneles de caoba, como si se tratase de un conjunto de estanques de agua oscurecida; estanques parecidos a los que abundaban entre los árboles cuando éstos existían.

Una vez que el señor Goodchild y el señor Idle llegaron a la puerta y se internaron en el hermoso pero sombrío vestíbulo, fueron recibidos por media docena de ancianos que deambulaban en el más absoluto silencio, todos vestidos de negro, de idéntica manera. Luego, los viejos se deslizaron escaleras arriba, acompañando al casero y al mesonero con arcaica amabilidad, pero sin entorpecerlos en ningún momento, y tampoco sin que pareciera importarles si lo hacían o no realmente, desapareciendo a continuación a derecha y a izquierda del corredor al tiempo que los dos huéspedes entraban en la sala de estar. Todo esto ocurría a plena luz del día. No obstante, una vez cerraron la puerta tras ellos, el señor Goodchild no pudo evitar exclamar:

—Pero ¿quién demonios eran esos viejos?

Y más tarde, en sus entradas y salidas sucesivas, se dieron cuenta de que, por más que buscaran por toda la casa, aquellos viejos parecían haberse volatilizado.

No habían vuelto a ver a ninguno de ellos desde que llegaran; ni tan siquiera a uno solo. Los dos hombres pasaron aquella noche en la casa, pero no volvieron a ver a ninguno de los ancianos. El señor Goodchild, en sus excursiones por el edificio, se había asomado a pasillos y oteado a través de umbrales, pero no había encontrado ni rastro de ellos. Tampoco parecía que ningún hombre de edad avanzada fuera esperado, o incluso se le considerara perdido, por ninguno de los empleados del establecimiento.

Otro hecho singular les llamó poderosamente la atención. Por alguna razón que a ellos se les escapaba, la puerta de su salita de estar parecía no quererse quedar quieta durante un cuarto de hora seguido. Alguien la abría sin vacilación, haciendo gala de una total seguridad, bien practicando apenas una breve hendidura, o bien de par en par, para cerrarse luego sin motivo. No había nada que explicase aquel fenómeno. Daba igual lo que estuvieran haciendo: leyendo, escribiendo, comiendo, bebiendo o hablando, o simplemente descansando; la puerta de su salita se abría siempre cuando menos lo esperaban, y en cuanto ambos giraban la mirada hacia ella, la puerta volvía a cerrarse. Y si corrían a mirar afuera, resultaba que no había nadie por ningún lado. Cuando esto se había repetido unas cincuentas veces seguidas más o menos, el señor Goodchild levantó la mirada de su libro, y le dijo a su compañero medio en broma:

—Empiezo a pensar, Tom, que había algo extraño en esos seis viejos.

De nuevo se hizo de noche. Llevaban escribiendo dos o tres horas (escribiendo, para que nos entendamos, varias de las notas sin importancia de las cuales salen las hojas sin importancia que ustedes sostienen en estos momentos en sus manos). Habían dejado de trabajar ya, y las gafas de ambos reposaban sobre la mesa. Todo estaba en silencio. Thomas Idle se había echado sobre el sofá y, alrededor de su cabeza, volaban volutas de humo aromático. Francis Goodchild estaba medio tumbado en la silla con las manos cerradas sobre su barriga, las piernas cruzadas y las sienes decoradas de la misma manera que las de su compañero.

Habían estado discutiendo varios temas sin importancia, incluyendo la naturaleza de aquellos ancianos tan extraños, y aún se encontraban en ello cuando el señor Goodchild cambió de forma abrupta su actitud para darle cuerda a su reloj. Ambos se encontraban en aquel momento inmersos en una somnolencia tan incipiente que el más mínimo incidente era suficiente para alertarlos. Thomas Idle, que estaba hablando en aquel momento, se detuvo bruscamente y preguntó:

—¿Qué marca el reloj?

—La una —contestó Goodchild.

Entonces, como si en lugar de preguntar la hora acabara de ordenar la presencia de un misterioso viejo, y dicha orden se llevara a cabo de inmediato (como en efecto ocurría con todas las órdenes en aquel excelente hotel), la puerta se abrió y un anciano apareció en el umbral.

El hombre no entró, sino que se quedó con la mano en el picaporte.

—¡Tom, al fin, uno de los seis viejos! —exclamó el señor Goodchild con sorpresa—. Caballero, ¿qué se le ofrece?

—Caballero, ¿qué se le ofrece a usted?

—Yo no he llamado.

—Pues alguien hizo sonar la campana —dijo el anciano.

Dijo campana con una voz tan profunda, que cualquiera habría pensado que se refería a la campana de una iglesia en lugar de a la campanilla de servicio.

—¿Tuve el placer, o eso creo, de encontrarme ayer con usted? —preguntó Goodchild.

—No podría asegurarlo —fue la desconcertante respuesta del anciano.

—Pero me parece que usted sí me vio, ¿no es así?

—¿Verle? —dijo el viejo—. Oh, sí, por supuesto que le vi. Pero todos los días veo a muchos otros que no me ven a mí.

Era aquél un anciano frío, grosero, con una mirada intensa clavada en la del señor Goodchild. Un anciano cadavérico, de discurso medido. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si tuviera los párpados pegados a la frente. Un anciano cuyos ojos —dos puntos de fuego— no poseían mayor movimiento que si hubieran estado atornillados a la nuca, conectados por algún cable a la cara, y luego hubieran sido asegurados con un enganche oculto entre su cabello canoso.

Según la noche fue avanzando, refrescó tanto que el señor Goodchild se puso a temblar. Comentó, medio en broma y medio en serio:

—Parece como si alguien estuviera caminando sobre mi tumba.

