dickens: cuatro historias de fantasmas

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 CUATRO HISTORIAS DE FANTASMAS

La primera historia

 

 

Hace unos pocos años, un reconocido artista inglés recibió el encargo por parte de una tal Lady F** de pintar un retrato de su marido. Se acordó que el encargo se realizaría en la mansión de F** Hall, en el campo, pues los compromisos del pintor eran demasiados como para permitirle dar comienzo a un nuevo trabajo hasta que hubiese terminado la temporada en Londres.

Comoquiera que él se hallase en términos de estrecha amistad con sus patrocinadores, el arreglo fue satisfactorio para todas las partes, y el 13 de septiembre el artista partió con buen ánimo para realizar su encargo.

Tomó, pues, el tren con destino a la estación más próxima a F** Hall, y cuando entró en su vagón se dio cuenta de que viajaría solo. En cualquier caso, su soledad no se vio prolongada mucho tiempo. En la primera parada después de Londres, subió al vagón una joven dama que se sentó en la esquina opuesta a él. Tenía un aspecto delicado, con una sorprendente mezcla de dulzura y de tristeza en su semblante, algo que un hombre observador y sensible como él no podía pasar por alto. Durante un rato ninguno de los dos abrió la boca. Sin embargo, una vez fue avanzando el recorrido, el caballero se decidió a deslizar los habituales comentarios que se suelen hacer en tales circunstancias, acerca del tiempo o del paisaje; así, una vez roto el hielo, finalmente entraron en conversación. Hablaron de pintura, cómo no. El artista se hallaba bastante sorprendido por los conocimientos que ella parecía tener sobre su obra y sobre él mismo. Estaba bastante seguro, sin embargo, de no haber visto nunca antes a aquella mujer. Su sorpresa no disminuyó en absoluto cuando, de pronto, ella le preguntó si sería capaz de pintar, de memoria, el retrato de una persona a la que sólo hubiese visto una vez, o a lo sumo dos. El dudaba qué responder cuando ella añadió:

—¿Cree usted, por ejemplo, que podría pintarme de memoria?

El replicó que no estaba seguro del todo, aunque quizás podría hacerlo si se lo proponía.

—Bien —dijo ella—, pues fíjese en mí. Tal vez así se haga una idea de mi aspecto.

El atendió aquella extraña petición y ella entonces preguntó con impaciencia:

—Y bien, ¿cree que sería capaz de hacerlo?

—Creo que sí —respondió él—, aunque no podría asegurarlo.

En ese momento el tren se detuvo. La joven se levantó de su asiento, sonrió de forma enigmática al pintor y se despidió de él, añadiendo mientras salía del vagón:

—Espero que volvamos a encontrarnos pronto.

El tren partió traqueteando, y Mr H** —el artista— quedó sumido en sus reflexiones.

Llegó a su destino a la hora prevista y comprobó que el carruaje de Lady F** ya estaba allí para recogerle. Tras un agradable recorrido, llegó a su lugar de destino, sito en uno de los condados aledaños a Londres, y fue depositado frente a la puerta principal de la casa, en donde sus anfitriones le aguardaban para recibirle. Una vez intercambiados los amables saludos de rigor, el pintor fue conducido a su habitación, pues estaba ya próxima la hora de la cena.

Tras completar su aseo, bajó a la sala de estar. Mr H** quedó gratamente sorprendido al ver, sentada en una butaca otomana, a su joven compañera de trayecto en el vagón del tren. Ella le saludó con una sonrisa y él la correspondió con una inclinación de reconocimiento. Se sentaron juntos durante la cena, y ella se dirigió a él en dos o tres ocasiones, interviniendo en la conversación general, sintiéndose a sus anchas. Mr H** no tuvo duda alguna de que se trataba de una amiga íntima de su anfitriona. La velada transcurrió de la forma más agradable. La conversación giró en torno a las bellas artes en general y, durante un rato, sobre la pintura en particular. Sus anfitriones suplicaron a Mr H** que les mostrase alguno de los bocetos que había traído consigo desde Londres. El artista los sacó al momento, y la joven mostró un despierto interés por ellos.

Ya era tarde cuando la reunión se disolvió y sus miembros se retiraron a sus respectivos aposentos.

