dickens: la casa encantada

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LA CASA ENCANTADA

Los mortales en la casa

 

No ocurrió bajo el influjo de ninguna de las circunstancias que solemos calificar como escabrosas, ni tampoco se trataba del clásico escenario tenebroso. La primera vez que me encontré frente a la casa que es el objeto de este cuento navideño el sol brillaba. No hacía viento ni llovía a cántaros, ni retumbaban los rayos, ni ninguna circunstancia acrecentaba de ningún modo el efecto aterrador. Diré aún más, llegué hasta la casa directamente desde la estación del tren, a poco más de una milla de distancia. Si me giraba desde donde estaba, observando la fachada, alcanzaba a ver el camino por el que había llegado y los cotidianos trenes de mercancía atravesando en silencio el terraplén que cruzaba el valle. No afirmaré que todo a mi alrededor perteneciera al reino de lo ordinario, puesto que dudo que nadie, a excepción de las personas sin imaginación, pueda proclamar tal cosa sin género de dudas; y con esta afirmación delato mi vanidad. Pero me arriesgaré a afirmar que cualquiera podría ver la casa tal y como la vi yo durante cualquier mañana de otoño.

A continuación relataré la forma en la que acabé en aquel lugar.

Viajaba yo hacia Londres desde el norte, con la intención de realizar una parada a mitad del trayecto para inspeccionar el paraje en cuestión. Mi salud requería una residencia temporal en el campo y un amigo mío, que lo sabía y que por casualidad había pasado cerca de la casa, me escribió sugiriéndomela como un lugar apropiado para mi descanso. Hacia la medianoche me subí al tren y me senté a contemplar cómo brillaban las Luces del Norte a través de la ventana. Me dormí y, al despertarme, poco después, tuve esa convicción, que ya había experimentado otras veces, de que no había logrado dormir en absoluto. Tan convencido me encontraba de ello que, me avergüenza decirlo, incluso me habría peleado con el hombre que se sentaba frente a mí. Aquel individuo llevaba toda la noche —algo demasiado habitual en lo que respecta a las personas que se sientan frente a uno en los trenes— molestándome con sus piernas demasiado largas, y diría que demasiado abundantes. Para empeorar las cosas —al fin y al cabo era cuanto podía esperarse de él—, llevaba consigo un lápiz y un cuaderno de notas, con los que tomaba apuntes sin parar sobre quién sabe qué. En un momento dado me pareció que aquellas malditas notas solían coincidir con las diversas sacudidas y vaivenes con que avanzaba el tren, por lo que entendí que me hallaba ante una especie de ingeniero civil, o algo parecido; me resigné, pues, a que me siguiera molestando con sus continuas anotaciones. Y habría seguido creyendo lo mismo durante toda la noche si no hubiera sido porque pronto me di cuenta de que el caballero en realidad mantenía los ojos fijos sobre algún punto de mi cabeza, y hacía como si estuviera escuchando algo. No es de extrañar, pues, que el comportamiento de aquel personaje de ojos saltones y expresión perpleja acabara por parecerme insoportable.

Era aquél un amanecer lóbrego y helado, con el sol aún por elevarse. Hastiado de contemplar tanto los pálidos fogonazos propios de aquella región ferruginosa por la que discurríamos,[1] como la densa pátina de humo que me separaba de las estrellas y del incipiente día, me giré hacia mi compañero de viaje y le pregunté:

—Discúlpeme caballero, pero ¿acaso tengo algo raro en la cara?

Pues, he de decir, parecía como si en aquel momento aquel individuo tan extraño estuviera tomando apuntes sobre mi gorro de viaje, o sobre mi cabello, haciendo gala de una minuciosidad de lo más descarado. El tipo desvió sus ojos saltones de la pared del compartimento dando la impresión, por la parábola que describieron, de que se encontraba a cientos de millas de distancia. A continuación preguntó, con una mirada de despreciativa compasión por mi insignificancia:

—¿En su cara, caballero…? B.

—¿B, señor? —pregunté intentando fingir amabilidad.

—No estoy en absoluto interesado por usted, caballero —continuó—. Mire, permítame que le explique… O.

Enunció la vocal tras una pausa y de inmediato procedió a anotarla. Al principio me alarmé; no es cosa de broma toparse con un lunático como aquel en el expreso, y no tener posibilidad alguna de llamar al encargado. Pensé con cierto alivio que el caballero en cuestión podría ser uno de esos miembros de la secta de los Espiritistas, unos individuos, he de decirlo, por quienes siento el más alto respeto, al menos por unos cuantos, aunque no tenga fe en absoluto en lo que hacen. Me disponía a preguntarle si su profesión era la de Espiritista cuando, como se dice popularmente, me arrancó la tajada de la boca:

—Confío en que sabrá disculparme —dijo con cierto desdén—, si me encuentro demasiado avanzado respecto al común de los mortales para molestarme en prestarle atención. Me he pasado la noche, como de hecho suelo hacer casi todos los días de mi vida, enfrascado en una conferencia espiritual.

—¡Oh! —dije con cierta irritación.

—Las comunicaciones de esta noche —continuó el caballero, volviendo varias páginas de su cuaderno— se iniciaron con el siguiente mensaje: «Comunicados malintencionados arruinan las buenas maneras».

—Muy razonable —apunté—. Pero ¿se trata acaso de una idea novedosa?

—Lo novedoso es que lo afirmen los espíritus —contestó el caballero.

Sólo pude limitarme a reiterar mi irritado lamento, y a preguntarle si podía honrarme con la lectura del último de los comunicados.

—Oh, sí: «Más vale pájaro en mano» —comenzó el caballero, leyendo su última entrada con gran solemnidad— «que ciento nadando».

—Estoy completamente de acuerdo —dije—. Pero ¿no debería ser volando?

—Vino hasta mí como nadando —contestó el caballero.

A continuación me informó de que el espíritu de Sócrates le había hecho partícipe de la siguiente revelación en el transcurso de la noche: «Querido amigo, espero que se encuentre con una salud excelente. Hay dos personas en este vagón de tren. ¿Cómo están? Hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus con nosotros, pero no puede verlos. Pitágoras se encuentra aquí conmigo. No tiene el privilegio de pronunciarse, pero espera que disfrute del viaje». Galileo también se había pasado por allí, dando muestras de su gran inteligencia científica: «Me encuentro tan feliz de volver a verlo, amico. Come sta? El agua se helará en cuanto refresque. Addio!». Asimismo, durante la noche se habían producido los siguientes fenómenos: el obispo Butler[2] había insistido en deletrear su nombre como «Bubler», produciendo tales ofensas a la buena ortografía y a las buenas maneras que había sido expulsado de la reunión hecho una furia. John Milton (sospechoso de mistificación deliberada), había repudiado la autoría de El paraíso perdido, y había presentado como co-autores del poema a dos caballeros desconocidos, llamados Grungers y Scadgingtone. Por su parte, el príncipe Arturo, sobrino del rey Juan de Inglaterra, se había descrito como tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde estaba aprendiendo a pintar terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer[3] y de Mary, reina de los escoceses.

Si estos apuntes finalmente acabaran viéndose sometidos al escrutinio del caballero que me honró con tales revelaciones, confío en que sepa excusar mi confesión de que la visión del sol elevándose al fin sobre el cielo, hecho que me hizo constatar la inmutabilidad de las fuerzas que dotaban de orden al vasto universo, tuvo el efecto de sumirme en un estado de gran impaciencia. Es más, de tal manera me exasperaban sus mistificaciones, que me sentí agradecido de tener que bajarme en la siguiente estación y de poder cambiar aquellas nubes de vapores que emanaban del tren por el aire puro del campo.

Para entonces ya había despuntado la mañana en toda su hermosura. Mientras caminaba entre las hojas que se habían desprendido de las susurrantes copas de los árboles, doradas y ocres, y examinaba las maravillas de la creación a mi alrededor, considerando las leyes fieles, inmutables y armoniosas que las sustentan, comenzó a parecerme que la conferencia espiritista de aquel caballero había sido una de las peores anécdotas de viaje que pudieran ocurrírsele a uno. Estaba sumido en aquel estado de excitación mental cuando alcancé la casa y me dispuse a examinarla con atención.

Se trataba de una casa solitaria, edificada en mitad de un jardín cuadrado de unos dos acres de extensión, descuidado y melancólico. Debía de datar de tiempos del rey Jorge II, y era tan poco elegante, tan fría, tan formal y dotada de tan poco gusto como pudieran desear los más fervientes admiradores de la estética preferida por el cuarteto al completo de los Jorges. Aunque se encontraba deshabitada, había sido objeto durante los dos años anteriores de algunos parcos arreglos, a fin de hacerla algo más cómoda. Si defino de este modo los trabajos realizados en la casa, es porque éstos se habían limitado a la mera superficie; en lo que concernía al artesonado y a la pintura, por ejemplo, la obra ya había comenzado a desprenderse, a pesar de que los colores fueran recientes. Un tablón torcido se inclinaba sobre la tapia del jardín, anunciando que la vivienda se alquilaba «en condiciones muy favorables y completamente amueblada». La casa se encontraba rodeada de innumerables árboles plantados inquietantemente cerca los unos de los otros, confiriéndole al lugar un aire bastante sombrío. Entre ellos cabía destacar seis chopos que ocultaban casi totalmente las ventanas de la fachada principal, imprimiendo sobre la edificación un carácter excesivamente melancólico. No había duda de que habían cometido un tremendo error al elegir el lugar donde plantarlos.

No hacía falta ser muy avispado para constatar que se trataba de una casa que la gente evitaba, una casa que había sido rechazada por los habitantes del pueblo cercano, hacia donde se dirigía mi mirada de continuo siguiendo la aguja de una iglesia, situada a algo más de media milla de distancia. Se trataba, en resumen, de una casa que nadie en su sano juicio alquilaría. Y de todo esto podía inferirse que se trataba de una casa encantada.