—No —dijo el extraño anciano—, sobre su tumba no hay nadie.

El señor Goodchild miró al señor Idle, pero la cabeza de su amigo se encontraba envuelta en humo.

—¿Cómo dice usted?

—Que no hay nadie sobre su tumba; puedo asegurárselo —dijo el anciano.

Cuando se pudo dar cuenta, el anciano había entrado ya en la habitación y había cerrado la puerta tras él. A continuación, tomó asiento. No se dobló para sentarse como hacía otra gente, sino que dio la impresión de hundirse todavía erguido, como si entrara en agua, hasta que la silla detuvo su caída.

—Mi amigo, el señor Idle —dijo Goodchild señalando a su compañero, con un interés inusitado por introducir a una tercera persona en la conversación.

—Estoy —dijo el anciano— al servicio del señor Idle.

—Si es usted un antiguo habitante de este lugar… —comenzó el señor Idle.

—Así es.

—Tal vez pueda resolver una duda que mi amigo y yo teníamos esta mañana. ¿Me equivoco al creer que en el pasado solían traer a los criminales a este castillo para que los ahorcasen?

—Creo que está en lo cierto —dijo el anciano.

—Y esos criminales, ¿eran ahorcados quizás mirando hacia esta fachada tan imponente?

—No —contestó el anciano—. Cuando te colgaban, te hacían mirar hacia la muralla. Primero te ataban, y entonces podías ver las piedras expandiéndose y contrayéndose con violencia bajo tus pies, y una expansión y contracción similares parecían tener lugar en tu cabeza y en tu pecho. Luego había una corriente de fuego y como un terremoto, y entonces el castillo se elevaba en el aire, y tú mismo sentías como si te estuvieras cayendo por un precipicio.

Su corbata parecía molestarle en algún sitio. Se llevó la mano al cuello y lo movió de un lado para otro. El anciano tenía la cara hinchada, con la nariz torcida hacia un lado, como si le hubieran metido un garfio por ella y hubieran tirado violentamente. El señor Goodchild se sintió tremendamente incómodo, y comenzó a pensar que aquella noche en realidad no hacía frío; más bien empezaba a sentir calor.

—Una descripción muy vivida —observó.

—Lo que era vivida era la sensación, más bien —replicó el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Idle. Pero Thomas estaba echado con su rostro girado con atención hacia el anciano, y no devolvió la mirada a su amigo. En este momento, al señor Goodchild le pareció ver hebras de fuego brotando de los ojos del anciano y enganchándose a los suyos. (El señor Goodchild describe esta parte de su experiencia y, con la mayor solemnidad posible, protesta que le sobrevino una fuerte sensación de que lo obligasen a mirar desde aquel momento fijamente al anciano a través de aquellas líneas llameantes).

—Es mi deber contárselo todo —dijo el anciano, con la mirada pétrea como un río, y fantasmagórica.

—¿El qué? —preguntó Francis Goodchild.

—Vamos. Si usted sabe perfectamente dónde ocurrió todo. ¡Por ahí!

Si señaló hacia la habitación superior, o tal vez hacia la inferior, o hacia cualquier otra habitación en aquella casa pretérita, o tal vez hacia alguna habitación situada en alguna otra casa pretérita de aquella ciudad pretérita, el señor Goodchild no estuvo seguro, ni lo está ahora ni lo estará nunca. Se sintió confundido por el hecho de que el dedo índice del anciano diera la impresión de introducirse en uno de los extremos de aquella pátina de fuego para incendiarse al momento, y que se transformase en un punto en llamas en mitad del aire que señalaba hacia algún sitio indeterminado. El dedo, tras haber indicado un lugar impreciso de esta manera, se apagó.

—Ella era la novia, ya lo sabe —dijo el anciano.

—Lo que sé es que todavía siguen sirviendo su pastel nupcial —vaciló el señor Goodchild—. Vaya, esta corriente de aire resulta algo opresiva.

—Era la novia —dijo el anciano—. Era una chica pálida, con el pelo del color del heno, una muchacha de ojos grandes, sin carácter, que no servía para nada. Una muchacha débil, incapaz de nada, un cero a la izquierda. No era como su madre. No, no. Ella tenía el carácter de su padre.

Su madre se había encargado de asegurarlo todo para su propio bienestar cuando el padre de esta muchacha (una niña por aquel entonces) murió; y fue por su poca voluntad para vivir por lo que murió el buen señor, puesto que no estaba aquejado de ninguna enfermedad. Y, entonces, ÉL reanudó la amistad que lo había unido a la madre tiempo atrás. Él, en realidad, había sido apartado por el hombre del pelo color heno y los ojos grandes (o sea, por el don nadie), o más bien por el dinero que éste tenía. Eso podía perdonarlo, porque había dinero de por medio. Lo que él quería era una compensación en dinero.

De manera que regresó al lado de aquella mujer, la madre, la engatusó de nuevo, le prestó toda su atención, y se sometió a todos los caprichos de la señora. Ella casi quiebra su voluntad con todos las manías que mente humana pudiera imaginar o inventar. Pero él lo soportó estoicamente. Y cuanto más lo soportaba, más deseaba su compensación económica, y más se empeñaba en que finalmente sería suya.

¡Pero, cuidado! Antes de que la consiguiera, ella demostró ser más lista que él. Durante una de sus rabietas, la mujer se endureció igual que el hielo, y ya nunca volvió a ser la misma. Una noche, se llevó las manos a la cabeza entre gritos, se puso rígida como una muerta, y, tras permanecer así varias horas, murió. Una vez más, él se había quedado sin su dinero… Tendría que esperar. ¡Que se la lleven los demonios! Ni un penique iba a sacar de todo aquello.