Al día siguiente, temprano, Mr H** se vio tentado por la soleada mañana a abandonar su dormitorio y dar un paseo por los jardines. La sala de estar daba hacia el jardín; preguntó a un criado que se hallaba ocupado organizando el mobiliario si la joven dama ya había bajado.

—¿Qué dama, señor? —preguntó sorprendido el hombre.

—La joven que cenó aquí anoche.

—Ninguna joven cenó aquí anoche, señor —respondió el hombre mirándole fijamente.

El pintor no añadió nada más, pensando para sí que el criado debía de ser bastante estúpido o bien que debía de tener muy mala memoria. Por tanto, tras abandonar el lugar, se adentró paseando en el jardín.

De regreso a la casa se topó con su anfitrión, con el que intercambió las acostumbradas salutaciones matutinas.

—¿Se ha marchado su rubia y joven amiga? —apuntó el artista.

—¿Qué joven amiga? —inquirió el dueño del caserón.

—Esa joven que cenó aquí anoche con nosotros —respondió Mr H**.

—No logro adivinar a quién se refiere —replicó el caballero, bastante sorprendido.

—¿No hubo una joven dama que cenó y pasó la velada aquí ayer con nosotros? —insistió Mr H**, desconcertado.

—Pues no —respondió su anfitrión—. Desde luego que no. A la mesa no había nadie más que usted, mi esposa y yo mismo.

Después de aquello, no volvió a tratarse el asunto, si bien nuestro artista se resistía a creer que se trataba de alguna ilusión. Si todo aquello había sido un sueño, ciertamente constaba de dos partes. Estaba tan seguro de que aquella dama había sido su acompañante en el vagón, como de que había estado sentada junto a él durante toda la cena. En cualquier caso, todos en la mansión, salvo él, parecían desconocer su existencia.

Finalizó el retrato que le había sido encargado y volvió de nuevo a Londres.

Durante dos años continuó con su trabajo, esforzándose y acrecentando con ello su reputación. No obstante, durante todo aquel tiempo, no olvidó ni una sola de las facciones de su pálida compañera de viaje. No contaba con pista alguna que le ayudase a desvelar su origen, o siquiera su identidad. Pensaba a menudo en ella, pero no le habló a nadie del asunto. Había algún misterio en aquello que le imponía guardar silencio. Se trataba de algo extraño, disparatado, totalmente inenarrable.

Y ocurrió que Mr H** acudió a Canterbury por negocios. Un viejo amigo suyo —a quien llamaremos Mr Wylde— residía en aquella ciudad. Estando Mr H** deseoso de verle, y puesto que contaba con escasas horas para su visita, le escribió una nota tan pronto como llegó al hotel, rogando a Mr Wylde que se reuniese allí con él. A la hora fijada, se abrió la puerta de su habitación y le fue anunciada la visita de Mr Wylde. Cuando lo vio, al artista le resultó un completo desconocido, y el encuentro entre ambos fue un tanto embarazoso. Daba la impresión, según lo expuesto, de que su amigo había dejado Canterbury hacía algún tiempo, y de que el caballero que ahora se encontraba cara a cara frente a él era otro Mr Wylde, a quien habían entregado la nota destinada para el ausente, y que había acudido a la cita pensando que se trataba de algún asunto de negocios.

La frialdad de la sorpresa inicial se disipó y los dos caballeros entablaron una conversación algo más cordial, puesto que Mr H** mencionó su nombre y éste no era del todo desconocido para su visitante. Tras haber conversado durante un breve lapso, Mr Wylde preguntó al artista si alguna vez había pintado, o si sería capaz de hacerlo, un retrato basado en una mera descripción. Mr H** respondió que nunca había hecho tal cosa.

—Le hago esta extraña pregunta —dijo Mr Wylde— porque, hará unos dos años, perdí a mi querida hija. Era hija única y yo la quería de todo corazón. Su pérdida supuso un gran sufrimiento para mí, y lamento profundamente no tener ningún recuerdo suyo. Usted es un hombre de probado genio. Si pudiese pintarme un retrato de mi niñita, le estaría de lo más agradecido.

Entonces, Mr Wylde describió los rasgos y el aspecto de su hija, y el color de sus ojos y de su cabello, e intentó darle una idea de la expresión de su rostro. Mr H**, escuchando atentamente y compadeciéndose de su dolor, realizó un apunte. No tenía ni idea de su apariencia, aunque tenía la esperanza de que el afligido padre lo tuviese en cuenta, pero éste sacudió la cabeza al ver el boceto, y dijo:

—No, no se le parece nada.