No existe hora alguna de entre las veinticuatro de las que consta el día que me resulte tan solemne como las primeras horas de la mañana. Durante el estío es mi costumbre levantarme muy temprano para encerrarme en mi estudio a despachar, antes incluso de desayunar, el trabajo diario. En tales ocasiones nunca dejo de sentirme impresionado por el silencio y el sosiego que me rodean. Es más, hay algo espantoso en encontrarse con ciertos rasgos familiares sumidos en la quietud del sueño, puesto que tal visión nos hace conscientes de que aquellos que nos son más queridos, y que a su vez nos aman a nosotros, cuando se encuentran en un estado de profunda e imperturbable inconsciencia, anticipan esa otra condición misteriosa a la que todos nos vamos acercando irremisiblemente. La vida detenida, los hilos rotos con el ayer, el sillón desierto, el libro cerrado, las ocupaciones abandonadas aun antes de concluir, todas ellas son imágenes que prefiguran a la muerte. La quietud de esas horas es un reflejo del sosiego de los momentos postreros. La luz mortecina y el frío de la mañana tienen connotaciones similares. Incluso el aire familiar que emana de los objetos cotidianos, despertándose entre las sombras de la noche, nos infunde un aire dudoso de que acabamos de comprarlos, y nos traslada hasta el pasado. Y esta impresión incierta también coincide con la pérdida de la imagen ajada producida por el tránsito mismo, puesto que la muerte vuelve a regalarnos una extraña apariencia de juventud.

Recuerdo que fue a esta hora tan temprana cuando se me presentó mi primera aparición: se trataba de mi propio padre. Aunque mi progenitor se encontraba vivo y gozaba de buena salud, y la visión no constituyó en modo alguno un oscuro presagio, lo cierto es que ocurrió en plena mañana. Estaba sentado en una silla, dándome la espalda, al lado de mi cama. Apoyaba la cabeza en su mano, y no podría decir si dormía o si solamente se encontraba apesadumbrado. Asombrado al verlo allí me incorporé, y me levanté de la cama para observarlo con mayor detenimiento. Como no se movía, lo llamé repetidamente. Continuaba sin moverse, de manera que comencé a preocuparme y apoyé mi mano en su hombro, o en el lugar en el que creí que se encontraba su hombro… Porque allí no había nada.

Por todas estas razones, y por otras menos sencillas de exponer de forma tan escueta, encuentro que las primeras horas de la mañana son, para mí, el momento más fantasmagórico del día. A esa hora todas las casas me parecerían encantadas, de un modo u otro; y, por otro lado, una verdadera casa encantada tendría menos oportunidades de parecérmelo a otras horas del día.

Me dirigí hacia el pueblo meditando sobre el abandono de aquel lugar.

Me encontré con el dueño de la pequeña posada local apostado junto al umbral de su negocio. Me senté para tomar un frugal desayuno y aproveché para mencionar el asunto de la casa.

—¿Está encantada? —pregunté.

El posadero clavó su mirada sobre mí, negó con la cabeza y respondió:

—Yo no digo nada.

—¡Entonces lo está!

—¡Bueno! —gritó el posadero, en un arrebato de franqueza algo desesperada—. Si me dejaran elegir, yo que usted no dormiría allí.

—¿Por qué no?

—Si quisiera que todas las campanillas de una casa sonasen a la vez, aunque nadie las tocara, y que todas las puertas se cerrasen con estrépito aunque nadie las empujara; y si me divirtiera que toda clase de pisadas se movieran de acá para allá, aunque nadie, salvo usted, hubiese puesto un pie en el interior de la casa… Bueno —explicó el posadero—, en tal caso sí que consentiría en dormir allí.

—¿Es que alguien ha visto algo extraño, quizás?

El posadero volvió a mirarme fijamente y, de repente, con la misma aparente desesperación, se volvió hacia las caballerizas y llamó a su empleado:

—¡Ikey!

Al momento apareció un muchacho joven y fornido, con un rostro enrojecido y redondeado, una mata corta de pelo de tono arenoso, una boca amplia y risueña y una nariz chata. Vestía un chaleco de manga ancha con líneas violetas, adornado con botones de nácar. Parecía como si el chaleco le hubiese crecido encima de la piel; es más, para comportarse con cierta justicia con el resto de miembros de su persona, daba la impresión de que el chaleco fuera también a terminar por cubrir su cabeza y sus botas, si antes no se le ponía coto.

—Este caballero desea saber —dijo el posadero— si alguien ha visto algo extraño en «Los Chopos».

—Sí, una mujer encapuchada. Y algo que hacía «buu», «buu» —fue la rápida respuesta de Ikey.

—¿Quieres decir un aullido fantasmal?

—Quiero decir un pájaro, señor.

—¡Ah! Una mujer encapuchada con un búho. ¡Dios mío! ¿Y tú la has visto alguna vez?

—He visto al búho.

—¿Nunca has visto a la mujer?

—No tan claramente como he visto al búho. Pero siempre van juntos.

—¿Ha visto alguien a la mujer con tanta claridad como al pájaro?

—¡Dios bendito, señor! ¡Muchos la han visto!

—¿Quiénes?

—¡Dios bendito, señor! ¡Muchos!

—¿Quiénes, por ejemplo? ¿El comerciante de enfrente, ese que está a punto de abrir la tienda?

—¿Perkins? Bendito sea, señor. Perkins no se acercaría por la casa tal que anochezca. ¡No! —explicó el joven con considerable arrojo—; no es que Perkins sea muy listo, pero no es lo suficientemente estúpido como para hacer eso.

(En aquel momento el posadero dijo entre dientes que, por la cuenta que le traía, confiaba en que Perkins fuera inteligente).

—¿Quién es, o en todo caso quién era, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo saben ustedes?

—¡Bueno! —explicó Ikey, agarrando su gorra con una mano mientras se rascaba la cabeza con la otra—. Dicen por ahí que fue asesinada, y que el búho, desde entonces, no hace más que ulular, y ulular.

Este escueto resumen de los hechos fue todo lo que logré sacarles a aquellos dos sobre el asunto, además de que a un joven lugareño, que me aseguraron que tenía tan buena salud y era tan robusto como cualquier otro que hubiera visto en mi vida, le entró un ataque y sufrió de espasmos justamente después de toparse con la mujer encapuchada. Y también me dijeron que un cierto personaje, vagamente descrito como un hombre mayor —de esa clase de vagabundos tuertos que se hacen llamar Joby, a no ser que les llames Greenwood y que cuando lo haces te dicen: «¿Por qué no? Pero incluso si está usted en lo cierto, lo mejor será que se ocupe de sus propios asuntos»—, se había encontrado con la susodicha mujer encapuchada unas cinco o seis veces. Pero ninguno de los dos testigos me sería de utilidad, puesto que el primero residía en California y el segundo, como bien decía Ikey —extremo confirmado por el posadero—, podía encontrarse en cualquier lugar.

Ahora bien, aunque suelo tratar con un tono solemne y en voz baja los misterios inherentes a esa gran barrera que nos separa del otro mundo y al que se someten todas las cosas que en este mundo han sido; y aunque no tendré la audacia de fingir que no sé nada de ellos, lo cierto es que no me es posible reconciliar las puertas que se cierran con estrépito, las campanillas que repican, las maderas que crujen y otras menudencias por el estilo, con la majestuosa belleza y la omnipresencia de todas las reglas divinas de las que tengo conocimiento, en mayor medida de lo que, un poco antes en el día, había podido reconciliar la conferencia espiritual de mi compañero de vagón con la imagen del sol saliendo por el horizonte. Es más, yo había vivido ya en dos casas encantadas, ambas situadas en el extranjero. En una de ellas, un viejo caserón italiano que tenía la reputación de encontrarse repleto de fantasmas y que poco antes de mi llegada había sido abandonado por esta misma razón, residí durante ocho meses, y disfruté allí de una existencia tranquila y placentera. A pesar de ello, la casa poseía un buen número de habitaciones misteriosas que nunca se usaban, así como una alcoba encantada de primera categoría en la guisa de una estancia alargada contigua a mi dormitorio, en la que solía sentarme a leer con frecuencia. Con delicadeza comenté todas estas consideraciones con el posadero. Y en cuanto al hecho de que esta casa en cuestión, «Los Chopos», poseyera una reputación problemática, de nuevo razoné con él que muchas cosas tenían una mala reputación inmerecida, y lo sencillo que resultaba otorgarla sin motivo. A continuación le pregunté si de veras no pensaba que, si los dos nos empeñábamos en difundir por el pueblo rumores sobre cualquier viejo borracho de aspecto singular, diciendo por ejemplo que había vendido su alma al diablo, si no creía, en suma, que con el tiempo todos acabarían sospechando que así lo había hecho. Pero debo confesar que todos estos razonamientos no tuvieron el efecto deseado en el posadero. Todo mi parlamento se reveló totalmente inefectivo, he de decir, y constituyó uno de los mayores fracasos en este capítulo que he experimentado en toda mi vida.

Para resumir esta parte de mi historia, la casa encantada había logrado cautivar mi curiosidad y ya estaba medio convencido de que debía alquilarla. De modo que, una vez terminé de desayunar, conseguí que el cuñado de Perkins (un fabricante de látigos y arneses que se encargaba de la oficina postal, y que estaba sometido por lo demás a una recta mujer partidaria de los persuasivos métodos de la Sociedad Abstemia de la Doubly Seceding Little Emmanuel), me entregara las llaves, y me dirigí hacia la casa en cuestión, acompañado por el posadero y por el joven Ikey.