Durante aquella segunda tentativa, él la había odiado, y había esperado con impaciencia a que llegara el momento de su venganza. Falsificó la firma de la muerta sobre un documento en que ella dejaba todo lo que poseía a su hija, que contaba entonces apenas diez años. A ella, según el documento, debían ser transferidas todas sus propiedades sin excepción. De igual manera, el documento lo designaba a él como el tutor legal de la pequeña. Mientras él lo escondía debajo de la almohada de la cama sobre la que ella estaba de cuerpo presente, se aproximó a la oreja sorda de la muerta, y susurró:

—Doña Orgullo, hace mucho tiempo que he decidido que, viva o muerta, debes compensarme con dinero.

De manera que ahora sólo quedaban ellos dos: ÉL y la niña pálida con el pelo color heno, la niña boba de ojos grandes, que más tarde se convertiría en su novia desposada.

Él se afanó en educarla acorde con sus deseos. Buscó a una mujer sin escrúpulos que la vigilase, y la encerró en una casa antigua, oscura y opresiva, y llena de secretos.

—Mi querida dama —le dijo—, ante usted tiene una mente que debe ser moldeada. ¿Me ayudará usted a domesticarla?

La mujer aceptó el encargo. A cambio del cual ella, también, esperaba su compensación económica. Y vaya si la obtuvo.

La chica fue educada en el temor a ÉL, y en la convicción de que jamás podría escaparse de su lado. Se la enseñó, desde el principio, a considerarlo su futuro marido, el hombre que algún día la desposaría; constituía aquél un destino sombrío y sin escapatoria, una certeza que no podía ser evitada. La pobre tonta era como cera blanca y suave en las manos de ambos, padrastro e institutriz, y aceptó todo cuanto se le dijo. Con el tiempo la niña se endurecería, y aquella nueva dureza se convertiría en su segunda naturaleza, inseparable de ella misma, y de la que sólo podría escaparse si previamente se le arrancaba la vida.

Durante once años habitó en aquella casa oscura y en el lóbrego jardín que la circundaba. La mantenían encerrada, puesto que él no soportaba que el aire o la luz la rozasen siquiera. Cegó las amplias chimeneas, cubrió las pequeñas ventanas, permitió que la hiedra se extendiese a su antojo cubriendo la fachada de la casa, y que el musgo se acumulase sobre los árboles frutales sin podar en el jardín amurallado por una pared de ladrillo rojo; y también que las malas hierbas ocultaran los caminos verdes y amarillos. La obligó a vivir rodeada de visones inequívocas de pesadumbre y desolación. Consiguió que creciera aterrorizada por el lugar y por las historias que se contaban sobre él, con el único objeto de —so pretexto de demostrarle lo infundados que eran esos cuentos— abandonarla sola, o bien obligarla a permanecer encogida de miedo en algún pasaje oscuro. Y cuando su mente se encontrara más indefensa, sobrecogida por inquietantes terrores, entonces él saldría de uno de los lugares secretos en los que solía esconderse a espiarla, y se presentaría entonces como su único salvador.

De esta manera, al serle presentado desde su infancia como la única persona en la que se personificaban tanto el poder de prohibir como el de aliviar, se aseguró una sombría influencia sobre la débil muchacha. Ella tenía veintiún años y veintiún días cuando ambos entraron en la lóbrega casa como marido y mujer; su sumisa esposa de tres semanas, medio tonta y asustada.

Por entonces, él había despedido ya a la gobernanta —pues aquello que le quedaba por hacer era mejor hacerlo sin testigos—, y ambos regresaron una noche de lluvia al escenario en el que ella había sido sometida a su larga preparación.

La lluvia se derramaba gota tras gota desde el tejado del porche cuando ella, parada en el umbral, se volvió hacia él y dijo:

—Oh, señor, ¡es el sonido del reloj de la muerte contando los segundos que me quedan!

—Bueno —respondió el—, ¿y qué si lo es?

—Oh, señor —respondió la joven—, tenga compasión de mí, y tenga misericordia. Le ruego que me disculpe. Haré todo lo que me pida si me perdona.

Aquélla se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta, junto con «Discúlpeme», y «Perdóneme».

Ella ni siquiera merecía su odio, y él no sentía por ella nada más que indiferencia. Pero hacía ya mucho tiempo que ella se interponía en su camino, y que él había perdido la paciencia, y su trabajo estaba prácticamente concluido, e inevitablemente éste tenía que ser llevado a su fin.

—¡Estúpida! —le dijo—. ¡Vete arriba!

Ella le obedeció con prontitud, murmurando mientras lo hacía: «Haré todo lo que usted me pida». Él se retrasó un rato todavía, mientras echaba todos los cerrojos de la pesada puerta —puesto que se encontraban solos en la casa, y él había pedido a los sirvientes que vinieran durante el día y se marcharan al anochecer— y, cuando entró en la habitación que habían preparado para la recién casada, la encontró encogida en la esquina más remota, como si la hubieran empotrado dentro. Tenía el pelo color heno desordenado alrededor de la cara, y sus ojos inmensos observaban al recién llegado con un vago terror.

—¿De qué tienes miedo? Ven aquí y siéntate a mi lado.

—Haré todo cuanto me pida. Le ruego que me disculpe, señor. ¡Perdóneme! —fue todo lo que ella pudo decir, con su perenne vocecita monótona.