El artista volvió a intentarlo y de nuevo fracasó. Los rasgos estaban bien, pero la expresión no era la suya, y el padre desistió, agradeciendo a Mr H** sus esfuerzos, aunque desesperando de cualquier resultado positivo. Súbitamente, un pensamiento sacudió al pintor; tomó otra hoja de papel, hizo un rápido y vigoroso bosquejo y se lo alargó a su acompañante. Al momento la cara del padre se iluminó con una brillante mirada de reconocimiento, al tiempo que exclamaba:

—¡Es ella! ¡Es seguro que debe de haber visto usted a mi hija, o jamás habría podido alcanzar un parecido tan asombroso!

—¿Cuándo falleció su hija? —preguntó el pintor, presa de la agitación.

—Hará dos años, el 13 de septiembre. Murió al atardecer, tras una breve enfermedad.

Mr H** consideró el asunto, pero no hizo mención alguna de sus cavilaciones. La imagen de aquel pálido rostro se había grabado profundamente en su memoria; ahora se cumplían las extrañas y proféticas palabras que ella había pronunciado tanto tiempo antes.

Unas pocas semanas después, habiendo terminado un bello retrato de cuerpo entero de la dama, se lo envió a su padre, y todos cuantos lo vieron declararon que el parecido era exacto.

La segunda historia

 

 

Entre las amistades de mi familia se contaba una joven dama suiza quien, con tan sólo un hermano, se quedó huérfana durante su infancia. Ella y su hermano fueron criados por una tía; y los niños, que tuvieron que apoyarse mutuamente, crecieron muy unidos entre sí. A la edad de veintidós años, el hermano se vio obligado a partir hacia la India, y vio que se acercaba el terrible día en que habría de separarse de la joven. No es necesario describir aquí la agonía por la que pasan las personas bajo tales circunstancias, pero la forma que buscaron estos dos hermanos para mitigar la angustia de su separación fue del todo singular. Acordaron que si cualquiera de ellos fallecía antes del regreso del joven, el que hubiera muerto habría de aparecérsele al otro.

El joven partió y, entretanto, su hermana se casó con un caballero escocés, abandonó su casa, pasando a ser la alegría y la inspiración del hogar de su marido. Resultó ser una esposa devota, que nunca olvidó a su hermano. Solían intercambiar correspondencia con cierta regularidad, y los días en que ella recibía cartas desde la India eran los más felices del año.

Un frío día de invierno, transcurridos dos o tres años desde su matrimonio, estaba ella sentada haciendo sus labores junto a un animado fuego en su propio dormitorio, situado en la planta superior de la casa. Se hallaba muy atareada cuando un extraño impulso la hizo levantar la cabeza y mirar a su alrededor. La puerta se encontraba ligeramente abierta y, junto a la gran cama antigua, había una figura que, en un rápido vistazo, ella reconoció como la de su hermano. Con un grito de emoción se puso en pie y corrió hacia él exclamando:

—¡Oh, Henry! ¿Cómo has podido darme esta sorpresa? ¡No me dijiste que ibas a venir!

Pero él hizo un gesto con la mano, tristemente, como prohibiéndola acercarse, y ella se paró en seco. Él se le acercó unos pasos y dijo con una voz suave y profunda:

—¿Recuerdas nuestro pacto? He venido para cumplirlo.

Y acercándose más a ella la tomó por la muñeca. Su mano estaba fría como el hielo, y su tacto provocó en ella un escalofrío. Su hermano sonrió, con una sonrisa apagada y triste; hizo un gesto de despedida con la mano, dio media vuelta y abandonó la habitación.

Cuando ella se hubo recuperado de un largo desvanecimiento, se dio cuenta de que en su muñeca había una marca; ya no desaparecería nunca. El siguiente correo que llegó de la India traía un despacho en el que se le informaba del fallecimiento de su hermano; había sido aquel mismo día y a la misma hora en que él se la había aparecido en el dormitorio.

