Virgen con Niño de J- Dorner. Pintor alemán, mas información en:
Detalles de cuadros de la Virgen de Giovanni Bellini, pintor italiano.
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Otros cuadros de Virgen con Niño:
Parmigiano
Veronés
Virgen con Niño de J- Dorner. Pintor alemán, mas información en:
Detalles de cuadros de la Virgen de Giovanni Bellini, pintor italiano.
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Arthur Conan Doyle
La Catacumba Nueva (The New Catacomb)
Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviera — confianza en mí —dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso. La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal, se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de focos eléctricos, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras. Pero dentro, en el interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban los antiguos bustos grises de senadores y guerreros con sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y crueles. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las Termas de Caracalla, obra que tanto interés y admiración despertó al ser expuesta en Berlín. Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca había desparramadas las más diversas rarezas. Y ni una sola de todas esas cosas carecía de la mayor inatacable autenticidad, aparte de su insuperable singularidad y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un obstáculo fatal para las energías del estudioso, o que, cuando su inteligencia sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas enormes en la carrera hacia la fama. El capricho y el placer habían apartado frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteligencia era agresiva y capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de laxitud sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le otorgaba para sus estudios. Lenta, dolorosamente y con tenacidad porfiada y extraordinaria, guiado por una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama, llegando a ser miembro de la Academia de Berlín, y tenía, en la actualidad, toda clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más importante de las universidades alemanas. Ahora bien; lo unilateral de sus actividades, si por un lado lo había elevado al mismo nivel que el rico y brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar el trato social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad, el rostro de Burger adquiría vida y expresión. En los demás momentos permanecía silencioso y molesto, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en otros temas más generales, y sentía impaciencia ante la cháchara sin importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no tienen ninguna idea propia que expresar.
A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por espacio de algunos años, y al parecer ese trato maduró poco a poco hasta convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La base y el arranque de esa situación residían en que tanto el uno como el otro eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades comunes los habían puesto en contacto, y ambos habían sentido la mutua atracción de su propio saber. Este hecho se había ido luego completando con otros detalles. A Kennedy le divertían la franqueza y la sencillez de su rival, y Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y vivacidad que habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en ese preciso momento, el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente a muchos de sus amigos.
Ahora bien, dentro de los círculos de estudiosos y de artistas solterones, en los que el inglés prefería desplazarse, no existía, sobre estos asuntos, un código de honor muy severo, y aunque más de una cabeza se moviese con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia, más bien que de censura.
—Escuche, Burger: yo querría que usted tuviese confianza en mí —dijo Kennedy, mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.
Al decir estas palabras con un vaivén de su mano señaló hacia una alfombra extendida en el suelo. Encima de ella había una canastilla, larga y de poca profundidad, de las que se usan en la campaña para la fruta y que están hechas de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaba un revoltijo de cosas: baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos agrietados, papiros desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase. Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre, proporcionaba justo uno de los eslabones que faltaban en la cadena del desenvolvimiento social, y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento. Mientras Burger encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:
—Yo no quiero inmiscuirme en este hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar sobre él. Se trata, evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones producirán sensación por toda Europa.
—¡Por cada uno de los objetos que hay aquí se encuentran allí millones! —dijo el alemán—. Abundan tanto, que darían materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio y se crearan así una reputación tan sólida como el castillo de St. Ángelo.
Kennedy permaneció meditando con la frente contraída y los dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:
—¡Burger, usted mismo se ha delatado! Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una catacumba nueva.
—No he dudado ni por un momento de que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.
—Desde luego, parecían apuntar en ese sentido; pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe lugar, como no sea una catacumba, que pueda contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.
—Así es. La cosa no tiene misterio. En efecto, he descubierto una catacumba nueva.
—¿Dónde?
—Ese es mi secreto, querido Kennedy. Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las catacumbas conocidas, y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de elevada condición, y por eso los restos y las reliquias son completamente distintos de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo ignorara su saber y su energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi propio informe sobre la materia antes de exponerme a una competencia tan formidable.
Kennedy amaba su especialidad con un amor que llegaba casi a la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso, pero su ambición resultaba cosa secundaria, frente al simple gozo abstracto y al interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antigua de Roma. Anhelaba ya el ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo que su compañero había descubierto, y dijo con vivacidad:
—Escuche, Burger; le aseguro que puede tener en mí la más absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que usted me autorice de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de ánimo y me parece muy natural, pero nada puede temer realmente de mí. En cambio, si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones sistemáticas al respecto, y de que sin la menor duda, llegaré a descubrirlo. Como es natural, si tal cosa ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciera.
Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le contestó:
—Amigo Kennedy, he podido comprobar que cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra usted dispuesto a proporcionármelos.
—¿Cuándo me ha planteado alguna pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le proporcioné los materiales para su monografía referente al templo de las vestales.
—Bien, pero se trataba de un tema de poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciera alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto de la máxima intimidad, y a cambio tengo yo derecho a esperar que usted me dé alguna prueba de confianza.
El inglés contestó:
—No veo adónde va usted a parar; pero si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la catacumba si yo contesto a cualquiera de las suyas, puedo asegurarle que así lo haré.
Burger se recostó cómodamente en su sofá, y lanzó al aire un árbol de humo azul de su cigarro. Luego dijo:
—Pues bien; dígame todo lo que hubo en sus relaciones con miss Mary Saunderson.
Kennedy se puso de pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su impasible acompañante. Luego exclamó:
—¿Adónde diablos va usted a parar? ¿ Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad que jamás se le ha ocurrido otra peor.
—Pues no, no lo dije por bromear —contestó Burger con inocencia. La verdad es que tengo interés por conocer el asunto en detalle. Yo estoy en la más absoluta ignorancia en todo cuanto se refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido. Lo conozco a usted, la conocía de vista a ella. Llegué incluso en una o dos ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien, me agradaría muchísimo oír de sus propios labios y con toda exactitud, cuanto ocurrió entre ustedes.
—No le diré una sola palabra.
—Perfectamente. Fue solo un capricho mío para ver si usted era capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad con que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno, el reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.
—No, Burger. Espere un poco —exclamó Kennedy—. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una mujer y lo cuenta, lo consideramos como el mayor de los cobardes y de los villanos.
—Desde luego —dijo el alemán, recogiendo su canastilla de antigüedades—, y lo es cuando se refiere a alguna muchacha de la que nadie sabe nada. Pero bien sabe usted que el caso del que hablamos fue la comidilla de Roma, y que con aclararlo no perjudica en nada a miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.
—Espere un momento, Burger—dijo Kennedy, apoyando su mano en el brazo del otro—. Tengo un interés vivísimo en el asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar.
—No, no. Usted se ha negado, y no hay más que hablar—contestó Burger con la canastilla bajo el brazo—. Tiene usted mucha razón en no contestar, y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra vez, amigo Kennedy.
El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación; pero hasta que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.
—No siga adelante, querido amigo. Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de ninguna muchacha; pero, como usted bien dice, el asunto ha corrido por toda Roma, y no creo que usted encuentre novedad alguna de cuanto yo pueda contarle. ¿Qué es lo que quería saber?
El alemán volvió a aproximarse a la estufa, y dejando en el suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:
—¿Puedo servirme otro cigarro? ¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella?
—Está en Inglaterra, con su familia.
—¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y con su familia?
—Sí.
—¿En qué parte de Inglaterra? En Londres, quizá.
—No, en Twickenham.
—Mi querido Kennedy, tendrá que saber disculpar mi curiosidad, y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que resulta asunto sencillo el convencer a una señorita joven de que se fugue con uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de…. ¿cómo dijo que se llama la población?
—Twickenham.
—Eso es; Twickenham. Pero es algo que se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo, si hubiese estado enamorado de esa joven, es imposible que ese amor desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escándalo, que ha redundado en su propio daño y que ha arruinado la vida de ella?
Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:
—Desde luego que hay lógica en esa manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucha envergadura y corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me gustó. Ya sabe todo lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y le habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.
—Pues entonces, mi querido Kennedy, ¿por qué lo hizo.
—Por lo mucho que la cosa tenía de aventura.
—¡Cómo! ¿Tanta afición tiene usted a las aventuras?
—¿Qué es lo que quita monotonía a la vida sino ellas? Si empecé a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como la de una mujer bella. En este caso estaba también la pimienta de la dificultad, porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a la empresa, ella misma me dijo a la primera de cambio que estaba comprometida.
—Mein Gott!¿Con quién?
—No dio el nombre.
—Yo no creo que nadie esté enterado de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?
—La salpimentó, por lo menos. ¿No opina usted lo mismo?
—Le vuelvo a decir que yo estoy en ayunas en esos asuntos.
—Mi querido camarada, usted puede recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su vecino le pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me encontré con que ella me quiso.
—¿Así? ¿De sopetón?
—¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté, por fin. La muchacha comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto a mi esposa, me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos estupendamente.
—Pero ¿y el otro?
Kennedy se encogió de hombros, y contestó:
—Yo creo que es un caso de supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no lo habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme.
—Sólo otra pregunta: ¿cómo se desembarazó de ella a las tres semanas?
—En ese tiempo, como usted comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a regresar a Roma, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues bien; Roma es una cosa indispensable para mí, y ya me dominaba la nostalgia de volver a mis tareas. Como verá, existía una razón potente para separamos. Aparte de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el hotel, y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz, y yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de menos a la muchacha. Bien, ya está. Cuento con que usted no repetirá ni una palabra de lo que acabo de contarle.
—Ni en sueños se me ocurriría tal cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una visión de las cosas completamente distinta de la que yo acostumbro, debido a que conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba nueva. No merece la pena de que yo trate de describírsela, porque con mis datos verbales jamás llegaría usted a encontrarla. Lo único que viene al caso es que le lleve a ella.
—Sería una cosa magnífica.
—¿Cuándo le gustaría ir?
—Cuanto antes, mejor. Me muero por visitarla.
—Pues bien; hace una noche espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el descubrimiento no trascienda de nosotros dos. Si alguien nos viera salir en pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.
—Desde luego—contestó Kennedy—. Toda precaución es poca. ¿Queda lejos?
— A unas millas de aquí.
—¿No será mucha distancia para hacerla a pie?
—Al contrario, podemos ir paseando sin dificultad.
—Entonces, eso es lo mejor. Si un cochero nos dejara a noche cerrada en algún sitio solitario, le entrarían recelos.
—Así es. Creo que lo mejor que podemos hacer es citarnos para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia. Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo demás.
—¡Magnífico, Burger! Es usted verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto, y le prometo no escribir nada al respecto hasta después de que haya publicado su memoria. ¡Hasta luego, pues! A las doce me encontrará en la puerta.
Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fría y clara atmósfera de la noche, las notas musicales de las campanas de aquella ciudad de los mil relojes. Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El alemán le dijo riendo:
—Es usted tan apasionado para el trabajo como para el amor.
—Tiene razón, porque llevo esperándolo casi media hora.
—Espero que no habrá dejado ninguna clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.
—No soy tan estúpido como para eso. Además, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y entremos en calor con una rápida caminata.
Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco pavimento de piedra de la lamentable vía, único resto que queda de la carretera más célebre del mundo. No tuvieron mayores encuentros que el de un par de campesinos que marchaban de la taberna a su casa, y algunos carros de otros que llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado. Cuando llegaron a las Catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a ellos, sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia Metella, se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.
—Sus piernas son más largas que las mías y está más acostumbrado a caminar—dijo riéndose—. Me parece que el sitio en que tenemos que desviarnos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la esquina de esa trattoria. El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que quizá sea preferible que yo marche adelante.
Había encendido su linterna. Alumbrados por su luz pudieron seguir por una huella angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras pantanosas de la campaña. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un gusano monstruoso por el claro de luna, y su camino pasaba por debajo de uno de los descomunales arcos, dejando a un lado la circunferencia del muro de ladrillos en ruinas de un viejo anfiteatro. Burger se detuvo, al fin, junto a un solitario establo de madera, y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo, exclamó:
—¡No es posible que su catacumba esté dentro de una casa!
—La entrada sí que lo está. Eso es precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.
—¿Está enterado el propietario?
—Ni mucho menos. Él fue quien hizo un par de hallazgos por los que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted, y cierre luego la puerta.
Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de una de las paredes. Burger depositó su linterna en el suelo y la tapó con su gabán, salvo en un solo sentido, diciendo:
—Podría llamar la atención, si alguien viese luz en un lugar abandonado como éste. Ayúdeme a levantar esta plataforma de tablas.
Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos sabios fueron levantándolas una a una y colocándolas de pie, apoyadas en la pared. Se veía en el fondo una abertura cuadrada y una escalera de piedra antigua, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.
—¡Tenga cuidado! —gritó Burger, al ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escaleras abajo—. Es una verdadera madriguera de conejos, y quien se extravíe en su interior, tiene cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la luz.
—Si tan complicada es, ¿cómo se las arregla para orientarse?
—Pasé al principio verdaderos momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad. Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo puede ver, desde donde está, que la cosa es complicada. Pues bien, cada uno de esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de las próximas cien yardas.
Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda piedra caliza. La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante, intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras bocas en todas las direcciones. Burger dijo:
—Sígame de cerca, amigo mío. No se entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el sitio al que lo conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.
Avanzó Burger con resolución por uno de los pasillos, y detrás de él Kennedy, pisándole los talones. De trecho en trecho, el pasillo se bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún propio sistema suyo de señales secretas, porque nunca se detenía ni dudaba. Por todas partes, a lo largo de las paredes, los cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalando sobre las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las ropas y los utensilios que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos piadosas muchos siglos antes. Comprendió con toda claridad, sólo con esos ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la mejor, y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación en los investigadores.
—¿Que ocurriría si se apagara la luz? —preguntó, mientras avanzaba apresuradamente.
—Tengo de reserva en el bolsillo una vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?
—No, sería bueno que usted me diese algunas.
—¡Bah!, no es necesario, porque no hay ninguna posibilidad de que nos separemos el uno del otro.
—¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.
—Yo creo que más. La verdad es que el espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no he encontrado todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado, de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.
Ató una extremidad de la soga a una piedra saliente y puso el rollo en el pecho de su chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaban. Kennedy comprendió el requerimiento, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos, formando una perfecta red de galerías cortadas entre sí. Desembocaron, por fin, en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba, recubierta en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su linterna sobre la superficie marmórea, y Kennedy exclamó como en un éxtasis:
—¡Por Júpiter! Éste es un altar cristiano. Probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda de iglesia.
—¡Exactamente! —dijo Burger—. Si yo dispusiera de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en los nichos de estas paredes, porque son de los primeros papas y obispos de la iglesia, y fueron enterrados con sus mitras, báculos y todas sus insignias canónicas. Acérquese a mirar ése que hay allí.
Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida por la polilla.
—Esto es interesantísimo —exclamó, y pareció que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda—. En lo que a mí concierne, es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero examinar todos estos nichos.
Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de aquel salón, y estaba de pie en el centro de un círculo de luz.
—¿Sabe usted la cantidad de vueltas y más vueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? —preguntó—. Son más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de una luz, consiga una persona salir de aquí; pero si tuviese que hacerlo moviéndose entre tinieblas, le resultaría muchísimo más difícil.
— Así lo creo también.
—Además, estas tinieblas son cosa de espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a repetirlo ahora.
Burger se inclinó hacia la linterna, y un instante después Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Esta de ahora parecía oprimirlo y aplastarlo. Era un obstáculo sólido, cuyo contacto evitaba el avance del cuerpo. Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las tinieblas, y dijo:
—Basta ya, Burger. Encienda otra vez la luz.
Pero su compañero rompió a reír, y dentro de aquella habitación circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. El alemán dijo después:
—Amigo Kennedy, parece que se siente usted inquieto.
—¡Venga ya, hombre, encienda la luz! —exclamó Kennedy con impaciencia.
—Es una cosa extraña, Kennedy, pero yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?
—No, porque parece estar en todas partes.
—Si no fuese por esta cuerdecita que tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.
—Lo supongo. Encienda una luz, hombre, y dejémonos ya de tonterías.
—Pues bien, Kennedy, tengo entendido que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de ellas es la aventura, y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero no necesita darse prisa, porque dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary Saunderson, y que reflexionara en si se portó usted con ella con toda decencia.
—¿A dónde va usted a parar con eso, maldito demonio?—bramó Kennedy.
Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en pequeños círculos y aferrándose con ambas manos a la sólida oscuridad.
—Adiós—dijo la voz burlona, ya desde alguna distancia—. Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce, y que yo estoy en condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llamaba Julius Burger.
Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.
Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato:
El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra situada a alguna distancia, hacia el Oriente, de las conocidas bóvedas de San Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos, extraordinariamente rico en interesantísimos restos de los primeros tiempos del cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como técnico en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro aventurero con menos suerte se le adelantó. Unos meses atrás desapareció repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso, el conocido investigador inglés míster Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa desaparición con el escándalo social que tuvo lugar poco antes, suponiéndose que se habría visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve, dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales. Su cadáver ha sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable, se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto, por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la suerte de hacer se ha visto grandemente mellado por el espantoso final de su camarada y compañero de trabajos.
Georges de La Tour (Vic-sur-Seille, cerca de Nancy, Lorena, 13 de marzo de 1593 – Lunéville, 30 de enero de 1652), fue un pintor francés del primer barroco,de estilo claramente tenebrista.
Lote Número 249 Arthur Conan Doyle
Es posible que no pueda pronunciarse jamás un juicio absoluto y definitivo acerca de las relaciones de Edward Bellingham con William Monkhouse Lee, ni sobre la causa que motivó el gran terror de Abercrombie Smith. Es verdad que poseemos un relato completo y claro del propio Smith, así como determinadas corroboraciones que pudo encontrar en hombres como Thomas Styles, el sirviente; del reverendo Plumptree Peterson, miembro del Old College, y de otras personas que tuvieron oportunidad de obtener una visión pasajera de este o aquel incidente, dentro de una singular cadena de sucesos. No obstante, en lo esencial, la historia se apoya sólo en el testimonio de Smith, y la mayoría se inclinará a pensar que es más probable que un cerebro aparentemente sano sufra una sutil deformación en su textura, algún extraño defecto en su funcionamiento, que el hecho de que se haya transgredido el camino de la Naturaleza, a pleno día, en un centro de enseñanza tan afamado como la Universidad de Oxford. Sin embargo, cuando nos paramos a pensar en lo estrecho y tortuoso que es ese sendero de la Naturaleza, en lo confusamente que podemos trazarlo, a pesar de todas las luces de la ciencia, y en cómo surgen misteriosamente de la oscuridad que lo rodea enormes y terribles posibilidades, llegamos a la conclusión de que tiene que ser audaz y seguro de sí mismo el hombre capaz de poner un límite a los extraños senderos laterales por los que puede vagar el espíritu humano.
En la esquina de una de las alas de lo que llamaremos el Old College de Oxford se alza una antiquísima torre. El pesado arco que se extiende sobre el hueco de la puerta ha declinado bajo el peso de los años, y los bloques de piedra gris mordida por el liquen están unidos por tallos y filamentos de hiedra, como si la vieja madre se hubiera esforzado por asegurarlos contra el viento y la intemperie. Desde la puerta asciende en espiral una escalera de piedra, con dos descansillos intermedios y un tercero donde concluye. Los peldaños están desgastados y deformados por las pisadas de las generaciones de buscadores del conocimiento que se han ido sucediendo. La vida se ha deslizado como el agua por los escalones de la sinuosa escalera y, como el agua, ha dejado atrás estos surcos de piedra desgastada. Desde los pedantes estudiosos de largas togas de los tiempos de Plantagenet hasta los jóvenes calaveras de épocas posteriores, qué pictórica y fuerte ha sido esa corriente de joven vida inglesa. ¿Y qué queda ahora de todas aquellas esperanzas, de todas aquellas aspiraciones, de toda aquella energía impetuosa, excepto unas cuantas letras grabadas sobre la piedra el algún viejo cementerio, y acaso un puñado de polvo en un féretro carcomido? Sin embargo, allí permanecía la silenciosa escalera y el viejo muro gris, con sus bandas, sautores y otros emblemas heráldicos, como si fueran sombras grotescas proyectadas desde los tiempo pasados.
En el mes de mayo de 1884, tres hombres ocupaban los grupos de habitaciones que daban a los distintos descansillos de la vieja escalera. Cada grupo constaba simplemente de un cuarto de estar y un dormitorio, mientras que las dos habitaciones correspondientes de la planta baja se empleaban, una como carbonera y la otra como vivienda del sirviente Thomas Styles, cuya ocupación principal consistía en atender a los tres hombres de arriba. A derecha e izquierda había una hilera de salas de conferencias y despachos, de manera que los habitantes de la vieja torre disfrutaban de cierta independencia, lo cual confería a estos aposentos una gran popularidad entre los estudiantes más aplicados. Así eran los tres estudiantes que las ocupaban ahora: Abercrombie Smith en el piso superior, Edward Bellingham en el intermedio y William Monkhouse Lee en el inferior. Eran las diez en punto de una noche clara de primavera y Abercrombie Smith descansaba en su sillón con los pies apoyados sobre el guardafuego y la pipa de gelantina entre los labios. Al otro lado de la chimenea, en un sillón similar y en actitud igualmente cómoda, descansaba su viejo amigo de escuela Jephro Hastie. Los dos hombres vestían traje de franela, pues habían pasado la tarde en el río. Pero, aparte de los trajes, bastaba fijarse en sus rostros despiertos, de rasgos marcados, para darse cuenta de que eran hombres que gustaban del aire libre, hombres cuya voluntad y gustos se dirigían de forma natural hacia todo lo que fuera masculino y enérgico. Hastie, desde luego, era primer remero de la embarcación de su colegio, y Smith era incluso mejor remero que él, pero los exámenes proyectaban ya su sombra sobre ellos y Smith estaba volcado en el trabajo, salvo unas pocas horas a la semana que dedicaba a su salud. Un montón desordenado de libros de medicina, huesos, modelos y placas anatómicas diseminados sobre la mesa revelaban la extensión y la naturaleza de sus estudios, mientras que un par de sticks y un juego de guantes de boxeo colocados encima de la chimenea indicaban los medios de que se valía, con la ayuda de Hastie, para realizar sus ejercicios de la forma más cómoda y regular. Los dos amigos se conocían muy bien… tan bien que podían estar sentados en medio de un silencio tranquilizador, lo cual constituye el más alto desarrollo de la amistad.
Toma un poco de whisky —dijo por fin Abercrombie Smith entre dos nubes de humo—. Hay escocés en la jarra e irlandés en la botella.
—No, gracias, me estoy preparando para las regatas. No bebo cuando estoy entrenando. Y tú, ¿no bebes?
—Estoy estudiando duro. Creo que es mejor prescindir de ello.
Hastie asintió con un movimiento de cabeza y volvieron a caer en un silencio acogedor.
—A propósito, Smith —preguntó Hastie al poco tiempo—, ¿no te has relacionado todavía con los dos tipos de la escalera?
—Nos saludamos cuando nos encontramos. Nada más.
—¡Hum! Pues yo me inclinaría a dejarlo en ese punto. Tengo información sobre ellos. No demasiada, pero me basta. Si estuviera en tu lugar, no creo que intimase con ellos. Y con esto no quiero decir nada malo de Monkhouse Lee.
—¿Te refieres al delgado?
—Exacto. Es un tipo distinguido. No creo que tenga ningún vicio. Pero no puedes tratar con él sin tratar también con Bellingham.
—¿El gordo?
—Sí, el gordo. Es un hombre al que yo preferiríano conocer.
Abercrombie Smith arqueó las cejas y miró fijamente a su compañero.
—¿Qué pasa con él? —preguntó—. ¿Bebe? ¿Juega a las cartas? ¿Es un canalla? Tú no sueles ser tan crítico.
—¡Ah! Está claro que no le conoces, de lo contrario no me preguntarías. Hay algo detestable en ese individuo… algo que recuerda a los reptiles. Me da asco. Yo le clasificaría como un hombre con vicios secretos… un bilioso perverso. Aunque no es tonto. Dicen que en su especialidad es uno de los mejores que han pasado por este colegio.
—¿Medicina o clásicas?
—Lenguas orientales. Es un verdadero demonio para las lenguas. Hace tiempo se lo encontró Chillingworth en algún lugar situado por encima de la segunda catarata, y me contó que hablaba con los árabes como si hubiera nacido y le hubieran destetado y criado entre ellos. Hablaba copto con los coptos, hebreo con los judíos y árabe con los beduinos, y todos ellos habrían estado dispuestos a besarle la levita. En aquellas regiones hay viejos ermitaños que viven en las rocas y se mofan y escupen a los extranjeros casuales que pasan por allí. Pues bien, en cuanto veían al tal Bellingham, antes de que pronunciara cinco palabras, ya estaban ellos con la panza en el suelo, haciendo contorsiones. Chillingworth aseguraba que nunca había visto algo semejante. Y Bellingham, al parecer, se lo tomaba como un derecho y se paseaba pavoneándose entre ellos y les hablaba dándose aires de superioridad, como si fuera su viejo tío holandés. No está mal para un estudiante del Old College, ¿verdad?