—Ellen, aquí te dejo un documento. Debes copiarlo mañana, de tu propio puño y letra. No estaría de más que la gente te viese ocupada en ello. Cuando lo hayas copiado correctamente, y hayas corregido todos los errores, busca a dos personas cualquiera que estén en la casa en ese momento, y firma con tu nombre delante de ellos. Después guárdatelo en el corpiño, donde estará seguro, y cuando yo venga a sentarme mañana contigo, me lo darás sin que yo te lo pida.

—Lo haré todo con el mayor de los cuidados. Haré todo lo que usted desee.

—Entonces no tiembles de esa manera.

—Intentaré no temblar, ¡pero sólo si me perdona!

Al día siguiente, ella se sentó en su escritorio e hizo lo que él le había ordenado. Él se pasaba a menudo por la habitación para observarla, y en todas sus visitas la encontraba absorta en su papel, escribiendo con parsimonia. Se repetía para sí misma las palabras que copiaba de forma mecánica, y sin importarle el significado de las mismas, sin siquiera tratar de entenderlo. De ese modo completó su tarea. El la vio asimismo cumplir en todos sus particulares con las directrices recibidas. Y al llegar la noche, cuando se encontraban de nuevo a solas en su habitación de novia recién desposada, él aproximó su silla al fuego, y ella tímidamente se acercó hasta él, se sacó el papel del corpiño y lo puso en las manos del hombre.

El documento aseguraba que todas sus posesiones pasarían a manos de él si ella fallecía. Él la agarró y la miró a los ojos fijamente. Entonces le preguntó, con las palabras justas, y las más sencillas que pudo encontrar, si entendía lo que acababa de firmar.

Había manchas de tinta sobre el corpiño de su traje blanco, que hacían parecer su rostro más macilento aún de lo que solía ser, y sus ojos más grandes, mientras asentía con la cabeza. Había manchas de tinta sobre su mano, que utilizaba para jugar nerviosamente con sus faldas blancas, plantada de pie frente a él.

Él la agarró del brazo y la miró todavía más fijamente.

—¡Y ahora, muérete! No quiero saber nada más de ti.

Ella se encogió y reprimió un gemido de espanto.

—No voy a matarte. No pienso poner mi vida en peligro por tu causa. ¡Muérete!

Y a partir de entonces, subía cada día y se sentaba ante ella, en aquella lóbrega habitación preparada para los desposorios, y la espiaba a todas horas, aun de noche, y su mirada transmitía esa misma palabra fatídica en las ocasiones en las que no llegaba a pronunciarla con los labios. Cuando los ojos de la muchacha, grandes y ausentes de significado, abandonaban las manos, con las que se sostenía la cabeza, para implorar clemencia a la opresiva figura que permanecía sentada a su lado con los brazos cruzados y el ceño fruncido, lo que podían leer en aquella pétrea expresión de él era: «¡Muérete!». Cuando caía dormida y exhausta, era devuelta a la conciencia mediante un escalofriante susurro: «¡Muérete!». Cuando por fin lograba superar entre sufrimientos la noche interminable, y el sol se elevaba, inundando de luz la penumbrosa habitación, él la saludaba con la frase: «¿Cómo? ¿Otro día más y aún no te has muerto?».

Ocurrió durante una mañana de viento, antes de que amaneciera. El luego calculó que serían alrededor de las cuatro y media, pero ese día se había olvidado de darle cuerda a su reloj, y no podía estar seguro del todo de qué hora era. Ella se había deshecho de él durante la noche con un estremecedor e inesperado grito, el primero de una larga serie, y él se había visto obligado a taparle la boca con las manos. Entonces, ella se había arrastrado a un rincón de aquella habitación recubierta de paneles de manera, y se había quedado allí acurrucada, en silencio y sin moverse. Y él la había dejado en el rincón y había regresado a su silla con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

Entonces la vio venir hacia él arrastrándose por el suelo, más pálida aún bajo aquella luz mortecina del amanecer, el pelo desmadejado, y el vestido y su mirada salvaje, como impulsados por una mano torcida.

—¡Oh, perdóneme! Haré lo que desee. ¡Señor, le ruego que me diga que puedo vivir!

—¡Muérete!

—¿Tan resuelto está a que muera? ¿Es que no hay esperanza para mí?

—¡Muérete!

Sus ojos grandes se esforzaban en mirarle a través de la sorpresa y del terror; luego la sorpresa y el terror mutaron en reproche; y el reproche se convirtió a su vez en una oscura nada. Estaba hecho. Al principio él no estuvo seguro de que lo estuviera; lo estuvo, sin embargo, de que el sol de la mañana colgaba joyas en el pelo de ella; pudo ver diamantes, esmeraldas y rubíes, brillando entre el cabello en puntos diminutos. Entonces, al fin la cogió en brazos y la depositó sobre la cama.

Pronto fue la tierra donde la depositaron. Y por fin no quedaba nadie más, y él había obtenido con creces la compensación que se merecía.

Tenía la idea de viajar. En absoluto pretendía malgastar su dinero, puesto que era un hombre bastante rácano que disfrutaba indeciblemente cuando lo poseía (más que cualquier otra cosa, de hecho). Pero se encontraba cansado de aquella casa desolada, y anhelaba darle la espalda y no tener que volver a verla nunca más. Pero la casa valía dinero, y el dinero no podía tirarse así como así. Decidió venderla antes de partir. Contrató trabajadores que se ocuparan de los jardines, con el propósito de que la casa pareciera algo menos decrépita y así poder conseguir un precio más elevado por ella. Debían cortar la madera muerta, podar la hiedra que caía en grandes cantidades sobre las ventanas y las tejas, y despejar los caminos en los que las malas hierbas crecían hasta la rodilla.

El mismo trabajó con ellos. Se quedaba enfrascado en alguna tarea cuando los trabajadores se habían marchado, y una noche, hacia el crepúsculo, se encontró trabajando con una podadera. Era una noche de otoño, y su desposada llevaba muerta ya cinco semanas.

