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chejov: la dama del perrito

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Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 – Alemania, 1904)
La dama del perrito
Corrió la voz de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.

Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
—¡Raza inferior!
Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
—Unos cinco días.
—Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
—El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
—Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
“Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.

II

Ya hacía una semana que la conocía. Era día de fiesta. En las habitaciones había una atmósfera sofocante, y por las calles el viento, arrebatando sombreros, levantaba remolinos de polvo. La sed era constante, y Gurov entraba frecuentemente en el pabellón, tan pronto en busca de jarabe como de helados con que obsequiar a Anna Sergueevna. No sabía uno dónde meterse. Al anochecer, cuando se calmó el viento, fueron al muelle a presenciar la llegada del vapor. El embarcadero estaba lleno de paseantes y de gentes con ramos en las manos que acudían allí para recibir a alguien. Dos particularidades del abigarrado gentío de Yalta aparecían sobresalientes: que las damas de edad madura vestían como las jóvenes y que había gran número de generales. Por estar el mar agitado, el vapor llegó con retraso, cuando ya el sol se había puesto, permaneciendo largo rato dando vueltas antes de ser amarrado en el muelle.
Anna Sergueevna miraba al vapor y a los pasajeros a través de sus impertinentes, como buscando algún conocido, y al dirigirse a Gurov le brillaban los ojos. Charlaba sin cesar y hacía breves preguntas, olvidándose en el acto de lo que había preguntado. Luego extravió los impertinentes entre la muchedumbre. Ésta, compuesta de gentes bien vestidas, empezó a dispersarse; ya no podían distinguirse los rostros. El viento había cesado por completo.
Gurov y Anna Sergueevna continuaban de pie, como esperando a que alguien más bajara del vapor. Anna Sergueevna no decía ya nada, y sin mirar a Gurov aspiraba el perfume de las flores.
—El tiempo ha mejorado mucho —dijo éste—. ¿A dónde vamos ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
Ella no contestó nada.
Él entonces la miró fijamente y de pronto la abrazó y la besó en los labios, percibiendo el olor y la humedad de las flores; pero enseguida miró asustado a su alrededor para cerciorarse de que nadie les había visto.
—Vamos a su hotel —dijo en voz baja.
Y ambos se pusieron en marcha rápidamente.
El ambiente de la habitación era sofocante y olía al perfume comprado por ella en la tienda japonesa. Gurov, mirándola, pensaba en cuantas mujeres había conocido en la vida. Del pasado guardaba el recuerdo de algunas inconscientes, benévolas, agradecidas a la felicidad que les daba, aunque ésta fuera efímera; de otras, como, por ejemplo, su mujer, cuya conversación era excesiva, recordaba su amor insincero, afectado, histérico., que no parecía amor ni pasión, sino algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres bellas, muy bellas y frías, por cuyos rostros pasaba súbitamente una expresión de animal de presa, de astuto deseo de extraer a la vida más de lo que puede dar. Estas mujeres no estaban ya en la primera juventud, eran caprichosas, voluntariosas y poco inteligentes, y su belleza despertaba en Gurov, una vez desilusionado, verdadero aborrecimiento, antojándosele escamas los encajes de sus vestidos.
Aquí, en cambio, existía una falta de valor, la falta de experiencia propia de la juventud, tal sensación de azoramiento que le hacía a uno sentirse desconcertado, como si alguien de repente hubiera llamado a la puerta. Anna Sergueevna, la dama del perrito, tomaba aquello con especial seriedad, considerándolo como una caída, lo cual era singular e inadecuado. Como la pecadora de un cuadro antiguo, permanecía pensativa, en actitud desconsolada.
—¡Esto está muy mal —dijo—, y usted será el primero en no estimarme!
Sobre la mesa había una sandía, de la que Gurov se cortó una loncha, que empezó a comerse despacio. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio. Anna Sergueevna presentaba el aspecto conmovedor, ingenuo y honrado de la mujer sin experiencia de la vida. Una vela solitaria colocada encima de la mesa apenas iluminaba su rostro; pero, sin embargo, veíase su sufrimiento.
—¿Por qué voy a dejar de estimarte? —preguntó Gurov—. No sabes lo que dices.
—¡Que Dios me perdone!. —dijo ella, y sus ojos se arrasaron en lágrimas—. ¡Esto es terrible!
—Parece que te estás excusando.
—¡Excusarme!. ¡Soy una mala y ruin mujer! ¡Me aborrezco a mí misma! ¡No es a mi marido a quien he engañado.; he engañado a mi propio ser! ¡Y no solamente ahora., sino hace ya tiempo! ¡Mi marido es bueno y honrado, pero. un lacayo! ¡No sé qué hace ni en qué trabaja, pero sí sé que es un lacayo! ¡Cuando me casé con él tenía veinte años! ¡Después de casada, me torturaba la curiosidad por todo! ¡Deseaba algo mejor! ¡Quería otra vida! ¡Deseaba vivir! ¡Aquella curiosidad me abrasaba! ¡Usted no podrá comprenderlo, pero juro ante Dios que ya era incapaz de dominarme! ¡Algo pasaba dentro de mí que me hizo decir a mi marido que me encontraba mal y venirme! ¡Aquí, al principio, iba de un lado para otro, como presa de locura., y ahora soy una mujer vulgar., mala., a la que todos pueden despreciar!
A Gurov le aburría escucharla. Le molestaba aquel tono ingenuo, aquel arrepentimiento tan inesperado e impropio. Si no hubiera sido por las lágrimas que llenaban sus ojos, podía haber pensado que bromeaba o que estaba representando un papel dramático.
—No comprendo —dijo lentamente—. ¿Qué es lo que quieres?
Ella ocultó el rostro en su pecho y contestó:
—¡Créame!. ¡Créame se lo suplico! ¡Amo la vida honesta y limpia y el pecado me parece repugnante! ¡Yo misma no comprendo mi conducta! ¡La gente sencilla dice: “¡Culpa del maligno!”, y eso mismo digo yo! ¡Culpa del maligno!
—Bueno, bueno —masculló él.
Luego miró sus ojos, inmóviles y asustados, la besó y comenzó a hablarle despacio, en tono cariñoso, y tranquilizándose ella, la alegría volvió a sus ojos y ambos rieron otra vez. Después se fueron a pasear por el malecón, que estaba desierto. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto muerto; pero el mar rugía al chocar contra la orilla. Sólo un vaporcillo, sobre el que oscilaba la luz de un farolito, se mecía sobre las olas. Encontraron un isvoschick y se fueron a Oranda.
—Ahora mismo acabo de enterarme de tu apellido en la portería. En la lista del hotel está escrito este nombre: “Von Dideritz” —dijo Gurov—. ¿Es alemán tu marido?
“No; pero, según parece, lo fue su abuelo. Él es ortodoxo”.
En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento. Sentado junto a aquella joven mujer, tan bella en la hora matinal, tranquilo y hechizado por aquel ambiente de cuento de hadas, de mar, de montañas, de nubes y de ancho cielo. Gurov pensaba en que, bien considerado, todo en el mundo era maravilloso. ¡Y todo lo era en efecto., excepto lo que nosotros pensamos y hacemos cuando nos olvidamos del alto destino de nuestro ser y de la propia dignidad humana!
Un hombre, seguramente el guarda, se acercó a ellos. Les miró y se fue, pareciéndole este detalle también bello y misterioso. Iluminado por la aurora y con las luces ya apagadas, vieron llegar el barco de Feodosia.
—La hierba está llena de rocío —dijo Anna Sergueevna después de un rato de silencio.
—Sí. Ya es hora de volver.
Regresaron a la ciudad.
Después, cada mediodía, siguieron encontrándose en el malecón. Almorzaban juntos, comían, paseaban y se entusiasmaban con la contemplación del mar. Ella observaba que dormía mal y que su corazón palpitaba intranquilo. Le hacía las mismas preguntas, tan pronto excitadas por los celos como por el miedo de que él no la estimara suficientemente. Él, a menudo, en el parque o en los jardinillos, cuando no había nadie cerca, la abrazaba de pronto apasionadamente. Aquella completa ociosidad, aquellos besos en pleno día, llenos del temor de ser vistos, el calor, el olor a mar y el perpetuo vaivén de gentes satisfechas, ociosas, ricamente vestidas, parecían haber transformado a Gurov. Éste llamaba a Anna Sergueevna bonita y encantadora, se apasionaba, no se separaba ni un paso de ella; que, en cambio, solía quedar pensativa, pidiéndole que le confesara que no la quería y que sólo la consideraba una mujer vulgar. Casi todos los atardeceres se marchaban a algún sitio de las afueras, a Oranda o a contemplar alguna catarata. Estos paseos resultaban gratos, y las impresiones recibidas en ellos, siempre prodigiosas y grandes.
Se esperaba la llegada del marido. Un día, sin embargo, recibióse una carta en la que éste se quejaba de un dolor en los ojos, suplicando a su mujer que regresara pronto a su casa. Anna Sergueevna aceleró los preparativos de marcha.
—En efecto, es mejor que me vaya —dijo a Gurov—. ¡Así lo dispone el destino!
Acompañada por él y en coche de caballos, emprendió el viaje, que duró el día entero. Una vez en el vagón del rápido y al sonar la segunda campanada, dijo:
—¡Déjeme que lo mire otra vez! ¡Otra vez! ¡Así!
No lloraba, pero estaba triste; parecía enferma y había un temblor en su rostro.
—¡Pensaré en usted! —decía—. ¡Lo recordaré! ¡Quede con Dios! ¡Guarde una buena memoria de mí! ¡Nos despedimos para siempre! ¡Es necesario que así sea! ¡No deberíamos habernos encontrado nunca! ¡No! ¡Quede con Dios!
El tren partió veloz, desaparecieron sus luces y un minuto después extinguíase el ruido de sus ruedas, como si todo estuviera ordenado a que aquella dulce enajenación, aquella locura, cesaran más de prisa. Solo en el andén, con la sensación del hombre que acaba de despertar, Gurov fijaba los ojos en la lejanía, escuchando el canto de la chicharra y la vibración de los hilos telegráficos. Pensaba que en su vida había ahora un éxito, una aventura más, ya terminada, de la que no quedaría más que el recuerdo. Se sentía conmovido, triste y un poco arrepentido. Esta joven mujer, a la que no volvería a ver, no había sido feliz a su lado. Siempre se había mostrado con ella afable y afectuoso; pero, a pesar de tal proceder, su tono y su mismo cariño traslucían una ligera sombra de mofa, la brutal superioridad del hombre feliz, de edad casi doble. Ella lo calificaba constantemente de bueno, de extraordinario, de elevado. Lo consideraba sin duda como no era, lo cual significaba que la había engañado sin querer. En la estación comenzaba a oler a otoño y el aire del anochecer era fresco.
“¡Ya es hora de marcharse al Norte! —pensaba Gurov al abandonar el andén—. ¡Ya es hora!”