—¿Y por qué dices que no se puede tratar a Lee sin tratar también con Bellingham?
—Porque Bellingham está comprometido con su hermana Eveline. ¡Qué chica tan simpática, Smith! Conozco bien a toda la familia. Me repugna ver al bruto ese con ella. Un sapo y una paloma… eso es lo que me viene siempre a la mente.
Abercrombie Smith sonrió y vació la pipa golpeando la cazuela contra la pared de la chimenea.
—Amigo, has puesto todas las cartas sobre la mesa —dijo—. ¡Prejuicios, desconfianza y celos! No tienes nada realmente en contra del tipo, excepto eso.
—Bueno, yo la conozco desde que levantaba del suelo lo que esta pipa de cerezo, y no me hace gracia verla correr riesgos. Y éste es un riesgo. Ese hombre parece una bestia. Y tiene el carácter de una bestia… un carácter venenoso. ¿Te acuerdas de su pelea con Long Norton?
—No. Siempre olvidas que soy nuevo.
—Ocurrió el invierno pasado, tienes razón. Bueno, ya conoces el camino de sirga que hay a lo largo del río. Por él marchaban varios compañeros, con Bellingham a la cabeza, cuando se encontraron con una vieja del mercado que venía en dirección contraria. Había llovido —ya sabes cómo se ponen esos campos cuando llueve— y el camino discurría entre el río y un gran charco casi tan ancho como el propio río. Bien, ¿qué hizo ese cerdo? No ceder el paso y empujar a la vieja, que cayó al barro con todas sus mercancías y quedó hecha un verdadero desastre. Fue una maldita canallada, y Long Norton, que es un tipo educado, le dijo lo que pensaba al respecto.
Una palabra llevó a otra y al final Norton terminó por aporrear las espaldas de su compañero con el bastón. Se produjo un alboroto tremendo, y ahora es un placer ver de qué manera mira Bellingham a Norton cuando se encuentran. ¡Por Júpiter, Smith, son casi las once!
—No hay prisa. Enciende otra pipa.
—No puedo. Se supone que estoy entrenando. Estoy sentado aquí, chismorreando, cuando debería estar a salvo en la cama. Cogeré prestada tu calavera, si puedes prescindir de ella. Le dejé la mía a Williams durante un mes. Me llevaré también estos huesecillos del oído, si estás seguro de que no vas a necesitarlos. Muchas gracias. No me hace falta una maleta, puedo llevarlos perfectamente bajo el brazo. Buenas noches, amigo, y sigue mis consejos acerca de tu vecino.
Cuando dejó de oírse el eco de las pisadas de Hastie, que iba cargado con su botín anatómico por la tortuosa escalera, Abercrombie Smith arrojó la pipa al canasto de los papeles, acercó la silla a la lámpara y se sumergió en el estudio de un formidable mamotreto de tapas verdes, ilustrado con grandes mapas a colores de aquel extraño reino interior del cual somos monarcas incapaces y desventurados. Aunque nuevo en Oxford, no lo era en el estudio de la medicina, pues había trabajado cuatro años en Glasgow y en Berlín, y si pasaba el examen que se avecinaba, entraría a formar parte de la profesión médica. Con su boca grave y severa, su frente amplia y unos rasgos bien perfilados, aunque algo duros, era un hombre que si bien no tenía un talento brillante, era tan tenaz, tan paciente y enérgico que al final podía alcanzar a los genios más notables. Un hombre capaz de mantener su terreno entre escoceses y alemanes del norte no retrocede con facilidad. Smith había dejado una reputación en Glasgow y Berlín, y ahora se proponía hacer otro tanto en Oxford, si el trabajo duro y la abnegación se lo permitían.
Llevaba estudiando cerca de un ahora, y las manecillas del ruidoso reloj colocado en un lateral de la mesa iban rápidamente a juntarse encima del número doce, cuando un sonido inesperado llegó a los oídos del estudiante… un sonido agudo y estridente, como el jadeo dificultoso de un hombre sometido a una fuerte emoción. Smith dejó el libro y ladeó la cabeza para escuchar. No se oía nada ni a derecha ni a izquierda, ni por encima de él, de modo que aquella interrupción provenía seguramente del vecino de abajo, el mismo vecino del que Hastie acababa de darle informes tan desagradables. Smith apenas sabía nada de él, salvo que era un hombre de cara pálida y fofa, entregado al silencio y al estudio, un hombre cuya lámpara proyectaba un haz de luz desde la vieja torre incluso después de que él hubiera apagado la suya. Ese hábito compartido de estudiar hasta altas horas de la noche había creado entre ellos una especie de vínculo silencioso. Cuando las horas se deslizaban calladamente hacia el amanecer, Smith se sentía aliviado al saber que había alguien en su cercanía que concedía tan poco valor como él al sueño. Incluso ahora, al dirigir sus pensamientos hacia él, sentía cierta simpatía. Hastie era un buen tipo, pero algo tosco y nervioso, desprovisto de imaginación o simpatía. No podía tolerar que alguien se apartara de lo que él consideraba el modelo tipo de lo masculino. Si un hombre no podía ser medido de acuerdo con el reglamento de una escuela pública, entonces era inaceptable para Hastie. Al igual que la mayoría de los hombres de cuerpo robusto, tenía tendencia a confundir la constitución con el carácter, a atribuir una falta de principios morales a lo que en realidad no era más que un problema de circulación sanguínea. Smith, que poseía una mente más despierta, conocía el carácter de su amigo, y lo tuvo en consideración ahora que sus pensamientos se dirigían hacia el hombre que vivía debajo de él.
No se había vuelto a producir aquel extraño sonido, y Smith estaba a punto de reanudar su trabajo una vez más, cuando el silencio de la noche fue quebrado por un grito sordo, un verdadero quejido, como el de un hombre zarandeado violentamente más allá de su capacidad de control. Smith saltó de la silla y dejó el libro. Era un hombre de nervios templados, pero había algo en aquel repentino e incontrolado alarido de horror que le heló la sangre y le puso la piel de gallina. El hecho de que se produjera en un lugar como aquél y a una hora semejante, le hizo imaginar un millar de fantásticas posibilidades. ¿Debería bajar corriendo, o sería mejor esperar?
Sentía esa especie de repugnancia nacional a hacer una escena y sabía tan poco de su vecino que se resistía a entrometerse alegremente en sus asuntos. Durante unos instantes le invadió la duda, pero mientras reflexionaba en el tema se escucharon en la escalera unos pasos precipitados y el joven Monkhouse Lee, a medio vestir y blanco como la ceniza, irrumpió en el cuarto.
—¡Baja! —jadeó—. Bellingham está enfermo.
Abercrombie Smith le siguió escaleras abajo hasta el cuarto de estar que había debajo del suyo y, a pesar de que su atención estaba concentrada en lo ocurrido, no pudo evitar echar un vistazo curioso a su alrededor. Nunca había visto una habitación semejante: -parecía más un museo que un cuarto de estudio. Las paredes y el techo estaban cubiertos con un millar de extrañas reliquias de Egipto y del Oriente. Figuras altas y angulosas, algunas con pesados fardos y otras con armas, acechaban en un inculto friso que se extendía alrededor de las cuatro paredes. Por encima destacaban estatuas con cabeza de toro, de cigüeña, de gato o de lechuza, junto a monarcas de ojos almendrados y coronas de víboras, y divinidades extrañas, como escarabajos, talladas en lapislázuli de Egipto. Horus, Isis y Osiris miraban furtivamente desde los nichos y estanterías, mientras que el cielo raso estaba cruzado por un verdadero hijo del viejo Nilo, un cocodrilo enorme de mandíbula colgante, sujeto por una doble lazada.
En el centro de esta extravagante habitación se encontraba una gran mesa cuadrada, atestada de papeles, botellas y hojas secas de una planta elegante, similar a la palmera. Estos objetos dispares habían sido amontonados para dejar sitio a la caja de una momia, que había sido transportada desde la pared —como evidenciaba el hueco que quedaba allí— y colocada en la parte delantera de la mesa. La propia momia, una cosa horrenda, negra y arrugada, como una cabeza chamuscada en un arbusto retorcido, estaba casi fuera de la caja, con una mano que parecía más bien una garra y un huesudo antebrazo que descansaba encima de la mesa. Apoyado contra la pared de la caja había un amarillento rollo de papiro, y frente a él, en una silla de madera, estaba sentado el dueño de la habitación, con la cabeza hacia atrás y los ojos dilatados que miraban con horror hacia el cocodrilo que había colgado en el techo, en tanto que los labios amoratados y secos resoplaban pesadamente a cada exhalación de aire.
—¡Dios mío! Se está muriendo —gritó como un loco Monkhouse Lee.
Era un joven delgado, bien parecido, de cutis moreno y ojos negros, más cerca del tipo español que del inglés, y con una exageración céltica en sus maneras que contrastaba con la flema sajona de Abercrombie Smith.
—No es más que un desmayo, creo —dijo el estudiante de medicina—. Échame una mano. Cógele de los pies. Ahora al sofá. ¿Puedes tirar de un puntapié todos esos pequeños demonios de madera? ¡Vaya desorden! Ahora se recuperará si le desabrochamos el cuello y le damos un poco de agua. ¿Qué diablos le ha ocurrido?
—No lo sé. Escuché un grito y salí corriendo. Yo trato mucho con él, ya sabes. Has sido muy amable al venir.
—Su corazón late como un par de castañuelas —dijo Smith, colocando la mano en el pecho de aquel hombre inconsciente—. Me parece que el miedo leha dejado fuera de combate. ¡Échale un poco deagua! ¡Vaya cara que tiene!
Desde luego, era una cara extraña y de lo más repelente, pues el color y el perfil eran igualmente antinaturales. No estaba pálida, al menos no con la palidez propia del miedo, sino con una blancura exangüe, como la cara inferior de un lenguado. Era muy gordo, pero daba la impresión de haber sido todavía más gordo en otro tiempo, porque la piel le colgaba fofa, con arrugas y pliegues, y la cara aparecía surcada por multitud de arrugas. Sus cabellos eran de color oscuro, duros y erizados como cerdas, y tenía unas orejas gruesas y arrugadas que sobresalían a cada lado. Los ojos de color gris claro estaban abiertos todavía, las pupilas dilatadas y los globos de los ojos como perdidos en una mirada de horror. Mientras le examinaba, Smith tenía la impresión de no haber visto jamás de forma tan evidente como en aquel rostro las señales de peligro que suele colocar la Naturaleza, y sus pensamientos volvieron con mayor seriedad a las advertencias que Hastie le había hecho tan sólo una hora antes.
—¿Pero qué demonios ha podido asustarle así? —preguntó.
—La momia.
—¿La momia? ¿Por qué?
—No lo sé. Es monstruosa y mórbida. Me gustaría que se deshiciera de ella. Este es el segundo susto que me da. El pasado invierno ocurrió lo mismo. Me lo encontré igual, con esa cosa horrible frente a él.
—Pero ¿qué pretende hacer con la momia?
—Bueno, es un maniático. Es su afición. Sabe más sobre estas cosas que cualquier hombre en Inglaterra. Yo preferiría que no supiera tanto… Creo que vuelve en sí.
Una pizca de color empezó a extenderse por las lívidas mejillas de Bellingham y sus párpados se estremecieron levemente, como la vela de una embarcación después de una calma chicha. Apretó y abrió las manos, respiró de forma profunda y lenta entre dientes, sacudió la cabeza y lanzó una mirada de reconocimiento a su alrededor. Cuando sus ojos se posaron en la momia, saltó del sofá, agarró el rollo de papiro y lo arrojó dentro de un cajón. Después lo cerró con llave y volvió tambaleándose al sofá.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué queréis, muchachos?
—Te pusiste a gritar y armaste un jaleo de mil diablos —dijo Monkhouse Lee—. No sé lo que habría hecho contigo si nuestro vecino de arriba no hubiera acudido en tu ayuda.
Bellingham hundió la cabeza entre las manos y estalló en una recalcitrante risa histérica.
—¡Basta! ¡Déjalo ya! —exclamó Smith, sacudiéndole bruscamente la espalda—. Tienes los nervios de punta. Tienes que olvidar por esta noche esos juegos con las momias o acabarás chiflado. Ahora mismo estás como un hilo de telégrafo.
—Me pregunto —dijo Bellingham— si tú estarías tan sereno como yo si hubieses visto…
—¿Qué?