—Está oscureciendo demasiado para continuar trabajando —se dijo—. Debo dejarlo por hoy.

Detestaba la casa, y ya sólo entrar en ella le suponía un suplicio. Miró hacia el porche sombrío, que lo esperaba allí, como una tumba, y sintió que la casa estaba maldita. Cerca del porche, justo al lado de donde se encontraba en aquel momento, había un árbol cuyas ramas se balanceaban frente a la ventana de la habitación de la desposada, la habitación donde todo había ocurrido. El árbol giró de repente, y entonces él pegó un salto. El árbol volvió a moverse, aunque la noche estaba tranquila y no había viento. Miró hacia arriba, y vio una silueta entre sus ramas.

Era la silueta de un hombre joven, que lo miraba desde la copa del árbol. Las ramas se balancearon y crujieron; la silueta descendió con rapidez, y se deslizó hacia él. Era un hombre joven y bien formado, más o menos de la edad de la joven, con una larga melena de color castaño claro.

—¡Menudo ladronzuelo estás hecho! —le dijo, agarrándolo por el cuello.

El joven, al soltarse, le propinó un golpe con el brazo que le alcanzó la cara. Se prepararon para pelear, pero el joven dio un paso atrás, gritando con un vozarrón estremecedor:

—¡No me toques! ¡Preferiría que me tocase el diablo!

Él se quedó de pie, con la podadera en las manos, mirando al joven, puesto que la mirada del joven era como aquella mirada última de ella, y él no había creído que volvería a verla jamás mientras viviera.

—No soy un ladrón. Incluso si lo fuera, no tocaría ni una moneda de tu fortuna, aunque me bastara para comprar las Indias. ¡Asesino! —¡¿Qué?!

—Yo trepé por primera vez ese árbol —dijo el joven señalando el tronco que había a su espalda— una noche, hace cuatro años. Y lo hice solamente para así poder mirarla. Recuerdo cuando la vi allí, en la habitación. Hablé con ella. Desde entonces trepé por este árbol muchas noches, sólo para verla y escucharla. No era más que un niño que se refugiaba entre sus ramas, cuando ella me entregó esto desde la ventana.

Le enseñó un rizo de pelo color heno, atado con un fúnebre lazo negro.

—Su vida —continuó el joven— estuvo siempre marcada por el luto. Ella me dio esto como prueba de esa circunstancia, y como señal de que estaba muerta para todos excepto para ti. Si hubiera sido mayor, si la hubiera visto antes, tal vez podría haberla salvado de tus garras. Pero ella se encontraba ya presa en tu tela de araña la primera vez que trepé por el árbol. ¿Y qué esperanza me quedaba de poder liberarla?

Mientras desgranaba su historia se había ido abandonando poco a poco a un sollozo, débil al principio, que pronto se convirtió en un agitado llanto.

—¡Asesino! Trepé por el árbol la noche en que la trajiste de regreso convertida ya en tu esposa. Escuché de sus propios labios referirse al reloj de la muerte que contaba los segundos que le quedaban de vida. Tres noches, mientras permaneciste encerrado con ella, yo atisbaba desde las ramas, observándote mientras la matabas lentamente. Desde el árbol la vi muerta, tendida sobre su cama. Te he estado observando todo este tiempo, esperando hallar alguna prueba de tu culpabilidad. Todavía no puedo probar nada, ya que continúa siendo un misterio para mí la manera en que las cosas se han desarrollado. Pero no pienso dejarte en paz hasta que le hayas entregado tu vida al verdugo. ¡Nunca, hasta entonces, te librarás de mi presencia! ¡Yo la amaba! Nunca podré perdonarte. ¡Asesino! ¡Yo la amaba!

El sombrero del joven yacía junto al árbol. Se le había caído allí mientras descendía por el tronco. El muchacho comenzó a caminar en dirección a la verja. Para llegar hasta ella, tenía que pasar por su lado. Había espacio de sobra entre ambos. Dos carruajes podrían haberse cruzado perfectamente en aquel sendero sin que ninguno de ellos tuviese que modificar su trayectoria; el joven, mientras se alejaba, se separó del dueño de la casa todo cuanto le fue posible. Su rostro y sus propios movimientos evidenciaban su profunda repugnancia por aquel hombre. Este (y ahora me refiero al otro), mientras tanto, no había logrado mover un solo músculo desde que se detuviera para mirar al joven. Ahora giró su cara para seguirlo con los ojos. En el mismo momento en que el joven se encontraba frente a él, de espaldas, vio claramente una línea roja y curva que se extendía desde su propia mano hasta la desnuda nuca del chico. Supo entonces, incluso antes de usar la podadera, dónde había impactado su golpe fatídico. Digo «impactado», y no «habría impactado», puesto que, según su visión del asunto, la cosa estaba hecha incluso antes de que él lo acometiera. La podadera partió en dos la cabeza del muchacho, y se quedó allí atrancada. Vio cómo éste se desplomaba y cómo su cara se estampaba contra el suelo.

Enterró el cuerpo esa misma noche, a los mismos pies del árbol. Tan pronto como clareó el día se afanó en remover toda la tierra cercana al tronco, y cortó y cercenó todas las ramas y los arbustos cercanos. Cuando llegaron los trabajadores, no había nada en el lugar que hiciese pensar que allí había ocurrido un asesinato, así que nadie sospechó nada.