La tercera historia

 

 

A orillas de las aguas del estuario del Forth vivía, hace ya muchos años, una familia de antigua raigambre en el reino de Fife. Se trataba de unos jacobitas, francos y hospitalarios. La familia estaba formada por el hacendado o terrateniente —un hombre de edad avanzada—, su esposa, tres hijos varones y cuatro hijas. Los hijos fueron enviados a ver mundo, aunque no a prestar servicios a la familia reinante. Las hijas eran todas jóvenes y estaban solteras. La mayor de ellas y la más joven se hallaban estrechamente unidas entre sí. Compartían el dormitorio y el lecho, y no había secretos entre ambas. Sucedió que entre aquellos que visitaban la vieja mansión, llegó un joven oficial de la marina, cuyo bergantín de guerra recalaba a menudo en las bahías cercanas. Fue bien acogido, y floreció entre él y la mayor de las hermanas un tierno idilio.

Las perspectivas de aquel enlace no complacían a la madre en absoluto y, sin siquiera explicarles los motivos, los amantes fueron conminados a separarse. El argumento esgrimido fue que en aquel momento no podían permitirse económicamente contraer matrimonio, y que debían esperar a que llegasen mejores tiempos. Aquélla era la época en que la autoridad de los padres —sobre todo en Escocia— equivalía poco menos que a un decreto del destino, y la joven sintió que no le quedaba nada por hacer salvo despedirse de su amado. El, sin embargo, no se resignó. Era un hombre gallardo y bienintencionado, así que, acogiéndose a la palabra de la madre, tomó la determinación de hacer lo imposible para aumentar su fortuna.

En aquel tiempo tenía lugar una guerra contra alguna potencia del norte —creo que era Prusia—, y el amante, que contaba con las simpatías del almirantazgo, solicitó ser enviado al Báltico. Su deseo se vio cumplido. Nadie se opuso a que los jóvenes pudieran despedirse; así, lleno él de esperanzas y desalentada ella, se separaron. Convinieron escribirse tan pronto como les fuera posible. Dos veces por semana —los días en que llegaba el correo al pueblo vecino— la hermana más joven montaba en su pony e iba al pueblo en busca de las cartas. Cada carta que llegaba provocaba en ella una sensación de gozo contenido. Muy a menudo, las hermanas se sentaban junto a la ventana para escuchar el rugido del mar entre las rocas durante una velada entera del crudo invierno, esperanzadas y rezando por que cada luz que brillaba en lontananza fuese la señal luminosa colgada del mástil del bergantín del amado acercándose. Pasaron muchas semanas en las que sus esperanzas se vieron postergadas y, de pronto, se produjo una tregua en la correspondencia. Con el paso de los días, el correo dejó de traer cartas desde el Báltico, y la agonía de las hermanas, sobre todo de la que se había prometido, se tomó casi insoportable.

Como ya he mencionado, ambas dormían en la misma habitación y su ventana estaba orientada a las aguas del estuario. Una noche, la hermana menor se despertó debido a los fuertes lamentos de la hermana mayor. Habían llevado una vela a su habitación para así poder ver, y la habían colocado en el alféizar de la ventana, pensando (pobrecillas) que senaria como faro al bergantín. En el candor de la vela, la pequeña vio cómo su hermana se revolvía en un molesto sueño. Tras haber dudado unos instantes, tomó la decisión de despertar a la durmiente, que, dejando escapar un chillido y sujetándose el pelo hacia atrás con las manos, exclamaba:

—¿Qué has hecho? ¿Qué es lo que has hecho?

Su hermana trató de serenarla y le preguntó con suavidad si algo le asustaba.

—¿Asustada? —respondió, aún muy excitada—. ¡No! ¡Pero le he visto! Entró por esa puerta y se acercó hasta los pies de la cama. Parecía muy pálido y su pelo estaba mojado. Estaba a punto de hablarme cuando tú le ahuyentaste. ¡Oh! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?

No es que yo crea que el fantasma de su amado se le apareció realmente, pero el hecho es que el siguiente correo que llegó desde el Báltico informaba de que el bergantín, con todos sus tripulantes a bordo, se había ido a pique durante una galerna.