—¡Oh, nada! Me pregunto si serías capaz de permanecer de noche con una momia sin que se te alterasen los nervios. No dudo que tengas razón. Puede que haya trabajado demasiado últimamente, pero estoy bien ahora. No te vayas, por favor. Espera unos minutos, hasta que me haya tranquilizado.
—La atmósfera de la habitación está muy cargada —señaló Lee, abriendo la ventana y dejando que entrara el aire frío de la noche.
—Es resina balsámica —dijo Bellingham. Cogió una de las hojas secas que había encima de la mesa y la retorció encima del tubo de la lámpara. La hoja dejó escapar pesadas volutas de humo y la habitación se llenó de un aroma espeso y picante—. Esta es la planta sagrada… la planta de los sacerdotes —remarcó—. ¿Conoces algo de las lenguas orientales, Smith?
—Nada. Ni una palabra.
La respuesta pareció quitarle un peso de encima al egiptólogo.
—A propósito —continuó—, ¿cuánto tiempo transcurrió desde que bajaste hasta que recobré mis sentidos?
—No mucho. Cuatro o cinco minutos.
—Ya me imaginaba que no podía haber sido mucho —dijo, respirando profundamente—. Pero ¡qué extraña es la inconsciencia! No existe medida para ella. Yo no podría decir, según mis propias sensaciones, si fueron segundos o semanas. Ese caballero que está encima de la mesa fue embalsamado en los tiempos de la undécima dinastía, hace unos cuarenta siglos, pero si pudiera accionar su lengua nos diría que este lapso de tiempo no ha sido más que un abrir y cerrar de ojos. Es una momia especialmente distinguida, Smith.
Smith se acercó a la mesa y examinó con mirada profesional la forma negra y retorcida que tenía delante. Aunque horriblemente descoloridas, las facciones se conservaban perfectas, y dos ojillos parecidos a avellanas, seguían acechando desde las profundidades de las cuencas negras y cavernosas. La piel, cubierta de erupciones, aparecía tirante de un hueso a otro, y una maraña de cabellos gruesos y negros le caía por encima de las orejas. Dos dientes finos, semejantes a los de una rata, sobresalían por encima del labio inferior. Tal y como estaba, en una postura encogida, con las articulaciones dobladas y la cabeza estirada, aquel engendro horroroso sugería una vitalidad tan grande que el propio Smith se sobresaltó. Las costillas chupadas, recubiertas por algo que parecía pergamino, estaban al descubierto, y el abdomen, hundido y de color plomizo, mostraba la larga hendidura donde el embalsamador había dejado su marca. Sin embargo, los miembros inferiores estaban envueltos en un tosco vendaje amarillento. Desparramados por el cuerpo y el interior de la caja se veían pequeños trozos de algo similar a clavos de mirra y de casia.
—Ignoro su nombre —dijo Bellingham, pasando la mano sobre la arrugada cabeza—. Como ves, el sarcófago exterior, que es el que lleva las inscripciones, se ha perdido. El título que tiene ahora es lote 249. Está escrito en la caja. Ese es el número que tenía en la subasta donde lo adquirí.
—En sus tiempos debió de ser un tipo atractivo —observó Abercrombie Smith.
—Fue un gigante. La momia mide seis pies y siete pulgadas, y eso le convertiría en un gigante, porque los egipcios no fueron una raza demasiado robusta. Palpa también estos huesos grandes y abultados: Debió ser un tipo poco recomendable para discutir con él.
—Quizás estas mismas manos ayudaron a colocar las piedras de las pirámides —sugirió Monkhouse Lee, observando con repugnancia los talones torcidos y sucios.
—Ni mucho menos. Este tipo fue conservado en natrón y cuidado con el estilo más refinado. No daban ese tratamiento a los simples peones. Con sal y betún tenían suficiente. Se calcula que esta clase de tratamiento venía a costar unas setecientas treinta libras de nuestra moneda actual. Nuestro amigo debió ser noble, por lo menos. ¿Qué piensas de esa pequeña inscripción que tiene cerca del pie, Smith?
—Ya te he dicho que no conozco ninguna lengua oriental.
—Ah, es cierto. Es el nombre del embalsamador, creo. Debe de haber sido un artesano muy concienzudo. Me gustaría saber cuántas obras modernas sobrevivirían durante cuatro mil años.
Siguió hablando en tono desenfadado y animado, pero a Abercrombie Smith le parecía evidente que todavía le palpitaba el corazón de miedo. Le temblaban las manos, el labio inferior se estremecía levemente, y sus ojos, donde quiera que mirasen, se detenían siempre en su horrible compañero. Pero, a pesar del miedo, en el tono de voz y en sus maneras se adivinaba la satisfacción del triunfo. Le brillaban los ojos, y sus pasos, cuando caminaba por la habitación, eran firmes y confiados. Daba la impresión de un hombre que ha pasado por una experiencia terrible, cuyas marcas permanecen todavía patentes en el cuerpo, pero que le había ayudado a conseguir su objetivo.
—¿Te vas ya? —exclamó cuando Smith se levantó del sofá.
Parecía que el miedo le asaltaba de nuevo ante la perspectiva de volver a la soledad, y extendió una mano para detenerle.
—Sí, debo irme. Tengo que volver a mis estudios. Ya estás bien, aunque tal y como tienes el sistema nervioso creo que sería recomendable que dejaras de lado tus morbosos estudios.
—Oh, por lo general no soy nervioso. No es la primera vez que le quito el vendaje a una momia.
—La última vez te desmayaste —observó Monkhouse Lee.
—Ah, sí, es cierto. Bueno, debo tomar algún tónico para los nervios o un tratamiento de electricidad. Lee, tú no te vas, ¿verdad?
—Lo haré si lo deseas, Ned.
—Entonces bajaré contigo y me tumbaré un rato en tu sofá. Buenas noches, Smith. Siento haberte molestado con mi imprudencia.
Se estrecharon las manos, y mientras el estudiante de medicina subía por la irregular escalera, escuchó el sonido de una llave en la cerradura y los pasos de sus dos nuevos conocidos que descendían al piso inferior.
***
De esta extraña manera comenzó la amistad entre Edward Bellingham y Abercrombie Smith, una amistad que este último, al menos, no deseaba llevar más lejos. Bellingham, sin embargo, parecía haberse encaprichado con su vecino de lenguaje rudo, y sus atenciones alcanzaron tal grado que Smith a duras penas podía rechazarlas sin dar muestras de una absoluta brutalidad. Dos veces llamó a Smith para agradecerle su ayuda, y después fue a visitarle repetidamente con libros, documentos y toda clase de atenciones que dos vecinos solteros pueden ofrecerse recíprocamente. Pronto tuvo Smith ocasión de comprobar que se trataba de un hombre de vastas lecturas, con vocación universalista y una extraordinaria memoria. Además, sus modales eran tan exquisitos y agradables que al cabo de un tiempo uno pasaba por alto su aspecto repelente. Para un hombre cansado y aburrido del trabajo, Bellingham no resultaba un compañero desagradable, y con el correr de los días Smith se vio a sí mismo esperando con interés estas visitas, e incluso devolviéndoselas.
No cabía duda de que era un hombre extraordinariamente inteligente y, sin embargo, el estudiante de medicina creyó detectar en Bellingham una vena de locura, pues en ocasiones le sorprendía con manifestaciones grandilocuentes y fatuas que contrastaban con la simplicidad de su vida.
—Es maravilloso —exclamaba— sentir que uno puede dominar los poderes del bien y del mal… ya sea un ángel custodio o un demonio vengador.
También, en cierta ocasión, dijo de Monkhouse Lee:
—Lee es un buen muchacho, un muchacho honesto, pero carece de energía y ambición. No es un socio adecuado para un hombre capaz de grandes empresas. No es un socio adecuado para mí.
Cuando escuchaba estas insinuaciones e indirectas estúpidas, Smith se limitaba a chupar solemnemente su pipa, arqueaba las cejas y movía la cabeza, interponiendo pequeños consejos de sabiduría médica, como las virtudes de levantarse temprano y hacer vida al aire libre.
En los últimos tiempos Bellingham había contraído un hábito que Smith reconocía perfectamente como un heraldo de debilidad mental. Parecía estar hablando consigo mismo. A altas horas de la noche, cuando no era posible que le visitara persona alguna, Smith oía su voz en el piso inferior, sosteniendo un monólogo apagado y cauto, hasta convertirse en un susurro, pero perfectamente audible en medio del silencio. Este parloteo solitario molestaba y distraía al estudiante, de modo que se vio obligado más de una vez a hablar del asunto con su vecino. Bellingham, sin embargo, se sonrojaba ante esta acusación y negaba de forma tajante que hubiera proferido sonido alguno. A decir verdad, se mostraba más molesto de lo que la situación parecía requerir.
Si Abercrombie Smith albergaba alguna duda acerca del testimonio de sus oídos no habría tenido que ir muy lejos para encontrar una confirmación. Tom Styles, el pequeño sirviente arrugado que venía atendiendo las necesidades de los moradores de la torre desde tiempos inmemoriales, estaba seriamente preocupado por el mismo tema.
—Perdóneme, señor —preguntó cierta mañana mientras efectuaba la limpieza del piso superior—, ¿cree usted que Mr. Bellingham está bien?
—¿Bien de qué, Styles?
—Sí. señor. Bien de la cabeza.
—¿Y por qué no va a estarlo?
—Bueno… no sé, señor. Ha cambiado sus costumbres últimamente. No es el mismo, aunque me atrevo a decir que no fue nunca un caballero de mi gusto, como Mr. Hastie o usted mismo, señor. Habla consigo mismo de una forma horrible. Me sorprende que no le moleste a usted. No sé qué hacer con él, señor.
—No sé por qué te preocupa, Styles.
—Pues me preocupa, Mr. Smith. Tal vez esté fuera de mi competencia, pero no puedo remediarlo. A veces me siento como el padre y la madre de mis jóvenes caballeros. Yo cargo con todo cuando las cosas se tuercen y se presentan los familiares. Pero Mr. Bellingham, señor… me gustaría saber quién se pasea a veces por su habitación cuando él está ausente y la puerta cerrada por fuera.
—¿Qué…? Estás diciendo tonterías, Styles.
—Puede que sí, señor, pero lo he oído más de una vez con mis propios oídos.
—Bobadas, Styles.
—Muy bien, señor. Toque la campanilla si me necesita.
Abercrombie Smith no dio ninguna importancia a las habladurías del anciano sirviente, pero pocos días después ocurrió un incidente que produjo un efecto desagradable en su espíritu y le trajo a la memoria las palabras de Styles.
Bellingham había subido a verle ya entrada la noche y le estaba entreteniendo con un interesanterelato de las tumbas excavadas en las rocas de Beni Hassan, en el Alto Egipto, cuando Smith, cuyo oído era notablemente agudo, escuchó con claridad el sonido de una puerta que se abría en el descansillo de abajo.
—Alguien está entrando o saliendo de tu habitación —observó.
Bellingham su puso en pie de un salto y durante unos instantes permaneció sin saber qué hacer, con la expresión de un hombre dividido entre la incredulidad y el miedo.
—Creo que la cerré —tartamudeó—. Estoy casi seguro de que la cerré. Nadie ha podido abrirla.
—Ahora mismo estoy escuchando las pisadas de alguien que sube —dijo Smith.
Bellingham se precipitó afuera, cerró la puerta de golpe y corrió escaleras abajo. Smith le oyó detenerse a mitad de camino y creyó percibir el sonido de unos murmullos. Unos segundos después la puerta del piso de abajo se cerró, una llave chirrió en la cerradura y Bellingham, con la cara pálida y cubierta de gotas de sudor, subió las escaleras una vez más y entró en la habitación.
—Todo está en orden —dijo, dejándose caer en una silla—. Ha sido ese estúpido perro. Ha abierto la puerta a base de empujones. No entiendo cómo me olvidé de cerrarla.
—Ignoraba que tuvieses un perro —dijo Smith, examinando con expresión pensativa el rostro alterado de su compañero.
—Sí, lo tengo desde hace muy poco. Tengo que deshacerme de él. Es excesivamente incómodo.
—Debe serlo, si te resulta tan complicado tenerlo encerrado. Yo habría pensado que sería suficiente con cerrar la puerta, sin echar la llave.
—Quería evitar que el viejo Styles le dejara salir. Es un perro valioso y me disgustaría perderlo.
—Yo también soy aficionado a los perros —dijo Smith, mirando fijamente a su compañero por el rabillo del ojo—. Tal vez pueda echarle una ojeada.