Sin embargo, en un instante de obcecación había echado por tierra todos sus proyectos, y destruido el plan triunfal que le había tenido ocupado durante tan largo tiempo y que había llevado a la práctica con tanto éxito. Había conseguido librarse de la desposada y heredar una fortuna sin poner en peligro su vida; pero ahora, con una muerte que no le reportaría jamás ganancia alguna, acababa de condenarse a vivir con una cuerda rodeándole el cuello.

Además, ahora se encontraba encadenado a aquella casa que tan cargada estaba de melancolía y de horror, y no se creyó capaz de soportarlo. Estaba obligado a vivir en ella, puesto que le asustaba venderla, o incluso dejarla abandonada, y que se descubriera algo en su ausencia. Contrató a un matrimonio de ancianos como criados, y decidió quedarse en ella, aunque presa de un continuo sobrecogimiento. Durante mucho tiempo, lo más difícil fue saber qué haría con el jardín. ¿Cuál sería la manera más segura de no atraer la atención hacia él? ¿Debía mantenerlo cuidado o, por el contrario, dejar que se echase a perder como antaño?

El mismo se consagró al mantenimiento del jardín, lo cual le mantenía entretenido por las tardes, en ocasiones requiriendo la ayuda del anciano, pero no permitiéndole nunca que trabajara él allí solo. Y se construyó un cobertizo que apoyó contra el árbol, de manera que pudiera sentarse en él, y asegurarse de que estaba todo bajo control.

Con el cambio de las estaciones, mutaba el árbol también, y su mente percibía la llegada de peligros que mutaban de igual modo en su imaginación. Durante el tiempo en que las hojas empezaron a crecer de nuevo, le pareció que las ramas superiores del árbol iban adoptando la forma de un hombre joven, y que replicaban con exactitud la silueta de alguien sentado sobre una rama que mecía el viento. Durante la época en que tocaba que cayeran las hojas, le pareció que éstas se desprendían formando palabras delatadoras sobre el sendero, o incluso que tenían tendencia a agruparse en protuberancias que recordaban a tumbas sobre el lugar en que el malhadado joven estaba enterrado. Durante el invierno, cuando el árbol se encontraba desnudo, se hallaba convencido de que las ramas se balanceaban repitiendo la versión fantasmal de aquel golpe que el joven le había dado, y que esos movimientos constituían abiertas amenazas. En la primavera, cuando la savia trepaba por el tronco, se preguntó si ínfimas partículas de sangre del muchacho estarían trepando transportadas por ella, para formar, de forma más obvia si cabe todavía este año que el pasado, la figura del joven balanceándose entre las hojas.

Sin embargo, consiguió multiplicar su dinero una vez y otra, y de nuevo una vez más. Estaba metido en negocios turbios, negocios que reportaban ganancias considerables, negocios secretos que lo convertían todo en oro. En el espacio de diez años había multiplicado su dinero tantas veces, que todos los comerciantes y los armadores que trataban con él no mentían —por una vez— cuando declaraban que sus tratos con él habían incrementado sus fortunas en un mil doscientos por ciento.

Cierto es que fue hace cien años cuando él vivió, y fue entonces cuando poseyó sus riquezas, y por entonces la gente desaparecía con facilidad. Sabía, además, quién era el joven al que había matado, puesto que supo que, cuando desapareció, se había organizado incluso una búsqueda. Pero poco a poco el asunto fue calmándose, y todo lo relacionado con el muchacho se olvidó.

El ciclo anual de los cambios físicos que afectaban al árbol se repitió diez veces más desde aquella noche fatídica en que el muchacho murió. Entonces se desató una gran tormenta sobre toda la comarca. Estalló a medianoche y estuvo rugiendo hasta bien entrada la mañana. Cuando amaneció, lo primero que su viejo sirviente le dijo fue que el árbol había sido alcanzado por un rayo.

El rayo había alcanzado al árbol de lleno, y lo había partido en dos: una de las mitades cayó contra la pared de la casa, y la otra contra un tramo de la vieja muralla de ladrillo rojo, y en su caída había abierto una hendidura. Se despertó una enorme curiosidad en toda la comarca por ver el árbol. El, que vio revivir sus antiguos miedos, se pasaba el día sentado en su cobertizo —ya era un hombre viejo por entonces— y se dedicaba a observar a la gente que peregrinaba hasta allí para contemplarlo.

Los curiosos comenzaron a acudir con rapidez, en un número tan alarmante que su propietario se vio obligado a clausurar la verja del jardín, y rehusó admitir a nadie más. Pero ocurrió que entre los visitantes se encontraban varios científicos que habían viajado desde una distancia considerable para estudiar el árbol, y él, en una hora fatídica, los dejó entrar. ¡Qué el demonio se los lleve a todos!

Querían excavar la ruina de árbol desde las raíces, y examinarlas con cuidado, y también la tierra a su alrededor. ¡Nunca! ¡No mientras él viviera! Le ofrecieron dinero. ¡Ellos! ¡Científicos, a los que podría haber comprado al peso con un garabato de su pluma! Los condujo una vez más hacia la verja del jardín, y echó el candado tras ellos.

Pero aquellos hombres no eran de los que aceptaban un no por respuesta, y sobornaron al anciano criado, un tipo desdichado y desagradecido que tenía el hábito, siempre que recibía su paga, de quejarse de que en realidad merecía más dinero por su trabajo. Entraron los científicos en el jardín por la noche armados con sus linternas, sus picos y sus palas, y se lanzaron sin más sobre los restos del árbol. El, mientras, descansaba en una habitación de la torre, al otro lado de la casa (la habitación de la desposada había permanecido sin ocupar desde que ocurrieron los fatídicos hechos que provocaron su muerte), pero no tardó en soñar con picos y palas. Un ruido le despertó y se levantó de la cama.