Encontré el interior de la casa trascendentemente lóbrego, tal como había esperado. Las sombras de los pesados árboles ondulaban cambiantes y lánguidas sobre la fachada principal, contagiándola de una tristeza inabarcable. La casa se encontraba mal ubicada, mal construida, mal planificada y mal equipada. La humedad campaba a sus anchas, la madera podrida evidenciaba la existencia de innumerables hongos y podía mascarse la presencia de ratas. Parecía que la casa en general fuera la víctima callada de aquella clase de decadencia indescriptible que va depositándose sobre cualquier obra humana cuando ésta es abandonada a su suerte. Las dependencias de la cocina eran demasiado amplias y se encontraban bastante alejadas las unas de las otras. Tanto en las dependencias de los amos como en las de los sirvientes, las fértiles alcobas se encontraban separadas entre sí por pasillos extensos y yermos. Por si no fuera suficiente, muy cerca de las escaleras traseras, bajo la doble fila de campanillas de servicio, había un antiguo pozo cuya boca se hallaba recubierta por una especie de hongo verdoso que lo ocultaba casi completamente de la vista, convirtiéndolo así en una trampa mortal. Observé que una de las campanillas rezaba, en pequeñas letras blancas sobre un fondo negro: «JOVEN AMO B.». Esta, me dijeron, era la campanilla que sonaba con más frecuencia.

—¿Quién era este tal «Joven Amo B.»? —pregunté—. ¿Se sabe qué solía hacer cuando ululaba el búho?

—Tocaba la campana —dijo Ikey.

Me sorprendió en extremo la destreza con la que el joven lanzó su gorra directamente a la campana, haciéndola repicar con un desconcertante sonido de lo más desagradable. Las inscripciones de las otras campanillas correspondían a los nombres de las habitaciones a las que conducían sus hilos: «Habitación de los Retratos», «Habitación Doble», «Habitación de los Relojes», y así. Me dispuse a seguir la campanilla del Joven Amo B. hasta su punto de origen. Descubrí entonces que el caballero había disfrutado de una alcoba de tercera categoría en un espacio triangular que había justo debajo del palomar, con una chimenea en una esquina que semejaba una escalera piramidal que alguien de la talla de Pulgarcito hubiera construido hasta llegar al techo. Algo me decía que el Joven Amo B. debía de haber sido una persona excesivamente pequeña para conseguir calentarse aun mínimamente con esa chimenea. El papel pintado de una de las paredes se había desprendido de una sola pieza, y ahora bloqueaba la entrada. Incluso conservaba todavía fragmentos de yeso adheridos. Parecía ser que el Joven Amo B., en su forma fantasmal, tuviera especial preferencia por arrancar el papel pintado. Ni el posadero ni Ikey fueron capaces de explicar el porqué de un comportamiento tan absurdo.

No realicé ningún otro descubrimiento aquel día, excepto que la casa poseía un ático de proporciones considerables y algo laberíntico. Las diversas estancias se encontraban moderadamente bien amuebladas, aunque sin excesos. Algunas de las piezas, digamos que un tercio de ellas, databan de los tiempos de la construcción de la casa. El resto pertenecían a épocas diversas del último medio siglo. Se me sugirió que debía buscar a un cierto vendedor de maíz en el mercado de la capital del condado, puesto que él era la persona encargada de todos los asuntos concernientes a la casa. Así que allí me fui, y tras hablar con el vendedor, alquilé la casa por espacio de seis meses.

Era mediados de octubre cuando me mudé con mi hermana soltera, una mujer de unos treinta y ocho años de edad, guapa, de buen juicio y mejor talante. Nos acompañaban un mozo de cuadras sordo, mi sabueso «Turco», dos criadas y lo que se conoce como una chica para todo. De la última tengo mis razones para puntualizar que se trataba de una de las huérfanas de San Lorenzo, y que contratarla fue un error terrible.

El año tocaba a su fin antes de tiempo, las hojas se desprendían con premura. Hacía un frío cortante cuando tomamos posesión del lugar, y la oscuridad de nuestro nuevo hogar resultaba deprimente en extremo. La cocinera, una mujer simpática pero de cortas entendederas, rompió a llorar cuando vio la cocina y pidió que, en el caso de que enfermara a causa de la humedad, su reloj de plata fuera entregado a su hermana, cuya vivienda estaba sita en el número 2 de los Tuppintocks Gardens, Liggs’s Walks, Clapham Rise. Por su parte, Streaker, la doncella, hizo gala de una fingida alegría, pero fue la que en mayor medida resultó martirizada una vez nos establecimos. La chica para todo, que nunca había estado en el campo, era la única persona que parecía algo contenta, e incluso tuvo la ocurrencia de plantar una bellota en la confianza de que saliese un roble enterito en el escueto jardín que había al otro lado de la ventana del fregadero.

Antes de que anocheciera habíamos pasado ya por todas las miserias naturales —las sobrenaturales tendrían que esperar— que se derivaban de la mudanza en sí. Informes deprimentes ascendían como el humo desde el sótano en profusión, y descendían desde las habitaciones superiores. En la casa no había nada: no había rodillo, no había salamandra —lo cual no me sorprendió, ya que no tenía ni idea de lo que era—, y lo que sí había estaba roto. Supuse que los últimos inquilinos debían de haber vivido como puercos. ¿Por qué el dueño la alquilaría en tal estado? En mitad de aquel desastre, la chica para todo se comportó de una forma ejemplar, sin perder ni un ápice de su alegría. Pero para cuando transcurrieron las primeras cuatro horas tras la caída del sol todos habíamos trascendido ya al plano espiritual. Por si fuera poco, la chica había visto «algo con ojos» y estaba sumida en un estado de histeria galopante.

Mi hermana y yo habíamos acordado no mencionar a nadie el tema del encantamiento, y aún hoy estoy seguro de que mientras descargábamos los enseres no había dejado a Ikey solo con las mujeres, ni cuando estaban todas juntas en grupo ni cuando alguna de ellas se separaba puntualmente de las otras. A pesar de todo, como digo, la chica para todo afirmaba haber visto «algo con ojos»; nunca se pudo extraer nada más de ella sobre el incidente. Eso había sido un poco antes de las nueve de la noche, pero cuando dieron las diez ya se le había aplicado tanto vinagre como a una tajada de salmón en conserva.

¡Dejo al buen juicio de mi público que consideren cómo pude sentirme cuando, sumido como estaba en las circunstancias desfavorables que menciono, la campanilla del Joven Amo B. comenzó a repicar de la manera más furiosa que pudiera imaginarse! Serían las diez y media, calculo. «Turco», entonces, empezó a aullar de un modo tan furioso que la casa entera comenzó a resonar con sus lamentos.

Espero no tener que encontrarme nunca con nadie sumido en un estado mental tan poco cristiano como el mío durante las incontables semanas en que la memoria del Joven Amo B. se fue apoderando gradualmente de la imaginación de los miembros del servicio. Jamás llegué a saber a ciencia cierta si eran las ratas las que hacían sonar la campanilla, o si tal vez eran los ratones, o los murciélagos, o el viento, o quizás algún tipo de vibración accidental, o puede que en ocasiones hasta una mezcla de todos esos agentes; pero lo cierto es que la campanilla sonaba dos de cada tres noches, hasta que llegué a concebir la feliz idea de retorcerle el cuello al dichoso Joven Amo B. con mis propias manos —o, en otras palabras, arrancar la campanilla de cuajo—, silenciando para siempre, de acuerdo con mi experiencia y mis creencias, al joven caballero.

Para aquel entonces, la chica para todo había desarrollado una extraordinaria habilidad para la catalepsia. Era tan pronunciada esta inconveniente dolencia en su caso que, de haberlo buscado, se habría convertido sin lugar a dudas en su ejemplo más palmario. En las ocasiones más dispares, la muchacha se ponía rígida de repente como si fuera un monigote del día de Guy Fawkes.[4] Decidí dirigir un discurso a los sirvientes de la forma más lúcida posible, destacando que había encargado pintar la habitación del Joven Amo B., a fin de que no hubiera ya papel que pudiera arrancar; que había retirado la campanilla, para que ésta ya no volvería a sonar. Y, si les era dado imaginar que el maldito niño había vivido y fallecido comportándose de manera tal que resultaba del todo incuestionable que merecía unos azotes en el trasero en su actual e imperfecto estado, ¿podrían llegar a imaginar que un pobre y simple ser humano como yo sería capaz de contrarrestar y limitar el poder de los espíritus incorpóreos de los muertos, o de cualquier otro espíritu, empleando para ello unos métodos tan banales? Me atrevería a decir que, cuando me dirigía a ellos de esta manera, adoptaba ademanes muy directos y enfáticos, por no decir incluso abiertamente complacientes con los argumentos expuestos. Pero todos mis esfuerzos resultaban en vano cuando la chica para todo se ponía rígida de repente, desde los dedos de los pies hasta la coronilla, y clavaba los ojos en el vacío, como si se hubiera transformado en una estatua barata.

Streaker, la doncella, también poseía una cualidad de la naturaleza más inquietante. Soy incapaz de decir si es que era el suyo un temperamento inusualmente linfático, o qué otra cosa le ocurría; pero lo cierto es que esta joven se convirtió de la noche a la mañana en una especie de destilería consagrada a la producción de las más copiosas y translúcidas lágrimas que haya tenido nunca ocasión de ver. Combinada con esa capacidad, hay que decir que poseía una peculiar tenacidad para aferrarse a dichos especímenes, de manera que, en lugar de dejar caer éstos, los llevaba todo el día colgados sobre el rostro y la nariz. En dicha condición, mientras meneaba su cabeza con un gesto de reprobación sutil, su silencio me apesadumbraba más que lo que podría haber hecho el Admirable Crichton.[5] La cocinera, por su parte, insistía en recubrirme, como si se tratase de un ropaje, de nociones de lo más confuso, pues solía poner el colofón a nuestras reuniones pretextando que la casa la estaba matando, ocasión que aprovechaba para repetir con humildad su última voluntad en lo que se refería al reloj de plata.