—Desde luego. Pero me temo que no puede ser esta noche. Tengo una cita. ¿Va bien aquel reloj? Entonces llevo ya un cuarto de hora de retraso. Discúlpame, por favor.
Cogió su gorra y salió apresuradamente de la habitación. A pesar de la cita, Smith le oyó entrar en su cuarto y echar la llave desde dentro.
Aquella conversación dejó una impresión desagradable en el ánimo del estudiante de medicina. Bellingham le había mentido, y lo había hecho de una forma tan burda que parecía que tenía razones casi desesperadas para ocultar la verdad. Sabía que su vecino no tenía perro. Sabía también que las pisadas que había oído en la escalera no pertenecían a un animal. ¿De quién eran, entonces? Había que considerar la declaración de Styles respecto a alguien que caminaba en la habitación cuando su dueño estaba ausente. ¿Se trataría de una mujer? Smith se inclinaba por esta suposición. En ese caso, si Bellingham fuera descubierto por las autoridades del colegio sería expulsado de forma deshonrosa, lo que tal vez explicaría el motivo de su ansiedad y sus falsedades. Sin embargo, parecía imposible que un estudiante pudiera ocultar una mujer en sus habitaciones sin que fuera descubierta inmediatamente. Cualquiera que fuese la explicación, se trataba de un asunto feo, y Smith, al volver a sus libros, decidió no alentar por más tiempo los intentos de intimar por parte de aquel vecino de palabras suaves y apariencia poco recomendable.
Pero su trabajo estaba destinado a ser interrumpido aquella noche. Apenas había retomado el hilo de sus estudios se escucharon en la escalera las pisadas firmes y vigorosas de alguien que subía de tres en tres los peldaños, y Hasie, con chaqueta y pantalón de franela, irrumpió en la habitación.
—¡Estudiando todavía! —dijo, recostándose en la silla de madera—. ¡Vaya pájaro empollón! Me parece que aunque se produjera un terremoto y Oxford quedase convertido en un sombrero de tres picos, tú te quedarías tan tranquilo sentado con tus libros en medio de las ruinas. Pero no te voy a aburrir demasiado. Tres bocanadas de tabaco y desaparezco.
—¿Qué noticias hay? —preguntó Smith, rellenando su pipa y apretando el tabaco con el dedo índice.
—No demasiadas. Wilson ha hecho setenta por los novatos contra el once titular. Dicen que jugará en lugar de Buddicomb, porque Buddicomb está bajo de forma. Antes era capaz de lanzar, pero ahora no pasa de medias voleas y pelotas largas.
—Medio derecha —sugirió Smith, con esa gravedad que adoptan los universitarios cuando hablan de deportes.
—Se inclina con demasiada rapidez, con un movimiento de pierna. Alarga el brazo unas tres pulgadas o así. Era horrible cuando el terreno estaba húmedo. A propósito, ¿has oído lo de Long Norton?
—No. ¿De qué se trata?
—Le han atacado.
—¿Atacado?
—Sí, cuando volvía de High Street, a cien yardas de la verja del Oíd.
—Pero ¿quién…?
—¡Ah, ese es el problema! Si dijeras «qué», estaría más de acuerdo con la gramática. Norton jura que no era humano, y desde luego, al examinar los arañazos del cuello, me siento inclinado a darle la razón.
—Entonces… ¿qué ha sido? ¿O es que nos las tenemos que ver con fantasmas?
Abercrombie Smith resopló con el típico desprecio del hombre de ciencia.
—Bueno, no. No creo que se trate de eso, claro está. Más bien me inclino a pensar que si algún domador ha perdido últimamente un gran mono, y la bestia merodea por esta zona, el jurado le haría pagar una buena factura. Norton pasaba todas las noches por ese camino, a la misma hora. Las hojas de un árbol caen a poca altura del sendero… bueno, es el viejo olmo del jardín de Rainy. Norton está convencido de que aquella cosa saltó sobre él desde el olmo. Sea como sea, estuvo a punto de ser estrangulado por dos brazos que, según dice, eran tan fuertes y delgados como aros de acero. No vio nada, sólo aquellos brazos bestiales que le atenazaban. Gritó como un loco, hasta que llegaron corriendo dos compañeros y la cosa saltó por encima del muro, como si fuera un gato. En ningún momento pudo echarle la vista encima. Le dio un buen meneo a Norton, te lo aseguro. Le he dicho que eso ha sido tan bueno para él como una temporada en la playa.
—Habrá sido algún amigo de lo ajeno —dijo Smith.
—Es muy posible. Norton asegura que no, pero no nos importa lo que diga él. El asaltante tenía las uñas largas, y salta los muros con una elegancia maravillosa. A propósito, a ese vecino tuyo tan guapo le encantaría enterarse de lo ocurrido. Le tiene inquina a Norton, y por lo que sé de él, no es un hombre que olvide sus pequeñas deudas. Pero, bueno, viejo, ¿qué se te ha metido en la mollera?
—Nada —contestó Smith secamente. Smith había experimentado un sobresalto y en su rostro había aparecido como un relámpago la expresión de un hombre asaltado súbitamente por una idea desagradable.
—Parece como si algo de lo que he dicho te hubiera tocado en lo más hondo. A propósito, desde la última vez que te vi has hecho amistad con el señor B., ¿no es cierto? Monkhouse Lee me contó algo al respecto.
—Sí, le conozco superficialmente. Ha venido a visitarme una o dos veces.
—Bueno, eres ya mayorcito para cuidar de ti mismo. No es exactamente lo que yo llamaría un tipo recomendable, aunque, qué duda cabe, es muy inteligente y todo lo demás. Pero no tardarás en darte cuenta. Lee es buena persona… un chico honrado. En fin, ¡hasta la vista, amigo! El miércoles me enfrentaré con Mullins en la regata para la copa del Vice-Chancellor. Espero verte por allí, si es que no nos vemos antes.
El flemático Smith dejó su pipa y volvió a concentrarse tercamente en sus libros. Pero, a pesar de poner en ello toda la voluntad del mundo, le resultó muy difícil centrar la atención en el estudio. Su mente divagaba y se dirigía de forma obsesiva hacia el hombre que vivía debajo y hacia el pequeño misterio que rodeaba sus habitaciones. Entonces recordó la extraña agresión de la que había hablado Hastie y el rencor que, según se decía, abrigaba contra la víctima del ataque. Las dos ideas crecían indisolublemente unidas en su imaginación, como si hubiera entre ellas una conexión estrecha e íntima. Sin embargo, la sospecha era tan vaga y difusa que no podía concretarse en palabras.
—¡Al diablo con el tipo ese! —exclamó Smith mientras lanzaba el libro de patología al otro lado de la habitación—. Me ha estropeado la noche de estudio, y, aunque no hubiera otra razón, me parece suficiente para evitar cualquier contacto con él en el futuro.
Durante diez días el estudiante de medicina se sumergió de forma tan profunda en sus estudios que no vio ni oyó nada referente a sus vecinos de abajo. Puso especial cuidado en mantener la puerta cerrada a las horas en que Bellingham solía visitarle y, a pesar de que más de una vez oyó que alguien la golpeaba, rehusó de forma tajante responder a la llamada. Una tarde, sin embargo, cuando bajaba por la escalera, precisamente en el momento en que pasaba por delante de las habitaciones de Bellingham, la puerta se abrió de par en par y apareció el joven Monkhouse Lee echando chispas por los ojos y con las mejillas encendidas de rabia. Inmediatamente después apareció Bellingham, cuyo rostro abotargado y enfermizo se veía deformado por una pasión maligna.
—¡Estúpido! —protestó—. ¡Te arrepentirás!
—¡Puede ser! —exclamó el otro—. Que quede bien claro: esto se ha acabado. ¡No quiero ni oír hablar de ello!
—Pero has prometido…
—¡Oh, lo cumpliré! No diré nada. Sería mejor que mi hermana Eva estuviera en la tumba. De una vez por todas: esto se ha acabado. Ella hará lo que yo le diga. No queremos volver a verte.
Smith no pudo evitar enterarse de la disputa, pero continuó su camino como si nada, pues no deseaba verse involucrado en el asunto. Estaba claro que habían tenido una seria diferencia entre ellos y que Lee estaba decidido a convencer a su hermana para que rompiera el compromiso. Smith recordó la oportuna comparación de Hastie sobre el sapo y la paloma y se alegró de que la relación estuviera a punto de romperse. No resultaba agradable mirar la cara de Bellingham cuando le daba un ataque de cólera. No era un hombre a quien se pudiera confiar una chica inocente para toda la vida. Mientras caminaba desanimado, Smith se preguntaba cuál podía haber sido la causa de la disputa y en qué consistía la promesa que había hecho Monkhouse Lee, ya que Bellingham mostraba un interés inusitado en que se cumpliera.
Era el día del enfrentamiento entre Hastie y Mullins en las regatas, y una riada de hombres se dirigía hacia las orillas del Isis. El sol de mayo resplandecía en el cielo, y el dorado sendero aparecía surcado por las negras sombras de los altos olmos. A ambos lados de la carretera se alzaban las fachadas grises de los colegios, como viejas madres entrecanas del saber universal que vigilan desde sus altas ventanas divididas con parteluces la marea de vida joven que pasa tan alegremente a su lado. Preceptores vestidos con ropajes oscuros, funcionarios orgullosos, pálidos profesores, jóvenes atletas de piel bronceada con sombreros de paja o jerseys blancos y chaquetas de vivos colores acudían presurosos hacia el sinuoso río que cruza las llanuras de Oxford.
Abercrombie Smith, con la intuición de un viejo remero, se situó en el punto donde sabía que se iba a librar la batalla, si es que había batalla. Oyó a lo lejos elmurmullo que anunciaba la salida, el bramido creciente de la multitud a medida que se acercaban, el retumbar de los pies que corrían y los gritos de los hombres que se encontraban en los botes. Pasó ante sus narices un grupo de corredores medio vestidos, respirando trabajosamente, y, al mirar por encima de sus cabezas, vio que Hastie remaba de forma uniforme, a treinta y seis, mientras que su oponente, con un desigual cuarenta, marchaba a una canoa de distancia detrás de él. Smith animó con entusiasmo a su amigo, sacó el reloj del bolsillo y se disponía a regresar a sus habitaciones cuando sintió que alguien le golpeaba el hombro. El joven Monkhouse Lee estaba a sus espaldas.
—Te he visto desde allí —dijo con voz tímida y desolada—. Quería hablar contigo, si es que puedes dedicarme media hora. Aquella casita de campo es mía. La comparto con Harrington, del King. Entra y toma una taza de té.
—Debo regresar enseguida —dijo Smith—. Tengo mucho que estudiar en este momento, pero me quedaré con gusto unos minutos. He salido porque Hastie es amigo mío.
—También es amigo mío. ¡Qué estilo tan magnífico tiene! Mullins no estuvo a su altura. Pero… entra en la casa. Es una pequeña madriguera, pero se estudia de maravilla durante los meses de verano.
Era una construcción pequeña, cuadrada, de paredes blancas y puertas y persianas verdes, con un enrejado rústico en el porche y situada a unas cincuenta yardas de la orilla del río. En el interior, la habitador principal había sido arreglada más o menos como estudio: una mesa de madera de pino, estanterías sin pintar para los libros y unos cuantos óleos baratos colgados en las paredes. Una cacerola hervía sobre un calentador de alcohol y en una bandeja dispuesta encima de la mesa se veía un juego completo de té.
—Siéntate en esa silla y coge un cigarrillo —dijo Lee. Déjame que te sirva una taza de té. Has sido muy amable al venir, pues ya sé que no te sobra el tiempo. Quería decirte que si yo estuviera en tu caso cambiaría inmediatamente de habitaciones.
—¿Qué…?
Smith se le quedó mirando con una cerilla encendida en la mano y el cigarrillo sin prender en la otra.
—Sí, comprendo que te parezca muy extraño, y lo peor de todo es que no puedo revelarte las razones, porque debo atenerme a los términos de una solemne promesa… sí, una promesa muy solemne. No obstante, puedo decirte al menos que no creo que sea prudente vivir cerca de Bellingham. Mientras sea posible, tengo intención de alojarme aquí, por lo menos hasta que pase un tiempo.
—¿Que no es prudente? ¿Qué quieres decir?
—Eso es precisamente lo que no puedo decirte. Pero hazme caso y cámbiate de habitaciones. Hoy hemos tenido una buena bronca. Debes de habernos oído, porque bajabas la escaleras en ese momento.
—Vi cómo os peleabais.