III

En su casa de Moscú todo había adquirido aspecto invernal: el fuego ardía en las estufas y el cielo, por las mañanas, estaba tan oscuro que el aya, mientras los niños, disponiéndose para ir al colegio, tomaban el té, encendía la luz. Caían las primeras heladas. ¡Es tan grato en el primer día de nieve ir por primera vez en trineo!. ¡Contemplar la tierra blanca, los tejados blancos! ¡Aspirar el aire sosegadamente, en tanto que a la memoria acude el recuerdo de los años de adolescencia!. Los viejos tilos, los abedules, tienen bajo su blanca cubierta de escarcha una expresión bondadosa. Están más cercanos al corazón que los cipreses y las palmeras, y en su proximidad no quiere uno pensar ya en el mar ni en las montañas.
Gurov era moscovita. Regresó a Moscú en un buen día de helada y cuando, tras ponerse la pelliza y los guantes de invierno, se fue a pasear por Petrovka1, así como cuando el sábado, al anochecer, escuchó el sonido de las campanas, aquellos lugares visitados por él durante su reciente viaje perdieron a sus ojos todo encanto. Poco a poco comenzó a sumergirse otra vez en la vida moscovita. Leía ya ávidamente tres periódicos diarios (no los de Moscú, que decía no leer por una cuestión de principio), le atraían los restaurantes, los casinos, las comidas, las jubilaciones.; le halagaba frecuentaran su casa abogados y artistas de fama, jugar a las cartas en el círculo de los médicos con algún eminente profesor y comerse una ración entera de selianka. Un mes transcurriría y el recuerdo de Anna Sergueevna se llenaría de bruma en su memoria (así al menos se lo figuraba), y sólo de vez en vez volvería a verla en sueños, con su sonrisa conmovedora, como veía a las otras.
Más de un mes transcurrió, sin embargo; llegó el rigor del invierno y en su recuerdo permanecía todo tan claro como si sólo la víspera se hubiera separado de Anna Sergueevna. Este recuerdo se hacía más vivo cuando, por ejemplo, en la quietud del anochecer llegaban hasta su despacho las voces de sus niños estudiando sus lecciones, al oír cantar una romanza, cuando percibía el sonido del órgano del restaurante o aullaba la ventisca en la chimenea. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria: la escena del muelle, la mañana temprana, las montañas neblinosas, el vapor de Feodosia, los besos. Recordándolo y sonriendo paseaba largo rato por su habitación, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no soñaba con Anna Sergueevna. Era ella misma la que le seguía a todas partes como una sombra. Cerraba los ojos y la veía cual viva, más bella, más joven, más tierna y afectuosa de lo que era en realidad. También él se creía mejor de lo que era en Yalta. Durante el anochecer, ella lo miraba desde la librería, desde la chimenea, desde un rincón. Percibía su aliento y el suave roce de su vestido. Por la calle, su vista seguía a todas las mujeres, buscando entre ellas alguna que se le pareciera.
El fuerte deseo de comunicar a alguien su recuerdo comenzaba a oprimirle, pero en su casa no podía hablar de aquel amor, y fuera de ella no tenía con quien expansionarse. No podía hablar de ella con los vecinos ni en el banco. ¿Encerraban algo bello, poético, aleccionador, o simplemente interesante sus sentimientos hacia Anna Sergueevna?. Tenía que limitarse a hablar abstractamente del amor y de las mujeres; pero de manera que nadie pudiera adivinar cuál era su caso, y tan sólo la esposa, alzando las oscuras cejas, solía decirle:
—¡Dimitrii! ¡El papel de fatuo no te va nada bien!
Una noche, al salir del círculo médico con su compañero de partida, el funcionario, no pudiendo contenerse, dijo a éste:
—¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
El funcionario, tras acomodarse en el asiento del trineo, que emprendió la marcha, volvió de repente la cabeza y gritó:
—¡Dmitrii Dmitrich!
—¿Qué?
—¡Tenía usted razón antes! ¡El esturión no estaba del todo fresco!
Tan sencillas palabras, sin saber por qué, indignaron a Gurov. Se le antojaban sucias y mezquinas. ¡Qué costumbres salvajes aquellas! ¡Qué gentes! ¡Qué veladas necias! ¡Qué días anodinos y desprovistos de interés! ¡Todo se reducía a un loco jugar a los naipes, a gula, a borracheras, a charlas incesantes sobre las mismas cosas! El negocio innecesario, la conversación sobre repetidos temas absorbía la mayor parte del tiempo y las mejores energías, resultando al fin de todo ello una vida absurda, disforme y sin alas, de la que no era posible huir, escapar, como si se estuviera preso en una casa de locos o en un correccional.
Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar los ojos en toda la noche, y el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. Las noches sucesivas durmió también mal y hubo de permanecer sentado en la cama o de pasear a grandes pasos por la habitación. Se aburría con los niños, en el banco, y no tenía gana de ir a ninguna parte ni de hablar de nada.
En diciembre, al llegar las fiestas, hizo sus preparativos de viaje, y diciendo a su esposa que, con motivo de unas gestiones en favor de cierto joven, se veía obligado a ir a Petersburgo, salió para la ciudad de S. Él mismo no sabía lo que hacía. Quería solamente ver a Anna Sergueevna, hablar con ella, organizar una entrevista si era posible.
Llegó a S. por la mañana, ocupando en la fonda una habitación, la mejor, con el suelo alfombrado de paño. Sobre la mesa, y gris de polvo, había un tintero que representaba a un jinete sin cabeza, cuyo brazo levantado sostenía un sombrero. Del portero obtuvo la necesaria información. Los von Dideritz vivían en la calle Staro—Goncharnaia, en casa propia, no lejos de la fonda. Llevaban una vida acomodada y lujosa, tenían caballos de su propiedad y en la ciudad todo el mundo los conocía.
—Dridiritz —pronunciaba el portero.
Gurov se encaminó a paso lento hacia la calle Staro-Goncharnaia en busca de la casa mencionada. Precisamente frente a ésta se extendía una larga cerca gris guarnecida de clavos.
“¡A cualquiera le darían ganas de huir de esta cerca!”, pensó Gurov mirando tan pronto a ésta como a las ventanas. “Hoy es día festivo” seguía cavilando, “y el marido estará en casa seguramente. De todas maneras sería falta de tacto entrar. Una nota pudiera caer en manos del marido y estropearlo todo. Lo mejor será buscar una ocasión.”
Y continuaba paseando por la calle y esperando junto a la cerca aquella ocasión. Desde allí vio cómo un mendigo que atravesaba la puerta cochera era atacado por los perros. Más tarde, una hora después, oyó tocar el piano. Sus sonidos llegaban hasta él, débiles y confusos. Sin duda era Anna Sergueevna la que tocaba. De pronto se abrió la puerta principal dando paso a una viejecita, tras de la que corría el blanco y conocido lulú. Gurov quiso llamar al perro, pero se lo impidieron unas súbitas palpitaciones y el no poder recordar el nombre del lulú.
Siempre paseando, su aborrecimiento por la cerca gris crecía y crecía, y ya excitado, pensaba que Anna Sergueevna se había olvidado de él y se divertía con otro, cosa sumamente natural en una mujer joven, obligada a contemplar de la mañana a la noche aquella maldita cerca. Volviendo a su habitación de la fonda, se sentó en el diván, en el que permaneció largo rato sin saber qué hacer. Después comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
“¡Qué necio e intranquilizador es todo esto!” pensó cuando al despertarse fijó la vista en las oscuras ventanas por las que entraba la noche. “Tampoco sé por qué me he dormido ahora. ¿Cómo voy a dormir luego?”
Después, sentado en la cama y arropándose en una manta barata de color gris, semejante a las usadas en los hospitales, decía enojado, burlándose de sí mismo:
“¡Toma dama del perrito!. ¡Toma aventura!. ¡Aquí te estás sentado!”
De pronto pensó en que todavía, por la mañana, en la estación, le había saltado a la vista un cartel con el anuncio en grandes letras de la representación de Geisha. Recordándolo, se dirigió al teatro.
“Es muy probable que vaya a los estrenos”, se dijo.
El teatro estaba lleno. En él, como ocurre generalmente en los teatros de provincia, una niebla llenaba la parte alta de la sala, sobre la araña; el paraíso se agitaba ruidosamente, y en primera fila, antes de empezar el espectáculo, veíase de pie y con las manos a la espalda a los petimetres del lugar. En el palco del gobernador y en el sitio principal, con un boa al cuello, estaba sentada la hija de aquél, que se ocultaba tímidamente tras la cortina, y de la que sólo eran visibles las manos. El telón se movía y la orquesta pasó largo rato afinando sus instrumentos. Los ojos de Gurov buscaban ansiosamente, sin cesar, entre el público que ocupaba sus sitios. Anna Sergueevna entró también. Al verla tomar asiento en la tercera fila, el corazón de Gurov se encogió, pues comprendía claramente que no existía ahora para él un ser más próximo, querido e importante. Aquella pequeña mujer en la que nada llamaba la atención, con sus vulgares impertinentes en la mano, perdida en el gentío provinciano, llenaba ahora toda su vida, era su tormento, su alegría, la única felicidad que deseaba. Y bajo los sonidos de los malos violines de una mala orquesta pensaba en su belleza. Pensaba y soñaba.
Con Anna Sergueevna y tomando asiento a su lado había entrado un joven de patillas cortitas, muy alto y cargado de hombros. Al andar, a cada paso que daba, su cabeza se inclinaba hacia adelante, en un movimiento de perpetuo saludo. Sin duda era éste el marido, al que ella en Yalta, movida por un sentimiento de amargura, había llamado lacayo. En efecto, su larga figura, sus patillas, su calvita, tenían algo de tímido y lacayesco. Su sonrisa era dulce y en su ojal brillaba una docta insignia, que parecía, sin embargo, una chapa de lacayo.
Durante el primer entreacto el marido salió a fumar, quedando ella sentada en la butaca. Gurov, que también tenía su localidad en el patio de butacas, acercándose a ella le dijo con voz forzada y temblorosa y sonriendo:
—¡Buenas noches!
Ella alzó los ojos hacia él y palideció. Después volvió a mirarle, otra vez espantada, como si no pudiera creer lo que veía. Sin duda, luchando consigo misma para no perder el conocimiento, apretaba fuertemente entre las manos el abanico y los impertinentes. Ambos callaban. Ella permanecía sentada. Él, de pie, asustado de aquel azoramiento, no se atrevía a sentarse a su lado. Los violines y la flauta, que estaban siendo afinados por los músicos, empezaron a cantar, pareciéndoles de repente que desde todos los palcos los miraban. He aquí que ella, levantándose súbitamente, se dirigió apresurada hacia la salida. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, tan pronto subiendo como bajando, en tanto que ante sus ojos desfilaban, raudas, gentes con uniformes: unos judiciales, otros correspondientes a instituciones de enseñanza, y todos ornados de insignias. Asimismo desfilaban figuras de damas; el vestuario, repleto de pellizas; mientras el soplo de la corriente les azotaba el rostro con un olor a colillas.
Gurov, que empezaba a sentir fuertes palpitaciones, pensaba:
“¡Oh Dios mío! ¿Para qué existirá toda esta gente? ¿Esta orquesta?”
En aquel momento acudió a su memoria la noche en que había acompañado a Anna Sergueevna a la estación, diciéndose a sí mismo que todo había terminado y que no volverían a verse. ¡Cuán lejos estaban todavía, sin embargo, del fin!
En una sombría escalera provista del siguiente letrero “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
—¡Qué susto me ha dado usted! —dijo con el aliento entrecortado y aún pálida y aturdida—. ¡Apenas si vivo! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
—¡Compréndame, Anna! ¡Compréndame! —dijo él de prisa y a media voz—. ¡Se lo suplico! ¡Vámonos!
Ella lo miraba con expresión de miedo, de súplica, de amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera grabar sus rasgos de un modo profundo en su memoria.
—¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. ¡Durante todo este tiempo sólo he pensado en usted! ¡No he tenido más pensamiento que usted! ¡Quería olvidarle! ¡Oh! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
En un descansillo de la escalera, a alguna altura sobre ellos, fumaban dos estudiantes, pero a Gurov le resultaba indiferente. Atrayendo hacia sí a Anna Sergueevna, empezó a besarla en el rostro, en las mejillas, en las manos.
—¿Qué hace usted? ¿Qué hace? —decía ella rechazándole presa de espanto—. ¡Estamos locos! ¡Márchese hoy mismo! ¡Ahora mismo! ¡Se lo suplico! ¡Por todo cuanto le es sagrado se lo suplico! ¡Oh! ¡Alguien viene! —alguien subía en efecto por la escalera—. ¡Es preciso que se marche! —proseguía Anna Sergueevna en un murmullo—. ¿Lo oye, Dmitrii Dmitrich? ¡Yo iré a verle a Moscú, pero ahora tenemos que despedirnos, amado mío! ¡Despidámonos!
Estrechándole la mano, empezó a bajar apresuradamente la escalera, pudiendo leerse en sus ojos, cuando volvía la cabeza para mirarle, cuán desgraciada era en efecto.
Gurov permaneció allí algún tiempo, prestando oído; luego, cuando todo quedó silencioso, recogió su abrigo y se marchó al tren.

IV

Y Anna Sergueevna empezó a ir a visitarle a Moscú. Cada dos o tres meses, una vez y diciendo a su marido que tenía que consultar al médico, dejaba la ciudad de S. El marido a la vez le creía y no le creía. Una vez en Moscú, se hospedaba en el hotel Slaviaskii Basar, desde donde enviaba enseguida aviso a Gurov. Éste iba a verla, y nadie en Moscú se enteraba. Una mañana de invierno y acompañando a su hija al colegio, por estar éste en su camino, se dirigía como otras veces a verla (su recado no le había encontrado en casa la víspera). Caía una fuerte nevada.
—Estamos a tres grados sobre cero y nieva —decía Gurov a su hija—. ¡Claro que esta temperatura es sólo la de la superficie de la tierra! ¡En las altas capas atmosféricas es completamente distinta!
—Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?
Gurov le explicó también esto. Mientras hablaba pensaba en que nadie sabía ni sabría, seguramente nunca, nada de la cita a la que se dirigía. Había llegado a tener dos vidas: una, clara, que todos veían y conocían, llena de verdad y engaño condicionales, semejante en todo a la de sus amigos y conocidos; otra, que discurría en el misterio. Por una singular coincidencia, tal vez casual, cuanto para él era importante, interesante, indispensable., en todo aquello en que no se engañaba a sí mismo y era sincero., cuanto constituía la médula de su vida, permanecía oculto a los demás, mientras que lo que significaba su mentira, la envoltura exterior en que se escondía, con el fin de esconder la verdad (por ejemplo, su actividad en el banco, las discusiones del círculo sobre la raza inferior, la asistencia a jubilaciones en compañía de su esposa), quedaba de manifiesto. Juzgando a los demás a través de sí mismo, no daba crédito a lo que veía, suponiendo siempre que en cada persona, bajo el manto del misterio como bajo el manto de la noche, se ocultaba la verdadera vida interesante. Toda existencia individual descansa sobre el misterio y quizá es en parte por eso por lo que el hombre culto se afana tan nerviosamente para ver respetado su propio misterio.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Slavianksii Basar. En el piso bajo se despojó de la pelliza y tras subir las escaleras llamó con nudillos a la puerta. Anna Sergueevna, con su vestido gris, el preferido de él, cansada del viaje y de la espera, le aguardaba desde la víspera por la noche. Estaba pálida; en su rostro, al mirarlo, no se dibujó ninguna sonrisa y apenas lo vio entrar se precipitó a su encuentro, como si hiciera dos años que no se hubieran visto.
—¿Cómo estás? —preguntó él—. ¿Qué hay de nuevo?
—Espera. Ahora te diré. ¡No puedo!
No podía hablar, en efecto, porque estaba llorando. Con la espalda vuelta hacia él, se apretaba el pañuelo contra los ojos.
“La dejaré que llore un poco mientras me siento”, pensó él acomodándose en la butaca.
Luego llamó al timbre y encargó que trajeran el té. Mientras lo bebía, ella, siempre junto a la ventana, le daba la espalda. Lloraba con llanto nervioso, dolorosamente consciente de lo aflictiva que la vida se había hecho para ambos. ¡Para verse habían de ocultarse, de esconderse como ladrones! ¿No estaban acaso deshechas sus vidas?
—No llores más —dijo él.
Para Gurov estaba claro que aquel mutuo amor tardaría en acabar. No se sabía en realidad cuándo acabaría. Anna Sergueevna se ataba a él por el afecto, cada vez más fuertemente. Lo adoraba y era imposible decirle que todo aquello tenía necesariamente que tener un fin. ¡No lo hubiera creído siquiera!
En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma., se miró en el espejo.
Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto?. Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.
El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.
Antes, en momentos de tristeza, intentaba tranquilizarse con cuantas reflexiones le pasaban por la cabeza. Ahora no hacía estas reflexiones. Lleno de compasión, quería ser sincero y cariñoso.
—¡Basta ya, buenecita mía! —le decía a ella—. ¡Ya has llorado bastante! ¡Hablemos ahora y veamos si se nos ocurre alguna idea!
Después invertían largo rato en discutir, en consultarse sobre la manera de liberarse de aquella indispensabilidad de engañar, de esconderse, de vivir en distintas ciudades y de pasar largas temporadas sin verse.
“¿Cómo liberarse, en efecto, de tan insoportables tormentos? ¿Cómo? —se preguntaba él cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?”
Y les parecía que pasado algún tiempo más la solución podría encontrarse. Que empezaría entonces una nueva vida maravillosa.
Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.