En lo que respecta a nuestra vida nocturna, sucumbíamos a una epidemia de sospechas y de miedos, ambos altamente contagiosos; y he de decir que no existe un contagio peor en el mundo. ¿Mujer encapuchada? De acuerdo con las habladurías, nos acechaba un convento entero de mujeres encapuchadas. ¿Ruidos? Con aquel nivel de contagio entre los criados, varias veces me ocurrió encontrarme yo mismo sentado en uno de aquellos deprimentes salones, atento a cualquier sonido, hasta que había escuchado tantos y tan diversos que perfectamente se me podría haber helado la sangre si no la hubiera calentado mediante la audaz aventura de investigar sus causas. Le reto a que intente esto mismo cuando esté en la cama, en mitad de la noche; intente esto mismo junto a su cómoda chimenea, cuando esté a punto de retirarse a dormir. Uno puede llenar toda una casa de ruidos si así lo desea, hasta que se es consciente de uno distinto por cada célula de su sistema nervioso.

Lo repito: se contagiaban entre nosotros las sospechas y el miedo, y no existe un contagio en el mundo peor que éste. Las mujeres, con sus narices sumidas en un estado de sensibilidad crónica por causa de la continua aplicación de sales, estaban siempre a punto de desvanecerse, así como de explotar por la causa más nimia. Las dos más mayores enviaban a la chica para todo a cualquier expedición que considerasen peligrosa, y ella misma siempre demostraba lo acertadas que estaban en sus miedos cuando la veían regresar de su excursión totalmente cataléptica. Si la cocinera, o la misma Streaker, subían por la noche al segundo piso, sabíamos que de un momento a otro escucharíamos un golpe en el techo; y esto tenía lugar de forma tan constante que parecía como si hubiéramos contratado a un boxeador para que anduviera por la casa propinándole un «toquecito» de los suyos —uno de esos sopapos que suelen conocerse entre las clases populares como «El Subastador»— a todas las domésticas con las que se cruzase.

No había nada que pudiese hacerse, ante tal epidemia. No servía de nada asustarse al ver un búho en el jardín, para a continuación demostrar que en realidad ese búho existía y no era más que un búho normal y corriente. No servía de nada descubrir que «Turco» siempre aullaba cuando alguien tocaba por casualidad ciertas notas discordantes en el piano. No servía de nada comportarse como un Radamanto[6] con las campanillas, de manera que si alguna de ellas sonaba sin razón aparente, se la descolgaba y se la silenciaba para siempre. No servía de nada, en suma, encender las chimeneas, arrojar antorchas dentro del pozo, entrar de forma súbita en las habitaciones sospechosas y voltear los escondrijos. Cambiamos de criados, pero la cosa no mejoró. El grupo nuevo se largó, y vino un tercer grupo, y la cosa no mejoró tampoco entonces. Al final nuestro hogar, que antaño había llegado a ser moderadamente cómodo, se volvió tan desorganizado y alcanzó un estado tan lamentable que una noche no tuve más remedio que decirle a mi hermana:

—Patty, empiezo a pensar que nunca encontraremos a quien consienta en estar aquí con nosotros. Es más, creo que deberíamos marcharnos de la casa.

Mi hermana, que es una mujer dotada de una inmensa energía, me contestó:

—No, John, no abandones. ¡No te dejes vencer! Existen otras maneras de afrontar esto.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—John —contestó mi hermana—, ya que no podemos permitir que se nos expulse de esta casa por ninguna razón, sea ésta comprensible para ti o para mí, creo que debemos hacernos un favor y doblegarla completamente bajo nuestro mandato.

—Pero, los criados… —dije.

—Si los criados son un problema, pues prescinde de los criados —sugirió mi hermana con arrojo.

Como la mayoría de las personas de mi época y condición, jamás me había planteado la posibilidad de pasar sin aquellos fieles obstructores de la vida acomodada que son los sirvientes. La idea me resultaba tan novedosa que, una vez sugerida, no dudé en expresar mis reservas.

—Sabemos de antemano que vienen aquí a sentir miedo y a infectárselo los unos a los otros; y, efectivamente, en cuanto llegan podemos comprobar que no nos hemos equivocado: tienen miedo y se infectan entre sí —explicó mi hermana.

—Con la excepción de Bottles —observé en un tono meditabundo. (Me refería a mi mozo de cuadra, que es sordo. Aún lo conservo a mi servicio, en lo que constituye un fenómeno de taciturnidad sin igual en toda Inglaterra).

—Por supuesto, John —asintió mi hermana—, con la excepción de Bottles. ¿Y qué prueba eso? Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie, a no ser que se le grite directamente en la oreja. Y nunca ha dado muestras de alarma, ni tampoco ha alarmado a persona alguna. ¡Ni una sola vez!

Esto era completamente cierto. El individuo en cuestión se retiraba cada noche a las diez en punto a su cama situada sobre la cochera, sin otra compañía que una horca y un barreño de agua. Si me hubiera presentado a esa hora delante de Bottles, el barreño de agua habría caído sobre mi cabeza, y la horca me habría atravesado, de eso estaba convencido. Bottles tampoco parecía haberse hecho eco nunca de ninguno de nuestros variados dramas domésticos. Se sentaba delante de su cena en un silencio imperturbable, a pesar de la apariencia melancólica de Streaker y de la rigidez marmórea de la chica para todo, y se limitaba a atiborrarse los carrillos de patatas, o bien se aprovechaba del estado general de derrumbe anímico del servicio para agenciarse una porción extra de pastel de carne.

—De manera que —continuó mi hermana— dejaremos fuera a Bottles. Y si tenemos en cuenta, querido John, que la casa es demasiado grande, y tal vez esté demasiado apartada como para dejarla en manos de nosotros tres solos, propongo que busquemos entre nuestros amigos hasta que reunamos un número selecto de los más fiables y dispuestos, y que formemos una sociedad que se establezca aquí por espacio de tres meses, a fin de que nos ayudemos entre nosotros y vivamos contentos los unos con los otros. Una vez hecho eso, ya veremos qué ocurre.

Estaba tan entusiasmado con la sugerencia de mi hermana que la abracé allí mismo, y a partir de ese día dediqué todas mis energías a poner en práctica su plan.

Nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre. Pero afrontamos nuestros nuevos planes con tanto vigor, y nuestra empresa fue tan bien secundada por nuestros amigos de confianza, que todavía quedaba una semana para que el mes expirase cuando un nutrido grupo de alegres camaradas se reunió con nosotros en la casa encantada.

A continuación mencionaré dos pequeños cambios que mi hermana y yo introdujimos cuando todavía vivíamos solos. Se me había ocurrido que lo más probable era que «Turco» se dedicara a aullar durante la noche entera dentro de la casa, quizás porque algo en mi interior me decía que prefería quedarse fuera. De manera que dispuse su caseta en el jardín y lo dejé suelto, avisando a la gente del pueblo de que cualquiera al que el perro se encontrase merodeando no debía esperar nada menos de él que le saltase al cuello. A continuación pregunté a Ikey, como sin darle importancia, si entendía de pistolas.

—Sí, señor; conozco una buena arma cuando la veo.

Así que le pedí que viniera a la casa para darme su opinión sobre la mía.

—Es buena de verdad, señor —dijo Ikey tras inspeccionar el rifle de doble cañón que había comprado en Nueva York unos cuantos años atrás—. No hay duda de ello, señor.

—Ikey —dije—, no lo menciones a nadie, pero he visto algo en la casa.

—¿De verdad, señor? —susurró, abriendo mucho los ojos—. ¿Una mujer encapuchada, señor?

—No te asustes —le dije—. Era una figura que se parece a ti; de hecho, sois como dos gotas de agua.

—¡Dios mío!

—¡Ikey! —dije, estrechándole la mano con simpatía, incluso diría que con afecto—. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas que se cuentan, lo mejor que podría hacer por ti es disparar a esa figura que tanto se te parece la próxima vez que la vea. ¡Y te prometo, por todos los cielos, que lo haré con esta arma en cuanto se me presente la ocasión!

El joven me dio las gracias y se marchó algo preocupado, tras rechazar un vaso de licor que le ofrecí. Le había hablado de aquella manera porque no me había olvidado del todo de la forma en que lanzara aquella vez la gorra a la campanilla; porque, en otra ocasión, me había fijado en algo que se parecía mucho a una gorra de piel tirada en el suelo a poca distancia de la misma, a la postre una noche en que la campanilla no había dejado de sonar; y, por último, porque me había dado cuenta de que las noches más fantasmagóricas eran aquellas que seguían a las visitas que Ikey hacía para calmar a los criados. No quiero ser injusto con Ikey. La casa le asustaba y creía de veras que se encontraba encantada. Pero, a pesar de todo, parecía fingir que ocurrían hechos inexplicables siempre que se le daba oportunidad para ello.

Otro tanto pasaba con el caso de la chica para todo. Deambulaba por la casa en un estado de terror absoluto y, a pesar de sus terrores verdaderos, mentía sobre otros inventados de la manera más monstruosa, e incluso llegó a imaginarse muchas de las alarmas que luego difundía, así como a realizar ella misma muchos de los ruidos que los demás escuchábamos cada noche. Yo me había dedicado a observarlos a ambos y era perfectamente consciente de todo lo que pasaba. No es necesario que explique aquí este comportamiento tan ridículo; me contentaré con apuntar que le resultará familiar a cualquier hombre inteligente con una cierta experiencia en medicina, leyes, o cualquier otro trabajo que requiera la observación de las personas; que es tan común como cualquier otro que pueda observarse, y que se trata de un comportamiento que las personas racionales bien harán en examinar antes de afrontar otro tipo de indagaciones, y rechazarán siempre que investiguen asuntos misteriosos.