—Es un tipo horrible, Smith. Es la única palabra que le cuadra. He tenido mis dudas acerca de él desde la noche aquella que se desmayó… ¿recuerdas? La noche que bajaste a ayudarle. Hoy le acusé abiertamente y me dijo cosas que me pusieron los pelos de punta, y encima quiso que me aliase con él. No es que yo sea un hombre estrecho de ideas, pero soy hijo de un clérigo, como ya sabes, y creo que hay cosas inaceptables desde cualquier punto de vista. Doy gracias a Dios por haberlo descubierto antes de que fuera demasiado tarde, porque iba a casarse con mi hermana.
—Todo eso está muy bien, Lee —dijo Abercrombie Smith secamente—. Pero todavía no sé si has dicho mucho más de lo que debías o demasiado poco.
—Te he hecho una advertencia.
—Si existiera un motivo real para la advertencia, ninguna promesa puede ligarte. Si yo descubro a un canalla que está dispuesto a volar un edificio con dinamita, no hay juramento que me impida evitarlo.
—Sí, pero es que yo no puedo evitarlo, y lo único que puedo hacer es advertirte a ti.
—Pero sin decirme contra qué me previenes.
—Contra Bellingham.
—Todo esto es una majadería. ¿Por qué iba a temer a Bellingham, o a cualquier otro hombre?
—No puedo decírtelo. Sólo te pido que cambies de habitaciones. Estás en peligro. No quiero decir que Bellingham tenga intención de causarte daño, pero podría suceder, porque precisamente ahora se ha vuelto un vecino peligroso.
—Quizá yo sepa más de lo que te imaginas —dijo Smith, mirando fijamente la cara seria y juvenil deaquel muchacho—. Supongamos que te digo que alguien comparte las habitaciones de Bellingham…
Monkhouse Lee saltó de su silla, presa de una emoción incontrolable.
—¿Lo sabes, entonces? —jadeó.
—Una mujer.
Lee se dejó caer de nuevo en su silla, con un gemido.
—Mis labios están sellados —dijo—. No debo hablar.
—Bueno, en cualquier caso —dijo Smith, levantándose— no es probable que pueda llegar a asustarme tanto como para abandonar unas habitaciones en las que me encuentro tan a gusto. Sería una debilidad por mi parte trasladarme con todas mis cosas sólo porque tú afirmes que Bellingham, de una manera inexplicable, pueda causarme algún daño. Correré el riesgo y me quedaré donde estoy. Veo que son casi las cinco, te ruego que me disculpes.
Se despidió del joven con algunas frases breves y emprendió el camino de regreso a casa envuelto en la suave atmósfera del atardecer de un día de primavera, sintiéndose medio enojado y medio divertido, como cualquier otro hombre fuerte y poco imaginativo que se ve amenazado por un vago y sombrío peligro.
Abercrombie Smith se permitía siempre una pequeña libertad a pesar de las rigurosas exigencias que le imponían sus estudios. Dos veces a la semana, los martes y los viernes, tenía la invariable costumbre de ir caminando hasta Farlingford, residencia del doctor Plumbtree Peterson, que se encontraba aproximadamente a una milla y media de Oxford. Peterson había sido amigo íntimo de Francis, el hermano mayor de Smith, y como era soltero y muy rico, con una buena bodega y una biblioteca todavía mejor, su casa resultaba una meta de lo más agradable para un hombre que tenía necesidad de regalarse con un buen paseo. Así pues, dos veces por semana el estudiante de medicina se adentraba por los oscuros senderos de la región y pasaba una hora agradable en el confortable estudio de Peterson, comentando con un vaso de viejo oporto los chismorreos de la Universidad o los últimos progresos de la medicina o la cirugía.
El día siguiente a su entrevista con Monkhouse Lee, Smith cerró sus libros a las ocho y cuarto, hora en que por lo general emprendía el camino hacia casa de su amigo. Sin embargo, cuando salía de la habitación, sus ojos se fijaron en uno de los libros que Bellingham le había prestado y le remordió la conciencia por no habérselo devuelto. Por despreciable que pudiera ser aquel hombre, no era justo tratarle con descortesía. De modo que cogió el libro, bajó las escaleras y golpeó la puerta de su vecino. No obtuvo respuesta; pero al accionar el picaporte vio que no estaba cerrada con llave. Satisfecho con la perspectiva de ahorrarse una entrevista, entró y dejó el libro, junto con una tarjeta de visita, encima de la mesa.
La lámpara estaba medio apagada, pero Smith podía ver con claridad los detalles de la habitación. Todo estaba más o menos como lo había visto la última vez: el friso, los dioses con cabezas de animales, el cocodrilo colgado y la mesa desordenada, llena de papeles y hojas secas. La caja de la momia estaba de pie contra la pared, pero la momia había desaparecido. No había ninguna señal que delatase que allí se alojaba alguna otra persona, y, al retirarse, Smith tuvo la sensación de que probablemente se había comportado de forma injusta con Bellingham. Si tuviera un secreto inconfesable que guardar, no habría dejado la puerta abierta, exponiéndose a que cualquiera pudiera entrar.
La escalera de caracol estaba oscura como boca de lobo, y Smith bajaba despacio, tanteando los escalones irregulares, cuando, súbitamente, tuvo la impresión de que algo había pasado a su lado en la oscuridad. Oyó un ruido muy débil, un soplo de aire, un leve roce en el codo, pero tan leve que no estaba seguro del todo. Se paró y escuchó con atención, pero el viento susurraba entre la hiedra y no pudo escuchar nada más.
—¿Es usted, Styles? — gritó.
No hubo respuesta; a sus espaldas reinaba un silencio absoluto. Debía de haber sido una repentina ráfaga de aire, porque la vieja torre estaba llena de grietas y agujeros. Sin embargo, habría jurado que escuchó un ruido de pasos a su lado. Por fin salió al cuadrilátero del edificio, pero todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando vio que alguien venía corriendo a su encuentro por el césped recién cortado.
—¿Eres tú, Smith?
—¡Hola, Hastie!
—¡Por Dios, ven inmediatamente! ¡Lee se ha ahogado! Harrington, del King, me ha dado la noticia. El doctor ha salido. Tendrás que atenderle tú, pero ven inmediatamente. Tal vez le quede todavía un poco de vida.
—¿Tienes brandy?
—No.
—Yo lo llevaré. Tengo una botella en mi mesa.
Smith subió las escaleras de tres en tres, cogió la botella y echó a correr escaleras abajo. Al pasar por delante de la habitación de Bellingham sus ojos repararon en un detalle que le dejó aturdido y sin respiración en el descansillo.
La puerta, que él había cerrado al salir, estaba abierta ahora, y justamente enfrente de él, iluminada por la lámpara, se veía la caja de la momia. Hacía apenas tres minutos estaba vacía. Podía jurarlo. Ahora enmarcaba el macilento cuerpo de su horrible ocupante. Estaba de pie, rígido, espantoso, con su rostro renegrido y arrugado de cara a la puerta. El cuerpo se veía sin vida e inerte, pero, según le miraba, a Smith le parecía que todavía brillaba una lucecita de vitalidad, un asomo de conciencia en aquellos pequeños ojos que acechaban desde las profundidades de las cuencas. Se quedó tan asombrado y atónito que olvidó el motivo de su regreso, y seguía allí, contemplando aquel cuerpo descarnado y marchito, cuando la voz de su amigo le hizo volver en sí.
—¡Vamos, Smith! —gritó desde abajo—. ¡Es cuestión de vida o muerte! ¡Date prisa! —Y cuando el estudiante de medicina reapareció, añadió—: Venga, vamos corriendo. Está a menos de una milla, y tenemos que llegar en cinco minutos. Es mejor correr para salvar una vida humana que para ganar una copa.
Hombro con hombro se lanzaron a través de la oscuridad y no se detuvieron hasta llegar, jadeantes y agotados, a la casita del río. El joven Lee, fláccido y chorreante como una planta acuática rota, se hallaba tendido encima del sofá, con los negros cabellos llenos de verdín del río y una orla de espuma blanca sobre sus labios cárdenos. Junto a él estaba arrodillado Harrington, frotándole para devolver un poco de calor a sus rígidos miembros.
—Creo que todavía le queda un poco de vida —dijo Smith, pasándole la mano por un costado—. Ponle en la boca el cristal de tu reloj. Sí, se ha empañado. Cógele de un brazo, Hastie. Ahora flexiónalo igual que yo, y no tardará en recuperar el conocimiento.
Durante diez minutos trabajaron en silencio, hinchando y deshinchando los pulmones del joven inconsciente. Por fin, el cuerpo se estremeció, los labios le temblaron y abrió los ojos. Los tres estudiantes estallaron en un irreprimible grito de triunfo.
—¡Despierta, viejo! ¡Ya nos has asustado bastante!
—Bebe un poco de brandy. Toma un trago de la botella.
—Ya está repuesto —dijo su compañero Harrington—. ¡Cielos, qué susto me he llevado! Estaba leyendo aquí. El había salido a pasear por el río, y al rato escuché un grito y un chapoteo. Salí corriendo, y cuando logré encontrarlo y sacarlo del agua, me pareció que estaba ya sin vida. Simpson no podía ir a llamar al doctor porque está con una pierna rota, de modo que tuve que salir corriendo yo y no sé lo que habría hecho si no llego a encontrarme con vosotros. Está bien, viejo. Siéntate.
Monkhouse Lee se había incorporado con ayuda de las manos y miraba con ojos espantados a su alrededor.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. He estado en el agua. Ah, sí. Ya recuerdo.
Una expresión de miedo apareció en sus ojos y ocultó la cara entre las manos.
—¿Cómo te caíste?
—No me caí.
—¿Entonces…?
—Me tiraron. Yo estaba de pie junto a la orilla. Alguien, desde atrás, me levantó como una pluma y me tiró. No oí nada ni vi nada. Pero sé qué era a pesar de todo.
—Y yo también —susurró Smith.
Lee levantó los ojos y le miró con sorpresa.
—¿Lo has descubierto, entonces? —dijo—. ¿Recuerdas el aviso que te di?
—Sí, y empiezo a pensar que me lo tomaré en serio.
—No sé de qué diablos estáis hablando —dijo Hastie—, pero, si yo estuviera en tu lugar, Harrington, llevaría inmediatamente a la cama a Lee. Ya habrá tiempo de sobra para discutir las razones cuando se encuentre más fuerte. Creo, Smith, que tú y yo debemos dejarle solo ahora. Yo voy a regresar andando al colegio; si vas en la misma dirección podemos charlar un rato.
Pero fue muy poco lo que hablaron en el camino de regreso. Smith estaba demasiado preocupado por los incidentes de la tarde: la ausencia de la momia de la habitación de su vecino, los pasos que creyó escuchar junto a él en la escalera, la reaparición —la extraordinaria, la inexplicable reaparición de aquella cosa horrible— y, finalmente, la agresión a Lee, que se correspondía perfectamente con la que había sufrido aquel otro hombre que había desatado la ira de Bellingham. Todas estas cosas ocupaban sus pensamientos, junto con otros pequeños incidentes que le habían predispuesto contra su vecino y las extrañas circunstancias en que fue llamado por primera vez para auxiliarle. Lo que antes había sido una sospecha indeterminada, una vaga y fantástica conjetura, había tomado forma de pronto y se destacaba en su mente como un hecho irrefutable, como una realidad que no podía ser negada. Y, sin embargo, ¡qué monstruoso e increíble! ¡Y cuán alejado de los límites de la experiencia humana! Un juez imparcial, incluso el amigo que caminaba a su lado, le diría simplemente que sus sentidos se habían equivocado, que la momia había estado allí todo el tiempo, que el joven Lee se había caído al río exactamente igual que cualquier otro hombre puede caerse a un río y que el mejor remedio para los desarreglos del hígado es una píldora azul. Sabía que él mismo habría dicho algo parecido si sus posiciones estuvieran invertidas. Aun así, estaba dispuesto a jurar que Bellingham, en lo más profundo de su corazón, era un asesino, y que manejaba un arma que nadie hasta entonces había empleado en la historia del crimen.
Hastie se dirigió hacia sus habitaciones tras hacer unos cuantos comentarios irónicos y enfáticos acerca de la insociabilidad de su amigo, y Abercrombie Smith cruzó el cuadrilátero en dirección a la torre con un fuerte sentimiento de repulsión hacia todo lo relacionado con sus habitaciones. Seguiría el consejo de Lee y se trasladaría lo antes posible, porque ¿cómo iba a ser capaz de estudiar si sus oídos iban a estar constantemente atentos a cualquier murmullo o pisada que se produjese en el piso de abajo? Mientras cruzaba el césped reparó en que la luz estaba encendida todavía en la ventana de Bellingham. En el preciso momento en que pasaba por delante de la puerta, ésta se abrió y apareció el mismísimo Bellingham. Su cara rechoncha y maligna parecía una araña hinchada que acaba de tejer su ponzoñosa tela.