La cuarta historia

 

 

Cuando mi madre era una niñita de ocho o nueve años y vivía en Suiza, el conde R** de Holstein se trasladó, por causa de su salud, a la ciudad de Vevey, en donde tomó una casa con la intención de permanecer allí durante dos o tres años. En seguida trabó conocimiento con mis abuelos maternos, y dicha relación desembocó en una amistad. Se reunían constantemente y cada vez tenían mayor afinidad entre sí. Conociendo las intenciones del conde, en lo que a su estancia en Suiza se refería, mi abuela se sorprendió mucho cuando una mañana recibió de él una breve nota en la que le informaba de que, de modo urgente, se veía obligado a regresar a Alemania aquel mismo día por unos inesperados asuntos. En la misiva añadía que sentía mucho tener que partir, aunque debía hacerlo; y terminaba deseándole toda clase de parabienes, y esperando que tuviesen ocasión de reencontrarse algún día. Marchó de Vevey aquella tarde y nada más se supo de él ni de sus misteriosos asuntos.

Transcurridos unos pocos años desde su partida, mi abuela y uno de sus hijos fueron a Hamburgo a pasar una temporada. Llegó a oídos del conde R** la noticia y, teniendo deseos de verles, les invitó a su castillo de Breitenburg, donde se quedaron durante unos días. Se trataba de un paraje bello y agreste, y el castillo, una enorme mole, era una reliquia de los tiempos feudales. Como ocurre con la mayoría de los vetustos lugares de esa clase, se decía que estaba hechizado. Desconociendo la historia en la que se basaban tales habladurías, mi madre incitó al conde a que se la relatase. Tras algunas dudas y reparos, el anciano consintió en ello.

—Existe una habitación en esta casa —comenzó— en la que nunca nadie ha podido dormir. Se escuchan constantemente ruidos cuya procedencia es desconocida y que suenan como un incesante movimiento y chirrido de muebles. Hice vaciar la habitación, hice retirar el antiguo suelo y mandé colocar uno nuevo, pero los ruidos no desaparecieron. Al final, desesperado, la hice tapiar. Esta es la historia de ese cuarto.

Hacía unos siglos había morado en aquel castillo una condesa cuya caridad hacia los pobres y cuya gentileza hacia todo el mundo no tenían parangón. Por todas partes se la conocía como «la Buena Condesa R**» y todos la apreciaban. La habitación en cuestión era su alcoba. Una noche la despertó una voz que oyó junto a ella y, cuando miró fuera de la cama, vio, a la débil luz de su lámpara, a un hombrecillo diminuto, como de un pie de altura, junto a su lecho. Ella estaba del todo sorprendida y él le habló diciendo:

—Buena Condesa de R**, vengo a pedirle que sea la madrina de mi hijo. ¿Acepta usted?

Ella asintió y él le dijo que volvería a buscarla al cabo de unos pocos días para asistir al bautizo; con esas palabras el hombrecillo se evaporó de la habitación.

A la mañana siguiente, reflexionando sobre los incidentes de aquella noche, la condesa llegó a la conclusión de que todo era producto de un extraño sueño y no le dio más vueltas. Sin embargo, pasados quince días, cuando ya había olvidado por completo el sueño, fue de nuevo despertada a la misma hora y por el mismo pequeño individuo, quien dijo que venía a reclamar el cumplimiento de su promesa. Ella se levantó, se vistió y siguió a su diminuto guía escaleras abajo por el castillo. En el centro del patio de armas había —y aún sigue habiendo— un pozo de brocal cuadrado, muy profundo y que se extendía lejos, por debajo del edificio, hasta quién sabe dónde. Habiendo llegado junto al pozo, el hombrecillo vendó los ojos a la condesa y, ordenándole que no tuviese temor y que le siguiese, descendieron por unos peldaños desconocidos. Esta situación era nueva y extraña para la condesa, y se sintió incómoda, pero decidió que, a pesar de cualquier riesgo que pudiera correr, una promesa era una promesa, y que llevaría aquella aventura hasta el final.

Llegaron así hasta el fondo del pozo, y cuando su guía le retiró la venda de los ojos, la condesa se encontró en una habitación llena de personas tan pequeñas como el hombrecillo. El bautizo tuvo lugar, y la condesa ejerció de madrina. Al concluir la ceremonia, cuando la dama estaba a punto de despedirse, la madre del bebé cogió un puñado de astillas de un rincón y las metió en el mandil de su visitante.

—Ha sido usted muy amable amadrinando a mi hijo, buena Condesa de R** —le dijo—, y su generosidad no quedará sin recompensa. Cuando se levante usted mañana, estas astillas que le he dado se habrán transformado en metal. Con él debe usted hacer fundir inmediatamente dos peces y treinta silberlingen —una moneda alemana—. Cuando los tenga tallados, cuídelos con esmero, pues, durante el tiempo que permanezcan en su familia, todo será prosperidad; pero si alguno de ellos se pierde alguna vez, padecerán miserias sin cuento.

