Stevenson: Janet la torcida

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Janet la Torcida
Robert Louis Stevenson
El reverendo MurdochSoulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia
del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro
sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida sin
familia ni criado ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa
parroquial situada bajo el HangingShazv, un pequeño bosque de sauces. A
pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e
inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente
sobre el futuro del impenitente, parecía que su visión atravesara las tormentas
del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a
prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente
afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de
Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada
diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la
naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su
comportamiento en el púlpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto
de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo
normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet
se lamentaba.
La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos,
con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos
fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado -ya muy al inicio del
ministerio del señor Soulis- a ser evitada en las horas del anochecer por todos
aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres
respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la
vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario.
Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La
casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón
dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary,
situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco
rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La
casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada
no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por
un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que
bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan
nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El
reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz
alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.
Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más
atrevidos se lanzaban -con el corazón latiéndoles a pleno ritmo- a jugar a
«seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que
rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de
común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se
adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado
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paraje. Pero mucha de la gente, incluso de la parroquia, ignoraba los
acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del señor
Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir
nada -por ser de naturaleza reservada- y otros temían hablar sobre aquel
asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado
por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida
solitaria del reverendo.
Cincuenta años atrás, cuando el señor Soulis llegó por primera vez a Balweary,
aún era un hombre joven -un mozo, decía la gente- lleno de sabiduría
académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su
edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más
jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra;
pero los hombres y las mujeres mayores -preocupados y serios- se
conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso,
y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días
de los moderados… malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas:
ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. Incluso entonces había
gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la
universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con
ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados
durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en
el corazón. No cabía duda alguna de que el señor Soulis había estado en la
universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas
cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros -más de
los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio-, y harto trabajo le
costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del
Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin
duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía
falta tantos, sobre todo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría
en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad
del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era
poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó
que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente
para alguien tan joven y con escasa experiencia.
De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que
cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas.
Le recomendaron a una vieja de mala reputación -Janet M’Clour, la llamaban- y
le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le
aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que
sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se
había apartado de la sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían
visto hablando sola en Key’s Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños
para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien
recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría
hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le
comentó que Janet estaba poseída por el demonio, le pareció un rumor sin
fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor, trató de
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convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el
demonio estaba misericordiosamente comedido.
Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M’Clour iba a entrar a servir en la
casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas
buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su
casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta
las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente;
normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin
intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía
una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un
viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada
sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la
cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del
río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La
vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas
señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y
justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo
reverendo!
-Mujeres -dijo él, que tenía una voz magnífica-, en nombre de Dios les ordeno
que la suelten.
Janet corrió hacia él -estaba realmente aterrorizada-, se le abrazó y le rogó en
nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron
todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.
-Mujer -le dijo a Janet-, ¿es eso verdad?
-Pongo a Dios por testigo -dijo ella- y como me hizo Dios que no es verdad ni
una palabra. Aparte del hijo -dijo ella-, he sido una mujer decente toda mi vida.
-¿Renuncias -dijo el señor Soulis-, en nombre de Dios y ante mí, su indigno
pastor, renuncias al diablo y a sus obras?
Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que
aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca.
Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo
delante de todos.
-Y ahora -dijo el señor Soulis a las señoras-, vayan a sus casas y pidan perdón
a Dios.
Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la
acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora.
Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente
seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal
miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres
permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.
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Janet venía bajando por la aldea -ella o alguien que se le parecía, nadie podría
decirlo con certeza- con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado,
como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un
cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le
preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no
pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los
dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de
Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero
no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a
llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M’Clour, pues para ellos la vieja ya
estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera
al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de
la gente que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la
molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas
con ella bajo el Hanging Shaw.
Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel
negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde
escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las
doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al
principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a
Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora
hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie
discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre,
al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.
A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas
tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a
Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez,
estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los
valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que
caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y
continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias.
Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni
dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba
escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre
obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de
casa.
Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra
vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el
cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera
la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos
del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un
sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado
oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando
en círculos sobre el viejo cementerio.
Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le
pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se
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asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí
sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio
sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus
ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros
muchas veces, pero en este había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor
que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a
pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre
negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar
torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo.
Este aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y
corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió
detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del
tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que
un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta
que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las
aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.
Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se
tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y,
mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no
había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a
nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de
miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró
con Janet M’Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta
de verle. En ese instante, recordó que cuando la vio por primera vez sintió la
misma escalofriante sensación de terror.
-Janet -dijo-, ¿has visto a un hombre negro?
-¡Un hombre negro! -dijo ella- ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera,
reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.
Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como
un poni con el freno de la brida en la boca.
-Bueno -dijo él-. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el
inquisidor de la Hermandad.
Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la
boca.
-Caray -dijo ella-, debería darle vergüenza, reverendo -dijo dándole un poco de
coñac que tenía siempre a mano.
Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era
una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no
especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa
está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había
ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era
un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría
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por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo
hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen
que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en
los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría
como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un
bebé recién bautizado y no pensaba en nada.
Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En
la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua profunda y
negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba
de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De
pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma
sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó
de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía
era un fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella
pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la
suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había
hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba
hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una
sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo.
El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer,
vieja y afligida, sin amigos salvo él.
Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca -porque el
corazón le saltaba en el pecho- y, al atardecer, se fue a la cama.
Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del
diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero
aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy
extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella ni una gota de aire. Uno no
podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se
quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en
la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.
Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le
quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces
oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el
páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas
chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó
estar enfermo; y enfermo estaba, pero… poco sospechaba de qué enfermedad.
Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y
volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo -quizá por
el frío que sentía en los pies-, pero se le ocurrió de repente que había una
cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo
en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se
oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a
continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó
estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a
estar silencioso como una tumba.
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El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió
una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la
abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una
habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles
grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro
postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de
teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas
cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo
Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró -pocos
le habrían seguido-, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro
de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las
grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del
reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por
sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio
a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún
reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la
boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.
«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está
muerta.»
Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el
pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada
de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para
remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la
oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la
vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a
paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la
mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba
empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el pálpito de su propio corazón.
Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta,
cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían
pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la
puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con
llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a
la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.
Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan
sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra
punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía
tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra;
nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle
abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras
dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con
cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.
Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» -dijo-, «dame fuerza para luchar
esta noche contra el poder del mal.»
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Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la
mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa
palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo
susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el
cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la
cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro –
viva, se podría decir… muerta, como bien sabía el reverendo Soulis-, en el
umbral de la casa.
Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo,
pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí
mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el
señor Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal
de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a
hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo
un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces
chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto,
aquello era el final.
-¡Bruja, diablo! -gritó-, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si
estás muerta o al Infierno si estás condenada.
Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí
mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo
apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de
azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron
los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El
reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia
la aldea.
Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran
Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la
posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M’Llellan le vio cruzando los
oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien
ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había
marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en
Balweary.
Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en
la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser
el mismo.
FIN
«Janet Thrawn»,
The Merry Men and Other Tales and Fables, 1887