Pero regresemos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos juntos fue echar a suertes la distribución de las habitaciones. Una vez que hicimos esto, y todas las habitaciones —de una punta a otra de la casa— fueron sometidas a examen por parte de todos y cada uno de los presentes, nos distribuimos las distintas tareas domésticas como si, en vez de amigos de clase acomodada, formásemos parte de un campamento de gitanos, o bien fuéramos miembros de un grupo alojado en un yate o de participantes en una cacería, o incluso náufragos en una isla desierta. A continuación, compartí con nuestros amigos todos los vagos rumores concernientes a la dama encapuchada, al búho y al Joven Amo B., junto con otros aún más vagos que habían circulado durante nuestra estancia: esto es, la ridícula presencia en la casa del espectro de una anciana que caminaba arriba y abajo cargando una mesa redonda tan espectral como ella misma, o la de un imbécil igualmente impalpable, puesto que nadie había sido capaz de agarrarlo todavía. Algunas de estas nociones se habían ido transmitiendo entre nuestros sirvientes, me atrevería a indicar que sin la necesidad de ser verbalizadas. Por último, nos reunimos para jurarnos los unos a los otros, con total solemnidad, que no nos encontrábamos allí para ser engañados ni para engañar a nadie —para nosotros era casi lo mismo—, que nos comunicaríamos sólo la verdad los unos a los otros, y que daríamos pábulo sólo a la verdad. Acordamos que cualquiera que escuchase ruidos extraños durante la noche y que deseara investigarlos, tendría la obligación de llamar a mi puerta primero; y, por último, que en la Noche de Reyes, la última de las fiestas navideñas, todas nuestras experiencias individuales a partir de aquella hora en la que nos reuníamos por vez primera en la casa encantada serían el objeto de una puesta en común. Juramos asimismo que hasta esa noche no diríamos nada, a no ser que algún hecho especial nos instara a romper el silencio al que nos habíamos comprometido.

Éramos, en número y en temperamento, tal como relataré a continuación. Primero mencionaré a mi hermana y luego a mí, naturalmente. En el sorteo de las alcobas mi hermana había sacado su propio dormitorio, y a mí me había tocado, curiosamente, el del Joven Amo B. El siguiente al que mencionaré será a nuestro primo hermano John Herschel, llamado así por el brillante astrónomo; no creo que haya existido en la historia un hombre más hábil con un telescopio. Lo acompañaba su esposa, una mujer encantadora con quien se había casado la primavera anterior. Pensé que había sido algo imprudente traerla, puesto que en unas circunstancias como las que vivíamos nadie puede anticipar las consecuencias de una falsa alarma. Pero supongo que él sabría lo que hacía, y debo decir que, si se hubiera tratado de mi propia esposa, no me habría sido posible abandonar su encantador y jovial rostro. A ellos les tocó la Habitación de los Relojes. Alfred Starling, un joven de veintiocho años de edad, de una amabilidad fuera de lo común y por quien sentía una gran simpatía, sacó la Habitación Doble, que hasta entonces había sido la mía, y que tenía aquel nombre por encontrarse dividida en dos alcobas, una de las cuales hacía las veces de vestidor, con dos enormes ventanales cuyos postigos ningún tipo de calza lograba atrancar con éxito, y que golpeaban contra el marco de madera todas las noches sin excepción, ya hiciera viento fuera o no lo hiciera. Alfred es uno de esos jóvenes que fingen ser «audaces», otra palabra que sirve para describir a los desmadrados, por lo que creo entender. Sin embargo, se trataba de alguien demasiado bondadoso y razonable como para permitirse hacer barrabasadas. Debería haberse distinguido ya, sin duda, si no hubiera sido porque su padre le había dejado desafortunadamente con muy pocos medios para garantizar su independencia, esto es, unas doscientas libras anuales, motivo por el cual su única ocupación en la vida había consistido hasta el momento en gastar seiscientas. Sin embargo, yo albergo esperanzas de que su banquero se rinda algún día, o bien que se involucre en cualquier acuerdo especulativo por el que Alfred se vea obligado a pagar unos intereses del veinte por ciento; puesto que estoy convencido de que sólo si se arruinase, este joven lograría hacer su fortuna. Belinda Bates, la amiga del alma de mi hermana y una muchacha deliciosa, amigable y de altas capacidades intelectuales, se quedó con la Habitación de los Retratos. Belinda posee un genio especial para la poesía, combinado con un celo de lo más empresarial, y «le va» —por usar una expresión de Alfred— la Misión de las Mujeres, los Derechos de la Mujer, los Problemas de la Mujer, y rodo aquello que tenga que ver con las mujeres, con «M» mayúscula, o bien con aquello que no lo tiene pero debería tenerlo, o bien con lo que lo tiene y sin embargo no debería.

—¡Muy bien, querida! Y que el cielo te ayude —le susurré la primera noche que me despedí de ella junto a la puerta de la Habitación de los Retratos—, pero no exageres. Y cuando pienses en la gran necesidad que existe, querida mía, de más trabajos reservados a las mujeres de los que ofrece nuestra sociedad, no te lances al cuello de los pobrecitos hombres, incluso los que te parezca que suponen un obstáculo, como si ellos fueran los opresores naturales de tu sexo. Puesto que, Belinda, créeme, en muchas ocasiones estos hombres se gastan todos sus ingresos en sus esposas y sus hijas, en sus hermanas, sus madres, sus tías y sus abuelas; así que la historia no es como parece; no todos son lobos y caperucitas, sino que existen bastantes más personajes en la historia.

Sin embargo, me salgo de mi narración.

Belinda, como he mencionado, ocupaba la Habitación de los Retratos. Había otros tres dormitorios: la llamada Habitación de la Esquina, la Habitación de los Trastos, y la Habitación del Jardín. Mi viejo amigo Jack Governor «colgó su hamaca», como él decía, en la Habitación de la Esquina. Siempre he considerado a Jack como el marinero más apuesto que nunca haya surcado los mares. Ahora peina canas, pero está tan de buen ver como hace un cuarto de siglo; no, está mejor aún. Un hombre imponente, alegre, una figura fornida de hombros anchos, con una sonrisa honesta, unos ojos negros y brillantes, y unas prominentes cejas oscuras. Las recuerdo todavía más negras, y debo decir que mejoraban bajo su nuevo aspecto, con esos trazos plateados que las recorrían. Jack ha estado en todos los lugares donde ondea nuestra bandera nacional, con la que comparte el nombre,[7] y en mis viajes he encontrado viejos camaradas suyos en el Mediterráneo y a la otra orilla del Atlántico, todos los cuales han sonreído y se han animado tras la mención casual de su nombre, y me han preguntado: «¿Conoce a Jack Governor? ¡Entonces conoce usted a un hombre como no hay otro!». ¡Así es él! Y es de forma tan incuestionable un oficial de la Marina, que si fueras a encontrártelo saliendo del iglú de un esquimal cubierto de una piel de foca, podrías persuadirte de que en realidad vestía el uniforme naval completo.

En una ocasión, Jack posó esos ojos refulgentes suyos sobre mi hermana; pero al final acabó desposando a otra dama y se la llevó a Sudamérica, donde la dama falleció. De esto haría unos doce años, o quizá más. Cuando llegó a nuestra casa encantada, consigo traía un pequeño barril de carne de ternera en salazón; y eso era porque estaba absolutamente convencido de que toda la carne que no conservaba él mismo no era más que carne pasada, e, invariablemente, siempre que bajaba a Londres incluía una pieza de este manjar en su equipaje. También se ofreció a traer consigo a un tal «Nat Beaver», un viejo camarada suyo, capitán de un buque mercante. El señor Beaver, con una cara y una planta tan rígida como si hubiera sido tallado en madera, y aparentemente igual de fuerte, demostró ser un hombre inteligente con un montón de experiencias marinas y una gran cantidad de conocimientos de tipo práctico. Algunas veces le sobrevenía un curioso nerviosismo, en apariencia el resultado de alguna vieja enfermedad; pero apenas le duraba unos minutos. Se quedó con la Habitación de los Trastos y la compartió con el señor Undery, mi abogado y amigo, que había venido como amateur, y con el cometido de «acabar con esto cuanto antes», como él mismo decía. Hay que recalcar que el señor Undery jugaba al whist mejor que cualquiera cuyo nombre se hallara incluido en la Law List, desde la cubierta roja del principio a la cubierta roja del final[8].

Nunca fui más feliz en toda mi vida que en aquellos días, y creo que ése era el mismo sentimiento que compartíamos todos. Jack Governor, un hombre dotado de maravillosos recursos, fue nombrado el cocinero en jefe, y preparó para nosotros algunos de los platos más deliciosos que he probado en mi vida, amén de varios curris a los que más valía no acercarse. Mi hermana ejercía de sous-chef y pastelera. Starling y yo actuábamos como pinches, alternando nuestros turnos, y, en las ocasiones que requerían más trabajo, el cocinero jefe «obligaba» a trabajar al señor Beaver. Disfrutábamos de una gran cantidad de deportes al aire libre y hacíamos bastante ejercicio, pero jamás se nos ocurría saltarnos ninguna de nuestras obligaciones y no existía mal humor o malentendidos entre nosotros. Nuestras veladas nocturnas eran tan deliciosas que al menos teníamos una razón positiva para que no nos apeteciera irnos a la cama por la noche.