La condesa se lo agradeció y les deseó a todos lo mejor. Tras cubrirle de nuevo los ojos con la venda, el hombrecillo la condujo sana y salva fuera del pozo, y a su propio patio, en donde le retiró el vendaje. Nunca más volvió a verle.

Al día siguiente, cuando la condesa despertó, se sintió confusa. Le pareció que todo lo que había pasado aquella noche había formado parte de algún extraordinario sueño. Mientras estaba en su toilette, recapacitó detalladamente sobre todo lo sucedido, y se descubrió devanándose los sesos mientras le buscaba alguna explicación. Se encontraba en estas tribulaciones cuando pasó la mano sobre su mandil y se sorprendió al notar que estaba anudado; cuando lo desató, encontró entre los pliegues un montón de astillas de metal. ¿Cómo habrían llegado hasta allí? ¿Había sido el sueño real? ¿Acaso no había soñado con el hombrecillo y el bautizo? Durante el desayuno se decidió a contar la historia a los demás miembros de la familia. Todos estuvieron de acuerdo en que, significase lo que significase aquel obsequio, no debían despreciarlo. Por lo tanto, convinieron que debían fabricarse los dos peces y las monedas, y que habrían de ser cuidadosamente custodiados entre las reliquias familiares. El tiempo transcurrió y todo empezó a prosperar en la casa de los R**. El rey de Dinamarca les colmó de honores y privilegios, y les adjudicó la administración de la Alta Tesorería de su Hacienda. Y durante los siguientes años todo les fue de maravilla.

De repente, para consternación de la familia, uno de los peces desapareció. Se llevaron a cabo arduos y denodados esfuerzos por dar con su paradero, en vano. Y, justo desde aquel momento, todo empezó a ir de mal en peor. El conde, que aún vivía, tenía dos hijos varones; mientras cazaban juntos uno mató al otro. Se desconoce si fue de manera accidental o no, pero siendo ambos jóvenes bastante conocidos por enzarzarse en continuas disputas, la duda empezó a planear sobre el asunto. Aquél fue el comienzo de una época colmada de desgracias. Cuando lo sucedido llegó a oídos del rey, pensó que se hacía necesario despojar al conde del cargo que ostentaba. Se sucedieron otros muchos infortunios. La familia cayó en descrédito. Sus tierras fueron vendidas o decomisadas por la corona hasta que no les quedó más que el viejo castillo de Breitenburg y los angostos dominios que lo circundaban. Este deterioro se prolongó durante dos o tres generaciones. Además, para remate, en la familia no faltó nunca algún miembro trastornado.

—Y aquí —continuó el conde—, viene la parte más extraña. Yo nunca puse demasiada fe en estas pequeñas reliquias misteriosas, y así habría continuado de no ser por la concurrencia de ciertas circunstancias extraordinarias. ¿Recuerdan mi estancia en Suiza y lo repentino de su final? Pues bien, ocurrió que, justo antes de salir de Holstein, había recibido una curiosa carta. Su remitente, un caballero noruego, me contaba en la carta que se hallaba muy enfermo, pero que no quería marcharse al otro mundo sin antes verme y hablar conmigo. Pensé que aquel hombre deliraba, pues nunca antes había oído hablar de él. Consideré que no era posible que tuviésemos asunto alguno que tratar. Por tanto, desdeñé la carta y no volví a pensar en ella durante un tiempo.

De cualquier manera, mi remitente no parecía darse por satisfecho, y pronto volvió a escribirme. Mi secretario, quien durante mi ausencia atendía la correspondencia, le hizo saber que me encontraba en Suiza por motivos de salud, y que si tenía algo que comunicarme sería mejor que lo hiciese por escrito, puesto que a mí me sería imposible desplazarme hasta Noruega.

Tampoco esto satisfizo al caballero, que insistió con una tercera carta en la que me imploraba que fuese a verle y en la que declaraba que lo que tenía que decirme era de capital importancia para ambos. Mi secretario se sintió tan impresionado por el terminante tono de la carta que me la hizo llegar junto con su consejo de no desestimar aquella súplica. Esta fue la causa de mi repentina partida de Vevey; nunca me alegraré lo suficiente de no haber persistido en mi rechazo.