—Buenas noches —dijo—. ¿No quieres entrar?
—No —exclamó Smith con vehemencia.
—¿No? ¿Sigues tan atareado como siempre? Quería preguntarte por Lee. Estoy muy preocupado… He oído rumores de que le había sucedido algo malo.
Sus facciones tenían una expresión de seriedad, pero mientras hablaba sus ojos no podían ocultar una alegría encubierta. Smith se dio cuenta de ello y le entraron ganas de golpearle.
—Te preocupará todavía más saber que Monkhouse Lee se está recuperando y que está fuera de peligro —contestó—. Tus diabólicos trucos no han dado resultado esta vez. Oh, no es necesario que te defiendas con argumentos descarados. Lo sé todo.
Bellingham dio un paso atrás, apartándose del irritado estudiante y cerró la puerta a medias, como para protegerse.
—Estás loco —dijo—. ¿Adonde quieres ir a parar? ¿Te atreves a afirmar que he tenido algo que ver con el accidente de Lee?
—Sí —bramó Smith—. Tú y ese saco de huesos que está detrás de ti. Lo habéis hecho entre los dos. Escúchame bien, señor B., ya no se quema a los individuos de tu calaña, pero todavía tenemos el verdugo, y si en este colegio aparece algún hombre muerto mientras tú estás aquí, ¡por Cristo que haré que te detengan!, y no será por mi causa si no te ahorcan por ello. Ya te darás cuenta de que tus inmundos trucos egipcios no resultan en Inglaterra.
—Estás loco de atar —dijo Bellingham.
—Está bien. Pero recuerda lo que acabo de decirte, porque yo cumpliré mi palabra.
La puerta se cerró de golpe y Smith subió echando humo a sus habitaciones. Después cerró la puerta con llave y pasó la mitad de la noche fumando en su vieja pipa y reflexionando sobre los extraños acontecimientos de aquella tarde.
A la mañana siguiente, Abercrombie Smith no tuvo noticias de su vecino, pero por la tarde recibió la visita de Harrington, que le informó de la recuperación casi completa de Lee. Smith pasó todo el día trabajando, pero al atardecer decidió hacerle una visita a su amigo, el doctor Peterson, ya que había tenido que suspenderla la noche anterior. Un buen paseo y una charla amistosa serían bien recibidos por sus nervios excitados.
La puerta de Bellingham estaba cerrada, pero se volvió a mirar cuando se encontró a una distancia prudencial de la torre, y distinguió la cabeza de su vecino, que se recortaba contra el fondo luminoso de la lámpara. Parecía tener la cara apretada contra el cristal, como si estuviera escrutando la oscuridad. Era una verdadera satisfacción perder todo contacto con aquel hombre, aunque sólo fuera durante unas horas, así que Smith echó a andar con paso rápido, aspirando a pleno pulmón él suave aire primaveral. La media luna surgía por el poniente, entre dos agujas góticas y proyectaba sobre el pavimento plateado de la calle las negras tracerías talladas en la piedra de los altos edificios. Soplaba una fuerte brisa y el cielo aparecía surcado por nubes ligeras y algodonosas. El Old College estaba en el límite de la ciudad, y en cinco minutos Smith se encontraba más allá de las casas, caminando entre los setos de la carretera de Oxfordshire, que despedían una fragancia propia del mes de mayo.
La carretera que llevaba a casa de su amigo era solitaria y poco frecuentada. Aunque era temprano todavía, Smith no encontró ni un alma en su camino. Caminó con paso rápido hasta llegar a la puerta exterior que daba paso al largo camino de grava que conducía a Farlingford. Frente a él, la luz rojiza y acogedora de las ventanas brillaba entre el follaje. Durante unos instantes se quedó parado ante la puerta batiente con la mano en el picaporte, y se volvió para mirar la carretera por donde había venido. Algo avanzaba por ella rápidamente.
Una figura negra y encogida, que apenas se distinguía contra el fondo oscuro, se movía en la sombra del seto, silenciosa y furtiva. Mientras la miraba, la sombra había avanzado una veintena de pasos, y seguía acercándose. En medio de la oscuridad vislumbró un cuello descarnado y aquellos dos ojos que le perseguirían por siempre en sus pesadillas. Lanzó un grito de terror y echó a correr por la avenida de grava, como si le fuera en ello la vida. Allí estaban las luces rojas, como señales de salvación, a menos de un tiro de piedra. Era un corredor afamado, pero jamás había corrido como corrió esa noche.
La pesada puerta se había cerrado a sus espaldas, pero oyó que se volvía a abrir para dejar paso a su perseguidor. Mientras corría salvajemente en la oscuridad, podía escuchar a sus espaldas un trote rápido y seco, y al mirar hacia atrás vio que aquel horror que le perseguía iba dando saltos, como un tigre, con los ojos llameantes y un brazo fibroso extendido hacia adelante. Gracias a Dios, la puerta estaba entreabierta. Smith pudo ver la fina franja de luz que proyectaba la lámpara del vestíbulo. A sus espaldas se escuchaba cada vez más cerca aquel siniestro pataleo. De pronto, casi pegado a su hombro, sintió un ronco gorgoteo. Dio un grito de espanto, se precipitó contra la puerta, la cerró de un golpe y echó el cerrojo. Después cayó medio desmayado en el sillón del vestíbulo.
—¡Dios mío, Smith! ¿Qué ocurre? —preguntó Peterson, desde la puerta del despacho.
—¡Dame un poco de brandy!
Peterson desapareció y volvió a salir en seguida con un vaso y una jarra.
—Ya veo que lo necesitas —dijo, mientras el visitante se bebía de un trago el vaso que le había servido—. Pero, hombre, ¡estás más pálido que un queso!
Smith dejó el vaso, se levantó y respiró profundamente.
—Ya vuelvo a ser el mismo —dijo—. No he sentido tanto miedo en toda mi vida. Con tu permiso, Peterson, pasaré aquí la noche, porque no creo que tenga valor para adentrarme otra vez por ese camino, a no ser a la luz del día. Es una debilidad, lo sé, pero no puedo evitarlo.
Peterson contempló a su visitante con mirada interrogativa.
—Desde luego que puedes dormir aquí, si lo deseas. Le diré a Mrs. Burney que te prepare la cama. ¿Dónde vas ahora?
—Ven conmigo a la ventana de arriba. Desde allí se ve la puerta. Quiero que veas lo que yo he visto.
Fueron a la ventana del vestíbulo del piso superior, desde la que se dominaban los accesos a la casa. La avenida y los campos, a uno y otro lado, estaban tranquilos y silenciosos, bañados en el apacible claro de luna.
—Bueno, Smith —observó Peterson—, realmente me alegro de saber que eres abstemio. ¿Qué demonios te ha asustado tanto?
—Te lo diré dentro de un momento. Pero ¿dónde puede haber ido? ¡Ah, mira ahora, mira! Mira hacia la curva de la carretera, un poco más allá de la puerta de entrada.
—Sí, lo veo. No es necesario que me arranques el brazo. Alguien ha pasado por allí. Yo diría que se trata de un hombre, bastante delgado, aparentemente, y alto, muy alto. Pero ¿quién es? ¿Y qué te pasa a ti, que estás temblando como la hoja de un álamo?
—He estado a punto de caer en las garras del demonio, eso es todo. Pero bajemos a tu estudio y te contaré toda la historia.
Así lo hizo. Bajo la acogedora luz de la lámpara, con un vaso de vino en la mesa y frente al rostro rubicundo de su voluminoso amigo, Smith fue narrando, tal y como sucedieron, todos los acontecimientos, grandes y pequeños, que habían formado esa singular cadena desde la noche que se encontró a Bellingham desmayado frente a la caja de la momia hasta la horrible experiencia que había tenido lugar una hora antes.
—Y éste es todo el maldito asunto —dijo para terminar—. Es monstruoso e increíble, pero cierto.
El doctor Plumptree Peterson permaneció sentado en silencio durante un rato, con una expresión de perplejidad en el rostro.
—¡No he escuchado una cosa semejante en toda mi vida! ¡Nunca! —dijo al fin—. Me has contado los hechos. Ahora explícame las consecuencias.
—Puedes sacar tus propias conclusiones.
—Pero quiero saber cuáles son las tuyas. Tú has reflexionado sobre el tema y yo no.
—Bien, tendré que ser un poco impreciso en los detalles, pero los puntos principales me parecen bastante claros. Ese tal Bellingham, en el curso de sus estudios orientales, ha conseguido hacerse con algún secreto infernal, mediante el cual una momia —o, posiblemente, esta momia en particular— puede ser devuelta temporalmente a la vida. Estaba ensayando estas repugnantes manipulaciones la noche que se desmayó. No cabe duda de que le traicionaron los nervios al ver a esa criatura moverse, a pesar de que lo esperaba. Recuerda que las primeras palabras que pronunció al volver en sí fueron para calificarse de estúpido. Bien, posteriormente se fue haciendo más fuerte y llevó a cabo la tarea sin desmayarse. La vitalidad que conseguía devolver a la momia era, evidentemente, pasajera, porque yo la veía siempre dentro de su caja, y estaba tan muerta como esta mesa. Imagino que se trata de un proceso muy complicado, en virtud del cual se produce el fenómeno. Cuando lo hubo conseguido, se le ocurrió que podía utilizar a aquel ser como un agente. Tiene inteligencia y fuerza. Con algún propósito determinado, confió su secreto a Lee, pero Lee, que es un cristiano de buena ley, no quiso saber nada de un asunto semejante. Entonces se pelearon, y Lee le prometió que revelaría a su hermana cuál era su verdadero carácter. La única jugada que le quedaba a Bellingham era impedirlo, de modo que envió a la criatura en su persecución, y estuvo a punto de conseguirlo. Ya antes había probado sus poderes en otro hombre, en Norton, contra el que todavía sentía rencor. Ha sido una pura suerte que no tenga dos asesinatos sobre su conciencia. Más tarde, cuando yo le acusé abiertamente, tuvo las más poderosas razones para quitarme de en medio, antes de que yo pudiera comunicarle a alguien lo que sabía. Vio la oportunidad cuando salí, pues conoce mis costumbres y sabía hacia dónde me dirigía. Me he salvado por un pelo, Peterson, y ha sido una verdadera suerte que no me hayas encontrado tirado en el escalón de tu puerta mañana. No soy un hombre nervioso, pero jamás creí que iba a tener tanto miedo a la muerte como lo he tenido esta noche.
—Mi querido amigo, te has tomado el asunto con demasiada seriedad —dijo su compañero—. Tus nervios están alterados por el efecto de tanto trabajo y le das una importancia desmesurada a lo ocurrido. ¿Cómo es posible que una cosa semejante se pasee por las calles de Oxford, incluso de noche, sin que nadie la vea?
—La han visto. Y hay un gran revuelo en la ciudad con el asunto de un mono fugitivo, pues eso imaginan que es la criatura. No se habla de otra cosa.
—Bueno, la sucesión de acontecimientos es sorprendente. Pero, aun así, querido, tienes que admitir que cada uno de los incidentes, por separado, es susceptible de una explicación natural.
—¡Cómo! ¿Incluso mi aventura de esta noche?
—Ciertamente. Sales con los nervios desatados y con la cabeza llena de esas teorías tuyas. Algún vagabundo famélico y medio muerto de hambre te sigue furtivamente, y, después, al verte correr, se anima y te persigue. El resto es cosa de tu imaginación y tus temores.
—No es así, Peterson, no es así.
—Otro incidente. Por ejemplo, el que encontrases la caja de la momia vacía y unos instantes después estuviera ocupada. La habitación se hallaba iluminada por la luz de la lámpara, y ésta estaba casi apagada. Tú no tenías ninguna razón especial para fijarte en la caja. Es muy posible que no repararas en la momia la primera vez que miraste.
—No, no. Eso está descartado.
—Es posible que Lee se cayese simplemente al río y que Norton fuese atacado por un delincuente. En verdad, la acusación que le haces a Bellingham es enorme, pero si la presentases ante un comisario de policía se limitaría a reírse, en tu propia cara.
—Ya lo sé. Y por esa razón estoy dispuesto a resolver el asunto por mi cuenta.
—¿Eh?
—Sí. Creo que pesa sobre mí un deber público, y, además, debo hacerlo por mi propia seguridad, a menos que permita que una bestia me eche del colegio, lo cual sería una lamentable debilidad. Tengo ya decidido lo que he de hacer. En primer lugar, ¿puedo utilizar tu papel y tus plumas durante una hora?