Durante las primeras veladas nocturnas se dispararon todas las alarmas. La primera noche Jack me despertó golpeando mi puerta con una descomunal linterna de navío en la mano, un artefacto que semejaba las agallas de algún monstruo de las profundidades, para informarme de que se proponía «subir a lo alto del todo» para arriar la veleta. Era una noche tormentosa y protesté ante su disparatada idea. Pero Jack llamó mi atención sobre el hecho de que la veleta emitía un sonido que recordaba de algún modo a un llanto desesperado, y afirmó que alguien estaría muy pronto «dándole las buenas noches a un fantasma» si no se hacía lo que él sugería. De manera que decidimos subir hasta el tejado de la casa. El señor Beaver nos acompañaba. Yo apenas podía mantenerme en pie a causa de la fuerza del viento. Jack, armado con la linterna y seguido del señor Beaver, escaló hasta la punta de una cúpula, unos doce pies por encima de las chimeneas, agarrándose a Dios sabe qué, y, con una frialdad que me heló la sangre, martilleó la veleta hasta que la arrancó de cuajo. Los dos caballeros se encontraban de tan buen humor al encontrarse a aquellas alturas y con aquel tempestuoso viento azotándoles la cara, que temí que no tuvieran intención de bajar nunca. Algunas noches después volvieron a salir, y arrancaron la tapadera para pájaros de una de las chimeneas. Otra noche cortaron una tubería, ya que emitía un sonido como de llanto atragantado. Cada noche encontraban un nuevo quehacer. Recuerdo incluso varias ocasiones en que ambos, haciendo gala de la mayor tranquilidad que pueda imaginarse, se lanzaron por las ventanas de sus respectivas habitaciones para «darle lo suyo» a algo misterioso que rondaba por el jardín.

El acuerdo entre los presentes se cumplió a rajatabla, y nadie reveló nada. Lo único que sabíamos era que si la habitación de alguien estaba embrujada, nadie parecía verse especialmente afectado por ello.

El fantasma en la habitación

 

 

del Joven Amo B.

 

 

Una vez que me hube instalado en la alcoba triangular que tan distinguida reputación se había ganado entre los primeros moradores de la casa, mis pensamientos se dirigieron, como es lógico, a la propia persona del Joven Amo B. Mis especulaciones sobre él eran complejas y muy variadas. Dudé si su nombre de pila era Benjamín, Bissextile (que era como se llamaba a muchos que habían nacido en un año bisiesto), Bartholomew o Bill. Si su inicial se correspondía con su apellido, y éste era Baxter, Black, Brown, Barrer, Buggins, Baker o Bird. Si lo habían encontrado abandonado en el umbral de la casa, y había sido bautizado B., a secas. Si era un muchacho valiente, y su B era un diminutivo de Briton, o de buey. O si era posible que hubiera sido familia de alguna de las damas que habían alegrado las horas de mi propia infancia, y fuera de la misma sangre que Mother Bunch[9].

Me atormenté mucho con estas meditaciones sin propósito. La misteriosa inicial también me acompañaba en mis especulaciones sobre la propia apariencia y dedicaciones del fallecido: me preguntaba así, si es que le ponían bigudíes, calzaba botas —no creo que hubiera sido calvo como una bola de billar—, si era un muchacho brillante, le interesaban los barcos, si poseía alguna habilidad como boxeador, incluso si había pasado su boyante juventud bañándose en las playas de Bognor, Bangor, Bournemouth, Brighton o Broadstairs.

De manera que, desde el principio, me sentí bastante afectado por el significado de esa letra B.

No tardé en darme cuenta de que nunca, ni por casualidad, había soñado con el Joven Amo B., o con nada que tuviera que ver con él. Pero, en el instante en que me despertaba, a cualquier hora de la noche, me abrumaban los pensamientos respecto a mi persona, y las horas se me escurrían de entre los dedos tratando de unir su inicial con algo que tuviera algún sentido, por mínimo que fuera.

Durante seis noches seguidas me ocupé de este modo en la habitación del Joven Amo B, cuando de repente me di cuenta de que algo iba mal.

La primera aparición se me presentó temprano por la mañana, justo cuando comenzaba a amanecer. Estaba levantado, afeitándome delante de mi espejo, cuando de pronto me di cuenta, para mi sorpresa y consternación, de que esa persona que aparecía reflejada en el espejo… ¡no era yo! Yo tenía cincuenta años… Pero en lugar de mi reflejo, veía a un niño. ¡De pronto descubrí que aparentemente yo mismo era el Joven Amo B.!

Temblé y miré por encima de mi hombro, pero no vi nada. Volví a mirar dentro del espejo, y pude ver los rasgos y la expresión de un niño que se afeitaba, pero no para despojarse de una barba, sino más bien para lograr que le creciera una. Presa del espanto, di unas cuantas vueltas por la alcoba y regresé al espejo, resuelto a imprimir firmeza en mi mano y completar así la operación que había quedado momentáneamente interrumpida. Sin embargo, al abrir mis ojos, que había mantenido cerrados para intentar calmarme, me encontré de nuevo frente al espejo. Mirándome fijamente a los ojos, me observaba un hombre joven de unos veinticuatro o veinticinco años. Aterrorizado por esta nueva incursión espectral cerré los ojos, y reuní todas las fuerzas que pude para recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi, afeitándose tras el cristal, a mi padre, que hacía tiempo que había muerto. En fin, reconocí incluso a mi abuelo, a quien jamás había visto en vida.

Aunque, como es natural, me encontraba muy afectado por estas apariciones tan increíbles, resolví guardar el secreto hasta en tanto llegase el momento acordado por todos para poner en común nuestras historias.

Agitado por una multitud de pensamientos extraños, me retiré a mi habitación aquella noche preparado para hacer frente a alguna nueva experiencia de índole espiritual. Y mi predisposición no fue en vano. Serían las dos de la mañana cuando me desperté de un sueño inquieto. E, ¡imaginaos lo que sentí al alargar la mano bajo las sábanas y descubrir que compartía el lecho con el esqueleto del Joven Amo B.!

Me incorporé de un salto, y el esqueleto hizo lo mismo. Entonces escuché una voz lastimera que preguntaba:

—¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?

Entonces, mirando con atención hacia el lugar de donde provenía la voz, me topé con el fantasma del Joven Amo B.

El espíritu del joven aparecía adornado con unas vestimentas muy pasadas de moda; o más bien, no parecía estar vestido, sino empaquetado en una suerte de telas blancas y negras de poca calidad, horriblemente decoradas con botones brillantes. Observé que dichos botones adornaban en filas dobles cada hombro del fantasma, y que continuaban hasta descender por su espalda. El espectro llevaba un cuello de encaje. Su mano derecha —la cual constaté que estaba manchada de tinta— reposaba sobre su estómago. Conectando esta acción con algunos casi imperceptibles granos sobre su rostro, y con su aire de vaga náusea, concluí que este fantasma era el de un muchacho que, en vida, había debido de ingerir una gran cantidad de medicinas.

—¿Dónde estoy? —preguntó el pequeño espectro con una voz patética—. ¿Y por qué nací en la época del Calomel, y por qué me dieron tanto Calomel?

Le contesté que, con total franqueza, no podía darle una respuesta.

—¿Dónde está mi hermanita? —preguntó el espíritu—. ¿Y dónde está mi querida mujercita? ¿Y dónde está ese muchacho con el que fui a la escuela?

Rogué al fantasma que se consolase, y que, sobre todas las cosas, no se entristeciera por la pérdida de su amigo de la escuela. Le expliqué que era probable que si volviera a verlo entendería que el reencuentro no habría merecido la pena. Le expliqué que yo mismo había vuelto a ver, a lo largo de mi vida, a varios de los compañeros que tuve en la escuela, y que ni uno solo de ellos había merecido la pena. Expresé mi humilde opinión de que su amigo tampoco la merecería. Le dije que no era más que un personaje de su pasado imbuido de aspectos míticos, una fantasía, una trampa creada por uno mismo. Le conté cómo, la última vez que me había topado con uno de ellos, había sido durante una cena, y que mi amigo había aparecido parapetado detrás de una inmensa corbata, y que no tenía opinión ninguna sobre ningún tema de conversación, y que tenía una capacidad de aburrirse absolutamente titánica. Le relaté que, dado que habíamos estado juntos en «Oíd Doylance’s», se había invitado a sí mismo a desayunar conmigo (una ofensa social de la mayor magnitud); y cómo yo, animado por la llama pálida de mi esperanza en la valía de los antiguos alumnos de Doylance’s, se lo había permitido; y cómo se había revelado como un vagabundo que perseguía a la raza de Adán, con sus extrañas ideas sobre el dinero, especialmente con su propuesta de que el Banco de Inglaterra, bajo la pena de abolición, de inmediato acuñase y pusiera en circulación Dios sabe cuántos miles de millones de billetes de a diez chelines y seis peniques.

El fantasma escuchó en silencio sin apartar su mirada de mí.

—¡Barbero! —apostrofó, una vez que hube concluido mi historia.

—¿Barbero? —repetí yo, puesto que no ejerzo dicha profesión.

—Condenado —continuó el fantasma— a afeitar clientes en sucesión: primero yo, después un hombre joven; luego tú, tal como tú eres; después tu padre, después tu abuelo; condenado asimismo a dormir con un esqueleto cada noche, y a levantarte junto a él cada mañana.

(Temblé al escuchar este sombrío anuncio).

—¡Barbero! ¡Sígueme!

Había sentido, incluso antes de que aquellas palabras fueran pronunciadas, que una fuerza me impulsaba a seguir al espectro. Lo hice, y de repente ya no me encontraba en la habitación del Joven Amo B.