diogenes laercio: pitaco

maraviilla-5

PITACO
1. Pitaco, hijo de Hirradio, nació en Mitilene;
pero su padre fue de Tracia, según escribe
Duris. Pitaco, en compañía de los hermanos de
Alceo, destronó a Melancro, tirano de Lesbos.
Disputándose con las armas los atenienses y
mitilenos los campos aquilitides, y siendo Pitaco
el conductor del ejército, salió a batalla singular
con Frinón, capitán de los atenienses, que
era pancraciaste y olimpiónico. Ocultó la red
debajo del escudo, enredó de improviso a
Frinón, y quitándole la vida, conservó a Mitilene
el campo por el cual peleaban, aunque después
se lo disputaron nuevamente ante Periandro,
oidor de esta causa, quien lo adjudicó a los
atenienses, según dice Apolodoro en las Crónicas.
Desde entonces tuvieron los mitilineos a
Pitaco en gran estima, y le dieron el mando, del
cual hizo voluntaria renuncia después de haber
gobernado diez años la República y puesto en
orden. Sobrevivió a esto otros diez años. Un
campo que los mitilineos le dieron, lo consagró,
y aún hoy se llama Pitaqueo. Sosícrates escribe
que habiendo quitado a este campo una pequeña
parte, dijo que aquella parte era mayor que el
todo.
2. No recibió una cantidad de dinero que
Creso le daba, diciendo que tenía doblado de lo
que quería: había heredado los bienes de su
hermano muerto sin hijos. Pánfilo dice, en el
libro II de sus Comentarios, que cuando estaba
Tirreo, hijo de Pitaco, en la ciudad de Cumas,
sentado en casa de un barbero, lo mató un
broncista tirándole un hacha; y que cuando los
cumanos enviaron al agresor a Pitaco, éste, luego
de conocer el caso, lo absolvió, diciendo que
el perdón era mejor que el arrepentimiento. Pero
Heráclito dice que habiendo ido preso a manos
de Alceo, le dio la libertad, diciendo que era
mejor el perdón que el castigo. Puso leyes contra la
embriaguez, por las cuales caía en doble pena
el que se embriagaba, a fin de que no lo hicieran,
aunque había mucho vino en la isla. Decía
que era cosa difícil ser bueno, de lo cual hace
también memoria Simónides, al decir:
Que es cosa muy difícil ser el varón perfectamente
bueno, de Pitaco es sentencia verdadera.
Platón en su Protágoras nos recuerda
aquellas sentencias de Pitaco: A la necesidad ni
aun los dioses repugnan. El mando manifiesta quién
es el hombre.
3. Al preguntarle una vez qué es lo mejor,
respondió: Ejecutar bien lo que se emprende. Le
preguntó Creso cuál era el imperio mayor, y
respondió que el de maderas diferentes, significando
por ello las leyes. Decía también que las
victorias habían de conseguirse sin sangre. A Focaico,
que decía que convenía buscar un hombre
diligente, respondió: No lo hallarás, por más que
lo busques. A unos que preguntaban qué cosa
sería muy grata, contestó: El tiempo. ¿Qué cosa
incógnita? Lo venidero. ¿Qué cosa fiel? La tierra.
¿Qué cosa infiel? El mar. También decía que es
propio de los varones prudentes precaverse de las
adversidades antes que vengan, y de los fuertes tolerarlas
cuando han venido. No publiques antes lo que
piensas hacer, pues si se te frustra se reirán de ti. A
nadie objetes su infelicidad, no sea que te expongas a
quejas bien fundadas. Vuelve a su dueño lo que recibieres
en depósito. No hables mal del amigo, ni tampoco
del enemigo. Ejercita la piedad. Ama la templanza.
Guarda verdad, fe, prudencia, destreza,
amistad y diligencia.
4. Sus adomenos más famosos son:
Contra el hombre malvado debe salir el
bueno bien armado. No habla verdad la lengua
cuantas veces el corazón procede con dobleces.
También escribió seiscientos versos elegíacos.
Y en prosa trató sobre las leyes, dedicándolo
a los ciudadanos. Su florecimiento fue por
la Olimpiada XLII, y murió gobernando Aristomenes,
el tercer año de la Olimpiada LII,
cuando ya era viejo y mayor de setenta años.
En el sepulcro le pusieron este epitafio:
Aquí sepulta la sagrada Lesbos a Pitaco,
su hijo,
con el llanto más sincero y prolijo.
Es apotegma suyo: Tempus nosce. Conoce la
ocasión o la oportunidad. Hubo otro Pitaco legislador,
de quien habla Favorino en el libro I de
sus Comentarios, y Demetrio en los Colombroños,
el cual Pitaco fue llamado por sobrenombre
el Pequeño.
5. Cuentan que Pitaco el sabio, al ser consultado
por un joven sobre casamiento, respondió
lo que dice Calímaco en los epigramas
siguientes:
Un joven atarnense, consultando a Pitaco,
nacido en Mitilene, hijo de Hirradio: Padre -le
decía-,
dos novias me depara la fortuna; la una me es igual
en sangre y bienes; mas la otra me excede en ambas
cosas.
¿Cuál deberé elegir? ¿Cuál me conviene? ¿Cuál de
las dos recibo por esposa? Alzó Pitaco el báculo
diciendo: Resolverán tu duda esos muchachos que
ves ahí con el látigo en la mano, en medio de la calle
dando giros; síguelos, y contempla lo que dicen.
Toma tu igual, decían; y el mancebo, que comprendió
el enigma brevemente, se casó con la
pobre como él era. Así, Dión amigo, que cases
con tu igual también te digo.
Tal parece que tenía razón para hablar
así, porque su mujer fue más noble que él, pues
era hermana de Dracón, hijo de Pentilo; mujer
sumamente soberbia con él.
6. Alceo llama a Pitaco sarápoda, y sárapon,
por tener los pies anchos y llevarlos arrastrando;
queiropoden, porque tenía grietas en los pies
a las cuales llaman queiradas; gáurica, porque se
ensoberbecía sin motivo; fúscona, fuscón, y gastron,
porque era tripudo; Zofodorpidan, porque
cenaba tarde y sin luz; agasirto, finalmente, porque
daba motivo para que hablaran de él, y
porque era muy sucio. Se ejercitaba moliendo
trigo, como dice Cleurco filósofo. Existe una
breve epístola suya, que dice así:
PITACO A CRESO
7. Me exhortas a que vaya a Lidia y vea
tus riquezas. Aunque no las he visto, me convenzo
que el hijo de Aliato es el más opulento
de los reyes. Yo no tendré más yendo a Sardes,
puesto que no necesito oro, nos basta lo que
poseo a mí y a mis familiares. Iré, sin embargo,
sólo por familiarizarme con un varón de tanta
hospitalidad.
BIANTE
l. Este filósofo, natural de Priena, hijo de
Teutamo, fue preferido por Sátiro entre los siete
sabios de Grecia. Dicen que fue rico. Duris
afirma que fue advenedizo a Priena; y Fanódico,
que habiendo rescatado ciertas doncellas
misenias que se hallaban cautivas, las consideró
como hijas, las dotó y las remitió a sus padres a
Misena. Poco después, al encontrar en Atenas
unos pescadores, como ya dijimos, el trípode de
oro con la inscripción: Para el más sabio, dice
Sátiro que las mismas doncellas salieron en
público, contaron lo que Biante había hecho por
ellas, y lo aclamaron sabio. Entonces le enviaron
el trípode; pero luego que lo vio, dijo: Apolo
es el sabio; y no lo admitió. Fanódico y otros
dicen que no fueron las doncellas quienes
aclamaron sabio a Biante, sino los padres de
éstas. Otros dicen que consagró el trípode a
Hércules en Tebas, por ser oriundo de ella, y
Priena su colonia; lo que afirma también Fanódico.
2. Dicen que cuando Aliate tenía cercada
a Priena, Biante engordó dos mulos y los introdujo
en el campo del enemigo; que al verlos, se
maravilló mucho Aliate de que hasta los animales
estuvieran tan lucidos en la plaza; y meditando
en levantar el cerco, envió un hombre a
ella para que observara su estado. Al saberlo
Biante, hizo enseguida muchos montones de
arena, los cubrió de trigo y los dejó ver al enviado;
y cuando lo supo Aliate, hizo paz con los
prieneses. Luego mandó llamar a Biante; más
este respondió: Yo mando a Aliate que coma ahora
cebollas, es decir, que llore.
3. También se dice que fue un vehementísimo
orador de causas; pero siempre usó bien
su elocuencia. A esto aludió Demódico. Lerio,
cuando dijo que el orador de causas debía imitar al
prienés. E Hiponacte solía decir en proverbio:
Mejor se ha portado que Biante prienés.
4. De este modo murió: después de orar
en defensa de un pleito de un amigo suyo
(siendo ya anciano) y descansando un poco de
esta fatiga, reclinó la cabeza en el seno de un
nieto suyo, hijo de su hija. También había orado
el contrario en la causa; y como los jueces sentenciaran
en favor del cliente de Biante, ganado
el pleito, fue hallado muerto en el seno mismo
del nieto. Lo enterró magníficamente la ciudad,
y escribió en su sepulcro este epitafio:
Cubre esta hermosa piedra y pavimento
al prienés Biante, honor de Jonia.
El mío dice así:
Aquí yace Biante, a quien Mercurio llevó
tranquilamente,
blanco nevado viejo, al sitio oscuro. Oró y venció
la causa de un amigo; y en el pecho de un
joven reclinado, vino a extender su sueño largamente.
5. Escribió de la Jonia hasta dos mil versos,
la manera en que principalmente podía ser
feliz. De sus adomenos, los más conocidos fueron
los siguientes:
Si vives en ciudad, placer procura a los
conciudadanos;
pues esto gusta a todos. Pero, por el contrario,
la arrogancia ha sido siempre a todos perniciosa.
Sus sentencias dicen: Ser fuerte en el cuerpo
es obra de la Naturaleza; mas decir lo útil a la patria
es cosa del ánimo y de la prudencia. Las riquezas
vinieron a muchos aun casualmente. Llamaba infeliz
a quien no podía sufrir la infelicidad, y enfermedad
del ánimo apetecer imposibles y olvidarse del
mal ajeno. Al preguntarle qué cosa es difícil,
respondió: Sufrir constantemente la decadencia del
propio estado. Navegando una vez con unos
impíos, como la nave fuese presa de una tormenta
y ellos invocaran a los dioses, les dijo:
Callad, no sea que los dioses os vean navegar aquí.
A un hombre impío que le preguntó qué cosa
es piedad, no le contestó nada; y cuando éste le
preguntó cuál era la causa de no responderle,
dijo: Callo porque preguntas cosas que no te pertenecen.
Al preguntarle qué cosa es dulce a los
hombres, respondió: La esperanza. Decía que
antes quería juzgar entre enemigos que entre amigos,
porque uno de los amigos había de quedar enemigo
del todo, pero de los enemigos debía uno hacérsele
amigo. Cuando le preguntaron otra vez qué
cosa deleita más al hombre, respondió: La ganancia.
Decía que conviene que midamos nuestra
vida tanto como si hubiésemos de vivir mucho,
cuanto habiendo de vivir poco. Que amemos como
que habemos de aborrecer; pues son muchos los malos.
Daba los consejos siguientes: Emprende con
lentitud lo que pienses ejecutar; pero una vez emprendido,
sé constante en ello. No hables atropelladamente,
pues indica falta de juicio. Ama la prudencia.
Habla de los dioses según son. No alabes a causa
de sus riquezas al hombre indigno. Si pretendes
alcanzar alguna cosa, que sea persuadiendo, no coartando.
Atribuye a los dioses lo bien que obrares.
Toma la sabiduría por compañera desde la juventud
hasta la vejez, pues es la más estable de todas las
posesiones.
6. También Hiponacte hace memoria de
Biante, como ya dijimos. Y el desapacible Heráclito
lo recomienda mucho, especialmente
cuando dice: En Priena nació Biante, hijo de Teutamo,
cuyo nombre es más respetable que el de los
otros. Y los prieneses le dedicaron una capilla
que llaman Teutamio. Tambien es suya la frase: los malos son muchos

 

lovecraft: La llamada de Cthulhu

donut - copia

La llamada de Cthulhu
[Cuento completo.]
H.P. Lovecraft

Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido… hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde… la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad… formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie…
Algernon Blackwood
1. El bajorrelieve de arcilla

No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas.

Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas… y algo más que dudas.

Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano.

El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.

Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea.

Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: «1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.», y la segunda: «Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del profesor Webb». Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.

La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo «físicamente hipersensitivo»; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente «raro». No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.

En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.

-Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.

Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.

Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R’lyeh.

El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca «de varios kilómetros de altura» que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.

El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.

Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal.

Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así.

Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un «glorioso acontecimiento», que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor.

2. El informe del inspector Legrasse

Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir… Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas.

El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.

No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.

El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.

La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.

El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.

Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre.

Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.

Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.

Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:

En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.

Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos.

El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.

En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.

La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.

Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.

Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.

En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego.

Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales.

La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.

Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.

Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo.

Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: «En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando».

Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.

El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.

Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños.

Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.

En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico:

No está muerto quien puede yacer eternamente,
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.

Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.

El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox.

No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.

Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico.

Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas.

Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.

Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.

Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.

Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.

El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.

Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho.

3. La locura del mar

Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número del Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el «culto de Cthulhu» y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.

Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:

Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar

El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.

El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21′ de latitud sur, y a los 152°17′ longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.

El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.

El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.

Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres.

El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51′ de latitud sur y a los 128°54′ de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos2 y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.

Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.

Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.

Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.

Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.

Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.

Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.

Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.

El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.
Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?

El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.

Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.

En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección.

Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: «Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes».

Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.

La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.

No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba «asuntos técnicos», escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.

Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, «accidentalmente» o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos «asuntos técnicos» me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres.

Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.

Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol.

El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49°9′ de latitud oeste, y 126°43′ de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante!

Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.

Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas… superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión.

Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.

Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de recuerdo.

Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.

Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.

Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva.

La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla.

La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.

Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua.

Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.

Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés3; pero Johansen no retrocedió.

Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.

Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.

Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.

Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.

Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.
1. Melopea: Canto monótono.
2. Canaco o kanak: pueblo que vive principalmente en Nueva Caledonia, pero también en Vanuatu, Australia, Papúa y Nueva Guinea.
3. Bauprés: Palo grueso colocado oblicuamente en la proa de un navío.