Se asomó a una ventana superior de aquel ala de la casa, desde donde pudo otear a los hombres con sus linternas, y también la tierra removida en un montículo en el mismo lugar en el que él mismo había hecho lo propio tantos años antes. Los científicos habían encontrado el cadáver. Los hombres se inclinaban sobre el muerto. Uno de ellos decía: «El cráneo está fracturado», y otro: «Mira, aquí están los huesos», y otro más: «Y aquí están las ropas», y a continuación el primero volvía a meter la pala mientras exclamaba: «¡Una podadera oxidada!».

A partir del día siguiente notó que lo estaban sometiendo a una estrecha vigilancia, y también que no le era posible ir a ninguna parte sin ser seguido. Antes de que transcurriera una semana, fue detenido y puesto a buen recaudo. Las circunstancias se fueron conjurando en su contra, con una maldad que parecía manar de la propia desesperación, así como de un apabullante buen juicio entre sus convecinos. ¡Escucha cómo se le aplicó la justicia de los hombres! Fue cargado con la acusación de haber envenenado a la joven en la habitación de la desposada. El, que había puesto tanto cuidado en no correr ningún peligro por su causa, que la había observado dejarse morir por causa de su propia incapacidad para vivir.

Se dudó por cual de los dos asesinatos debía ser juzgado primero; finalmente eligieron el que realmente había cometido, y lo encontraron culpable, y lo condenaron a muerte. ¡Desgraciados sedientos de sangre! Lo habrían acusado de cualquier cosa, tan convencidos estaban de que debía pagar con su propia vida.

Su dinero no podía salvarle, y fue ahorcado. Pues bien. He de decirle que yo soy él. Yo soy ese individuo. ¡Fue a mí a quien ahorcaron hace cien años en el castillo Lancaster, mientras me obligaban a mirar hacia la muralla!

Tras este terrorífico anuncio, el señor Goodchild trató de ponerse en pie y gritar. Pero las dos líneas de fuego que se extendían desde los ojos del anciano hacia los suyos le impedían siquiera moverse, y encontró que tampoco era capaz de emitir sonido alguno. Su sentido del oído, sin embargo, estaba intacto, y pudo escuchar el reloj dar las dos de la mañana. ¡Entonces, tan pronto como dieron las dos, vio que tenía delante a dos ancianos!

Cada uno de ellos conectando su mirada a la de él mediante dos líneas de fuego; cada uno de ellos exactamente igual al otro; cada uno de ellos dirigiéndose a él precisamente en el mismo instante; cada uno castañeando los mismos dientes de idéntica manera, con la misma nariz torcida encima de la cara, e idéntico rostro enrojecido. Dos ancianos. Diferenciándose en nada, iguales por completo, la copia tan real como el original a su lado, el segundo tan presente como el primero.

—¿A qué hora —preguntaron ambos— llegó usted a la puerta de entrada?

—A las seis en punto.

—¡Y había seis hombres en la escalera!

El señor Goodchild se secó el sudor frío de la frente, o intentó hacerlo, mientras los dos ancianos continuaban en una sola voz y al unísono:

—Me habían anatomizado, pero aún no habían vuelto a montar mi esqueleto para colgarlo de un gancho de hierro, cuando empezó a rumorearse que la habitación de la desposada estaba encantada. Estaba encantada, y era yo quien me encontraba allí.

¿O debería decir nosotros estábamos allí? Ella y yo estábamos allí. Yo, sentado en la silla próxima a la chimenea; ella, otra vez un desecho blanquecino que se arrastraba hacia mí sobre el suelo. Pero yo ya no era el que hablaba, y la única palabra que ella me repetía desde la medianoche hasta el amanecer era: «¡Vive!».

El joven también se encontraba con nosotros. Apostado sobre el árbol al otro lado de la ventana. Lo veía y dejaba de verlo dependiendo de la luz que la luna arrojaba sobre las ramas, mientras el árbol se balanceaba bajo su peso. Desde entonces ha estado allí, observándome en mi tormento, revelándose a mí de manera caprichosa en la luz pálida, o entre las sombras, sus idas y venidas con la cabeza descubierta, y la podadera incrustada en la coronilla.

En la habitación de la desposada cada noche, desde la medianoche hasta el amanecer —con la excepción de un único mes al año, como voy a explicarle— el joven se esconde entre las ramas del árbol, y ella avanza hacia mí arrastrándose por el suelo; siempre acercándose un poco más, pero nunca llegando hasta mí del todo; iluminada cada noche tan sólo por la pálida luna, tengamos luna o no la tengamos; siempre repitiendo la misma palabra entre la medianoche y el amanecer: «¡Vive!».

Pero cuando llega el mes en el cual me arrancaron la vida —el mes de treinta jornadas en el que nos encontramos ahora—, la habitación de la desposada permanece en calma y en silencio. No así mi antigua celda. No así las habitaciones en las cuales viví, sin descanso y aterrorizado, durante diez años enteros de mi vida. Todas ellas se encuentran a veces encantadas durante esos días. A la una de la madrugada, soy como me vieron cuando el reloj dio esa hora, un solo anciano. A las dos de la madrugada, me convierto en dos ancianos. A las tres, soy tres. Cuando llegan las doce del mediodía, soy doce ancianos. Uno por cada ciento por ciento de mis viejas ganancias. Cada uno de los doce, con doce veces mi misma capacidad de sufrimiento y agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres ancianos que agonizan ante premoniciones funestas, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce hombres arrancados de un plumazo de este mundo, balanceándose invisibles en los batientes del castillo de Lancaster, con doce rostros girados hacia la muralla!