La mayoría de la gente ha oído hablar de las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se sometía a las brujas para que confesaran, y de lo efectivas que eran, puesto que éstas solían revelar toda la verdad asistidas por preguntas precisas y bajo amenaza de tortura. Insisto en que, durante el tiempo que ocupé la habitación del Amo B., aquella habitación encantada, su fantasma me llevó con él en expediciones tan largas y escabrosas como las que acabo de mencionar. Es cierto que no fui presentado a ningún anciano decrépito con rabo y cuernos de cabra —un cruce entre Pan y un ropavejero—, anfitrión de recepciones tan absurdas como las que tenían lugar en la vida real y mucho menos decentes; pero me encontré con otras muchas cosas que parecían obedecer al mismo sinsentido.

Ya que confío en que ustedes sepan que digo la verdad, y que seré creído, declaro sin vacilación alguna que seguí al fantasma, en primer lugar, sobre una escoba, y más tarde montado en un pequeño caballo de madera. Podría prestar juramento sobre el olor que emanaba la pintura del animal en cuestión, sobre todo tras el traqueteo constante al que lo sometí. Más tarde seguí al espectro en un vehículo llamado simón (toda una institución con cuyo aroma tampoco se encuentra familiarizada la presente generación, pero que consiste —me atrevo a jurar de nuevo— en una mezcla de establo, perro con sarna y fuelles muy viejos. Sobre esto apelo a la generación que me precedió a fin de que confirme o refute lo que digo). Perseguí al fantasma montado sobre un burro sin cabeza: al menos, sobre uno tan interesado en el estado de su estómago que la tenía todo el tiempo allí metida, investigándolo; sobre ponis que parecían nacidos con el solo propósito de dar coces; sobre tiovivos y columpios de feria; montado en un coche de punto, otra institución ya olvidada en la cual los pasajeros solían dormirse apoyando sus cabezas en el regazo del mismísimo cochero.

Para no abrumarles con un relato detallado de todos mis viajes detrás del fantasma del Amo B., que fueron más extensos y maravillosos que los del propio Sinbad, me limitaré a narrar una experiencia que permita quizás juzgar todas las demás que se produjeron.

Me encontraba mágicamente transmutado. Yo era yo, pero a la vez era otro. Era consciente de algo dentro de mí que había permanecido inmutable durante toda mi vida, y que siempre he reconocido en todas sus etapas y variantes; y al mismo tiempo yo no era la misma persona que se había acostado en la habitación del Joven Amo B. Tenía la cara más suave y las piernas más cortas; y había colocado a otra criatura, también de rostro suave y piernas como las mías, detrás de una puerta, donde yo le estaba confiando una proposición de la más increíble naturaleza.

La proposición era la siguiente: que instaurásemos un serrallo.

La otra criatura accedió de inmediato. No poseía noción alguna de respetabilidad, ni yo tampoco la poseía. Era la costumbre de Oriente, del buen califa Haroun Al-Raschid (permítanme que escriba mal el nombre aunque sólo sea una vez, ¡tan henchido se encuentra de memorias dulces!), y tal costumbre era respetada y digna de imitación.

—¡Oh! ¡Hagámoslo! —decía la otra criatura dando animados saltitos—. ¡Instauremos un serrallo!

No era porque dudásemos en absoluto del carácter meritorio del tipo de establecimiento que proponíamos importar de Oriente a nuestros lares, sino que creíamos que aquello debía ser ocultado a la señorita Griffin. Era más bien porque sospechábamos que la mujer en cuestión no tenía muchas simpatías por el género humano, y era incapaz de apreciar la grandeza del gran Haroun. Lo guardamos en secreto, pues, pero decidimos compartirlo en cambio con la señorita Bule.

Éramos diez en la escuela de la señorita Griffin, en Hampstead Ponds: ocho damas y dos caballeros. La señorita Bule, que yo juzgaba que había alcanzado la edad madura a los ocho o nueve años de edad, era la principal anfitriona de nuestros juegos. Le expliqué el asunto en el transcurso de aquel día, y propuse que la convirtiéramos en la Favorita.

La señorita Bule, tras batallar con la modestia tan natural y encantadora propia de su adorable sexo, expresó sentirse honrada por la idea, pero deseaba saber antes cuál proponíamos que sería el lugar reservado para la señorita Pipson. La señorita Bule, que le había prometido a aquella joven dama una amistad eterna, compartirlo todo, no tener secretos hasta la misma muerte, promesa que se hizo ante los Servicios y Lecciones de la Iglesia, obra completa en dos volúmenes con caja y candado, dijo que ella no podía, como amiga de la señorita Pipson, ocultarle el hecho de que la señorita Pipson no sería una de las Elegidas.

Ahora bien, puesto que la señorita Pipson poseía una cabellera rubia ondulada y unos bonitos ojos azules, lo cual se correspondía con mi idea de cualquier cosa mortal y femenina que pudiera llamarse hermosa, respondí de inmediato que yo consideraba a la señorita Pipson una Hermosa Hada Circasiana.

—¿Y entonces, qué? —preguntó la señorita Bule pensativamente.

Contesté que debía ser cambiada en trueque por un comerciante, traída hasta mí cubierta por un velo, y comprada como esclava.

(La segunda criatura, por aquel entonces, había pasado ya a ocupar el segundo puesto dentro del Estado, el de Gran Visir. Más adelante se resistió a que los acontecimientos hubieran sido dispuestos de ese modo, pero le tiré del pelo hasta que bramó de dolor y acabó cediendo).

—¿Y no sentiré celos? —preguntó la señorita Bule, bajando los ojos con modestia.

—Zobaida, no —contesté—. Tú serás por siempre la Sultana Favorita, la primera en mi corazón, y mi trono será por siempre tuyo.

La señorita Bule, hechas estas aseveraciones, consintió en proponer la idea a sus siete compañeras. Se me ocurrió, en el transcurso del mismo día, que sabíamos que podíamos confiar en una criatura sonriente y de buen corazón llamada Tabby, que era la sirvienta de más baja categoría de la casa. Tanto que valía menos que una cama, y cuyo rostro se encontraba casi de continuo recubierto por una especie de betún negro. Una vez terminé de cenar, deslicé una nota en la mano de la señorita Bule para transmitirle esa idea, refiriéndome al betún negro como un signo de la Providencia, y señalando a Tabby para que hiciera de Mesrour, el celebrado jefe de los Negros del Harén.

Hubo dificultades a la hora de conformar esta institución tan deseada, tal y como ocurre con todos los grupos numerosos. La segunda criatura demostró su bajeza de carácter y, una vez fue vencido en sus aspiraciones al trono, pretendió poseer ciertos escrúpulos para postrarse delante del Califa; se negó a llamarlo Comandante de los Fieles, habló de él de forma despreciativa designándole como un simple «camarada», declaró que no jugaba más —«¡Juega!»—, y se comportó de otras muchas formas ofensivas y poco elegantes. La vileza de su comportamiento fue, de cualquier modo, derrotada por la indignación general de un serrallo completamente unido, y yo me convertí en el niño mimado del harén, bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los hombres.

Las sonrisas únicamente podían producirse cuando la señorita Griffin miraba hacia otro lado, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, puesto que existía una leyenda entre los seguidores de la doctrina protestante de que la señorita era capaz de vernos de espaldas mediante un pequeño adorno que tenía en la mitad del bordado de su chal negro. Pero cada día, durante una hora después de la cena, todos nos sentábamos juntos, y entonces la Favorita y el resto del harén real competían sobre quién conseguiría entretener a Haroun el Sereno en su reposo de los asuntos de estado, los cuales, como ocurre con la mayoría de los asuntos de estado, tenían que ver con la aritmética, ya que el Comandante de los Fieles era bastante malo haciendo sumas.

En estas ocasiones, el devoto Mesrour, jefe de los Negros del Harén, siempre se encontraba presente (la señorita Griffin solía convocarle con cierta vehemencia), pero no actuaba jamás en ninguna forma que le hiciera ganar reputación histórica. En primer lugar, la manera que tenía de pasar la escoba por el diván del Califa, incluso cuando Haroun portaba sobre sus hombros la túnica roja de la furia (el chal rojo de la señorita Pipson), aunque podía ser disculpada, nunca resultaba completamente satisfactoria. En segundo lugar, su forma de irrumpir al bramido de «¡Qué nenes tan monos!», nunca resultaba ni Oriental ni siquiera respetuoso. En tercer lugar, aunque se le había requerido varias veces para que dijera «¡Bismillah!», de continuo exclamaba «¡Aleluya!». Este miembro de la Corte, al contrario de los de su clase, tenía demasiado buen humor, mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación de una forma demasiado incongruente, e incluso en una ocasión —fue con ocasión de la compra de la Hermosa Circasiana por quinientas mil bolsas de oro, demasiado barata salió— se permitió abrazar a la esclava, a la Favorita, y al Califa, a todo el mundo. (Entre paréntesis, déjenme decir que el Señor bendiga a Mesroud, ¡y Dios le haya dado hijos e hijas que hayan hecho sus días más llevaderos desde entonces!).