diogenes laercio: thales

templo-griego

TALES
1. Según escriben Herodoto, Duris y
Demócrito, el padre de Tales fue Examio, y su
madre, Cleobulina, de la familia de los Telidas,
que son fenicios muy nobles descendientes de
Cadmo y de Agenor, como lo ratifica Platón.
Fue el primero que tuvo el nombre de sabio,
cuando se nombraron así los siete, siendo Arconte
en Atenas Damasipo, según escribe Demetrio
Falereo en el Catálogo de los arcontes.
Fue hecho ciudadano de Mileto, cuando estuvo
allá en compañía de Neleo, que fue echado de
Fenicia; o bien, como dicen muchos, fue natural
de la misma Mileto y de sangre noble.
2. Además de los negocios públicos se
dedicó al estudio de la Naturaleza. Algunos
dicen que nada dejó escrito; pues la Astrología
náutica que se le atribuye, es de Foco Samio.
Calímaco lo cree inventor de la Ursa menor,
diciendo en sus yambos:
Del Carro fue inventor, cuyas estrellas
dan rumbo a los fenicios navegantes.
Pero, según otros, escribió dos obras, que
son: Del regreso del sol de un trópico a otro, y
Del equinoccio; lo demás -dijo- era fácil de entender.
Algunos suponen que fue el primer estudioso
de la Astrología, y predicó los eclipses
del sol y cambios del aire, como escribe Eudemón
en su Historia astrológica; y que por
esta causa lo celebraron tanto Jenófanes y
Herodoto. Lo mismo asevera Heráclito y
Demócrito.
3. Muchos opinan que fue el primero en
defender la inmortalidad del alma; de este grupo
es el poeta Querilo. Fue el primero que averiguó
el trayecto del sol de un trópico a otro; y
el primero que, comparando la magnitud del
sol con la de la luna, manifestó ser ésta setecientas
veinte veces menor que aquel, como
escriben varios. El primero que llamó triacada a
la tercera década del mes; y también el primero,
según algunos, que disputó de la Naturaleza.
Aristóteles e Hipias dicen que Tales atribuyó
alma a cosas inanimadas, demostrándolo mediante
la piedra imán y el electro. Pánfilo escribe
que al aprender de los egipcios la Geometría,
inventó el triángulo rectángulo en un semicírculo,
y que sacrificó un buey a causa del
hallazgo. Otros, lo atribuyen a Pitágoras; uno
de los cuales es Apolodoro logístico. También
promovió mucho lo que dice Calímaco en sus
Yambos que halló Euforbo Frigio, a saber, el
triángulo escaleno y otras cosas respecto a la
especulación de las líneas.
4. Se sabe que en asuntos de gobierno sus
consejos fueron muy útiles; pues cuando Creso
envió embajadores a los de Mileto, solicitando
su confederación en la guerra contra Ciro, lo
estorbó Tales, lo cual, al resultar Ciro victorioso,
fue la salvación de Mileto. Refiere Clitón
que fue amante de la vida privada y solitaria,
como leemos en Herác1ides. Algunos mencionan
que fue casado y que tuvo un hijo llamado
Cibiso; otros dicen que vivió soltero, y adoptó
un hijo de su hermana; y que al preguntarle por
qué no tenía hijos, respondió que por lo mucho
que deseaba tenerlos. También se cuenta que
cuando su madre le pidió que se casara, respondió
que todavía era temprano; y que pasados
algunos años, al urgirlo su madre con más
fuerza, dijo que ya era tarde. Escribe Jerónimo
de Rodas, en el libro II De las cosas memorables,
que al querer Tales manifestar la facilidad
con que podía enriquecerse, en cuanto supo
que habría gran cosecha de aceite, tomó en
amendo muchos olivares, y ganó muchísimo
dinero con esto.
5. Dijo que el agua es el primer principio de
las cosas; que el mundo está animado y lleno de espíritus.
Fue el creador de las estaciones del año, y
asignó a éste trescientos sesenta y cinco días.
No tuvo ningún maestro, excepto que cuando
viajó por Egipto se familiarizó con los sacerdotes
de aquel país. Jerónimo dice que midió las
pirámides por medio de la sombra, proporcionándola
con la nuestra cuando es igual al
cuerpo. Y Minies afirma que vivió en compañía
de Trasíbulo, tirano de Mileto.
6. Se sabe lo del trípode que encontraron
en el mar unos pescadores, y el pueblo de Mileto
lo envió a los sabios. Fue el caso que ciertos
jóvenes jonios compraron a unos pescadores de
Mileto un lance de red, y como en ella sacaron
un trípode; se originó la controversia sobre ello,
hasta que los milesios consultaron el oráculo de
Delfos, y obtuvieron esta respuesta:
¿A Febo preguntáis, prole milesia, cuyo
ha de ser el trípode? Pues dadle a quien fuere el
primero de los sabios.
Así que lo dieron a Tales; él lo dio a otro
sabio; éste a otro, hasta que paró en Salón, el
cual, diciendo que Dios era el primer sabio, envió
el trípode a Delfos.
7. Calímaco cuenta esto de otro modo en
sus Yambos, como tomado de Leandrio Milesio,
y dice: Cierto arcade llamado Baticles, dejó una
taza para que se diera al primero de los sabios.
Habiéndola dado a Tales, y vuelta al mismo hecho el
giro de los demás sabios, la dio a Apolo Didimeo,
diciendo:
Gobernando Nileo a los milesios hizo a
Dios Tales este don precioso que dos veces había
recibido.
Lo cual, escrito en prosa, dice: Tales Milesio,
hijo de Examio, dedicó a Apolo Délfico este ilustre
don que había recibido dos veces de los griegos.
El que llevó la taza de unos sabios a otros era
hijo de Batilo, y se llamaba Tirión, como dice
Eleusis en el libro De Aquiles, y Alejo Mindio
en el nono De las cosas fabulosas.
8. Eudoxo Cnidio y Evantes Milesio mencionan
que Creso dio una copa de oro a cierto
amigo para que la regalara al más sabio de Grecia,
y que después de dársela a Tales, de uno en
otro sabio vino a parar a Quilón. Al preguntar a
Apolo quién era más sabio que Quilón, respondió
que Misón. De este hablaremos más adelante.
Eudoxo pone a Misón por Cleóbulo, y Platón lo
pone por Periandro. La respuesta de Apolo fue:
Cierto Misón Eteo, hijo de Queno, en la
ciencia sublime es más perito.
El que hizo la pregunta fue Anacarsis.
Démaco Plateense y Clearco dicen que Creso
envió la taza a Pitaco, y de él pasó a los otros
sabios; pero Andrón, tratando del trípode,
afirma que los argivos pusieron el trípode por
premio de la virtud al más sabio de los griegos,
y habiendo considerado a Aristodemo Esparciata
como tal, éste lo cedió a Quilón. Aleeo
recuerda a Aristodemo de esta manera:
Pronunció el Esparciata Aristodemo
aquella nobilísima sentencia: El rico es sabio; el
pobre, nunca bueno.
9. Hay quienes dicen que Periandro envió
a Trasíbulo, tirano de Mileto, una nave cargada,
y habiendo zozobrado en los mares de Cos,
hallaron después el trípode unos pescadores.
Pero Fanódico escribe que fue hallado en el mar
de Atenas, remitido a la ciudad, y por decreto
público enviado a Biante. El porqué se dirá
cuando tratemos de Biante. Otros dicen que lo
fabricó Vulcano, y se lo regaló a Pélope el día
de sus nupcias; que vino a quedar en poder de
Menelao; que lo robó Alejandro con Helena, y,
por último, Lácenas lo arrojó al mar de Cos,
diciendo que sería motivo de discordias. Después,
cuando unos de Lebedo compraron a los
pescadores un lance de red y encontraron el
trípode, se inició una discusión sobre ello. Llegaron
a Cos las querellas; pero como nada se
decidía, dieron parte a Mileto, que era la capital.
Los milesios enviaron comisionados para
que arreglaran el problema, pero al no conseguirlo,
tomaron las armas contra Coso Viendo
que morían muchos de ambas partes, el oráculo
dijo que se diera el trípode al varón más sabio, y las
partes convinieron en darlo a Tales. Éste, después
que circuló por los demás y regresó a su
mano, lo dedicó a Apolo Didimeo. A los de Cos
el oráculo les respondió así:
No cesará de Cos y de Mileto la famosa
contienda, mientras tanto que ese trípode de
oro (que Vulcano tiró al mar) no salga de vuestra
patria y llegue a casa del varón que sepa lo
pasado, presente y venidero.
Y a los milesios, dijo:
¿A Febo preguntáis, prole milesia…?
Como ya lo habíamos mencionado.
10. En las Vidas, Hermipo atribuye a Tales
lo que otros dicen de Sócrates. Tales decía que
por tres cosas daba gracias a la fortuna: la primera,
por haber nacido hombre y no bestia; la segunda, por
ser varón y no mujer; y la tercera, por ser griego y
no bárbaro. Se cuenta que cuando una vieja lo
sacó de casa para que observara las estrellas, se
cayó en un hoyo, y como se quejó de la caída, la
vieja le dijo: ¡Oh, Tales, tú presumes de ver lo que
está en el cielo, y no ves lo que tienes a los pies! Ya
escribió Timón que fue muy dedicado a la Astronomía,
y lo nombra en sus Sátiras, diciendo:
Así como el gran Tales astrónomo fue y
sabio entre los siete.
Según dice Lobón Argivo, sólo escribió
unos doscientos versos; y que a su retrato se
pusieron estos:
Tales es el presente a quien Mileto en su
seno nutrió; y hoy le dedica, como el mayor
astrónomo, su imagen.
Entre los versos adomenos, son de Tales
los siguientes:
Indicio y seña de ánimo prudente nos da
quien habla poco. Alguna cosa sabia alguna
cosa ilustre elige siempre: Quebrantarás así
locuacidades.
11. Estas sentencias se le atribuyen: De los
seres, el más antiguo es Dios, por ser ingénito; el
más hermoso es el mundo, por ser obra de Dios; el
más grande es el espacio, porque lo encierra todo; el
más veloz es el entendimiento, porque corre por todo;
el más fuerte es la necesidad, porque todo lo vence;
el más sabio es el tiempo, porque todo lo descubre.
También dijo que entre la muerte y la vida no hay
diferencia alguna; y cuando alguien le preguntó:
Pues ¿por qué no te mueres tú?, respondió: Porque
no hay diferencia. A uno que deseaba saber quién
fue primero, la noche o el día, le respondió: La
noche fue un día antes que el día. Al preguntarle
otro si los dioses veían las injusticias de los
hombres, contestó: Y aun los pensamientos. A un
adúltero que le preguntó si juraría no haber
cometido adulterio, respondió: Pues ¿no es peor
el perjurio que el adulterio?
12. Cuando le preguntaron qué cosa es
difícil, respondió: Conocerse a sí mismo. Y al preguntarle
qué cosa es fácil, dijo: Dar consejo a
otros. ¿Qué cosa es suavísima? Conseguir lo que
se desea. ¿Qué cosa es Dios? Lo que no tiene principio
ni fin. ¿Qué cosa vemos raras veces? Un
tirano viejo. ¿Cómo sufrirá uno más fácilmente
los infortunios? Viendo a sus enemigos peor tratados
de la fortuna. ¿Cómo viviremos mejor y más
santamente? No cometiendo lo que reprendemos en
otros. ¿Quién es feliz? El sano de cuerpo, abundante
en riquezas y dotado de entendimiento. Decía
que nos debemos acordar de los amigos ausentes
tanto como de los presentes. Que no es cosa loable
hermosear el exterior, sino adornar el espíritu con
las ciencias. También decía: No te enriquezcas con
injusticias; ni publiques un secreto que te han confiado.
El bien que hicieras a tus padres, espéralo de
tus hijos. Opinó que las inundaciones del Nilo
son causadas por los vientos etesios que soplan
contra la corriente.
13. Apolodoro, en sus Crónicas, dice que
Tales nació el año primero de la Olimpiada
XXXV, y murió el setenta y ocho de su edad, o
bien el noventa, habiendo fallecido en la Olimpiada
LVIII, como escribe Sosícrates. Vivió en
los tiempos de Creso, a quien prometió que lo
haría pasar el río Halis sin usar un puente, esto
es, dirigiendo las aguas por otro cauce.
14. Demetrio de Magnesia, en la obra que
escribió de los Colombreños, dice que hubo
otros cinco Tales. El primero fue un retórico
calanciano, imitador despreciable; el segundo,
un pintor sicionio muy ingenioso; el tercero, fue
muy antiguo y del tiempo de Hesíodo, Homero
y Licurgo; el cuarto, lo nombra Duris en su Libro
de la pintura; y el quinto, es moderno y no
muy conocido, al cual menciona Dionisio en su
Critica.
15. Tales, el sabio, murió estando en unos
espectáculos gimnásticos, afligido del calor, sed
y debilidad propia, por ser ya viejo. En su sepulcro
se puso este epigrama:
Túmulo esclarecido, aunque pequeño, es
este; pues encierra la grandeza de los orbes
celestes, que abreviados tuvo en su entendimiento
el sabio Tales.
Existe otro mío en el libro I de los Epigramas,
o Colección de metros, y es:
Las gimnásticas luchas observando atento
en el estadio el sabio Tales, arrebátale Júpiter
Eleo. Bien hizo en acercarle a las estrellas,
cuando por la vejez ya no podía las estrellas
mirar desde la tierra.
De Tales es aquella sentencia: Conócete a ti
mismo, aunque Antístenes, en las Sucesiones,
dice que es de Femonoe, y se la adjudicó
Quilón.
16. De los siete sabios, cuya memoria en
general es digna de este lugar, se dice lo siguiente:
Damón Cirineo, que escribió De los
filósofos, los censura a todos; pero en especial a
los siete. Anaximenes dice que fueron más afectos
a la poesía que otra cosa. Dicearco, que no
fueron sabios ni filósofos, sino sólo hombres
expertos y legisladores. Dice también haber
leído el Congreso de los siete sabios en presencia
de Cipseto, que escribió Arquétimo Siracusano.
Euforo refiere que se congregaron los
siete en presencia de Creso, excepto Tales.
Otros dicen que también se hallaron juntos en
Panionio, en Corinto y en Delfos. Hay igualmente
opiniones diversas acerca de sus dichos
o sentencias, atribuyéndose algunas a otros,
como la siguiente:
Dijo el sabio Quilón Lacedemonio: Todo
exceso es dañoso: obrar a tiempo es el mejor y más
laudable.
17. También hay controversia en cuanto a
su número; pues Leandrio pone a Leofante
Gorsiada, natural de Lebedo o de Efeso, y a
Epiménides Cretense, en vez de Cleóbulo y
Misón; Platón, en su Protágoras, pone a Misón
por Periandro. Eforo, por Misón a Anacarsis;
otros añaden a Pitágoras. Dicearco, por consentimiento
general, cita cuatro, que son: Tales,
Biante, Pitaco y Solón. Luego nombra otros seis:
Aristodeino, Pánfilo, Quilón Lacedemonio,
Cleóbulo, Anacarsis y Periandro; de los cuales
elige tres. Algunos agregan a Acusilao y a Caba
o Escabra Argivo. Hermijo, en su tratado De los
sabios, apunta diecisiete, y deja que el lector
elija de ellos los siete que quiera. Son estos:
Solón, Tales, Pitaco, Biante, Quilón, Cleóbulo,
Periandro, Anacarsis, Acusilao, Epiménides,
Leofanto, Ferecides, Aristodemo, Pitágoras,
Laso (hijo de Carmantides o de Simbrino, o
bien, según dice Aristoxeno, hijo de Cabrino
Hermioneo) y Anaxágoras. Finalmente, Hipoboto,
en su libro De los filósofos, los menciona
en el orden siguiente: Orfeo, Lino, Solón, Periandro,
Anacarsis, Cleóbulo, Misón, Tales,
Biante, Pítaco, Epicarmo y Pitágoras.
18. Se atribuyen a Tales las epístolas siguientes:
TALES A FERECIDES
He sabido que eres el primer jonio que
estás para publicar en Grecia un escrito acerca
de las cosas divinas. Tal vez será mejor consejo
publicar estas cosas por escrito, que no fiarlas a
algunos pocos que no hagan mucho caso del
bien común. Quisiera, si te parece bien, que me
comunicaras lo que escribes; e incluso si lo
permites, pasaré a Sirón a verte, porque es verdad
que no somos tan estólidos yo y Solón
Ateniense, que habiendo navegado a Creta a fin
de hacer nuestras observaciones, y a Egipto
para comunicarnos con los sacerdotes y astrónomos,
lo dejemos de hacer ahora para ir a verte.
Así que irá Solón conmigo, si gustas, ya que
tú, enamorado de ese país, pocas veces pasas a
Jonia, ni solicitas la comunicación con los forasteros;
antes bien, según pienso, el escribir es tu
única ocupación. Nosotros, que nada escribimos,
viajamos por Grecia y Asia.
TALES A SOLÓN
19. Si te vas de Atenas, creo que puedes
habitar con mucha comodidad en Mileto, porque
es colonia vuestra, pues en ella no sufrirás
ninguna molestia. Si detestas a los tiranos de
Mileto, como haces con todos los demás tiranos,
podrás vivir alegre en compañía de nosotros
tus amigos. Biante te envió a decir que pasaras
a Priena; si determinas vivir en Priena,
iremos también nosotros a habitar contigo.
SOLÓN
l. Solón, hijo de Execestides, nativo de Salamina,
quitó a los atenienses el gravamen que
llamaban sisactia, que era una especie de redención
de personas y bienes. Se hacía comercio de
personas, y muchos servían por pobreza. Se
debían siete talentos al patrimonio de Solón; él
perdonó a los deudores, e instó a los demás con
su ejemplo a hacer lo mismo. Esta ley se llamó
sisactia, la razón de cuyo nombre es evidente.
Después estableció otras leyes (cuya lista sería
largo enumerar), y las publicó escritas en tablas
de madera.
2. También fue célebre otro hecho suyo.
Se disputaban con las armas los atenienses y
megarenses la isla de Salamina, su patria; hasta
que habiéndose ya derramado mucha sangre,
comenzó a ser delito capital en Atenas proponer
la adquisición de Salamina mediante las
armas. Entonces Solón, fingiéndose loco de
repente, salió coronado a la plaza, donde por
medio de un pregonero, leyó a los atenienses
ciertas elegías que había compuesto sobre Salamina,
y los conmovió tanto que renovaron la
guerra contra los megarenses y los vencieron,
motivados por esta sutileza de Solón. Los principales
versos con que indujo a los atenienses
son estos:
Primero que ateniense, ser quisiera isleño
folegandrio, o sicinita. Aun por ellas la patria
permutara,
puesto que ha de decirse entre los hombres:
Este es un ateniense de los muchos que a Salamina
abandonada dejan.
Y después:
Vamos a pelear por Salamina, isla rica y
preciosa, vindicando el gran borrón que nuestro
honor padece.
3. También indujo a los atenienses a que
tomaran el Quersoneso Táurico. Para que no
pareciera que los atenienses habían tomado a
Salamina sólo por las armas, y no por derecho,
abrió diferentes sepulcros e hizo ver que los
cadáveres estaban sepultados de cara al Oriente,
lo cual era rito de los atenienses al enterrar
sus muertos. Lo mismo demostró con los edificios
sepulcrales, construidos de cara al Oriente
y esculpidos con los nombres de las familias, lo
cual era propio de los atenienses. Se dice que al
Catálogo de Homero, después del verso
Ayax de Salamina traía doce naves, añadió
el siguiente: y las puso donde estaban las