La primera vez que la habitación de mi desposada fue encantada, se me hizo saber que este castigo no terminaría hasta que me fuera posible relatarle sus causas, y toda mi historia, a dos hombres vivos al mismo tiempo. He esperado año tras año a que dos hombres vivos entraran juntos en la habitación de la desposada. Fue inculcado a mi entendimiento —soy ignorante de la forma en que esto se hizo— que si dos hombres vivos, con los ojos bien abiertos, se encontraran en la habitación de la desposada a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.

Por fin, el rumor de que la estancia se encontraba espiritualmente turbada atrajo a dos hombres a vivir una aventura. Acababa de aparecerme cerca de la chimenea a las doce en punto —aparezco aquí como si la luz me revelase de súbito—, cuando los escuché subiendo las escaleras. Lo siguiente que vi fue a los hombres entrar en la habitación. Uno de ellos era un hombre activo, alegre y audaz, en lo mejor de su vida, de unos cuarenta y cinco años de edad; el otro tendría unos doce años menos. Traían una cesta repleta de provisiones, amén de varias botellas. Los acompañaba una mujer joven, con algo de leña y una bolsa de carbón para encender el fuego. Una vez que estuvo encendido, el más audaz, alegre y activo de los dos atravesó con ella la galería que se encuentra fuera de la habitación, y la acompañó escaleras abajo hasta que se encontró a salvo, y luego regresó riéndose a la habitación.

Cerró la puerta con llave, examinó la estancia, cubrió la mesa frente a la chimenea con los contenidos de la cesta —sin darse cuenta de mi presencia, sentado en el lugar indicado cerca de la chimenea a su lado—, llenó los vasos, y se dispuso a comer y a beber. Su compañero lo imitó. Sus maneras resultaban tan despreocupadas y alegres como las de él, aunque el hombre mayor parecía ser el líder del grupo. Una vez que hubieron cenado, sacaron sus pistolas y las pusieron sobre la mesa, se acercaron al fuego, y encendieron sus pipas compradas en el extranjero.

Habían viajado juntos, habían pasado mucho tiempo juntos, y poseían un gran número de temas sobre los que debatir. En mitad de su charla y de sus risas, el joven hizo referencia a la buena disposición que el de mayor edad siempre demostraba para cualquier aventura, ya fuera ésa o cualquier otra.

El otro contestó con las siguientes palabras:

—No lo creas, Dick; aunque no me asuste ninguna otra cosa, yo mismo me doy miedo a veces.

Su acompañante le preguntó en qué sentido se daba miedo, y cómo, aunque sus palabras denotasen que comenzaba a mostrar signos de cansancio.

—Pues te lo diré —contestó—: hay un fantasma que debe ser probado que es falso. ¡Bueno! No puedo decirte adonde se iría mi buen juicio si estuviera solo aquí, o qué jugarretas me harían mis propios sentidos si me tuvieran a su disposición. Pero en compañía de otro ser humano, y especialmente de ti, Dick, me atrevería a desmentir a todos los fantasmas que en el universo entero hayan sido.

—No tenía la más mínima idea de que mi presencia resultara de tanta relevancia hoy —dijo el otro.

—Pues así es —continuó el líder, hablando con más seriedad de lo que lo había hecho hasta entonces—. Es más, por las razones que acabo de darte, no habría de ningún modo aceptado pasar la noche aquí solo.

Quedaban pocos minutos para que diera la una de la mañana. El joven había comenzado a dar cabezadas mientras su amigo le confiaba este último comentario, y al término del mismo su cabeza se hundió incluso más en su pecho.

—¡Dick! ¡Mantente alerta! —dijo el líder divertido—. Las horas pequeñas son las más terribles de todas.

El joven lo intentó, pero su cabeza volvió a caer.

—¡Dick! —le urgió el líder—. ¡Mantente despierto!

—No puedo —murmuró el joven—. No sé qué influencia nefasta se cierne sobre mí, pero no puedo.

Su compañero lo miró con un súbito espanto, y yo fui partícipe de aquel horror a mi manera; el reloj dio la una, y sentí que conseguía someter al segundo observador, y que la maldición sobre mí me obligaba a hacer que se durmiera.

—¡Levántate y anda, Dick! —gritó el líder—. ¡Inténtalo!

En vano se acercó a la silla del durmiente y le zarandeó. Sonó la una, y el hombre de mayor edad pudo verme, y se quedó petrificado ante mí.

A él solo me vi obligado a contarle mi historia, sin esperanza alguna de sacar beneficio de ello. Ante él fui solamente una aparición terrorífica, realizando una confesión inútil. Entendí que estaba condenado a repetir la misma situación de nuevo. Dos hombres vivos entrarían juntos, pero no para liberarme. En cuanto me hiciera visible, uno de los dos se dormiría, y no me vería ni me oiría. Mi historia nunca sería relatada más que a un solitario testigo, y sería para siempre inútil. ¡Oh, tristeza!

Mientras los dos ancianos así hablaban, mesándose las manos, el señor Goodchild tuvo la súbita revelación de encontrarse en la situación terrible de estar solo con el espectro, y de que la inmovilidad del señor Idle respondía al hecho de que había sido hechizado al sueño justamente a la una en punto de la madrugada. A pesar del espanto indescriptible que le produjo tal revelación súbita, forcejeó con tal ansiedad por verse libre de los cuatro hilillos de fuego, que finalmente logró romper la ligazón. Una vez estuvo así liberado, recogió al señor Idle del sofá, y juntos se precipitaron escaleras abajo.

Extraído de «El perezoso viaje de dos aprendices ociosos».

 

publicado en Household Words (1857),

 

y escrito en colaboración con Wilkie Collins