La señorita Griffin era un modelo de respetabilidad, y no alcanzo a comprender cuáles habrían sido los sentimientos de aquella mujer de virtud intachable si hubiera sabido, cuando nos sacaba de paseo por Hampstead Road en fila de a dos, que caminaba con paso firme a la cabeza de la Poligamia y el Mahometanismo. Creo que contemplar a la señorita Griffin en dicho estado de ignorancia nos embriagaba de una dicha sin igual, y nos embargaba un sentimiento algo malvado de que existía un terrible poder en nuestro conocimiento del que nada sabía la buena señora —que sabía todo lo que podía saberse de los libros—, y ese mismo sentimiento inspiraba que guardásemos el secreto. Y lo guardamos de un modo excelente, aunque en una ocasión estuviéramos a punto de ser descubiertos. Fue un domingo. Los diez nos encontrábamos en una parte bien visible de la iglesia, con la señorita Griffin presidiendo nuestro grupo —como ocurría todos los domingos, cuando publicitábamos la escuela de una forma muy poco secular—. Recuerdo que durante el servicio se leyó la descripción de Salomón y de sus gloriosos arreglos domésticos. El momento en el que se mencionó al monarca, la conciencia me susurró: «¡Tú también Haroun!». El ministro que oficiaba tenía un defecto en la vista, y eso hacía que pareciera como si estuviese leyendo personalmente para mí. Mi rostro se vio inundado de un poderoso color carmesí, y fue anegado por una sudoración considerable. El Gran Visir parecía más muerto que vivo, y el serrallo al completo se ruborizó, como si el atardecer en Bagdad brillara directamente sobre sus hermosos rostros. En este instante terrible se levantó la señorita Griffin y, con una mirada siniestra, pasó revista a los niños del Islam. Mi propia impresión fue que tanto la Iglesia como el Estado se habían puesto de acuerdo con ella en una conspiración para descubrirnos, y que pronto nos exhibirían como herejes en mitad de la galería. Pero tan occidental era la señorita en su recta actitud —si se me permite utilizar esta expresión en oposición a nuestras veleidades orientales—, que simplemente se limitó a sospechar que estábamos comiendo manzanas, y así nos salvamos.

He dicho que el serrallo se encontraba unido. Era solamente en la cuestión de si el Comandante de los Fieles tenía derecho a ejercitar su poder para besar a las concubinas dentro del santuario de la escuela sobre lo que sus integrantes se encontraban divididos. Zobaida ejercía su derecho, como Favorita que era, de rascarse a su antojo, y la Hermosa Circasiana de refugiar su rostro dentro de una bolsa verde de fieltro, diseñada originariamente para guardar libros. Por otra parte, una gacela de trascendental belleza llegada desde las planicies fructíferas en hermosura de Camden Town (donde había sido comprada, por los comerciantes, en la caravana que cada medio año cruzaba el desierto tras las vacaciones) sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el beneficio de las mismas únicamente a ese perro hijo de un perro, el Gran Visir, que no tenía derecho a nada, y a quien, por lo tanto, no se cuestionaba. Al final, dicha dificultad fue solventada mediante el nombramiento de una joven esclava como sustituta. La niña, montada sobre una banqueta, recibía de forma oficial sobre sus mejillas los saludos destinados por el gracioso Haroun a las otras sultanas, y era premiada por ello en privado con las arcas de las Damas del Harén.

Y así fue cómo, en el disfrute más alto de mi dicha, me metí en tremendos problemas. Comencé a pensar en mi madre, y en lo que diría si llevaba a casa durante las vacaciones de verano a ocho de las hijas más hermosas nacidas de los hombres. Pensé en el número de camas que tendríamos que disponer en la casa, pensé en los ingresos de mi padre y en la factura del pan, y mi melancolía se multiplicó por dos. El serrallo y su malvado Visir, adivinando la causa de la tristeza de su señor, hicieron todo lo posible por aumentarla. Profesaron fidelidad sin límites, y declararon que vivirían y morirían por él. Reducido a un estado de tristeza indescriptible por dichas protestas de afecto, me quedaba despierto durante horas enteras, rumiando mi terrible destino. En mi desesperación, creo que habría aprovechado la primera oportunidad que se me presentase para caer de rodillas ante la señorita Griffin, admitiendo paralelismos con Salomón, y rogándole que se me tratase de acuerdo a las ofendidas leyes de mi país; pero una forma de escape imprevista se abrió ante mí.

Un día estábamos paseando en fila de a dos —con ocasión de lo cual el Visir había aprovechado para dar instrucciones de vigilar al muchacho que sostenía la litera, teniendo en cuenta que si profanaba con la mirada a las bellezas del harén, no tendría más remedio que morir ahorcado en el transcurso de la noche—, cuando sucedió que nuestros corazones se vieron velados por la pesadumbre. Una acción inexplicable por parte de la gacela nos había hundido en la desgracia más absoluta. Esa encantadora, bajo la excusa de que el día anterior había sido su cumpleaños, había recibido una cesta que contenía grandes tesoros para su celebración (ambas cosas eran mentira), y en secreto, pero de manera insistente, había invitado a treinta y cinco príncipes y princesas del vecindario a un baile con vituallas, con la especificación de que «no se les podría ir a buscar hasta las doce de la noche». Tal invención de la gacela había motivado la llegada por sorpresa ante la puerta de la señorita Griffin de un gran número de invitados vestidos de gala, montados en diversos medios de transporte y acompañados de distintos escoltas, los cuales fueron depositados sobre el escalón de entrada con un rubor de expectación para luego ser expulsados entre lágrimas. Al comienzo de la doble llamada que suele preceder a estas ceremonias, la gacela se había escondido en un ático trasero; y con cada nueva llegada, la señorita Griffin se había ido agitando más y más hasta que finalmente había sido vista rompiendo en jirones su blusa. La rendición por parte de la criminal fue seguida de un ejemplar castigo, y la traidora había sido encerrada en el armario de la ropa a pan y agua, y había motivado una reprimenda para todos, de una duración vindicativa, en la cual la señorita Griffin había usado las expresiones siguientes: a saber, primero, «creo que todos lo sabíais»; segundo, «cada uno de vosotros es tan malo como los demás»; tercero, «sois un grupo de pequeños mezquinos».

Bajo dichas circunstancias, caminábamos todos con el corazón apesadumbrado, yo en especial, sobre quien pesaban en mayor medida las responsabilidades musulmanas que había asumido. Me encontraba, por tanto, de un humor melancólico. En esto, un hombre desconocido se plantó delante de la señorita Griffin y, tras caminar junto a ella durante un buen rato, posó su mirada sobre mí. Suponiéndole un maleante, y sospechando que mi hora había llegado, en un santiamén eché a correr, con el propósito vago de llegar hasta Egipto.

El serrallo al completo gritó cuando me vio correr tan rápido como me permitían mis piernas (tenía la impresión de que si tomaba la primera esquina a la izquierda, y rodeaba la posada, llegaría por el camino más corto hasta las pirámides). Entonces la señorita Griffin salió chillando detrás de mí, el desleal Visir corrió en mi busca, y el muchacho en el paso de pago me empujó hacia una esquina, como si fuera una oveja, cortando mi huida. Nadie me riñó mientras me cogían y me traían ante la señorita Griffin; la dama se limitó a preguntar, con una gentileza sorprendente, ¡lo cual era muy curioso!, que por qué había salido corriendo cuando el caballero me miró.

Si hubiera conservado el resuello para responder a la pregunta, creo que no habría dicho nada. Al no tener aliento, por supuesto que no ofrecí respuesta alguna. La señorita Griffin y el extraño me tomaron entre ellos y me condujeron de regreso al Palacio con toda la ceremonia; pero desde luego que no como si fuera un criminal.

Cuando llegamos allí, entramos sin más en una habitación, y la señorita Griffin llamó a Mesrour, la jefa de los sombríos guardianes del harén, para que la ayudase. Entonces la señorita Griffin le susurró algo al oído a Mesrour, y ésta rompió a llorar.

—¡Dios te bendiga, querido mío! —dijo esta buena persona, girándose hacia mí—. ¡Tú padre está muy enfermo!

Pregunté, con el corazón saliéndoseme por la garganta:

—¿Está muy enfermo?

—¡Que el señor te proteja, angelito! —dijo la buena Mesrour, poniéndose de rodillas para que pudiera acomodar mi cabeza sobre sus hombros—. ¡Tu papá ha muerto!

Haroun Al-Raschild se desvaneció con estas palabras; el serrallo desapareció; y desde ese momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.

Fui llevado a casa, y allí había tanta muerte como deudas, y se celebró una subasta. Mi pequeña cama fue considerada con tanto desdén por un poder desconocido para mí, llamado vagamente «El Comercio», que una carbonera de bronce, un asador y una jaula fueron puestos encima de ella para constituir un lote completo, y lo vendieron «regalado», o al menos eso escuché, ¡y recuerdo que pensé, qué triste regalo sería para alguien!

Entonces me enviaron a una escuela enorme para muchachos, fría, desangelada, donde todas las comidas y las ropas eran gruesas e insuficientes; donde todo el mundo, grande y pequeño, era cruel; donde todos los niños sabían de la subasta antes de mi llegada, y me preguntaban cuánto había sacado, y quién me había comprado, y me gritaban: «¡Uno, dos… tres! ¡Adjudicado!». Nunca susurré a persona alguna en aquel lugar maldito que yo había sido Haroun, ni que había tenido un serrallo; puesto que era consciente de que, si mencionaba mis fracasos, me habrían hecho objeto de tales humillaciones que no habría tenido más remedio que ahogarme en el estanque lleno de fango cercano al patio, tan marrón como la cerveza.

¡Ay de mí! Ningún otro fantasma ha acosado la habitación de aquel niño, amigos míos, desde que yo la ocupé, más que los fantasmas de mi propia infancia, el espectro de mi inocencia perdida, el espíritu de mis castillos en el aire. En muchas ocasiones he seguido al fantasma, pero ni siquiera con estos pasos del hombre que soy lo he alcanzado, nunca con mis manos de hombre lo he rozado, nunca he conseguido apretarlo contra mi pecho en toda su pureza. Y así me veis ahora, sometido a mi destino, tan despreocupado y agradecido como puedo, sometido a mi destino de afeitar en el espejo a un número continuo de hombres distintos, y de acostarme y levantarme con ese esqueleto que se me ha concedido como compañero mortal.

Extraído del ejemplar de All Year Round

 

titulado «La casa encantada»,

 

Navidad de 1859