falanges
de los atenienses.
4. Con esas acciones tuvo en su favor al
pueblo, que gustoso aceptaría que fuera su rey;
pero él no sólo no se aprovechó, sino que aun,
como dice Sosícrates, se opuso en forma rotunda
a su pariente Pisístrato, cuando supo que
intentaba tiranizar a la República. Cuando el
pueblo estaba congregado, Solón salió armado
con peto y escudo, y manifestó las intenciones
de Pisístrato. Además, también se mostró dispuesto
a ayudar, diciendo: Oh, atenienses, yo soy
entre vosotros más sabio que unos y más valeroso
que otros; soy más sabio que los que no advierten lo
que planea Pisístrato, y más valeroso que los que lo
conocen y callan por miedo. El Senado, que apoyaba
a Pisístrato, decía que Solón estaba loco,
pero él respondió:
Dentro de un breve tiempo, oh atenienses,
la verdad probará si estoy demente.
Los élegos que pronunció sobre la dominación
tiránica que premeditaba Pisístrato, son
los siguientes:
Como las nubes, nieves y granizos arrojan
truenos, rayos y centellas, así en ciudad de
muchos poderosos caerá el ciego pueblo en
servidumbre.
Como Solón no quiso apoyar a Pisístrato,
que finalmente tiranizó a la República, dejó las
armas delante del Pretorio, diciendo: ¡Oh, patria!,
te he ayudado con palabras y con hechos. Luego
navegó a Egipto y Chipre. Estuvo con Creso,
y al preguntarle éste a quién consideraba feliz,
respondió que a Tello Ateniense, a Cleobis y a
Bito, con lo demás que de esto se cuenta. Algunos
dicen que habiéndose adornado Creso una
vez con toda clase de ornatos, y sentándose en
su trono, le preguntó si alguna vez había visto
un espectáculo más bello, a lo que respondió:
Lo había visto en los gallos, faisanes y pavos, pues
éstos resplandecían con adornos naturales y de maravillosa
hermosura.
5. Después viajo a Cilicia; fundó un ciudad
a la que llamó Solos, y la pobló de habitantes
atenienses, los cuales, como al paso del
tiempo perdieran en parte el idioma patrio, se
dijo que solecizaban. De aquí se llamaron estos
solenses, y los de Chipre solios. Al enterarse que
Pisístrato quería seguir reinando, escribió a los
atenienses:
Si oprimidos os veis, echad la culpa sobre
vosotros mismos, no a los dioses. Dando a algunos
poder, dando riquezas, compráis la servidumbre
más odiosa. De ese varón os embelesa
el habla, y nada reparáis en sus acciones.
Cuando Pisístrato tuvo conocimiento de
la partida de Solón, le escribió esto:
PISÍSTRATO A SOLÓN
6. Ni yo soy el primer ateniense que se
encumbró con el reino, ni me arrogo cosas que
no me pertenezcan, como descendiente de
Cécrop. Sólo tomo lo mismo que los atenienses
juraron dar a Codro y sus descendientes, y no
se lo dieron. Respecto a lo demás, en nada peco
contra los dioses ni contra los hombres, pues
gobierno según las leyes que tú mismo diste a
los atenienses, observándose mejor así que por
democracia. No permito que se perjudique a
nadie; y aunque soy rey, no me diferencio de la
plebe, excepto por la dignidad y el honor, contentándome
con los mismos estipendios otorgados
a los que reinaron antes. Cada ateniense
separa el diezmo de sus bienes, no para mí,
sino con el fin de que haya fondos para los gastos
de los sacrificios públicos, utilidades comunes
y guerras que puedan ofrecerse. No me
quejo de ti porque anunciaste al pueblo mis
planes, ya que los anunciaste más por el bien de
la República que por el odio que me tengas,
como también porque ignorabas la calidad de
mi gobierno, pues de poder saberlo, quizá te
hubieras adherido a mis acciones, y no te
hubieras ido. Regresa, pues, a tu casa, y créeme,
aun sin juramento, que en Pisístrato nada habrá
ingrato para Solón. Sabes que ningún detrimento
han padecido por mí ni siquiera mis enemigos.
Si gustas ser uno de mis amigos, serás de
los más íntimos, pues no veo en ti ninguna infidelidad
ni dolo. Pero si no deseas vivir en
Atenas, haz como quieras, con tal que no estés
ausente de la patria por causa mía.
7. Solón decía que el término de la vida son
setenta años. También parece que son suyas estas
ilustres leyes: Quien no alimente a sus padres,
será infame, y lo mismo quien consuma su patrimonio
en glotonerías. El que viviera ocioso, pueda ser
acusado por quien quiera acusarlo. Lisias dice, en
la Oración que escribió contra Nicia, que
Dracón fue quien dejó escrita dicha ley, y que
Solón la promulgó. También, que quien hubiese
padecido el nefas fuera removido del Tribunal.
8. Reformó los honores que se daban a los
atletas, y estableció que a quien ganara en los
juegos olímpicos se le dieran quinientas dracmas;
al que en los ístmicos, cien; y así en las
demás competencias. Decía que ningún bien se
seguía de engrandecer semejantes honores;
antes bien, debían darse a los que hubieran
muerto en la guerra, para criar e instruir a sus
hijos a expensas del público, pues con este
estímulo se portarían fuertes y valerosos en los
combates; como lo hicieron Policelo, Cinegiro,
Calmaco y todos los que pelearon en Maratón.
Lo mismo que Harmodio, Aristogitón, Milcíades
y otros infinitos. Pero los atletas y gladiadores,
además de ser de mucho gusto, aun
cuando vencen son perniciosos, y antes son
coronados contra la patria que contra sus contendientes.
Y en la vejez son ropa vieja, a quien
dejó la trama, como dice Eurípides. Por este
motivo los premios fueron modificados por
Solón.
9. También fue autor de la ilustre ley que
dice: El curador no cohabite con la madre de los
pupilos; y que no pueda ser curador aquel a quien
pertenezcan los bienes de los pupilos cuando mueran
éstos. También que los grabadores de sellos en anillos,
al vender uno, no retuvieran otro con el mismo
grabado. Que a quien sacara el ojo que le quedaba a
un tuerto, se le sacaran los dos. Y estas otras: No
tomes lo que no pusiste; pues quien haga lo contrario,
será reo de muerte. El príncipe que fuese hallado
embriagado, será condenado a la pena de muerte.
10. Trató de que se coordinaran los poemas
de Homero, para que sus versos y contexto
tuvieran entre sí mayor correlación. Vemos
entonces que Solón ilustró más a Homero que
Pisístrato, como dice Dieuquidas en el libro V
de la Historia Megárica. Los principales versos
eran:
A Atenas poseían, etc.
También Solón fue el primero que llamó
viejo y nuevo al último día del mes, y el primero
que estableció los nueve arcontes (magistrados)
para sentenciar las causas, como escribe
Apolonio en el libro II De los legisladores.
Cuando hubo una sedición entre los de la
ciudad, los del campo, y marinos, no apoyó a
ninguna de las partes.
11. Decía que las palabras son imagen de las
obras. Rey, el de mayores fuerzas. Las leyes son como
las telarañas, pues enredan lo leve y de poca
fuerza, pero lo grande las rompe y se escapa. Que la
palabra debe sellarse con el silencio, y el silencio, con
el tiempo. Que los que pueden mucho con los tiranos
son como las notas numerales que usamos en los
cálculos; pues así como cada una de ellas ya vale
más, o menos, igualmente los tiranos exaltan a unos
y abaten a otros. Al preguntarle por qué no había
hecho ley contra los parricidas, respondió: Porque
espero que no los haya. Y ¿de qué forma no
harán los hombres injusticias? Aborreciéndolas
los que no las padecen igualmente que los que las
padecen. También dijo que de las riquezas nace el
fastidio, y del fastidio, la insolencia. Dispuso que
los atenienses contaran los días según el trayecto
de la luna. Prohibió a Tespis la representación
y enseñanza de tragedias, por considerarla
una inútil falsilocuencia. Y cuando Pisístrato se
hirió a sí mismo, Solón dijo: De allí provino esto.
12. Apolodoro menciona en el libro De las
sectas filosóficas, que daba a los hombres estos
consejos: Ten por más fiel la probidad que el juramento.
Piensa en acciones ilustres. No hagas amigos
de pronto, ni dejes los que ya hubieras hecho. Manda
cuando ya hubieras aprendido a obedecer. No aconsejes
lo más agradable, sino lo mejor. Toma por guía
la razón. No te familiarices con los malos. Venera a
los dioses. Honra a los padres.
13. Se dice que cuando Mímennos escribió:
Ojalá que sin males ni dolencias, que lo
consumen todo, circunscriban el curso de mi
vida sesenta años, lo reprendió, diciendo:
Si créenme quisieras, esto borra. Mimnenno,
y no te ofendas te corrija. Refúndelo al
momento, y así canta: Mi vida se tennine a los
ochenta.
Los adomenos de Solón que se celebran
son:
Examina los hombres uno a uno, y observa
si con rostro placentero ocultan falsedad sus
corazones, y si hablan con doblez palabras claras
de oscuro entendimiento precedidas.
Se sabe que escribió: leyes, oraciones al
pueblo, algunas exhortaciones para sí mismo,
elegías, sobre las Repúblicas de Salamina y
Atenas, hasta cinco mil versos; diversos y ambos
y éxodos. A su efigie se puso este epigrama:
La ilustre Salamina, que del Medo el orgullo
abatió, fue dulce madre del gran Solón,
legislador divino.
14. Tuvo su mayor auge cerca de la
Olimpiada XLVI, en cuyo tercer año fue príncipe
de los atenienses, como dice Sosícrates, y fue
cuando instituyó las leyes. Murió en Chipre el
año ochenta de su edad. Dejó a los suyos orden
de llevar sus huesos a Salamina, reducirlos a
cenizas y esparcirlas por toda la ciudad. Por
esta razón Cratino le hace hablar en su Quirón
de este modo:
Habitó, según dicen, esta isla, por todo el
pueblo de Ayax esparcido.
En mi Panmetro, ya citado, en que procuré
componer epigramas en todo tipo de versos
y ritmos acerca de los varones célebres en
doctrina, hay sobre Solón uno que dice lo siguiente:
De Solón Salaminio al frío cuerpo, de
Chipre el fuego convirtió en cenizas, que de su
patria en los fecundos campos producirán ubérrimas
espigas; pero el alma ya fue derechamente
a la celeste patria conducida por los ligeros
ejes, en que un tiempo sus soberanas leyes
dejó escritas.
Se considera suya la sentencia: Nihil nimis.
Dioscórides refiere en sus Comentarios que
cuando Solón lloró por habérsele muerto un
hijo (cuyo nombre no se sabe), al decirle uno
que de nada le aprovechaba el llanto, respondió:
Por eso mismo lloro, porque de nada me aprovecha.
Sus epístolas son las siguientes:
SOLÓN A PERIANDRO
15. Me dicen que muchos ponen asechanzas
contra ti. Aunque quieras exterminarlos, no
podrás ser precavido; te las pondrá el que menos
sospeches; uno, porque te tema; otro, conociéndote
digno de muerte, por ver que no hay
cosa que no temas. Aun hará obsequio al pueblo
el menos sospechoso que te quite la vida.
Para quitar la causa, lo mejor sería dejar el imperio;
pero si quieres absolutamente perseverar
en él, será preciso que tengas fuerzas mayores
que las de la ciudad. De esta manera ni habrá
quien te sea temible, ni te desharás de ninguno.
SOLÓN A EPIMENIDES
16. Ni mis leyes, en la realidad, habían de
ser de gran emolumento para los atenienses, ni
menos lo fuiste tú con irte de la ciudad; pues no
sólo pueden auxiliar a las ciudades los dioses y
los legisladores, sino también los que siempre
forman la multitud, a cualquier parte que se
inclinen. A estos les son provechosos los dioses,
y las leyes, si proceden debida y rectamente;
pero si administran mal, de nada les sirven. No
cedieron ciertamente en mayor bien mil leyes y
establecimientos; porque los que manejaban el
común han perjudicado con no estorbar que
Pisístrato se convirtiera en rey, ni dieron crédito
a mis predicciones. Él, que halagaba a los
atenienses, fue más creído que yo, que los
desengañaba. Armado delante del Senado, dije
que yo era más sabio que los que no advertían que
Pisístrato quería tiranizarlos, y más valeroso que los
que por miedo no le repelían. Pero ellos creyeron
que Solón estaba loco. Por último, di público
testimonio en esta forma: ¡Oh patria! Solón está
aquí dispuesto a darte socorro de palabra y de obra,
aunque, por el contrario, creen estos que estoy loco.
Así, único enemigo de Periandro, me ausento de ti.
Esos otros sean, si gustan, sus alabarderos. Sabes,
oh amigo, con cuánta sagacidad invadió el solio.
Empezó adulando al pueblo; después,
hiriéndose a sí mismo, salió ante el Senado,
diciendo a gritos que lo habían herido sus contrarios,
y suplicó que le concedieran cuatrocientos
alabarderos de guardia. Y ellos, sin escuchar
mis amonestaciones, se los otorgaron, armados
con clavas; y en seguida subyugó a la República.
Así que en vano me esforzaba en libertar a
los pobres de la servidumbre, puesto que en el
día todos son esclavos de Pisístrato.
SOLÓN A PISÍSTRATO
17. Creo que de ti no me vendrá ningún
daño, puesto que antes de tu reinado era tu
amigo, y hoy no te soy más enemigo que los
demás atenienses que aborrecen el estado
monárquico. Que piense cada quien si le parece
mejor ser gobernado por uno o por muchos.
Confieso que eres el más benigno de los tiranos;
sin embargo, veo que no me conviene volver a
Atenas, no sea que se queje alguno de que
habiendo yo puesto el gobierno de ella en manos
de todos igualmente, y abominando el
monárquico, ahora con mi regreso parezca lisonjear
tus acciones.
SOLÓN A CRESO
18. Me causa gran maravilla la amistad
que me tienes; y te juro por Minerva que, de no
haber ya resuelto habitar en un gobierno democrático,
querría mejor vivir en tu reino que
en Atenas, violentamente tiranizada por Pisístrato.
Pero yo vivo más gustoso en donde los
derechos son iguales entre todos. Bajaré, no
obstante, ahí, siquiera por ser tu huésped un
breve tiempo.
QUILÓN
l. Quilón, hijo de Damageto fue lacedemonio.
Compuso algunas elegías hasta en doscientos
versos. Decía que las previsiones que se
pueden comprender por raciocinios son obra del
varón fuerte. A su hermano, que se indignaba de
que no le hacían éforo siéndolo él, respondió:
Yo sé sufrir injurias, pero tú no. Fue hecho éforo
hacia la Olimpiada LV, aunque Pánfilo dice que
en la LVI; y que fue primer éforo siendo arconte
Eutidemo, como dice Sosícrates. Que el primero
estableció que los éforos estuviesen unidos al
rey; aunque Sátiro dice que esto lo había establecido
ya Licurgo. Herodoto dice, en el libro
primero, que estando Hipócrates sacrificando
en Olimpia, como las calderas hirviesen por sí
solas, le aconsejó Quilón que no se casara, o que
dejara a la mujer si ya era casado, y renunciara
a los hijos.
2. Se dice que cuando le preguntó Esopo
qué era lo que hacía Júpiter, respondió: Humilla a
los excelsos, y eleva a los humildes. Al preguntarle
en qué se diferencia el sabio del ignorante, contestó:
En las buenas esperanzas. Y al cuestionarle qué
cosa era difícil, respondió: Guardar el secreto, emplear
bien el ocio y sufrir injurias. Daba los preceptos
siguientes: Detener la lengua, principalmente
en convites; no hablar mal del prójimo, si no
queremos oír de él cosa que nos pese; no amenazar a
nadie, por ser cosa de mujeres; acudir primero a los
infortunios que a las prosperidades de los amigos;
casarse sin pompa; no hablar mal del muerto; honrar
a los ancianos; cuidarse de sí mismo; escoger antes el
daño que el lucro torpe, porque lo primero se siente
sólo una vez, lo segundo para siempre; no burlarse
del desgraciado; que el poderoso sea humano, para
que los prójimos antes lo celebren que lo teman;
aprender a mandar bien en su casa; que no corra
más la lengua que el entendimiento; reprimir la ira;
no perseguir con baldones la adivinación; no querer
imposibles; no apresurarse en el camino; no agitar la
mano cuando se habla, por ser cosa de necios; obedecer
las leyes; amar la soledad.
3. Entre sus adomenos éste fue el más
aceptable: Por la piedra de toque se examina el oro,
dando prueba de sus quilates, y por el oro se prueba
el ánimo del hombre bueno o del malo. Cuentan
que, siendo ya viejo, decía que no se acordaba
de haber obrado en su vida injustamente; sólo
dudaba de una cosa, y era, que cuando una vez
tenía que condenar en justicia a un amigo, y
queriendo proceder según las leyes, le instó a
que le recusase, y así cumplió con la ley y con el
amigo. Fue celebradísimo, especialmente entre
los griegos, por haber predicho lo de Citere, isla
de Laconia, pues al tener observada su situación,
dijo: ¡Ojalá nunca hubiese existido, o bien se
hubiese sumergido acabada de nacer! Tenía bien
previsto lo que sucedió después, ya que Demarato,
al huir de Lacedemonia, aconsejó a Jerjes
que pusiera sus naves en esta isla. Y si Jerjes lo
hubiera ejecutado, con seguridad Grecia hubiera
venido a su poder. Pero después Nicias, en la
guerra del Peloponeso, ganó la isla, la hizo presidio
de los atenienses, y causó grandes daños a
los lacedemonios.
4. Quilón era breve en el hablar, por cuya
causa Aristágoras Milesio llama quilonio a este
estilo, y dice que también lo usó Branco, quien
construyó el templo de los branquidas.
5. En la Olimpiada LII ya estaba viejo; en
ese tiempo florecía Esopo, el compositor de
fábulas. Según dice Hermipo, Quilón murió en
Pisa, dando la felicitación a su hijo, que había
salido vencedor en los juegos olímpicos, en la
lucha de puñetazos. Murió de tanto placer, y
debilidad de la vejez. Todos los de la competencia
lo honraron en la muerte. Mi epigrama a
Quilón es el siguiente:
A ti mil gracias, Pólux rutilante, con cuyo
auxilio de Quilón el hijo consiguió el acebuche
siempre verde, en lucha de puñetazos. Si su
padre, al contemplar al hijo coronado, murió de
gozo, nadie le condene: ¡Dichoso yo, si tal mi
muerte fuera!
A su imagen se puso esta inscripción:
La fuerte en lanza y valiente Esparta
sembró a Quilón, primero de los siete.
Apotegma suyo es: ¿Prometes? Cerca tienes
el daño. Suya es también esta breve carta:
QUILÓN A PERIANDRO
6. Me escribes sobre la expedición que
quieres emprender contra los que están ausentes
de ahí, en la cual irás tú mismo. Yo juzgo
que un monarca tiene en peligro hasta las cosas
de su casa, y tengo por feliz al tirano que muere
en su cama sin violencia.