—Desde luego. Encontrarás todo lo que necesitas en esa mesa lateral.
Abercrombie Smith se sentó ante un pliego de papel tamaño folio; durante dos horas su pluma trabajó con velocidad por la superficie del mismo. Fue rellenando página tras página y colocándolas a un lado, mientras su amigo, recostado en un sillón, le miraba con tranquila curiosidad. Al final, con una exclamación de satisfacción, Smith se levantó de un salto, puso sus papeles en orden y depositó el último encima del escritorio de Peterson.
—Ten la amabilidad de firmar como testigo —dijo.
—¿Como testigo? ¿De qué?
—De la autenticidad de mi firma y de la fecha. La fecha es lo más importante. En fin, Peterson, mi vida podría depender de ello.
—Mi querido Smith, hablas de una manera insensata. Hazme caso y acuéstate.
—Todo lo contrario: en mí vida he hablado de forma tan juiciosa. Y te prometo que en cuanto hayas firmado me iré a la cama.
—Pero ¿qué es?
—Es una declaración de todo lo que te he contado esta noche. Me gustaría que lo atestiguaras.
—Desde luego —dijo Peterson, estampando su nombre debajo del de su compañero—. Ahí lo tienes. Pero ¿qué te propones con ello?
—Tú me harás el favor de guardarlo, y lo presentarás en caso de que me arresten.
—¿Arrestarte? ¿Por qué?
—Por asesinato. Entra dentro de lo posible. Quiero estar preparado para cualquier eventualidad. Sólo hay un camino abierto para mí, y estoy decidido a seguirlo.
—¡Por amor de Dios, no hagas ninguna locura!
—Créeme, sería mucho más temerario adoptar cualquier otra resolución. Espero que no sea necesario molestarte, pero me quito un gran peso de encima al saber que tú tienes la declaración que explica mis motivos. Y ahora estoy dispuesto a seguir tu consejo e irme a descansar, porque quiero encontrarme en plena forma mañana.
* * *
Desde luego, no era agradable tener a Abercrombie Smith como enemigo. De natural lento y templado, se convertía en un hombre formidable cuando entraba en acción. En todas las empresas de la vida empleaba la misma resolución meditada que le distinguía como estudiante de ciencias. Había suspendido sus estudios por un día, pero estaba decidido a no desperdiciarlo. No dijo a su anfitrión ni una sola palabra acerca de sus planes, pero a las nueve en punto de la mañana se encontraba ya en la carretera de Oxford.
Al pasar por High Street se detuvo en la armería de Clifford y compró un pesado revólver y una caja de municiones. Introdujo seis de ellas en el tambor, dejó el arma medio amartillada y se la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después se dirigió a las habitaciones de Hastie, donde desayunaba tranquilamente el fornido remero con el Sporting Times apoyado contra la cafetera.
—¡Hola! ¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Quieres un poco de café?
—No, gracias. Quiero que vengas conmigo, Hastie, y que hagas todo lo que te pida.
—Cuenta con ello, amigo.
—Y llévate el garrote más pesado que tengas.
—¡Mira! —señaló Hastie—. Con éste de caza se puede tumbar a un buey.
—Una cosa más. Tú tienes un estuche de cuchillos de amputar. Dame el más largo de ellos.
—Ahí está. Por lo que se ve, estás en plan de guerra. ¿Alguna cosa más?
—No. Es suficiente.
Smith se guardó el cuchillo en el interior de la chaqueta y se dirigieron hacia el cuadrilátero.
—Ni tú ni yo somos cobardes, Hastie —dijo—. Creo que puedo hacer el trabajo solo, pero te he traído por precaución. Voy a tener una pequeña charla con Bellingham. Si me enfrento solamente con él, no necesitaré tu ayuda, desde luego. Pero… si grito, sube inmediatamente y ponte a repartir garrotazos con todas tus fuerzas. ¿Has comprendido?
—Perfectamente. Si te oigo gritar, subo.
—Espera aquí, entonces. Quizá tarde un poco, pero no te muevas hasta que baje.
—Soy una estatua.
Smith subió las escaleras, abrió la puerta de Bellingham y pasó al interior. Bellingham estaba sentado detrás de la mesa, escribiendo. A su lado, entre el revoltijo de sus extrañas posesiones, se alzaba la caja de la momia, con la etiqueta número 249 pegada todavía en la pared frontal y su repulsivo ocupante en el interior, rígido y tieso. Smith miró con precaución a su alrededor, cerró la puerta, echó el cerrojo y se dirigió hacia la chimenea. Después prendió una cerilla y encendió el fuego. Bellingham seguía sentado, mirándole atentamente, con una expresión de sorpresa y rencor en su abotargado rostro.
—Bien, por lo que veo te comportas como si estuvieras en tu propia casa —dijo con voz entrecortada.
Smith se sentó tranquilamente y colocó su reloj encima de la mesa. Después sacó el revólver, accionó el martillo y lo colocó sobre sus rodillas. A continuación sacó el largo cuchillo del interior de su chaqueta y lo lanzó sobre la mesa, delante de Bellingham.
—Ahora —dijo— vas a tener que ponerte a trabajar. Tienes que despedazar esa momia.
—Oh, ¿se trata de eso? —dijo Bellingham con una risa burlona.
—Sí, se trata de eso. Me han asegurado que la ley no puede hacer nada contra ti. Pero yo tengo una ley que pondrá las cosas en su sitio. Si dentro de cinco minutos no te has puesto manos a la obra, te juro por Dios que te atravesaré el cráneo de una balazo.
—¿Serías capaz de asesinarme?
Bellingham se había medio levantado y su rostro tenía ahora el color de la masilla.
—Sí.
—¿Por qué?
—Para evitar que cometas más crímenes. Ha pasado un minuto.
—Pero ¿qué he hecho?
—Los dos lo sabemos.
—Eso es una fanfarronada.
—Han pasado dos minutos.
—Pero tienes que darme alguna razón. Eres un loco… un loco peligroso. ¿Por qué voy a destrozar una cosa que es de mi propiedad? Es una momia muy valiosa.
—Pues tienes que cortarla en pedazos y quemarla.
—No haré tal cosa.
—Han pasado cuatro minutos.
Smith empuñó la pistola y miró a Bellingham con una expresión de inexorable determinación. Cuando la segunda manecilla del reloj avanzó, levantó la mano y colocó el dedo sobre el gatillo.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo haré! —gritó Bellingham.
Cogió el cuchillo con frenética rapidez y empezó a dar cortes en el cuerpo de la momia, volviendo constantemente la cara para encontrarse siempre pon el ojo y el arma de su terrible vecino. La momia crujía y saltaba en pedazos a cada corte del afilado cuchillo. Un polvo denso y amarillento se desprendió de ella. Las especias y las esencias secas llovieron sobre el suelo. De pronto, con un chasquido desgarrador, el espinazo saltó en pedazos y la momia cayó al suelo, convertida en un oscuro amasijo de miembros revueltos.
—¡Ahora al fuego! —dijo Smith.
Las llamas saltaron y crepitaron cuando los restos, resecos como yesca, fueron apilados encima del fuego. La habitación parecía el cuarto de calderas de un vapor, y los dos hombres tenían el rostro bañado de sudor. Pero uno de los hombres seguía agachado, trabajando, mientras el otro le vigilaba sentado, con expresión decidida. El fuego despedía un humo espeso y grasiento y la habitación se llenó de un fuerte olor a resina quemada y cabellos chamuscados. Al cabo de un cuarto de hora sólo quedaban unos trozos renegridos y quebradizos del lote número 249.
—Supongo que estás satisfecho —gruñó Bellingham, que miraba a su torturador con una expresión de odio y temor en sus ojillos grises.
—No. Deben ser destruidos todos tus materiales. Tenemos que impedir que vuelvas a utilizar tus trucos diabólicos. ¡Al fuego con todas esas hojas! Seguro que tienen algo que ver con el asunto.
—¿Y ahora qué? —preguntó Bellingham, cuando las hojas fueron arrojadas a las llamas.
—Ahora el rollo de papiro que tenías encima de la mesa aquella noche. Creo que está en ese cajón.
—¡No, no! —gritó Bellingham—. ¡No lo quemes! No sabes lo que haces. Es único. La sabiduría que contiene no se puede encontrar en ninguna otra parte.
—¡Al fuego con él!
—Pero, escucha, Smith, no puedes hacer eso. Compartiré sus secretos contigo. Te enseñaré a utilizar sus poderes. ¡Oh, detente! ¡Déjame sacar una copia antes de que lo quemes!
Smith se dirigió hacia el cajón y giró la llave de la cerradura. Sacó el amarillento rollo de papiro, lo echó al fuego y lo aplastó con el tacón. Bellingham lanzó un alarido e intentó rescatarlo, pero Smith le empujó hacia atrás y permaneció vigilante hasta que lo vio reducido a una informe capa de ceniza gris.
—Bien, señor B. —dijo—, creo que te he arrancado los dientes. Te las verás conmigo si vuelves a utilizar tus viejos trucos. Y ahora, buenos días, porque debo volver a mis estudios.
Esta es, pues, la narración de Abercrombie Smith sobre los extraordinarios sucesos que tuvieron lugar en el Old College de Oxford, en la primavera de 1884. Como Bellingham abandonó la Universidad inmediatamente y se encuentra en el Sudán, según las últimas noticias, no hay nadie que pueda contradecir su declaración. Pero la sabiduría de los hombres es escasa y los caminos de la Naturaleza harto extraños. ¿Quién se atreverá a poner un límite a las cosas ocultas que pueden ser descubiertas por los que se dedican a buscarlas?
FIN
(b c. 1470; fl c. 1490-1520). North Netherlandish painter. He is stylistically related to the Master of the Virgo inter Virgines, who is believed to have been active in Delft. His association with Delft is also suggested by the inclusion of the tower of the Nieuwe Kerk (completed 1496) in the background of his earlyCrucifixion triptych with other scenes from the Passion (London, N.G.), a full-dress Calvary of the sort popular in the Rhineland and the northern Netherlands during the 15th century. With its large crowds of highly animated and brilliantly dressed spectators and participants and with its particular emphasis on the presence of children, this altarpiece strongly reflects the practical piety of Geert Grote and the teachings of Thomas ? Kempis, which stressed the importance of the imitation of Christ in daily life and the vital necessity to educate the young. A kneeling donor in Carthusian dress at the lower left of the central panel
El Paciente Interno Arthur Conan Doyle
«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada
de la justicia sigue presente para vengarle.»
Doctor Trevelyan
Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.
No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diria de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra puerta.
—¡Hum! Un médico… y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro sanctum.
Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.
—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.
—¿Ha hablado con mi cochero, pues?
—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook Street.
—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida —dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico…
—Cirujano militar retirado.
—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Treveyan—, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.
»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» —Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»—Confio tener el que me corresponde —repliqué.
»—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» —Verdaderamente, caballero… —exclamé.
»—¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
—gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.
»—¿Pero por qué? —balbuceé.
»—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.
»—¿Y qué debo hacer yo, pues?
»—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:
« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»
»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.
»—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi paciente.
»—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.
»—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.
»—Nadie —contesté.
»—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.
»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.
Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!
—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.
—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros señores… ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?
—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es dificil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.
—¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.
—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson — dijo por fin—. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
—Poco es lo que entiendo en él —confesé.
—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y qué más?
—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.
—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? —sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.
-Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.
La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
—Un brougham nos está esperando, Watson —me dijo.
—¿Qué ocurre, pues?
—El caso de Brook Street.
—¿Alguna noticia fresca?
—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
—Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
—Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.
—¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.
—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
—Sí, algo he oído de ellos.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —dije yo.
—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.
—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.
—¡Hum! —hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
—No, no he visto ninguna.
—¿Su cigarrera, pues?
—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.
—¡Imposible! —exclamó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?
—Esto es lo que tenemos que averiguar.
—¿Cómo pudieron entrar?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada.
—Pues fue atrancada después de salir ellos.
—?Cómo lo sabe?
—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.
—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.
—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso Holmes—. Interv-nieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después de subir los tres hombres por la escaléra, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás…
—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.
—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.
Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
—¿Alguna noticia, inspector?
—Hemos dado con el muchacho, señor.
—Excelente. Y yo he dado con los hombres.
—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.
—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
—¡La banda del banco Worthingdon! —exclamó el inspector.
—Exactamente —confirmó Holmes.
—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
—Esto es.
—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco Worthingdon – dijo Holmes—, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad—dijo el doctor—. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.
—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.