Siguió un largo y penoso viaje por tierras nórdicas. En más de una ocasión me vi seriamente tentado por la posibilidad de abandonar, pero algún extraño impulso me llevaba en volandas hacia mi destino. Me vi obligado a atravesar buena parte de Noruega; con frecuencia pasé jornadas completas cabalgando a solas, cruzando páramos salvajes, cenagales inundados de brezos, atravesando riscos, montañas y parajes desolados, y contemplando, siempre a mi izquierda, la costa rocosa, desgarrada por el viento y azotada por el oleaje.

Finalmente, después de innumerables fatigas y penalidades, llegué al pueblo que mencionaba la carta, en la costa norte de Noruega. El castillo del caballero —una gran torre circular— estaba edificado sobre una pequeña isla alejada de la costa y comunicada por tierra mediante una estrecha pasarela. Arribé allí a altas horas de la noche, y debo admitir que sentí algunos recelos mientras cruzaba el puente bajo el resplandor indeciso de un farolillo y mientras oía el embate de las aguas oscuras por debajo de mis pies. Un individuo me abrió la verja y volvió a cerrarla tan pronto como estuve dentro. Se hicieron cargo de mi caballo y fui conducido a los aposentos del caballero. Se trataba de un pequeño habitáculo circular, escasamente amueblado, casi en lo más alto de la torre. Allí, sobre una cama, yacía un anciano caballero, que parecía hallarse al borde mismo de la muerte. Cuando entré trató de incorporarse, y entonces me lanzó tal mirada de alivio y gratitud que su gesto me compensó por todas las penurias que había experimentado.

—No puedo agradecerle suficientemente, Conde de R**, el que haya podido atender a mi petición —dijo él—. Si me hubiese encontrado en disposición de viajar le habría visitado yo mismo, pero eso era ya imposible, y lo cierto es que no podía dejar este mundo sin antes hablar con usted en persona. Seré breve, aunque lo que he de decirle es de vital importancia. ¿Reconoce esto?

Y sacó de debajo de su almohada mi pez, largamente extraviado. Yo, por supuesto, lo reconocí al instante; él continuó:

—No sé cuánto tiempo llevaba esto en mi casa, ni tuve noción alguna de su procedencia hasta que, recientemente, supe a quién pertenecía legítimamente. No llegó hasta aquí en mis tiempos, ni tampoco en los de mi padre, y es un misterio quién nos lo trajo. Cuando caí enfermo y mi recuperación se anunciaba imposible, una noche escuché una voz que me decía que no debía morir sin haberle restituido antes el pez al Conde de R**, de Breitenburg. Yo no le conocía a usted, ni tampoco había oído hablar jamás de nadie de su familia, así que al principio hice caso omiso de aquella voz. Sin embargo, siguió acuciándome, cada noche, hasta que, desesperado, tomé la determinación de escribirle. Entonces la voz paró. Llegó su respuesta y volví a oír la advertencia de que no debía morir hasta que usted llegase. Por fin supe que vendría, y no tengo palabras para agradecerle tanta amabilidad. Estoy seguro de que no podría haber muerto en paz sin antes verle.

El anciano murió esa misma noche, yo asistí a su entierro y regresé después a casa con mi tesoro recién recuperado. Fue restituido puntualmente a su lugar. Ese mismo año, mi hermano mayor, a quien conocerán por haber sido durante años huésped de un sanatorio mental, falleció y yo pasé a ser el propietario de este castillo. El año pasado recibí, para mi grata sorpresa, una amable misiva del rey de Dinamarca restituyéndome el puesto que ocuparan mis antepasados. En el presente año se me ha nombrado administrador de su hijo mayor, y el rey me ha devuelto buena parte de las propiedades confiscadas a mi familia. Así que el sol de la prosperidad parece brillar una vez más sobre la casa de Breitenburg. No hace mucho, envié una de las monedas a París y otra a Viena con el fin de que fuesen analizadas para saber de qué metal están compuestas, pero nadie ha sido capaz de darme una respuesta satisfactoria sobre este asunto.

De este modo el Conde de R** terminó su relato, después de lo cual llevó a su impaciente interlocutora al lugar donde se atesoraban aquellos objetos preciosos y se los mostró.