Diogenes laercio Los filosofos

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PROEMIO
I. Hay quienes piensan que la Filosofía se
originó entre los bárbaros, pues como dice
Aristóteles en su Mágico, y Soción en el libro
XXIII De las sucesiones, los magos la inventaron
entre los persas; los caldeos entre los asirios
y babilonios; los gimnosofistas, entre los indios,
y entre los celtas y galos, los druidas, con los
llamados semnoteos. Que Oco fue fenicio; Zamolxis,
tracio, y Atlante, líbico. Los egipcios
dicen que Vulcano, hijo del Nilo, fue quien inició
la Filosofía, y que sus profesores eran sacerdotes
y profetas. Que desde Vulcano hasta Alejandro
Macedón transcurrieron cuarenta y ocho
mil ochocientos sesenta y tres años; en los cuales
hubo trescientos setenta y tres eclipses de
sol y ochocientos treinta y dos de luna. Desde
los magos (el primero fue Zoroastro entre los
persas) hasta la destrucción de Troya pasaron
cinco mil años, según Hermodoro Platónico en
sus escritos de Matemáticas. Janto de Lidia calcula
seiscientos años desde Zoroastro hasta el
pasaje de Jerjes, y dice que después de Zoroastro
hubo muchos otros magos, como: Ostanas,
Astrapsicos, Gobrias y Pazatas, hasta que Alejandro
destruyó Persia.
II. Quienes opinan esto, atribuyen a los
bárbaros, en forma ignorante, las ilustres acciones
de los griegos, entre los cuales no sólo comenzó
la Filosofía, sino también la humanidad.
Museo fue ateniense, y Lino, tebano. Museo fue
hijo de Eumolpo, y según cuentan, el primero
que escribió en verso la Generación de los dioses,
y De la esfera, como también que todas las
cosas proceden de una y se resuelven en la misma.
Dicen que murió en Falera y le pusieron por
epitafio esta elegía:
En este monumento sepultado guarda el
suelo falérico a Museo, hijo de Eumolpo, muerto
cuanto al cuerpo.
Los eumólpidas de Atenas todavía tienen
este apellido de Eumolpo, padre de Museo.
III. Lino fue hijo de Mercurio y de la musa
Urania. Él escribió en verso la creación del
mundo, el curso del sol y de la luna y la generación
de los animales y frutos. Su obra comienza
de esta manera:
Hubo tiempo en que todo fue creado
unidamente.
De donde, al tomarlo Anaxágoras, dijo
que todas las cosas fueron creadas al mismo tiempo,
y sobreviniendo la mente divina las puso en orden.
Y que Lino murió en Eubea de una flecha que le
lanzó Apolo, y se le puso este epitafio:
Aquí yace el cuerpo del tebano Lino, cual
hijo de la musa Urania, hermosamente coronado.
Así que la Filosofía comenzó con los griegos,
puesto que hasta en el nombre excluye
cualquier origen bárbaro.
IV. Aquellos que atribuyen su invención a
los bárbaros, citan a Orfeo Tracio, y dicen que
fue un filósofo muy antiguo. No sé si es posible
llamar filósofo a quien dijo ciertas cosas de los
dioses; porque, ¿qué nombre se puede dar a
quien atribuye a los dioses todas las pasiones
humanas, y hasta aquellas sucias acciones por
la boca que aun los hombres cometen algunas
veces? Dicen que murió despedazado por las
mujeres; pero del epitafio que hay en Dión,
ciudad de Macedonia, se deduce que lo mató
un rayo. Dice lo siguiente:
Aquí dieron las Musas sepultura al tracio
Orfeo con su lira de oro. Jove, que reina en tronos
celestiales, con flecha ardiente le quitó la
vida.
Los que adjudican a los bárbaros la creación
de la Filosofía, exponen también el modo
en que la trató cada uno de ellos. Dicen que los
gimnosofistas y los druidas filosofaron, mediante
enigmas y sentencias, que se ha de adorar
a Dios; que a nadie se ha de hacer daño, y que se ha
de ejercitar la fortaleza. Clitarco, en el libro XII,
agrega que los gimnosofistas no temían a la
muerte; que los caldeos se dedicaron a la Astronomía
y las predicciones; y los magos, al
culto, sacrificios y súplicas a los dioses, como si
sólo ellos fueran escuchados, y manifestaron su
sentir en orden a la esencia y generación de los
dioses mismos, creyendo que son el fuego, la
tierra y el agua. Que no admiten sus representaciones
o esculturas, y están en contra de los
que opinan que también hay diosas.
V. En el libro XXIII, Soción dice que los
magos tratan mucho de la Justicia; que consideran
impiedad quemar los cadáveres, y que está
permitido casarse uno con su madre o con su
hija. Que hacen adivinaciones y predicciones, y
dicen que se les aparecen los dioses; que el aire
está lleno de visiones que, fluyendo de los
cuerpos, con los vapores se hacen visibles a los
ojos de más aguda vista, y que prohíben el maquillaje
del rostro y usar oro. Visten de blanco,
duermen sobre tierra, comen hierbas, queso y
pan ordinario; utilizan una caña como báculo, y
en su extremo ponen un queso y se lo van comiendo.
Aristóteles dice en su Mágico que ignoran
el arte de adivinar por encantos. También
Dinón lo dice en el libro IV de su Historia,
y añade que Zoroastro fue muy dedicado a la
observación de los astros, deduciéndolo por el
significado de su nombre. Lo mismo escribe
Hermodoro. Aristóteles, en el libro primero De
la Filosofía, supone a los magos más antiguos
que los egipcios, y que tenían dos principios en
el mundo, un genio bueno y otro malo; uno
llamado Júpiter y Orosmades; y el otro, Plutón
y Arimanio. También Hermipo lo menciona en
el libro primero De los magos; Eudoxo, en su
Periodo. Y Teopompo, en el libro VIII De la
historia filípica.
VI. Dice éste, por sentencia de los magos,
que los hombres han de resucitar, y entonces serán
inmortales. Y que las cosas existen a beneficio de sus
oraciones. Esto mismo refiere Eudemón de Rodas.
Ecato dice, como doctrina de ellos, que los
dioses fueron engendrados. Clearco Solense escribe,
en el libro De la enseñanza, que los gimnosofistas
descienden de los magos. Algunos opinan
que de ellos descendían los judíos. Los que
hablan de los magos reprenden a Herodoto;
pues es falso que Jerjes haya disparado dardos
contra el sol y que haya echado grillos en el
mar, como Herodoto dice, ya que los magos los
consideraban dioses. Pero sí derribó sus estatuas
e imágenes.
VII. La filosofía de los egipcios acerca de
los dioses y de la justicia era esta: que la materia
fue el principio de las cosas, y que de ella procedieron
después por separado los cuatro elementos y los
animales perfectos. Que el sol y la luna son dioses;
uno llamado Osiris y la otra, Iris; y que los representan
simbólicamente mediante la figura del escarabajo,
el dragón, el gavilán y otros animales. También
lo dice Manetón, en su Epítome de las cosas
naturales, y Hecateo, en el libro primero de la
Filosofía de los egipcios; agregando que les
construyen templos y esculpen esas estatuas porque
no conocen la figura de Dios; que el mundo fue creado,
es corruptible y de forma esférica; que las estrellas
son fuego, y por la mezcla equilibrada de sus
influjos la tierra produce algo; que la luna se eclipsa
cuando entra en la sombra de la Tierra; que el alma
permanece en el cuerpo cierto tiempo, y luego
transmigra a otro; que la lluvia proviene de los cambios
del aire. Muchas cosas debaten sobre la Fisiología,
según se ve en Hecateo y Aristágoras.
Tienen también sus leyes acerca de la justicia, y
las atribuyen a Mercurio. De los animales elevaron
al rango de dioses a los que son útiles al
ser humano. Y finalmente, dicen que ellos fueron
los inventores de la Geometría, la Astrología
y la Aritmética. Con esto es suficiente en
lo que respecta a la invención de la Filosofía.
VIII. Acerca del nombre, Pitágoras fue el
primero que lo utilizó al llamarse filósofo
cuando conversaba familiarmente en Sición con
Leontes, tirano de los sicioneses o fliaseos, como
menciona Heráclides Póntico en el libro De
la intercepción de la respiración: Ninguno de los
hombres -dijo Pitágoras- es sabio; sólo Dios lo es.
Antes la Filosofía se llamaba sabiduría, y sabio
el que la profesaba y llegaba a lo máximo de su
perfección; pero el que se dedicaba a ella se
llamaba filósofo; aunque los sabios se llamaban
también sofistas, e incluso los poetas; pues Cratino,
en su Arquíloco, citando a Homero y a
Hesíodo, así los llama. Fueron considerados
sabios: Tales, Solón, Periandro, Cleóbulo,
Quilón, Biante y Pitaco. Además, Anacarsis,
Escita, Misón Queneo, Ferecides Siro y Epiménides
Cretense. Algunos añaden a Pisístrato
Tirano.
IX. Las sectas o sucesiones de la Filosofía
fueron dos: una desciende de Anaximandro, y
otra de Pitágoras. Del primero fue maestro Tales;
y de Pitágoras, Ferecides. Una se llamó
jónica porque Tales, maestro de Anaximandro,
era de Jonia, nacido en Mileto; la otra se llamó
italiana porque Pitágoras, su creador, vivió casi
siempre en Italia. La secta jónica termina con
Clitomaco, Crisipo y Teofrasto; la italiana, con
Epicuro, pues a Tales sucedió Anaximandro; a
este, Anaxímenes; a Anaxímenes, Anaxágoras;
a este, Arquelao; a Arquelao, Sócrates, quien
inventó la Moral. A Sócrates siguieron sus
discípulos, principalmente Platón, instituidor
de la Academia primitiva. A Platón sucedieron
Espeusipo y Jenócrates; a éste le siguió Polemón;
a Polemón, Crantor y Crates; a éste,
Arcesilao, que introdujo la Academia media; a
Arcesilao siguió Lacides, inventor de la Academia
nueva; a Lacides siguió Caméades; y a
Caméades, Clitómaco. Así termina la secta jónica.
X. En Crisipo terminó de este modo: a
Sócrates le siguió Antístenes; a éste, Diógenes
Cínico; a Diógenes, Crates Tebano; a Crates,
Zenón Citio; a Zenón, Cleantes, y a Cleantes,
Crisipo. Por último, en Teoftasto acabó así: a
Platón le siguió Aristóteles, y a Aristóteles, Teofrasto.
De esta manera finalizó la secta jónica.
La italiana, en la forma siguiente: a Ferecides le
siguió Pitágoras; a Pitágoras, Telauges, su hijo;
a éste, Jenófanes; a Jenófanes, Parménides; a
Parménides, Zenón de Elea; a éste, Leucipo, y a
Leucipo, Demócrito. A Demócrito le siguieron
muchos, pero los más notables son Nausifanes
y Naucides, a los cuales siguió Epicuro.
XI. Algunos filósofos se llamaron dogmáticos;
otros, efécticos. Los dogmáticos enseñan
las cosas como comprensibles. Los efécticos se
abstienen de ello, suponiéndolo todo incomprensible.
Algunos de ellos han dejado escritos;
otros, no escribieron. Entre estos últimos están
Sócrates, Estilpón, Filipo, Menedemo, Pirro,
Teodoro, Caméades, Brisón y, según algunos,
Pitágoras y Aristón Quío, que sólo escribieron
cartas. Otros dejaron un escrito nada más, como
Meliso, Parménides y Anaxágoras. Zenón escribió
mucho; Jenófanes, más aún; Demócrito
más < a superó Crisipo y Epicuro, excedió le
Demócrito; que más Aristóteles, éste;>
XII. Los filósofos tomaron sus apellidos,
unos de pueblos, como los eleenses, megarenses,
erétricos y cirenáicos. Otros los tomaron de
algunos parajes, como los académicos y los estoicos;
otros, de algunas circunstancias, como
los peripatéticos; otros, de sus cavilaciones,
como los cínicos; otros, de ciertas afecciones,
como los eudemónicos; otros, finalmente, de su
opinión, como los llamados filaletes, los eclécticos
y los analogéticos. Algunos tomaron el
nombre de su maestro, como los socráticos,
epicúreos y semejantes; otros, se llamaron físicos
porque escribieron de Física; otros morales
por la doctrina moral que enseñaron; otros, por
último, se llaman dialécticos por ejercitarse en
argumentos y sutilezas.
XIII. Entonces, las partes de la Filosofía
son tres: Física, Moral y Dialéctica. La Física
trata del universo y de las cosas que contiene; la
Moral de su vida humana y cosas pertenecientes
a ella; y la Dialéctica examina las razones de
ambas. Hasta Arquíloco predominó la Física.
Desde Sócrates comenzó la Moral, y desde
Zenón de Elea, la Dialéctica. De la Moral hubo
diez sectas, que son: académica, cirenaica, elíaca,
megárica, cínica, erétrica, dialéctica, peripatética,
estoica y epicúrea.
XIV. Platón fue el fundador de la Academia
primitiva; de la media, Arcesilao, y de la
nueva, Lacides. De la secta cirenaica lo fue
Aristipo de Cirene; de la elíaca, Fedón de Elea;
de la megárica, Euclides Megarense; de la cínica,
Antístenes Ateniense; de la erétrica, Menedemo
de Eritrea; de la dialéctica, Clitómaco
Cartaginés; de la peripatética, Aristóteles Estagirita;
de la estoica, Zenón Citio; y finalmente,
la epicúrea se llama así por su autor, Epicuro.
XV. En su tratado De las sectas filosóficas,
Hipoboto dice que fueron nueve: primera, la
megárica; segunda, la erétrica; tercera, la cirenaica;
cuarta, la epicúrea; quinta, la anniceria;
sexta, la teodórica; séptima, la zenónica o estoica;
octava, la académica antigua; y novena, la
peripatética. De la cínica, eleática y dialéctica
no hace mención. La pirrónica se estima poco
por su oscuridad, pues unos dicen que es secta,
y otros que no lo es. Parece que lo es, dicen;
porque llamamos secta a la que sigue, o tiene
todas las apariencias de seguir, alguna norma
de vida; por cuya razón podemos muy bien
llamar secta a la de los escépticos. Pero si por
secta entendemos la tendencia a los dogmas
que tienen séquito, no se podrá llamar secta,
puesto que carece de dogmas. Hasta aquí de los
principios, sucesiones, varias partes y número
de sectas que tuvo la Filosofía. Aunque no hace
mucho tiempo que Potamón Alejandrino introdujo
la secta electiva, eligiendo de cada una de
las otras lo que le pareció mejor. Según escribe
en sus Instituciones, son dos los modos de indagar
la verdad. El primero y principal es aquel
con que formamos juicio. El otro es aquel por
medio de quien lo formamos, como con una
imagen muy exacta. También piensa que la
causa material y eficiente, la acción y el lugar
son el principio de las cosas; pues siempre inquirimos
de qué, por quién, cuáles son y en
dónde se hacen. Y dice que el fin al cual deben
dirigirse todas las cosas es la vida perfecta por medio
de todas las virtudes, incluso los bienes naturales e
inesperados del cuerpo.
Pero entremos en materia acerca de la vida
de los filósofos, y el primero es:
TALES

Stevenson: Janet la torcida

KostasAgiannitis

1
Janet la Torcida
Robert Louis Stevenson
El reverendo MurdochSoulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia
del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro
sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida sin
familia ni criado ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa
parroquial situada bajo el HangingShazv, un pequeño bosque de sauces. A
pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e
inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente
sobre el futuro del impenitente, parecía que su visión atravesara las tormentas
del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a
prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente
afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de
Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada
diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la
naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su
comportamiento en el púlpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto
de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo
normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet
se lamentaba.
La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos,
con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos
fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado -ya muy al inicio del
ministerio del señor Soulis- a ser evitada en las horas del anochecer por todos
aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres
respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la
vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario.
Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La
casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón
dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary,
situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco
rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La
casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada
no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por
un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que
bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan
nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El
reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz
alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.
Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más
atrevidos se lanzaban -con el corazón latiéndoles a pleno ritmo- a jugar a
«seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que
rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de
común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se
adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado
2
paraje. Pero mucha de la gente, incluso de la parroquia, ignoraba los
acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del señor
Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir
nada -por ser de naturaleza reservada- y otros temían hablar sobre aquel
asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado
por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida
solitaria del reverendo.
Cincuenta años atrás, cuando el señor Soulis llegó por primera vez a Balweary,
aún era un hombre joven -un mozo, decía la gente- lleno de sabiduría
académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su
edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más
jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra;
pero los hombres y las mujeres mayores -preocupados y serios- se
conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso,
y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días
de los moderados… malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas:
ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. Incluso entonces había
gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la
universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con
ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados
durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en
el corazón. No cabía duda alguna de que el señor Soulis había estado en la
universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas
cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros -más de
los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio-, y harto trabajo le
costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del
Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin
duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía
falta tantos, sobre todo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría
en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad
del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era
poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó
que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente
para alguien tan joven y con escasa experiencia.
De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que
cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas.
Le recomendaron a una vieja de mala reputación -Janet M’Clour, la llamaban- y
le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le
aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que
sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se
había apartado de la sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían
visto hablando sola en Key’s Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños
para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien
recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría
hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le
comentó que Janet estaba poseída por el demonio, le pareció un rumor sin
fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor, trató de
3
convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el
demonio estaba misericordiosamente comedido.
Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M’Clour iba a entrar a servir en la
casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas
buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su
casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta
las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente;
normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin
intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía
una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un
viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada
sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la
cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del
río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La
vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas
señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y
justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo
reverendo!
-Mujeres -dijo él, que tenía una voz magnífica-, en nombre de Dios les ordeno
que la suelten.
Janet corrió hacia él -estaba realmente aterrorizada-, se le abrazó y le rogó en
nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron
todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.
-Mujer -le dijo a Janet-, ¿es eso verdad?
-Pongo a Dios por testigo -dijo ella- y como me hizo Dios que no es verdad ni
una palabra. Aparte del hijo -dijo ella-, he sido una mujer decente toda mi vida.
-¿Renuncias -dijo el señor Soulis-, en nombre de Dios y ante mí, su indigno
pastor, renuncias al diablo y a sus obras?
Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que
aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca.
Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo
delante de todos.
-Y ahora -dijo el señor Soulis a las señoras-, vayan a sus casas y pidan perdón
a Dios.
Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la
acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora.
Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente
seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal
miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres
permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.
4
Janet venía bajando por la aldea -ella o alguien que se le parecía, nadie podría
decirlo con certeza- con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado,
como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un
cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le
preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no
pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los
dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de
Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero
no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a
llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M’Clour, pues para ellos la vieja ya
estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera
al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de
la gente que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la
molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas
con ella bajo el Hanging Shaw.
Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel
negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde
escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las
doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al
principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a
Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora
hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie
discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre,
al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.
A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas
tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a
Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez,
estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los
valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que
caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y
continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias.
Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni
dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba
escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre
obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de
casa.
Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra
vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el
cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera
la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos
del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un
sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado
oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando
en círculos sobre el viejo cementerio.
Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le
pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se
5
asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí
sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio
sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus
ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros
muchas veces, pero en este había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor
que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a
pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre
negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar
torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo.
Este aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y
corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió
detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del
tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que
un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta
que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las
aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.
Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se
tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y,
mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no
había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a
nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de
miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró
con Janet M’Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta
de verle. En ese instante, recordó que cuando la vio por primera vez sintió la
misma escalofriante sensación de terror.
-Janet -dijo-, ¿has visto a un hombre negro?
-¡Un hombre negro! -dijo ella- ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera,
reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.
Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como
un poni con el freno de la brida en la boca.
-Bueno -dijo él-. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el
inquisidor de la Hermandad.
Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la
boca.
-Caray -dijo ella-, debería darle vergüenza, reverendo -dijo dándole un poco de
coñac que tenía siempre a mano.
Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era
una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no
especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa
está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había
ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era
un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría
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por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo
hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen
que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en
los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría
como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un
bebé recién bautizado y no pensaba en nada.
Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En
la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua profunda y
negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba
de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De
pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma
sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó
de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía
era un fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella
pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la
suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había
hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba
hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una
sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo.
El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer,
vieja y afligida, sin amigos salvo él.
Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca -porque el
corazón le saltaba en el pecho- y, al atardecer, se fue a la cama.
Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del
diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero
aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy
extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella ni una gota de aire. Uno no
podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se
quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en
la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.
Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le
quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces
oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el
páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas
chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó
estar enfermo; y enfermo estaba, pero… poco sospechaba de qué enfermedad.
Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y
volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo -quizá por
el frío que sentía en los pies-, pero se le ocurrió de repente que había una
cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo
en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se
oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a
continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó
estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a
estar silencioso como una tumba.
7
El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió
una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la
abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una
habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles
grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro
postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de
teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas
cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo
Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró -pocos
le habrían seguido-, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro
de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las
grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del
reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por
sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio
a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún
reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la
boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.
«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está
muerta.»
Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el
pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada
de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para
remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la
oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la
vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a
paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la
mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba
empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el pálpito de su propio corazón.
Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta,
cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían
pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la
puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con
llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a
la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.
Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan
sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra
punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía
tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra;
nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle
abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras
dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con
cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.
Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» -dijo-, «dame fuerza para luchar
esta noche contra el poder del mal.»
8
Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la
mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa
palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo
susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el
cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la
cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro –
viva, se podría decir… muerta, como bien sabía el reverendo Soulis-, en el
umbral de la casa.
Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo,
pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí
mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el
señor Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal
de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a
hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo
un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces
chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto,
aquello era el final.
-¡Bruja, diablo! -gritó-, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si
estás muerta o al Infierno si estás condenada.
Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí
mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo
apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de
azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron
los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El
reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia
la aldea.
Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran
Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la
posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M’Llellan le vio cruzando los
oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien
ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había
marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en
Balweary.
Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en
la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser
el mismo.
FIN
«Janet Thrawn»,
The Merry Men and Other Tales and Fables, 1887

dickens: Historias de fantasmas

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EL LETRADO Y EL FANTASMA

Conocí a un hombre —déjenme ver— hará como cuarenta años, que alquiló un viejo, húmedo y humilde conjunto de despachos, que llevaban cerrados y vacíos muchísimos años, en uno de los edificios más antiguos de la ciudad. Corrían toda clase de historias sobre aquel lugar y, desde luego, ninguna de ellas era demasiado jovial. Sin embargo, aquel hombre era pobre y las habitaciones eran baratas, razón que a él le bastaba aunque hubiesen sido diez veces peores de lo que ya eran.

Ocurrió que este hombre se vio forzado a quedarse con algunos muebles desvencijados que habían quedado allí abandonados. Entre todos ellos, destacaba un enorme y pesado armario de vitrina como los que suelen utilizarse para archivar papeles. Tenía unas grandes puertas acristaladas, cubiertas en el interior por cortinas verdes. Ciertamente, se trataba de un cachivache bastante inútil para su nuevo dueño, puesto que éste no tenía papeles que guardar; en cuanto a su ropa, no tenía más que lo puesto y tampoco tenía necesidad de procurarse un lugar dónde colocarla.

Pues bien, ya había terminado de trasladar allí todos sus muebles —que no llegaron ni a ocupar un carro completo— y los había desperdigado por la habitación para hacer que aquellas cuatro sillas que tenía pareciesen una docena. Estaba aquella misma noche el hombre sentado frente al fuego pensando en los dos galones de whisky que había adquirido a crédito —y preguntándose si alguna vez llegaría a pagarlos y, en caso afirmativo, cuantos años tardaría en hacerlo—, cuando su mirada fue a posarse como por casualidad en las acristaladas puertas de la vitrina.

—Ah —suspiró—, si no me hubiese visto obligado a aceptar ese adefesio al precio que fijó el viejo casero, podría haber conseguido algo mejor por ese dinero. Te diré lo que te habría pasado, viejo trasto. —No teniendo nadie con quien hacerlo, hablaba en voz alta a la vitrina—. Si no fuese por el gran esfuerzo que me costaría hacer pedazos tu vieja estructura, te utilizaría para alimentar el fuego.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando un sonido que se asemejaba a un débil gemido pareció salir del interior del armario. Aquello le sobresaltó al principio pero, tras reflexionar unos instantes, pensó que debía de tratarse de algún jovenzuelo que hubiera entrado en el despacho contiguo, y que estuviese volviendo de cenar. Colocó los pies sobre la rejilla de la chimenea y tomó el atizador con intención de remover las brasas.

En ese momento volvió a escuchar el ruido, y se asustó. Al mismo tiempo, una de las puertas de cristal del armario comenzó a abrirse lentamente, dando paso a una figura pálida y demacrada, vestida con unos manchados ropajes hechos jirones y que permanecía muy erguida dentro de la vitrina. Se trataba de una figura delgada y alta. Su rostro expresaba preocupación y angustia, pero había una apariencia de algo inefable en su tono de piel, en su extrema delgadez y en su aspecto sobrenatural.

—¿Quién es usted? —dijo el nuevo inquilino, poniéndose muy pálido y blandiendo el atizador (por si acaso) mientras apuntaba directamente al rostro de la figura—. ¿Quién es?

—No intente arrojarme ese atizador —respondió la figura—. Aunque me lo lanzase con la mayor puntería, pasaría a través de mí, sin encontrar resistencia, e iría a clavarse en la madera que tengo detrás. Soy un espíritu.

—Dígame, ¿y qué busca aquí? —dijo entrecortadamente el inquilino.

—Sepa que en esta habitación —respondió la aparición— se gestó mi desgracia, y la ruina de mis hijos y la mía. En esta vitrina fueron acumulándose, durante años, los legajos de una demanda interminable. En esta habitación, cuando yo ya había muerto de pena y de esperanzas largamente postergadas, dos taimadas arpías se dividieron las riquezas por las que yo había estado pleiteando durante toda una vida plagada de estrecheces, y de las cuales, finalmente, ni un solo penique fue a parar a mis descendientes. Me dediqué a aterrorizarlas inmediatamente, claro está, y desde aquel día he merodeado por la noche (el único periodo durante el que puedo volver a este mundo) alrededor de los escenarios de mi prolongada miseria. Estos aposentos son míos: ¡márchese y déjeme en paz!

—Si insiste en aparecerse por aquí —dijo el inquilino, quien había conseguido reunir algo de valor y de presencia de ánimo mientras el fantasma pronunciaba su prosaico discurso—, le dejaré que lo haga con el mayor placer, pero antes me gustaría hacerle un par de preguntas, si usted me lo permite.

—Adelante —dijo la aparición severamente.

—Bueno —dijo el arrendatario—. No es que sea mi intención dirigir esta observación a usted en particular, puesto que es igualmente aplicable a la mayor parte de los fantasmas de los que he oído hablar, pero me resulta de algún modo inconsistente que, teniendo como ustedes tienen, la posibilidad de visitar los mejores parajes de la tierra (ya que supongo que el espacio no significa nada para ustedes), siempre insistan en regresar a los lugares donde justamente fueron más desgraciados.

—Ehhh… eso es muy cierto; nunca había pensado en ello antes —respondió el fantasma.

—Como puede usted ver, señor —continuó el inquilino—, ésta es una habitación de lo más incómoda y desangelada. Por el aspecto de esa vitrina, me atrevería a decir que no está del todo libre de insectos y demás sabandijas, y en realidad creo que, si usted se lo propusiera, podría encontrar aposentos mucho más agradables; por no hablar del clima tan desapacible que tenemos en Londres…

—Tiene usted mucha razón, señor —replicó educadamente el espectro—. No me había dado cuenta hasta ahora. Creo que cambiaré de aires. —Y, dicho esto, comenzó a desvanecerse; es más, mientras decía esto sus piernas ya habían desaparecido casi del todo.

—Y señor —dijo el inquilino intentando llamar su atención antes de que se fuera definitivamente—, si tuviese usted la bondad de sugerirles a las otras damas y caballeros que se encuentran ahora ocupados en hechizar viejas mansiones vacías, que estarían mucho más a gusto en cualquier otro lugar, le prestaría usted un gran servicio a nuestra sociedad.

—Lo haré —respondió el fantasma ya con un hilillo de voz—; debemos de ser gente bastante aburrida, ahora que lo dice; es más, muy monótonos; no consigo imaginarme cómo podemos haber sido tan estúpidos.

Con estas palabras, el espíritu se esfumó y, cosa sorprendente, nunca más volvió a aparecerse a nadie.

 


 FANTASMAS DE NAVIDAD

Me gusta volver a casa por Navidad. A todos nos pasa, o al menos así debería ser. Todos regresamos a casa, o deberíamos hacerlo, para disfrutar de unas breves vacaciones —aunque cuanto más largas sean, mejor— desde el enorme internado en el que nos pasamos el día trabajando en nuestras tablas de aritmética. A todos nos conviene tomarnos un respiro, ésa es la verdad. En cuanto a ir de visita, ¿a qué otro sitio podríamos ir si no? ¡Pues junto al árbol de Navidad, para proclamar nuestros buenos deseos al mundo!

Y así partimos lejos, hacia el invierno, a colocar nuestros anhelos junto al árbol. Nos ponemos en camino, y atravesamos llanuras bajas, parajes brumosos, páramos sumergidos en la niebla; subimos largas colinas enroscadas como cavernas oscuras entre las tupidas plantaciones que casi ocultan las estrellas centelleantes; y así continuamos, por amplias mesetas, hasta detenernos, con un silencio repentino, frente a una avenida. La campana junto a la verja resuena profunda y casi espantosa en el aire helado; los batientes de la verja se abren sobre sus goznes y, a medida que nos dirigimos hacia la gran casa, las luces resplandecientes se agrandan en las ventanas, y las hileras de árboles que hay delante parecen retroceder solemnemente hacia ambos lados para permitirnos el paso. Por un momento, aniquila el silencio la rauda carrera de una liebre que a lo largo de todo el día, por intervalos, se ha dedicado a atravesar el blanco tapete nevado; o el estrépito lejano de una manada de ciervos pisoteando la escarcha endurecida. Si pudiésemos, tal vez veríamos sus ojos vigilando entre los helechos, rutilantes como gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están quietos y todo permanece en calma. De este modo, con las luces que se agrandan y los árboles que se retiran ante nosotros y se reúnen de nuevo tras nuestro paso, llegamos a la casa.

Probablemente flota en todo momento un aroma a castañas asadas y a otras cosas buenas, puesto que estamos narrando historias invernales (o para nuestra vergüenza, historias fantasmales) alrededor de un fuego navideño, y sólo nos levantaremos para acercarnos más a él y calentarnos. Sin embargo, todo esto carece de importancia.

Llegamos a la casa, una vieja mansión coronada por grandes chimeneas en donde arde la leña ante perros viejos que se arriman al hogar y retratos macabros (algunos de ellos con leyendas igualmente macabras) que miran hoscos y desconfiados desde el entablado de roble de las paredes. Somos gentilhombres de mediana edad y compartimos una generosa cena con nuestros anfitriones y sus invitados. Es Navidad y la casa está repleta de gente. Decidimos retirarnos pronto. La nuestra es una habitación muy antigua. Cubierta por tapices. Nos desagrada el retrato de un caballero trajeado de verde, que cuelga sobre la chimenea. Grandes vigas negras recorren la techumbre y se ha dispuesto para alojarnos un gran dosel negro que a los pies se ve sustentado por dos grandes figuras negras que parecen sacadas de sendas tumbas de la vieja iglesia del barón, ubicada en los jardines. A pesar de ello, no somos caballeros supersticiosos y nos da lo mismo. ¡Bien! Despachamos a nuestro sirviente, cerramos la puerta con llave y nos sentamos frente al fuego, enfundados en nuestra bata, a meditar sobre multitud de asuntos. Finalmente nos acostamos. ¡Bueno! No podemos dormir. Nos revolvemos una y otra vez sin poder conciliar el sueño. Los rescoldos del fuego arden relampagueantes y hacen parecer la habitación más fantasmagórica si cabe. No podemos evitar escudriñar, por encima de la colcha, las dos figuras negras que sostienen la cama, y sobre todo ese caballero de verde, dotado de un aspecto tan perverso. Parecen avanzar y retirarse en medio de la luz temblorosa, lo cual, a pesar de que no somos en absoluto hombres supersticiosos, no nos resulta nada agradable. ¡Bueno! Nos vamos poniendo más y más nerviosos. Decimos: «Esto es absurdo, pero lo cierto es que no podemos soportarlo; fingiremos estar enfermos y haremos que acuda alguien en nuestra ayuda». ¡Bueno! Precisamente, estábamos a punto de hacerlo, cuando de repente la puerta se abre y entra una joven de una palidez mortecina y largos cabellos rubios que se desliza junto al fuego y toma asiento en la silla que antes habíamos ocupado, frotándose las manos. En ese momento advertimos que sus ropas están mojadas. Tenemos la lengua adherida al paladar y no somos capaces de articular palabra, pero la observamos con detalle. Su ropa está húmeda; su largo cabello está salpicado de barro; va vestida según la moda de hace doscientos años y lleva en el cinto un manojo de llaves herrumbrosas. ¡Bueno! Ella sigue sentada, sin moverse, y es tal el estado en que nos hallamos que ni siquiera somos capaces de desmayarnos. En ese momento, ella se levanta y empieza a probar sus oxidadas llaves en todas y cada una de las cerraduras del dormitorio sin que ninguna sirva. Entonces fija su mirada en el retrato del caballero de verde y exclama, con una voz grave y terrible: «¡Los ciervos lo saben!». A continuación, vuelve a frotarse las manos, pasa junto a la cama y sale por la puerta. Nos ponemos la bata apresuradamente, echamos mano de las pistolas —sin las que nunca salimos de casa— y nos disponemos a seguir a la muchacha, cuando hallamos la puerta cerrada. Giramos la llave y, al asomarnos al oscuro pasillo, no divisamos a nadie. Deambulamos inútilmente en busca de nuestro sirviente. Recorremos la galería hasta que rompe el día para luego volver a nuestra desolada habitación, caer dormidos y ser despertados por nuestro criado (a él nada le aterroriza), que cuando abre la ventana nos revela un sol resplandeciente. ¡Bien! Tomamos un triste desayuno y todo el mundo nos comenta que parecemos indispuestos. Concluido el desayuno, recorremos la casa con nuestro anfitrión y le conducimos hasta el retrato del caballero de verde y en ese momento todo se aclara. Engañó a una joven ama de llaves, conocida por su extraordinaria belleza, quien se ahogó intencionadamente en un estanque y cuyo cuerpo fue descubierto, pasado ya mucho tiempo, porque los ciervos se negaban a beber de sus aguas. Desde entonces, se rumorea que ella se dedica a deambular por la mansión a medianoche (aunque sobre todo aparece en la habitación del caballero de verde, a fin de no dejar dormir a su inquilino) probando todas las cerraduras con sus llaves oxidadas. ¡Bien! Contamos a nuestro anfitrión cuanto hemos visto y una sombra se cierne sobre su semblante. Nos suplica que guardemos silencio y nosotros obedecemos. Sin embargo, todo lo que hemos contado es cierto y así lo relatamos antes de fallecer (ahora estamos muertos), a muchas personas serias que nos quieren escuchar.

Son innumerables las viejas casas solariegas, con sus pasillos retumbantes, sus sombríos aposentos y sus alas hechizadas que llevan años clausuradas, a través de las cuales podemos divagar, mientras un agradable escalofrío nos recorre la espalda, y toparnos con todo tipo de fantasmas. Aunque —tal vez sea importante recalcarlo— en general éstos se reducen a unos pocos tipos o clases, ya que, debido a la escasa originalidad de los espectros, en su mayoría suelen deambular haciendo rondas previamente fijadas. Resulta habitual también que haya ciertas baldosas de las que sea imposible borrar las manchas de sangre que quedaron en tal o cual habitación o descansillo, y que datan de cuando cierto amo malvado, barón, caballero o gentilhombre se suicidó en aquel mismo lugar. Uno puede raspar y raspar, como hace el dueño actual, o pulir y pulir, tal y como lo hiciera su padre, o frotar y frotar, al igual que hizo su abuelo, o intentar hacerlas desaparecer mediante la acción de diversos ácidos, como hizo el bisabuelo, pero la sangre siempre permanecerá ahí —ni más ni menos pálida—, siempre igual. También ocurre que en otras casas encontramos puertas encantadas, que jamás lograremos mantener abiertas mucho tiempo; o bien, una puerta que no hay manera de cerrar; o bien casas donde suena a deshoras el crujido hechizado de una rueca, o golpes de martillo, o pisadas, o un llanto, o un lamento, o un ruido de cascos de caballo, o el arrastrar de cadenas. Tal vez haya un reloj en su torre que al llegar la medianoche dé trece campanadas coincidiendo con la muerte del cabeza de familia. Llegó a suceder que una tal Lady Mary fue de visita a una casa de campo en las tierras altas escocesas y, sintiéndose fatigada por el largo viaje, se retiró pronto a dormir. Al día siguiente, durante el desayuno, comentó inocentemente:

—¡Me resultó extrañísimo que anoche celebraran una fiesta a una hora tan tardía en un lugar tan remoto como éste, y que no me hablaran de ella!

Cuando todos le preguntaron qué quería decir, Lady Mary respondió:

—¡Pues que ha habido alguien que se ha pasado toda la noche dando vueltas y más vueltas con su carruaje bajo mi ventana!

Entonces, el propietario de la casa se puso lívido, al igual que su señora. Por su parte, Charles Macdoodle —de los Macdoodle de toda la vida— conminó a Lady Mary a no decir ni una palabra más sobre el asunto, y todo el mundo guardó silencio. Después del desayuno, Charles Macdoodle contó a Lady Mary que era tradición en aquella familia que aquel ajetreo de carruajes en el patio presagiase alguna muerte. Así quedó probado cuando, dos meses más tarde, falleció la dueña de la mansión. Lady Mary, quien a la sazón formaba parte de las Damas de Honor de la Corte, contaba a menudo esta historia a la vieja reina Charlotte; y es por esto por lo que el viejo rey se pasaba el día diciendo:

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Fantasmas? ¡Ni mentarlos, ni mentarlos!

Y no dejaba de repetirlo una y otra vez hasta que se retiraba a dormir.

El amigo de una persona a quien la mayoría de nosotros conocemos, cuando era todavía un joven estudiante, tuvo un amigo bastante peculiar con el que había llegado a un pacto de lo más macabro: acordaron que si era cierto que el espíritu de una persona es capaz de volver a este mundo tras haberse separado del cuerpo, aquel de los dos que primero muriese habría de aparecerse al otro.

Transcurrido un tiempo, a nuestro amigo se le había olvidado ya aquel trato; ambos jóvenes habían progresado en la vida y habían tomado caminos divergentes, muy alejados entre sí. Sin embargo, una noche, transcurridos muchos años, encontrándose nuestro amigo en el norte de Inglaterra y alojándose por la noche en una posada junto a los páramos de Yorkshire, sucedió que miró fuera de su cama y allí, a la luz de la luna, apoyado junto a un buró próximo a la ventana, vio a su viejo colega de estudios observándole fijamente. Se dirigió solemnemente a la aparición, y ésta le respondió en una especie de susurro, aunque bastante audible:

—No te acerques a mí. Estoy muerto. Heme aquí para cumplir mi promesa. Vengo de otro mundo pero no puedo revelar sus secretos.

En ese momento, la aparición palideció, pareció fundirse con la luz de la luna y se desvaneció.

Cuentan también el caso de la hija del primer ocupante de una casa isabelina, bastante pintoresca, que se hizo relativamente famosa en nuestro barrio. ¿Han oído quizás hablar de ella? ¿No? Pues bien, siendo una bella muchacha de diecisiete años, dio en salir una tarde de verano durante el crepúsculo a recoger flores en el jardín. Pero, de pronto, su padre la vio llegar corriendo a la puerta de la casa. Estaba aterrada y gritaba con desesperación:

—¡Ay, Dios mío, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

El la abrazó, la consoló y le dijo que no se preocupase; probablemente habría sido víctima de algún capricho de su imaginación. Ella entonces le dijo:

—¡Oh, no! Te juro que me encontré conmigo misma cuando caminaba por el paseo. Estaba muy pálida recogiendo flores marchitas, y giraba la cabeza sosteniéndolas en alto.

Aquella misma noche, la muchacha murió. Se comenzó a pintar un cuadro con su historia, si bien nunca fue terminado, y dicen que, aún hoy, el cuadro permanece en algún lugar de la casa, vuelto de cara a la pared.

El tío de mi cuñado volvía a casa a caballo. Era una tarde apacible, y ya estaba anocheciendo. De repente, en una vereda cercana a su propia casa vio a un hombre de pie frente a él, ocupando el centro mismo de un estrecho paso.

—¿Por qué estará ese hombre de la capa ahí en medio? —pensó—. ¿Acaso pretende que le pase por encima?

Pero la figura no se apartaba. El tío de mi cuñado tuvo una extraña sensación al verle allí en el sendero, tan inmóvil. Sin embargo aflojó el trote y siguió cabalgando en dirección a él. Cuando se halló tan cerca del caminante que casi podía tocarlo con su estribo, el caballo se asustó y entonces la figura se deslizó a lo alto de un terraplén, de una forma rara, poco natural (de hecho se escurrió hacia atrás sin aparentemente usar los pies), y desapareció. El tío de mi cuñado dio un respingo.

—¡Santo Dios! ¡Pero si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó al caballo, que de pronto sudaba una barbaridad, y, preguntándose por tan extraño comportamiento, salió disparado hacia la entrada de su casa. Cuando llegó allí vio a la misma figura pasando junto al alargado mirador que hay frente a la sala de estar de la planta baja. Arrojó las bridas a su criado y se precipitó detrás de la figura. Su hermana estaba allí sentada, sola.

—Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

—¿Tu primo Harry, John?

—Si. El de Bombay. Me lo acabo de encontrar en el camino y lo he visto entrar aquí ahora mismo.

Nadie había visto nada, Pero fue en aquella hora exacta, como más tarde se supo, cuando su primo fallecía en la India.

Hubo cierta vieja dama muy sensata que falleció a los noventa y nueve años, y que mantuvo sus facultades hasta el final. Pues bien, esta buena mujer vio con sus propios ojos al famoso Niño Huérfano. Esta es una historia que con cierta frecuencia se ha venido contando de manera incorrecta. He aquí lo que ocurrió en realidad (pues, de hecho, se trata de una historia que ocurrió en nuestra propia familia: la vieja dama era una pariente lejana). Cuando tenía alrededor de cuarenta años, época en la que aún era conocida por su belleza poco común (hay que decir que su amado murió muy joven, razón por la cual ella nunca se casó, aunque recibió numerosas proposiciones al respecto), se trasladó con su hermano, que era comerciante de artículos indios, a una casa que éste había comprado no hacía mucho en Kent. Corría la leyenda de que aquel lugar había sido una vez administrado por el tutor de un niño. Aquel tutor era el segundo heredero de la propiedad, y mató al niño tratándole de manera severa y cruel. La dama no sabía nada de esto. Se dijo que en la habitación de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al niño. Nunca hubo tal cosa, de hecho. Allí tan sólo había un ropero. Una noche se fue a dormir. A la mañana siguiente cuando entró la doncella, ella le preguntó con toda tranquilidad:

—¿Quién era ese niño tan guapo y de aspecto tan melancólico que ha estado asomándose por el ropero toda la noche?

La muchacha emitió un fuerte chillido y se esfumó al momento. La dama quedó sorprendida. Sin embargo, como era una mujer con una notable fortaleza mental, se vistió ella misma, bajó al piso inferior y se reunió con su hermano.

—Bien, Walter —dijo—, he de confesarte que no he podido pegar ojo. Una especie de niño de aspecto melancólico, bastante guapo, ha estado importunándome toda la noche y saliendo por el vestidor de mi cuarto, cuya puerta, eso te lo puedo asegurar, no hay alma humana que pueda abrir. ¿Qué clase de truco es éste?

—Me temo que no es ningún truco, Charlotte —respondió él—. Ese niño forma parte de la leyenda de esta casa. Es el Niño Huérfano. ¿Qué es lo que dices que hizo anoche?

—Abría la puerta sigilosamente —dijo ella—, y se asomaba. A veces avanzaba un paso o dos dentro del dormitorio. Entonces yo le llamaba animándole a pasar, y él se encogía con un estremecimiento y se deslizaba dentro del vestidor de nuevo, tras lo cual cerraba la puerta.

—Ese gabinete no comunica con ningún otro lugar de la casa, Charlotte. Está clausurado —dijo su hermano.

Esto era verdad. Hicieron falta dos carpinteros trabajando toda una mañana para conseguir abrir el vestidor y poder así examinarlo. En aquel momento, mi pariente estaba bastante contenta de haber trabado relación con el célebre Niño Huérfano. A pesar de ello, la parte más terrible de la historia es que, posteriormente, también sería avistado sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, que acabaron muriendo jóvenes. De vez en cuando alguno de los niños caía enfermo. Y, curiosamente, siempre era doce horas después de volver a casa acalorado diciendo, vaya por Dios, que había estado jugando bajo cierto roble en cierta pradera con un extraño niño… Un niño guapo y de aspecto melancólico, que era muy callado y le hacía señas para que le siguiera. De la fatal experiencia, los padres dedujeron que se trataba del Niño Huérfano y que el destino de los niños quedaba inexorablemente marcado por ese encuentro.